Las clínicas del miedo: los centros de conversión sexual en Ecuador
Alexis Serrano Carmona
Ilustraciones de Roger Ycaza
Luego de más de veinte años de ardua lucha por los derechos de la comunidad LGBT+, en Ecuador proliferan centros que, tras la fachada de clínicas de rehabilitación de adicciones, ofrecen el servicio clandestino de “deshomosexualización”. Sus prácticas incluyen encierros forzosos, tratos denigrantes y demás violaciones a los derechos humanos. Casi siempre son las familias las que pagan por las internaciones. Nadie sabe qué tan grande podría ser el problema.
Ese miércoles por la noche él iba a ser conducido, a la fuerza, hacia un encierro inhumano, por orden de sus padres. Pero el día había comenzado bien: los técnicos habían llegado para instalar el internet en el departamento que rentó en Quito junto a una amiga diseñadora y casi no faltaba nada para terminar la mudanza. En pocas horas más, a sus veintisiete años, podría dejar al fin la casa familiar de la que había querido huir toda la vida. Atrás quedarían las veces en que su hermano mayor lo había llamado maricón mientras le pegaba; las ocasiones en que su abuela, pretendiendo hacer una broma, decía: “No le digan tanto maricón porque se va a creer”.
Una semana antes les había dicho a sus padres que se iría a vivir a un departamento alquilado. Como siempre, no dijeron nada. El silencio se extendió hasta ese miércoles de abril de 2023, cuando llegó a la casa familiar, a eso de las ocho de la noche, para recoger sus cosas y llevarse a su gata, Celine. Iba acompañado por un amigo y la amiga diseñadora. Fueron y vinieron cargando cajas hasta que, de pronto, su padre entró a la sala junto a cuatro sujetos que se abalanzaron inmediatamente sobre él: primero lo tomaron del cuello, luego de un brazo, luego del otro. Forcejeó, pero no pudo hacer nada.
—Empecé a moverme para liberarme, pero me apretaron fuerte del cuello.
Su amiga, alterada, intentó ayudarlo, pero el padre se lo impidió. En medio del caos, el amigo logró grabar un video de pocos segundos. Allí se ve la escena completa: una sala amplia y elegante, los cuatro hombres sometiéndolo, la amiga tratando de salvarlo, su padre sosteniéndola con fuerza, la madre observando todo.
—Esos cuatro sujetos me metieron en el piso de un carro, me echaron en la cara un espray que me dejó somnoliento, me pisaron la cabeza y me insultaron.
—¿Qué te decían?
—Me decían: “¿Ves lo que te ganas? Eres una mierda. Ya vas a ver cuando lleguemos, vas a sentir el tratamiento. Mira la basura que eres”. Así fue todo el camino.
No recuerda cuántas veces le echaron gas sobre el rostro: primero dice que tres o cuatro, o cinco, pero cada vez que recuperaba la conciencia se lo volvían a aplicar. Así transcurrieron las tres horas entre Quito y Cotacachi, una ciudad en la provincia de Imbabura, donde estaba el destino al que había sido condenado: una “clínica de deshomosexualización” o conversión sexual, cuyos servicios sus padres habían contratado. Es uno de los muchos sitios que en Ecuador operan bajo la apariencia de clínicas de rehabilitación de adicciones, pero que, de manera clandestina, ofrecen el servicio de “reformar” la orientación sexual y devolver al “paciente” al camino “normal”: hacer que, si es hombre, guste de las mujeres, y que, si es mujer, guste de los hombres.
Las prácticas para lograrlo incluyen encierros forzosos, tratos denigrantes, exclusión del mundo, castigos físicos, golpes, privación de comida y agua, violaciones.
Cuando él llegó era casi medianoche. Lo desnudaron para revisarlo, volvieron a vestirlo con ropa vieja y sandalias, y lo condujeron al cuarto número dos, en el que ya había otras tres personas. Lo encerraron allí bajo candado. Como aún estaba aturdido por el viaje, se recostó y durmió hasta el día siguiente.
Me decían: “¿Ves lo que te ganas? Eres una mierda. Ya vas a ver cuando lleguemos, vas a sentir el tratamiento. Mira la basura que eres”. Así fue todo el camino
***
El golpeteo de sus dedos contra el teclado de la computadora produce un sonido letárgico. Son casi las seis de la tarde, empieza a oscurecer y hace poco terminó la última reunión por Zoom de la agencia de publicidad en la que trabaja como creador de contenido. Ahora revisa su correo electrónico. Está sentado en el sillón más grande de la sala del departamento en el que vive, vestido con jean, camiseta y unas chancletas negras, medias. Lleva las uñas pintadas de todos los colores, brillantes.
—Siempre me ha gustado pintarme las uñas, desde chiquito —dice—. O me ponía los tacones de mi mamá. Luego ya tenía mi kit de maquillaje.
Ha pasado un mes y medio desde que lo condujeron a aquella “clínica” en Cotacachi y ya no tiene pesadillas. En el cuarto se escucha levemente la televisión; allí está una amiga que suele venir a acompañarlo por las tardes y muchas veces se queda a dormir.
—Nunca tuve una buena relación con mis papás. Más por el tema de mi sexualidad. Nunca fui un niño que lo ocultara mucho, siempre fue como muy notorio. Fui entendiendo mi sexualidad creo que a los once o doce, pero siempre tuve esa forma de ser. Y las cosas que se ven no se preguntan, como decía Juan Gabriel.
Por eso, dice, nunca sintió que hubiera salido del clóset. Todos en su familia suponían, pero nadie decía nada, miraban para otro lado. Esa evasión se convirtió en maltrato. Lo miraban mal cuando llegaba con un amigo, ni pensar en llevar un novio. Sus padres hacían lo que fuera para que no saliera —le escondían la cédula de identidad, nunca le enseñaron a conducir, no le daban los permisos que le daban a su hermano—, le dejaron de pagar la universidad faltando apenas unas materias para que se graduara de publicista, le criticaron los primeros trabajos que tuvo como mesero o cuidador de autos en un centro comercial.
Lo desnudaron para revisarlo, volvieron a vestirlo con ropa vieja y sandalias, y lo condujeron al cuarto, en el que ya había otras tres personas. Lo encerraron allí bajo candado.
—Llegaba un punto en que mis papás me decían: “Es que tú no eres nadie, no sirves para nada”. Siempre haciéndome sentir que no era suficiente. Yo les decía: “Hay muchas personas que me conocen más que ustedes. Son ustedes los que no me conocen, y tampoco me interesa que me conozcan ni que me acepten como soy. Ya fue. No busco su aprobación porque nunca la tuve y aprendí que no la necesito”. En un punto me dije: “Siempre me van a rechazar, a juzgar”; entonces, ya no me importaba lo que me decían.
Una sombra lúgubre lo envuelve cuando habla de su familia, de lo mal que se sentía cuando estaba en casa. “Era algo recurrente decir: ‘No quiero estar en la casa porque en la casa solo estoy triste, paso encerrado y no me da apetito, mejor salgo’”. El departamento en el que ahora vive es pequeño y se ve desordenado: una mochila en el piso, un saco deportivo sobre la mesa esquinera de la sala, varios artilugios de aseo regados en el baño que conecta la habitación con el ambiente principal, los trastos desparramados por la cocina. Cuando habla de los seis o siete colegios en los que estuvo, su expresión y su ánimo no son muy diferentes.
—Nunca fui el niño correcto, me botaron de algunas escuelas —dice, aunque enseguida aclara que, quizá, era él quien se hacía botar.
—¿Te hacías echar a propósito?
—Es que nunca me llevaba bien con mi curso. Siempre me hacían bullying por mi homosexualidad, porque era muy notorio; siempre era el maricón. Creo que a la gente le molesta la homosexualidad. Y yo optaba por ser más problemático, era preferible ser el problemático que el gay.
—Cuando dices que decidías ser problemático, ¿a qué te refieres? ¿Qué hacías?
—Ponerle polvo picapica a la gente, burlarme de los profesores, hacer ruido. Una vez, para un experimento de química, tenía que llevar sangre y me conseguí bastante. La guardé en el aula y luego de una semana ya empezaba a apestar, e iba sacando poco a poco esa sangre, para que el aula oliera tan feo que no tuviéramos clases.
Luego dice en voz baja, con una sonrisa tibia: “Me gustaba más el colegio. Aunque me hacían bullying, me trataban mal, me golpeaban, era mejor que estar en la casa”. Recuerda la universidad como un sitio más seguro, en el que nadie se burlaba de él. Pero cuando sus padres le retiraron el apoyo económico y él estaba a punto de graduarse, tuvo que buscar empleo y empezó a vivir temporadas cortas con amigos. A veces rentaba departamentos hasta que el dinero ya no le alcanzaba y tenía que regresar a casa de su familia. Una vez se fue de viaje y pasó cuatro meses en tres playas diferentes trabajando como mesero, bartender o cocinero. En octubre de 2022 llegó el trabajo de creador de contenido que tiene hasta hoy y que le dio la estabilidad suficiente para rentar un departamento. Se lo planteó a su amiga diseñadora y encontraron uno que les gustó. Estaban ilusionados. Pero entonces se lo llevaron a esa “clínica”.
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***
Cuando lo despertaron, al día siguiente de su llegada, uno de los monitores entró con un machete y golpeó a los internos en el pecho, con la parte plana, para que limpiaran bien sus cuartos.
—Si alguna vez sucedía un accidente y te cortaban con el machete, tú tenías que limpiar y lavar la ropa. El dueño de la sangre la limpia. Bueno, eso decían.
A eso de las seis de la mañana comenzaba una hora de entrenamiento de tipo militar y fútbol. Luego rezaban y les daban el desayuno: dos panes y una colada. Después, los volvían a encerrar en sus cuartos, siempre bajo candado. No podían salir hasta que llegaban los religiosos para impartirles charlas: unos días eran mormones, otros días eran cristianos.
—Los mormones te hablaban de Sodoma y Gomorra, de las orgías, las cosas que son pecado, que está prohibida toda esta cosa de la sexualidad con otros hombres.
El almuerzo podía ser una sopa, arroz con papas y a veces un poco de guisado sin carne. Todos los días había una intervención en la que se sentaban en círculo para contar sus historias. Allí todos eran considerados adictos, la mayoría a las drogas o al alcohol.
—Todo estaba basado en los doce pasos y las doce tradiciones de Alcohólicos Anónimos, aunque un poco modificado. Yo tenía que decir: “Soy un adicto con trastornos de género y emocionales”.
Así, él logró identificar que en ese momento había cinco personas más que estaban allí para realizar la terapia de conversión sexual.
—Un día les dije a los monitores que me dejaran salir, que eso era ilegal. Pero me dijeron: “A mí no me va a hacer de menos un maricón como vos”. Siempre nos decían maricones. Llegó un punto en que dije: “Ya no me voy a pelear”. Solo me quedaba callado. Los maltratos venían ya cuando hacías huevadas.
Los mormones te hablaban de Sodoma y Gomorra, de las orgías, las cosas que son pecado, que está prohibida toda esta cosa de la sexualidad con otros hombres
Cuenta que un hombre de 45 años intentó escapar, pero, cuando lo atraparon, los monitores obligaron a todos los internos a darle una golpiza. Un hombre joven logró huir. Lo encontraron y, de regreso en la “clínica”, lo desnudaron frente a todos y le pegaron en las nalgas y las piernas con una tabla. Cuando ya no pudo caminar, le dieron de comer excremento de otro interno sobre un pan y tuvo que beber agua empozada. Le impusieron el “castigo del mendigo”: durante un mes usaría la misma ropa, sin la posibilidad de bañarse, comería solo con las manos y dormiría en el piso.
—Yo me decía: “Voy a necesitar terapia después de esto”. No sabía ni qué hacer. Llegué a una depresión muy fuerte. Nunca lloraba, pero tampoco hablaba ni me movía, me quedaba quieto en mi cuarto. Ellos pensaban que me iba a suicidar, y sí me iba a suicidar. Esto fue en abril, y yo dije que, si no lograba salir antes de que comenzara mayo, me suicidaba. Iba a salir de ahí, no sabía si vivo o muerto, pero iba a salir.
A eso de las once de la mañana del séptimo día de encierro llegaron tres policías con una fiscal y preguntaron por él. La psicóloga de la “clínica” dijo, contrariada: “A este lo reportaron como desaparecido”. Cuando la fiscal entró al patio y gritó su nombre, él se levantó y dijo: “Soy yo, estoy aquí”. Ella le preguntó si estaba ahí por su propia voluntad. “No —contestó—, esto es horrible, quiero salir”. Ahora, en su departamento, llora como un niño al relatar ese momento.
—No me lo creía. Dijeron que venían de parte de mis amigos. Estaba temblando, no podía hablar cuando me dijeron: “Vamos a recoger tus cosas”.
La misma noche en que se lo llevaron, su amiga diseñadora había puesto una denuncia ante la Fiscalía, donde enseñó el video grabado con el celular. La Fiscalía inició la investigación y siete días después fue a buscarlo. Al abandonar el lugar, la fiscal, los tres policías y él se subieron a un carro.
—Lloraba, me pasaron al teléfono con mi amiga. Nunca había llorado tanto.
—¿Qué te dijo tu amiga?
—Me dijo: “Mi bebé, ¿estás bien? No puedo creer que ya vas a estar con nosotros”. Y ahí fue cuando me puse a llorar. Le dije: “No tienes idea de lo fuerte que fue esta huevada. Fue horrible”. Luego me compraron un helado. ¡Hijueputa! ¡Qué increíble helado! Fue el mejor helado de mi vida, nunca me voy a olvidar de ese helado.
Al regresar a casa de sus padres para recoger —ahora sí— sus cosas y a Celine, su gata, no los llamó papá y mamá: los llamó por sus nombres. Desde entonces no se han vuelto a ver. Ellos no conocen este departamento en el que vive. Tienen una orden de alejamiento y la Fiscalía inició un proceso en su contra.
—¿Y si tus padres llegan a ser declarados culpables?
—Pienso llegar a una mediación. Pero no quisiera que se fueran presos, porque privarle de la libertad a alguien es horrible. No se lo deseo a nadie.
Un día les dije a los monitores que me dejaran salir, que eso era ilegal. Pero me dijeron: “A mí no me va a hacer de menos un maricón como vos”. Siempre nos decían maricones.
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Hasta 1997, ser homosexual en Ecuador era ser delincuente. En su libro Amistades ilícitas, publicado en 2011 por la Corporación Promoción de la Mujer, la historiadora Lucía Moscoso Cordero da cuenta de mujeres que fueron sometidas a prisión en el siglo XVIII tras descubrirse que eran lesbianas: “Rosa Hidalgo y Andrea Montenegro fueron acusadas por el delito de crimen nefando, el expediente describe la causa seguida por la justicia civil en el año de 1782 en la ciudad de Quito, al margen del primer folio se dice: ‘Rosa Hidalgo con Andrea Montenegro por tortilleras’”. Pero fue en 1871, durante el gobierno conservador de Gabriel García Moreno, cuando se incluyó en el artículo 401 del Código Penal la condena de cuatro a doce años de cárcel por “sodomía”, término con el que se definía entonces la homosexualidad. En 1938, durante el mandato del presidente Alberto Enríquez Gallo, se realizó una reforma de ese código. Se mantuvieron las penas, pero se usó por primera vez la palabra “homosexualismo”.
La noche del 14 de junio de 1997, en el Abanicos Bar de la ciudad de Cuenca, Ecuador, se realizaba el Reinado Gay. La cineasta Bethania Velarde compartió hace poco, en sus redes sociales, un video que se hizo esa noche y que ella usa para un documental. En el video se ve a Patricio Coellar, a quien en ese momento conocían como Brigitte: luce un vestido brillante, sombrero dorado, aretes enormes. La presentadora le pregunta: “¿Qué concepto tienes de la reencarnación?”, y Brigitte responde: “Yo creo que sí hay una reencarnación, creo que nadie muere para siempre. Y si yo me llegara a reencarnar, sería en una mujer con muchos sentimientos”.
“Rosa Hidalgo y Andrea Montenegro fueron acusadas por el delito de crimen nefando, el expediente describe la causa seguida por la justicia civil en 1782 en la ciudad de Quito, al margen del primer folio se dice: ‘Rosa Hidalgo con Andrea Montenegro por tortilleras’”.
Brigitte se convirtió en la primera Reina Gay Abanicos Bar, pero en una entrevista posterior, cuando le preguntaron cuál había sido su premio, respondió: “Mi premio fue la cárcel”. Instantes después de su coronación, un piquete policial irrumpió en el lugar y detuvo a unas sesenta personas, que fueron llevadas a los calabozos de Investigación del Delito. Así lo recoge una nota del medio ecuatoriano GK, firmada por la periodista Karol E. Noroña: “Patricio Coellar fue una de esas personas. Fue detenido, golpeado y sobrevivió a una violación sexual en esos calabozos. Lo mismo pasó con el resto de personas detenidas, sometidas a torturas como la aplicación de descargas eléctricas o ser forzados a sumergir sus cabezas en los inodoros”.
Ese apresamiento masivo significó la chispa que encendió una mecha. Varios colectivos, encabezados por la Asociación Gay Transgénero Coccinelle, se organizaron, tomaron la Plaza Grande, sede del poder político en el centro de Quito, y presentaron una demanda de inconstitucionalidad contra el artículo 516 del Código Penal, que en ese momento criminalizaba la homosexualidad. Purita Pelayo, fundadora de la asociación, narró lo vivido en esos meses en el libro Los fantasmas se cabrearon.
El 25 de noviembre de ese año, el entonces Tribunal de Garantías Constitucionales —hoy Corte Constitucional— retiró un inciso del artículo 516 y con ello despenalizó la homosexualidad. Pero entre los argumentos de su sentencia, el Tribunal incluyó: “Resulta inoperante para los fines de ‘readaptación’ de los individuos mantener la tipificación como delito, porque, más bien, la reclusión en cárceles crea un medio ambiente propicio para el desarrollo de esta ‘disfunción’”. Y en la parte resolutiva, agregó: “Esta conducta ‘anormal’ debe ser objeto de tratamiento médico”, algo que, según los colectivos, hizo que la homosexualidad pasara de ser un crimen a considerarse una enfermedad, y eso abrió la puerta para que aparecieran estas “clínicas”.
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***
Michelle vive junto a su novia, que se llama como ella, y sus dos perros: Bocha, de nueve años, y Tomás, que creen que tiene once. El departamento es pequeño, pulcramente ordenado. El ventanal deja entrar el sol de las tres de la tarde y ofrece la imagen profunda de los edificios de Quito.
—Vamos a intentar hacer la entrevista en la sala, porque la Bocha comienza a ladrar y no nos va a dejar. Si ladra, nos vamos a la terraza.
La Bocha ladra un par de veces, pero enseguida se va caminando, con su pelaje café y su mezcla de pitbull y labrador, y se recuesta sobre el sillón, silenciosa. Tomás, en cambio, es un bulldog francés blanquinegro que apoyará su cabeza en el pie derecho de Michelle y la mantendrá ahí todo el tiempo.
—Él es la mascota de la Bocha —dice Michelle, y suelta una risa como las tantas que soltará durante la conversación: absoluta, contagiosa. Tiene 37 años, pero aparenta muchos menos.
Su encierro tuvo lugar hace diecisiete años, por eso ahora ya no hay lágrimas. Si quiere expresar indignación, alarga las palabras y eleva la voz. Un día su padre se ofreció a llevarla a la universidad. Eso la sorprendió, porque no solía hacerlo, pero subió al auto. Él se desvío del camino y tomó una calle que desembocó en un portón negro.
—Entonces, mi papá me dijo: “Tú bájate, que ya vengo”. Y yo confié, superingenua. Me bajé, entré y la puerta se cerró detrás de mí. Vino alguien y me dijo: “Michelle, tranquila, vas a estar aquí algún tiempo”.
Miró a su alrededor y vio el lugar repleto de rejas que sería su prisión. La llevaron a su cuarto, donde había cuatro literas, aunque solo una estaba ocupada por una mujer, y echaron candado.
—Solamente comencé a llorar. Pensé: “No sé cuándo voy a salir, o si voy a salir”. No tenía ni idea de por qué estaba ahí, nunca me dijeron nada. ¡Nada! Me acuerdo la ropa con la que estaba: un jean, zapatitos blancos, un saquito blanco con turquesa y una mochila. Ese rato me dijeron: “Michelle, danos tu celular, tu reloj, tu mochila”. Yo nunca he consumido drogas, no tomo, nunca me emborracho. Entonces, me preguntaba: “¿Por qué?”. Y yo dije: “Fue por esto”.
“Entonces, mi papá me dijo: ‘Tú bájate, que ya vengo’. Y yo confié, superingenua. Me bajé, entré y la puerta se cerró detrás de mí. Vino alguien y me dijo: ‘Michelle, tranquila, vas a estar aquí algún tiempo’”.
Cuando dice “esto” se refiere a que es bisexual.
Es 20 de junio de 2023 y en el televisor de la sala se ve el partido que juegan Colombia y Alemania por la fecha FIFA. Colombia gana 2-0. “¡Bien, Colombia!”, dice Michelle y cuenta que le encanta el fútbol, aunque ahora, después de la pandemia, ya no juega tanto porque es más difícil conseguir equipo.
—Y cuando jugabas, ¿dónde jugabas?
—Torneos barriales; fue un problema para la familia.
—¿Por qué?
—Para mi familia, mujer que jugaba fútbol era lesbiana. Me decían machona, marimacha; mi papá no era muy afín.
Siguió jugando, incluso algunos torneos interprovinciales y nacionales, y fue ahí donde encontró a las primeras chicas que se fijaron en ella.
—Hubo una chica que me empezó a molestar y, de repente, me dijo: “Me gustas”. Pero hasta ese momento no tenía idea de que había mujeres a las que les gustaban las mujeres. Nunca. Dije: “Les gusto a las chicas, pero también a los chicos”. Yo me sentía gallazo: los chicos, las chicas, bueno… Era un mundo del que yo ni había escuchado. Lo máximo que vi fue el beso de Britney Spears con la Madonna.
Su entorno era “muy cristiano, muy a la religión evangélica —dice—. No era creencia, sino fanatismo”. Tenía prohibido cultivar amistades fuera de su iglesia. Una vez, a los trece, le contó a su madre que tenía un novio, y la mujer le ordenó que rompiera con él “porque él no era cristiano, porque era muy chiquita”. En la universidad conoció a una chica y descubrió que eran vecinas. Así, se podían ver más a menudo. Una tarde, su madre llegó más temprano a casa y las encontró en la sala dándose un beso. Después la llevaron a tres psicólogos, todos cristianos.
—Pero yo no quería ni hablar. Y los psicólogos se chingaron. Me hicieron oración, me mandaron al encuentro espiritual.
Nunca le preguntaron por el beso y ella tampoco dijo nada. Entonces llegó ese día —entre julio y agosto de 2006, ya no recuerda con exactitud— en que su padre la condujo en auto hasta aquel portón negro, cuando ella tenía veinte años.
En la “clínica” debían bañarse con agua fría. Las despertaban a las cinco y media o seis, calcula, porque no tenía forma de saber la hora. Barrían, trapeaban, limpiaban los vidrios, les daban el desayuno: una avena o un agua de hierbas con dos panes. Luego iban a las sesiones grupales, en un subsuelo, y duraban cuatro horas, siempre basadas en los doce pasos de Alcohólicos Anónimos. Al mediodía subían a almorzar y después tenían las sesiones de la tarde, que tomaban otras cuatro horas. En la noche, “otra agua” y a los cuartos, bajo candado.
—En las sesiones, ¿qué debías decir?
—Yo no hacía nada. Veía y escuchaba lo que los demás decían, porque era enfocado en temas de drogas y alcohol. Yo trataba de entender y en algún punto llegué a decir: “Mi adicción son las mujeres. Entonces, yo estoy aquí para curarme de que me gusten las mujeres”. Yo trataba de asociar lo que ellos hablaban sobre sus adicciones con mi situación personal.
—De convencerte de que tenías un problema.
—Exacto. Incluso a negarme a mí misma. Sentirme culpable y aceptar un castigo. En la religión, “no hiciste esto, tienes castigo”. Ese era mi castigo porque me gustan también las mujeres.
Ahí adentro perdió la noción del tiempo. Cuando la encerraron estaba iniciando el semestre en la universidad, y cuando la liberaron ya era Navidad.
—No fueron semanas, fueron tres o cuatro meses.
Durante ese tiempo, más allá de un día en que llegó una mujer con adicción a las drogas y gritaba tanto que la encadenaron a su cama, no vio otra clase de maltrato físico.
—Siempre estuve consciente, no nos daban pastillas. En mi cabeza decía: “Tengo que adaptarme porque, si no, cuándo me van a sacar. Tengo que encajar”. No tuve la experiencia de otras personas encerradas, que les obligaban a cosas inhumanas, las violaciones. Yo digo: tuve suerte.
Solamente comencé a llorar. Pensé: “No sé cuándo voy a salir, o si voy a salir”. No tenía ni idea de por qué estaba ahí, nunca me dijeron nada. ¡Nada! Me acuerdo la ropa con la que estaba: un jean, zapatitos blancos, un saquito blanco con turquesa y una mochila.
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El Taller de Comunicación Mujer lleva veintitrés años registrando denuncias de víctimas de estas “clínicas de deshomosexualización” en Ecuador. El primer caso sucedió en 1999, dos años después de la despenalización de la homosexualidad, y se denunció en 2000. Han documentado 43 casos confirmados, en los cuales la internación se produjo siempre contra la voluntad, con violencia y por motivo de la orientación sexual. Entre 80% y 90% son mujeres. Solo dos de las víctimas son menores, y el rango de edad es amplio: hubo mujeres de hasta cuarenta años encerradas. Hay casos de las provincias de Pichincha, Manabí, Guayas, Tungurahua, El Oro, Azuay, Napo, Esmeraldas. La gran mayoría de las veces son los propios padres los que pagan por estas “internaciones”, pero también hay ocasiones en que los hombres encierran a sus esposas.
Entre las prácticas identificadas en esos sitios hay desde cosas más leves, como vestir o maquillar a las personas de manera forzada para que se acoplen al género que supuestamente les corresponde, y otras más crudas, como soportar golpizas, ser privadas de la alimentación, obligadas a ingerir cucarachas o excremento, o a beber agua contaminada. En algunos casos también hay violaciones.
—Pretenden que esto genere una aversión hacia lo que era esa persona, hacia esa identidad que es la “adictiva”, la que le está generando el “mal comportamiento”, para que luego rechaces esa identidad, que es la sucia, la pecaminosa. La lógica del pecado —dice Cayetana Salao, vocera del Taller de Comunicación Mujer.
Las oficinas de esta organización están en el tercer piso de una casa construida sobre una calle que, aunque está en medio de una de las zonas más transitadas de Quito, es silenciosa. Desde la terraza se ve, portentoso, el cerro Auqui encendido por el sol.
En 2017, el Taller de Comunicación Mujer publicó un libro de 44 páginas, Retratos del encierro. Sobrevivientes a las clínicas de deshomosexualización, con testimonios en primera persona de cuatro víctimas. En el tercer capítulo, “Mi cuerpo y mi palabra son mis armas”, cuenta su historia una mujer guayaquileña que fue internada por su madre adoptiva cuando tenía quince años porque le confesó que le gustaban las chicas. La mujer comenzó a aplicarle un tratamiento hormonal y, al ver que no daba resultado, decidió enviarla a una de estas “clínicas”.
Entre las prácticas identificadas en esos sitios hay desde cosas leves, como vestir o maquillar a las personas de manera forzada para que se acoplen al género que supuestamente les corresponde, y otras más crudas, como soportar golpizas.
“Un domingo estaba en la casa tomando café, cuando desperté ya estaba allí —escribe—. Lo primero que recuerdo es que era un lugar asqueroso y yo estaba ahí tirada, semidesnuda, sangrando. Había otra chica a mi lado, también toda golpeada, y otro chico. Supuestamente era una clínica de rehabilitación para drogadictos, pero al menos los tres que estábamos en esa habitación era porque nuestros padres nos habían metido; el chico era gay y la chica, al igual que yo […], éramos lesbianas”. Su encierro duró dos meses y quince días, y dice que todavía tiene secuelas por las descargas de electroshock que recibía todos los días. “Los castigos eran terribles, era una institución supuestamente cristiana. […] Yo me oponía con mucha fuerza física para no dejar que me volvieran a violar, por lo que me golpeaban continuamente, nos dejaban incluso sin comer. […] No era solo lo que te pasaba a ti, sino lo que le hacían a los otros. Por ejemplo, a la otra chica la violaban siempre y yo tenía que contemplarlo […]. Al otro chico […] le ponían hielo en los genitales, le introducían cosas en el ano y le decían ‘¿Eso es lo que te gusta?, ¿eso es lo que quieres para el resto de tu vida?’”. La primera vez que trató de huir, la atraparon, tres hombres le orinaron encima y estuvo tres días sin bañarse ni comer. En su segundo intento le dieron una golpiza, le metieron la cabeza en una cubeta con hielo y la colgaron de los brazos en una especie de arco durante toda la noche. “Pensé que se me iban a caer los brazos en algún momento”. En su tercer intento logró escapar.
En la planta inferior del Taller de Comunicación Mujer, varias mujeres trabajan en una oficina repleta de papeles, pizarras y libros. Salao está en la planta superior, que da justo a la terraza. Es alta, blanca, tiene el cabello lacio y la voz gruesa, firme. Ellas han logrado identificar un modus operandi:
—Hay una intromisión de las iglesias, todo tipo de iglesias: o la iglesia induce a la búsqueda de estos centros, o estas personas hallan los contactos en centros religiosos. Luego viene un mecanismo que ellos mismos llaman “captura”. Puede ser de diferentes maneras: muchas veces en complicidad con la familia, o van a la casa y le secuestran, o le dicen a la víctima: “Te invito a comer”, y ahí llegan a secuestrarle, o les dan somníferos. Para estas organizaciones, si yo soy una mujer amando a otra mujer, soy una adicta.
Se basan en el método de los doce pasos de Alcohólicos Anónimos, pero adaptado. Los doce pasos incluyen frases como: “Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol”, “Llegamos a creer que un poder superior podría devolvernos el sano juicio”, “Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros defectos”. “Nuestros defectos” incluye, para estos centros clandestinos, tener una orientación sexual distinta a la heterosexual.
—Es la lógica esa de “un día a la vez”, aplicada a la homosexualidad —dice Salao—. Un día a la vez que te gusten las mujeres, un día a la vez que te pongas esta ropa.
Entre 2005 y 2006 hubo una especie de boom de internaciones. Organizaciones feministas y de derechos humanos comenzaron a recibir hasta cuatro o cinco denuncias por año. Los casos tomaron estado público y llegaron a las noticias. Hubo operativos y clausuras, y, aunque no sabe desde cuándo existen —Salao cree que desde mucho antes del primer caso de 1999—, el Estado se vio obligado a reconocer, recién entonces, la existencia de estos centros.
El 21 de junio del 2011, el Taller de Comunicación Mujer, Causana y otros colectivos que se agruparon en la coalición Artikulación Esporádika hicieron un “juicio popular” contra el Estado por haber permitido la proliferación de estas “clínicas”. Unas trescientas personas asistieron al parque El Arbolito, un sitio simbólico para los movimientos sociales de Ecuador, y formaron un círculo alrededor del estrado. Sobre el césped del parque se veía una pancarta con la frase: “Somos las existencias que el Estado no quiere nombrar”.
Una víctima, Paola, fue la acusadora. En pleno parque, frente al micrófono, contó sus dos años de reclusión: “Para las ‘clínicas’, yo era la marimacha hijueputa, la tortillera, la sucia, la pecadora, la asquerosa, la que no valía nada; ni la silla para sentarse merecía yo. Fui capturada, secuestrada de mi departamento. Me sacaron como a un animal, esposada, me golpearon, me torturaron y abusaron de mí en todos los sentidos. Para esas personas no fui nadie, no merecía nada más que sus orinas en mí, más que su semen en mí, más que su basura y su saliva y sus insultos y sus porquerías”. Lucía el cabello corto, camiseta negra y jeans. Llevaba en su mano izquierda unos apuntes que de vez en cuando consultaba. El “jurado” la escuchaba inmóvil. Por un momento, en medio del discurso, los asistentes comenzaron a gritar: “¡Todos somos Paola, todos somos Paola!”. “Acuso por las terapias de tortura que incluían toda clase de malas palabras, epítetos, abusos, groserías, puñetes, palos, tubos, esposas, insecticida. Tres, cuatro, cinco días sin comer, oscuridad total. Eso no es terapia. Las confronto y las acuso. Lo que hicieron y lo que continúan haciendo no tiene sentido ni perdón ni justificación. Son una estafa porque no se puede ofrecer curar lo que no es una enfermedad”, dijo. Después llegó la sentencia. Los asistentes habían recibido dos tarjetas: una verde, para votar por la inocencia del Estado, y una roja, en la que se leía la palabra “vergüenza”. El veredicto final fue que se declaró al Estado en vergüenza pública.
El 11 de mayo de 2012, Carina Vance, entonces ministra de Salud, quien se identifica públicamente como lesbiana y es conocida aliada de estas luchas, firmó el acuerdo ministerial 767, que regula el funcionamiento de los centros de tratamiento de adicciones a las drogas y el alcohol. El artículo 20 prohíbe “ofrecer, practicar o recomendar tratamientos o terapias que tengan como finalidad la afectación de derechos humanos de las personas, en especial el libre desarrollo de la personalidad, la identidad de género, la orientación sexual (como deshomosexualización)”. Además, se prohibieron el internamiento forzado, el maltrato físico, la violencia sexual, la utilización de cadenas, esposas, grilletes, baños forzados o intimidación bajo cualquiera de sus formas.
En 2014 se incluyeron dos artículos en el Código Integral Penal: el 151, sobre la tortura, que sanciona con entre diez y trece años de prisión si la tortura se ejerce con el fin de modificar la identidad de género u orientación sexual, y el 177, sobre los delitos de odio, que impone de uno a tres años de cárcel a quien ejerza violencia física o psicológica contra alguien por razones como su identidad de género u orientación sexual. Sin embargo, hasta ahora no ha habido ninguna condena.
—Configurar tortura es dificilísimo para un juez —dice Salao—. Muchas veces no se sabe ni el nombre del dueño de la “clínica”, peor del torturador. Hasta ahora no hay ningún caso de tortura y por estas “clínicas de deshomosexualización” no hay ningún delito de odio.
Pero la bulla sirvió. En noviembre de 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó un informe titulado “Violencia contra personas LGBTI”, en el que dedica varias páginas a las “clínicas de deshomosexualización” en Ecuador. “Según estimaciones de la sociedad civil, al menos 361 ‘clínicas’ como estas fueron identificadas entre 2005 y 2014”, dice la CIDH. “Estas terapias son dañinas, contrarias a la ética, carecen de fundamento científico, son ineficaces y podrían constituir una forma de tortura”.
La CIDH dice que el Estado ecuatoriano informó que hasta 2011 se habían cerrado treinta de estos centros, y que al menos veinte denuncias formales se presentaron antes de noviembre de 2013, pero que no hubo ninguna sentencia, aunque varios recursos de habeas corpus fueron efectivos para lograr la liberación de víctimas. La CIDH ha recibido reportes de la existencia de este tipo de “clínicas” también en Perú, República Dominicana y Estados Unidos. El Taller de Comunicación Mujer ha conocido casos en algunas zonas de Colombia, Brasil y Guyana, único país en la región donde la homosexualidad se considera un delito.
—Se llegó a hacer tan famoso Ecuador —dice Salao— que hay gente de afuera que trae a sus parientes acá para hacerles estas huevadas, porque saben que en Ecuador hay esta nota. Es un efecto negativo de la visibilización.
Esta acción de los colectivos, la respuesta del Estado y la repercusión internacional provocaron también lo que Salao llama un “efecto de golpe de culata”: el paso de estos establecimientos a la clandestinidad y, por tanto, un subregistro que nadie sabe qué tan grande podría ser.
—Esto advirtió a estas “clínicas” y ahora lo manejan mucho más clandestinamente. Si antes era un poco abierto, se sabía, la gente conseguía contactos, ahora ese trabajo es mucho más clandestino. Incluso hemos conocido casos en que ya no son ni “clínicas”, sino casas privadas en las que las víctimas quedan encerradas. La vía, la búsqueda, llegar a un contacto, ahora es más difícil.
“Para las ‘clínicas’, yo era la marimacha hijueputa, la tortillera, la sucia, la pecadora, la asquerosa, la que no valía nada; ni la silla para sentarse merecía yo. Fui capturada, secuestrada de mi departamento. Me sacaron como a un animal, esposada, me golpearon, me torturaron y abusaron de mí en todos los sentidos”.
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Preguntas a varias personas cómo se puede llegar a uno de estos centros y te dicen que la mayoría se entera de ellos por el boca en boca, por conocidos, pero que también se puede llegar preguntando en las iglesias. Preguntas en varias iglesias y algunas te responden que el primer paso es consultar a un psicólogo de los suyos. Otras te dicen que debes agendar una cita con un pastor. En una te dan un nombre, pero el número telefónico no sirve. Colocas el nombre, Camino de Salida, en Google, y encuentras una tesis de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales que, en una nota al pie, dice que ese centro es un “claro ejemplo” de “instituciones religiosas cuyo argumento primordial radica en que ‘cambiar la homosexualidad es posible’. Para producir el sujeto ‘exgay’ someten a las personas a esfuerzos para cambiar la orientación sexual que unen las creencias evangélicas y cristianas con encierros y castigos”. Sigues un rastro más y descubres que esa fundación cerró en 2021.
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En la oficina 303 de la Plataforma Social —un edificio que aglutina, en el sur de Quito, varias instituciones públicas— se encuentra la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (Acess), la entidad del Ministerio de Salud encargada de regular los establecimientos de salud, desde un consultorio de barrio hasta grandes hospitales, pasando por las clínicas de rehabilitación de adicciones. La oficina de Roberto Ponce, su director, tiene un pizarrón en el que están listadas todas las zonas en las que se divide Ecuador, un escritorio cubierto de papeles y un muñeco que representa a un médico. Ponce viste una camisa a cuadros y chaleco. Si se le pregunta sobre la clandestinidad de estas “clínicas” y qué tan difícil se vuelve el control, dice:
—El Ministerio de Salud desconoce cualquier práctica para reorientación sexual. Rechazamos cualquier acto o pseudotratamiento para reorientar sexualmente a una persona. Jamás permitiríamos estos servicios.
Todo centro que oferte o practique este tipo de violencia es considerado clandestino, ilegal, asegura, y quienes lo contraten están actuando en la ilegalidad. Sin perder la compostura, reclinado en la silla, dice que, para los centros legales de tratamiento de adicciones —49 en Ecuador—, obtener el permiso de funcionamiento es “un proceso fuerte”, que implica verificar que cumplan con profesionales calificados, infraestructura, equipamiento y condiciones higiénicas. En los últimos seis años solo han recibido tres denuncias sobre centros que incluyen de manera ilegal el servicio de “deshomosexualización”.
—La Acess tiene 135 técnicos para controlar treinta mil centros de salud.
—¿Son suficientes?
—No.
—¿Cuántos debería haber?
—Tenemos una brecha de casi sesenta.
—¿Con sesenta personas más se podría hacer un control más eficiente?
—Recordemos que trabajamos con un principio de austeridad. Yo quisiera tener un pelotón.
—Ya, pero, sin austeridad, en términos técnicos, ¿cuántos debería haber?
—Necesitaríamos al menos unas cien personas más para un proceso con mayor detenimiento. Ahora, para nosotros, la única forma de conocer de esos centros clandestinos es a través de denuncias.
—¿Es imposible de oficio?
—Imposible. Tendríamos que golpear puerta a puerta todas las casas.
—¿Qué tan frecuentes son los controles sobre los centros legales, los de adicciones?
—La licencia tiene una duración de cuatro años. En esos cuatro años, nosotros al menos nos hemos planteado visitarles dos veces. O actuar inmediatamente frente a una denuncia.
—¿Dos veces en cuatro años? Entonces, ustedes no tienen control sobre lo que pasa el resto del tiempo en esos sitios. Cualquiera de estos centros podría ofrecer estas supuestas terapias irregulares.
—Bajo esa connotación, imagínese: a treinta mil establecimientos de salud tendría que estar visitándoles todos los días. Sería terrible trabajar en un marco de incredulidad. No, pues. No se puede trabajar así, hay un principio también de credibilidad. Ahora…, ¿qué es lo que estamos haciendo ante esta oleada de la clandestinidad?
—¿Puede calificarse como una oleada?
—Sí. En el último tiempo han incrementado bastante los centros de atención clandestinos.
—¿Y está de acuerdo en que existe un subregistro sobre los casos?
—Sí, claro.
—¿Qué tan grande puede ser ese subregistro?
—Puede ser que haya muchos casos.
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En el departamento de Michelle, la Bocha hace bullicio. Un perro en alguno de los edificios vecinos ladra y ella ladra en respuesta. Michelle le pregunta qué pasa, sonríe. Se la ve como una mujer feliz. Cortó la relación con su padre cuando él y su madre se separaron. Le dijo que no quería volver a verlo. Hace cuatro años, su hermana de 34 —que vive en España— le pidió perdón por no haberla apoyado. Su madre ahora no solo acepta su relación, sino que, cuando hay una reunión familiar, le pregunta si irá con su novia. A su hermana de quince aún no le han contado que es bisexual. Su madre le pidió que no lo hiciera aún.
—Pero ella sabe. Sabe que vivo con Michelle, sabe que tenemos los perros, sabe que me voy a la ciudad de ella. Ahora me siento libre. Realmente libre. Cuando salí del centro, entendí el valor de la libertad, pero ahora que puedo trabajar, puedo estar con la persona que amo, puedo estar con mi familia, puedo estar con su familia, ahora sí entiendo el verdadero significado de libertad. Sería interesante escuchar la voz de mi mamá. Por qué decidió encerrarme, qué pensaba.
—¿Nunca le has preguntado?
—Nunca, nunca. Quién le dijo, por qué pagó un precio para que me encerraran.
—¿Cuánto cuesta? ¿Nunca te dijeron cuánto pagaron?
—Sé que pagaban entre setecientos y mil dólares mensuales. Es una locura, pero nunca se conversó. Creo que es una llaga muy profunda.
—¿Quisieras preguntarle?
—Yo sí. Yo sí quisiera, porque esa es la versión que no tenemos —dice. El sol aún es omnipresente en la tarde quiteña cuando ella baja hasta el parqueadero.
—¿Sabes qué es lo más fuerte de todo esto? —pregunta.
—¿Qué?
—Que desapareces. Un día estás y al siguiente desapareces del mundo porque te encerraron. ¿Y sabes qué es lo peor? Que no podemos saber cuántas personas pueden estar pasando ahora por el mismo encierro que yo viví.
Esta historia se produjo con el apoyo de la Fundación Ford.
ALEXIS SERRANO CARMONA. Licenciado en Periodismo por la Universidad San Francisco de Quito y egresado de la maestría en Literatura y Escritura Creativa de la Universidad Andina Simón Bolívar. Durante casi catorce años trabajó en el diario La Hora, donde fue pasante, reportero, editor de dos secciones, jefe de información y editor general. Fue colaborador y miembro del Consejo Editorial de la revista SoHo (Ecuador) y sus textos se publican también en Mundo Diners. Actualmente es editor de Ecuador Chequea. Ha ganado dos veces el Premio Nacional Eugenio Espejo, de la Unión Nacional de Periodistas, y obtuvo el tercer lugar en el Premio Jorge Mantilla Ortega, del diario El Comercio. En diciembre de 2020 publicó su primer libro, Horror en el sexto C y otras crónicas. En esta edición escribe sobre los centros clandestinos de conversión sexual en Ecuador.
ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que se destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajando en su proyecto musical Frailejones.
Esta historia se publicó en el impreso 226: Cuidados colectivos
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