Trabajaba en el negocio de refrigeración de un viejo amigo que no pagaba mucho, unos cuatrocientos dólares a la semana, y luego, en la noche, se iba a la escuela de inglés.
A veces, ya de regreso, con los codos apoyados en una mesa pequeña, escuchaba varios tracks para ejercitar la pronunciación o afinar el oído, o buscaba algún dato en Google tecleando solo con dos dedos, como si fuera un mecanógrafo disciplinado que en medio del caos transmite mensajes de vida o muerte desde el África profunda. Cada vez que mi padre marcaba una letra, miraba la pantalla para comprobar si la letra había salido. Demoraba insanas cantidades de tiempo en completar una palabra. La humanidad había depositado en él viejas maneras que de otro modo ya se hubieran perdido. Era como un cofre que mantenía ciertos gestos —la lentitud medieval de los copistas— a salvo de las nuevas costumbres. Con el alma empolvada, intentando aprender a los cincuenta años un idioma nuevo, era, mi padre, toda la nostalgia. Es probable que para ese entonces sus mejores horas fueran por la madrugada, cuando podía soñar en español.
Pero mi asma había venido a entorpecerlas. Entonces, aunque yo quería pasar mi estancia juntos, le dije que sería mejor que me fuera a vivir a casa de una amiga, y que él me recogiera los domingos, o en su tiempo libre. Una semana después —durante la cual, por alguna razón, no supe de él— se apareció en la casa de la amiga donde yo pernoctaba y me dijo que tenía trabajo nuevo: tumbar cocos de los jardines de las casas y los espacios públicos de la ciudad, y luego venderlos al por mayor en Hialeah, el barrio cubano de Miami. Cuando me pidió que lo ayudara, dije que sí.
Él era un guerrero y estaba feliz con sus nuevos planes. Yo era un cobarde y estaba triste por él. Aunque quizá, después de todo, la vida solo había sido milimétricamente justa. De un pueblucho rural extraviado, y con padres que fueron a la escuela junto con él, Manolo había logrado estudiar y hacerse médico. La Revolución fue la catapulta que lo encauzó. Luego, la misma Revolución, Saturno devorando a sus hijos, hizo que decidiera emigrar, después de haber dirigido policlínicos y hospitales del país durante casi treinta años. Si la Revolución no hubiese ocurrido, dos cosas serían distintas: Manolo cargaría con menos contradicciones que las que carga, y Manolo siempre habría tenido que ganarse el pan como mismo íbamos a ganárnoslo de ahora en adelante. Enfundados en overol, tumbando cocos por la ciudad.
La primera expedición con mi padre fue a Kendall. Un vecino nos había explicado el método. Recuerdo las calles estrechas y pulcras, las casas bajas, uniformes, los jardincillos podados, los parqueos interiores. Eran poco más de las nueve de la mañana y avanzábamos en un Ford pick-up a vuelta de rueda, espiando aquellas fachadas de una perfección casi malsana, las rotondas donde las esquinas se torcían, o los racimos que destacaban por encima de los tejados.
Kendall, como todo Miami, estaba infestado de cocoteros, pero en ninguna de las tres primeras casas nos abrieron. Manolo parqueaba, iba hasta la entrada, tocaba el timbre y esperaba durante uno o dos minutos, con la mano en la cintura o dando paseítos en círculos pequeños. Luego volvía a la camioneta, confundido. Me pareció que estábamos haciendo el ridículo. En la cuarta casa, descorrieron una ventana y le dijeron que no. Tomamos como un avance que alguien contestara. No llevábamos una hora, y todo se me estaba haciendo demasiado lento. Éramos eso. Dos emigrantes latinos zambulléndonos de cuerpo entero en la piscina sin cloro de la supervivencia. Yo sabía que quizá no fuera tan grave, pero sabía también que ser de Cuba es llegar tarde al mundo. Esperar, con suerte, que lo que somos sirva para algo.
En la primera casa que nos autorizaron, no había más que una decena de cocos y Manolo reaccionó con una alegría líquida, que chorreaba.
—¡Arriba! —dijo.
Bajamos las herramientas: una carretilla, un cojín y una vara de aluminio con un sistema que nos permitía acortarla o alargarla, y una cuchilla curva —dientes de serrucho— atornillada en su extremo.
La cuchilla servía para cortar los ramos, y nunca había que hacerlo cerca de la base del coco, porque si desprendíamos la corona, bastante frágil, el agua se derramaba y los cocos rotos, desangrados, no servían para vender. Había otros muchos requisitos, pero éramos unos neófitos desesperados dispuestos a tumbar cualquier cosa que nos autorizaran a tumbar.
Manolo apoyaba la vara en el césped, palanqueaba, izaba y, cuando la vara dejaba de moverse como un enorme guijarro de metal, intentaba colocar la cuchilla en una posición estratégica entre el amasijo de ramas, hojas secas, gajos vigorosos o a punto de desprenderse que conforman la cabellera siempre enmarañada de los cocoteros del trópico. Si la cuchilla se trababa, no había que forcejear, sino liberarla con paciencia. Era el único entuerto que exigía cierta carga reflexiva en un oficio netamente muscular. Cuando coloqué los diez primeros cocos de mi vida en la parte trasera de la camioneta y, apoyado en la baranda del Ford, comparé el espacio que ocupaban con el que no; el trabajo que habíamos hecho con el que faltaba por hacer; mi optimismo con mi pereza, me recorrió la misma sensación que posiblemente recorra a los escritores después de escribir la primera línea de una novela total.
La estrategia consistía en administrar esfuerzos y tumbar cocos de uno en uno para no desperdiciarlos; decapitar con golpes secos, directos y veloces. Luego yo, aprendiz de center field, peloteaba cojín en mano. Resultaba bastante divertido, gracias a los trucos mentales que solemos inventarnos para sobrellevar la aspereza del trabajo físico. Literalmente, yo estaba fildeando, y lo más fácil era imaginarse una audiencia.
Aunque por cada fildeo errado perdíamos casi un dólar; demasiada imaginación hubiese sido un sacrilegio. A veces los cocos caían de a dos. O de a tres. O, ya puestos, en racimos enteros, y yo me despatarraba —sin suerte— para no perder ninguno. Teníamos también un casco de albañil, pero me creía lo suficientemente ágil como para prescindir de él.
Atracados los cocoteros, me convertía en recogepelotas. Amontonaba el botín de la faena en la carretilla y luego descargaba en la camioneta. En teoría, yo cumplía más de una función, pero mi suma no comparaba —y lo sé por las pocas veces en que intercambiamos roles— con la labor central, desgastante, y bastante melancólica si la emprende tu padre, de tumbar cocos como un poseso. A veces setenta consecutivos y durante siete u ocho horas, nunca menos.
El dolor en los hombros, el cuello erguido, la rigidez de las manos, la actitud de encendedor de farolas, los ininteligibles chasquidos que el cuerpo ejecuta mientras se tensa.
Aquella mañana tuvimos suerte en un par de casas más. Incluso una señora educada y elegante, que al final no supimos si era cubana o no, permitió que nos despacháramos a placer en sus tres cocoteros repletos de ejemplares amarillos. Después nos brindó agua y preguntó lo que muchos otros habrían de preguntar: ¿cómo Manolo, siendo médico, tumbaba cocos? Eso me provocaba cierta vergüenza. Una vergüenza injustificada, porque en Miami, laboratorio de migrantes, todo el mundo veía con buenos ojos que la gente prosperara como pudiese. La señora nos preguntó si podíamos tumbarles también los cocos secos, casi un centenar. Aunque no nos servían para nada, Manolo accedió. Yo susurraba que nos fuéramos. Él me decía que había que hacerlo porque luego esa señora guardaría los cocos solo para nosotros, y aunque parecía un argumento razonable —invertir a largo plazo—, en verdad todo se trataba de su incapacidad para decir que no.
Almorzamos dos sándwiches de jamón y queso, bebimos Gatorade y proseguimos durante la tarde, bastante felices, hasta que, por atracar sin permiso un cocotero ubicado en esa parcela de césped entre la calle y la acera que nunca se sabe si pertenece a la ciudad o es privada, una vecina nos amenazó con llamar a la policía. Mientras me hacía señas, agitado, para que subiera la carretilla, la vara y los cocos ya tumbados a la camioneta, Manolo le decía a la vecina que la dueña de la casa siempre nos autorizaba. La vecina lo acusó de mentiroso, porque la dueña de la casa usaba el agua de coco para su enfermedad renal. Luego marcó un número en su celular y ya no vimos nada más porque trepamos al Ford y doblamos raudos la esquina, como en una persecución de película.
—Yo creo que nos fue bien.
—Algo es algo.
—Pero ¿está bien o no?
—Para empezar sí, pero hay que hacer más. Hay que tratar de hacer más de cuatrocientos diarios.
—¿Cuatrocientos?
—Los coqueros viejos hacen quinientos y seiscientos, aunque ellos también tienen sus puntos. Ya los conocen y en algunas casas les guardan los cocos.
—No estás satisfecho.
—No, yo tranquilo. No te preocupes.
—¿Todo bien?
—Sí, todo bien.
—Iremos mejorando.
—Falta experiencia, y la vara hay que cambiarla, pesa mucho. Son detalles.
—No podemos enredarnos con las matas altas.
—Creo que agotan demasiado.
—Y nos atrasamos. Por cinco cocos de una mata alta perdemos quién sabe cuántos en otro lugar.
—Sí.
—Pero ¿estás contento?
—Contento, sí.
Teníamos esas conversaciones. Manolo al volante. Yo descalzo, con los pies sobre la guantera. A veces, Manolo me miraba; a veces me pasaba la mano por la cabeza. A veces no me miraba en absoluto y mantenía la vista al frente, pendiente del tráfico o de los aviones que atravesaban la ciudad, o del cambio de luces de los semáforos. La carretera, deslizándose debajo, era como un largo puñal, como si en vez de avanzar nosotros, ella se adentrara. Hasta que al filo de las cuatro de la tarde llegábamos al warehouse de Ovidio, en la 32 Ave NW y la 79 St de Miami Norte: una larga nave con centenares de cajas superpuestas, carritos de supermercado, un montacargas, tanques de desechos, baño portátil y tres o cuatro trabajadores fumando o merodeando por los alrededores o conversando entre ellos. También parecían objetos, cosas que nunca abandonaban el warehouse y que en vez de morir se iban a echar a perder.
Era un buen negocio; desgastante, pero estable. Ovidio rondaba los cincuenta. Alto, con anchas entradas, bigotillo chaplinesco y de hablar relampagueante, como si las palabras le hicieran perder el tiempo y necesitara soltarlas rápido, apiñarlas. Ovidio siempre estaba alejándose de uno. Siempre te hablaba yéndose a otro lugar, haciéndote saber que no eras lo más importante. Era emigrante desde los noventa y, desde entonces, Ovidio compraba cocos a los coqueros de la ciudad y luego los empacaba para una empresa de turismo en Nueva York. Imaginé alguna playa como Coney Island o Rockaway Beach, repleta de gringos adinerados con ganas de solearse, untados en cremas caras, acostados sobre tumbonas a la orilla del mar y bebiendo con absorbentes el agua fresca de los cocos que nosotros tumbábamos en una serie de escenas que se repetían, monótonas, iguales a sí mismas, día tras día. Manolo yendo a casa de mi amiga a despertarme sobre las ocho de la mañana; yo, desvelado desde antes, rezando para que se pinchara una goma del Ford o se desatara un vendaval, cualquier cosa que me librara del deber. Yo, luego, vistiéndome con el rostro desencajado, preguntándome por qué debía ayudar a Manolo, por qué no podía hacerlo él solo. Nosotros remontando la I-95 o el Palmetto, a veces durante más de una hora, lo mismo hacia el sur que hacia el norte: Kendall, Naples, Broward, West Palm Beach, o permaneciendo en el propio Hialeah. Nosotros, fauna matutina, amigos de los podadores de árboles, de los dores de basura, de los carteros. Nosotros haciendo estancia en cualquier gasolinera de paso o bajo la sombra de algún árbol esquinado para zamparnos la merienda. Manolo tocando puertas: sí, o no, o después, o no soy el propietario, o lléveselos, o sabemos lo que es ganarse el pan, o túmbelos pero no me estropee el jardín, o déjeme unos cuantos. Y yo hosco, o tímido, o harto, o jovial. Manolo sin chistar, parapetado detrás de los espejuelos, un gorro con orejeras para cubrirse del sol, un gorro como de soviet en terreno enemigo.
Yo al borde del desmayo, los labios blancos, la garganta como papel de lija, las manos ligeramente temblorosas y aquellos chorros de calor —junio derretido— reverberando sobre el asfalto. Manolo atracando las matas de casas clausuradas, yo secundándolo con temor.
Manolo lamentándose después de una jornada pobre: días de ningún coco, días de cuatrocientos, días mediocres y días provechosos. Días en los que nos encontrábamos con otros coqueros y los medíamos con recelo, o les tendíamos un saludo afectuoso. Yo, paulatinamente, esforzándome para que Manolo trabajara menos, apurándome para cargar algo antes de que Manolo lo cargara, intentando que mi mano o mi hombro llegasen primero que su mano o su hombro. Yo tumbando los cocos con la vara y Manolo atrapándolos con el cojín.
Manolo con los músculos cansados y yo soñando con cocos, cocos que me hablaban, cocos que padecían si yo los dejaba caer, cocos que pedían que no nos los lleváramos, madres cocos llorando por sus hijos cocos, cocos que se inmolaban, cocos kamikazes y cocos que, abiertos, me miraban con rostro lánguido y envueltos en dignidad pedían respetuosa sepultura.