Hasta el 12 de marzo de 2020 Jovany May Itzá no creía que los viernes 13 fueran de mala suerte. Claro que había escuchado rumores de que un virus estaba por alterar muchos aspectos de su entorno, pero el joven maya originario de la comisaría Kimbilá, en Izamal, Yucatán, y residente de Playa del Carmen, Quintana Roo, no auguraba nada de lo que estaba por ocurrir. “China está muy lejos”, pensaba cada vez que leía alguna noticia sobre los primeros casos de covid-19 y su veloz propagación a través del globo terráqueo. En aquel momento tampoco estaba muy preocupado por su futuro laboral como chef. Después de todo, a sus veintiséis años ya contaba con alrededor de dieciocho de experiencia. Él dice que su oficio, desde los ocho años, es perseguir la sazón de su madre, a quien solía espiar mientras preparaba platillos tradicionales. Se paraba en un rincón y, en una especie de voyerismo culinario, se obsesionó con averiguar cómo su madre lograba que platillos como el frijol con puerco, el lechón, la cochinita pibil y el sustancioso potaje de lentejas tuvieran un sabor que describe como “muy fuerte y casero”. “Yo decía que cuando creciera sería como mi mamá”, recuerda, pero su verdadero rito de iniciación se consumó cuando, siendo un niño, encendió la televisión y sintonizó un programa en el que un elocuente presentador cocinaba al aire: en ese momento decidió dedicarse a la gastronomía, antes incluso de conocer el significado de esa palabra. Y puso todo su empeño en aprender: trabajó en una carnicería y, luego, en pequeños restaurantes como auxiliar.
En la adolescencia, ante la falta de oportunidades educativas y laborales en su pueblo natal, decidió migrar al municipio de Valladolid para formarse profesionalmente como chef. Fue ahí donde encontró su primer trabajo estable como ayudante de cocina en un restaurante turístico, pero un colega le aconsejó “salir a experimentar otro tipo de ambiente” y sugirió que fijara Quintana Roo en la mira. Una semana después de recibir su título, Jovany hizo las maletas y se fue a trabajar a un hotel en ese estado: “Quería seguir aprendiendo de otras personas y conocer otro tipo de gastronomía”, explica. Y cumplió. Trabajó en dos hoteles que pertenecen a grandes cadenas y, más tarde, encontró un sitio acorde a sus necesidades: exclusivos hoteles boutique, conocidos como “casas privadas”, situados frente al mar, con pocas habitaciones y lujosos servicios, entre los que se encuentra el de chef particular. En la comodidad del ambiente cosmopolita que le daba su empleo, Jovany acumuló conocimientos novedosos sobre gastronomía nacional e internacional durante dos años y medio.
Entonces llegó el fatídico viernes 13 de marzo de 2020, que avivó su inclinación por las supersticiones. Ese día el chef y sus colegas atestiguaron la brusquedad con la que unos huéspedes procedentes de Denver empacaron a toda velocidad para regresar en el vuelo más próximo a su país de origen, pues entre las primeras medidas sobresalieron las restricciones de la movilidad entre fronteras: era indispensable anticipar que se aplicarían en Estados Unidos. “Comentaron que debían tomar los vuelos más rápidos, porque si no regresaban en cinco días a su país, no les iban a permitir entrar. Y no tenían recursos para pasar seis meses en México”, recuerda Jovany.
Así comenzó un recorrido pedregoso para él. Llegó el gerente de alimentos y bebidas del hotel boutique y, apenas estuvo frente a las y los trabajadores, pronunció el temido discurso: “Dijo que lo sentía mucho, pero no podían hacer nada más. Iban a cerrar todo, incluyendo las casas donde nosotros trabajábamos: el calendario estaba rojo porque todas las reservaciones habían sido canceladas y no había trabajo. Nos dijeron que teníamos que ser un poquito conscientes de lo que venía, cuidarnos. Perdimos nuestro empleo. Y ahí empecé a creer que los viernes 13 sí son de mala suerte, porque nos dijeron que no había más trabajo para nosotros”. Por si fuera poco, el gerente anunció que únicamente se les pagaría la quincena como finiquito y se les entregaría lo acumulado en las cajas de ahorro a quienes tuvieran esa prestación. A Jovany solamente le dieron once mil pesos por sus dos años de servicio, a pesar de que el artículo 436 de la Ley Federal del Trabajo indica que, ante el cierre de una empresa, a las y los empleados les corresponde una indemnización de tres meses de salario y su prima de antigüedad.
En cuestión de minutos, él y otros cincuenta trabajadores se sumieron en la incertidumbre. Ni siquiera tenían la posibilidad de acudir a alguna autoridad para asesorarse, como la Junta de Conciliación y Arbitraje, pues las dependencias y oficinas gubernamentales estaban cerradas por la pandemia. “Ni cómo ir a pedir ayuda, porque ya todo estaba cerrado. Todo se acomodó bien para ellos, pero no para nosotros”, destacó Jovany entre risas de resignación durante la entrevista. Tampoco existió la opción de negociar con la directiva del hotel, porque quienes manejaban el recinto “se encerraron”. Nadie podía hablar con el propietario; su teléfono permaneció apagado.
La injusticia indignó a Jovany, pero muy pronto este sentimiento fue desplazado por una profunda preocupación. En aquel entonces él generaba el principal ingreso de su hogar, pues su esposa cuidaba a su hija de dos años y además padecía asma, es decir, se encontraba en uno de los grupos más vulnerables ante el covid. “Uno se levantaba pensando qué va a hacer y qué va a pasar. Estábamos viendo todo el día cómo las cifras de muertos, de enfermos y de casos positivos aumentaban. Fue algo muy fuerte para mí, pero confié mucho en Dios y traté de ser optimista. Todos los días salía cubriéndome lo más que podía, no por temor a enfermarme, sino por temor a contagiar a mi hija o a mi esposa justo cuando los hospitales se comenzaban a llenar”.
Al poco tiempo encontró un empleo como asistente de un obrero que colocaba tablaroca en la construcción de un hospital, ubicado cerca de la colonia La Guadalupana, pero no duró: pasaron quince días y las obras también se detuvieron por la pandemia. Después un conocido le ofreció trabajo eventual como cocinero en reuniones privadas. Cada vez que llegaba a la casa, a Jovany lo bañaban con cloro por temor al contagio. Pero ni los cuidados más extremos importaron: hacia la cuarta semana, un familiar de su nuevo jefe se enfermó, por lo que decidió suspender esos pequeños eventos.
A partir de entonces el chef y su familia tuvieron que empezar a disponer de sus ahorros. No había otra forma de sobrevivir al desempleo generalizado que estaba provocando la pandemia. Durante cinco meses Jovany no tuvo empleo y se vio obligado a vivir prácticamente al día: tuvo dificultades para cubrir los gastos de los servicios básicos, como la luz y el agua, pero contó con el apoyo de su casera, quien le exentó el pago de cuatro meses de renta. Ninguna autoridad lo apoyó, salvo por una de las despensas que otorgó el gobierno del Quintana Roo para “alivianar” la crisis económica y laboral que acechaba a la entidad.
Hacia el último trimestre del 2020 algunas actividades comenzaron a reanudarse. Entonces, Jovany recibió una llamada telefónica de donde lo despidieron justo al iniciar la pandemia. Le ofrecían regresar a cambio de lo que llamaron “sueldo covid”: dos mil pesos quincenales. “Uno, estando necesitado, lo acepta, porque no hay de otra. La situación no estaba como ahora, que ya comenzaron a abrir varios lugares donde puedes pedir trabajo o encontrar alguna otra opción”, admite el joven. En su momento le pareció irónico encontrarse con el dueño de la empresa, que lo saludara y le dijera “que le daba gusto verme, que qué bueno que había regresado, que las cosas iban a mejorar y que no me desesperara. Yo le contesté que mejor lo hubiera dicho antes, no ahora que ya pasó todo”. Aunque, conforme avanzaron los meses y empezaron a aplicarse las vacunas contra el virus a la población, se brindaron más facilidades a las empresas para operar y el turismo se fue restableciendo, Jovany mantuvo su “sueldo covid” durante un año y cuatro meses. Pero el chef se mantuvo optimista, incluso cuando finalmente cayó enfermo, en julio del año pasado, tras estar en contacto con una persona contagiada en su trabajo. Tuvo algunas complicaciones con sus niveles de oxigenación e incluso bajó nueve kilos en el transcurso de unos pocos días, pero logró superar la enfermedad con el apoyo de un médico que lo atendió en su casa.
Aunque es consciente de la injusticia de haber sido despedido al inicio de la pandemia, Jovany enfatizó que lo más importante y urgente es mejorar los servicios de salud, garantizar el acceso a todas las personas y, en general, que la sociedad sea “más humana”. “Debemos ser más empáticos, ponernos en el lugar de otros, ser más serviciales. Mucha gente aprendió mucho con esta enfermedad; esperamos que no vuelva a pasar otra. Por ahora, agradecido por tener salud, vida y un poco de trabajo”, así termina el chef Jovany su testimonio de los últimos dos años.
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A principios de 2020 el virus SARS-CoV-2 comenzó a propagarse por el mundo y la mayoría de los países impuso medidas de confinamiento para evitar, en la medida de lo posible, el contagio multitudinario. Estas medidas y las restricciones de movilidad tuvieron un impacto profundo en la actividad económica y en el mercado laboral. México no fue la excepción. Aquí también sobrevino el cierre masivo de escuelas, restaurantes, oficinas y fábricas y se cancelaron incontables eventos, vuelos, viajes, actividades deportivas y culturales y, por consiguiente, se perdieron millones de empleos.
Sin embargo, la economía de cada país asimiló el impacto de manera diferenciada debido a varios motivos, como la diversidad de sus actividades productivas, la estructura de sus mercados laborales y las redes de seguridad social con las que contaban. De modo que, para saber cómo el confinamiento y la reducción de movilidad afectaron a México y a su población, es indispensable considerar la forma en que estaba posicionada la economía nacional, la informalidad de buena parte de su mercado laboral, la falta de universalidad en la cobertura de sus instituciones públicas de seguridad social y la dependencia más intensiva a nivel regional de ciertas actividades productivas del sector terciario, es decir, el comercio y los servicios. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la actividad económica de nuestro país depende principalmente de este sector, que representó 63% del PIB en 2021.[1]
De manera general, la economía de México, según el Inegi, se contrajo 8.2% en 2020 con respecto a 2019: fue la caída más severa en casi un siglo. Esta disminución se explica por las reducciones de 9.8% y 7.5% en los sectores industrial y de comercio y servicios, respectivamente (ver Gráfica 1).[2] Más aún, dentro de éste, el subsector del alojamiento temporal (la hotelería, los paquetes turísticos, los vuelos) recibió el mayor impacto, con una contracción anual de 57.4%. Le siguió el subsector de preparación de alimentos y bebidas (como restaurantes y fondas), que se contrajo 30.5%.
Gráfica 1. Indicador Global de la Actividad Económica por Sectores Índice: Diciembre de 2019=100 Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
Más allá de México, las estadísticas evidencian que las economías con un gran sector de servicios, como la nuestra, sufrieron los efectos más duros. Por si fuera poco, este tipo de actividades tardó más tiempo en reactivarse. El proceso de destrucción de valor no sólo fue más severo al inicio de la pandemia, sino que también se extendió durante un periodo más prolongado. A la fecha, el sector de servicios es el único en la economía que no ha recuperado el valor que reportó antes del covid. Por lo tanto, el Gran Confinamiento no sólo redujo severamente el valor de la economía, también afectó su capacidad de recuperarse. México enfrenta actualmente uno de los procesos de recuperación económica más dolorosos en su historia. A dos años del inicio de las medidas contra la pandemia, la economía nacional sigue sin retomar el nivel de actividad que tenía antes, es decir, sigue sin recuperarse de la caída inicial. Para ponerlo en perspectiva, es útil comparar esta crisis con otras, como la del Error de Diciembre (entre 1994 y 1995) o la crisis financiera global (en 2008 y 2009). En la primera, a la economía mexicana le tomó veinticinco meses retomar su nivel previo y, en el segundo caso, veintiséis meses (ver Gráfica 2).
Gráfica 2. Actividad económica en diferentes periodos de crisis Índice: t*=100 El símbolo “t*” se refiere al mes inmediato anterior al inicio de cada periodo de crisis: se trata de enero de 2020 para el Gran Confinamiento, de octubre de 2008 para la Crisis Financiera Global y de octubre de 1994 para el Error de Diciembre. Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
Además de la composición de la economía, como adelantamos unos párrafos atrás, sobresalen los efectos directos en el mercado laboral. La población ocupada en enero de 2022 ya es de 55.5 millones (ligeramente por encima de los 54.5 millones que había en enero de 2020), sin embargo, quienes estaban empleados en condiciones informales —esto es, sin acceso a prestaciones como seguridad social, fondo de retiro, seguro médico o aportaciones de vivienda— sumaron 30.5 millones, lo que significa que 55% de la población ocupada está empleada informalmente. A esto hay que agregar el impacto en los salarios. En enero de 2020, del total de la población ocupada, 22% ganaba un salario mínimo; 51% ganaba de dos a tres salarios mínimos; y 9% restante ganaba más de tres salarios mínimos. Dos años después ha habido una recomposición de los grupos salariales, con una clara tendencia hacia una mayor precarización del ingreso laboral. Ahora 34% de la población ocupada gana apenas un salario mínimo (es un incremento del 12%), 43% gana de dos a tres salarios mínimos y tan sólo 6% gana más de tres salarios mínimos (ver Gráfica 3). A casi dos años de que empezara la crisis, el saldo del mercado laboral muestra que cada vez más personas ganan menos.
Gráfica 3. Personas ocupadas por grupo salarial (% del total de ocupados) Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
Ahora bien, en cuanto al Caribe mexicano, específicamente en la zona de la Riviera Maya, las actividades productivas se concentran en los servicios turísticos. Por eso aquí la crisis ha sido más severa. En Quintana Roo el Indicador Trimestral de Actividad Económica Estatal (ITAEE) del tercer trimestre de 2021[3] indica que la economía del estado aún está 7.3% debajo de su nivel previo a la crisis. Además, el sector de actividades terciarias de la entidad agrupa 87% del valor de la producción; en otras palabras, casi nueve de cada diez pesos que genera Quintana Roo se contabilizan en este rubro (y dentro de las actividades terciarias, el comercio representa aproximadamente una quinta parte). El ITAEE muestra que estas actividades ya casi se recuperan: están tan sólo 0.5% debajo de su nivel de cierre de 2019 (ver Gráfica 4).
Gráfica 4. Indicador Trimestral de Actividad Económica Estatal - Quintana Roo Índice: 2019-T4=100 Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
Con respecto al mercado laboral, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) —que incluye a la mayoría de personas que trabaja en condiciones de formalidad— registra a 448 714 personas en Quintana Roo. En el comercio se desempeñan 70 324 personas, 34 913 hombres y 35 411 mujeres. En específico, en cuanto a los servicios de alojamiento temporal y preparación de alimentos y bebidas, que representaron más de 12% de la actividad económica del estado en 2020, las estadísticas del tercer trimestre de 2021 muestran que este sector está aún más rezagado, con una cifra 9.8% menor en relación con el mismo nivel de referencia (ver Gráfica 5).
Gráfica 5. Indicador Trimestral de Actividad Económica Estatal - Quintana Roo Índice: 2019-T4=100 Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
Rosalía Muñoz Mejía es una de tantas personas que han vivido el rezago económico por el que todavía atraviesa la entidad. Es más, la primera vez que escuchó sobre el covid fue cuando a su suegra le recortaron las jornadas laborales por las medidas que estaba tomando el gobierno de Quintana Roo para evitar contagios. En ese momento no dimensionó qué tan grave era la enfermedad ni imaginó la pandemia que ocasionaría. “Yo decía que todo era un asunto del gobierno. Dudaba de lo que decían, de que la gente estaba muriendo, pero entonces se enfermaron dos sobrinas y empezamos a cuidarnos como familia”, explica la mujer de 52 años que nació en Tizimín, Yucatán, y migró a Cancún en su niñez.
En breve, el hotel donde trabajaba también le avisó que reduciría sus jornadas y, por ende, su sueldo. De ganar mil quinientos pesos semanales como camarista, pasó a recibir novecientos por trabajar tres días a la semana. A Rosalía no le importó mucho. De alguna forma se sentía agradecida, pues su esposo, entrenador de futbol, se quedó sin trabajo. A su hijo, cocinero de profesión, que entonces tenía veintinueve años, también le recortaron el sueldo. A su hija y su yerno, con una niña de cuatro años, los despidieron. “Al menos a mí no me iban a dejar sin trabajo y con lo poquitito que ganaba ayudaba a mi familia. A mí, mis padres me enseñaron que hay que estirar el dinero y con lo poquito que se tenga se puede salir adelante”, recalca.
Izquierda: vigilante en una de las playas de Isla Mujeres, Quintana Roo. Derecha: vendedora de pescado en Playa del Niño, Puerto Juárez, Quintana Roo.
Y vaya que estiró el dinero: tuvo que costear los insumos de protección sanitaria. Encima, en julio de 2021, Rosalía y toda su familia se enfermaron de covid. Aguantaron semanas muy pesadas, porque tanto ella como su esposo y su hija presentaron complicaciones y tuvieron que conseguir tanques de oxígeno para tratarse. Su yerno adquirió una deuda de más de treinta mil pesos por los gastos médicos. Durante todo ese tiempo sólo recibieron una despensa del gobierno del estado de Quintana Roo. También les prometieron que les entregarían una tarjeta para comprar productos básicos, pero nunca llegó. Incluso tuvieron dificultades para pagar servicios como la energía eléctrica, por la cual llegaron a adeudar hasta tres mil pesos.
Lentamente, lograron salir de la crisis: toda la familia se recuperó física y económicamente. Después de un año de vivir con el “sueldo covid”, a Rosalía le normalizaron el pago de su salario y, conforme fueron reabriendo actividades, su esposo regresó al trabajo, al igual que su hijo y su yerno.
Ella prefiere ver el vaso medio lleno: “Gracias a Dios seguimos vivos, todos estamos trabajando y estamos saliendo adelante. Conseguimos una moto para que mi esposo traslade a mi nieta a la escuela. Ahora planeamos ayudar a mi hijo a conseguir su casita. Yo sé que van a venir más cosas, pero por eso debemos cuidarnos, seguir usando cubrebocas y tener las precauciones de lavarnos las manos, cuidarnos al reunirnos, para que estemos bien”. Rosalía le agradeció a su jefa por su apoyo en los tiempos difíciles. Desea que todas las empresas la imiten y apoyen a su planta laboral: “Las empresas debieron ser más comprensivas y dejarnos trabajar, tener un poquito de dinero en esos tiempos, no corrernos”, murmura para terminar.
Playa de Isla Mujeres, Quintana Roo, en vísperas de la Semana Santa de 2022.
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Para dar cuenta, con más profundidad, de las consecuencias económicas de la pandemia en el Caribe mexicano, conviene usar el Censo de 2020, pues permite hacer aproximaciones más granulares. Gracias a éste, se puede saber que 6.2% de la población económicamente activa[4] habla una lengua indígena, pero en Quintana Roo ese porcentaje sube a 13.6%. El mismo censo deja ver que en ese estado 11% de la población habla una lengua indígena, pero se distribuyen de distinta forma dentro de la entidad (son 5.3% dentro del municipio Othón P. Blanco y 56% de los habitantes del municipio Felipe Carrillo Puerto). Las actividades productivas se concentran, una vez más, en el sector de los servicios. En Quintana Roo la mayor concentración de personas ocupadas se encuentra en los servicios de alojamiento temporal, con 15.5%; los servicios de preparación de alimentos representan 7.5%; el comercio al por menor de abarrotes, alimentos y bebidas, 4.8%; y el empleo doméstico, 4.7%.
El caso de Yucatán es distinto. Primero, porque se duplican los hablantes de lenguas indígenas: suman 22.6% (oscilan entre 3.5% dentro del municipio Dzilam de Bravo y 88% en el municipio Tahdziú, como se ve en la Gráfica 6). Del total de la población indígena ocupada, 17.5% se dedica a la agricultura, 8.6% trabaja en la construcción residencial, 7.2% se desempeña en el empleo doméstico, 5.8% se dedica a la preparación de alimentos y bebidas y 5.1% se emplea en el comercio al por menor de abarrotes, alimentos y bebidas.
Los datos de Yucatán adquieren relevancia porque Quintana Roo es el segundo destino migratorio más importante para su población, de acuerdo con estudios de Pedro Lewin Fischer, investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia en Yucatán, y la investigadora Estela Guzmán Ayala. Ambos detectaron que esta migración interna se debe a diversos factores y no sólo a la falta de oportunidades educativas y laborales. También influyen el fácil acceso, en términos de movilidad, a sitios con mayor impacto turístico, la desvalorización de la cultura maya y las tradiciones maternas y la devaluación del trabajo en el campo. Todo esto crea una cultura de la migración: las y los jóvenes van internalizando la migración como una opción de vida. “Investigamos a jóvenes migrantes de Chemax [Yucatán], que se van principalmente a Tulum y Playa del Carmen, y detectamos que viven desgarrados entre dos mundos muy opuestos; las consecuencias no solamente son económicas o materiales, también son emocionales e ideológicas. Ocurre, lentamente, una desvalorización de la cultura propia, de lo maya. Empiezan a ser personas que ni son de aquí ni de allá, porque se van pero no tienen suficiente preparación para enfrentar el nuevo lugar. Es una situación complicada, porque los papás tampoco están preparados ni las escuelas ni las autoridades municipales”, explicó Lewin Fischer.
Gráfica 6. Población que habla una lengua indígena en la península de Yucatán. (Porcentaje de la población total municipal) Fuente: Elaboración propia con datos del Inegi
De acuerdo con el conteo de población de 2015 y el Censo de 2020 del Inegi, durante ese periodo 15 560 personas de cinco años de edad o más migraron de Yucatán a Quintana Roo, de las cuales 2 653 migraron de Mérida al municipio de Benito Juárez, donde se ubica Cancún. También destaca la migración de 1 469 personas de Tizimín, Yucatán, a Quintana Roo; de ellas, 765 migraron también a Benito Juárez y 308 se trasladaron a Solidaridad, donde se ubica Playa del Carmen. Jovany y Rosalía son dos ejemplos de migrantes mayas que dejaron su hogar para vivir el sueño del Caribe, en busca de mejores oportunidades.
La historia de Antonio Chan Guerra, joven maya oriundo de Dzitás, Yucatán, es similar. Él se recuerda a los diez años ofreciendo artesanías a los pálidos turistas extranjeros que llegaban a Ebtún, en la comisaría yucateca de Valladolid, mientras escuchaba con interés sus acentos e intentaba imitar sus parloteos. Antonio, entonces un niño, quería entender lo que decían y pronto aprendió a comunicarse en inglés, sin imaginar que esa curiosidad le permitiría ganarse la vida de adulto. Pasó de vender artesanías a emplearse en diferentes trabajos dentro de la hotelería, que lo impulsaron a capitalizar su sueño: convertirse en productor musical y rapear en su lengua materna, la maya. Tenía veintidós años cuando se mudó a Cancún, Quintana Roo, para buscar un empleo mejor pagado, que le permitiera componer canciones, crear pistas y ritmos e incluso, construir un estudio. Tuvo diferentes trabajos en la zona hotelera. Comenzó en el área de lavandería y alternó como bell boy y recepcionista. Un instinto bastante nómada le permitió optar por diferentes experiencias, hasta que llegó a Playa del Carmen (también en Quintana Roo), donde, luego de pasar por algunos hoteles pequeños, encontró un puesto en unos condominios.
En marzo de 2020, cuando fue sorprendido por la pandemia, combinaba su trabajo como concierge en los condominios con los preparativos para una presentación en Puerto Progreso, Yucatán. Por esos días, la crisis económica llegó con una llamada: el evento se cancelaría para evitar la propagación del virus. “Hasta ese momento, no había prestado atención. Yo decía que eso estaba en China y a mí qué. Pero el organizador del evento dijo que se iba a cancelar porque iban a empezar a cerrar lugares públicos. Por eso me empecé a informar y supe lo que estaba pasando”, relató.
A partir de entonces, como fichas de dominó, todos los planes musicales se vinieron abajo. Uno por uno, los eventos se fueron posponiendo, suspendiendo, cancelando… Además de una presentación en Francia y otras en Estados Unidos, el que más le dolió fue el evento que él mismo organizaba, un tributo musical al DJ Pila que llevaba a cabo cada febrero. La cancelación de las actividades al aire libre y los eventos masivos suponía un ingreso menos para el artista, pero no se preocupó mucho. Después de todo, tenía el trabajo en los condominios y ese sueldo no dependía de la afluencia turística, que se volvió prácticamente inexistente conforme la pandemia se extendió por el Caribe mexicano. Los propietarios de esas residencias pagan una cuota de mantenimiento, con la cual se cubre la nómina.
Acceso a una de las playas de Isla Mujeres, Quintana Roo.
Aunque pasaron unos meses de relativa estabilidad, hacia septiembre de 2020 a Antonio también le dijeron que le iban a recortar las jornadas laborales. Le dieron dos opciones: descansar quince días sin goce de sueldo o trabajar un día sí y otro no, es decir, cuatro de los siete días de la semana, obviamente sin recibir la paga de los días en los que se ausentara. “Nos dieron esa información uno por uno y después la persona de Recursos Humanos nos confirmaba por separado. Creo que lo hicieron así para que no se alborotara la gente. Nosotros tratamos de negociar. Pero yo también tenía miedo, incertidumbre de lo que iba a pasar, de si me iban a correr. Era medio raro ponerse a pelear o alegar algo, porque qué tal si se ponía peor y te despedían. Entonces me puse en el plan de que estaba bien, no podía hacer mucho”.
Así, Antonio pasó de cobrar 8 500 pesos a 7 500 mensuales. Esa diferencia desestabilizó sus finanzas. Sus gastos estaban calculados y surgieron situaciones que lo obligaron a pagar cantidades que no tenía contempladas. Por ejemplo, cuando las autoridades municipales ordenaron disminuir la oferta de transporte público en 2020, el concierge tuvo que destinar más recursos para llegar al trabajo. “Era un problema, porque a las siete [de la noche] ya no había transporte y yo entraba a las diez. Tenía que pagar taxi, si conseguía taxi… porque las calles parecían fantasmales. Conseguir transporte era supercomplicado”. A la par, él mismo tenía que comprar sus insumos de protección sanitaria, como cubrebocas y gel antibacterial, porque en su trabajo no se los daban.
El sueldo de Antonio se normalizó hasta finales de 2021. “Nosotros decíamos: ‘Esto ya pasó y estos siguen con el mismo salario, ya páguennos’. Hasta que en noviembre simplemente regresaron al pago normal y ya no hablaron del tema”, menciona entre risas. A final de cuentas, tuvo que pedir un préstamo bancario para saldar las deudas que fueron surgiendo durante la contingencia sanitaria. A la fecha sigue poniendo todo su esfuerzo para seguir con los planes que la pandemia truncó. Toma hasta dos turnos diarios en los condominios para poder terminar la construcción de su estudio musical, Junab Ku’j Estudio, con la esperanza de que se convierta en el semillero, en la base de toda una generación de raperos y músicos mayas del Caribe.
“A los mayas nos ven como mano de obra barata, [piensan] que nos pueden tratar mal, [ponernos] muchas más horas de trabajo que las que marca la ley, sin pago, prestaciones ni condiciones sociales y de salud adecuadas”, dice Alberto Velázquez Solís, integrante del grupo de trabajo Cuerpos, Territorios y Resistencias del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso). Para el investigador, esta vulnerabilidad empezó en los procesos de conquista y colonización brutales. A partir de ellos, se consideró a la población maya de la península de Yucatán como inferior, lo que no ha cambiado a lo largo de los años: se sigue discriminando a hombres y mujeres por conservar sus apellidos mayas o por tener cierta fisionomía. “Tener esas características dificulta las condiciones para que las personas ingresen a universidades, a ciertos niveles de trabajo. Se les dejan los eslabones más bajos, informales y peligrosos en el sentido social”, continúa el investigador. Los trabajos de las haciendas henequeneras también generaron dinámicas de servidumbre. “Ahora la población maya no es parte de la servidumbre agraria, sino de la servidumbre en casas, hoteles, clubs [sic], todo ligado con un trabajo que raya en la explotación laboral, sin seguridad social”.
Al respecto, la Encuesta Esru-Emovi, cuyo último levantamiento es de 2017, pide a los encuestados que identifiquen su tono de piel en una paleta de colores que abarca once opciones, desde un color cercano al negro que se degrada hasta el rosa claro.[5] Los microdatos indican que una tercera parte de los habitantes de Quintana Roo reporta que alguno de sus padres habla una lengua indígena; dentro de esa población, poco más de 95% —alrededor de 235 000 personas— se ubican a sí mismas en los primeros ocho tonos de la paleta de colores, es decir, los más oscuros. Entre quienes se identifican con los ocho tonos de piel más oscuros, cerca de dos de cada cien reportan haber sufrido algún tipo de discriminación en el trabajo, la escuela, el hogar, una oficina pública o su barrio debido a su tono de piel. Entre quienes reportan que alguno de sus padres habla una lengua indígena, la proporción es de cerca de tres de cada cien.
Izquierda: Rosalía Muñoz, camarista de un Airbnb en el centro de Cancún, Quintana Roo. Trabaja ahí desde hace dos años y medio, el mismo tiempo que tiene la pandemia en México. Derecha: Paloma Sánchez, encargada de un puesto de venta de tours a Isla Mujeres.
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Si bien es cierto que la pandemia no ocasionó los problemas estructurales que enfrenta la población indígena, su impacto en diferentes sectores y actividades productivas sí contribuyó a profundizar el sinfín de problemas. Para Grecia Mariel Gutiérrez Lara, integrante de la Coordinadora de Mujeres Mayas de Quintana Roo (Commaya), ese panorama está más que claro y se exacerba en el caso de las mujeres. La activista corroboró que las mujeres mayas del estado tienen que enfrentar todo un contexto de violencia y discriminación, pero durante la pandemia, a raíz de los factores que las precarizan, tuvieron que lidiar también con la crisis de trabajo.
“Hubo muchos recortes laborales, las despidieron o se les redujo hasta 50% de su sueldo. Es una cuestión de explotación laboral. En el sector turismo atacó de manera directa, particularmente a las mujeres que tuvieron que regresar a sus comunidades o buscar otras fuentes de empleo al no contar con trabajos formales que garantizaran sus derechos, como un contrato para respetar su antigüedad. En cualquier momento las pueden despedir, no tienen un trabajo seguro ni digno”, precisa Gutiérrez Lara.
Y agrega que, por la discriminación, son escasas las mujeres mayas que logran obtener puestos altos: la mayoría ni siquiera puede concluir los niveles básicos de estudios y eso dificulta que asciendan en las jerarquías de las empresas. Generalmente, son reclutadas en puestos operativos.
Fátima Hau Cohuó, por ejemplo, recuerda que, de niña, acompañó a su tía a su lugar de trabajo. Verla devolver el orden a una habitación hizo que se apropiara de esa idea. Decidió que, de grande, sería camarista. Para lograrlo, rechazó las sugerencias de su padre y de su madre sobre estudiar la preparatoria: a ella le urgía no ser una carga económica para su familia, generar sus propios ingresos e independizarse. Comenzó a los diecisiete años como trabajadora doméstica en el municipio Felipe Carrillo Puerto, en Quintana Roo. Se empleó durante cuatro años en igual número de casas, donde le pagaban de seiscientos a setecientos pesos semanales, sin prestaciones. Acumuló experiencia y decidió probar suerte en Playa del Carmen, también en Quintana Roo, y al poco tiempo encontró un puesto como encargada de limpieza del área pública de un hotel. Su sueldo aumentó a dos mil quinientos pesos quincenales.
Empleado de una de las empresas de transporte marítimo que trasladan diariamente a turistas y trabajadores entre Cancún e Isla Mujeres.
En ésas andaba cuando escuchó el cotilleo de algunos huéspedes. Hablaban de la pandemia y del inminente arribo del coronavirus. En marzo del 2020 la directiva del hotel avisó que, por disposición oficial y ante la falta de afluencia turística, cerraría temporalmente. Entonces comenzaron las bajas: a las personas que tenían menos de seis meses trabajando ahí las despidieron. Fátima temió por su futuro. “Me ofrecieron apoyo. Me pagaban una quincena, la otra me daban un bono de mil pesos, la otra nada, y así estuvimos durante año y medio. La verdad, agradecí que no me corrieran y sí me sentí conforme con el ajuste del sueldo, porque si me corrían no iba a recibir nada”.
Aunque aliviada por saber que aún contaba con empleo, Fátima se sentía agobiada por la incertidumbre: la estresaba no saber cuánto tiempo se prolongarían las restricciones, el azote de la enfermedad en la región y tener que permanecer encerrada en su casa. “En la casa a veces no buscaba qué hacer, no buscaba ni mi esquina. Y hubo momentos en que no tenía dinero y no sabía qué hacer. No había otro ingreso porque, por la pandemia, nadie tenía dinero ni poner un negocio era opción. Intenté buscar otro trabajo, pero no me fue bien, pues todos los lugares estaban cerrados”.
La joven retomó sus actividades presenciales en el hotel hasta año y medio después del comienzo de la pandemia, más o menos a mediados de 2021. Ahora sólo tiene en mente recuperar la estabilidad económica para continuar con sus metas, como adquirir una casa propia. A pesar de todo, planea seguir en la empresa de siempre. Agradece que, a diferencia de otras compañías, no le hayan dado la espalda en una época tan tumultuosa.
En el momento en que escribimos estas líneas se cumplieron dos años del inicio de la pandemia en México. No es arriesgado suponer que las cifras de su impacto se encuentren subestimadas en el caso de la población indígena del país, pero la naturaleza de la crisis y los testimonios nos permiten pasar de la dimensión estadística de un fenómeno social profundamente complejo y desigual a una evaluación más humana de los costos sociales que este periodo trajo para los grupos más vulnerables. Antes de la pandemia, las condiciones de vulnerabilidad, precarización, discriminación y violencia ya eran evidentes. Quizás la lección más dura de este episodio sea que la situación difícilmente se revertirá, pues los factores que explican las condiciones de vida de estas poblaciones hoy se han profundizado.
Desde Puerto Juárez y hacia Isla Mujeres, trabajadores cruzan en lancha rápida para iniciar su jornada laboral.
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[1] En menor proporción se encuentra la industria, con 29% del PIB; la agricultura y la ganadería representan una fracción marginal, con menos de 3.5% del PIB en el mismo año. Esta medición del PIB contempla el valor de los impuestos indirectos, por lo que el porcentaje restante para completar el 100% se debe a este componente.
[2] Dentro del sector industrial, la construcción fue uno de los subsectores más afectados: registró una caída de 17.6% con respecto al año anterior. Otros subsectores de la industria, como la fabricación de textiles y prendas de vestir, registraron disminuciones de 29.5% y 33.5%.
[3] La última actualización disponible.
[4] Aquellas personas que trabajan o que están buscando trabajo activamente.
LILIA BALAM
Nació y creció en Mérida, Yucatán. Aunque no quería, se graduó como licenciada en Comunicación Social en la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha cursado diplomados y talleres sobre periodismo y derechos humanos en las universidades Anáhuac Mayab, Gerardo Barrios de El Salvador, José Martí de Latinoamérica Campus Mérida, la International Women’s Media Foundation (IWMF) y la Escuela Virtual Connectas. Se ha desempeñado como periodista desde 2014 y colaborado con medios como el Die Zeit, Coolt, Distintas Latitudes, Sin Embargo, Pie de Página, La Jornada Maya, Haz Ruido e Informe Fracto en la cobertura de temas de derechos humanos, género, medio ambiente y salud. Ha realizado investigaciones periodísticas sobre derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y ha participado en investigaciones colaborativas internacionales sobre migración y derechos laborales. En 2016 recibió el Premio Estatal de Periodismo de Yucatán y el Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo. Pertenece a la quinta generación de la Red Latinoamericana de Jóvenes Periodistas, de Distintas Latitudes, y es becaria de la iniciativa ¡Exprésate! de la IWMF.
TATIANA FERNÁNDEZ
(Santo Domingo, 1983). Estudió Publicidad en Santo Domingo, fotografía en Milán y, años más tarde, recibió la beca Fulbright para realizar la maestría en Fotoperiodismo en la Universidad de Missouri. Allí comenzó a investigar sobre las niñeras dominicanas que dejan a sus hijos para cuidar a los niños de otros. Éste se convirtió en su primer largometraje documental, Nana (2015), y la impulsó a iniciar una carrera paralela como cineasta. En 2021 estrenó su segundo filme, Vals de Santo Domingo, en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara, donde recibió la Mención Honorífica a Largometraje Iberoamericano Documental. Actualmente trabaja como directora y directora de fotografía de documentales sobre temas de género y derechos humanos. Es, además, fotógrafa para medios de noticias y revistas internacionales.