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Ilustración de los hermanos Cevallos.
En Instagram, la cartelería de los hermanos Cevallos es tan exitosa como la de cualquier <i> influencer </i> que se precie. Pero lo realmente valioso de la historia de Carlos y Miguel es la creación de un legado artístico que habla de esfuerzo, arraigo, familia y migración.
Al grito de “¡Caballero, corte de pelo a 10 dólares, y con la peluquera que guste!”, ruidosa, jaranera, con sabor a carne asada, empanada y taco de birria, así fue como la avenida Roosevelt, en el barrio de Jackson Heights, le dio la bienvenida a Aviram Cohen, recién mudado al distrito de Queens, en Nueva York.
Entre el tumulto de bares, restaurantes y vendedores ambulantes que conviven bajo la estructura flotante de la línea 7 del metro, Aviram se percató de un patrón gráfico. Los carteles de muchos de los negocios de la zona tenían un diseño similar, distintivo y muy llamativo. Todos estaban pintados a mano, sobre una cartulina blanca, con colores vibrantes, ilustraciones ocurrentes y una tipografía singular: “CEVICHERÍA El Rey. INVITA: A celebrar! THANKS-GIVING DAY. Día de Acción de Gracias. Especial de CUBETAZO y ¡más sorpresas!”, “NATALIA’S BAR INVITA: NOCHE DE Catrinas, DÍA DE LOS MUERTOS, SHOT DE TEQUILA GRATIS”.
Aviram empezó a fotografiar cada cartel, preguntando a los dueños si podía quedarse con ellos antes de que los tirasen a la basura. Así comenzó su propio archivo de obras. “Seguro que los hace una misma persona”, pensó. Quizá el barrio contaba con un cartelista de confianza.
Aún sin una excusa que lo llevase a intentar descifrar el misterio de la autoría de los carteles, su mujer abrió un nuevo estudio de yoga en la zona y sugirió contactar al cartelista desconocido para que les hiciera una pieza: “Así seremos parte de la tradición del barrio”.
De manera insistente y meticulosa, Aviram preguntó en cada bar y restaurante de la avenida Roosevelt hasta que por fin alguien le dio un contacto: “Mi padre es el manager del restaurante, llámale, él debe tener su número de teléfono”. Aviram llamó:
—Busco a la persona que hace los carteles del barrio.
—Son dos hermanos, pero no los llames temprano, se quedan trabajando hasta muy tarde por la noche —le respondieron del otro lado de la línea.
Una semana después, alrededor de las siete de la tarde, Aviram decidió llamarles. No hubo respuesta. Iba con prisa, su mujer y él tenían un evento en el estudio de yoga, así que dejó un mensaje de voz en el contestador. A eso de las 10 de la noche recibió una llamada de vuelta. “Ya contestaré mañana”, se dijo. Pero el teléfono no dejaba de sonar.
Aviram salió del estudio para contestar y escuchó la voz ronca de Carlos:
—Hola, ¿nos ha llamado para un cartel? Podemos vernos ahora.
—¿Quizás mañana? —contestó desconcertado.
—No. Ya estamos por aquí.
Quince minutos más tarde, dos señores mayores, con traje de chaqueta holgado, corbata al cuello y pañuelo en la solapa, subían las escaleras hacia su estudio. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. Cevallos de apellido. Encantadores. Una semana más tarde, Aviram y su mujer recibieron su cartel personalizado para el estudio de yoga.
El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer.
Intrigado y fascinado a la vez, Aviram quiso conocer más sobre los hermanos y comenzó a frecuentar el restaurante chino de Jackson Heights donde normalmente cenaban. Después de su banquete de fritura habitual, solían pasear juntos por la Roosevelt, con Carlos repasando todos los negocios que alguna vez anunciaron su cubetazo de cerveza, su karaoke o su Cinco de Mayou con un cartel diseñado por los hermanos. Era el año 2017, ahora la mayoría prefería imprimir carteles digitales.
A medida que afianzaban su amistad, Aviram se dio cuenta de la forma en que Miguel y Carlos estructuraban su vida. “Eran como cualquier otro de mis amigos artistas”. Habían ocupado talleres y estudios en el pasado, no tenían otro trabajo y sacrificaban la comodidad por dedicarse a seguir viviendo de su arte.
En 2012 perdieron a su mentor y hermano mayor: Víctor Hugo, también artista, creador del modelo de negocio en que se basa la cartelería de los Cevallos. Cada vez que algún día festivo se acercaba (que si el Día de la Madre, que si Saint Patrick’s Day, que si Valentine’s Day), los tres hermanos aparecían en los locales con cartulina, lápiz y pintura en mano. El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer. Hubo un momento en que la Roosevelt era, ciertamente, una galería de carteles “cevallescos”.
La marcha de Víctor dio un vuelco a la vida y trabajo de Miguel y Carlos. Muchos clientes no confiaban en ellos: “Pero, a ver, ¿dónde está el hermano artista?”. La agenda de los hermanos se hacía cada vez más pequeña y solo les faltaba una pandemia mundial para terminar de aguar la fiesta. Más de la mitad de los negocios que había sobre la avenida Roosevelt no volvieron a abrir.
Sin embargo, en paralelo, Aviram había estado subiendo fotos de los carteles a una cuenta de Instagram: @cevallos_bros. “No había ningún gran plan, solo quería preservar su trabajo”. Desde 2018, la magia de las redes sociales había asignado el sello de trendy al cartelismo de los hermanos. Desde entonces han rotulado y enviado carteles a clientes en Miami, California, Italia o Japón. Quizá se acabaron los cubetazos en la Cevichería El Rey y los shots de tequila en Natalia’s Bar, pero llegaron el vino ecológico y la pizza en horno de leña de Pinyon, en Ojai, California. Quizá ya no había lugar para ellos en la Roosevelt, pero a Miguel y Carlos les esperaba el furor influencer y la globalidad de internet.
En los últimos años, los @cevallos_bros, con casi 37 000 seguidores, han ocupado páginas de la revista The New Yorker y el periódico The Washington Post; artículos en Bloomberg y Associated Press, y varias notas en medios locales de la ciudad de Nueva York. “Los Wes Anderson de los letreros”, “Los hermanos octogenarios que se han ganado la vida haciendo carteles para discotecas del vecindario, taco trucks y restaurantes”, se leía en algunos de los titulares.
Pero lo que se les ha olvidado contar es lo realmente valioso acerca de Carlos y Miguel Cevallos, una historia que se construye a lo largo de todo un camino previo de esfuerzo, arraigo, familia y migración
***
—¡Octogenarios!, ¿te puedes creer que eso dicen de nosotros? —dice Carlos, nacido en 1938, entre bromeando y enojado.
—Es verdad, es verdad —asiente Miguel, nacido en 1942, dando tímidamente la razón a su hermano.
Nos hemos reunido alrededor de las cuatro de la tarde para merendar en su diner de confianza, Café Luka, en la Primera Avenida, un par de horas antes de la misa de las seis. También han venido Aviram Cohen, quien ahora es prácticamente el agente de los hermanos, y Max Warsh, director de la Yeh Art Gallery, una pequeña galería situada dentro de la universidad de St John’s, en Queens, donde hace poco inauguraron una exposición sobre el cartelismo de los hermanos. Los acompañan con el ánimo de hacer la charla más fluida. Dicen que Miguel y Carlos son muy tímidos y no disfrutan eso de hablar con periodistas. Yo ando allí porque me ha contratado la Biblioteca Pública de Queens. Llevan años grabando en audio a personas y personajes, con el afán de crear un repositorio oral sobre la historia del barrio. Hace tiempo que están detrás de Miguel y Carlos, y es hasta ahora que ellos han accedido a sentarse y charlar un rato. A paso lento y aún con mascarilla, se sientan enfrente de toda la parafernalia de cables, micrófonos y auriculares. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. La verdad que sí son encantadores.
Ambos piden té de manzanilla, con poca agua, y una tostada de pan integral, sin nada más. Han traído dos álbumes enormes con recortes de periódicos, catálogos de museos amarillentos por el paso de los años, un álbum más pequeño con fotos y un sobre de cartón de FedEx con la frase “Fotografías personales” escrita a mano, en bolígrafo negro, con esa tipografía que recuerda a sus carteles. Todo está archivado con meticulosidad, como si hubiesen anticipado que alguien, algún día, contaría su historia. Carlos también guarda alguna imagen suelta en el bolsillo interior de una chaqueta que le viene algo grande, y Miguel en el bolsillo de su pantalón; esas son las verdaderamente especiales. Con la barrera de la timidez superada con más facilidad de lo esperado, enseguida abrimos el álbum. Es así como repasaremos una vida. Carlos empieza a hablar, se nota que es una persona extrovertida, con ganas de compartir, divertida. Miguel lo mira de reojo y escucha, abre la bolsita de té y prepara el suyo y el de su hermano.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunta Carlos.
—Ya le he puesto un sobre, no te preocupes —responde Miguel.
***
En una de las fotografías desperdigadas por la mesa se ve a una mujer apoyada en un gran cartel de color amarillo. “Mira, nuestra mamita querida”, comenta Miguel con nostalgia. Él es el más pequeño de una familia de seis hermanos varones nacidos en Ecuador.
Su padre, Miguel Ángel, de quien recibe su nombre, era comerciante, e iba recorriendo ciudades en busca de oportunidades. El primer negocio exitoso que consiguió fue una farmacia en San Antonio de Ibarra, una localidad a los pies del volcán Imbabura, algo que jamás habría conseguido sin la ayuda de su mujer, Guadalupe. Cuando llegaron a San Antonio vieron la oferta: “Se vende farmacia por 2 000 sucres”. No tenían el dinero para comprarla, pero sabían a quién acudir. A una hora y media a pie desde San Antonio estaba Atuntaqui, ciudad en la que Guadalupe estudió de niña con un grupo de monjas, y a una de ellas le pediría prestado el dinero. Con los 2 000 sucres bendecidos por la monja en el bolsillo, compraron la farmacia que durante años dirigió Guadalupe, como buena enfermera que era. Esa farmacia la venderían por más del doble en años posteriores. Así es como fueron creando negocio y beneficio.
Más tarde se mudaron a vivir a Otavalo, donde Guadalupe y Miguel Ángel crearon una cómoda niñez para sus seis hijos: Francisco, Umberto, Víctor, Carlos, Fabián y Miguel. De aquella ciudad, situada en el altiplano andino de Imbabura, los hermanos recuerdan la belleza, los colores, las montañas y a los indígenas otavaleños “con sus ruanas y alpargatas”. Carlos aprendió allí sus primeras palabras en quechua: “¡Ali pundza!, ¡kayagama!” (¡buenos días!, ¡hasta mañana!). Le encantaba eso de aprender idiomas y era un fanático de los “horoscÓpos”. “Así le decía yo de pequeño [ríe acentuando la tercera ó], ¿tú qué signo eres?”, pregunta. Mientras tanto, Miguel se la pasaba revoltoso, inquieto, haciendo piruetas por el patio del colegio.
En Otavalo vivían en una gran casa con patio, garaje y servicio: “Allí mamá lo controlaba todo, como directora de orquesta”. Ese mismo caserón es ahora el hotel Indio Inn donde uno fácilmente puede reservar una habitación en Booking.com a poco más de 1 000 pesos mexicanos la noche.
***
Miguel tenía unos 11 años y Carlos unos 15 cuando la familia se mudó a Colombia. Su tío, hermano de su padre, sacerdote, había fundado una orden mercedaria en la ciudad de Bogotá y quería que Carlos ingresase y se convirtiese en cura. “Yo le dije a mi tío que más bien llevaba la vocación por fuera”, cuenta riendo.
Ambos terminaron estudiando arte en la Academia Pittsburgh, una pequeña escuela en el barrio de Chapinero.
—Siempre nos gustó dibujar, pero quien desde pequeñito era un artista era Víctor —cuenta Carlos—. Mamá siempre decía que ya de bebé hacía dibujitos en la arena.
—“El Mago de la Caricatura”, le decían en Ecuador —recuerda Miguel.
Víctor Hugo. A los dos se les llena la boca, se les aguan los ojos y se les enternece el alma cuando hablan de él.
—Y era tan ingenioso. Un gran vendedor —sigue Carlos.
Quizá eso fue herencia de su padre.
Con los dos hermanos mayores, Francisco y Umberto, ya trabajando en sus negocios en Colombia, y con Fabián persiguiendo su sueño de ser fotógrafo en Europa, Carlos, Miguel y Víctor formaron un trío en el que apoyarse en sus propias andanzas artísticas. Así, en 1963, capitaneados por Víctor, decidieron embarcarse en su particular gira artística: la Gira de Buena Voluntad de los Hermanos Cevallos.
Desde Colombia, recorrieron, mayoritariamente en autobús, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ida y vuelta. Como acompañante llevaban también a un primo hermano que hacía de asistente: “Él se encargaba de lavarnos y plancharnos la ropa, de tener todo listo”, cuenta Miguel. El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
Algo que a los hermanos también les encantaba hacer era cantar. “Antes que Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras estábamos nosotros, los tres tenores originales”, ríe Carlos. Justamente en la gira, en la parada en Panamá, se enteraron de que en el Hotel Continental había concurso de canto. Allí se presentaron los tres una noche, se marcaron un “Granada”, de Agustín Lara, y ganaron.
—Granada, tierra soñada por mí… —tararea Carlos.
De premio, cada uno se llevó un corte de pelo, un arreglo de barba y una limpieza de zapatos.
Ellos guardan cual tesoro los recortes con artículos sobre su gira, que fue cubierta por varios periódicos de la época. El Excélsior de México relataba en su columna del 26 de enero de 1964: “[Los hermanos] se fijaron como punto final la ciudad de Nueva York, hacia donde reanudarán su viaje a principios de febrero próximo”. Y Nueva York fue, ciertamente, el rápido destino de uno de ellos.
El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
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Tras dos años de gira tocaba volver a Colombia. Los tres hermanos decidieron abrir juntos un taller de carteles publicitarios, pero Víctor tenía claro que pronto se iría de allí. En 1969 hizo las maletas y se marchó.
Nueva York lo recibía en un contexto de aparente apertura, en el que Estados Unidos parecía estar comprometido a afianzar relaciones con Latinoamérica. En su libro This Must Be the Place. An Oral History of Latin American Artists in New York, 1965–1975, la historiadora de arte Aimé Iglesias Lukin comenta cómo parte de la gran afluencia de artistas latinoamericanos en la ciudad durante esa época fue impulsada por una diplomacia cultural que se tradujo en becas para artistas y en la creación de las primeras instituciones dedicadas a la exposición y promulgación del arte en la región.
Aun así, Víctor no llegaba respaldado por ninguno de esos compromisos diplomáticos. Durante los primeros años trabajó como personal de mantenimiento mientras tomaba cursos de inglés en el Hunter College y era acólito de iglesia los domingos. “Aprendió a decir la misa en inglés, se lo sabía todo”, cuenta Carlos. De ahí escaló a ser gerente de un edificio en la avenida Madison donde le dejaban tener un pequeño estudio en el sótano.
Para cuando Carlos llegó a Nueva York, en 1974, Víctor ya había asegurado un apartamento para ellos solos en la Primera Avenida con la calle 74.
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Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta fue la época en que Víctor y Carlos prosperaron como artistas. Fueron incluidos en exposiciones colectivas en esas instituciones que habían sido creadas, principalmente, para albergar obras de artistas latinoamericanos, como El Museo del Barrio o el Taller Boricua. Pero también en muestras organizadas por otros museos más establecidos, como el MoMA PS1 o el Museo de Queens. Entre las piezas que exhibían, Carlos siempre incluía alguna que retrataba a los indígenas otavaleños del Ecuador de su niñez.
Carlos cuenta a puñados las anécdotas de aquella época. La de cuando un cliente español les pidió hacer una copia del Guernica de Picasso para el salón de su casa. La de cuando le presentaron un cuadro a Ed Koch, alcalde de Nueva York, y este les envió una carta de agradecimiento personalizada. O la de cuando pasaron horas haciendo una pintura de grandes dimensiones para el famoso Museo Americano de Historia Natural de la ciudad. En estilo primitivista, pintaron la sierra y la costa de Ecuador. Lo último que saben del cuadro es que quedó colgado en las oficinas del museo.
El núcleo de trabajo de los hermanos se encontraba en el mismísimo Times Square, en un estudio de 10 habitaciones. “Era enorme, espacioso, luminoso”, dice Carlos señalando una foto de su hermano Víctor y él, vestidos de traje, brocha en mano, pintando un largo cartel en negro y amarillo. Además, había sido una ganga. Un abogado amigo suyo les dejó quedarse con una planta entera del edificio con la condición de que en ocho años deberían marcharse sin rechistar. Tras ese tiempo estaba programada la demolición del inmueble para construir un bloque de edificios más altos.
Miguel, entretanto, por su parte, seguía en Colombia, cumpliendo la promesa que le hizo a su padre: sería el único hermano que se quedaría acompañando a su madre hasta el final.
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“Mira, esta era ‘La Picherela’, así la llamaba mi mamá, todo el mundo nos reconocía —dice Miguel señalando una foto en la que aparece una camioneta verde—. Víctor hizo el personaje, una caricatura de un señor pintando, y yo le hice el tipo de letra”.
Hablan de la camioneta verde de Publicidad Chapinero, el taller de cartelería publicitaria que los tres hermanos fundaron al volver a Bogotá tras aquella Gira de Buena Voluntad. El negocio era un éxito, y Miguel fue quien lo sostuvo mientras sus hermanos andaban en Nueva York.
Guadalupe siempre estaba por allí acompañándolo y él era simplemente feliz. “Extrañaba a mis hermanos, pero la pasaba bien contento”, dice Miguel con timidez. Aunque los tres trabajaron en el taller durante los primeros años, fue él quien acabó diseñando los carteles a mano para los clientes y quien manejaba un grupo de seis empleados.
El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Nunca faltó a la faena durante los 30 años que permaneció a cargo del negocio.
—Yo hice una promesa: no me iría hasta la muerte de mi mamá. Pero murió a los 101 años, era vasca ¡y con una salud de roble! —cuenta Miguel.
—“Nos va a enterrar a todos”, decía siempre mi papá —se ríe Carlos.
No fue sino hasta 2005 que Miguel viajó a Nueva York.
—Nunca les había visitado, tenía mucho trabajo en el taller —recuerda el hermano—. Al morir mi mamá quise reunirme con ellos.
Publicidad Chapinero acabó cerrando. Nadie más se encargó del taller tras la marcha de Miguel.
***
Víctor y Carlos no le dieron tregua. Nada más aterrizar en Nueva York colocaron un pincel en su mano.
—Víctor me recogió en el aeropuerto y me llevó directo a terminar de pintar un mural grandísimo —cuenta Miguel.
A él lo instalaron en un apartamento en el barrio de Astoria, en Queens. “Miguelito, nosotros ya vivimos un poco estrechos, pero yo busco un lugar para que vivas tú”, dijo Víctor, según recuerdan. Lo primero que hizo Miguel al llegar fue buscar una iglesia donde dejar una vela encendida. Pronto se hizo al barrio y a los vecinos del edificio, en su mayoría griegos.
—Yo vivía como un rey en Astoria, era lindo, pero lindo, lindo —recuerda.
Los tres empezaron a trabajar juntos, Carlos y Víctor viviendo en Manhattan, y Miguel en Queens, donde se reunían todos los días. Cada hermano bebía de una corriente artística diferente en su obra individual. El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Al estilo de aquella Gira de Buena Voluntad, Víctor ideó un nuevo plan para los proyectos que ellos consideraban “trabajos comerciales”. “Él fue el creador de los pósters”, afirma Carlos. Los hermanos empezaron a llevar sus bocetos a los restaurantes latinoamericanos que frecuentaban en la avenida Roosevelt. Hubo un momento en que la lista de clientes era interminable: “No dábamos abasto —dice Carlos—, ahí todos los vecinos nos conocían”.
Moises Leyva recuerda perfectamente la primera vez que vio a los hermanos entrar en su restaurante.
—Me impresionaron. Entraron los tres vestidos de traje. Flacos, altos, de tez blanca. Llegaban directamente y te ofrecían un cartel. Se sentaban justo ahí —dice Moises señalando una mesa cerca de la cocina—. Ponían la cartulina y te dibujaban lo que tú les pedías. Estaban muy solicitados.
En este negocio familiar siempre se anunciaba cualquier oferta o día festivo con un cartel de los Cevallos:
—Se veía natural, como algo de costumbre, los carteles transmitían que nuestra comida no es tex-mex, es mexicana-mexicana, como la de casa.
A día de hoy es difícil encontrar carteles de los hermanos en el lugar donde alguna vez fueron parte esencial de un paisaje caótico. Pero si se pasea justo al lado de la parada Calle 90-Avenida Elmhurst, todavía se puede ver un póster característicamente cevallesco. Hará que te enteres de que todas las noches hay karaoke a partir de las nueve de la noche en el restaurante “mexicano-mexicano” El Toro Bravo.
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***
El fallecimiento de Víctor en 2012 fue algo repentino que dejó a Carlos y Miguel con un gran sentimiento de vacío: “Es que todo lo que tenemos se lo debemos a él”. Miguel dejó Astoria para mudarse a Manhattan junto a Carlos, pero todos los días volvían en un trayecto continuo a Queens. Allí seguían teniendo a sus principales clientes y no podían permitirse descuidarlos. Aun así, los locales estaban empezando a contratar los servicios más baratos de imprentas. La clientela seguía menguando.
Tampoco contaban ya con un espacio de estudio para sus obras, las cuales almacenaban ahora en el apartamento de Manhattan. Un cliente amigo, dueño de un bar del que no quieren dar el nombre, les dejó trabajar en la parte de abajo de su negocio.
—Te voy a contar un secreto —dice Miguel bajando la voz—. ¿Sabes lo divertido? —nos acercamos los unos a los otros formando un grupo de chisme—. ¡Que ahí era donde se cambiaban todas las bailarinas del bar de arriba! —los hermanos estallan en carcajada—. Pero nunca, nunca vimos nada —asegura.
***
Los hermanos todavía lograban mantenerse con los pocos clientes que quedaban, entre ellos Aviram Cohen.
Lo que quizá ninguno de ellos esperaba era que la cuenta de Instagram que Aviram abrió en 2018 iba a salvar en realidad a los hermanos durante los años de pandemia que llegarían después. El cierre de negocios durante el confinamiento por covid-19 significaba que el ingreso y el sustento de Carlos y Miguel iban prácticamente a desaparecer. Esto inspiró a Aviram a dar un giro: ahora los followers podían encargar carteles personalizados. “Este impulso, esta fama que tenemos ahora en el mundo se la debemos, primero a Dios, y luego a nuestro jefe Aviram”, dice Carlos con cariño.
Así, el cartelismo se escapó de los negocios latinoamericanos de la Roosevelt para infiltrarse en los espacios más buzzy, trendy y cool de los barrios neoyorquinos de SoHo, Nolita, Williamsburg o Greenpoint. En un artículo para el medio especializado Eater, el dueño de un negocio en Brooklyn compara a los hermanos con artistas como Daniel Johnston o Henry Darger al hablar de las cualidades “infantiles” de los carteles de los Cevallos, y añade lo genial que es “dar ese toque local al negocio”.
Pero los pósters de Víctor, Carlos y Miguel deben ser analizados desde el propio prisma del arte del cartelismo, es decir, como un arte gráfico espontáneo y original que encapsula el espíritu de una comunidad.
El año pasado, en 2023, Max Warsh decidió montar una exposición enfocada únicamente en los carteles que los hermanos habían pintado para negocios latinoamericanos. “Hay un propósito muy simple que muchos espacios de arte perseguimos —comenta Max—: dar espacio a los artistas que han contribuido a crear comunidad”. De manera humilde y eficiente, eso es justo lo que Víctor, Carlos y Miguel consiguieron en la avenida Roosevelt. “Destilaron su visión hacia lo más esencial de un letrero de escaparate de un pequeño negocio: el dar la bienvenida a alguien a un espacio con una personalidad única”, añade.
La exposición daba un nuevo contexto a los carteles de los Cevallos. Del ruidoso póster callejero al que echar un vistazo rápido para decidir si entrar a un bar o no, a la obra de arte que se mira con fascinación en un museo. En el silencio de la galería, al mirar fijamente los carteles, todavía se puede ver la marca de la improvisación, del proceso creativo rondando la mente de los hermanos. Un color que transiciona a otro. Un rastro de lápiz borrado para ajustar la oferta del restaurante: “cubetazo gratis”, “especial de cubetazo”.
***
Mientras terminamos de repasar catálogos y recortes de periódico, Carlos reflexiona sobre el éxito que están teniendo: “Lo importante es llegar a la meta, ¿sabes?, la edad no importa. Víctor quería llegar a tener fama mundial, y lo hemos conseguido”.
Ninguno pensó nunca en volver a Colombia: “Nuestro sueño siempre fue crear una vida aquí, en Nueva York”, dice Carlos. Ahora a él y a Miguel no les falta el trabajo. Con la ayuda de Aviram Cohen llenan su agenda semanal de encargos, pero sin que sea agobiante. Miguel diseña sobre cartulina, como han hecho toda la vida, y Carlos, como colorista profesional, dirige la elección de tonos. Llevan una rutina más tranquila y saludable. Salen a pasear diariamente y se han aficionado a cocinar juntos: “Ahora nos cocinamos verduritas en casa entre los dos, no tanto rebozado como el que comíamos en el restaurante chino de la Roosevelt”, dice Carlos.
Un recorte de una gaceta local de los noventa destaca en su titular: “Hermanos ecuatorianos logran triunfar en NYC”. No hay éxito y legado más grande que el de entretejerse, sin casi pretenderlo, en la memoria colectiva de un lugar. El de evocar nostalgia hacia un arte manual que parece perderse en una era digital. El de revivir un espíritu de localidad, comunidad y pertenencia. Eso es lo que han conseguido Víctor, Carlos y Miguel Cevallos.
***
Aviram Cohen avisa a los hermanos de que ya son las 5:45. Llevamos casi dos horas inmersos en una burbuja de recuerdos. Ya se está haciendo tarde y la misa de las seis es sagrada.
En Instagram, la cartelería de los hermanos Cevallos es tan exitosa como la de cualquier <i> influencer </i> que se precie. Pero lo realmente valioso de la historia de Carlos y Miguel es la creación de un legado artístico que habla de esfuerzo, arraigo, familia y migración.
Al grito de “¡Caballero, corte de pelo a 10 dólares, y con la peluquera que guste!”, ruidosa, jaranera, con sabor a carne asada, empanada y taco de birria, así fue como la avenida Roosevelt, en el barrio de Jackson Heights, le dio la bienvenida a Aviram Cohen, recién mudado al distrito de Queens, en Nueva York.
Entre el tumulto de bares, restaurantes y vendedores ambulantes que conviven bajo la estructura flotante de la línea 7 del metro, Aviram se percató de un patrón gráfico. Los carteles de muchos de los negocios de la zona tenían un diseño similar, distintivo y muy llamativo. Todos estaban pintados a mano, sobre una cartulina blanca, con colores vibrantes, ilustraciones ocurrentes y una tipografía singular: “CEVICHERÍA El Rey. INVITA: A celebrar! THANKS-GIVING DAY. Día de Acción de Gracias. Especial de CUBETAZO y ¡más sorpresas!”, “NATALIA’S BAR INVITA: NOCHE DE Catrinas, DÍA DE LOS MUERTOS, SHOT DE TEQUILA GRATIS”.
Aviram empezó a fotografiar cada cartel, preguntando a los dueños si podía quedarse con ellos antes de que los tirasen a la basura. Así comenzó su propio archivo de obras. “Seguro que los hace una misma persona”, pensó. Quizá el barrio contaba con un cartelista de confianza.
Aún sin una excusa que lo llevase a intentar descifrar el misterio de la autoría de los carteles, su mujer abrió un nuevo estudio de yoga en la zona y sugirió contactar al cartelista desconocido para que les hiciera una pieza: “Así seremos parte de la tradición del barrio”.
De manera insistente y meticulosa, Aviram preguntó en cada bar y restaurante de la avenida Roosevelt hasta que por fin alguien le dio un contacto: “Mi padre es el manager del restaurante, llámale, él debe tener su número de teléfono”. Aviram llamó:
—Busco a la persona que hace los carteles del barrio.
—Son dos hermanos, pero no los llames temprano, se quedan trabajando hasta muy tarde por la noche —le respondieron del otro lado de la línea.
Una semana después, alrededor de las siete de la tarde, Aviram decidió llamarles. No hubo respuesta. Iba con prisa, su mujer y él tenían un evento en el estudio de yoga, así que dejó un mensaje de voz en el contestador. A eso de las 10 de la noche recibió una llamada de vuelta. “Ya contestaré mañana”, se dijo. Pero el teléfono no dejaba de sonar.
Aviram salió del estudio para contestar y escuchó la voz ronca de Carlos:
—Hola, ¿nos ha llamado para un cartel? Podemos vernos ahora.
—¿Quizás mañana? —contestó desconcertado.
—No. Ya estamos por aquí.
Quince minutos más tarde, dos señores mayores, con traje de chaqueta holgado, corbata al cuello y pañuelo en la solapa, subían las escaleras hacia su estudio. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. Cevallos de apellido. Encantadores. Una semana más tarde, Aviram y su mujer recibieron su cartel personalizado para el estudio de yoga.
El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer.
Intrigado y fascinado a la vez, Aviram quiso conocer más sobre los hermanos y comenzó a frecuentar el restaurante chino de Jackson Heights donde normalmente cenaban. Después de su banquete de fritura habitual, solían pasear juntos por la Roosevelt, con Carlos repasando todos los negocios que alguna vez anunciaron su cubetazo de cerveza, su karaoke o su Cinco de Mayou con un cartel diseñado por los hermanos. Era el año 2017, ahora la mayoría prefería imprimir carteles digitales.
A medida que afianzaban su amistad, Aviram se dio cuenta de la forma en que Miguel y Carlos estructuraban su vida. “Eran como cualquier otro de mis amigos artistas”. Habían ocupado talleres y estudios en el pasado, no tenían otro trabajo y sacrificaban la comodidad por dedicarse a seguir viviendo de su arte.
En 2012 perdieron a su mentor y hermano mayor: Víctor Hugo, también artista, creador del modelo de negocio en que se basa la cartelería de los Cevallos. Cada vez que algún día festivo se acercaba (que si el Día de la Madre, que si Saint Patrick’s Day, que si Valentine’s Day), los tres hermanos aparecían en los locales con cartulina, lápiz y pintura en mano. El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer. Hubo un momento en que la Roosevelt era, ciertamente, una galería de carteles “cevallescos”.
La marcha de Víctor dio un vuelco a la vida y trabajo de Miguel y Carlos. Muchos clientes no confiaban en ellos: “Pero, a ver, ¿dónde está el hermano artista?”. La agenda de los hermanos se hacía cada vez más pequeña y solo les faltaba una pandemia mundial para terminar de aguar la fiesta. Más de la mitad de los negocios que había sobre la avenida Roosevelt no volvieron a abrir.
Sin embargo, en paralelo, Aviram había estado subiendo fotos de los carteles a una cuenta de Instagram: @cevallos_bros. “No había ningún gran plan, solo quería preservar su trabajo”. Desde 2018, la magia de las redes sociales había asignado el sello de trendy al cartelismo de los hermanos. Desde entonces han rotulado y enviado carteles a clientes en Miami, California, Italia o Japón. Quizá se acabaron los cubetazos en la Cevichería El Rey y los shots de tequila en Natalia’s Bar, pero llegaron el vino ecológico y la pizza en horno de leña de Pinyon, en Ojai, California. Quizá ya no había lugar para ellos en la Roosevelt, pero a Miguel y Carlos les esperaba el furor influencer y la globalidad de internet.
En los últimos años, los @cevallos_bros, con casi 37 000 seguidores, han ocupado páginas de la revista The New Yorker y el periódico The Washington Post; artículos en Bloomberg y Associated Press, y varias notas en medios locales de la ciudad de Nueva York. “Los Wes Anderson de los letreros”, “Los hermanos octogenarios que se han ganado la vida haciendo carteles para discotecas del vecindario, taco trucks y restaurantes”, se leía en algunos de los titulares.
Pero lo que se les ha olvidado contar es lo realmente valioso acerca de Carlos y Miguel Cevallos, una historia que se construye a lo largo de todo un camino previo de esfuerzo, arraigo, familia y migración
***
—¡Octogenarios!, ¿te puedes creer que eso dicen de nosotros? —dice Carlos, nacido en 1938, entre bromeando y enojado.
—Es verdad, es verdad —asiente Miguel, nacido en 1942, dando tímidamente la razón a su hermano.
Nos hemos reunido alrededor de las cuatro de la tarde para merendar en su diner de confianza, Café Luka, en la Primera Avenida, un par de horas antes de la misa de las seis. También han venido Aviram Cohen, quien ahora es prácticamente el agente de los hermanos, y Max Warsh, director de la Yeh Art Gallery, una pequeña galería situada dentro de la universidad de St John’s, en Queens, donde hace poco inauguraron una exposición sobre el cartelismo de los hermanos. Los acompañan con el ánimo de hacer la charla más fluida. Dicen que Miguel y Carlos son muy tímidos y no disfrutan eso de hablar con periodistas. Yo ando allí porque me ha contratado la Biblioteca Pública de Queens. Llevan años grabando en audio a personas y personajes, con el afán de crear un repositorio oral sobre la historia del barrio. Hace tiempo que están detrás de Miguel y Carlos, y es hasta ahora que ellos han accedido a sentarse y charlar un rato. A paso lento y aún con mascarilla, se sientan enfrente de toda la parafernalia de cables, micrófonos y auriculares. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. La verdad que sí son encantadores.
Ambos piden té de manzanilla, con poca agua, y una tostada de pan integral, sin nada más. Han traído dos álbumes enormes con recortes de periódicos, catálogos de museos amarillentos por el paso de los años, un álbum más pequeño con fotos y un sobre de cartón de FedEx con la frase “Fotografías personales” escrita a mano, en bolígrafo negro, con esa tipografía que recuerda a sus carteles. Todo está archivado con meticulosidad, como si hubiesen anticipado que alguien, algún día, contaría su historia. Carlos también guarda alguna imagen suelta en el bolsillo interior de una chaqueta que le viene algo grande, y Miguel en el bolsillo de su pantalón; esas son las verdaderamente especiales. Con la barrera de la timidez superada con más facilidad de lo esperado, enseguida abrimos el álbum. Es así como repasaremos una vida. Carlos empieza a hablar, se nota que es una persona extrovertida, con ganas de compartir, divertida. Miguel lo mira de reojo y escucha, abre la bolsita de té y prepara el suyo y el de su hermano.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunta Carlos.
—Ya le he puesto un sobre, no te preocupes —responde Miguel.
***
En una de las fotografías desperdigadas por la mesa se ve a una mujer apoyada en un gran cartel de color amarillo. “Mira, nuestra mamita querida”, comenta Miguel con nostalgia. Él es el más pequeño de una familia de seis hermanos varones nacidos en Ecuador.
Su padre, Miguel Ángel, de quien recibe su nombre, era comerciante, e iba recorriendo ciudades en busca de oportunidades. El primer negocio exitoso que consiguió fue una farmacia en San Antonio de Ibarra, una localidad a los pies del volcán Imbabura, algo que jamás habría conseguido sin la ayuda de su mujer, Guadalupe. Cuando llegaron a San Antonio vieron la oferta: “Se vende farmacia por 2 000 sucres”. No tenían el dinero para comprarla, pero sabían a quién acudir. A una hora y media a pie desde San Antonio estaba Atuntaqui, ciudad en la que Guadalupe estudió de niña con un grupo de monjas, y a una de ellas le pediría prestado el dinero. Con los 2 000 sucres bendecidos por la monja en el bolsillo, compraron la farmacia que durante años dirigió Guadalupe, como buena enfermera que era. Esa farmacia la venderían por más del doble en años posteriores. Así es como fueron creando negocio y beneficio.
Más tarde se mudaron a vivir a Otavalo, donde Guadalupe y Miguel Ángel crearon una cómoda niñez para sus seis hijos: Francisco, Umberto, Víctor, Carlos, Fabián y Miguel. De aquella ciudad, situada en el altiplano andino de Imbabura, los hermanos recuerdan la belleza, los colores, las montañas y a los indígenas otavaleños “con sus ruanas y alpargatas”. Carlos aprendió allí sus primeras palabras en quechua: “¡Ali pundza!, ¡kayagama!” (¡buenos días!, ¡hasta mañana!). Le encantaba eso de aprender idiomas y era un fanático de los “horoscÓpos”. “Así le decía yo de pequeño [ríe acentuando la tercera ó], ¿tú qué signo eres?”, pregunta. Mientras tanto, Miguel se la pasaba revoltoso, inquieto, haciendo piruetas por el patio del colegio.
En Otavalo vivían en una gran casa con patio, garaje y servicio: “Allí mamá lo controlaba todo, como directora de orquesta”. Ese mismo caserón es ahora el hotel Indio Inn donde uno fácilmente puede reservar una habitación en Booking.com a poco más de 1 000 pesos mexicanos la noche.
***
Miguel tenía unos 11 años y Carlos unos 15 cuando la familia se mudó a Colombia. Su tío, hermano de su padre, sacerdote, había fundado una orden mercedaria en la ciudad de Bogotá y quería que Carlos ingresase y se convirtiese en cura. “Yo le dije a mi tío que más bien llevaba la vocación por fuera”, cuenta riendo.
Ambos terminaron estudiando arte en la Academia Pittsburgh, una pequeña escuela en el barrio de Chapinero.
—Siempre nos gustó dibujar, pero quien desde pequeñito era un artista era Víctor —cuenta Carlos—. Mamá siempre decía que ya de bebé hacía dibujitos en la arena.
—“El Mago de la Caricatura”, le decían en Ecuador —recuerda Miguel.
Víctor Hugo. A los dos se les llena la boca, se les aguan los ojos y se les enternece el alma cuando hablan de él.
—Y era tan ingenioso. Un gran vendedor —sigue Carlos.
Quizá eso fue herencia de su padre.
Con los dos hermanos mayores, Francisco y Umberto, ya trabajando en sus negocios en Colombia, y con Fabián persiguiendo su sueño de ser fotógrafo en Europa, Carlos, Miguel y Víctor formaron un trío en el que apoyarse en sus propias andanzas artísticas. Así, en 1963, capitaneados por Víctor, decidieron embarcarse en su particular gira artística: la Gira de Buena Voluntad de los Hermanos Cevallos.
Desde Colombia, recorrieron, mayoritariamente en autobús, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ida y vuelta. Como acompañante llevaban también a un primo hermano que hacía de asistente: “Él se encargaba de lavarnos y plancharnos la ropa, de tener todo listo”, cuenta Miguel. El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
Algo que a los hermanos también les encantaba hacer era cantar. “Antes que Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras estábamos nosotros, los tres tenores originales”, ríe Carlos. Justamente en la gira, en la parada en Panamá, se enteraron de que en el Hotel Continental había concurso de canto. Allí se presentaron los tres una noche, se marcaron un “Granada”, de Agustín Lara, y ganaron.
—Granada, tierra soñada por mí… —tararea Carlos.
De premio, cada uno se llevó un corte de pelo, un arreglo de barba y una limpieza de zapatos.
Ellos guardan cual tesoro los recortes con artículos sobre su gira, que fue cubierta por varios periódicos de la época. El Excélsior de México relataba en su columna del 26 de enero de 1964: “[Los hermanos] se fijaron como punto final la ciudad de Nueva York, hacia donde reanudarán su viaje a principios de febrero próximo”. Y Nueva York fue, ciertamente, el rápido destino de uno de ellos.
El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
***
Tras dos años de gira tocaba volver a Colombia. Los tres hermanos decidieron abrir juntos un taller de carteles publicitarios, pero Víctor tenía claro que pronto se iría de allí. En 1969 hizo las maletas y se marchó.
Nueva York lo recibía en un contexto de aparente apertura, en el que Estados Unidos parecía estar comprometido a afianzar relaciones con Latinoamérica. En su libro This Must Be the Place. An Oral History of Latin American Artists in New York, 1965–1975, la historiadora de arte Aimé Iglesias Lukin comenta cómo parte de la gran afluencia de artistas latinoamericanos en la ciudad durante esa época fue impulsada por una diplomacia cultural que se tradujo en becas para artistas y en la creación de las primeras instituciones dedicadas a la exposición y promulgación del arte en la región.
Aun así, Víctor no llegaba respaldado por ninguno de esos compromisos diplomáticos. Durante los primeros años trabajó como personal de mantenimiento mientras tomaba cursos de inglés en el Hunter College y era acólito de iglesia los domingos. “Aprendió a decir la misa en inglés, se lo sabía todo”, cuenta Carlos. De ahí escaló a ser gerente de un edificio en la avenida Madison donde le dejaban tener un pequeño estudio en el sótano.
Para cuando Carlos llegó a Nueva York, en 1974, Víctor ya había asegurado un apartamento para ellos solos en la Primera Avenida con la calle 74.
***
Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta fue la época en que Víctor y Carlos prosperaron como artistas. Fueron incluidos en exposiciones colectivas en esas instituciones que habían sido creadas, principalmente, para albergar obras de artistas latinoamericanos, como El Museo del Barrio o el Taller Boricua. Pero también en muestras organizadas por otros museos más establecidos, como el MoMA PS1 o el Museo de Queens. Entre las piezas que exhibían, Carlos siempre incluía alguna que retrataba a los indígenas otavaleños del Ecuador de su niñez.
Carlos cuenta a puñados las anécdotas de aquella época. La de cuando un cliente español les pidió hacer una copia del Guernica de Picasso para el salón de su casa. La de cuando le presentaron un cuadro a Ed Koch, alcalde de Nueva York, y este les envió una carta de agradecimiento personalizada. O la de cuando pasaron horas haciendo una pintura de grandes dimensiones para el famoso Museo Americano de Historia Natural de la ciudad. En estilo primitivista, pintaron la sierra y la costa de Ecuador. Lo último que saben del cuadro es que quedó colgado en las oficinas del museo.
El núcleo de trabajo de los hermanos se encontraba en el mismísimo Times Square, en un estudio de 10 habitaciones. “Era enorme, espacioso, luminoso”, dice Carlos señalando una foto de su hermano Víctor y él, vestidos de traje, brocha en mano, pintando un largo cartel en negro y amarillo. Además, había sido una ganga. Un abogado amigo suyo les dejó quedarse con una planta entera del edificio con la condición de que en ocho años deberían marcharse sin rechistar. Tras ese tiempo estaba programada la demolición del inmueble para construir un bloque de edificios más altos.
Miguel, entretanto, por su parte, seguía en Colombia, cumpliendo la promesa que le hizo a su padre: sería el único hermano que se quedaría acompañando a su madre hasta el final.
***
“Mira, esta era ‘La Picherela’, así la llamaba mi mamá, todo el mundo nos reconocía —dice Miguel señalando una foto en la que aparece una camioneta verde—. Víctor hizo el personaje, una caricatura de un señor pintando, y yo le hice el tipo de letra”.
Hablan de la camioneta verde de Publicidad Chapinero, el taller de cartelería publicitaria que los tres hermanos fundaron al volver a Bogotá tras aquella Gira de Buena Voluntad. El negocio era un éxito, y Miguel fue quien lo sostuvo mientras sus hermanos andaban en Nueva York.
Guadalupe siempre estaba por allí acompañándolo y él era simplemente feliz. “Extrañaba a mis hermanos, pero la pasaba bien contento”, dice Miguel con timidez. Aunque los tres trabajaron en el taller durante los primeros años, fue él quien acabó diseñando los carteles a mano para los clientes y quien manejaba un grupo de seis empleados.
El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Nunca faltó a la faena durante los 30 años que permaneció a cargo del negocio.
—Yo hice una promesa: no me iría hasta la muerte de mi mamá. Pero murió a los 101 años, era vasca ¡y con una salud de roble! —cuenta Miguel.
—“Nos va a enterrar a todos”, decía siempre mi papá —se ríe Carlos.
No fue sino hasta 2005 que Miguel viajó a Nueva York.
—Nunca les había visitado, tenía mucho trabajo en el taller —recuerda el hermano—. Al morir mi mamá quise reunirme con ellos.
Publicidad Chapinero acabó cerrando. Nadie más se encargó del taller tras la marcha de Miguel.
***
Víctor y Carlos no le dieron tregua. Nada más aterrizar en Nueva York colocaron un pincel en su mano.
—Víctor me recogió en el aeropuerto y me llevó directo a terminar de pintar un mural grandísimo —cuenta Miguel.
A él lo instalaron en un apartamento en el barrio de Astoria, en Queens. “Miguelito, nosotros ya vivimos un poco estrechos, pero yo busco un lugar para que vivas tú”, dijo Víctor, según recuerdan. Lo primero que hizo Miguel al llegar fue buscar una iglesia donde dejar una vela encendida. Pronto se hizo al barrio y a los vecinos del edificio, en su mayoría griegos.
—Yo vivía como un rey en Astoria, era lindo, pero lindo, lindo —recuerda.
Los tres empezaron a trabajar juntos, Carlos y Víctor viviendo en Manhattan, y Miguel en Queens, donde se reunían todos los días. Cada hermano bebía de una corriente artística diferente en su obra individual. El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Al estilo de aquella Gira de Buena Voluntad, Víctor ideó un nuevo plan para los proyectos que ellos consideraban “trabajos comerciales”. “Él fue el creador de los pósters”, afirma Carlos. Los hermanos empezaron a llevar sus bocetos a los restaurantes latinoamericanos que frecuentaban en la avenida Roosevelt. Hubo un momento en que la lista de clientes era interminable: “No dábamos abasto —dice Carlos—, ahí todos los vecinos nos conocían”.
Moises Leyva recuerda perfectamente la primera vez que vio a los hermanos entrar en su restaurante.
—Me impresionaron. Entraron los tres vestidos de traje. Flacos, altos, de tez blanca. Llegaban directamente y te ofrecían un cartel. Se sentaban justo ahí —dice Moises señalando una mesa cerca de la cocina—. Ponían la cartulina y te dibujaban lo que tú les pedías. Estaban muy solicitados.
En este negocio familiar siempre se anunciaba cualquier oferta o día festivo con un cartel de los Cevallos:
—Se veía natural, como algo de costumbre, los carteles transmitían que nuestra comida no es tex-mex, es mexicana-mexicana, como la de casa.
A día de hoy es difícil encontrar carteles de los hermanos en el lugar donde alguna vez fueron parte esencial de un paisaje caótico. Pero si se pasea justo al lado de la parada Calle 90-Avenida Elmhurst, todavía se puede ver un póster característicamente cevallesco. Hará que te enteres de que todas las noches hay karaoke a partir de las nueve de la noche en el restaurante “mexicano-mexicano” El Toro Bravo.
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***
El fallecimiento de Víctor en 2012 fue algo repentino que dejó a Carlos y Miguel con un gran sentimiento de vacío: “Es que todo lo que tenemos se lo debemos a él”. Miguel dejó Astoria para mudarse a Manhattan junto a Carlos, pero todos los días volvían en un trayecto continuo a Queens. Allí seguían teniendo a sus principales clientes y no podían permitirse descuidarlos. Aun así, los locales estaban empezando a contratar los servicios más baratos de imprentas. La clientela seguía menguando.
Tampoco contaban ya con un espacio de estudio para sus obras, las cuales almacenaban ahora en el apartamento de Manhattan. Un cliente amigo, dueño de un bar del que no quieren dar el nombre, les dejó trabajar en la parte de abajo de su negocio.
—Te voy a contar un secreto —dice Miguel bajando la voz—. ¿Sabes lo divertido? —nos acercamos los unos a los otros formando un grupo de chisme—. ¡Que ahí era donde se cambiaban todas las bailarinas del bar de arriba! —los hermanos estallan en carcajada—. Pero nunca, nunca vimos nada —asegura.
***
Los hermanos todavía lograban mantenerse con los pocos clientes que quedaban, entre ellos Aviram Cohen.
Lo que quizá ninguno de ellos esperaba era que la cuenta de Instagram que Aviram abrió en 2018 iba a salvar en realidad a los hermanos durante los años de pandemia que llegarían después. El cierre de negocios durante el confinamiento por covid-19 significaba que el ingreso y el sustento de Carlos y Miguel iban prácticamente a desaparecer. Esto inspiró a Aviram a dar un giro: ahora los followers podían encargar carteles personalizados. “Este impulso, esta fama que tenemos ahora en el mundo se la debemos, primero a Dios, y luego a nuestro jefe Aviram”, dice Carlos con cariño.
Así, el cartelismo se escapó de los negocios latinoamericanos de la Roosevelt para infiltrarse en los espacios más buzzy, trendy y cool de los barrios neoyorquinos de SoHo, Nolita, Williamsburg o Greenpoint. En un artículo para el medio especializado Eater, el dueño de un negocio en Brooklyn compara a los hermanos con artistas como Daniel Johnston o Henry Darger al hablar de las cualidades “infantiles” de los carteles de los Cevallos, y añade lo genial que es “dar ese toque local al negocio”.
Pero los pósters de Víctor, Carlos y Miguel deben ser analizados desde el propio prisma del arte del cartelismo, es decir, como un arte gráfico espontáneo y original que encapsula el espíritu de una comunidad.
El año pasado, en 2023, Max Warsh decidió montar una exposición enfocada únicamente en los carteles que los hermanos habían pintado para negocios latinoamericanos. “Hay un propósito muy simple que muchos espacios de arte perseguimos —comenta Max—: dar espacio a los artistas que han contribuido a crear comunidad”. De manera humilde y eficiente, eso es justo lo que Víctor, Carlos y Miguel consiguieron en la avenida Roosevelt. “Destilaron su visión hacia lo más esencial de un letrero de escaparate de un pequeño negocio: el dar la bienvenida a alguien a un espacio con una personalidad única”, añade.
La exposición daba un nuevo contexto a los carteles de los Cevallos. Del ruidoso póster callejero al que echar un vistazo rápido para decidir si entrar a un bar o no, a la obra de arte que se mira con fascinación en un museo. En el silencio de la galería, al mirar fijamente los carteles, todavía se puede ver la marca de la improvisación, del proceso creativo rondando la mente de los hermanos. Un color que transiciona a otro. Un rastro de lápiz borrado para ajustar la oferta del restaurante: “cubetazo gratis”, “especial de cubetazo”.
***
Mientras terminamos de repasar catálogos y recortes de periódico, Carlos reflexiona sobre el éxito que están teniendo: “Lo importante es llegar a la meta, ¿sabes?, la edad no importa. Víctor quería llegar a tener fama mundial, y lo hemos conseguido”.
Ninguno pensó nunca en volver a Colombia: “Nuestro sueño siempre fue crear una vida aquí, en Nueva York”, dice Carlos. Ahora a él y a Miguel no les falta el trabajo. Con la ayuda de Aviram Cohen llenan su agenda semanal de encargos, pero sin que sea agobiante. Miguel diseña sobre cartulina, como han hecho toda la vida, y Carlos, como colorista profesional, dirige la elección de tonos. Llevan una rutina más tranquila y saludable. Salen a pasear diariamente y se han aficionado a cocinar juntos: “Ahora nos cocinamos verduritas en casa entre los dos, no tanto rebozado como el que comíamos en el restaurante chino de la Roosevelt”, dice Carlos.
Un recorte de una gaceta local de los noventa destaca en su titular: “Hermanos ecuatorianos logran triunfar en NYC”. No hay éxito y legado más grande que el de entretejerse, sin casi pretenderlo, en la memoria colectiva de un lugar. El de evocar nostalgia hacia un arte manual que parece perderse en una era digital. El de revivir un espíritu de localidad, comunidad y pertenencia. Eso es lo que han conseguido Víctor, Carlos y Miguel Cevallos.
***
Aviram Cohen avisa a los hermanos de que ya son las 5:45. Llevamos casi dos horas inmersos en una burbuja de recuerdos. Ya se está haciendo tarde y la misa de las seis es sagrada.
Ilustración de los hermanos Cevallos.
En Instagram, la cartelería de los hermanos Cevallos es tan exitosa como la de cualquier <i> influencer </i> que se precie. Pero lo realmente valioso de la historia de Carlos y Miguel es la creación de un legado artístico que habla de esfuerzo, arraigo, familia y migración.
Al grito de “¡Caballero, corte de pelo a 10 dólares, y con la peluquera que guste!”, ruidosa, jaranera, con sabor a carne asada, empanada y taco de birria, así fue como la avenida Roosevelt, en el barrio de Jackson Heights, le dio la bienvenida a Aviram Cohen, recién mudado al distrito de Queens, en Nueva York.
Entre el tumulto de bares, restaurantes y vendedores ambulantes que conviven bajo la estructura flotante de la línea 7 del metro, Aviram se percató de un patrón gráfico. Los carteles de muchos de los negocios de la zona tenían un diseño similar, distintivo y muy llamativo. Todos estaban pintados a mano, sobre una cartulina blanca, con colores vibrantes, ilustraciones ocurrentes y una tipografía singular: “CEVICHERÍA El Rey. INVITA: A celebrar! THANKS-GIVING DAY. Día de Acción de Gracias. Especial de CUBETAZO y ¡más sorpresas!”, “NATALIA’S BAR INVITA: NOCHE DE Catrinas, DÍA DE LOS MUERTOS, SHOT DE TEQUILA GRATIS”.
Aviram empezó a fotografiar cada cartel, preguntando a los dueños si podía quedarse con ellos antes de que los tirasen a la basura. Así comenzó su propio archivo de obras. “Seguro que los hace una misma persona”, pensó. Quizá el barrio contaba con un cartelista de confianza.
Aún sin una excusa que lo llevase a intentar descifrar el misterio de la autoría de los carteles, su mujer abrió un nuevo estudio de yoga en la zona y sugirió contactar al cartelista desconocido para que les hiciera una pieza: “Así seremos parte de la tradición del barrio”.
De manera insistente y meticulosa, Aviram preguntó en cada bar y restaurante de la avenida Roosevelt hasta que por fin alguien le dio un contacto: “Mi padre es el manager del restaurante, llámale, él debe tener su número de teléfono”. Aviram llamó:
—Busco a la persona que hace los carteles del barrio.
—Son dos hermanos, pero no los llames temprano, se quedan trabajando hasta muy tarde por la noche —le respondieron del otro lado de la línea.
Una semana después, alrededor de las siete de la tarde, Aviram decidió llamarles. No hubo respuesta. Iba con prisa, su mujer y él tenían un evento en el estudio de yoga, así que dejó un mensaje de voz en el contestador. A eso de las 10 de la noche recibió una llamada de vuelta. “Ya contestaré mañana”, se dijo. Pero el teléfono no dejaba de sonar.
Aviram salió del estudio para contestar y escuchó la voz ronca de Carlos:
—Hola, ¿nos ha llamado para un cartel? Podemos vernos ahora.
—¿Quizás mañana? —contestó desconcertado.
—No. Ya estamos por aquí.
Quince minutos más tarde, dos señores mayores, con traje de chaqueta holgado, corbata al cuello y pañuelo en la solapa, subían las escaleras hacia su estudio. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. Cevallos de apellido. Encantadores. Una semana más tarde, Aviram y su mujer recibieron su cartel personalizado para el estudio de yoga.
El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer.
Intrigado y fascinado a la vez, Aviram quiso conocer más sobre los hermanos y comenzó a frecuentar el restaurante chino de Jackson Heights donde normalmente cenaban. Después de su banquete de fritura habitual, solían pasear juntos por la Roosevelt, con Carlos repasando todos los negocios que alguna vez anunciaron su cubetazo de cerveza, su karaoke o su Cinco de Mayou con un cartel diseñado por los hermanos. Era el año 2017, ahora la mayoría prefería imprimir carteles digitales.
A medida que afianzaban su amistad, Aviram se dio cuenta de la forma en que Miguel y Carlos estructuraban su vida. “Eran como cualquier otro de mis amigos artistas”. Habían ocupado talleres y estudios en el pasado, no tenían otro trabajo y sacrificaban la comodidad por dedicarse a seguir viviendo de su arte.
En 2012 perdieron a su mentor y hermano mayor: Víctor Hugo, también artista, creador del modelo de negocio en que se basa la cartelería de los Cevallos. Cada vez que algún día festivo se acercaba (que si el Día de la Madre, que si Saint Patrick’s Day, que si Valentine’s Day), los tres hermanos aparecían en los locales con cartulina, lápiz y pintura en mano. El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer. Hubo un momento en que la Roosevelt era, ciertamente, una galería de carteles “cevallescos”.
La marcha de Víctor dio un vuelco a la vida y trabajo de Miguel y Carlos. Muchos clientes no confiaban en ellos: “Pero, a ver, ¿dónde está el hermano artista?”. La agenda de los hermanos se hacía cada vez más pequeña y solo les faltaba una pandemia mundial para terminar de aguar la fiesta. Más de la mitad de los negocios que había sobre la avenida Roosevelt no volvieron a abrir.
Sin embargo, en paralelo, Aviram había estado subiendo fotos de los carteles a una cuenta de Instagram: @cevallos_bros. “No había ningún gran plan, solo quería preservar su trabajo”. Desde 2018, la magia de las redes sociales había asignado el sello de trendy al cartelismo de los hermanos. Desde entonces han rotulado y enviado carteles a clientes en Miami, California, Italia o Japón. Quizá se acabaron los cubetazos en la Cevichería El Rey y los shots de tequila en Natalia’s Bar, pero llegaron el vino ecológico y la pizza en horno de leña de Pinyon, en Ojai, California. Quizá ya no había lugar para ellos en la Roosevelt, pero a Miguel y Carlos les esperaba el furor influencer y la globalidad de internet.
En los últimos años, los @cevallos_bros, con casi 37 000 seguidores, han ocupado páginas de la revista The New Yorker y el periódico The Washington Post; artículos en Bloomberg y Associated Press, y varias notas en medios locales de la ciudad de Nueva York. “Los Wes Anderson de los letreros”, “Los hermanos octogenarios que se han ganado la vida haciendo carteles para discotecas del vecindario, taco trucks y restaurantes”, se leía en algunos de los titulares.
Pero lo que se les ha olvidado contar es lo realmente valioso acerca de Carlos y Miguel Cevallos, una historia que se construye a lo largo de todo un camino previo de esfuerzo, arraigo, familia y migración
***
—¡Octogenarios!, ¿te puedes creer que eso dicen de nosotros? —dice Carlos, nacido en 1938, entre bromeando y enojado.
—Es verdad, es verdad —asiente Miguel, nacido en 1942, dando tímidamente la razón a su hermano.
Nos hemos reunido alrededor de las cuatro de la tarde para merendar en su diner de confianza, Café Luka, en la Primera Avenida, un par de horas antes de la misa de las seis. También han venido Aviram Cohen, quien ahora es prácticamente el agente de los hermanos, y Max Warsh, director de la Yeh Art Gallery, una pequeña galería situada dentro de la universidad de St John’s, en Queens, donde hace poco inauguraron una exposición sobre el cartelismo de los hermanos. Los acompañan con el ánimo de hacer la charla más fluida. Dicen que Miguel y Carlos son muy tímidos y no disfrutan eso de hablar con periodistas. Yo ando allí porque me ha contratado la Biblioteca Pública de Queens. Llevan años grabando en audio a personas y personajes, con el afán de crear un repositorio oral sobre la historia del barrio. Hace tiempo que están detrás de Miguel y Carlos, y es hasta ahora que ellos han accedido a sentarse y charlar un rato. A paso lento y aún con mascarilla, se sientan enfrente de toda la parafernalia de cables, micrófonos y auriculares. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. La verdad que sí son encantadores.
Ambos piden té de manzanilla, con poca agua, y una tostada de pan integral, sin nada más. Han traído dos álbumes enormes con recortes de periódicos, catálogos de museos amarillentos por el paso de los años, un álbum más pequeño con fotos y un sobre de cartón de FedEx con la frase “Fotografías personales” escrita a mano, en bolígrafo negro, con esa tipografía que recuerda a sus carteles. Todo está archivado con meticulosidad, como si hubiesen anticipado que alguien, algún día, contaría su historia. Carlos también guarda alguna imagen suelta en el bolsillo interior de una chaqueta que le viene algo grande, y Miguel en el bolsillo de su pantalón; esas son las verdaderamente especiales. Con la barrera de la timidez superada con más facilidad de lo esperado, enseguida abrimos el álbum. Es así como repasaremos una vida. Carlos empieza a hablar, se nota que es una persona extrovertida, con ganas de compartir, divertida. Miguel lo mira de reojo y escucha, abre la bolsita de té y prepara el suyo y el de su hermano.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunta Carlos.
—Ya le he puesto un sobre, no te preocupes —responde Miguel.
***
En una de las fotografías desperdigadas por la mesa se ve a una mujer apoyada en un gran cartel de color amarillo. “Mira, nuestra mamita querida”, comenta Miguel con nostalgia. Él es el más pequeño de una familia de seis hermanos varones nacidos en Ecuador.
Su padre, Miguel Ángel, de quien recibe su nombre, era comerciante, e iba recorriendo ciudades en busca de oportunidades. El primer negocio exitoso que consiguió fue una farmacia en San Antonio de Ibarra, una localidad a los pies del volcán Imbabura, algo que jamás habría conseguido sin la ayuda de su mujer, Guadalupe. Cuando llegaron a San Antonio vieron la oferta: “Se vende farmacia por 2 000 sucres”. No tenían el dinero para comprarla, pero sabían a quién acudir. A una hora y media a pie desde San Antonio estaba Atuntaqui, ciudad en la que Guadalupe estudió de niña con un grupo de monjas, y a una de ellas le pediría prestado el dinero. Con los 2 000 sucres bendecidos por la monja en el bolsillo, compraron la farmacia que durante años dirigió Guadalupe, como buena enfermera que era. Esa farmacia la venderían por más del doble en años posteriores. Así es como fueron creando negocio y beneficio.
Más tarde se mudaron a vivir a Otavalo, donde Guadalupe y Miguel Ángel crearon una cómoda niñez para sus seis hijos: Francisco, Umberto, Víctor, Carlos, Fabián y Miguel. De aquella ciudad, situada en el altiplano andino de Imbabura, los hermanos recuerdan la belleza, los colores, las montañas y a los indígenas otavaleños “con sus ruanas y alpargatas”. Carlos aprendió allí sus primeras palabras en quechua: “¡Ali pundza!, ¡kayagama!” (¡buenos días!, ¡hasta mañana!). Le encantaba eso de aprender idiomas y era un fanático de los “horoscÓpos”. “Así le decía yo de pequeño [ríe acentuando la tercera ó], ¿tú qué signo eres?”, pregunta. Mientras tanto, Miguel se la pasaba revoltoso, inquieto, haciendo piruetas por el patio del colegio.
En Otavalo vivían en una gran casa con patio, garaje y servicio: “Allí mamá lo controlaba todo, como directora de orquesta”. Ese mismo caserón es ahora el hotel Indio Inn donde uno fácilmente puede reservar una habitación en Booking.com a poco más de 1 000 pesos mexicanos la noche.
***
Miguel tenía unos 11 años y Carlos unos 15 cuando la familia se mudó a Colombia. Su tío, hermano de su padre, sacerdote, había fundado una orden mercedaria en la ciudad de Bogotá y quería que Carlos ingresase y se convirtiese en cura. “Yo le dije a mi tío que más bien llevaba la vocación por fuera”, cuenta riendo.
Ambos terminaron estudiando arte en la Academia Pittsburgh, una pequeña escuela en el barrio de Chapinero.
—Siempre nos gustó dibujar, pero quien desde pequeñito era un artista era Víctor —cuenta Carlos—. Mamá siempre decía que ya de bebé hacía dibujitos en la arena.
—“El Mago de la Caricatura”, le decían en Ecuador —recuerda Miguel.
Víctor Hugo. A los dos se les llena la boca, se les aguan los ojos y se les enternece el alma cuando hablan de él.
—Y era tan ingenioso. Un gran vendedor —sigue Carlos.
Quizá eso fue herencia de su padre.
Con los dos hermanos mayores, Francisco y Umberto, ya trabajando en sus negocios en Colombia, y con Fabián persiguiendo su sueño de ser fotógrafo en Europa, Carlos, Miguel y Víctor formaron un trío en el que apoyarse en sus propias andanzas artísticas. Así, en 1963, capitaneados por Víctor, decidieron embarcarse en su particular gira artística: la Gira de Buena Voluntad de los Hermanos Cevallos.
Desde Colombia, recorrieron, mayoritariamente en autobús, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ida y vuelta. Como acompañante llevaban también a un primo hermano que hacía de asistente: “Él se encargaba de lavarnos y plancharnos la ropa, de tener todo listo”, cuenta Miguel. El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
Algo que a los hermanos también les encantaba hacer era cantar. “Antes que Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras estábamos nosotros, los tres tenores originales”, ríe Carlos. Justamente en la gira, en la parada en Panamá, se enteraron de que en el Hotel Continental había concurso de canto. Allí se presentaron los tres una noche, se marcaron un “Granada”, de Agustín Lara, y ganaron.
—Granada, tierra soñada por mí… —tararea Carlos.
De premio, cada uno se llevó un corte de pelo, un arreglo de barba y una limpieza de zapatos.
Ellos guardan cual tesoro los recortes con artículos sobre su gira, que fue cubierta por varios periódicos de la época. El Excélsior de México relataba en su columna del 26 de enero de 1964: “[Los hermanos] se fijaron como punto final la ciudad de Nueva York, hacia donde reanudarán su viaje a principios de febrero próximo”. Y Nueva York fue, ciertamente, el rápido destino de uno de ellos.
El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
***
Tras dos años de gira tocaba volver a Colombia. Los tres hermanos decidieron abrir juntos un taller de carteles publicitarios, pero Víctor tenía claro que pronto se iría de allí. En 1969 hizo las maletas y se marchó.
Nueva York lo recibía en un contexto de aparente apertura, en el que Estados Unidos parecía estar comprometido a afianzar relaciones con Latinoamérica. En su libro This Must Be the Place. An Oral History of Latin American Artists in New York, 1965–1975, la historiadora de arte Aimé Iglesias Lukin comenta cómo parte de la gran afluencia de artistas latinoamericanos en la ciudad durante esa época fue impulsada por una diplomacia cultural que se tradujo en becas para artistas y en la creación de las primeras instituciones dedicadas a la exposición y promulgación del arte en la región.
Aun así, Víctor no llegaba respaldado por ninguno de esos compromisos diplomáticos. Durante los primeros años trabajó como personal de mantenimiento mientras tomaba cursos de inglés en el Hunter College y era acólito de iglesia los domingos. “Aprendió a decir la misa en inglés, se lo sabía todo”, cuenta Carlos. De ahí escaló a ser gerente de un edificio en la avenida Madison donde le dejaban tener un pequeño estudio en el sótano.
Para cuando Carlos llegó a Nueva York, en 1974, Víctor ya había asegurado un apartamento para ellos solos en la Primera Avenida con la calle 74.
***
Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta fue la época en que Víctor y Carlos prosperaron como artistas. Fueron incluidos en exposiciones colectivas en esas instituciones que habían sido creadas, principalmente, para albergar obras de artistas latinoamericanos, como El Museo del Barrio o el Taller Boricua. Pero también en muestras organizadas por otros museos más establecidos, como el MoMA PS1 o el Museo de Queens. Entre las piezas que exhibían, Carlos siempre incluía alguna que retrataba a los indígenas otavaleños del Ecuador de su niñez.
Carlos cuenta a puñados las anécdotas de aquella época. La de cuando un cliente español les pidió hacer una copia del Guernica de Picasso para el salón de su casa. La de cuando le presentaron un cuadro a Ed Koch, alcalde de Nueva York, y este les envió una carta de agradecimiento personalizada. O la de cuando pasaron horas haciendo una pintura de grandes dimensiones para el famoso Museo Americano de Historia Natural de la ciudad. En estilo primitivista, pintaron la sierra y la costa de Ecuador. Lo último que saben del cuadro es que quedó colgado en las oficinas del museo.
El núcleo de trabajo de los hermanos se encontraba en el mismísimo Times Square, en un estudio de 10 habitaciones. “Era enorme, espacioso, luminoso”, dice Carlos señalando una foto de su hermano Víctor y él, vestidos de traje, brocha en mano, pintando un largo cartel en negro y amarillo. Además, había sido una ganga. Un abogado amigo suyo les dejó quedarse con una planta entera del edificio con la condición de que en ocho años deberían marcharse sin rechistar. Tras ese tiempo estaba programada la demolición del inmueble para construir un bloque de edificios más altos.
Miguel, entretanto, por su parte, seguía en Colombia, cumpliendo la promesa que le hizo a su padre: sería el único hermano que se quedaría acompañando a su madre hasta el final.
***
“Mira, esta era ‘La Picherela’, así la llamaba mi mamá, todo el mundo nos reconocía —dice Miguel señalando una foto en la que aparece una camioneta verde—. Víctor hizo el personaje, una caricatura de un señor pintando, y yo le hice el tipo de letra”.
Hablan de la camioneta verde de Publicidad Chapinero, el taller de cartelería publicitaria que los tres hermanos fundaron al volver a Bogotá tras aquella Gira de Buena Voluntad. El negocio era un éxito, y Miguel fue quien lo sostuvo mientras sus hermanos andaban en Nueva York.
Guadalupe siempre estaba por allí acompañándolo y él era simplemente feliz. “Extrañaba a mis hermanos, pero la pasaba bien contento”, dice Miguel con timidez. Aunque los tres trabajaron en el taller durante los primeros años, fue él quien acabó diseñando los carteles a mano para los clientes y quien manejaba un grupo de seis empleados.
El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Nunca faltó a la faena durante los 30 años que permaneció a cargo del negocio.
—Yo hice una promesa: no me iría hasta la muerte de mi mamá. Pero murió a los 101 años, era vasca ¡y con una salud de roble! —cuenta Miguel.
—“Nos va a enterrar a todos”, decía siempre mi papá —se ríe Carlos.
No fue sino hasta 2005 que Miguel viajó a Nueva York.
—Nunca les había visitado, tenía mucho trabajo en el taller —recuerda el hermano—. Al morir mi mamá quise reunirme con ellos.
Publicidad Chapinero acabó cerrando. Nadie más se encargó del taller tras la marcha de Miguel.
***
Víctor y Carlos no le dieron tregua. Nada más aterrizar en Nueva York colocaron un pincel en su mano.
—Víctor me recogió en el aeropuerto y me llevó directo a terminar de pintar un mural grandísimo —cuenta Miguel.
A él lo instalaron en un apartamento en el barrio de Astoria, en Queens. “Miguelito, nosotros ya vivimos un poco estrechos, pero yo busco un lugar para que vivas tú”, dijo Víctor, según recuerdan. Lo primero que hizo Miguel al llegar fue buscar una iglesia donde dejar una vela encendida. Pronto se hizo al barrio y a los vecinos del edificio, en su mayoría griegos.
—Yo vivía como un rey en Astoria, era lindo, pero lindo, lindo —recuerda.
Los tres empezaron a trabajar juntos, Carlos y Víctor viviendo en Manhattan, y Miguel en Queens, donde se reunían todos los días. Cada hermano bebía de una corriente artística diferente en su obra individual. El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Al estilo de aquella Gira de Buena Voluntad, Víctor ideó un nuevo plan para los proyectos que ellos consideraban “trabajos comerciales”. “Él fue el creador de los pósters”, afirma Carlos. Los hermanos empezaron a llevar sus bocetos a los restaurantes latinoamericanos que frecuentaban en la avenida Roosevelt. Hubo un momento en que la lista de clientes era interminable: “No dábamos abasto —dice Carlos—, ahí todos los vecinos nos conocían”.
Moises Leyva recuerda perfectamente la primera vez que vio a los hermanos entrar en su restaurante.
—Me impresionaron. Entraron los tres vestidos de traje. Flacos, altos, de tez blanca. Llegaban directamente y te ofrecían un cartel. Se sentaban justo ahí —dice Moises señalando una mesa cerca de la cocina—. Ponían la cartulina y te dibujaban lo que tú les pedías. Estaban muy solicitados.
En este negocio familiar siempre se anunciaba cualquier oferta o día festivo con un cartel de los Cevallos:
—Se veía natural, como algo de costumbre, los carteles transmitían que nuestra comida no es tex-mex, es mexicana-mexicana, como la de casa.
A día de hoy es difícil encontrar carteles de los hermanos en el lugar donde alguna vez fueron parte esencial de un paisaje caótico. Pero si se pasea justo al lado de la parada Calle 90-Avenida Elmhurst, todavía se puede ver un póster característicamente cevallesco. Hará que te enteres de que todas las noches hay karaoke a partir de las nueve de la noche en el restaurante “mexicano-mexicano” El Toro Bravo.
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***
El fallecimiento de Víctor en 2012 fue algo repentino que dejó a Carlos y Miguel con un gran sentimiento de vacío: “Es que todo lo que tenemos se lo debemos a él”. Miguel dejó Astoria para mudarse a Manhattan junto a Carlos, pero todos los días volvían en un trayecto continuo a Queens. Allí seguían teniendo a sus principales clientes y no podían permitirse descuidarlos. Aun así, los locales estaban empezando a contratar los servicios más baratos de imprentas. La clientela seguía menguando.
Tampoco contaban ya con un espacio de estudio para sus obras, las cuales almacenaban ahora en el apartamento de Manhattan. Un cliente amigo, dueño de un bar del que no quieren dar el nombre, les dejó trabajar en la parte de abajo de su negocio.
—Te voy a contar un secreto —dice Miguel bajando la voz—. ¿Sabes lo divertido? —nos acercamos los unos a los otros formando un grupo de chisme—. ¡Que ahí era donde se cambiaban todas las bailarinas del bar de arriba! —los hermanos estallan en carcajada—. Pero nunca, nunca vimos nada —asegura.
***
Los hermanos todavía lograban mantenerse con los pocos clientes que quedaban, entre ellos Aviram Cohen.
Lo que quizá ninguno de ellos esperaba era que la cuenta de Instagram que Aviram abrió en 2018 iba a salvar en realidad a los hermanos durante los años de pandemia que llegarían después. El cierre de negocios durante el confinamiento por covid-19 significaba que el ingreso y el sustento de Carlos y Miguel iban prácticamente a desaparecer. Esto inspiró a Aviram a dar un giro: ahora los followers podían encargar carteles personalizados. “Este impulso, esta fama que tenemos ahora en el mundo se la debemos, primero a Dios, y luego a nuestro jefe Aviram”, dice Carlos con cariño.
Así, el cartelismo se escapó de los negocios latinoamericanos de la Roosevelt para infiltrarse en los espacios más buzzy, trendy y cool de los barrios neoyorquinos de SoHo, Nolita, Williamsburg o Greenpoint. En un artículo para el medio especializado Eater, el dueño de un negocio en Brooklyn compara a los hermanos con artistas como Daniel Johnston o Henry Darger al hablar de las cualidades “infantiles” de los carteles de los Cevallos, y añade lo genial que es “dar ese toque local al negocio”.
Pero los pósters de Víctor, Carlos y Miguel deben ser analizados desde el propio prisma del arte del cartelismo, es decir, como un arte gráfico espontáneo y original que encapsula el espíritu de una comunidad.
El año pasado, en 2023, Max Warsh decidió montar una exposición enfocada únicamente en los carteles que los hermanos habían pintado para negocios latinoamericanos. “Hay un propósito muy simple que muchos espacios de arte perseguimos —comenta Max—: dar espacio a los artistas que han contribuido a crear comunidad”. De manera humilde y eficiente, eso es justo lo que Víctor, Carlos y Miguel consiguieron en la avenida Roosevelt. “Destilaron su visión hacia lo más esencial de un letrero de escaparate de un pequeño negocio: el dar la bienvenida a alguien a un espacio con una personalidad única”, añade.
La exposición daba un nuevo contexto a los carteles de los Cevallos. Del ruidoso póster callejero al que echar un vistazo rápido para decidir si entrar a un bar o no, a la obra de arte que se mira con fascinación en un museo. En el silencio de la galería, al mirar fijamente los carteles, todavía se puede ver la marca de la improvisación, del proceso creativo rondando la mente de los hermanos. Un color que transiciona a otro. Un rastro de lápiz borrado para ajustar la oferta del restaurante: “cubetazo gratis”, “especial de cubetazo”.
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Mientras terminamos de repasar catálogos y recortes de periódico, Carlos reflexiona sobre el éxito que están teniendo: “Lo importante es llegar a la meta, ¿sabes?, la edad no importa. Víctor quería llegar a tener fama mundial, y lo hemos conseguido”.
Ninguno pensó nunca en volver a Colombia: “Nuestro sueño siempre fue crear una vida aquí, en Nueva York”, dice Carlos. Ahora a él y a Miguel no les falta el trabajo. Con la ayuda de Aviram Cohen llenan su agenda semanal de encargos, pero sin que sea agobiante. Miguel diseña sobre cartulina, como han hecho toda la vida, y Carlos, como colorista profesional, dirige la elección de tonos. Llevan una rutina más tranquila y saludable. Salen a pasear diariamente y se han aficionado a cocinar juntos: “Ahora nos cocinamos verduritas en casa entre los dos, no tanto rebozado como el que comíamos en el restaurante chino de la Roosevelt”, dice Carlos.
Un recorte de una gaceta local de los noventa destaca en su titular: “Hermanos ecuatorianos logran triunfar en NYC”. No hay éxito y legado más grande que el de entretejerse, sin casi pretenderlo, en la memoria colectiva de un lugar. El de evocar nostalgia hacia un arte manual que parece perderse en una era digital. El de revivir un espíritu de localidad, comunidad y pertenencia. Eso es lo que han conseguido Víctor, Carlos y Miguel Cevallos.
***
Aviram Cohen avisa a los hermanos de que ya son las 5:45. Llevamos casi dos horas inmersos en una burbuja de recuerdos. Ya se está haciendo tarde y la misa de las seis es sagrada.
En Instagram, la cartelería de los hermanos Cevallos es tan exitosa como la de cualquier <i> influencer </i> que se precie. Pero lo realmente valioso de la historia de Carlos y Miguel es la creación de un legado artístico que habla de esfuerzo, arraigo, familia y migración.
Al grito de “¡Caballero, corte de pelo a 10 dólares, y con la peluquera que guste!”, ruidosa, jaranera, con sabor a carne asada, empanada y taco de birria, así fue como la avenida Roosevelt, en el barrio de Jackson Heights, le dio la bienvenida a Aviram Cohen, recién mudado al distrito de Queens, en Nueva York.
Entre el tumulto de bares, restaurantes y vendedores ambulantes que conviven bajo la estructura flotante de la línea 7 del metro, Aviram se percató de un patrón gráfico. Los carteles de muchos de los negocios de la zona tenían un diseño similar, distintivo y muy llamativo. Todos estaban pintados a mano, sobre una cartulina blanca, con colores vibrantes, ilustraciones ocurrentes y una tipografía singular: “CEVICHERÍA El Rey. INVITA: A celebrar! THANKS-GIVING DAY. Día de Acción de Gracias. Especial de CUBETAZO y ¡más sorpresas!”, “NATALIA’S BAR INVITA: NOCHE DE Catrinas, DÍA DE LOS MUERTOS, SHOT DE TEQUILA GRATIS”.
Aviram empezó a fotografiar cada cartel, preguntando a los dueños si podía quedarse con ellos antes de que los tirasen a la basura. Así comenzó su propio archivo de obras. “Seguro que los hace una misma persona”, pensó. Quizá el barrio contaba con un cartelista de confianza.
Aún sin una excusa que lo llevase a intentar descifrar el misterio de la autoría de los carteles, su mujer abrió un nuevo estudio de yoga en la zona y sugirió contactar al cartelista desconocido para que les hiciera una pieza: “Así seremos parte de la tradición del barrio”.
De manera insistente y meticulosa, Aviram preguntó en cada bar y restaurante de la avenida Roosevelt hasta que por fin alguien le dio un contacto: “Mi padre es el manager del restaurante, llámale, él debe tener su número de teléfono”. Aviram llamó:
—Busco a la persona que hace los carteles del barrio.
—Son dos hermanos, pero no los llames temprano, se quedan trabajando hasta muy tarde por la noche —le respondieron del otro lado de la línea.
Una semana después, alrededor de las siete de la tarde, Aviram decidió llamarles. No hubo respuesta. Iba con prisa, su mujer y él tenían un evento en el estudio de yoga, así que dejó un mensaje de voz en el contestador. A eso de las 10 de la noche recibió una llamada de vuelta. “Ya contestaré mañana”, se dijo. Pero el teléfono no dejaba de sonar.
Aviram salió del estudio para contestar y escuchó la voz ronca de Carlos:
—Hola, ¿nos ha llamado para un cartel? Podemos vernos ahora.
—¿Quizás mañana? —contestó desconcertado.
—No. Ya estamos por aquí.
Quince minutos más tarde, dos señores mayores, con traje de chaqueta holgado, corbata al cuello y pañuelo en la solapa, subían las escaleras hacia su estudio. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. Cevallos de apellido. Encantadores. Una semana más tarde, Aviram y su mujer recibieron su cartel personalizado para el estudio de yoga.
El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer.
Intrigado y fascinado a la vez, Aviram quiso conocer más sobre los hermanos y comenzó a frecuentar el restaurante chino de Jackson Heights donde normalmente cenaban. Después de su banquete de fritura habitual, solían pasear juntos por la Roosevelt, con Carlos repasando todos los negocios que alguna vez anunciaron su cubetazo de cerveza, su karaoke o su Cinco de Mayou con un cartel diseñado por los hermanos. Era el año 2017, ahora la mayoría prefería imprimir carteles digitales.
A medida que afianzaban su amistad, Aviram se dio cuenta de la forma en que Miguel y Carlos estructuraban su vida. “Eran como cualquier otro de mis amigos artistas”. Habían ocupado talleres y estudios en el pasado, no tenían otro trabajo y sacrificaban la comodidad por dedicarse a seguir viviendo de su arte.
En 2012 perdieron a su mentor y hermano mayor: Víctor Hugo, también artista, creador del modelo de negocio en que se basa la cartelería de los Cevallos. Cada vez que algún día festivo se acercaba (que si el Día de la Madre, que si Saint Patrick’s Day, que si Valentine’s Day), los tres hermanos aparecían en los locales con cartulina, lápiz y pintura en mano. El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer. Hubo un momento en que la Roosevelt era, ciertamente, una galería de carteles “cevallescos”.
La marcha de Víctor dio un vuelco a la vida y trabajo de Miguel y Carlos. Muchos clientes no confiaban en ellos: “Pero, a ver, ¿dónde está el hermano artista?”. La agenda de los hermanos se hacía cada vez más pequeña y solo les faltaba una pandemia mundial para terminar de aguar la fiesta. Más de la mitad de los negocios que había sobre la avenida Roosevelt no volvieron a abrir.
Sin embargo, en paralelo, Aviram había estado subiendo fotos de los carteles a una cuenta de Instagram: @cevallos_bros. “No había ningún gran plan, solo quería preservar su trabajo”. Desde 2018, la magia de las redes sociales había asignado el sello de trendy al cartelismo de los hermanos. Desde entonces han rotulado y enviado carteles a clientes en Miami, California, Italia o Japón. Quizá se acabaron los cubetazos en la Cevichería El Rey y los shots de tequila en Natalia’s Bar, pero llegaron el vino ecológico y la pizza en horno de leña de Pinyon, en Ojai, California. Quizá ya no había lugar para ellos en la Roosevelt, pero a Miguel y Carlos les esperaba el furor influencer y la globalidad de internet.
En los últimos años, los @cevallos_bros, con casi 37 000 seguidores, han ocupado páginas de la revista The New Yorker y el periódico The Washington Post; artículos en Bloomberg y Associated Press, y varias notas en medios locales de la ciudad de Nueva York. “Los Wes Anderson de los letreros”, “Los hermanos octogenarios que se han ganado la vida haciendo carteles para discotecas del vecindario, taco trucks y restaurantes”, se leía en algunos de los titulares.
Pero lo que se les ha olvidado contar es lo realmente valioso acerca de Carlos y Miguel Cevallos, una historia que se construye a lo largo de todo un camino previo de esfuerzo, arraigo, familia y migración
***
—¡Octogenarios!, ¿te puedes creer que eso dicen de nosotros? —dice Carlos, nacido en 1938, entre bromeando y enojado.
—Es verdad, es verdad —asiente Miguel, nacido en 1942, dando tímidamente la razón a su hermano.
Nos hemos reunido alrededor de las cuatro de la tarde para merendar en su diner de confianza, Café Luka, en la Primera Avenida, un par de horas antes de la misa de las seis. También han venido Aviram Cohen, quien ahora es prácticamente el agente de los hermanos, y Max Warsh, director de la Yeh Art Gallery, una pequeña galería situada dentro de la universidad de St John’s, en Queens, donde hace poco inauguraron una exposición sobre el cartelismo de los hermanos. Los acompañan con el ánimo de hacer la charla más fluida. Dicen que Miguel y Carlos son muy tímidos y no disfrutan eso de hablar con periodistas. Yo ando allí porque me ha contratado la Biblioteca Pública de Queens. Llevan años grabando en audio a personas y personajes, con el afán de crear un repositorio oral sobre la historia del barrio. Hace tiempo que están detrás de Miguel y Carlos, y es hasta ahora que ellos han accedido a sentarse y charlar un rato. A paso lento y aún con mascarilla, se sientan enfrente de toda la parafernalia de cables, micrófonos y auriculares. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. La verdad que sí son encantadores.
Ambos piden té de manzanilla, con poca agua, y una tostada de pan integral, sin nada más. Han traído dos álbumes enormes con recortes de periódicos, catálogos de museos amarillentos por el paso de los años, un álbum más pequeño con fotos y un sobre de cartón de FedEx con la frase “Fotografías personales” escrita a mano, en bolígrafo negro, con esa tipografía que recuerda a sus carteles. Todo está archivado con meticulosidad, como si hubiesen anticipado que alguien, algún día, contaría su historia. Carlos también guarda alguna imagen suelta en el bolsillo interior de una chaqueta que le viene algo grande, y Miguel en el bolsillo de su pantalón; esas son las verdaderamente especiales. Con la barrera de la timidez superada con más facilidad de lo esperado, enseguida abrimos el álbum. Es así como repasaremos una vida. Carlos empieza a hablar, se nota que es una persona extrovertida, con ganas de compartir, divertida. Miguel lo mira de reojo y escucha, abre la bolsita de té y prepara el suyo y el de su hermano.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunta Carlos.
—Ya le he puesto un sobre, no te preocupes —responde Miguel.
***
En una de las fotografías desperdigadas por la mesa se ve a una mujer apoyada en un gran cartel de color amarillo. “Mira, nuestra mamita querida”, comenta Miguel con nostalgia. Él es el más pequeño de una familia de seis hermanos varones nacidos en Ecuador.
Su padre, Miguel Ángel, de quien recibe su nombre, era comerciante, e iba recorriendo ciudades en busca de oportunidades. El primer negocio exitoso que consiguió fue una farmacia en San Antonio de Ibarra, una localidad a los pies del volcán Imbabura, algo que jamás habría conseguido sin la ayuda de su mujer, Guadalupe. Cuando llegaron a San Antonio vieron la oferta: “Se vende farmacia por 2 000 sucres”. No tenían el dinero para comprarla, pero sabían a quién acudir. A una hora y media a pie desde San Antonio estaba Atuntaqui, ciudad en la que Guadalupe estudió de niña con un grupo de monjas, y a una de ellas le pediría prestado el dinero. Con los 2 000 sucres bendecidos por la monja en el bolsillo, compraron la farmacia que durante años dirigió Guadalupe, como buena enfermera que era. Esa farmacia la venderían por más del doble en años posteriores. Así es como fueron creando negocio y beneficio.
Más tarde se mudaron a vivir a Otavalo, donde Guadalupe y Miguel Ángel crearon una cómoda niñez para sus seis hijos: Francisco, Umberto, Víctor, Carlos, Fabián y Miguel. De aquella ciudad, situada en el altiplano andino de Imbabura, los hermanos recuerdan la belleza, los colores, las montañas y a los indígenas otavaleños “con sus ruanas y alpargatas”. Carlos aprendió allí sus primeras palabras en quechua: “¡Ali pundza!, ¡kayagama!” (¡buenos días!, ¡hasta mañana!). Le encantaba eso de aprender idiomas y era un fanático de los “horoscÓpos”. “Así le decía yo de pequeño [ríe acentuando la tercera ó], ¿tú qué signo eres?”, pregunta. Mientras tanto, Miguel se la pasaba revoltoso, inquieto, haciendo piruetas por el patio del colegio.
En Otavalo vivían en una gran casa con patio, garaje y servicio: “Allí mamá lo controlaba todo, como directora de orquesta”. Ese mismo caserón es ahora el hotel Indio Inn donde uno fácilmente puede reservar una habitación en Booking.com a poco más de 1 000 pesos mexicanos la noche.
***
Miguel tenía unos 11 años y Carlos unos 15 cuando la familia se mudó a Colombia. Su tío, hermano de su padre, sacerdote, había fundado una orden mercedaria en la ciudad de Bogotá y quería que Carlos ingresase y se convirtiese en cura. “Yo le dije a mi tío que más bien llevaba la vocación por fuera”, cuenta riendo.
Ambos terminaron estudiando arte en la Academia Pittsburgh, una pequeña escuela en el barrio de Chapinero.
—Siempre nos gustó dibujar, pero quien desde pequeñito era un artista era Víctor —cuenta Carlos—. Mamá siempre decía que ya de bebé hacía dibujitos en la arena.
—“El Mago de la Caricatura”, le decían en Ecuador —recuerda Miguel.
Víctor Hugo. A los dos se les llena la boca, se les aguan los ojos y se les enternece el alma cuando hablan de él.
—Y era tan ingenioso. Un gran vendedor —sigue Carlos.
Quizá eso fue herencia de su padre.
Con los dos hermanos mayores, Francisco y Umberto, ya trabajando en sus negocios en Colombia, y con Fabián persiguiendo su sueño de ser fotógrafo en Europa, Carlos, Miguel y Víctor formaron un trío en el que apoyarse en sus propias andanzas artísticas. Así, en 1963, capitaneados por Víctor, decidieron embarcarse en su particular gira artística: la Gira de Buena Voluntad de los Hermanos Cevallos.
Desde Colombia, recorrieron, mayoritariamente en autobús, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ida y vuelta. Como acompañante llevaban también a un primo hermano que hacía de asistente: “Él se encargaba de lavarnos y plancharnos la ropa, de tener todo listo”, cuenta Miguel. El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
Algo que a los hermanos también les encantaba hacer era cantar. “Antes que Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras estábamos nosotros, los tres tenores originales”, ríe Carlos. Justamente en la gira, en la parada en Panamá, se enteraron de que en el Hotel Continental había concurso de canto. Allí se presentaron los tres una noche, se marcaron un “Granada”, de Agustín Lara, y ganaron.
—Granada, tierra soñada por mí… —tararea Carlos.
De premio, cada uno se llevó un corte de pelo, un arreglo de barba y una limpieza de zapatos.
Ellos guardan cual tesoro los recortes con artículos sobre su gira, que fue cubierta por varios periódicos de la época. El Excélsior de México relataba en su columna del 26 de enero de 1964: “[Los hermanos] se fijaron como punto final la ciudad de Nueva York, hacia donde reanudarán su viaje a principios de febrero próximo”. Y Nueva York fue, ciertamente, el rápido destino de uno de ellos.
El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
***
Tras dos años de gira tocaba volver a Colombia. Los tres hermanos decidieron abrir juntos un taller de carteles publicitarios, pero Víctor tenía claro que pronto se iría de allí. En 1969 hizo las maletas y se marchó.
Nueva York lo recibía en un contexto de aparente apertura, en el que Estados Unidos parecía estar comprometido a afianzar relaciones con Latinoamérica. En su libro This Must Be the Place. An Oral History of Latin American Artists in New York, 1965–1975, la historiadora de arte Aimé Iglesias Lukin comenta cómo parte de la gran afluencia de artistas latinoamericanos en la ciudad durante esa época fue impulsada por una diplomacia cultural que se tradujo en becas para artistas y en la creación de las primeras instituciones dedicadas a la exposición y promulgación del arte en la región.
Aun así, Víctor no llegaba respaldado por ninguno de esos compromisos diplomáticos. Durante los primeros años trabajó como personal de mantenimiento mientras tomaba cursos de inglés en el Hunter College y era acólito de iglesia los domingos. “Aprendió a decir la misa en inglés, se lo sabía todo”, cuenta Carlos. De ahí escaló a ser gerente de un edificio en la avenida Madison donde le dejaban tener un pequeño estudio en el sótano.
Para cuando Carlos llegó a Nueva York, en 1974, Víctor ya había asegurado un apartamento para ellos solos en la Primera Avenida con la calle 74.
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Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta fue la época en que Víctor y Carlos prosperaron como artistas. Fueron incluidos en exposiciones colectivas en esas instituciones que habían sido creadas, principalmente, para albergar obras de artistas latinoamericanos, como El Museo del Barrio o el Taller Boricua. Pero también en muestras organizadas por otros museos más establecidos, como el MoMA PS1 o el Museo de Queens. Entre las piezas que exhibían, Carlos siempre incluía alguna que retrataba a los indígenas otavaleños del Ecuador de su niñez.
Carlos cuenta a puñados las anécdotas de aquella época. La de cuando un cliente español les pidió hacer una copia del Guernica de Picasso para el salón de su casa. La de cuando le presentaron un cuadro a Ed Koch, alcalde de Nueva York, y este les envió una carta de agradecimiento personalizada. O la de cuando pasaron horas haciendo una pintura de grandes dimensiones para el famoso Museo Americano de Historia Natural de la ciudad. En estilo primitivista, pintaron la sierra y la costa de Ecuador. Lo último que saben del cuadro es que quedó colgado en las oficinas del museo.
El núcleo de trabajo de los hermanos se encontraba en el mismísimo Times Square, en un estudio de 10 habitaciones. “Era enorme, espacioso, luminoso”, dice Carlos señalando una foto de su hermano Víctor y él, vestidos de traje, brocha en mano, pintando un largo cartel en negro y amarillo. Además, había sido una ganga. Un abogado amigo suyo les dejó quedarse con una planta entera del edificio con la condición de que en ocho años deberían marcharse sin rechistar. Tras ese tiempo estaba programada la demolición del inmueble para construir un bloque de edificios más altos.
Miguel, entretanto, por su parte, seguía en Colombia, cumpliendo la promesa que le hizo a su padre: sería el único hermano que se quedaría acompañando a su madre hasta el final.
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“Mira, esta era ‘La Picherela’, así la llamaba mi mamá, todo el mundo nos reconocía —dice Miguel señalando una foto en la que aparece una camioneta verde—. Víctor hizo el personaje, una caricatura de un señor pintando, y yo le hice el tipo de letra”.
Hablan de la camioneta verde de Publicidad Chapinero, el taller de cartelería publicitaria que los tres hermanos fundaron al volver a Bogotá tras aquella Gira de Buena Voluntad. El negocio era un éxito, y Miguel fue quien lo sostuvo mientras sus hermanos andaban en Nueva York.
Guadalupe siempre estaba por allí acompañándolo y él era simplemente feliz. “Extrañaba a mis hermanos, pero la pasaba bien contento”, dice Miguel con timidez. Aunque los tres trabajaron en el taller durante los primeros años, fue él quien acabó diseñando los carteles a mano para los clientes y quien manejaba un grupo de seis empleados.
El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Nunca faltó a la faena durante los 30 años que permaneció a cargo del negocio.
—Yo hice una promesa: no me iría hasta la muerte de mi mamá. Pero murió a los 101 años, era vasca ¡y con una salud de roble! —cuenta Miguel.
—“Nos va a enterrar a todos”, decía siempre mi papá —se ríe Carlos.
No fue sino hasta 2005 que Miguel viajó a Nueva York.
—Nunca les había visitado, tenía mucho trabajo en el taller —recuerda el hermano—. Al morir mi mamá quise reunirme con ellos.
Publicidad Chapinero acabó cerrando. Nadie más se encargó del taller tras la marcha de Miguel.
***
Víctor y Carlos no le dieron tregua. Nada más aterrizar en Nueva York colocaron un pincel en su mano.
—Víctor me recogió en el aeropuerto y me llevó directo a terminar de pintar un mural grandísimo —cuenta Miguel.
A él lo instalaron en un apartamento en el barrio de Astoria, en Queens. “Miguelito, nosotros ya vivimos un poco estrechos, pero yo busco un lugar para que vivas tú”, dijo Víctor, según recuerdan. Lo primero que hizo Miguel al llegar fue buscar una iglesia donde dejar una vela encendida. Pronto se hizo al barrio y a los vecinos del edificio, en su mayoría griegos.
—Yo vivía como un rey en Astoria, era lindo, pero lindo, lindo —recuerda.
Los tres empezaron a trabajar juntos, Carlos y Víctor viviendo en Manhattan, y Miguel en Queens, donde se reunían todos los días. Cada hermano bebía de una corriente artística diferente en su obra individual. El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Al estilo de aquella Gira de Buena Voluntad, Víctor ideó un nuevo plan para los proyectos que ellos consideraban “trabajos comerciales”. “Él fue el creador de los pósters”, afirma Carlos. Los hermanos empezaron a llevar sus bocetos a los restaurantes latinoamericanos que frecuentaban en la avenida Roosevelt. Hubo un momento en que la lista de clientes era interminable: “No dábamos abasto —dice Carlos—, ahí todos los vecinos nos conocían”.
Moises Leyva recuerda perfectamente la primera vez que vio a los hermanos entrar en su restaurante.
—Me impresionaron. Entraron los tres vestidos de traje. Flacos, altos, de tez blanca. Llegaban directamente y te ofrecían un cartel. Se sentaban justo ahí —dice Moises señalando una mesa cerca de la cocina—. Ponían la cartulina y te dibujaban lo que tú les pedías. Estaban muy solicitados.
En este negocio familiar siempre se anunciaba cualquier oferta o día festivo con un cartel de los Cevallos:
—Se veía natural, como algo de costumbre, los carteles transmitían que nuestra comida no es tex-mex, es mexicana-mexicana, como la de casa.
A día de hoy es difícil encontrar carteles de los hermanos en el lugar donde alguna vez fueron parte esencial de un paisaje caótico. Pero si se pasea justo al lado de la parada Calle 90-Avenida Elmhurst, todavía se puede ver un póster característicamente cevallesco. Hará que te enteres de que todas las noches hay karaoke a partir de las nueve de la noche en el restaurante “mexicano-mexicano” El Toro Bravo.
También te puede interesar leer: "Cortázar a contraluz".
***
El fallecimiento de Víctor en 2012 fue algo repentino que dejó a Carlos y Miguel con un gran sentimiento de vacío: “Es que todo lo que tenemos se lo debemos a él”. Miguel dejó Astoria para mudarse a Manhattan junto a Carlos, pero todos los días volvían en un trayecto continuo a Queens. Allí seguían teniendo a sus principales clientes y no podían permitirse descuidarlos. Aun así, los locales estaban empezando a contratar los servicios más baratos de imprentas. La clientela seguía menguando.
Tampoco contaban ya con un espacio de estudio para sus obras, las cuales almacenaban ahora en el apartamento de Manhattan. Un cliente amigo, dueño de un bar del que no quieren dar el nombre, les dejó trabajar en la parte de abajo de su negocio.
—Te voy a contar un secreto —dice Miguel bajando la voz—. ¿Sabes lo divertido? —nos acercamos los unos a los otros formando un grupo de chisme—. ¡Que ahí era donde se cambiaban todas las bailarinas del bar de arriba! —los hermanos estallan en carcajada—. Pero nunca, nunca vimos nada —asegura.
***
Los hermanos todavía lograban mantenerse con los pocos clientes que quedaban, entre ellos Aviram Cohen.
Lo que quizá ninguno de ellos esperaba era que la cuenta de Instagram que Aviram abrió en 2018 iba a salvar en realidad a los hermanos durante los años de pandemia que llegarían después. El cierre de negocios durante el confinamiento por covid-19 significaba que el ingreso y el sustento de Carlos y Miguel iban prácticamente a desaparecer. Esto inspiró a Aviram a dar un giro: ahora los followers podían encargar carteles personalizados. “Este impulso, esta fama que tenemos ahora en el mundo se la debemos, primero a Dios, y luego a nuestro jefe Aviram”, dice Carlos con cariño.
Así, el cartelismo se escapó de los negocios latinoamericanos de la Roosevelt para infiltrarse en los espacios más buzzy, trendy y cool de los barrios neoyorquinos de SoHo, Nolita, Williamsburg o Greenpoint. En un artículo para el medio especializado Eater, el dueño de un negocio en Brooklyn compara a los hermanos con artistas como Daniel Johnston o Henry Darger al hablar de las cualidades “infantiles” de los carteles de los Cevallos, y añade lo genial que es “dar ese toque local al negocio”.
Pero los pósters de Víctor, Carlos y Miguel deben ser analizados desde el propio prisma del arte del cartelismo, es decir, como un arte gráfico espontáneo y original que encapsula el espíritu de una comunidad.
El año pasado, en 2023, Max Warsh decidió montar una exposición enfocada únicamente en los carteles que los hermanos habían pintado para negocios latinoamericanos. “Hay un propósito muy simple que muchos espacios de arte perseguimos —comenta Max—: dar espacio a los artistas que han contribuido a crear comunidad”. De manera humilde y eficiente, eso es justo lo que Víctor, Carlos y Miguel consiguieron en la avenida Roosevelt. “Destilaron su visión hacia lo más esencial de un letrero de escaparate de un pequeño negocio: el dar la bienvenida a alguien a un espacio con una personalidad única”, añade.
La exposición daba un nuevo contexto a los carteles de los Cevallos. Del ruidoso póster callejero al que echar un vistazo rápido para decidir si entrar a un bar o no, a la obra de arte que se mira con fascinación en un museo. En el silencio de la galería, al mirar fijamente los carteles, todavía se puede ver la marca de la improvisación, del proceso creativo rondando la mente de los hermanos. Un color que transiciona a otro. Un rastro de lápiz borrado para ajustar la oferta del restaurante: “cubetazo gratis”, “especial de cubetazo”.
***
Mientras terminamos de repasar catálogos y recortes de periódico, Carlos reflexiona sobre el éxito que están teniendo: “Lo importante es llegar a la meta, ¿sabes?, la edad no importa. Víctor quería llegar a tener fama mundial, y lo hemos conseguido”.
Ninguno pensó nunca en volver a Colombia: “Nuestro sueño siempre fue crear una vida aquí, en Nueva York”, dice Carlos. Ahora a él y a Miguel no les falta el trabajo. Con la ayuda de Aviram Cohen llenan su agenda semanal de encargos, pero sin que sea agobiante. Miguel diseña sobre cartulina, como han hecho toda la vida, y Carlos, como colorista profesional, dirige la elección de tonos. Llevan una rutina más tranquila y saludable. Salen a pasear diariamente y se han aficionado a cocinar juntos: “Ahora nos cocinamos verduritas en casa entre los dos, no tanto rebozado como el que comíamos en el restaurante chino de la Roosevelt”, dice Carlos.
Un recorte de una gaceta local de los noventa destaca en su titular: “Hermanos ecuatorianos logran triunfar en NYC”. No hay éxito y legado más grande que el de entretejerse, sin casi pretenderlo, en la memoria colectiva de un lugar. El de evocar nostalgia hacia un arte manual que parece perderse en una era digital. El de revivir un espíritu de localidad, comunidad y pertenencia. Eso es lo que han conseguido Víctor, Carlos y Miguel Cevallos.
***
Aviram Cohen avisa a los hermanos de que ya son las 5:45. Llevamos casi dos horas inmersos en una burbuja de recuerdos. Ya se está haciendo tarde y la misa de las seis es sagrada.
Ilustración de los hermanos Cevallos.
En Instagram, la cartelería de los hermanos Cevallos es tan exitosa como la de cualquier <i> influencer </i> que se precie. Pero lo realmente valioso de la historia de Carlos y Miguel es la creación de un legado artístico que habla de esfuerzo, arraigo, familia y migración.
Al grito de “¡Caballero, corte de pelo a 10 dólares, y con la peluquera que guste!”, ruidosa, jaranera, con sabor a carne asada, empanada y taco de birria, así fue como la avenida Roosevelt, en el barrio de Jackson Heights, le dio la bienvenida a Aviram Cohen, recién mudado al distrito de Queens, en Nueva York.
Entre el tumulto de bares, restaurantes y vendedores ambulantes que conviven bajo la estructura flotante de la línea 7 del metro, Aviram se percató de un patrón gráfico. Los carteles de muchos de los negocios de la zona tenían un diseño similar, distintivo y muy llamativo. Todos estaban pintados a mano, sobre una cartulina blanca, con colores vibrantes, ilustraciones ocurrentes y una tipografía singular: “CEVICHERÍA El Rey. INVITA: A celebrar! THANKS-GIVING DAY. Día de Acción de Gracias. Especial de CUBETAZO y ¡más sorpresas!”, “NATALIA’S BAR INVITA: NOCHE DE Catrinas, DÍA DE LOS MUERTOS, SHOT DE TEQUILA GRATIS”.
Aviram empezó a fotografiar cada cartel, preguntando a los dueños si podía quedarse con ellos antes de que los tirasen a la basura. Así comenzó su propio archivo de obras. “Seguro que los hace una misma persona”, pensó. Quizá el barrio contaba con un cartelista de confianza.
Aún sin una excusa que lo llevase a intentar descifrar el misterio de la autoría de los carteles, su mujer abrió un nuevo estudio de yoga en la zona y sugirió contactar al cartelista desconocido para que les hiciera una pieza: “Así seremos parte de la tradición del barrio”.
De manera insistente y meticulosa, Aviram preguntó en cada bar y restaurante de la avenida Roosevelt hasta que por fin alguien le dio un contacto: “Mi padre es el manager del restaurante, llámale, él debe tener su número de teléfono”. Aviram llamó:
—Busco a la persona que hace los carteles del barrio.
—Son dos hermanos, pero no los llames temprano, se quedan trabajando hasta muy tarde por la noche —le respondieron del otro lado de la línea.
Una semana después, alrededor de las siete de la tarde, Aviram decidió llamarles. No hubo respuesta. Iba con prisa, su mujer y él tenían un evento en el estudio de yoga, así que dejó un mensaje de voz en el contestador. A eso de las 10 de la noche recibió una llamada de vuelta. “Ya contestaré mañana”, se dijo. Pero el teléfono no dejaba de sonar.
Aviram salió del estudio para contestar y escuchó la voz ronca de Carlos:
—Hola, ¿nos ha llamado para un cartel? Podemos vernos ahora.
—¿Quizás mañana? —contestó desconcertado.
—No. Ya estamos por aquí.
Quince minutos más tarde, dos señores mayores, con traje de chaqueta holgado, corbata al cuello y pañuelo en la solapa, subían las escaleras hacia su estudio. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. Cevallos de apellido. Encantadores. Una semana más tarde, Aviram y su mujer recibieron su cartel personalizado para el estudio de yoga.
El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer.
Intrigado y fascinado a la vez, Aviram quiso conocer más sobre los hermanos y comenzó a frecuentar el restaurante chino de Jackson Heights donde normalmente cenaban. Después de su banquete de fritura habitual, solían pasear juntos por la Roosevelt, con Carlos repasando todos los negocios que alguna vez anunciaron su cubetazo de cerveza, su karaoke o su Cinco de Mayou con un cartel diseñado por los hermanos. Era el año 2017, ahora la mayoría prefería imprimir carteles digitales.
A medida que afianzaban su amistad, Aviram se dio cuenta de la forma en que Miguel y Carlos estructuraban su vida. “Eran como cualquier otro de mis amigos artistas”. Habían ocupado talleres y estudios en el pasado, no tenían otro trabajo y sacrificaban la comodidad por dedicarse a seguir viviendo de su arte.
En 2012 perdieron a su mentor y hermano mayor: Víctor Hugo, también artista, creador del modelo de negocio en que se basa la cartelería de los Cevallos. Cada vez que algún día festivo se acercaba (que si el Día de la Madre, que si Saint Patrick’s Day, que si Valentine’s Day), los tres hermanos aparecían en los locales con cartulina, lápiz y pintura en mano. El sistema de ventas era simple y efectivo: llegar con el sketch hecho, añadir el nombre del negocio y poner una promoción; luego los clientes decidían qué cambios querían hacer. Hubo un momento en que la Roosevelt era, ciertamente, una galería de carteles “cevallescos”.
La marcha de Víctor dio un vuelco a la vida y trabajo de Miguel y Carlos. Muchos clientes no confiaban en ellos: “Pero, a ver, ¿dónde está el hermano artista?”. La agenda de los hermanos se hacía cada vez más pequeña y solo les faltaba una pandemia mundial para terminar de aguar la fiesta. Más de la mitad de los negocios que había sobre la avenida Roosevelt no volvieron a abrir.
Sin embargo, en paralelo, Aviram había estado subiendo fotos de los carteles a una cuenta de Instagram: @cevallos_bros. “No había ningún gran plan, solo quería preservar su trabajo”. Desde 2018, la magia de las redes sociales había asignado el sello de trendy al cartelismo de los hermanos. Desde entonces han rotulado y enviado carteles a clientes en Miami, California, Italia o Japón. Quizá se acabaron los cubetazos en la Cevichería El Rey y los shots de tequila en Natalia’s Bar, pero llegaron el vino ecológico y la pizza en horno de leña de Pinyon, en Ojai, California. Quizá ya no había lugar para ellos en la Roosevelt, pero a Miguel y Carlos les esperaba el furor influencer y la globalidad de internet.
En los últimos años, los @cevallos_bros, con casi 37 000 seguidores, han ocupado páginas de la revista The New Yorker y el periódico The Washington Post; artículos en Bloomberg y Associated Press, y varias notas en medios locales de la ciudad de Nueva York. “Los Wes Anderson de los letreros”, “Los hermanos octogenarios que se han ganado la vida haciendo carteles para discotecas del vecindario, taco trucks y restaurantes”, se leía en algunos de los titulares.
Pero lo que se les ha olvidado contar es lo realmente valioso acerca de Carlos y Miguel Cevallos, una historia que se construye a lo largo de todo un camino previo de esfuerzo, arraigo, familia y migración
***
—¡Octogenarios!, ¿te puedes creer que eso dicen de nosotros? —dice Carlos, nacido en 1938, entre bromeando y enojado.
—Es verdad, es verdad —asiente Miguel, nacido en 1942, dando tímidamente la razón a su hermano.
Nos hemos reunido alrededor de las cuatro de la tarde para merendar en su diner de confianza, Café Luka, en la Primera Avenida, un par de horas antes de la misa de las seis. También han venido Aviram Cohen, quien ahora es prácticamente el agente de los hermanos, y Max Warsh, director de la Yeh Art Gallery, una pequeña galería situada dentro de la universidad de St John’s, en Queens, donde hace poco inauguraron una exposición sobre el cartelismo de los hermanos. Los acompañan con el ánimo de hacer la charla más fluida. Dicen que Miguel y Carlos son muy tímidos y no disfrutan eso de hablar con periodistas. Yo ando allí porque me ha contratado la Biblioteca Pública de Queens. Llevan años grabando en audio a personas y personajes, con el afán de crear un repositorio oral sobre la historia del barrio. Hace tiempo que están detrás de Miguel y Carlos, y es hasta ahora que ellos han accedido a sentarse y charlar un rato. A paso lento y aún con mascarilla, se sientan enfrente de toda la parafernalia de cables, micrófonos y auriculares. Carlos y Miguel. Miguel y Carlos. La verdad que sí son encantadores.
Ambos piden té de manzanilla, con poca agua, y una tostada de pan integral, sin nada más. Han traído dos álbumes enormes con recortes de periódicos, catálogos de museos amarillentos por el paso de los años, un álbum más pequeño con fotos y un sobre de cartón de FedEx con la frase “Fotografías personales” escrita a mano, en bolígrafo negro, con esa tipografía que recuerda a sus carteles. Todo está archivado con meticulosidad, como si hubiesen anticipado que alguien, algún día, contaría su historia. Carlos también guarda alguna imagen suelta en el bolsillo interior de una chaqueta que le viene algo grande, y Miguel en el bolsillo de su pantalón; esas son las verdaderamente especiales. Con la barrera de la timidez superada con más facilidad de lo esperado, enseguida abrimos el álbum. Es así como repasaremos una vida. Carlos empieza a hablar, se nota que es una persona extrovertida, con ganas de compartir, divertida. Miguel lo mira de reojo y escucha, abre la bolsita de té y prepara el suyo y el de su hermano.
—¿Dónde está el azúcar? —pregunta Carlos.
—Ya le he puesto un sobre, no te preocupes —responde Miguel.
***
En una de las fotografías desperdigadas por la mesa se ve a una mujer apoyada en un gran cartel de color amarillo. “Mira, nuestra mamita querida”, comenta Miguel con nostalgia. Él es el más pequeño de una familia de seis hermanos varones nacidos en Ecuador.
Su padre, Miguel Ángel, de quien recibe su nombre, era comerciante, e iba recorriendo ciudades en busca de oportunidades. El primer negocio exitoso que consiguió fue una farmacia en San Antonio de Ibarra, una localidad a los pies del volcán Imbabura, algo que jamás habría conseguido sin la ayuda de su mujer, Guadalupe. Cuando llegaron a San Antonio vieron la oferta: “Se vende farmacia por 2 000 sucres”. No tenían el dinero para comprarla, pero sabían a quién acudir. A una hora y media a pie desde San Antonio estaba Atuntaqui, ciudad en la que Guadalupe estudió de niña con un grupo de monjas, y a una de ellas le pediría prestado el dinero. Con los 2 000 sucres bendecidos por la monja en el bolsillo, compraron la farmacia que durante años dirigió Guadalupe, como buena enfermera que era. Esa farmacia la venderían por más del doble en años posteriores. Así es como fueron creando negocio y beneficio.
Más tarde se mudaron a vivir a Otavalo, donde Guadalupe y Miguel Ángel crearon una cómoda niñez para sus seis hijos: Francisco, Umberto, Víctor, Carlos, Fabián y Miguel. De aquella ciudad, situada en el altiplano andino de Imbabura, los hermanos recuerdan la belleza, los colores, las montañas y a los indígenas otavaleños “con sus ruanas y alpargatas”. Carlos aprendió allí sus primeras palabras en quechua: “¡Ali pundza!, ¡kayagama!” (¡buenos días!, ¡hasta mañana!). Le encantaba eso de aprender idiomas y era un fanático de los “horoscÓpos”. “Así le decía yo de pequeño [ríe acentuando la tercera ó], ¿tú qué signo eres?”, pregunta. Mientras tanto, Miguel se la pasaba revoltoso, inquieto, haciendo piruetas por el patio del colegio.
En Otavalo vivían en una gran casa con patio, garaje y servicio: “Allí mamá lo controlaba todo, como directora de orquesta”. Ese mismo caserón es ahora el hotel Indio Inn donde uno fácilmente puede reservar una habitación en Booking.com a poco más de 1 000 pesos mexicanos la noche.
***
Miguel tenía unos 11 años y Carlos unos 15 cuando la familia se mudó a Colombia. Su tío, hermano de su padre, sacerdote, había fundado una orden mercedaria en la ciudad de Bogotá y quería que Carlos ingresase y se convirtiese en cura. “Yo le dije a mi tío que más bien llevaba la vocación por fuera”, cuenta riendo.
Ambos terminaron estudiando arte en la Academia Pittsburgh, una pequeña escuela en el barrio de Chapinero.
—Siempre nos gustó dibujar, pero quien desde pequeñito era un artista era Víctor —cuenta Carlos—. Mamá siempre decía que ya de bebé hacía dibujitos en la arena.
—“El Mago de la Caricatura”, le decían en Ecuador —recuerda Miguel.
Víctor Hugo. A los dos se les llena la boca, se les aguan los ojos y se les enternece el alma cuando hablan de él.
—Y era tan ingenioso. Un gran vendedor —sigue Carlos.
Quizá eso fue herencia de su padre.
Con los dos hermanos mayores, Francisco y Umberto, ya trabajando en sus negocios en Colombia, y con Fabián persiguiendo su sueño de ser fotógrafo en Europa, Carlos, Miguel y Víctor formaron un trío en el que apoyarse en sus propias andanzas artísticas. Así, en 1963, capitaneados por Víctor, decidieron embarcarse en su particular gira artística: la Gira de Buena Voluntad de los Hermanos Cevallos.
Desde Colombia, recorrieron, mayoritariamente en autobús, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ida y vuelta. Como acompañante llevaban también a un primo hermano que hacía de asistente: “Él se encargaba de lavarnos y plancharnos la ropa, de tener todo listo”, cuenta Miguel. El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
Algo que a los hermanos también les encantaba hacer era cantar. “Antes que Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras estábamos nosotros, los tres tenores originales”, ríe Carlos. Justamente en la gira, en la parada en Panamá, se enteraron de que en el Hotel Continental había concurso de canto. Allí se presentaron los tres una noche, se marcaron un “Granada”, de Agustín Lara, y ganaron.
—Granada, tierra soñada por mí… —tararea Carlos.
De premio, cada uno se llevó un corte de pelo, un arreglo de barba y una limpieza de zapatos.
Ellos guardan cual tesoro los recortes con artículos sobre su gira, que fue cubierta por varios periódicos de la época. El Excélsior de México relataba en su columna del 26 de enero de 1964: “[Los hermanos] se fijaron como punto final la ciudad de Nueva York, hacia donde reanudarán su viaje a principios de febrero próximo”. Y Nueva York fue, ciertamente, el rápido destino de uno de ellos.
El argumento del viaje parecía sacado de una novela picaresca: en cada parada del trayecto, los hermanos se ocupaban de visitar los lugares donde sabían que encontrarían clientela. Allí le ofrecían una caricatura al turista o famoso de turno en espera de que les pagara por quedársela. Luego estampaban la esquina derecha del folio con un sello: “Cevallos”.
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Tras dos años de gira tocaba volver a Colombia. Los tres hermanos decidieron abrir juntos un taller de carteles publicitarios, pero Víctor tenía claro que pronto se iría de allí. En 1969 hizo las maletas y se marchó.
Nueva York lo recibía en un contexto de aparente apertura, en el que Estados Unidos parecía estar comprometido a afianzar relaciones con Latinoamérica. En su libro This Must Be the Place. An Oral History of Latin American Artists in New York, 1965–1975, la historiadora de arte Aimé Iglesias Lukin comenta cómo parte de la gran afluencia de artistas latinoamericanos en la ciudad durante esa época fue impulsada por una diplomacia cultural que se tradujo en becas para artistas y en la creación de las primeras instituciones dedicadas a la exposición y promulgación del arte en la región.
Aun así, Víctor no llegaba respaldado por ninguno de esos compromisos diplomáticos. Durante los primeros años trabajó como personal de mantenimiento mientras tomaba cursos de inglés en el Hunter College y era acólito de iglesia los domingos. “Aprendió a decir la misa en inglés, se lo sabía todo”, cuenta Carlos. De ahí escaló a ser gerente de un edificio en la avenida Madison donde le dejaban tener un pequeño estudio en el sótano.
Para cuando Carlos llegó a Nueva York, en 1974, Víctor ya había asegurado un apartamento para ellos solos en la Primera Avenida con la calle 74.
***
Durante finales de los años setenta y principios de los ochenta fue la época en que Víctor y Carlos prosperaron como artistas. Fueron incluidos en exposiciones colectivas en esas instituciones que habían sido creadas, principalmente, para albergar obras de artistas latinoamericanos, como El Museo del Barrio o el Taller Boricua. Pero también en muestras organizadas por otros museos más establecidos, como el MoMA PS1 o el Museo de Queens. Entre las piezas que exhibían, Carlos siempre incluía alguna que retrataba a los indígenas otavaleños del Ecuador de su niñez.
Carlos cuenta a puñados las anécdotas de aquella época. La de cuando un cliente español les pidió hacer una copia del Guernica de Picasso para el salón de su casa. La de cuando le presentaron un cuadro a Ed Koch, alcalde de Nueva York, y este les envió una carta de agradecimiento personalizada. O la de cuando pasaron horas haciendo una pintura de grandes dimensiones para el famoso Museo Americano de Historia Natural de la ciudad. En estilo primitivista, pintaron la sierra y la costa de Ecuador. Lo último que saben del cuadro es que quedó colgado en las oficinas del museo.
El núcleo de trabajo de los hermanos se encontraba en el mismísimo Times Square, en un estudio de 10 habitaciones. “Era enorme, espacioso, luminoso”, dice Carlos señalando una foto de su hermano Víctor y él, vestidos de traje, brocha en mano, pintando un largo cartel en negro y amarillo. Además, había sido una ganga. Un abogado amigo suyo les dejó quedarse con una planta entera del edificio con la condición de que en ocho años deberían marcharse sin rechistar. Tras ese tiempo estaba programada la demolición del inmueble para construir un bloque de edificios más altos.
Miguel, entretanto, por su parte, seguía en Colombia, cumpliendo la promesa que le hizo a su padre: sería el único hermano que se quedaría acompañando a su madre hasta el final.
***
“Mira, esta era ‘La Picherela’, así la llamaba mi mamá, todo el mundo nos reconocía —dice Miguel señalando una foto en la que aparece una camioneta verde—. Víctor hizo el personaje, una caricatura de un señor pintando, y yo le hice el tipo de letra”.
Hablan de la camioneta verde de Publicidad Chapinero, el taller de cartelería publicitaria que los tres hermanos fundaron al volver a Bogotá tras aquella Gira de Buena Voluntad. El negocio era un éxito, y Miguel fue quien lo sostuvo mientras sus hermanos andaban en Nueva York.
Guadalupe siempre estaba por allí acompañándolo y él era simplemente feliz. “Extrañaba a mis hermanos, pero la pasaba bien contento”, dice Miguel con timidez. Aunque los tres trabajaron en el taller durante los primeros años, fue él quien acabó diseñando los carteles a mano para los clientes y quien manejaba un grupo de seis empleados.
El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Nunca faltó a la faena durante los 30 años que permaneció a cargo del negocio.
—Yo hice una promesa: no me iría hasta la muerte de mi mamá. Pero murió a los 101 años, era vasca ¡y con una salud de roble! —cuenta Miguel.
—“Nos va a enterrar a todos”, decía siempre mi papá —se ríe Carlos.
No fue sino hasta 2005 que Miguel viajó a Nueva York.
—Nunca les había visitado, tenía mucho trabajo en el taller —recuerda el hermano—. Al morir mi mamá quise reunirme con ellos.
Publicidad Chapinero acabó cerrando. Nadie más se encargó del taller tras la marcha de Miguel.
***
Víctor y Carlos no le dieron tregua. Nada más aterrizar en Nueva York colocaron un pincel en su mano.
—Víctor me recogió en el aeropuerto y me llevó directo a terminar de pintar un mural grandísimo —cuenta Miguel.
A él lo instalaron en un apartamento en el barrio de Astoria, en Queens. “Miguelito, nosotros ya vivimos un poco estrechos, pero yo busco un lugar para que vivas tú”, dijo Víctor, según recuerdan. Lo primero que hizo Miguel al llegar fue buscar una iglesia donde dejar una vela encendida. Pronto se hizo al barrio y a los vecinos del edificio, en su mayoría griegos.
—Yo vivía como un rey en Astoria, era lindo, pero lindo, lindo —recuerda.
Los tres empezaron a trabajar juntos, Carlos y Víctor viviendo en Manhattan, y Miguel en Queens, donde se reunían todos los días. Cada hermano bebía de una corriente artística diferente en su obra individual. El naturalismo de Miguel, el muralismo de Carlos, la abstracción geométrica de Víctor. Pero a la vez, de forma paralela y casi sin darse cuenta, estaban construyendo un legado conjunto que podemos aventurarnos a denominar “cartelismo de los Cevallos”.
Al estilo de aquella Gira de Buena Voluntad, Víctor ideó un nuevo plan para los proyectos que ellos consideraban “trabajos comerciales”. “Él fue el creador de los pósters”, afirma Carlos. Los hermanos empezaron a llevar sus bocetos a los restaurantes latinoamericanos que frecuentaban en la avenida Roosevelt. Hubo un momento en que la lista de clientes era interminable: “No dábamos abasto —dice Carlos—, ahí todos los vecinos nos conocían”.
Moises Leyva recuerda perfectamente la primera vez que vio a los hermanos entrar en su restaurante.
—Me impresionaron. Entraron los tres vestidos de traje. Flacos, altos, de tez blanca. Llegaban directamente y te ofrecían un cartel. Se sentaban justo ahí —dice Moises señalando una mesa cerca de la cocina—. Ponían la cartulina y te dibujaban lo que tú les pedías. Estaban muy solicitados.
En este negocio familiar siempre se anunciaba cualquier oferta o día festivo con un cartel de los Cevallos:
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El fallecimiento de Víctor en 2012 fue algo repentino que dejó a Carlos y Miguel con un gran sentimiento de vacío: “Es que todo lo que tenemos se lo debemos a él”. Miguel dejó Astoria para mudarse a Manhattan junto a Carlos, pero todos los días volvían en un trayecto continuo a Queens. Allí seguían teniendo a sus principales clientes y no podían permitirse descuidarlos. Aun así, los locales estaban empezando a contratar los servicios más baratos de imprentas. La clientela seguía menguando.
Tampoco contaban ya con un espacio de estudio para sus obras, las cuales almacenaban ahora en el apartamento de Manhattan. Un cliente amigo, dueño de un bar del que no quieren dar el nombre, les dejó trabajar en la parte de abajo de su negocio.
—Te voy a contar un secreto —dice Miguel bajando la voz—. ¿Sabes lo divertido? —nos acercamos los unos a los otros formando un grupo de chisme—. ¡Que ahí era donde se cambiaban todas las bailarinas del bar de arriba! —los hermanos estallan en carcajada—. Pero nunca, nunca vimos nada —asegura.
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Así, el cartelismo se escapó de los negocios latinoamericanos de la Roosevelt para infiltrarse en los espacios más buzzy, trendy y cool de los barrios neoyorquinos de SoHo, Nolita, Williamsburg o Greenpoint. En un artículo para el medio especializado Eater, el dueño de un negocio en Brooklyn compara a los hermanos con artistas como Daniel Johnston o Henry Darger al hablar de las cualidades “infantiles” de los carteles de los Cevallos, y añade lo genial que es “dar ese toque local al negocio”.
Pero los pósters de Víctor, Carlos y Miguel deben ser analizados desde el propio prisma del arte del cartelismo, es decir, como un arte gráfico espontáneo y original que encapsula el espíritu de una comunidad.
El año pasado, en 2023, Max Warsh decidió montar una exposición enfocada únicamente en los carteles que los hermanos habían pintado para negocios latinoamericanos. “Hay un propósito muy simple que muchos espacios de arte perseguimos —comenta Max—: dar espacio a los artistas que han contribuido a crear comunidad”. De manera humilde y eficiente, eso es justo lo que Víctor, Carlos y Miguel consiguieron en la avenida Roosevelt. “Destilaron su visión hacia lo más esencial de un letrero de escaparate de un pequeño negocio: el dar la bienvenida a alguien a un espacio con una personalidad única”, añade.
La exposición daba un nuevo contexto a los carteles de los Cevallos. Del ruidoso póster callejero al que echar un vistazo rápido para decidir si entrar a un bar o no, a la obra de arte que se mira con fascinación en un museo. En el silencio de la galería, al mirar fijamente los carteles, todavía se puede ver la marca de la improvisación, del proceso creativo rondando la mente de los hermanos. Un color que transiciona a otro. Un rastro de lápiz borrado para ajustar la oferta del restaurante: “cubetazo gratis”, “especial de cubetazo”.
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Mientras terminamos de repasar catálogos y recortes de periódico, Carlos reflexiona sobre el éxito que están teniendo: “Lo importante es llegar a la meta, ¿sabes?, la edad no importa. Víctor quería llegar a tener fama mundial, y lo hemos conseguido”.
Ninguno pensó nunca en volver a Colombia: “Nuestro sueño siempre fue crear una vida aquí, en Nueva York”, dice Carlos. Ahora a él y a Miguel no les falta el trabajo. Con la ayuda de Aviram Cohen llenan su agenda semanal de encargos, pero sin que sea agobiante. Miguel diseña sobre cartulina, como han hecho toda la vida, y Carlos, como colorista profesional, dirige la elección de tonos. Llevan una rutina más tranquila y saludable. Salen a pasear diariamente y se han aficionado a cocinar juntos: “Ahora nos cocinamos verduritas en casa entre los dos, no tanto rebozado como el que comíamos en el restaurante chino de la Roosevelt”, dice Carlos.
Un recorte de una gaceta local de los noventa destaca en su titular: “Hermanos ecuatorianos logran triunfar en NYC”. No hay éxito y legado más grande que el de entretejerse, sin casi pretenderlo, en la memoria colectiva de un lugar. El de evocar nostalgia hacia un arte manual que parece perderse en una era digital. El de revivir un espíritu de localidad, comunidad y pertenencia. Eso es lo que han conseguido Víctor, Carlos y Miguel Cevallos.
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Aviram Cohen avisa a los hermanos de que ya son las 5:45. Llevamos casi dos horas inmersos en una burbuja de recuerdos. Ya se está haciendo tarde y la misa de las seis es sagrada.
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