En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos

En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos

Caminaron por todos los ministerios públicos en busca de sus familiares desaparecidos y entre ellas se encontraron. Pronto crearon lazos, hicieron grupos, organizaron búsquedas en campo y llevaron sus expedientes a todos lados, con sus propios medios y recursos. Quienes nutren las filas de los colectivos suelen ser, en su mayoría, mujeres atrapadas en la espiral de la ineficacia del sistema de justicia.

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I.

El presidente llevaba apenas 10 días en el cargo cuando ordenó el despliegue de las fuerzas armadas para combatir a La Familia Michoacana en su estado natal. En su primera actividad pública de 2007, decidió visitar la 43ª Zona Militar en Apatzingán. Portó una gorra y un saco militar que lo hacía verse pequeño entre tanta tela y se sentó a “tomar el rancho” —o a desayunar— con 250 elementos de las fuerzas federales. “Vengo hoy como comandante supremo a reconocer su trabajo, a exhortarlos a seguir adelante con firmeza, entrega, y a decirles que estamos con ustedes”, dijo Felipe Calderón Hinojosa y, enmarcando una declaración de guerra, habló de su intención de recuperar la paz en todo el país. Estaba por iniciar uno de los periodos más sangrientos en nuestra historia.

El Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) contabilizó, entre el primero de enero del 2006 y el 8 de febrero de 2021, a 68 638 personas desaparecidas en México. Sin embargo, las cifras del registro oficial están muy por debajo de los conteos y estimaciones que hacen las ONG y los colectivos de familiares en busca de desaparecidos. No se sabe exactamente cuántas personas hay en esa situación; la única certeza que tenemos es que el crimen de la desaparición forzada es una realidad que azota al territorio mexicano y que ha dejado a miles de familias en la incertidumbre, en la falta de justicia y verdad. El nuestro se ha convertido en el país de las desapariciones, las fosas clandestinas, la impunidad. Sin importar quién se encuentre en el poder, luego de tres gobiernos, la guerra continúa.

Rosario Garate López, madre Pablo Francisco.

En medio de este panorama, surge la lucha de las personas —muchas de ellas, mujeres— que trabajan día a día para restituir la tranquilidad a sus hogares y a la de aquéllos que hoy lloran la ausencia de un ser querido. Si bien la lucha por los desaparecidos no es exclusiva de las mujeres, quienes nutren las filas de los colectivos de búsqueda suelen ser madres, hermanas, esposas y amigas que han dejado todo lo que alguna vez fue cotidiano en sus vidas para encabezar investigaciones tenaces con la esperanza de encontrarlos.

Se dice que ellas corren menor riesgo que los hombres frente a la delincuencia organizada, pues las víctimas son, en su mayoría, hombres. También se dice que el amor de una madre es incomparable a cualquier otro vínculo humano y es lo que las impulsa a llevar los procesos hasta sus últimas consecuencias; que al tener salarios en promedio inferiores a los de los hombres, sus trabajos son los primeros en sacrificarse cuando hay más de una fuente de ingresos en casa y, entonces, pueden disponer del tiempo para esta terrible tarea; o que al ser las mujeres quienes asumen los trabajos de cuidado, son ellas quienes salen a buscar a sus seres queridos. Sin embargo, ninguna de estas explicaciones es del todo convincente: en primer lugar, porque la situación del país es una muestra clara de que nadie está a salvo de la violencia; en segundo, porque cuestionar el amor de los padres, hermanos y compañeros no abona al análisis sociológico, además de que hay muchos hombres que forman parte de esta lucha. Finalmente, resulta problemático afirmar que la búsqueda de una persona desaparecida es un trabajo de cuidado, cuando en realidad se trata de una tarea que le corresponde al Estado y que los familiares han asumido desde la resistencia civil, ante la ineficiencia de las instituciones.

Maricela Espinoza Calleros, madre de Édgar.

Además, es difícil establecer una conexión directa entre los colectivos de madres y los movimientos feministas. La lucha por las personas desaparecidas, aun la que encabezan mujeres, no está necesariamente enmarcada en el feminismo y muchas madres ni siquiera se identifican con éste; aunque es cierto que diversos colectivos feministas suelen acompañar a las madres en las manifestaciones públicas o en los operativos de búsqueda. La complejidad del fenómeno también aleja el caso mexicano de otros movimientos, como el de las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina o la lucha por la apertura de las fosas clandestinas en España. El conflicto en México está vivo, las desapariciones siguen ocurriendo, la guerra aún no se ha terminado y la lucha tiene dos vertientes: encontrar con vida a las personas desaparecidas y ponerle fin a la violencia.

Las madres atrapadas en esta espiral suelen recalcar que no están buscando culpables; su objetivo es encontrar a sus tesoros. Muchas de ellas siguen participando en los colectivos de búsqueda aun después de encontrar a sus familiares, pues han abrazado la causa de todas las madres. Hay que recalcarlo, porque a veces se olvida: en México las personas desaparecidas nos faltan y ésa es la bandera que impulsa a estas mujeres dispuestas a todo.

Los hijos de María Herrera Magdaleno fueron víctimas de desaparición forzada.

María Herrera Magdaleno, madre de Raúl, Salvador, Luis Armando y Gustavo, todos desaparecidos.

II.

María Herrera Magdaleno aparece en una videollamada acordada el lunes 11 de enero de 2021, en la Ciudad de México. Tiene el pelo blanco y está muy abrigada. Hace frío.

—El día 28 de agosto del 2008 marcó toda mi existencia —dice la madre de cuatro hijos desaparecidos.

Raúl y Salvador, de 19 y 24 años respectivamente, fueron secuestrados y desaparecidos ese día en Atoyac de Álvarez, Guerrero. La familia Trujillo Herrera inició una búsqueda minuciosa pero, como tantas otras, no sabía muy bien qué hacer y en las autoridades sólo encontraban omisión, rechazo y criminalización. Aun así, pensaron que podían localizar a los hermanos con sus propios medios y decidieron buscar por su cuenta —una decisión difícil y peligrosa, que muchas familias se han visto obligadas a tomar a lo largo de estos años—, al percatarse de que el Estado no tiene la voluntad política para buscar a sus familiares, mucho menos para encontrarlos.

Los Trujillo Herrera son de Michoacán, donde inició la guerra contra el crimen organizado. Ese mismo 2008, durante los festejos del 15 de septiembre en la plaza principal de Morelia, capital del estado, estallaron dos granadas de fragmentación en medio de la multitud. En el atentado murieron ocho personas y decenas resultaron heridas. Ese año el narcoterrorismo se hizo presente y el RNPDNO contabilizó 1 066 desapariciones. En ese contexto, la familia enfrentaba su propia doble desgracia.

Mirtha Dolores Mendoza, madre de José Manuel, otro joven desaparecido en México.

Mirtha Dolores Mendoza, madre de José Manuel.

Dos años después, el 22 de septiembre de 2010, desaparecieron sus otros dos hijos, Luis Armando y Gustavo, de 24 y 28 años, en Poza Rica, Veracruz, adonde habían ido por trabajo. La tragedia detonó tres años de búsqueda infructuosa y de incesantes negativas por parte de autoridades negligentes; tres años del dolor provocado por la ausencia de sus seres queridos, que la familia enfrentó en soledad y con sus propios recursos.

De acuerdo con Ana Laura Magaloni, abogada e investigadora del CIDE, el sistema de persecución criminal dejó de funcionar en México hace mucho tiempo, pues se diseñó para operar en un contexto político autoritario y sin alternancia y en un país con baja incidencia delictiva. Cuando estas dos condiciones que lo mantenían en pie quedaron atrás, lo que sobrevivió fue “una procuración de justicia obsoleta, ineficiente e impotente para alcanzar resultados medianamente satisfactorios para la ciudadanía”. Es esta justicia indolente la que enfrentan los Trujillo Herrera y todos los familiares de personas desaparecidas.

No fue hasta el 2011, cuando la caravana del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad llegó a Michoacán, que María Herrera encontró el apoyo y la solidaridad que necesitaba. Este movimiento surgió cuando torturaron y asesinaron al joven Juan Francisco Sicilia Ortega, de 24 años, junto con otras seis personas en Temixco, Morelos; después del crimen, su padre, Javier Sicilia, decidió abandonar la poesía y se convirtió en el líder de un movimiento en el que se aglomeraron los reclamos de cientos de personas que buscaban paz y justicia y que se sumaron a él en su recorrido por el país. El 6 de abril de 2011, la caravana salió de Cuernavaca rumbo al Zócalo de la Ciudad de México y, el 4 de junio, partió de nuevo con destino a Ciudad Juárez. En su camino, cruzaría Michoacán, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango, Nuevo León; era la “ruta del horror”, como la definió Emilio Álvarez Icaza, entonces titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Cassandra Guadalupe Beltrán Aispuro, madre de Enrique.

—Me metí entre la gente que lo acompañaba, me acerqué a él y le pedí que me apoyara. Él fue quien me tendió la mano, él y la gente que venía con él. Ése fue el momento en que, sin olvidar el dolor, mi vida cambió un poco, porque me sentí por fin acompañada —dice María Herrera y se le iluminan los ojos.

En Morelia, se encontró con Sicilia en una de las paradas de la caravana.

—La primera noche de la Caravana al Norte —recuerda Pietro Ameglio, miembro del movimiento—, María Herrera tomó la palabra, ya tarde, y creó una enorme conmoción. Habló con el corazón en la mano, como lo ha hecho hasta el día de hoy. Escucharla empoderó y animó a otras madres y familiares. A partir de entonces se formó una bola de nieve que hasta hoy es indetenible, aunque no suficiente para frenar la creciente violencia e impunidad.

Cuando terminó de hablar, una multitud sincera y dolida le gritó:

—¡No estás sola!

Aquello le fortaleció el ánimo y tras ese día no quiso volver a casa. A pesar de la preocupación de sus hijos, se quedó para recorrer el país de los desaparecidos.

—Yo veía que salían multitudes de familias con fotografías en mano a decirme: “Yo también tengo un familiar desaparecido”. Cada vez que me encontraba con esas personas, sentía que mi corazón no podía más: el dolor de esa gente me dolía a mí, pero a la vez me fortalecía —dice y se le quiebra la voz. Puedo ver sus ojos llorosos porque tiene la cámara del celular muy cerca del rostro.

Me gustaría abrazarla.

La desaparición forzada es uno de los problemas en materia de derechos humanos más punzantes en México.

María Isabel Cruz Bernal, madre de Reyes Yosimar, y Belinda Dalaiti Aguilar Haro.

“¿Dónde están?, ¿dónde están mis hijos?” es el primer grito que lanzó en Morelia y que le dio la vuelta al país. Después, lo cambió al plural: “¿Dónde están nuestros hijos?”, porque una persona desaparecida, reitera, nos falta a todos.

—Soy María Herrera Magdaleno y he perdido cuatro hijos en esta guerra que ustedes iniciaron en nuestro nombre, pero que nosotros no aceptamos —dijo en el Castillo de Chapultepec en 2011, cuando encaró a los del poder.

Años después, en el Movimiento por la Paz, María Herrera sintió la urgencia de crear estrategias para detener lo que estaba ocurriendo. Los familiares lograron perder el miedo y se acercaron a una experiencia organizativa que posteriormente les ayudó a formar sus propios colectivos. Cuando el Movimiento se desintegró en 2013, la familia Trujillo Herrera se reunió con Álvarez Icaza, quien les aconsejó que buscaran soluciones fuera de éste porque, si bien sirvió para visibilizar el problema, no era suficiente para atender las demandas particulares de búsqueda. Era preciso formar una organización colectiva entre las familias que estaban (y están) buscando a las personas desaparecidas.

Entonces, decidieron organizarse, primero en un grupo pequeño, aunque con la intención de expandirse a todo el país para intercambiar conocimientos y saberes con otros estados. En una de esas primeras reuniones se decidió el nombre del colectivo, constituido en 2013: Familiares en Búsqueda María Herrera A. C., así como la Red de Enlaces Nacionales, que coordina 167 colectivos de familiares de desaparecidos en 27 estados. Esta Red se define como “un espacio de articulación que tiene como objetivo central encontrar y regresar a sus familias a todas las personas desaparecidas” y, para ello, consideran fundamental establecer mecanismos de búsqueda e identificación, la impartición de justicia, la búsqueda de la verdad, la reparación del daño, la preservación de la memoria y el fin de la guerra. La Red organizó la primera brigada en abril de 2016, en Veracruz, donde hallaron más de cuatro mil restos óseos. A la fecha, se han realizado cinco en Veracruz, Sinaloa y Guerrero. “Buscando nos encontramos” se convirtió en el lema.

Ana Julieta Gastelum Armenta, madre de Leonardo.

Ana Julieta Gastelum Armenta, madre de Leonardo.

III.

—Yo soy Irma Leticia Hidalgo, madre de Roy Rivera Hidalgo, estudiante de la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la Facultad de Filosofía y Letras, secuestrado y desaparecido el 11 de enero de 2011 en Monterrey, Nuevo León.

Su hijo fue secuestrado dentro de su propia casa por personas que irrumpieron vestidas como policías municipales. Irma Leticia Hidalgo, su madre, levantó las denuncias correspondientes en la 7ª Zona Militar, muy cerca de su domicilio. Ese año en Nuevo León la crisis de seguridad provocada por la guerra contra el narcotráfico tuvo como principal víctima a la población civil, aunque los anuncios espectaculares del gobierno invitaban a la gente a confiar en los militares. Fue por eso que decidió entregarles la información que había obtenido en sus propias pesquisas, siempre con la esperanza de que la ayudarían a encontrar a su hijo. Se hicieron algunas búsquedas en un convoy militar y, en una ocasión, guiados por la señal del GPS de uno de los celulares robados a la familia, lograron liberar a tres personas secuestradas. Pero, lamentablemente, Roy no estaba ahí.

—Así empezó mi peregrinar entre instituciones para exigir la búsqueda de Roy, pero en ninguna vi algún interés o la implementación de alguna acción contundente para encontrarlo. Más bien, cuando me veían, me preguntaban qué había encontrado yo.

En ese recorrido conoció a otras: madres, hermanas, tías, esposas, mujeres que estaban en la misma búsqueda y habían recibido la misma negativa del Estado. En junio de 2011, la caravana del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad llegó a Monterrey.

—Llegó muy tarde porque había recorrido varios estados, así que en la noche ya quedábamos muy pocas familias. Yo subí al templete aterrorizada; era la primera vez que hablaría en público de la desaparición forzada de mi hijo Roy.

Aidé Hernández Ávila, madre de Natali quien fue víctima de desaparición forzada

Aidé Hernández Ávila, madre de Natali.

Tras esa participación —y aprovechando el impacto que tuvo— propuso a las familias que había conocido reunirse en una plaza pública de Monterrey para intercambiar datos y experiencias sobre las autoridades; la idea era que se contaran unas a otras qué funcionarios habían mostrado disposición de ayudar y cuáles eran negligentes. Se juntaron, por primera vez, en el quiosco Lucila Sabella en 2012, en la Plaza Zaragoza de Monterrey, frente a la catedral y el edificio de la presidencia municipal.

—Desde que se llevaron a Roy, empecé a buscar respuestas en la computadora. Estuve días y meses buscando en internet algún rastro de su paradero. Así encontré a las bordadoras por la paz, de un colectivo que borda en pañuelos los nombres de las personas asesinadas en el conflicto armado y un pequeño relato de lo sucedido.

Después de encontrarlas, contactó a Teresa Sordo Vilchis, fundadora del colectivo Bordar por la Paz Jalisco junto con Margarita Sierra. Quería saber si ella y sus compañeras también podían bordar pañuelos, pero con hilaza verde, para representar la esperanza. En abril de 2012, Leticia les planteó a las familias su idea de emular la iniciativa de las bordadoras.

—Un día llegué con todos los materiales y les platiqué de qué trataba. Así fue como empezamos y, a raíz del bordado, varias personas que hoy nos acompañan se acercaron a nosotras. Anunciábamos en redes que nos íbamos a juntar en el quiosco, generalmente, los jueves a las tres de la tarde.

Así llegó, por ejemplo, Cordelia Rizzo. Ella se llevó algunos de los pañuelos a Barcelona en un primer viaje para visibilizar el conflicto en México. Después éstos viajaron a Chipre, a Japón, a Londres. En abril de 2012 las familias bordadoras de la Plaza Zaragoza decidieron conformar el colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León, otro grupo formado por madres, hermanas, abuelas.

Monte de tierra en el municipio El Dorado donde las Sabuesos Guerreras encontraron siete cuerpos enterrados de desaparecidos.

Monte de tierra en el municipio El Dorado donde las Sabuesos Guerreras encontraron siete cuerpos enterrados, en febrero de 2021.

—Al principio las autoridades nos querían atender una por una, romper al grupo, pero nosotras insistimos en que necesitábamos escuchar de todos los casos. Fue un estira y afloja durante años, porque no querían que llegáramos en grupo, pero yo pasaba en mi coche por las madres y nos íbamos a recorrer los ministerios públicos. “Vinimos a preguntar por la investigación de…”, decíamos, y así preguntábamos por todas nuestras personas desaparecidas. Hasta mucho tiempo después logramos agendar reuniones colectivas— dice Irma Leticia Hidalgo.

Los primeros encuentros fueron en la Subprocuraduría, donde las recibían una vez al mes, y después ya en la Procuraduría. Sin embargo, los avances en las investigaciones siempre fueron nulos o muy poco fructíferos. La violencia proviene de dos frentes que en muchas ocasiones actúan como si fueran uno solo: el crimen organizado y el Estado. Tal vez esto se deba a que, como estipula Magaloni, “un sistema de persecución criminal así de débil y maleable no ha podido desarrollar capacidades técnicas para investigar y resolver casos de delitos complejos”. ¿Cómo hacer frente a un Estado que no sólo no tiene la voluntad de buscar a las personas, sino que está incapacitado para hacerlo?

Al final del sexenio de Calderón (2006–2012) se contabilizaban 16 185 personas desaparecidas. El primero de diciembre de 2012, Enrique Peña Nieto asumió el cargo de presidente en medio de una protesta ciudadana que la Policía Federal reprimió brutalmente con balas de goma, gases lacrimógenos y detenciones arbitrarias. Aquel día, los integrantes de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos se encontraban en la Ciudad de México para colgar los pañuelos bordados.

—Queríamos que Calderón viera el país de muertos y desaparecidos que dejaba y que Peña viera también cómo lo estaba recibiendo. No llegamos a Palacio Nacional, pero los empezamos a tender en avenida Juárez, frente al Hemiciclo. Entonces llegó la represión. Nos protegimos en el Museo de Memoria y Tolerancia; otras personas se metieron a un Burger King que estaba cerca. Llevábamos 300 pañuelos y regresamos con cero: los perdimos todos en medio del caos.

Algunos tenían bordados en rojo los nombres de las víctimas del atentado del 25 de agosto de 2011 en el Casino Royale de Monterrey, donde murieron 52 personas; además de los pañuelos bordados con hilo verde que también se perdieron en la trifulca. Pero para ese momento ya habían formado una comunidad amorosa y solidaria y los pañuelos pronto fueron recuperados uno a uno.

—Personas de otros colectivos los rescataron. Los 300 pañuelos volvieron con nosotras.

Miles de desaparecidos se encuentran en fosas clandestinas a lo largo y ancho de la República.

Las madres de Sabuesos Guerreras caminan decenas de kilómetros en la península de Lucenilla con sus compañeros. Buscan algún indicio de la existencia de restos humanos enterrados.

***

El 11 de enero de 2014, cuando se cumplieron cuatro años de la desaparición de Roy Rivera Hidalgo, el colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos tomó la plaza pública ubicada en contra esquina del Palacio de Gobierno de Nuevo León, en Monterrey, y la nombró Plaza de los Desaparecidos. En algunos muros pintaron los rostros ausentes y se apropiaron de una escultura de cristal en la que grabaron los nombres de sus hijas, hijos, hermanas, esposos, con la idea de borrarlos el día que regresen.

Unos meses después, el 26 de septiembre, elementos de seguridad del Estado mexicano detuvieron a 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero; cinco estudiantes fueron asesinados esa noche, incluyendo a Julio César Mondragón, torturado y ejecutado extrajudicialmente el 27 de septiembre. Al grito de “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, un nuevo movimiento surgió para demandar que presentaran con vida a los estudiantes y agrupó el reclamo de miles de familias que exigen al Estado el regreso de sus seres queridos. Ayotzinapa marcó un antes y un después en la historia del país y en la de los colectivos de familiares en búsqueda de personas desaparecidas.

—Organizamos la primera búsqueda inspiradas en los padres y madres de Ayotzinapa, que fueron los primeros que salieron a los montes a buscar a sus hijos —recuerda Irma Leticia sobre aquella búsqueda de campo en 2015 que hizo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos.

Las madres han aprendido sobre fragmentos óseos, sobre localización de lugares de exterminio a partir del uso de la tecnología; aprendieron de antropología forense e, incluso, de genética. Desde 2015 han encontrado miles de fragmentos de restos humanos, lo que ha devenido en otra crisis: la identificación de éstos por medio de la antropología forense y análisis genéticos que son complejos y bastante costosos. Es deber del Estado involucrarse en el proceso y asegurarse de que se lleven a cabo estos estudios, así como permitir que equipos independientes trabajen en la identificación de los restos. Sin embargo, esto no sucede y, cuando lo hace, es a cuentagotas. Pero las búsquedas no son las únicas acciones que organizan; como otros, han participado también en la creación de la Ley General de Víctimas, publicada el 9 de enero del 2013 con el fin de “reconocer y garantizar los derechos de las víctimas del delito y de violaciones a los derechos humanos”; realizaron la primera exhumación independiente en Nuevo León; crearon el registro y banco de ADN “Ciencia forense ciudadana”; conformaron su propio Equipo Independiente de Arqueología y Antropología Forense, entre otras acciones contundentes.

Cuando el 11 de enero de 2021 se cumplieron 10 años de la desaparición de Roy Rivera Hidalgo, Irma Leticia y Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos convocaron a una manifestación (con todas las medidas sanitarias) frente al Palacio de Gobierno de Monterrey. En la escalinata colocaron 733 veladoras que formaron la frase: “Roy 10 Años”.

—Roy, mi hijo, es el mayor y el primer nieto de mis papás. Fue un niño muy deseado, amado desde el primer momento. Lo amamos tanto que no entiendo por qué nos pasó esto—dice Irma Leticia—. Su papá le enseñó desde chiquito los nombres de los estados de la República y leía desde los dos años y cuatro meses las letras. La primera palabra que leyó en voz alta fue “manos”, que estaba escrita en un mural del centro médico donde iba a hacerme las revisiones de mi segundo embarazo. Era un niño muy apegado a nosotros, que lloró mucho cuando se fue al kínder, a los tres años. Me hubiera gustado disfrutarlo más, besarlo más, amarlo más […]. Un niño tímido, callado, tal vez un poco inseguro. Desde chiquito le gustó jugar futbol; la cancha era lo que más le gustaba, aunque le iba muy bien en la escuela. Yo lo llevaba al estadio de los Tigres. Me sorprendí mucho cuando regresó de la Feria Universitaria y me dijo que quería estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras. Estaba muy entusiasmado y había decidido estudiar italiano para ir a Italia, aunque sólo quería ir por los jugadores de futbol. En la universidad su abuelo le prestó una camioneta para que fuera a las clases. El día de su secuestro nos robaron absolutamente todo: nos robaron la vida, nos robaron todo, menos el amor. Ni el de nosotros ni el de la gente.

Fachada de una palapa destruida, propiedad de los Dámaso en el municipio El Dorado.

IV.

—Yosimar es un hijo excelente, al que le gustaba defender a los otros niños de los dragones. Es un hombre justo, que sonríe mucho, un niño grandote con el que siempre podías reírte —dice María Isabel Cruz Bernal, su madre.

Yosimar es policía municipal de Culiacán. Su madre cuenta que estaba estudiando para ser chef pero, en algún momento, decidió cambiar de profesión e ingresar a la policía. Dice también que le gusta escribir canciones, que es poeta y rapero. María Isabel lleva consigo la grabación de “Junto a mí” en el teléfono celular:

“Quiero tenerte junto a mí, / parar el tiempo, / sentirte cerca de mí a cada momento, / sentir tu cuerpo y demostrarte que / con sólo un beso detienes todo mi tiempo. / Escribo esto para mostrarte / todo lo que voy diciendo. / Aunque llevemos poco o mucho tiempo, / gracias a ti mi corazón está contento… / ¡Dios mío! Tengo mucho que agradecer. / Empuño la pluma y tomo mi libreta, / tengo mucho que hacer / y no me alcanza la vida / para tanto amor corresponder”.

María Isabel también sonríe mucho. La conversación se centra, por supuesto, en Yosimar y en la creación del colectivo Sabuesos Guerreras, A. C. En más de una ocasión me dice que lo que hay que hacer es “quemarlo todo”.

Después se ríe, pero lo repite: “quemarlo todo”.

El 26 de enero de 2017 marcó su vida y en un instante todo se detuvo. Yosimar fue a su trabajo y por la tarde pasó por su novia, con la que estaba próximo a casarse. Fueron a cortarse el cabello y después a su casa. Parecía un día como cualquier otro, pero no lo era. Un grupo de personas vestidas con uniforme de policías allanó la casa de la familia. Lo sometieron, le pusieron esposas y se lo llevaron. Ese día, Reyes Yosimar García Cruz fue víctima de una desaparición forzada. Meses antes, el 30 de septiembre de 2016, él y otros 11 policías de su agrupación acudieron al llamado de auxilio de un convoy militar al que habían emboscado en la salida norte de Sinaloa, cuando transportaba a un delincuente. Todos los policías de la agrupación fueron posteriormente desaparecidos o asesinados. El primero fue el comandante Israel Ruiz Félix, localizado en una fosa clandestina en Las Cribas de San Pedro, y el segundo, el policía municipal José Antonio Saavedra Ortega, que permanece en calidad de desaparecido. A los otros nueve policías los asesinaron. Ninguno de los militares heridos está vivo, ni siquiera el delincuente; nadie puede relatar qué sucedió ese día. Como en todas las historias de desaparecidos, María Isabel se encontró con la negligencia de las autoridades y su falta de voluntad política.

—Caminé por todos los ministerios públicos, donde me encontré con otras compañeras que tenían el mismo problema que yo. Me di cuenta entonces de que había más desaparecidos, algo que yo desconocía. Hicimos un grupo de búsqueda para ir a los campos, a los trenes, a los ríos. Esa búsqueda en campo nos fue llevando a la búsqueda en expedientes, en juzgados; quisimos también hacer una búsqueda en vida.

Llama la atención que, a pesar de lo que aquello significaba, empezó a buscar primero en tierra. Tal vez la experiencia de lucha de otros colectivos la llevó a tomar esa decisión. Después pensó que hacía falta una oficina, un lugar al que llegaran las madres para sentarse a llorar con ella. Hacía falta un lugar en el que no fueran revictimizadas, donde se les recibiera con un abrazo sincero.

—Fue por eso por lo que dije “Sabuesos tiene que nacer”. Primero éramos cuatro; después, 10; después, 20, 30. En tres años y 10 meses llegamos a ser 495 familias agrupadas en Sabuesos Guerreras.

Al colectivo suelen llegar mapas anónimos con indicaciones para iniciar las búsquedas; a veces reciben apoyo de las autoridades pero, en la mayoría de las ocasiones, entran solas a los campos y asumen los riesgos que eso implica.

—Pero no pasa de que lleguen los delincuentes y nos saquen.

Hace tres años que el colectivo adquirió el “sabueso-móvil”, una camioneta Chevrolet Astro 2002, y a las búsquedas casi siempre van mujeres, pues consideran que los hombres jóvenes corren un mayor riesgo. Sin embargo, 2020 les cambió la manera de buscar, las formas de manifestarse. La pandemia de la Covid-19 no permitió que marcharan como solían hacerlo en fechas importantes, como el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, o el 10 de mayo, Día de la Madre. En esta ocasión sólo pudieron colocar listones en los árboles e hicieron un plantón en la plazuela Obregón.

Reyes Yosimar García Cruz cumple años el 20 de enero y su madre suele protestar desde ese día hasta el 26, que es la fecha de su desaparición.

—Este año no sé qué voy a quemar, algo tengo que quemar para que no se les olvide que Yosimar me hace falta, que todas las personas desaparecidas nos hacen falta y que por ellas seguimos en pie de lucha.

Miles de fosas clandestinas se encuentran desperdigadas a lo largo y ancho de la República Mexicana.

Vista aérea de la península Lucenilla en Sinaloa, a cien kilómetros de Culiacán, donde presuntamente hay cientos de fosas clandestinas.

***

María Isabel Cruz Bernal, de 52 años, habla con su hijo todos los días y guarda sus cosas tal cual las dejó. Tiene en su casa una silla vacía, una ausencia que pesa más que todo. Está convencida de que es obligación del Estado encontrar la verdad e impartir justicia.

—Las madres embravecidas de dolor por no saber dónde están sus hijos somos más fuertes que todo, pero siempre estamos llorando, gritando, y ya estamos hartas de hacerlo, porque no nos escuchan; pareciera que las autoridades quieren incitarnos a la violencia, porque ¿qué otra cosa se podría esperar, si no hacen nada?

En la Ley General de Víctimas, artículo 7, inciso xxvii, así como en el artículo 20, se establece que las familias tienen derecho a participar activamente en la búsqueda. Pero éste es un derecho, no una obligación ni un trabajo, como sí lo es para los organismos del Estado. El problema es que son ellas quienes hacen esa labor y no la Comisión Nacional de Búsqueda.

—Ellos quieren que te vayas a tu casa, que te vayas a llorar y ahí los esperes. Es en realidad una espera infinita. A mí, el fiscal me decía que estábamos locas. Y sí, estamos locas, pero locas de dolor. Una vez fui con el fiscal a pedirle avances de la investigación de mi hijo que estaba a punto de cumplir cuatro años de desaparecido y me respondió: “Vamos conociéndonos”. No sé a qué clase de conocernos se refería, a lo mejor me iba a invitar un café, a comer, a una cena romántica, y pues nos seguimos conociendo, pero no hay resultados —dice con sarcasmo.

La conversación da un giro cuando comienza a decirme que las madres muchas veces buscan a su tesoro a partir de la intuición, porque hay algo que ellas saben o sienten, como si de alguna manera los muchachos se comunicaran con ellas. Me cuenta que el otro día estaba en su casa, hablando sobre Yosimar con una compañera cuando se escuchó un ruido muy fuerte, como de botellas que caían.

—Es más: te voy a enseñar —dice. Levanta el celular de la mesa y muestra un video.

Todo en la pantalla se mueve.

Estoy de pronto en otra habitación de la casa de María Isabel Cruz Bernal. La cámara apunta hacia lo que quiere mostrarme: el altar que montó para su hijo, al que le dicen “Yanki” de cariño. En él hay varias fotografías, pero resaltan las dos más grandes, que en realidad son fichas de búsqueda. En la parte de arriba de las fotografías, enmarcadas con una cinta naranja, se lee la palabra “desaparecido” y abajo, su nombre, “Yosimar García Cruz”, y el teléfono de la asociación Sabuesos Guerreras. Su madre colocó ahí varios objetos emblemáticos, como el guante preferido de su hijo y sus insignias de policía. Una veladora lo ilumina todo.

Las madres de Sabuesos Guerreras caminan decenas de kilómetros en la península de Lucenilla con sus compañeros. Buscan algún indicio de la existencia de restos humanos enterrados.

—Es bien guapo, mi hijo —asegura y la verdad es que no miente.

Giramos a la derecha —yo, en la pantalla del móvil— y entramos a otra habitación. La oficina de Yosimar, tal como él la dejó, aunque ella ha añadido algunas cosas. En la pared del fondo hay dos retratos de su hijo de tamaño natural. En el de la izquierda viste su uniforme de policía y en el otro, una playera negra y pantalones cargo.

—Todo es Yosimar aquí. Ese escritorio es de él, esa silla. Aquí él ponía su catre y aquí estaba la computadora en la que jugaba. Llegaba de trabajar y luego, luego se ponía a jugar en la computadora. Era un niño grandote.

En la pared del lado derecho, María Isabel colgó la manta que llevaba en una manifestación del año pasado, dirigida al gobernador del estado de Sinaloa, el priista Quino Ordaz Coppel, en la que le pregunta hasta cuándo va a detener las desapariciones. “Será recordado por la nula justicia. La pandemia y el Estado podrán detener la convivencia, cerrar negocios, violentar el libre tránsito, pero jamás detendrán a una madre que espera verdad y justicia”, se lee en la manta de la que además cuelgan varios pines con las fotografías de las personas desaparecidas que busca el colectivo. En la misma pared hay dos mapas y, debajo de ellos, otras dos mantas blancas con letras rojas: “Yosimar García Cruz, desaparecido el 26 de enero de 2017 en Culiacán, Sinaloa. Hasta mi último suspiro para encontrarte y si no es en esta vida, será en otra, hijo mío. Que los ojos de los desaparecidos los sigan a donde vayan y los llantos de sus madres nunca los dejen dormir”.

Luego me muestra fotografías: Yosimar de niño recostado sobre el cofre de un coche; Yosimar vestido con pantalón y corbata frente a la reja de su casa; Yosimar en la sala junto a dos niñas vestidas de blanco. Después, me enseña imágenes de algunos restos que encontraron las Sabuesos en 2017: fragmentos óseos, un pedazo de uniforme como el que llevaba puesto el compañero de Yosimar, el policía municipal José Antonio Saavedra Ortega, que fue secuestrado días antes. Existe la posibilidad de que entre esos restos se encuentren también los de su hijo. Es por esta razón que, en reiteradas ocasiones, ella ha pedido a la fiscalía que le permitan traer peritos forenses de otro país, tal vez los guatemaltecos o los argentinos, para que hagan las pruebas correspondientes. Sin embargo, la fiscalía del estado se ha negado sistemáticamente y sin dar razones.

—No sé qué quieren ocultar, qué quieren esconder, si lo único que quiero es que analicen algún pedacito y me digan si es o no mi hijo.

Los tres meses que le pidieron esperar a que regresara su hijo se convirtieron en cuatro años de dolor y búsqueda.

—A Yosimar quiero decirle que no voy a parar, que no voy a descansar, y si tengo que destruir Sinaloa para encontrarlo, lo voy a hacer.

La desaparición forzada es uno de los problemas más apremiantes de la República Mexicana.

Muchas de ellas siguen participando en los colectivos de búsqueda aun después de encontrar a sus familiares, pues han abrazado la causa de todas las madres.

V.

Tres jóvenes desaparecieron después de salir de su trabajo en una tienda Sanborns ubicada en la plaza Parque Lindavista, al norte de la Ciudad de México, el 29 de noviembre de 2019. Sus nombres son Jesús Armando Reyes Escobar, Leonel Báez Martínez y Ángel Gerardo Ramírez Chaufón.

—Fui a levantar la denuncia de que mi hermano Jesús Armando no aparecía. Fui a la alcaldía Gustavo A. Madero y me dijeron que ahí no me podían atender; entonces fui a otra: me dijeron lo mismo, hasta que me mandaron a la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas (Fipede). Ahí me atendieron a la una de la mañana. La verdad es que las autoridades nos han delegado la búsqueda a nosotras. “Señora Rubí, ¿qué avances me trae?”, me dijo una vez un funcionario de la Fipede —dice Rubí Reyes Escobar.

La última conexión de WhatsApp de Jesús Armando fue el 29 de enero, a las 21:45 horas. Después no se supo más de él.

Durante el sexenio de Peña Nieto (2012–2018) desaparecieron 34 946 personas. En 2018, Andrés Manuel López Obrador fue electo presidente y Claudia Sheinbaum llegó como jefa de gobierno de la Ciudad de México, lo que traería un supuesto cambio de estrategia en el combate al crimen organizado, que no ha sucedido: la capital de México se encuentra hoy en el cuarto lugar de las entidades de la República con más personas desaparecidas, en un país en el que, en 2020, se contabilizaron 7 483.

El colectivo Hasta Encontrarles CDMX está conformado por 18 familias. El pasado 15 de enero de 2021, tras dos años y medio de búsqueda, localizaron con vida a Sarahí Maricarmen López Pérez, desaparecida el 26 de agosto de 2018, en la colonia Campestre Aragón. Aunque la madre de Sarahí, integrante del colectivo desde sus inicios, falleció en abril de 2020, para las familias esta localización fue una luz en sus propias búsquedas.

El colectivo acordó una entrevista. Tenemos que reunirnos de manera virtual. Se conectan sólo cinco familias y al principio es difícil que alguien se anime a decir algo, pero después, además de hablar de sus hijas e hijos desaparecidos, conversan entre ellas, intercambian palabras de aliento, reiteran que el colectivo ha sido un sostén para todas ellas y que estarán ahí hasta encontrarles, a todas y todos; que lo que hacen es una búsqueda en vida.

El interior del “sabuesomóvil”.

Una de sus actividades que más ha llamado la atención es el proyecto “Arte y muralismo por nuestrxs desaparecidxs”. Hasta ahora han pintado seis murales en las inmediaciones de los sitios donde ocurrieron sus desapariciones: el mural de Pamela Gallardo Volante Velázquez está en la alcaldía Tlalpan; el de Mariela Vanessa Díaz Valverde, en Iztapalapa; el de Sarahí Maricarmen López Pérez, en la Gustavo A. Madero; el de Viviana Elizabeth Garrido Ibarra, en la Calzada Ermita Iztapalapa; el de Braulio Bacilo Caballero, en la Venustiano Carranza; y el de Felipe de Jesús Olvera Martínez, también en Tlalpan. La pandemia interrumpió el trabajo, que piensan retomar en cuanto se reduzca el riesgo sanitario.

—Lo que hacen las autoridades es desgastarnos físicamente —denuncia María del Carmen Volante Velázquez, mamá de Pamela Gallardo—. Cuando ya no aguantan, ellos se van a otras dependencias y dejan las cosas tiradas […]. Nosotras somos madres del pueblo que vamos aprendiendo en el tropiezo con la justicia, aprendemos un poquito sobre leyes y un poquito sobre lo que una trae dentro, los sentimientos. No estamos en una posición privilegiada, pero esto no significa que las autoridades puedan seguir lastimándonos. Mi hija desapareció el día 5 de noviembre de 2017, a sus 23 años, en el kilómetro 13.5 en el Ajusco. Pamela era la luz en nuestra casa y nos la arrebataron.

—Mi nombre es Fernanda Caballero, soy mamá de Braulio Bacilo Caballero, desaparecido el 28 de septiembre de 2016, en la estación del metro Pantitlán, en la delegación Venustiano Carranza.

Era un miércoles por la tarde y llovía mucho. En ese entonces, Braulio tenía 13 años. Su familia fue inmediatamente al Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (capea), pero ahí sólo les tomaron la declaración y les entregaron un fotovolante para que lo pegaran por
las calles aledañas al metro. “Si tú sabes algo o tienes información, vienes y nos dices”, le dijeron las autoridades a Fernanda.

—Nosotros no teníamos un manual ni sabíamos qué hacer. Tocamos muchas puertas, pero nunca encontramos ayuda —dice.

Hasta Encontrarles CDMX fue un refugio para ellos.

Isabel Cruz Bernal, Cinthia Espinoza y su hija Alexia se preparan para comenzar; tierra suelta con cambios de color y textura son las señales que buscan.

A Braulio le gustan mucho los videojuegos, le gusta el futbol y le va a las Chivas del Guadalajara. Su serie favorita es Dragon Ball Z y le encanta el hip hop. Es un niño bromista, risueño, “muy hermoso”, dice su madre con la voz quebrada. Braulio iba en segundo de secundaria cuando desapareció y su madre, como tantas otras, no deja de preguntarse por qué, por qué su hijo no volvió a casa.

—Mi hermana es Viviana Elizabeth Garrido Ibarra, desaparecida a la edad de 32 años en la Ciudad de México, en la alcaldía Benito Juárez, en las inmediaciones del metro Ermita, el 30 de noviembre de 2018, a las 18:00 horas —dice Juana Garrido hacia la cámara, casi sin respirar—. Viviana está presente todo el tiempo. Han pasado dos años de su desaparición, pero para mí ha sido una eternidad. Cada vez me cuesta más trabajo pensarla en tiempo presente. Esto no significa que yo crea que se encuentra sin vida, porque todo el tiempo pensamos que ella va a entrar un día y nos contará que pasó algo que la hizo ausentarse durante dos años.

Viviana es ingeniera bioquímica industrial y madre de una niña de 11 años. Al momento de su desaparición, trabajaba en un laboratorio. Para su hermana Juana, la pandemia ha profundizado el dolor de la búsqueda: ahora se siente más sola porque no puede reunirse con nadie y vivir encerradas el dolor de la ausencia hace aún más complejo lo que las familias padecen. Además, el gobierno no considera la búsqueda de personas desaparecidas una actividad esencial durante la emergencia sanitaria. Esa pausa en los procesos de búsqueda, de por sí incompletos y deficientes, es una tortura.

Natali Carmona Hernández desapareció el 27 de enero de 2019. Salió de la Ciudad de México rumbo a Puebla y nunca más regresó. Su madre asegura que fue víctima de la delincuencia organizada. A Aidé Hernández se le corta la voz en cuanto comienza a hablar.

El cuarto de Reyes Yosimar García Cruz tal como lo dejó el 26 de enero de 2017, cuando desapareció.

—Estoy esperando que mi hija entre un día por la puerta. Aquí están sus hijos, aquí está su nieta, y tengo la esperanza de que mi hija regrese.

Este enero se cumplieron dos años de la desaparición de Natali, de 33 años. En la entrevista, Aidé manifestó su intención de “hacer algo”; tenía claro que quería salir a gritar que su hija le hace falta. No estaba segura de que sus compañeras saldrían con ella, por el confinamiento, pero afirmó que la pandemia no la iba detener. La protesta se llevaría a cabo frente a la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, con playeras y tapocabas con el rostro impreso de Natali.

—Nosotros como familia ya lo pensamos, lo tengo muy bien pensado, y el 27 voy a hacer la protesta por la falta de justicia, porque a dos años no hay ningún indicio sobre su paradero. No me voy a quedar en mi casa cruzada de brazos —dice.

Cuando Aidé termina de hablar, María del Carmen, mamá de Pamela Gallardo, prende su micrófono y se dirige directamente a su hija y, enseguida, la entrevista se pierde en la convivencia de un colectivo que ha logrado tejer lazos inquebrantables.

—Ahí estaremos, apoyándote. Sabes que te quiero mucho y que eres de la familia.

No, no sé cómo contar la historia de cada una de las personas desaparecidas, pero me rehúso a volverlas una lista. Habría que hacerlo: contar las historias de todas, escuchar a las madres, hermanas, hijas, porque su lucha es un recorrido que ha abierto el camino a otras y de ahí la importancia de pensar en el fenómeno como una lucha colectiva. Es una realidad que a este conflicto no se le ve fin en el horizonte próximo. Habrá que seguir nombrando, buscando, exigiendo la presentación con vida de una persona que no volvió a casa.

De izquierda a derecha: Angelina Cárdenas Echevarría, Alexia Espinoza, Belinda Aguilar Haro, María Isabel Cruz Bernal, Yaremi Chávez, Ana Julieta Gastelum, Cinthia Espinoza, Rosa Imelda Díaz Neris y Cassandra Beltrán Aispuro. Sabuesas Guerreras.

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