Padre Pantoja: amar a Dios en tierra de Zetas
Emiliano Ruiz Parra
Fotografía de Jacobo Parra
El Padre ve en los migrantes las víctimas más oprimidas del neoliberalismo y el crimen organizado.
TEMPORALES
La tierra es seca y rugosa como la piel de un elefante. Sin una gota de lluvia que levantara las milpas, no quedó más remedio que desmoronar los cerros y expurgarles la arcilla. Y de tanto rascar aquí y allá, los montes quedaron achatados, cuadrados como ladrillos cocidos por la luz granate del atardecer. Árido y polvoriento por la voluntad del cielo; rojo y poligonal por las manos de los hombres, a este lugar donde no llueve se le llamó Temporales, Rancho Temporales.
Acá llegaron los Zetas a asesinar a dos jóvenes.
Eran los días posteriores a la Navidad de 2010, una familia cenaba en casa y los sicarios irrumpieron sin más y ejecutaron a dos primos carnales que rondaban los treinta años. Unos cuantos tiros y vámonos. A los temporaleros les quedó claro: el pueblo pertenecía a los Zetas, como pertenece lo que el ojo del hombre alcanza a ver en este paisaje geométrico y rojo como la superficie de Marte.
Algo bueno trajeron los Zetas: caminos. Se aplanaron los chipotes de tierra y se pavimentaron las terracerías: el paso criminal de las camionetas se redujo de tres cuartos de hora a unos quince minutos desde Saltillo.
Sobre esa carretera avanza la camioneta Estaquitas del sacerdote Pedro Pantoja. En la caja viajan cuatro adolescentes del Círculo de Estudiantes Cristianos que se reúne en el templo de la Santa Cruz. Uno de ellos toca la guitarra y canta una canción: «El teléfono parece carpintero, porque aserrín, porque aserrín».
El 6 de enero, Pantoja viene a este rancho a celebrar la Epifanía. Se viste las ropas sacerdotales sobre el pantalón de mezclilla y la camisa a rayas. Rebaja con cinco partes de agua el chorrito de vino de consagrar que vierte en un vaso de plástico y dedica su homilía a los jóvenes asesinados un año atrás. Le explica a la gente por qué hay que ser solidarios con los transmigrantes centroamericanos. Las guitarras y las voces de los adolescentes musicalizan el rito.
CONTINUAR LEYENDOLos escuchan quince adultos y diez niños. La tez de los hombres está seca y rugosa como la epidermis de Temporales. Los niños se emocionan porque han visto las piñatas y los dulces que llegaron en el vehículo del cura. Al término de la misa, la comunidad agasaja a las visitas con tamales y champurrado.
Los niños rompen una piñata. Pantoja invita a las madres a que quiebren la segunda. Las primeras en tomar el garrote dan golpes tímidos, titubeantes.
«¡Ándele, como si fuera su marido!», anima Pantoja y todos ríen.
La señora rompe la piñata.
Pantoja se permite pocos placeres. A veces pareciera hosco y hasta sus esporádicas bromas tienen significado político. De los sacerdotes y las monjas que se han volcado a la defensa de transmigrantes centroamericanos, Pedro Pantoja Arreola es quizás el política e intelectualmente mejor preparado. Formado durante cuatro décadas como dirigente obrero —tarea que desempeñó al mismo tiempo que era párroco—, Pantoja Arreola ha propuesto que las casas de migrantes no sólo brinden comida, techo y protección contra los secuestros, sino que fomenten la conciencia política de los migrantes y los transformen, de ese modo, de víctimas en protagonistas de su propia liberación.
De sesenta y siete años, Pantoja pertenece a la Teología de la Liberación, una corriente católica latinoamericana que vio pasar sus mejores días en los años setenta y que se enfrenta a una crisis generacional: sus grandes figuras están muertas o en el límite de los setenta años, sin que aparezca con certidumbre un relevo generacional. Los liberacionistas, como se llaman a sí mismos, persiguieron durante décadas la Revolución social. En el camino, sin embargo, se toparon con los Zetas.
Los liberacionistas encontraron significado a su lucha con los transmigrantes, a quienes identifican como las víctimas más oprimidas del neoliberalismo actual. Hoy están en el frente de guerra contra el crimen organizado, que encontró en los migrantes —y en la complicidad gubernamental— una industria de explotación por medio de los secuestros, el reclutamiento forzado de sicarios, la trata de blancas y el tráfico de órganos.
LAS VIDAS DE PANTOJA: EL CONTAGIADO
Si se le pregunta por su niñez, de inmediato hablará de su madre, Ramona Arreola, que asumió la atención pastoral de los presos de la cárcel de Parras, en Coahuila. El solo hecho de verla confortar a los presos con el evangelio le habría dejado una huella imborrable, pero la cárcel era tan pobre que la Palabra tenía que volverse carne, alimento no únicamente para el espíritu sino para el cuerpo. Por ello, Ramona Arreola se hizo cargo de llevarles comida, de que no les faltara ropa y enseñó a leer a los analfabetos.
La pobreza era la hermana mayor de los ocho hijos del matrimonio Pantoja Arreola. Ramona lavaba y planchaba ajeno, tejía y remendaba, horneaba pan e iba a los ranchos a comprar leña para revenderla en la ciudad, con tal de abatir el hambre de sus hijos. A pesar de sus propias penurias, su tarea como apóstol de la cárcel se extendería por cuatro décadas, con la ayuda de su esposo, quien fuera campesino y, después, empleado del sistema de aguas de la ciudad.
La migración tocó a Pedro Pantoja desde el primer año de edad, cuando su familia huyó de la pobreza de San Pedro del Gallo, en Durango (el censo de 2010 registró setecientos habitantes en el pueblito), para instalarse en el valle de Parras, fértil en uva y algodón. A los diez años migró de nuevo, pero ahora solo, a Saltillo, al seminario menor; a los quince cruzó la frontera para continuar los estudios sacerdotales en Nuevo México. Pero la experiencia clave que le mostraría la migración como un fenómeno que cambia la historia mundial la tuvo a los veinte años, cuando conoció al líder migrante más célebre en la historia de Estados Unidos, César Chávez —aunque también ampliamente controvertido por su autoritarismo y megalomanía.
Con un pequeño grupo de estudiantes de Teología del seminario de Montezuma, Nuevo México —entre ellos el hoy obispo de Toluca, Francisco Javier Chavolla—, Pantoja llegó en 1966 hasta Delano, California, el campamento desde donde Chávez dirigía el movimiento de emancipación migrante, y se contrató como bracero durante tres meses. Chávez, entonces un enérgico dirigente de treinta y nueve años, marcó a Pantoja como luchador social. El ahora sacerdote recuerda el movimiento migrante dirigido por Chávez como un milagro social y revolucionario, al insurreccionar al grupo más oprimido de Estados Unidos.
Hoy, la vida de Pantoja gira exclusivamente en torno de los migrantes centroamericanos: si tiene que dar una conferencia, celebrar una misa, asistir a una reunión, ofrecer una entrevista, viajar en México o en el extranjero, acudir a una cena o leer un libro, debe tener una relación con su trabajo como defensor de los derechos de los migrantes. Adicto al trabajo, la migración aparece hasta en su correo electrónico. «En la casa no hay ningún profesionista que esté haciendo un trabajo aséptico: todos estamos contagiados», me dice de sí mismo y de los colaboradores de Belén, Posada del Migrante.
En un largo día de reuniones, entrevistas y celebraciones religiosas —en pleno fin de semana—, el único momento que se toma Pantoja de descanso llega hasta la noche. Ya se han ido a dormir los migrantes y los colaboradores. Quedan dos seminaristas que cubren en el albergue su año de servicio social antes de recibir la ordenación como diáconos. Pantoja prepara una omelette con frijoles. Se sienta a cenar con los seminaristas y escucha la conversación de uno de ellos, originario de Tampico, Tamaulipas. En su estado, cuenta, estallan granadas en los centros comerciales, abundan las balaceras, los curas huyen, los muertos se cuentan por decenas. Es la guerra de los Zetas y el Cártel del Golfo por el control del estado.
«Pero nada de eso sale en las noticias. La verdad allá está mucho peor que aquí», cuenta el aspirante a sacerdote.
Se acaba la jornada. Se van todos a dormir.
LAS VIDAS DE PANTOJA: EL OBRERO
Pedro Pantoja alternó durante décadas la vida de párroco y de dirigente obrero. En 1974, mientras era vicario de la catedral de Saltillo, estalló la primera rebelión laboral importante del norte del país, en las compañías Cinsa y Cifunsa. Pantoja fue asesor del comité de huelga y participó en casi todas las decisiones estratégicas del movimiento que, sin embargo, terminó en la traición de los líderes sindicales.
«La derrota fue dolorosísima. Nos dolió mucho porque hubo represalias criminales: despidieron a miles y boletinaron a los obreros que habían participado para que nadie los contratara», me dice.
Por años, Pantoja fue asesor de obreros, mineros y trabajadores de la maquila en el noreste. Le tocó oponerse a famosos caciques como Napoleón Gómez Sada, líder sindical vitalicio de los mineros, pero también conocer al que define como uno de los iconos del sindicalismo mexicano, el líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo.
«Vallejo vino a alentar la lucha social y lo tomaron preso. Estuvo como mes y medio en la cárcel, y yo tuve mucho tiempo para convivir con él y aprenderle, y también colaboré para que saliera. Fue una experiencia muy bonita», recuerda el sacerdote.
La ola de despidos del sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) cruzaría los dos caminos de Pantoja: el obrero y el migratorio. Miles de desempleados mexicanos, echados de empresas paraestatales como Altos Hornos de México, buscaron una vida mejor en Estados Unidos. Muchos eran deportados a Ciudad Acuña, Coahuila, donde recuperaban fuerzas para intentarlo de nuevo. Ahí fundó Pantoja el albergue Casa Emmaús, que atendía principalmente a migrantes mexicanos.
Y estuvo en Acuña hasta 2002, cuando el obispo de Saltillo, Raúl Vera, lo requirió urgentemente: en la capital se registraba una ola de asesinatos de transmigrantes centroamericanos y era urgente que un sacerdote experimentado reforzara Belén, Posada del Migrante, que dos religiosas habían abierto hacía poco en una bodega abandonada. Pedro Pantoja no lo pensó dos veces.
SALTILLO EN ROJO
El color rojo fue elevado a culto en Coahuila. Los nuevos puentes, los vehículos oficiales, las escuelas y las patrullas de la policía se pintaron de rojo; a los servidores públicos se les uniformó en rojo y a los pobres se les entregó despensas en bolsas de color rojo. Desde 2006, el rojo se convirtió en el color que identificó al Partido Revolucionario Institutional (PRI), el mismo que gobernó el país setenta años ininterrumpidos y ahora encabeza las preferencias electorales para recuperar la presidencia en las elecciones de julio próximo. De chamarras rojas se uniformaba a los asistentes a los mítines de ese partido.
Humberto Moreira, gobernador priista de la entidad entre 2005 y 2011, aumentó la deuda de trecientos veintitrés millones de pesos a treinta y seis mil millones. En una sucesión cuasi dinástica, le heredó el poder a su hermano Rubén, que recibió las finanzas quebradas. Pero acaso la herencia más trágica fue que el crimen organizado penetró la vida política y social de la entidad. Pedro Pantoja me da un ejemplo: la diócesis de Saltillo ha documentado doscientos casos de desapariciones forzadas de personas. Y esos casos no se refieren a migrantes centroamericanos sino a ciudadanos mexicanos.
Pantoja: «Éste es territorio de Zetas, de cárteles y de muchísima violencia […] El crimen organizado es una empresa perfecta que cubre todos los estamentos de la sociedad: los aparatos políticos, los empresarios, los ganaderos, los comerciantes; son dueños de bancos que subsidian el desarrollo del gobierno y de las agencias de envío de dinero (desde Estados Unidos), que siempre se ha negado el gobierno a investigar […] En el caso del noreste, no se puede separar la infiltración de las autoridades con el crimen organizado».
Pantoja es de los poquísimos que se atreven a hablar del tema frente a una grabadora. Los Zetas y su colusión con las autoridades son el tema de conversación informal con activistas y sacerdotes: su control sobre las cárceles locales, los cuerpos policiacos, los legisladores y los funcionarios públicos, los establecimientos mercantiles, las calles, los negocios lícitos y los ilícitos. Nada de eso, sin embargo, se declara a un medio de comunicación. Las balaceras son las que rompen el silencio en la ciudad. Pero a ellas tampoco se les llama por su nombre. Sólo se pregunta: ¿ayer hubo fiesta en tu colonia?
Humberto Moreira renunció a la gubernatura un año antes de terminar su mandato, para asumir la presidencia nacional del PRI. Pero Moreira no resistió el escándalo generado por la enorme deuda pública de Coahuila y se marchó del PRI por la puerta trasera sólo nueve meses después de haber tomado posesión.
El 29 de febrero pasado, el PRI convocó a sus candidatos a diputados federales a tomarse una fotografía con el candidato presidencial Enrique Peña Nieto en la ciudad de México. Pero a todos se les advirtió: quien lleve una camisa o chamarra de color rojo no se le permitirá retratarse. Cuando mucho, prendas color de rosa o melón, pero el color rojo estaba totalmente prohibido.
GOTERAS
Un periodista de Nueva York se enteró de que un sacerdote del noreste de México, residente en territorio de Zetas, había estudiado en Estados Unidos y hablaba un estupendo inglés. Se puso en contacto con él y le preguntó si a él lo habían tentado los narcotraficantes. El cura le dijo que los narcos le ofrecían hasta diez veces más dinero por los bautizos y las bodas. Y por eso mejor había dejado de cobrarlos, aunque reconoció que algunos de sus colegas, ya por miedo, cinismo o acuciante necesidad, aceptaban las narcodádivas sin objeción.
La nota se publicó un lunes en la Unión Americana. Al otro día, unos Zetas —o sus representantes— se personaron en la parroquia del cura declarante con todo y albañiles. Llevaban botellas de pintura. El sacerdote se dio cuenta de que no podía negarse y optó por negociar. Les dijo que no le hacía falta ningún retoque a las paredes, pero aceptaba una impermeabilización de los techos. Su parroquia quedó lista ese mismo día.
LAS VIDAS DE PANTOJA: EL INTELECTUAL
A los veintiséis años, Pedro Pantoja se inscribió en el Instituto Teológico Pastoral para América Latina (Itepal), en Quito, Ecuador, en donde fue alumno de los fundadores de la Teología de la Liberación: Gustavo Gutiérrez, Enrique Dussel y el pedagogo Paulo Freire. De vuelta a México, concluyó una maestría en Sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Su curiosidad intelectual, sin embargo, no estaba saciada aún, y entonces dio el último salto: Nanterre, Francia, la Facultad de Ciencias Sociales en París X, a donde fue a hacer una especialización.
«Estuve en el seminario de Michel Foucault. Era magistral. Es el intelectual más fuerte del siglo XX, después de Freud. No era parte de mi plan de estudios, pero en cuanto llegué allá me recomendaron que no me lo perdiera», recuerda Pantoja con orgullo.
Pedro Pantoja siempre carga un libro y avanza en su lectura aunque la agenda del día esté completamente llena. Sobre su escritorio —en las oficinas de la curia, no en el albergue— rebosan cientos de libros mezclados entre documentos y libretas.
Le pregunto por la vivencia en París adquirida fuera de las aulas. Pero ni siquiera París quebró su disciplina:
—Yo vivía como un estudiante pobre. Mis espacios en solitario eran para estudiar. Vivía apasionadamente esa vida porque tenía que rendir cuentas y no podía perder el tiempo: sin ningún gusto, sin ninguna comodidad, sin ningún privilegio y sin ninguna diversión: no tenía derecho.
EL ABISMO, EL INFIERNO Y LA AMARGURA
Honduras y El Salvador se convirtieron recientemente en los países más violentos del mundo, con tasas de homicidios de ochenta y uno y sesenta y seis personas por cada cien mil habitantes. En el corredor centroamericano operan novecientas pandillas con setenta mil miembros, según un informe de una agencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Ochenta por ciento de sus huéspedes de Belén, Posada del Migrante proviene de Honduras, un país devastado por el huracán Mitch en 1998, que destruyó ochenta por ciento de las carreteras y setenta por ciento de los cultivos. Dana Frank, en el artículo «Rescaten a Honduras del abismo» publicado el 29 de enero en el International Herald Tribune, afirma que, desde el golpe de Estado que depuso al presidente Manuel Zelaya, Honduras ha descendido a un abismo de derechos humanos y seguridad.
Frank afirma que trecientas personas han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad del gobierno, además de que treinta y cuatro miembros de la oposición, cuarenta y tres dirigentes campesinos y trece periodistas han sido desaparecidos o ejecutados. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, mientras tanto, ha incrementado el apoyo militar al gobierno de Porfirio Lobo.
I. El infierno
Los relatos de los sobrevivientes de secuestro rebasan los límites de la imaginación. A los transmigrantes se les convierte en objetos de entretenimiento sádico. El periodista Daniel de la Fuente publicó en 2011 una reseña de los casos más impactantes registrados por la asociación civil Fronteras con Justicia: centroamericanos que son obligados a pelear hasta la muerte con marros o a matarse a tiros; hijos adolescentes que son forzados a sostener relaciones sexuales con sus madres; hombres despedazados a machetazos cuyos restos se cocinan para sus propios compañeros o se arrojan a fosas de cocodrilos; mujeres embarazadas apaleadas hasta el aborto, cuyos fetos se arrojan a los secuestrados; violaciones multitudinarias; hacinamientos de centenares de personas que se prolongan por meses; hombres sometidos que son arrollados por tractores.
En sólo dos años se han descubierto mil quinientos cadáveres de migrantes. «No hay otro país en el mundo donde ocurran más muertes de migrantes internacionales que en el nuestro», escribió el investigador Jorge Bustamante en Reforma el 28 de marzo.
II. La amargura
«Estados Unidos era un sueño, ahora es una amargura», me dice Franklin, un inmigrante hondureño que acumulaba, a principios de enero de 2012, dos meses de residencia en Belén, Posada del Migrante. En los tres días que paso en Belén, Posada del Migrante en enero pasado, converso con algunos de sus huéspedes. La mayoría ha vivido ya en Estados Unidos, donde desempeñaron trabajos como jardineros o barrenderos; muchos de ellos establecieron pequeños negocios dentro de la industria de la construcción: compraron camionetas que cargaban con botes de pintura o de impermeabilizante y le dieron empleo a otros indocumentados; disfrutaron de vacaciones; compraron ropa de marca, gadgets y perfumes; se endeudaron; aprendieron un inglés tan callejero como fluido, dejaron esposa e hijos… una vida de enorme esfuerzo pero confortada por el consumo y la seguridad, una vida que se esfumó con la deportación o el regreso a atender a familiares enfermos o moribundos.
En su camino de regreso a Estados Unidos, nuevamente empobrecidos, los transmigrantes dependen ahora de la caridad de los albergues. Cuando están en el camino, las noches las pasan en el frío de las góndolas de los trenes de carga. La comida y un poco de dinero se obtiene de charolear (mendigar) entre los transeúntes y los vecinos en los pueblos donde hay estación de trenes.
EL ALBAÑIL
Entre los sacerdotes, religiosos y monjas mexicanos que se volcaron en la atención y defensa de transmigrantes centroamericanos circuló ampliamente el libro Jesús, una aproximación histórica, del sacerdote español José Antonio Pagola. El Jesús de Pagola era un obrero de la construcción, analfabeto y originario de una población de no más de cuatrocientos habitantes.
La vida de su clan familiar era dura porque debían pagar una triple tributación: al Imperio romano, al gobierno vasallo de Herodes Antipas y el diezmo para el templo de Jerusalén. En esas condiciones, los campesinos solían caer en espirales de deudas impagables y tenían que rematar sus pequeñas parcelas. Y ésa era su peor desgracia, porque entonces había que sobrevivir como mendigo o depender de la caridad de la tribu.
Aun cuando Jesús ayudaba en la labranza de Nazaret, muy probablemente no poseía tierras propias, por lo que debió seguir el oficio de su padre: artesano de la construcción (y no exclusivamente carpintero). Jesús caería dentro de la categoría de «precariato» que han creado los sociólogos de nuestros días para describir a hombres como él. Sin posesiones ni empleo fijo, Jesús itineraba en los pueblitos de Galilea ofertando su fuerza de trabajo: pulido de piedras, trabajos sencillos en madera, construcción y reparaciones de viviendas. Pero no la tenía fácil. El campesinado judío era pobre y cada padre de familia prefería edificar o arreglar por su cuenta antes de pagar a un artesano.
Tras la lectura de Pagola, no hay que sorprenderse de que los curas, frailes y religiosas que atienden a los transmigrantes centroamericanos descubran esa biografía de Jesús en los hombres y mujeres que llegan a sus parroquias. En su camino al imperio estadounidense se someten a la múltiple sangría de las autoridades mexicanas corruptas, los garroteros de los trenes, los conductores de autobuses, las bandas de Zetas y los asaltantes comunes. Si acaso han logrado en alguna ocasión anterior llegar a Estados Unidos, es muy probable que hayan obtenido empleos precarios en la industria de la construcción: en albañilería, pintura e impermeabilización, aire acondicionado, jardinería y cualquier tipo de reparaciones domésticas.
Nazaret era un pueblito invisible (no lo registran los censos de la época) en un país periférico, rural y empobrecido, bajo la autoridad de vasallos del Imperio romano. Cualquier similitud con la Honduras de hoy bajo el gobierno de Porfirio Lobo es algo más que una coincidencia para los religiosos mexicanos. Al entrar a Belén, Posada del Migrante, lo primero que se ve es una pintura que muestra a seis indocumentados con las manos atadas, detenidos por la Border Patrol. Uno de ellos lleva la túnica blanca y el cabello largo del Nazareno. Una imagen similar adorna sus oficinas en la diócesis de Saltillo: un cartel muestra a Jesús mirando detrás de la malla ciclónica de la frontera, desde un hueco que abre con la mano entre las púas, y la leyenda «Jesús migrante».
BELÉN, POSADA DEL MIGRANTE
Hace un lustro, la cocina del albergue era territorio prohibido. A nadie se le permitía la entrada sin gafete y sin mandil.
—En aquel entonces, la guerra entre los maras estaba mucho más dura: que si unos eran del Barrio 18 y que los otros de la Salvatrucha… No dejábamos entrar a nadie para que no fueran a agarrar un cuchillo y matarse. Cuando servíamos la comida todo era desechable. Ni una cuchara teníamos de metal. Pero ya ha bajado mucho —me cuenta Guadalupe Argüello, la madre Lupita, una religiosa de ternura maternal y autoridad de hierro que coordina la marcha del albergue.
En Belén, Posada del Migrante se sirve sopa, arroz, ensalada fresca con mucha col, pollo frito, agua de frutas y pan. Un verdadero banquete en comparación con lo que ofrecen otros albergues de miembros de la Iglesia católica. Los huéspedes, cuando se registran, reciben ropa limpia y en buen estado: pantalón, chamarra, calcetines, trusa, zapatos, camisa, cepillo de dientes y pasta dental.
Los albergues de miembros de la Iglesia católica dependen, en buena parte, del trabajo de voluntarios. La organización alemana Internationaler Bund enviaba, desde 2005, estudiantes de ese país a Belén, Posada del Migrante. Dos jóvenes, Klaus y Walter, de veinticuatro y veintidós años, respectivamente, acumulaban ya diez meses en junio de 2011, cuando debieron retirarse de manera intempestiva. Por lo que vi en el dormitorio de voluntarios, cuando estuve ahí en enero pasado, era claro que se habían marchado sin empacar libros, postales y carteles.
Acompañé a Lupita Argüello a un centro comercial, ubicado a unos doscientos metros del albergue, a cobrar envíos de dinero desde Centroamérica para huéspedes de la casa. Lupita me contó la historia en el camino: Klaus había hecho ese mismo trayecto al supermercado, en compañía de dos transmigrantes. De una camioneta pick-up se bajaron dos hombres con ametralladoras. Le ordenaron que les entregara a los indocumentados. El tono de su voz iba de la burla a la amenaza. Pero Klaus no cedió e interpuso el cuerpo. Los hombres armados se fueron con las manos vacías. Si Klaus hubiera flaqueado, piensa Lupita, a esos dos muchachos los hubieran secuestrado a plena luz del día. La embajada alemana sacó a sus connacionales inmediatamente del país y canceló el envío de voluntarios hasta que el Estado mexicano garantizara su seguridad. Hasta mi visita, eso no había ocurrido.
Cuando visité el albergue, el segundo fin de semana de enero, cuatro estudiantes de Etnología, dos hombres y dos mujeres, concluían un breve voluntariado de una semana. La noche del 6 de enero cada uno se despidió con un breve mensaje después de la cena. Una decena de transmigrantes levantó la mano para responder. La mitad de ellos habló con una elocuencia conmovedora sobre el cariño, el agradecimiento y la empatía que habían despertado esos jóvenes en sólo una semana de convivencia. Su oratoria segura y seductora hacía difícil pensar que eran emigrantes de un país en ruinas que habían pasado las últimas semanas a salto de mata y anhelaban entrar a un país que los emplearía como obreros o limpiadores.
Al término de los discursos, transmigrantes y voluntarios se reunieron en círculo en torno de Lupita para cantar «Sumérgeme», que se ha convertido en el himno de las casas de migrantes manejadas por religiosos católicos. Irónicamente, una canción compuesta por Jesús Adrián Romero, un cantante cristiano-evangélico:
Cansado del camino
Sediento de ti.
Un desierto he cruzado
Sin fuerzas he quedado
Vengo a ti.
Luché como un soldado
Y a veces sufrí
Y aunque la lucha he ganado
Mi armadura he desgastado
Vengo a ti.
LOS PROTAGONISTAS
Belén, Posada del Migrante admitía a los indocumentados hasta por tres días como la mayoría de los albergues. Pero cambió por completo su perfil: ya no sería más una casa de resguardo y reparación temporal, sino el experimento de «un modelo alternativo de sociedad», como lo llama Pedro Pantoja.
«El objetivo es que pasemos de la victimización a un grado nuevo de subjetividad social, de manera que, si llegaron como víctimas, salgan como actores, como protagonistas», dice.
Su sueño es que reconstruyan Centroamérica como alcaldes, diputados, ministros. Por eso conceptualiza el albergue como un modelo alternativo de sociedad.
«La columna vertebral son los derechos humanos, el aspecto histórico, antropológico, cultural, religioso, la salud mental, la atención a víctimas y sobre todo la audacia de colocar todo esto en el debate internacional del enfrentamiento con el Estado», me dice.
Más allá de que se cumpla o no ese proyecto político, la flexibilidad del albergue le permite a los migrantes pensar en sus tres alternativas: cruzar la frontera, regresar a Centroamérica o quedarse en México, como empieza a ocurrir.
El que quiera cruzar necesita dinero. Mucho. Sólo por atravesar la frontera se pagan trecientos dólares a las mafias mexicanas. Pero nadie se aventura sin pollero. Y un pollero no cobra menos de tres mil quinientos dólares.
Los transmigrantes no tienen ese dinero. Dependen de que sus familiares en Estados Unidos se los envíe, pero juntar esas cantidades lleva tiempo. Belén, Posada del Migrante es el espacio ideal para esperar. Incluso se pueden ganar unos pesos en el ínterin: empleadores acuden por mano de obra y ofrecen hasta doscientos pesos por jornal. En el albergue, cada día, hay cosas que hacer: desde pláticas de derechos humanos a clases de baile y aeróbics.
El obispo Raúl Vera —superior religioso de Pantoja— lo sintetiza así: «El objetivo es que, ya sea que se vayan a Estados Unidos, se queden en México o se regresen a Honduras, se conviertan en sujetos de su propia liberación». \
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