<i>La chimera</i>: el éxtasis de Santa Rohrwacher

<i>La chimera</i>: el éxtasis de Santa Rohrwacher

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Tiempo de Lectura: 00 min

La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

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Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

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Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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<i>La chimera</i>: el éxtasis de Santa Rohrwacher

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

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El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

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Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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<i>La chimera</i>: el éxtasis de Santa Rohrwacher

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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La mejor tradición italiana del siglo XX —Fellini, Pasolini, Antonioni, Rossellini y ¡Franco Battiato!— queda a buen recaudo, como en una sorprendente urna con huesos de santo y demás reliquias, en "La chimera", de Alice Rohrwacher.

Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

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El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

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Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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Apenas comienza la secuencia de créditos finales en La chimera (2023), dirigida por la italiana Alice Rohrwacher, y se aparecen unos pájaros filmados contra el cielo. Poco a poco sus graznidos y cantos se arropan con el pop suave y excéntrico de Franco Battiato. Parecería un detalle insignificante; por lo general, con los primeros nombres en pantalla las luces en la sala se encienden y el público desaparece. Yo mismo lo hago, sobre todo si me disgusta la película, pero “Gli uccelli” (“Los pájaros”) nos exige atención: es el remate idóneo de una película que se comporta como la música de Battiato.

El compositor y la directora son tan serios como juguetones. La contradicción se manifiesta en la portada de La voce del padrone, el álbum que contiene “Gli uccelli”: vemos a Battiato de saco y corbata en la playa; bajo sus pantalones de mezclilla un pie calza una sandalia y el otro un zapato. Rohrwacher, por su parte, hace películas que sugieren al mismo tiempo las caricaturas carnavalescas de Federico Fellini y el misticismo marxista de Pier Paolo Pasolini. Esto nos lleva a una coincidencia más: Rohrwacher y Battiato son creadores conducidos por la irracionalidad que inventan dejando fluir la memoria colectiva, como lo demuestra otra canción incluida en La voce del padrone, “Cuccurucucù”, que alude, claro, al huapango de Tomás Méndez, pero también a Bob Dylan, los Beatles y los Rolling Stones. Rohrwacher hace algo parecido con su nueva película, que insinúa numerosas influencias cinematográficas y culturales, e incluso temas, pero evita siempre los significados explícitos.

Ya en Lazzaro felice (2018) Rohrwacher había alcanzado una de las expresiones definitivas de su imaginario. En ella narró la vida de un santo similar a otros filmados por Carl Theodor Dreyer y Roberto Rossellini. Repleta de influencias, la película es un compendio del cine religioso europeo, expresado con ingenuidad, ternura y un desorden que hace de ella una experiencia genuinamente mística. Una película más convencional narraría con exactitud y quizá dogmatismo quién o qué es Lazzaro, un muchacho inocente que se duerme por décadas y despierta idéntico. En cambio, Rohrwacher parece confundida por la trama que ella misma escribió. Su perspectiva rebasa la de los narradores que concluían, en los siglos XV o XVI, que si algunos frailes o monjas volaban era porque los levantaba Dios. Conmovida por la belleza de los milagros, Rohrwacher admite que no entiende nada.

Esta fe en la superstición popular se expresa de nuevo en La chimera, y es justo lo que provoca la dificultad, para muchos, de resumirla. En las fichas técnicas de Letterboxd y Wikipedia, las sinopsis se reducen a una oración. ¿Se deberá a un deseo de preservar los misterios de La chimera, o a la confusión que produce una trama disuelta entre incidentes desconcertantes? Cualquiera que sea la razón, estos resúmenes desgarbados producen una impresión de marginalidad —siempre son las películas más populares las que merecen descripciones minuciosas y hasta analíticas— que no se corresponde del todo con las intenciones de Rohrwacher. Y digo “del todo” porque, en efecto, La chimera no es una película típica, pero no por ello busca ser un contracine enajenante o incómodo.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

El protagonista de La chimera es un arqueólogo inglés llamado Arthur (Josh O’Connor) que acaba de salir de prisión, a donde llegó por practicar su verdadero oficio: ladrón de tumbas etruscas. No parece ser muy exitoso, ya que vive en una choza y se calienta en las noches con un tanquecito de gas. Aunque sus amigos y colegas lo acogen con aprecio, Arthur se ve furioso y reserva su amabilidad para Flora (Isabella Rossellini), una maestra de canto que vive en una elegante y desvencijada villa, decorada con frescos clasicistas de pájaros y frutas. Rohrwacher nos da a entender que Flora es la madre de Beniamina (Yile Vianello), la novia de Arthur, que se le aparece en visiones y sueños filmados en 16 mm. Ambos personajes parecen guiados por la añoranza de una mujer que, a pesar de los delirios de Flora, no va a regresar nunca. Este, sin embargo, es solo uno de varios puntos dramáticos que Rohrwacher se niega a desarrollar. Arthur y su historia se comportan en realidad como hojas en el aire, en el agua. Su naciente romance con Italia (Carol Duarte), una alumna de Flora que ofrece trabajo doméstico a cambio de lecciones, parece también relevante, pero se queda permanentemente atorado por las visiones de Beniamina y una diferencia agria entre ella y Arthur.

Podríamos decir que el tema principal de La chimera se vincula al enojo de Italia —quizás un símbolo de la nación— cuando descubre a qué se dedica Arthur. Y es que el arqueólogo-ladrón les roba a los muertos para vender sus pertenencias sagradas en el mercado negro. Italia le reclama que estos objetos “no están hechos para los ojos de los hombres, sino para las almas”. Arthur lo sabe en el fondo, ya que se guía por la radiestesia, es decir, usa palos en forma de ‘Y’, como quien busca agua entre la arena, para encontrar las tumbas, y cuando se para sobre una lo ataca una fatiga inexplicable. Sus colegas llaman a estos episodios “quimeras”; de ahí el título. Se puede argumentar que Rohrwacher aborda así el saqueo británico —no olvidemos la nacionalidad de Arthur— de la riqueza cultural italiana, pero, de nuevo, solo es otro elemento entre muchos para configurar una fábula subversiva. Rohrwacher narra más bien a partir de alusiones: la pobreza y el misticismo evocan a Pasolini; la santidad y el realismo, a Rossellini, por no mencionar la colaboración de su hija Isabella; el humor y unos frescos que se desdibujan por el aire vienen de Fellini, y la modernidad asomada en forma de fábricas sugiere a Michelangelo Antonioni.

La Quimera, Alice Rohrwacher (2023).

Además de los referentes de Rohrwacher, la extravagancia dulzona de los actores guía la película. Isabella Rossellini, por ejemplo, le da a Flora una locuacidad de aristócrata en desgracia frente a sus no-sé-cuántas hijas abrigadas en colores pasteles, mientras que Carol Duarte juega con una caricatura seria al bailar una coreografía a la vez suelta y tiesa, o al darle a Arthur clases de italiano en un montaje animado por “Spacelab”, una canción naíf de Kraftwerk. Los colegas de Arthur despiden a través de la pantalla un olor a campo y a cerveza italiana, a birra. Rohrwacher deja que el elenco tome el mando de las escenas y determine su ritmo y hasta la trama, que reescribió para Josh O’Connor después de conocerlo. Al abandonar su poder como directora y guionista, Rohrwacher deja que la película se haga sola y la confunda a ella misma con sus misterios.

Cuando Arthur experimenta sus quimeras, la cámara se concentra en él y empieza a voltear hasta quedar de cabeza, como si nos lo enseñara trasladándose a otra dimensión. En una escena de una sencillez solo aparente, las piezas dentro de una tumba parecen escuchar a Arthur y sus colegas, que están a punto de saquearlas. Con el puro montaje y el sonido, o un movimiento inusual de la cámara, Rohrwacher anima y deforma la realidad; nos desconcierta con sugestiones y nos permite inventar, junto a ella, la explicación de lo sobrenatural, lo divino.

Si ver La chimera se empata con la experiencia única y a la vez adictiva de escuchar La voce del padrone, no es porque Rohrwacher sea una derivación de Battiato o de los muchos cineastas a quienes admira. Ella es su igual: una cronista del milagro, excepcional en nuestro mundo sin fe, y una original protectora de la tradición. Una cineasta genuina.

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