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Con un lenguaje íntimo y preciso, en <i>Todo lo que amamos y dejamos atrás</i> (Alfaguara, 2024) Elisa de Gortari crea un mundo apocalíptico donde la memoria, la comida y la ternura ocupan un lugar central.
El futuro. En algún momento de la mitad del siglo XXI aparecen en la tierra unos anillos como los de Saturno; hay un gran apagón que termina con la luz eléctrica; en el sur global comienzan a formarse glaciares que obliga a los habitantes de esa zona a abandonar sus países. En ese mundo apocalíptico, probable, una periodista de la Ciudad de México llamada Grijalva y su hijastro, Indiana, viajan a Tamarindo, un pueblo de Veracruz, para investigar una epidemia de niños enloquecidos.
Todo lo que amamos y dejamos atrás (Alfaguara, 2024) es la nueva novela de Elisa de Gortari. En esta hay casas embrujadas, centros comerciales transformados en pueblos enteros, gatos, pero, principalmente, hay ciencia ficción escrita con un cuidado milimétrico en el lenguaje propio de una asidua lectora de poesía, y que recuerda a autores como Borges o Ursula K. Le Guin porque, sobre todo, esta es una novela de lenguaje, forma pura. En entrevista para Gatopardo, la autora conversó sobre cómo nació la novela, sus influencias y por qué el fin del mundo no puede ser igual para todos.
¿Cómo surgió la idea de escribir una novela como Todo lo que amamos y dejamos atrás, que es ciencia ficción y lenguaje en las mismas proporciones?
La idea de la novela surgió hace ya muchos años. Debe haber sido 2015, 2016, cuando garabateaba un poco con la idea de escribir un libro donde hubiera ciertas reglas como que la tierra tuviera anillos, que no hubiera electricidad, eso en particular fue una de las primeras cosas. Pero realmente la novela comenzó a escribirse cuando inicié mi transición de género, en 2017. Ahí fue cuando de verdad empecé a escribir.
La novela no tiene nada que ver con mi transición en género, no se menciona ni una vez la palabra trans en la novela. Pero esa fue la experiencia primordial que permitió que se escribiera el resto de la novela porque desgraciadamente fueron malos años, fueron muy malos años: perdí muchas cosas, tuve muchos conflictos. Pero sin esa experiencia, creo que no hubiera podido escribir el libro.
No me gusta jactarme de eso: que el sufrimiento me permitió escribir un libro distinto al que originalmente había conseguido. Creo que eso no tiene nada que ver con la literatura, al contrario: a mí me gusta la literatura por la literatura; no me interesan nuestras experiencias, nuestras vidas no son tan valiosas.
Creo que es más importante lo que contamos que lo que vivimos. ¿Existe la presión de escribir de la experiencia propia? Muchas veces, desde el mercado editorial, se les empuja a las mujeres trans a escribir solo de su experiencia como mujeres trans. ¿Existe esta presión?
Creo totalmente que el mercado orilla a la gente trans a escribir solamente de sus temas morbosos. A mí me gustan las novelas trans que circulan actualmente, incluso muchas de las que no han escrito personas trans, porque ahí está el caso de Uri Bleier, que escribió una magnífica novela trans [Esta cuerpa mía (Alfaguara, 2024)] sin ser trans.
Son muy valiosas estas novelas trans, la de Camila Sosa [Las malas (Tusquets Editores, 2019)]; la de Ariel Richards [Inacabada (Alfaguara, 2024)]. Las he leído con mucho gusto, lo que no me gusta es la reacción de la gente porque de pronto ya no son novelas valiosas porque estén bien escritas; ya no son valiosas porque posicionan una voz diferente en el ámbito literario; se vuelven valiosas porque satisfacen esa carga de pornomiseria a la que quiere acceder el público cis.
Y la verdad es asqueroso. Me parece muy asqueroso cómo nos leen. Cuando nos leen, leen su morbo. Y en mi caso, por ejemplo, no creo que tenga muchos lectores hombres, creo que me leen principalmente mujeres, de la comunidad LGBT; hombres heterosexuales creo que son pocos realmente. De todas maneras, siento una presión enorme hacia las personas trans para que escriban sobre eso y satisfagan esta clase de deseos que tiene la industria.
Algo que destaca de tu novela es el lenguaje tan trabajado, muy cuidado, musical. ¿Cómo influye tu poesía en la prosa de Elisa de Gortari?
Para mí la literatura es forma. Solo me interesa la forma. No me interesa nada más. Me sorprende cuando la gente me menciona cosas de la trama, como una cosa importante, porque sí pienso en ellas, pero lo importante para mí es la forma. La forma decide todo lo demás. Vivimos en una época de vacas flacas para quien ve eso. No están al alza los libros difíciles, no están al alza los libros desafiantes, no están en alza los libros demandantes; todo lo contrario, incluso creo que se censura un poco eso. Es una forma de antiintelectualismo.
La gente ya no quiere desafiar sus propias convenciones para entender un libro difícil; quieren que los que escriben bajen sus estándares para moldearse a estos lectores que pueden ser más bien flojos. Y yo no voy a concordar nunca con eso.
Y bueno, en cuanto al libro, vengo de escribir poesía y por muchos años fue lo único que leí, por unos pocos años fue lo único que me interesaba.
Vengo de la música porque es lo que estudié. Pero no sé, a veces no sé qué tanto influyó eso. Es cierto que es en lo que más pienso cuando estoy escribiendo, pero ya no leo mis textos en voz alta porque no me da la voz para eso. Tengo un problema en el pulmón y no puedo hablar con esa entonación durante una hora para revisarlo. Tengo que confiar en lo que percibe mi oído interno. A lo largo de la novela fue un proceso difícil porque decía: “¿Lo estaré haciendo bien?”.
Sin embargo, para mí eso es lo más importante. Muchas decisiones que terminaron afectando la trama empezaron como cosas estrictamente literarias. Por ejemplo, el uso de la segunda persona. Eso fue una decisión rigurosamente literaria. Dije: “Quiero una novela que se narre en segunda persona y que este narrador pueda irse modificando con el tiempo y revele cosas de la propia trama”. Eso fue algo que nació antes [de escribir] y entonces esa historia se fue acomodando a esa decisión.
Empecé tocando metal y punk. Estuve muchos años en bandas de metal, en bandas de punk, en bandas de postpunk. Eso fue lo que hice muchos años. Estudié música formalmente, pero a la hora de la verdad, lo que me gustaba era tocar guitarras distorsionadas y hacer slam. Eso me gustaba.
Empecé a escribir por eso, porque era la letrista en alguna de las bandas y alguna vez alguien me dijo: “Oye, tus letras son muy buenas. Son casi poemas”. Y creo que ese “casi” fue lo que más me llamó la atención, me hizo preguntarme: “¿Qué sí son poemas?”. Nunca había leído un poema. Tenía 15 años, vivía en Veracruz, mi vida era mucho más plana de lo que tal vez imagino y no tenía esa curiosidad de saber qué era un poema.
Pero tampoco esa transición de una disciplina a otra habría ocurrido si yo no hubiera llegado a vivir a la Ciudad de México. Llegué a vivir aquí en circunstancias muy desagradables que no debería vivir ninguna adolescente; y en ese largo periplo que fue llegar a la Ciudad de México desde Veracruz, sin amigos, con problemas familiares, lo único que podía hacer era leer. Había muchos libros en casa y no iba a la escuela. No estudiaba. Eso fue realmente el detonante para que yo empezara a escribir de verdad; ahí fue cuando empecé a leer de verdad porque era lo único que podía hacer. Ahí fue cuando dije: “Esto me gusta, esto podría hacerlo también”.
Te recomendamos leer: Han Kang, la condición humana, el arte y el Nobel de Literatura
Me parece que, además de la música, el otro arte que influye o está muy presente en la novela son los videojuegos. Recuerdo cuando en algún momento aparece un auto y se le describe como esa arma que aparece en la antepenúltima misión, antes del jefe final. La estructura también recuerda a videojuegos como Undertale, en el que todo lo previo se acumula y regresa siempre en algún momento.
Casi ya no juego videojuegos. Creo que hay mucha gente como yo, que los compra, los empieza y no los termina. Realmente ya me ha vuelto esa clase de videojugadora horrible. A mí lo que me gusta es jugar los juegos que me gustaban cuando era chica o los juegos nuevos que me recuerdan a los juegos que me gustaban cuando era chica. En los que bien podría entrar Celeste, Undertale, todos los Metroidvania, que son las clases de juegos que disfruto mucho hoy en día.
En mi infancia los videojuegos eran muy importantes, lo más importante. Supongo que en otro universo me hubiera gustado hacer videojuegos. Incluso aprendí a programar en algún momento un poco, con esas intenciones. Creo que no solamente son arte, son el arte dominante de este siglo. En el siglo XX tuvimos el cine y este es el siglo de los videojuegos. Ahora sí que se dice y no pasa nada.
Pero creo que hay mucha gente que aún está muy dolida porque la literatura perdió el centro de la conversación, y la verdad es que eso ya no va a regresar. Y no necesitamos que regrese. Los libros deben hacer cosas que no pueden hacer las películas y que no pueden hacer los videojuegos y que no pueden hacer ni siquiera la música. Los libros deben hacer lo que solamente pueden hacer los libros o los textos.
Destaca también el proceso de investigación en la novela, que se ve en los detalles, en las escenas cotidianas. ¿Cómo fue este proceso?
La luz eléctrica es una cosa superreciente, y se nos ha olvidado de forma brutal. La Revolución Industrial fue hace nada, y a todos se nos ha olvidado. Pero creo que vivimos rodeados de milagros. A mí me parece milagroso que podamos comunicarnos por medio de celulares. Que utilizan nuestro conocimiento de la física cuántica para realizar operaciones matemáticas en un pedacito de silicio. Me parece milagroso que podamos ahorita mismo grabar nuestra conversación en una pequeña grabadora, que la convierte en una serie de pulsaciones eléctricas y que a su vez esto será transmitido por Wi-Fi, que no es más que una luz que no podemos ver, pero que es solo eso, una luz, pulsaciones de luz, que serán reinterpretadas por otra computadora. A mí esas cosas me parecen maravillosas. Y no somos conscientes de ello.
Me preocupa y me molesta hasta cierto punto que no seamos conscientes del mundo en que vivimos. Nosotros hacemos la tecnología, pero luego esta nos define. Y creo que eso está bien. A mí no me da miedo la tecnología. Me da miedo quiénes la tienen y quiénes no acceden a ella.
Además, la tecnología nos lleva acompañando mucho tiempo y a veces creemos que muchos de los milagros que vivimos se reducen a la electricidad, pero no es lo único. El nixtamal lleva 3 000 años de existir. Es un proceso químico supercomplejo que se inventó como 500 años antes de que se escribiera la Iliada. Llevamos mucho tiempo conviviendo con esos procesos muy importantes porque al final del día transformamos el mundo con nuestra imaginación. Los artistas no son los únicos que imaginan, los científicos imaginan, pero lo hacen de una forma sistemática y en conjunto. Eso para mí es muy importante. A mí me gusta estudiar eso, ver cómo la gente imagina en conjunto, cómo resuelve problemas en conjunto, cómo esa curiosidad se vuelve un proyecto que va trascendiendo las generaciones.
En cuanto a la novela, me gusta mucho compartir cómo ocurren esos pequeños fenómenos. Los pequeños milagros. Por eso me interesaba estudiar cómo hacer el jabón, y yo tuve que hacer el jabón; me gustaba explicar cómo funciona un disco de vinilo y cómo tú puedes reproducirlo en tu casa, siempre y cuando no te dé miedo de rayarlo con una pequeña aguja porque, bueno, siempre existe ese riesgo.
Creo que mucha de la ciencia ficción que más me gusta; o más bien, creo que mucha de la literatura que más me gusta es la que presta atención a esa clase de detalles. Pienso en los libros de Fernández Mallo, pienso en los libros de Thomas Pynchon. Esos son los libros que a mí me desafían a ver el mundo de otra forma, y que es lo que también quisiera hacer con mis propios libros.
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Ahora que mencionas a Thomas Pynchon. Fue un autor que está muy presente en toda la novela. También Don DeLillo. Además hay tres referencias al “Beso” de Chéjov. ¿Qué autores y obras estuvieron presentes mientras escribías? Obras más allá de libros también.
Definitivamente estaba junto a mí Thomas Pynchon. Especialmente Inherent Vice (Penguin Press, 2009). Esa novela ha sido muy importante para mí. Sé que no es la mejor novela de Pynchon, pero no me importa: me llena el corazón de una forma muy especial. Me parece muy chistoso que la gente ahora diga que es hiperintelectual y mamón; a mí me hace sentir viva leer a ese cabrón, es graciosísimo, es divertido y sí, es desafiante, pero a mí no me molesta esa clase de desafíos.
Estuvo ahí presente también Don DeLillo especialmente con Underworld (Charles Scribner's Sons, 1997). Esa lectura fue muy importante para mí. Y lo fue también Antón Chéjov, por cómo ve a los seres humanos y cómo a todos los ve con la misma compasión y la misma curiosidad. Eso ha sido siempre muy importante para mí. Esos son los autores que a mí me han marcado y tal vez agregaría ahí Steven Millhauser.
La novela fue igualmente marcada por otras cosas que me interesan. Pienso en [Neon Genesis] Evangelion (1995), que influyó mucho en mí y en cómo concibo las historias. Pienso en los cómics, particularmente fue muy importante leer The Immortal Hulk (Marvel comics, 2018), de Al Ewing, y Mister Miracle (DC comics, 2017), de Tom King. Estos dos cómics me marcaron muchísimo mientras estaba escribiendo la novela. También películas, y las películas que me han marcado mucho para escribir son las que no marcarían a nadie para eso. The Goonies (1985), Volver al futuro (1985), Indiana Jones (1981). Películas que están muy preocupadas porque la gente desquite lo que pagó por el boleto de entrada y que tenga un resumen de todas las emociones humanas en 90 minutos. Esa manera de contar historias para mí siempre ha sido muy importante y me gusta mucho, me fascina mucho esa clase de cine abiertamente comercial que desde el principio dice: “Quiero que te vayas feliz, quiero que te vayas con una sonrisa”.
¿Cómo equilibrar entre esa narrativa agradable, más amena, y una más compleja, que busque la participación activa del lector?
Me gustan los libros difíciles. Nunca he sabido ni me he preguntado si yo es que escribo esa clase de libros. Muy conscientemente aspiro a que sean libros que puedan entusiasmar a la gente. Eso sí es algo que hago muy meditadamente; me tomo muy en serio a las personas que me pueden leer. No creo que sean tontos, no creo que no puedan con el desafío de navegar 30 páginas sin saber qué madres está pasando.
Al contrario, creo que pueden entusiasmarse con ello.
Eso lo aprendí de un poeta: José Eugenio Sánchez, que es este poeta divertidísimo, superamable, superbrillante. Una vez me dijo que sus libros tenían la fortuna de que de inmediato ayudan a distinguir entre la gente que se podría ser su amigo de quienes no.
Creo que mis libros funcionan también así y que muy fácilmente discriminan entre la gente que podría no interesarme y la que me interesa. Lo que me ha gustado ver de la reacción de los lectores hacia esta novela es el entusiasmo. Eso es lo que más he anotado. Creo que sí ha habido quien me dice que le ha costado un poco de trabajo, pero nadie me lo ha dicho en son de reproche. Y eso es importante porque sí quiero que se desquiten los 350 pesos que vale el libro. Eso es muy importante.
Grijalva es reportera y a lo largo de la novela hay muchas reflexiones sobre el periodismo. ¿Cómo se mezclan en ti estas dos facetas, la de autora y la de periodista?
Ahora mi periodismo es de escritorio. Ya es muy distinto a lo que hacía. Son entrevistas con escritores, científicas, no tiene nada que ver con lo que hacía entonces, pero durante un tiempo hice mucho trabajo de campo y estuve mucho en la calle. Eso sin duda influyó mucho en el libro. Y es chingón que lo preguntes porque casi nadie nunca lo pregunta. Hace mucho tiempo estuve cubriendo el tema migrante. Sin ese bagaje, eso no se hubiera colado en el libro. Tuve que viajar a Honduras, a Tijuana; tuve que viajar a California, Arizona, Pensilvania y siempre estuve mucho en contacto con ese tema, ese era el tema que cubría principalmente. Hubo muchas situaciones difíciles, desagradables, peligrosas que ahora me dan mucha risa, pero que probablemente no eran chistosas. Sin duda influyó mucho, creo que son parte de las experiencias de vida que necesité para poder escribir esta historia. No me gusta mucho fijarme en ellas porque sigo creyendo que nuestras experiencias no son importantes; lo importante es lo que contamos. Pero es verdad que eso también está allí. Si yo no hubiera tenido esa formación en esos años, si no me hubiera metido en problemas, si no me hubiera equivocado en muchas ocasiones como reportera, tal vez mucha parte de esta historia no habría surgido.
A veces me pregunta la gente que si yo soy Grijalva. Me parece hasta ofensiva la pregunta porque admiro mucho a mi personaje de una forma que ni yo me admiraría. Tenemos un común, ella es una música fracasada y ha adoptado el periodismo un poco de forma circunstancial.
Y bueno, sí, sin duda todos los años que tuve yo de formación, primero en Plumas atómicas y después en Televisa, por supuesto que se colaron en la novela.
La migración y el odio al diferente, en este caso los “lejeros”, son algunos de los temas centrales de la novela.
Creo que esas son muchas cosas que surgieron a partir de la forma. La misma forma de la novela me fue revelando esas posiciones políticas, con las cuales muchas comparto el rechazo, como la xenofobia. Algo que noté durante los años que cubrí el tema migrante es que México es un país profundamente xenófobo. A veces algunas personas, dentro de la izquierda, lo ven como una novedad, pero eso siempre ha estado allí; tanto la gente de derecha como de izquierda en México odian a los extranjeros profundamente. Por eso viven tan pocos extranjeros en México, y la gran mayoría de ellos son gringos.
Creo que tenemos menos extranjeros que Japón, y Japón es el país xenófobo por antonomasia. Somos un país muy cerrado. Cuando seguí la primera caravana migrante de 2018, muy pronto me di cuenta de que el país es muy xenófobo y que trata muy mal a los migrantes, que los ve con un enorme desprecio.
No me sorprende que se haya recrudecido. Tampoco me sorprende que en los últimos años se haya recrudecido la presencia de los militares en nuestra vida cotidiana, que es algo que también me preocupaba cuando empecé a escribir la novela. Por supuesto yo lo llevo a un límite, en el que solo existe la vida castrense como único prescriptor en todos los ámbitos de la sociedad.
Otro tema presente es la memoria. En Todo lo que amamos y dejamos atrás hay una dualidad de la memoria que resiste, la memoria que se transforma, que se enferma y se vuelve difusa ante la impunidad.
Siempre me ha preocupado el tema de la memoria en general, y el tema de la memoria personal. Pero en los últimos años tal vez un poco más la memoria colectiva. Siempre me llamó la atención mi propia forma de recordar. Con los años he aprendido que no todas las personas recuerdan como yo y que yo recuerdo muchos más detalles de cualquier situación que el común de las personas con las que convivo. Alguna vez mi editora me preguntó si no me causaba problemas mi forma de recordar, y es cierto que eso también puede traer conflictos, pero es algo que está muy íntimamente ligado con mi forma de ser, mi manera de recordar.
Para mí era muy importante reflejar las dos caras de la memoria porque la memoria también puede ser tóxica —tanto la individual como la grupal— si no la sabemos procesar. Creo que lo que les pasa a los niños [de la novela] es que no pueden procesar lo que tienen, lo que han depositado en ellos.
También en ese entonces —mientras escribía la novela— me preguntaba mucho por qué iban a recordar los niños eventos tan dramáticos como la guerra contra el narco. Mi hermana más chica era una niña cuando se desató la guerra contra el narcotráfico. Y tuvo una visión muy distinta a la mía del fenómeno, allá viviendo en Veracruz. Vivió balaceras fuera del colegio; vivió balaceras yendo a casa; vio muchos puntos violentos que podrían haberle influido de forma muy desagradable. Y siempre me preguntaba cómo recordaría ella eso años más tarde, cómo procesaría haber vivido en un lugar tan peligroso durante su infancia. Eso es el detonante de lo que les pasa a los niños en la novela.
En algún momento, casi al final, cuando están en esos rascacielos que alguna vez fueron supermercados, la doctora Beatriz dice que el fin del mundo no es igual para todos. Creo que de alguna forma esa también es una de las características importantes de la novela, que nos muestra que las catástrofes se sufren también en distintas escalas, que esto también es un asunto de clases.
Eso fue algo que descubrí mientras escribía. El fin del mundo no es igual para el estadounidense que para un mexicano porque ni siquiera la pobreza es igual para un estadounidense que para un mexicano. Incluso en algunos aspectos hace tiempo pensaba que la pobreza era más llevadera para un mexicano en la medida en que, por ejemplo, tuvimos un sistema de salud más o menos apto. Eso ya no existe, ahora estamos igual. El fin del mundo no es igual para todos porque el mundo nunca es igual para todos.
Veracruz es un lugar sumamente pobre, siempre ha sido pobre y el desarrollo llegó muy tardíamente y de forma muy irregular. Mi papá trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad como médico, y tenía que conocer todo el Golfo de México. Y él decía que la electricidad era la revolución. Él creía que estaba citando a Marx, pero eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que cuando triunfa Lenin, sí hubo un desarrollo para electrificar la URSS, que incluso la bombilla se llamaba bombilla Lenin, que se invitaba a los pueblos más alejados y recónditos a ellos mismos poner su sistema eléctrico. Eso sí es verdad.
En Veracruz, en los años noventa, la electricidad apenas estaba llegando a muchos lugares. Y, por ejemplo, la ranchería de la que venía mi nana, Olga, no tenía luz. Y para mí era un shock eso; no tenía aire acondicionado, pero tenía ventilador y ya eso para mí era una sorpresa.
Solo cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me di cuenta de que aquí la gente vive en otro país muy distinto al que se puede vivir en algunas zonas del interior de la República. Aquí no se imaginan las cosas que se viven allá en cuestión de carencias. Eso es un poco lo que quería reflejar con el personaje de Beatriz, pero no fue ni siquiera adrede, de forma muy natural surgió la idea. Esa mujer no tendría ningún conflicto en continuar su vida como hasta entonces, sin que haya ningún tipo de apoyo tecnológico. Mucha gente sobreviviría porque han estado marginados toda la vida.
En Todo lo que amamos y dejamos atrás también existen momentos de ternura. Con Grijalva y Aurelia, con Indiana. Recuerdo cuando lee a Walt Whitman, por ejemplo. Lo que nos recuerda mucho la novela cada tanto es que siempre habrá espacio para la ternura.
Aprendí dos cosas siendo reportera. La primera es que no existen las personas malas. No creo que haya gente mala; hay gente que comete crímenes, pero es distinto. Y la segunda es que no se puede estar triste todo el tiempo. Te acabas de salvar el pellejo y lo que quieres es reírte. Y acabas de encontrar un cadáver en el desierto y quieres relajarte un poco y hacer una broma al resto, aunque sea de mal gusto. Creo que un poco a veces los géneros literarios borran esa clase de cosas.
Los japoneses los dominan muy bien porque en sus animes—hasta en el más dramático— hay un capítulo en la playa. Siempre hay un capítulo en la playa y eso aliviana todo.
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Para mí es muy importante la ternura y muy importante en las cosas cotidianas. Creo que eso lo aprendí de Haruki Murakami, que sus personajes siempre comen. Y luego siempre me preguntaba: “¿Por qué en México los personajes de las novelas nunca comen?”. Es brutal que nunca coman. No lo entiendo. ¿Cómo la comida no puede ser trascendente en este puto país? Para mí sí era importante eso: el cómo la gente se refleja a través de la comida.
Y en el caso de la ternura creo que el fin del mundo no anula la ternura; no la subraya tampoco, pero creo que esta seguiría en nuestras vidas. Y al final creo que [la novela] es una historia que aspira a la ternura independientemente de lo que pasa en el mundo. Por eso siempre menciono como una fuerte influencia a Evangelion porque esos personajes también se permiten eso aunque todo esté mal.
Todo lo que amamos y dejamos atrás fue una novela que te llevó muchos años escritura y se publicó hace apenas unos meses, pero ¿ya estás planeando o escribiendo otro libro?
Todavía escribo poemas en mi casa, pero ya no los publico y nadie tampoco me invita a publicarlos, eso también es verdad. Pero en este momento quiero seguir escribiendo novelas, solo novelas. Me gusta contar historias que son más grandes que la vida y más fuertes que la muerte. Me gusta mucho esa sensación. Esa sensación de una historia que te trasciende y que trasciende los personajes, eso no lo puedo encontrar en un cuento o en un ensayo. Seguramente hay mucha gente que sí, pero yo no. Es una sensación que solo he encontrado leyendo novelas o leyendo poemas, pero es algo que se desmenuza muy fácilmente leyendo poemas.
Me gusta esa sensación de breve trascendencia que ofrece el libro, que ofrece la novela, cuando cierras el libro y fuiste volcado de nuevo al mundo, pero el mundo ya no es igual. Y esa es una sensación que quiero volver a sentir mientras lo escribo porque al final del día lo que más me gusta en el mundo es escribir.
Sí estoy escribiendo una nueva novela, llevo ya mucho tiempo en ella y creo que de tiempo completo llevo escribiéndola desde el 2022. No sé cuándo vaya a salir. Solo sé que es completamente distinta a Todo lo que hacemos y dejamos atrás, pero no es un libro realista. No me veo escribiendo nunca un libro realista. Por mucho que disfruto las novelas de Philip Roth, no me veo escribiendo una novela de ese tipo. No me interesa la realidad. Creo que ese es el asunto, que a mí la realidad no me parece un fenómeno relevante. Para mí lo único relevante es la literatura.
Es una época de vacas flacas porque hoy importa únicamente la realidad. Se ha vuelto un tiempo muy prosaico. Un tiempo malo para ser lector porque solo puedes leer cosas de lo inmediato. La realidad tiene demasiado peso.
Inclusive esa literatura más fantástica, si podemos llamarla así, solo es valorada en su medida en cuanto representa ciertos problemas de la realidad o se opone a ella.
Justo. Tienes toda la razón, me ha pasado que a veces tengo la sensación de “este libro fantástico solamente es llamativo en la medida en que quiere ser una respuesta al realismo”. A mí me vale verga eso, a mí me gusta que la literatura solo trate de literatura y ya. Creo que esa es una posición que va a la baja en México y alrededor del mundo.
A mí la realidad no me interesa. Me interesa como reportera, pero no como escritora. Jamás me va a interesar. No me veo escribiendo una novela para denunciar, para decir que algo está mal. Eso me parece absolutamente despreciable. Los libros son chingones porque hablan de sí mismos.
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Con un lenguaje íntimo y preciso, en <i>Todo lo que amamos y dejamos atrás</i> (Alfaguara, 2024) Elisa de Gortari crea un mundo apocalíptico donde la memoria, la comida y la ternura ocupan un lugar central.
El futuro. En algún momento de la mitad del siglo XXI aparecen en la tierra unos anillos como los de Saturno; hay un gran apagón que termina con la luz eléctrica; en el sur global comienzan a formarse glaciares que obliga a los habitantes de esa zona a abandonar sus países. En ese mundo apocalíptico, probable, una periodista de la Ciudad de México llamada Grijalva y su hijastro, Indiana, viajan a Tamarindo, un pueblo de Veracruz, para investigar una epidemia de niños enloquecidos.
Todo lo que amamos y dejamos atrás (Alfaguara, 2024) es la nueva novela de Elisa de Gortari. En esta hay casas embrujadas, centros comerciales transformados en pueblos enteros, gatos, pero, principalmente, hay ciencia ficción escrita con un cuidado milimétrico en el lenguaje propio de una asidua lectora de poesía, y que recuerda a autores como Borges o Ursula K. Le Guin porque, sobre todo, esta es una novela de lenguaje, forma pura. En entrevista para Gatopardo, la autora conversó sobre cómo nació la novela, sus influencias y por qué el fin del mundo no puede ser igual para todos.
¿Cómo surgió la idea de escribir una novela como Todo lo que amamos y dejamos atrás, que es ciencia ficción y lenguaje en las mismas proporciones?
La idea de la novela surgió hace ya muchos años. Debe haber sido 2015, 2016, cuando garabateaba un poco con la idea de escribir un libro donde hubiera ciertas reglas como que la tierra tuviera anillos, que no hubiera electricidad, eso en particular fue una de las primeras cosas. Pero realmente la novela comenzó a escribirse cuando inicié mi transición de género, en 2017. Ahí fue cuando de verdad empecé a escribir.
La novela no tiene nada que ver con mi transición en género, no se menciona ni una vez la palabra trans en la novela. Pero esa fue la experiencia primordial que permitió que se escribiera el resto de la novela porque desgraciadamente fueron malos años, fueron muy malos años: perdí muchas cosas, tuve muchos conflictos. Pero sin esa experiencia, creo que no hubiera podido escribir el libro.
No me gusta jactarme de eso: que el sufrimiento me permitió escribir un libro distinto al que originalmente había conseguido. Creo que eso no tiene nada que ver con la literatura, al contrario: a mí me gusta la literatura por la literatura; no me interesan nuestras experiencias, nuestras vidas no son tan valiosas.
Creo que es más importante lo que contamos que lo que vivimos. ¿Existe la presión de escribir de la experiencia propia? Muchas veces, desde el mercado editorial, se les empuja a las mujeres trans a escribir solo de su experiencia como mujeres trans. ¿Existe esta presión?
Creo totalmente que el mercado orilla a la gente trans a escribir solamente de sus temas morbosos. A mí me gustan las novelas trans que circulan actualmente, incluso muchas de las que no han escrito personas trans, porque ahí está el caso de Uri Bleier, que escribió una magnífica novela trans [Esta cuerpa mía (Alfaguara, 2024)] sin ser trans.
Son muy valiosas estas novelas trans, la de Camila Sosa [Las malas (Tusquets Editores, 2019)]; la de Ariel Richards [Inacabada (Alfaguara, 2024)]. Las he leído con mucho gusto, lo que no me gusta es la reacción de la gente porque de pronto ya no son novelas valiosas porque estén bien escritas; ya no son valiosas porque posicionan una voz diferente en el ámbito literario; se vuelven valiosas porque satisfacen esa carga de pornomiseria a la que quiere acceder el público cis.
Y la verdad es asqueroso. Me parece muy asqueroso cómo nos leen. Cuando nos leen, leen su morbo. Y en mi caso, por ejemplo, no creo que tenga muchos lectores hombres, creo que me leen principalmente mujeres, de la comunidad LGBT; hombres heterosexuales creo que son pocos realmente. De todas maneras, siento una presión enorme hacia las personas trans para que escriban sobre eso y satisfagan esta clase de deseos que tiene la industria.
Algo que destaca de tu novela es el lenguaje tan trabajado, muy cuidado, musical. ¿Cómo influye tu poesía en la prosa de Elisa de Gortari?
Para mí la literatura es forma. Solo me interesa la forma. No me interesa nada más. Me sorprende cuando la gente me menciona cosas de la trama, como una cosa importante, porque sí pienso en ellas, pero lo importante para mí es la forma. La forma decide todo lo demás. Vivimos en una época de vacas flacas para quien ve eso. No están al alza los libros difíciles, no están al alza los libros desafiantes, no están en alza los libros demandantes; todo lo contrario, incluso creo que se censura un poco eso. Es una forma de antiintelectualismo.
La gente ya no quiere desafiar sus propias convenciones para entender un libro difícil; quieren que los que escriben bajen sus estándares para moldearse a estos lectores que pueden ser más bien flojos. Y yo no voy a concordar nunca con eso.
Y bueno, en cuanto al libro, vengo de escribir poesía y por muchos años fue lo único que leí, por unos pocos años fue lo único que me interesaba.
Vengo de la música porque es lo que estudié. Pero no sé, a veces no sé qué tanto influyó eso. Es cierto que es en lo que más pienso cuando estoy escribiendo, pero ya no leo mis textos en voz alta porque no me da la voz para eso. Tengo un problema en el pulmón y no puedo hablar con esa entonación durante una hora para revisarlo. Tengo que confiar en lo que percibe mi oído interno. A lo largo de la novela fue un proceso difícil porque decía: “¿Lo estaré haciendo bien?”.
Sin embargo, para mí eso es lo más importante. Muchas decisiones que terminaron afectando la trama empezaron como cosas estrictamente literarias. Por ejemplo, el uso de la segunda persona. Eso fue una decisión rigurosamente literaria. Dije: “Quiero una novela que se narre en segunda persona y que este narrador pueda irse modificando con el tiempo y revele cosas de la propia trama”. Eso fue algo que nació antes [de escribir] y entonces esa historia se fue acomodando a esa decisión.
Empecé tocando metal y punk. Estuve muchos años en bandas de metal, en bandas de punk, en bandas de postpunk. Eso fue lo que hice muchos años. Estudié música formalmente, pero a la hora de la verdad, lo que me gustaba era tocar guitarras distorsionadas y hacer slam. Eso me gustaba.
Empecé a escribir por eso, porque era la letrista en alguna de las bandas y alguna vez alguien me dijo: “Oye, tus letras son muy buenas. Son casi poemas”. Y creo que ese “casi” fue lo que más me llamó la atención, me hizo preguntarme: “¿Qué sí son poemas?”. Nunca había leído un poema. Tenía 15 años, vivía en Veracruz, mi vida era mucho más plana de lo que tal vez imagino y no tenía esa curiosidad de saber qué era un poema.
Pero tampoco esa transición de una disciplina a otra habría ocurrido si yo no hubiera llegado a vivir a la Ciudad de México. Llegué a vivir aquí en circunstancias muy desagradables que no debería vivir ninguna adolescente; y en ese largo periplo que fue llegar a la Ciudad de México desde Veracruz, sin amigos, con problemas familiares, lo único que podía hacer era leer. Había muchos libros en casa y no iba a la escuela. No estudiaba. Eso fue realmente el detonante para que yo empezara a escribir de verdad; ahí fue cuando empecé a leer de verdad porque era lo único que podía hacer. Ahí fue cuando dije: “Esto me gusta, esto podría hacerlo también”.
Te recomendamos leer: Han Kang, la condición humana, el arte y el Nobel de Literatura
Me parece que, además de la música, el otro arte que influye o está muy presente en la novela son los videojuegos. Recuerdo cuando en algún momento aparece un auto y se le describe como esa arma que aparece en la antepenúltima misión, antes del jefe final. La estructura también recuerda a videojuegos como Undertale, en el que todo lo previo se acumula y regresa siempre en algún momento.
Casi ya no juego videojuegos. Creo que hay mucha gente como yo, que los compra, los empieza y no los termina. Realmente ya me ha vuelto esa clase de videojugadora horrible. A mí lo que me gusta es jugar los juegos que me gustaban cuando era chica o los juegos nuevos que me recuerdan a los juegos que me gustaban cuando era chica. En los que bien podría entrar Celeste, Undertale, todos los Metroidvania, que son las clases de juegos que disfruto mucho hoy en día.
En mi infancia los videojuegos eran muy importantes, lo más importante. Supongo que en otro universo me hubiera gustado hacer videojuegos. Incluso aprendí a programar en algún momento un poco, con esas intenciones. Creo que no solamente son arte, son el arte dominante de este siglo. En el siglo XX tuvimos el cine y este es el siglo de los videojuegos. Ahora sí que se dice y no pasa nada.
Pero creo que hay mucha gente que aún está muy dolida porque la literatura perdió el centro de la conversación, y la verdad es que eso ya no va a regresar. Y no necesitamos que regrese. Los libros deben hacer cosas que no pueden hacer las películas y que no pueden hacer los videojuegos y que no pueden hacer ni siquiera la música. Los libros deben hacer lo que solamente pueden hacer los libros o los textos.
Destaca también el proceso de investigación en la novela, que se ve en los detalles, en las escenas cotidianas. ¿Cómo fue este proceso?
La luz eléctrica es una cosa superreciente, y se nos ha olvidado de forma brutal. La Revolución Industrial fue hace nada, y a todos se nos ha olvidado. Pero creo que vivimos rodeados de milagros. A mí me parece milagroso que podamos comunicarnos por medio de celulares. Que utilizan nuestro conocimiento de la física cuántica para realizar operaciones matemáticas en un pedacito de silicio. Me parece milagroso que podamos ahorita mismo grabar nuestra conversación en una pequeña grabadora, que la convierte en una serie de pulsaciones eléctricas y que a su vez esto será transmitido por Wi-Fi, que no es más que una luz que no podemos ver, pero que es solo eso, una luz, pulsaciones de luz, que serán reinterpretadas por otra computadora. A mí esas cosas me parecen maravillosas. Y no somos conscientes de ello.
Me preocupa y me molesta hasta cierto punto que no seamos conscientes del mundo en que vivimos. Nosotros hacemos la tecnología, pero luego esta nos define. Y creo que eso está bien. A mí no me da miedo la tecnología. Me da miedo quiénes la tienen y quiénes no acceden a ella.
Además, la tecnología nos lleva acompañando mucho tiempo y a veces creemos que muchos de los milagros que vivimos se reducen a la electricidad, pero no es lo único. El nixtamal lleva 3 000 años de existir. Es un proceso químico supercomplejo que se inventó como 500 años antes de que se escribiera la Iliada. Llevamos mucho tiempo conviviendo con esos procesos muy importantes porque al final del día transformamos el mundo con nuestra imaginación. Los artistas no son los únicos que imaginan, los científicos imaginan, pero lo hacen de una forma sistemática y en conjunto. Eso para mí es muy importante. A mí me gusta estudiar eso, ver cómo la gente imagina en conjunto, cómo resuelve problemas en conjunto, cómo esa curiosidad se vuelve un proyecto que va trascendiendo las generaciones.
En cuanto a la novela, me gusta mucho compartir cómo ocurren esos pequeños fenómenos. Los pequeños milagros. Por eso me interesaba estudiar cómo hacer el jabón, y yo tuve que hacer el jabón; me gustaba explicar cómo funciona un disco de vinilo y cómo tú puedes reproducirlo en tu casa, siempre y cuando no te dé miedo de rayarlo con una pequeña aguja porque, bueno, siempre existe ese riesgo.
Creo que mucha de la ciencia ficción que más me gusta; o más bien, creo que mucha de la literatura que más me gusta es la que presta atención a esa clase de detalles. Pienso en los libros de Fernández Mallo, pienso en los libros de Thomas Pynchon. Esos son los libros que a mí me desafían a ver el mundo de otra forma, y que es lo que también quisiera hacer con mis propios libros.
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Ahora que mencionas a Thomas Pynchon. Fue un autor que está muy presente en toda la novela. También Don DeLillo. Además hay tres referencias al “Beso” de Chéjov. ¿Qué autores y obras estuvieron presentes mientras escribías? Obras más allá de libros también.
Definitivamente estaba junto a mí Thomas Pynchon. Especialmente Inherent Vice (Penguin Press, 2009). Esa novela ha sido muy importante para mí. Sé que no es la mejor novela de Pynchon, pero no me importa: me llena el corazón de una forma muy especial. Me parece muy chistoso que la gente ahora diga que es hiperintelectual y mamón; a mí me hace sentir viva leer a ese cabrón, es graciosísimo, es divertido y sí, es desafiante, pero a mí no me molesta esa clase de desafíos.
Estuvo ahí presente también Don DeLillo especialmente con Underworld (Charles Scribner's Sons, 1997). Esa lectura fue muy importante para mí. Y lo fue también Antón Chéjov, por cómo ve a los seres humanos y cómo a todos los ve con la misma compasión y la misma curiosidad. Eso ha sido siempre muy importante para mí. Esos son los autores que a mí me han marcado y tal vez agregaría ahí Steven Millhauser.
La novela fue igualmente marcada por otras cosas que me interesan. Pienso en [Neon Genesis] Evangelion (1995), que influyó mucho en mí y en cómo concibo las historias. Pienso en los cómics, particularmente fue muy importante leer The Immortal Hulk (Marvel comics, 2018), de Al Ewing, y Mister Miracle (DC comics, 2017), de Tom King. Estos dos cómics me marcaron muchísimo mientras estaba escribiendo la novela. También películas, y las películas que me han marcado mucho para escribir son las que no marcarían a nadie para eso. The Goonies (1985), Volver al futuro (1985), Indiana Jones (1981). Películas que están muy preocupadas porque la gente desquite lo que pagó por el boleto de entrada y que tenga un resumen de todas las emociones humanas en 90 minutos. Esa manera de contar historias para mí siempre ha sido muy importante y me gusta mucho, me fascina mucho esa clase de cine abiertamente comercial que desde el principio dice: “Quiero que te vayas feliz, quiero que te vayas con una sonrisa”.
¿Cómo equilibrar entre esa narrativa agradable, más amena, y una más compleja, que busque la participación activa del lector?
Me gustan los libros difíciles. Nunca he sabido ni me he preguntado si yo es que escribo esa clase de libros. Muy conscientemente aspiro a que sean libros que puedan entusiasmar a la gente. Eso sí es algo que hago muy meditadamente; me tomo muy en serio a las personas que me pueden leer. No creo que sean tontos, no creo que no puedan con el desafío de navegar 30 páginas sin saber qué madres está pasando.
Al contrario, creo que pueden entusiasmarse con ello.
Eso lo aprendí de un poeta: José Eugenio Sánchez, que es este poeta divertidísimo, superamable, superbrillante. Una vez me dijo que sus libros tenían la fortuna de que de inmediato ayudan a distinguir entre la gente que se podría ser su amigo de quienes no.
Creo que mis libros funcionan también así y que muy fácilmente discriminan entre la gente que podría no interesarme y la que me interesa. Lo que me ha gustado ver de la reacción de los lectores hacia esta novela es el entusiasmo. Eso es lo que más he anotado. Creo que sí ha habido quien me dice que le ha costado un poco de trabajo, pero nadie me lo ha dicho en son de reproche. Y eso es importante porque sí quiero que se desquiten los 350 pesos que vale el libro. Eso es muy importante.
Grijalva es reportera y a lo largo de la novela hay muchas reflexiones sobre el periodismo. ¿Cómo se mezclan en ti estas dos facetas, la de autora y la de periodista?
Ahora mi periodismo es de escritorio. Ya es muy distinto a lo que hacía. Son entrevistas con escritores, científicas, no tiene nada que ver con lo que hacía entonces, pero durante un tiempo hice mucho trabajo de campo y estuve mucho en la calle. Eso sin duda influyó mucho en el libro. Y es chingón que lo preguntes porque casi nadie nunca lo pregunta. Hace mucho tiempo estuve cubriendo el tema migrante. Sin ese bagaje, eso no se hubiera colado en el libro. Tuve que viajar a Honduras, a Tijuana; tuve que viajar a California, Arizona, Pensilvania y siempre estuve mucho en contacto con ese tema, ese era el tema que cubría principalmente. Hubo muchas situaciones difíciles, desagradables, peligrosas que ahora me dan mucha risa, pero que probablemente no eran chistosas. Sin duda influyó mucho, creo que son parte de las experiencias de vida que necesité para poder escribir esta historia. No me gusta mucho fijarme en ellas porque sigo creyendo que nuestras experiencias no son importantes; lo importante es lo que contamos. Pero es verdad que eso también está allí. Si yo no hubiera tenido esa formación en esos años, si no me hubiera metido en problemas, si no me hubiera equivocado en muchas ocasiones como reportera, tal vez mucha parte de esta historia no habría surgido.
A veces me pregunta la gente que si yo soy Grijalva. Me parece hasta ofensiva la pregunta porque admiro mucho a mi personaje de una forma que ni yo me admiraría. Tenemos un común, ella es una música fracasada y ha adoptado el periodismo un poco de forma circunstancial.
Y bueno, sí, sin duda todos los años que tuve yo de formación, primero en Plumas atómicas y después en Televisa, por supuesto que se colaron en la novela.
La migración y el odio al diferente, en este caso los “lejeros”, son algunos de los temas centrales de la novela.
Creo que esas son muchas cosas que surgieron a partir de la forma. La misma forma de la novela me fue revelando esas posiciones políticas, con las cuales muchas comparto el rechazo, como la xenofobia. Algo que noté durante los años que cubrí el tema migrante es que México es un país profundamente xenófobo. A veces algunas personas, dentro de la izquierda, lo ven como una novedad, pero eso siempre ha estado allí; tanto la gente de derecha como de izquierda en México odian a los extranjeros profundamente. Por eso viven tan pocos extranjeros en México, y la gran mayoría de ellos son gringos.
Creo que tenemos menos extranjeros que Japón, y Japón es el país xenófobo por antonomasia. Somos un país muy cerrado. Cuando seguí la primera caravana migrante de 2018, muy pronto me di cuenta de que el país es muy xenófobo y que trata muy mal a los migrantes, que los ve con un enorme desprecio.
No me sorprende que se haya recrudecido. Tampoco me sorprende que en los últimos años se haya recrudecido la presencia de los militares en nuestra vida cotidiana, que es algo que también me preocupaba cuando empecé a escribir la novela. Por supuesto yo lo llevo a un límite, en el que solo existe la vida castrense como único prescriptor en todos los ámbitos de la sociedad.
Otro tema presente es la memoria. En Todo lo que amamos y dejamos atrás hay una dualidad de la memoria que resiste, la memoria que se transforma, que se enferma y se vuelve difusa ante la impunidad.
Siempre me ha preocupado el tema de la memoria en general, y el tema de la memoria personal. Pero en los últimos años tal vez un poco más la memoria colectiva. Siempre me llamó la atención mi propia forma de recordar. Con los años he aprendido que no todas las personas recuerdan como yo y que yo recuerdo muchos más detalles de cualquier situación que el común de las personas con las que convivo. Alguna vez mi editora me preguntó si no me causaba problemas mi forma de recordar, y es cierto que eso también puede traer conflictos, pero es algo que está muy íntimamente ligado con mi forma de ser, mi manera de recordar.
Para mí era muy importante reflejar las dos caras de la memoria porque la memoria también puede ser tóxica —tanto la individual como la grupal— si no la sabemos procesar. Creo que lo que les pasa a los niños [de la novela] es que no pueden procesar lo que tienen, lo que han depositado en ellos.
También en ese entonces —mientras escribía la novela— me preguntaba mucho por qué iban a recordar los niños eventos tan dramáticos como la guerra contra el narco. Mi hermana más chica era una niña cuando se desató la guerra contra el narcotráfico. Y tuvo una visión muy distinta a la mía del fenómeno, allá viviendo en Veracruz. Vivió balaceras fuera del colegio; vivió balaceras yendo a casa; vio muchos puntos violentos que podrían haberle influido de forma muy desagradable. Y siempre me preguntaba cómo recordaría ella eso años más tarde, cómo procesaría haber vivido en un lugar tan peligroso durante su infancia. Eso es el detonante de lo que les pasa a los niños en la novela.
En algún momento, casi al final, cuando están en esos rascacielos que alguna vez fueron supermercados, la doctora Beatriz dice que el fin del mundo no es igual para todos. Creo que de alguna forma esa también es una de las características importantes de la novela, que nos muestra que las catástrofes se sufren también en distintas escalas, que esto también es un asunto de clases.
Eso fue algo que descubrí mientras escribía. El fin del mundo no es igual para el estadounidense que para un mexicano porque ni siquiera la pobreza es igual para un estadounidense que para un mexicano. Incluso en algunos aspectos hace tiempo pensaba que la pobreza era más llevadera para un mexicano en la medida en que, por ejemplo, tuvimos un sistema de salud más o menos apto. Eso ya no existe, ahora estamos igual. El fin del mundo no es igual para todos porque el mundo nunca es igual para todos.
Veracruz es un lugar sumamente pobre, siempre ha sido pobre y el desarrollo llegó muy tardíamente y de forma muy irregular. Mi papá trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad como médico, y tenía que conocer todo el Golfo de México. Y él decía que la electricidad era la revolución. Él creía que estaba citando a Marx, pero eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que cuando triunfa Lenin, sí hubo un desarrollo para electrificar la URSS, que incluso la bombilla se llamaba bombilla Lenin, que se invitaba a los pueblos más alejados y recónditos a ellos mismos poner su sistema eléctrico. Eso sí es verdad.
En Veracruz, en los años noventa, la electricidad apenas estaba llegando a muchos lugares. Y, por ejemplo, la ranchería de la que venía mi nana, Olga, no tenía luz. Y para mí era un shock eso; no tenía aire acondicionado, pero tenía ventilador y ya eso para mí era una sorpresa.
Solo cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me di cuenta de que aquí la gente vive en otro país muy distinto al que se puede vivir en algunas zonas del interior de la República. Aquí no se imaginan las cosas que se viven allá en cuestión de carencias. Eso es un poco lo que quería reflejar con el personaje de Beatriz, pero no fue ni siquiera adrede, de forma muy natural surgió la idea. Esa mujer no tendría ningún conflicto en continuar su vida como hasta entonces, sin que haya ningún tipo de apoyo tecnológico. Mucha gente sobreviviría porque han estado marginados toda la vida.
En Todo lo que amamos y dejamos atrás también existen momentos de ternura. Con Grijalva y Aurelia, con Indiana. Recuerdo cuando lee a Walt Whitman, por ejemplo. Lo que nos recuerda mucho la novela cada tanto es que siempre habrá espacio para la ternura.
Aprendí dos cosas siendo reportera. La primera es que no existen las personas malas. No creo que haya gente mala; hay gente que comete crímenes, pero es distinto. Y la segunda es que no se puede estar triste todo el tiempo. Te acabas de salvar el pellejo y lo que quieres es reírte. Y acabas de encontrar un cadáver en el desierto y quieres relajarte un poco y hacer una broma al resto, aunque sea de mal gusto. Creo que un poco a veces los géneros literarios borran esa clase de cosas.
Los japoneses los dominan muy bien porque en sus animes—hasta en el más dramático— hay un capítulo en la playa. Siempre hay un capítulo en la playa y eso aliviana todo.
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Para mí es muy importante la ternura y muy importante en las cosas cotidianas. Creo que eso lo aprendí de Haruki Murakami, que sus personajes siempre comen. Y luego siempre me preguntaba: “¿Por qué en México los personajes de las novelas nunca comen?”. Es brutal que nunca coman. No lo entiendo. ¿Cómo la comida no puede ser trascendente en este puto país? Para mí sí era importante eso: el cómo la gente se refleja a través de la comida.
Y en el caso de la ternura creo que el fin del mundo no anula la ternura; no la subraya tampoco, pero creo que esta seguiría en nuestras vidas. Y al final creo que [la novela] es una historia que aspira a la ternura independientemente de lo que pasa en el mundo. Por eso siempre menciono como una fuerte influencia a Evangelion porque esos personajes también se permiten eso aunque todo esté mal.
Todo lo que amamos y dejamos atrás fue una novela que te llevó muchos años escritura y se publicó hace apenas unos meses, pero ¿ya estás planeando o escribiendo otro libro?
Todavía escribo poemas en mi casa, pero ya no los publico y nadie tampoco me invita a publicarlos, eso también es verdad. Pero en este momento quiero seguir escribiendo novelas, solo novelas. Me gusta contar historias que son más grandes que la vida y más fuertes que la muerte. Me gusta mucho esa sensación. Esa sensación de una historia que te trasciende y que trasciende los personajes, eso no lo puedo encontrar en un cuento o en un ensayo. Seguramente hay mucha gente que sí, pero yo no. Es una sensación que solo he encontrado leyendo novelas o leyendo poemas, pero es algo que se desmenuza muy fácilmente leyendo poemas.
Me gusta esa sensación de breve trascendencia que ofrece el libro, que ofrece la novela, cuando cierras el libro y fuiste volcado de nuevo al mundo, pero el mundo ya no es igual. Y esa es una sensación que quiero volver a sentir mientras lo escribo porque al final del día lo que más me gusta en el mundo es escribir.
Sí estoy escribiendo una nueva novela, llevo ya mucho tiempo en ella y creo que de tiempo completo llevo escribiéndola desde el 2022. No sé cuándo vaya a salir. Solo sé que es completamente distinta a Todo lo que hacemos y dejamos atrás, pero no es un libro realista. No me veo escribiendo nunca un libro realista. Por mucho que disfruto las novelas de Philip Roth, no me veo escribiendo una novela de ese tipo. No me interesa la realidad. Creo que ese es el asunto, que a mí la realidad no me parece un fenómeno relevante. Para mí lo único relevante es la literatura.
Es una época de vacas flacas porque hoy importa únicamente la realidad. Se ha vuelto un tiempo muy prosaico. Un tiempo malo para ser lector porque solo puedes leer cosas de lo inmediato. La realidad tiene demasiado peso.
Inclusive esa literatura más fantástica, si podemos llamarla así, solo es valorada en su medida en cuanto representa ciertos problemas de la realidad o se opone a ella.
Justo. Tienes toda la razón, me ha pasado que a veces tengo la sensación de “este libro fantástico solamente es llamativo en la medida en que quiere ser una respuesta al realismo”. A mí me vale verga eso, a mí me gusta que la literatura solo trate de literatura y ya. Creo que esa es una posición que va a la baja en México y alrededor del mundo.
A mí la realidad no me interesa. Me interesa como reportera, pero no como escritora. Jamás me va a interesar. No me veo escribiendo una novela para denunciar, para decir que algo está mal. Eso me parece absolutamente despreciable. Los libros son chingones porque hablan de sí mismos.
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Con un lenguaje íntimo y preciso, en <i>Todo lo que amamos y dejamos atrás</i> (Alfaguara, 2024) Elisa de Gortari crea un mundo apocalíptico donde la memoria, la comida y la ternura ocupan un lugar central.
El futuro. En algún momento de la mitad del siglo XXI aparecen en la tierra unos anillos como los de Saturno; hay un gran apagón que termina con la luz eléctrica; en el sur global comienzan a formarse glaciares que obliga a los habitantes de esa zona a abandonar sus países. En ese mundo apocalíptico, probable, una periodista de la Ciudad de México llamada Grijalva y su hijastro, Indiana, viajan a Tamarindo, un pueblo de Veracruz, para investigar una epidemia de niños enloquecidos.
Todo lo que amamos y dejamos atrás (Alfaguara, 2024) es la nueva novela de Elisa de Gortari. En esta hay casas embrujadas, centros comerciales transformados en pueblos enteros, gatos, pero, principalmente, hay ciencia ficción escrita con un cuidado milimétrico en el lenguaje propio de una asidua lectora de poesía, y que recuerda a autores como Borges o Ursula K. Le Guin porque, sobre todo, esta es una novela de lenguaje, forma pura. En entrevista para Gatopardo, la autora conversó sobre cómo nació la novela, sus influencias y por qué el fin del mundo no puede ser igual para todos.
¿Cómo surgió la idea de escribir una novela como Todo lo que amamos y dejamos atrás, que es ciencia ficción y lenguaje en las mismas proporciones?
La idea de la novela surgió hace ya muchos años. Debe haber sido 2015, 2016, cuando garabateaba un poco con la idea de escribir un libro donde hubiera ciertas reglas como que la tierra tuviera anillos, que no hubiera electricidad, eso en particular fue una de las primeras cosas. Pero realmente la novela comenzó a escribirse cuando inicié mi transición de género, en 2017. Ahí fue cuando de verdad empecé a escribir.
La novela no tiene nada que ver con mi transición en género, no se menciona ni una vez la palabra trans en la novela. Pero esa fue la experiencia primordial que permitió que se escribiera el resto de la novela porque desgraciadamente fueron malos años, fueron muy malos años: perdí muchas cosas, tuve muchos conflictos. Pero sin esa experiencia, creo que no hubiera podido escribir el libro.
No me gusta jactarme de eso: que el sufrimiento me permitió escribir un libro distinto al que originalmente había conseguido. Creo que eso no tiene nada que ver con la literatura, al contrario: a mí me gusta la literatura por la literatura; no me interesan nuestras experiencias, nuestras vidas no son tan valiosas.
Creo que es más importante lo que contamos que lo que vivimos. ¿Existe la presión de escribir de la experiencia propia? Muchas veces, desde el mercado editorial, se les empuja a las mujeres trans a escribir solo de su experiencia como mujeres trans. ¿Existe esta presión?
Creo totalmente que el mercado orilla a la gente trans a escribir solamente de sus temas morbosos. A mí me gustan las novelas trans que circulan actualmente, incluso muchas de las que no han escrito personas trans, porque ahí está el caso de Uri Bleier, que escribió una magnífica novela trans [Esta cuerpa mía (Alfaguara, 2024)] sin ser trans.
Son muy valiosas estas novelas trans, la de Camila Sosa [Las malas (Tusquets Editores, 2019)]; la de Ariel Richards [Inacabada (Alfaguara, 2024)]. Las he leído con mucho gusto, lo que no me gusta es la reacción de la gente porque de pronto ya no son novelas valiosas porque estén bien escritas; ya no son valiosas porque posicionan una voz diferente en el ámbito literario; se vuelven valiosas porque satisfacen esa carga de pornomiseria a la que quiere acceder el público cis.
Y la verdad es asqueroso. Me parece muy asqueroso cómo nos leen. Cuando nos leen, leen su morbo. Y en mi caso, por ejemplo, no creo que tenga muchos lectores hombres, creo que me leen principalmente mujeres, de la comunidad LGBT; hombres heterosexuales creo que son pocos realmente. De todas maneras, siento una presión enorme hacia las personas trans para que escriban sobre eso y satisfagan esta clase de deseos que tiene la industria.
Algo que destaca de tu novela es el lenguaje tan trabajado, muy cuidado, musical. ¿Cómo influye tu poesía en la prosa de Elisa de Gortari?
Para mí la literatura es forma. Solo me interesa la forma. No me interesa nada más. Me sorprende cuando la gente me menciona cosas de la trama, como una cosa importante, porque sí pienso en ellas, pero lo importante para mí es la forma. La forma decide todo lo demás. Vivimos en una época de vacas flacas para quien ve eso. No están al alza los libros difíciles, no están al alza los libros desafiantes, no están en alza los libros demandantes; todo lo contrario, incluso creo que se censura un poco eso. Es una forma de antiintelectualismo.
La gente ya no quiere desafiar sus propias convenciones para entender un libro difícil; quieren que los que escriben bajen sus estándares para moldearse a estos lectores que pueden ser más bien flojos. Y yo no voy a concordar nunca con eso.
Y bueno, en cuanto al libro, vengo de escribir poesía y por muchos años fue lo único que leí, por unos pocos años fue lo único que me interesaba.
Vengo de la música porque es lo que estudié. Pero no sé, a veces no sé qué tanto influyó eso. Es cierto que es en lo que más pienso cuando estoy escribiendo, pero ya no leo mis textos en voz alta porque no me da la voz para eso. Tengo un problema en el pulmón y no puedo hablar con esa entonación durante una hora para revisarlo. Tengo que confiar en lo que percibe mi oído interno. A lo largo de la novela fue un proceso difícil porque decía: “¿Lo estaré haciendo bien?”.
Sin embargo, para mí eso es lo más importante. Muchas decisiones que terminaron afectando la trama empezaron como cosas estrictamente literarias. Por ejemplo, el uso de la segunda persona. Eso fue una decisión rigurosamente literaria. Dije: “Quiero una novela que se narre en segunda persona y que este narrador pueda irse modificando con el tiempo y revele cosas de la propia trama”. Eso fue algo que nació antes [de escribir] y entonces esa historia se fue acomodando a esa decisión.
Empecé tocando metal y punk. Estuve muchos años en bandas de metal, en bandas de punk, en bandas de postpunk. Eso fue lo que hice muchos años. Estudié música formalmente, pero a la hora de la verdad, lo que me gustaba era tocar guitarras distorsionadas y hacer slam. Eso me gustaba.
Empecé a escribir por eso, porque era la letrista en alguna de las bandas y alguna vez alguien me dijo: “Oye, tus letras son muy buenas. Son casi poemas”. Y creo que ese “casi” fue lo que más me llamó la atención, me hizo preguntarme: “¿Qué sí son poemas?”. Nunca había leído un poema. Tenía 15 años, vivía en Veracruz, mi vida era mucho más plana de lo que tal vez imagino y no tenía esa curiosidad de saber qué era un poema.
Pero tampoco esa transición de una disciplina a otra habría ocurrido si yo no hubiera llegado a vivir a la Ciudad de México. Llegué a vivir aquí en circunstancias muy desagradables que no debería vivir ninguna adolescente; y en ese largo periplo que fue llegar a la Ciudad de México desde Veracruz, sin amigos, con problemas familiares, lo único que podía hacer era leer. Había muchos libros en casa y no iba a la escuela. No estudiaba. Eso fue realmente el detonante para que yo empezara a escribir de verdad; ahí fue cuando empecé a leer de verdad porque era lo único que podía hacer. Ahí fue cuando dije: “Esto me gusta, esto podría hacerlo también”.
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Me parece que, además de la música, el otro arte que influye o está muy presente en la novela son los videojuegos. Recuerdo cuando en algún momento aparece un auto y se le describe como esa arma que aparece en la antepenúltima misión, antes del jefe final. La estructura también recuerda a videojuegos como Undertale, en el que todo lo previo se acumula y regresa siempre en algún momento.
Casi ya no juego videojuegos. Creo que hay mucha gente como yo, que los compra, los empieza y no los termina. Realmente ya me ha vuelto esa clase de videojugadora horrible. A mí lo que me gusta es jugar los juegos que me gustaban cuando era chica o los juegos nuevos que me recuerdan a los juegos que me gustaban cuando era chica. En los que bien podría entrar Celeste, Undertale, todos los Metroidvania, que son las clases de juegos que disfruto mucho hoy en día.
En mi infancia los videojuegos eran muy importantes, lo más importante. Supongo que en otro universo me hubiera gustado hacer videojuegos. Incluso aprendí a programar en algún momento un poco, con esas intenciones. Creo que no solamente son arte, son el arte dominante de este siglo. En el siglo XX tuvimos el cine y este es el siglo de los videojuegos. Ahora sí que se dice y no pasa nada.
Pero creo que hay mucha gente que aún está muy dolida porque la literatura perdió el centro de la conversación, y la verdad es que eso ya no va a regresar. Y no necesitamos que regrese. Los libros deben hacer cosas que no pueden hacer las películas y que no pueden hacer los videojuegos y que no pueden hacer ni siquiera la música. Los libros deben hacer lo que solamente pueden hacer los libros o los textos.
Destaca también el proceso de investigación en la novela, que se ve en los detalles, en las escenas cotidianas. ¿Cómo fue este proceso?
La luz eléctrica es una cosa superreciente, y se nos ha olvidado de forma brutal. La Revolución Industrial fue hace nada, y a todos se nos ha olvidado. Pero creo que vivimos rodeados de milagros. A mí me parece milagroso que podamos comunicarnos por medio de celulares. Que utilizan nuestro conocimiento de la física cuántica para realizar operaciones matemáticas en un pedacito de silicio. Me parece milagroso que podamos ahorita mismo grabar nuestra conversación en una pequeña grabadora, que la convierte en una serie de pulsaciones eléctricas y que a su vez esto será transmitido por Wi-Fi, que no es más que una luz que no podemos ver, pero que es solo eso, una luz, pulsaciones de luz, que serán reinterpretadas por otra computadora. A mí esas cosas me parecen maravillosas. Y no somos conscientes de ello.
Me preocupa y me molesta hasta cierto punto que no seamos conscientes del mundo en que vivimos. Nosotros hacemos la tecnología, pero luego esta nos define. Y creo que eso está bien. A mí no me da miedo la tecnología. Me da miedo quiénes la tienen y quiénes no acceden a ella.
Además, la tecnología nos lleva acompañando mucho tiempo y a veces creemos que muchos de los milagros que vivimos se reducen a la electricidad, pero no es lo único. El nixtamal lleva 3 000 años de existir. Es un proceso químico supercomplejo que se inventó como 500 años antes de que se escribiera la Iliada. Llevamos mucho tiempo conviviendo con esos procesos muy importantes porque al final del día transformamos el mundo con nuestra imaginación. Los artistas no son los únicos que imaginan, los científicos imaginan, pero lo hacen de una forma sistemática y en conjunto. Eso para mí es muy importante. A mí me gusta estudiar eso, ver cómo la gente imagina en conjunto, cómo resuelve problemas en conjunto, cómo esa curiosidad se vuelve un proyecto que va trascendiendo las generaciones.
En cuanto a la novela, me gusta mucho compartir cómo ocurren esos pequeños fenómenos. Los pequeños milagros. Por eso me interesaba estudiar cómo hacer el jabón, y yo tuve que hacer el jabón; me gustaba explicar cómo funciona un disco de vinilo y cómo tú puedes reproducirlo en tu casa, siempre y cuando no te dé miedo de rayarlo con una pequeña aguja porque, bueno, siempre existe ese riesgo.
Creo que mucha de la ciencia ficción que más me gusta; o más bien, creo que mucha de la literatura que más me gusta es la que presta atención a esa clase de detalles. Pienso en los libros de Fernández Mallo, pienso en los libros de Thomas Pynchon. Esos son los libros que a mí me desafían a ver el mundo de otra forma, y que es lo que también quisiera hacer con mis propios libros.
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Ahora que mencionas a Thomas Pynchon. Fue un autor que está muy presente en toda la novela. También Don DeLillo. Además hay tres referencias al “Beso” de Chéjov. ¿Qué autores y obras estuvieron presentes mientras escribías? Obras más allá de libros también.
Definitivamente estaba junto a mí Thomas Pynchon. Especialmente Inherent Vice (Penguin Press, 2009). Esa novela ha sido muy importante para mí. Sé que no es la mejor novela de Pynchon, pero no me importa: me llena el corazón de una forma muy especial. Me parece muy chistoso que la gente ahora diga que es hiperintelectual y mamón; a mí me hace sentir viva leer a ese cabrón, es graciosísimo, es divertido y sí, es desafiante, pero a mí no me molesta esa clase de desafíos.
Estuvo ahí presente también Don DeLillo especialmente con Underworld (Charles Scribner's Sons, 1997). Esa lectura fue muy importante para mí. Y lo fue también Antón Chéjov, por cómo ve a los seres humanos y cómo a todos los ve con la misma compasión y la misma curiosidad. Eso ha sido siempre muy importante para mí. Esos son los autores que a mí me han marcado y tal vez agregaría ahí Steven Millhauser.
La novela fue igualmente marcada por otras cosas que me interesan. Pienso en [Neon Genesis] Evangelion (1995), que influyó mucho en mí y en cómo concibo las historias. Pienso en los cómics, particularmente fue muy importante leer The Immortal Hulk (Marvel comics, 2018), de Al Ewing, y Mister Miracle (DC comics, 2017), de Tom King. Estos dos cómics me marcaron muchísimo mientras estaba escribiendo la novela. También películas, y las películas que me han marcado mucho para escribir son las que no marcarían a nadie para eso. The Goonies (1985), Volver al futuro (1985), Indiana Jones (1981). Películas que están muy preocupadas porque la gente desquite lo que pagó por el boleto de entrada y que tenga un resumen de todas las emociones humanas en 90 minutos. Esa manera de contar historias para mí siempre ha sido muy importante y me gusta mucho, me fascina mucho esa clase de cine abiertamente comercial que desde el principio dice: “Quiero que te vayas feliz, quiero que te vayas con una sonrisa”.
¿Cómo equilibrar entre esa narrativa agradable, más amena, y una más compleja, que busque la participación activa del lector?
Me gustan los libros difíciles. Nunca he sabido ni me he preguntado si yo es que escribo esa clase de libros. Muy conscientemente aspiro a que sean libros que puedan entusiasmar a la gente. Eso sí es algo que hago muy meditadamente; me tomo muy en serio a las personas que me pueden leer. No creo que sean tontos, no creo que no puedan con el desafío de navegar 30 páginas sin saber qué madres está pasando.
Al contrario, creo que pueden entusiasmarse con ello.
Eso lo aprendí de un poeta: José Eugenio Sánchez, que es este poeta divertidísimo, superamable, superbrillante. Una vez me dijo que sus libros tenían la fortuna de que de inmediato ayudan a distinguir entre la gente que se podría ser su amigo de quienes no.
Creo que mis libros funcionan también así y que muy fácilmente discriminan entre la gente que podría no interesarme y la que me interesa. Lo que me ha gustado ver de la reacción de los lectores hacia esta novela es el entusiasmo. Eso es lo que más he anotado. Creo que sí ha habido quien me dice que le ha costado un poco de trabajo, pero nadie me lo ha dicho en son de reproche. Y eso es importante porque sí quiero que se desquiten los 350 pesos que vale el libro. Eso es muy importante.
Grijalva es reportera y a lo largo de la novela hay muchas reflexiones sobre el periodismo. ¿Cómo se mezclan en ti estas dos facetas, la de autora y la de periodista?
Ahora mi periodismo es de escritorio. Ya es muy distinto a lo que hacía. Son entrevistas con escritores, científicas, no tiene nada que ver con lo que hacía entonces, pero durante un tiempo hice mucho trabajo de campo y estuve mucho en la calle. Eso sin duda influyó mucho en el libro. Y es chingón que lo preguntes porque casi nadie nunca lo pregunta. Hace mucho tiempo estuve cubriendo el tema migrante. Sin ese bagaje, eso no se hubiera colado en el libro. Tuve que viajar a Honduras, a Tijuana; tuve que viajar a California, Arizona, Pensilvania y siempre estuve mucho en contacto con ese tema, ese era el tema que cubría principalmente. Hubo muchas situaciones difíciles, desagradables, peligrosas que ahora me dan mucha risa, pero que probablemente no eran chistosas. Sin duda influyó mucho, creo que son parte de las experiencias de vida que necesité para poder escribir esta historia. No me gusta mucho fijarme en ellas porque sigo creyendo que nuestras experiencias no son importantes; lo importante es lo que contamos. Pero es verdad que eso también está allí. Si yo no hubiera tenido esa formación en esos años, si no me hubiera metido en problemas, si no me hubiera equivocado en muchas ocasiones como reportera, tal vez mucha parte de esta historia no habría surgido.
A veces me pregunta la gente que si yo soy Grijalva. Me parece hasta ofensiva la pregunta porque admiro mucho a mi personaje de una forma que ni yo me admiraría. Tenemos un común, ella es una música fracasada y ha adoptado el periodismo un poco de forma circunstancial.
Y bueno, sí, sin duda todos los años que tuve yo de formación, primero en Plumas atómicas y después en Televisa, por supuesto que se colaron en la novela.
La migración y el odio al diferente, en este caso los “lejeros”, son algunos de los temas centrales de la novela.
Creo que esas son muchas cosas que surgieron a partir de la forma. La misma forma de la novela me fue revelando esas posiciones políticas, con las cuales muchas comparto el rechazo, como la xenofobia. Algo que noté durante los años que cubrí el tema migrante es que México es un país profundamente xenófobo. A veces algunas personas, dentro de la izquierda, lo ven como una novedad, pero eso siempre ha estado allí; tanto la gente de derecha como de izquierda en México odian a los extranjeros profundamente. Por eso viven tan pocos extranjeros en México, y la gran mayoría de ellos son gringos.
Creo que tenemos menos extranjeros que Japón, y Japón es el país xenófobo por antonomasia. Somos un país muy cerrado. Cuando seguí la primera caravana migrante de 2018, muy pronto me di cuenta de que el país es muy xenófobo y que trata muy mal a los migrantes, que los ve con un enorme desprecio.
No me sorprende que se haya recrudecido. Tampoco me sorprende que en los últimos años se haya recrudecido la presencia de los militares en nuestra vida cotidiana, que es algo que también me preocupaba cuando empecé a escribir la novela. Por supuesto yo lo llevo a un límite, en el que solo existe la vida castrense como único prescriptor en todos los ámbitos de la sociedad.
Otro tema presente es la memoria. En Todo lo que amamos y dejamos atrás hay una dualidad de la memoria que resiste, la memoria que se transforma, que se enferma y se vuelve difusa ante la impunidad.
Siempre me ha preocupado el tema de la memoria en general, y el tema de la memoria personal. Pero en los últimos años tal vez un poco más la memoria colectiva. Siempre me llamó la atención mi propia forma de recordar. Con los años he aprendido que no todas las personas recuerdan como yo y que yo recuerdo muchos más detalles de cualquier situación que el común de las personas con las que convivo. Alguna vez mi editora me preguntó si no me causaba problemas mi forma de recordar, y es cierto que eso también puede traer conflictos, pero es algo que está muy íntimamente ligado con mi forma de ser, mi manera de recordar.
Para mí era muy importante reflejar las dos caras de la memoria porque la memoria también puede ser tóxica —tanto la individual como la grupal— si no la sabemos procesar. Creo que lo que les pasa a los niños [de la novela] es que no pueden procesar lo que tienen, lo que han depositado en ellos.
También en ese entonces —mientras escribía la novela— me preguntaba mucho por qué iban a recordar los niños eventos tan dramáticos como la guerra contra el narco. Mi hermana más chica era una niña cuando se desató la guerra contra el narcotráfico. Y tuvo una visión muy distinta a la mía del fenómeno, allá viviendo en Veracruz. Vivió balaceras fuera del colegio; vivió balaceras yendo a casa; vio muchos puntos violentos que podrían haberle influido de forma muy desagradable. Y siempre me preguntaba cómo recordaría ella eso años más tarde, cómo procesaría haber vivido en un lugar tan peligroso durante su infancia. Eso es el detonante de lo que les pasa a los niños en la novela.
En algún momento, casi al final, cuando están en esos rascacielos que alguna vez fueron supermercados, la doctora Beatriz dice que el fin del mundo no es igual para todos. Creo que de alguna forma esa también es una de las características importantes de la novela, que nos muestra que las catástrofes se sufren también en distintas escalas, que esto también es un asunto de clases.
Eso fue algo que descubrí mientras escribía. El fin del mundo no es igual para el estadounidense que para un mexicano porque ni siquiera la pobreza es igual para un estadounidense que para un mexicano. Incluso en algunos aspectos hace tiempo pensaba que la pobreza era más llevadera para un mexicano en la medida en que, por ejemplo, tuvimos un sistema de salud más o menos apto. Eso ya no existe, ahora estamos igual. El fin del mundo no es igual para todos porque el mundo nunca es igual para todos.
Veracruz es un lugar sumamente pobre, siempre ha sido pobre y el desarrollo llegó muy tardíamente y de forma muy irregular. Mi papá trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad como médico, y tenía que conocer todo el Golfo de México. Y él decía que la electricidad era la revolución. Él creía que estaba citando a Marx, pero eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que cuando triunfa Lenin, sí hubo un desarrollo para electrificar la URSS, que incluso la bombilla se llamaba bombilla Lenin, que se invitaba a los pueblos más alejados y recónditos a ellos mismos poner su sistema eléctrico. Eso sí es verdad.
En Veracruz, en los años noventa, la electricidad apenas estaba llegando a muchos lugares. Y, por ejemplo, la ranchería de la que venía mi nana, Olga, no tenía luz. Y para mí era un shock eso; no tenía aire acondicionado, pero tenía ventilador y ya eso para mí era una sorpresa.
Solo cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me di cuenta de que aquí la gente vive en otro país muy distinto al que se puede vivir en algunas zonas del interior de la República. Aquí no se imaginan las cosas que se viven allá en cuestión de carencias. Eso es un poco lo que quería reflejar con el personaje de Beatriz, pero no fue ni siquiera adrede, de forma muy natural surgió la idea. Esa mujer no tendría ningún conflicto en continuar su vida como hasta entonces, sin que haya ningún tipo de apoyo tecnológico. Mucha gente sobreviviría porque han estado marginados toda la vida.
En Todo lo que amamos y dejamos atrás también existen momentos de ternura. Con Grijalva y Aurelia, con Indiana. Recuerdo cuando lee a Walt Whitman, por ejemplo. Lo que nos recuerda mucho la novela cada tanto es que siempre habrá espacio para la ternura.
Aprendí dos cosas siendo reportera. La primera es que no existen las personas malas. No creo que haya gente mala; hay gente que comete crímenes, pero es distinto. Y la segunda es que no se puede estar triste todo el tiempo. Te acabas de salvar el pellejo y lo que quieres es reírte. Y acabas de encontrar un cadáver en el desierto y quieres relajarte un poco y hacer una broma al resto, aunque sea de mal gusto. Creo que un poco a veces los géneros literarios borran esa clase de cosas.
Los japoneses los dominan muy bien porque en sus animes—hasta en el más dramático— hay un capítulo en la playa. Siempre hay un capítulo en la playa y eso aliviana todo.
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Para mí es muy importante la ternura y muy importante en las cosas cotidianas. Creo que eso lo aprendí de Haruki Murakami, que sus personajes siempre comen. Y luego siempre me preguntaba: “¿Por qué en México los personajes de las novelas nunca comen?”. Es brutal que nunca coman. No lo entiendo. ¿Cómo la comida no puede ser trascendente en este puto país? Para mí sí era importante eso: el cómo la gente se refleja a través de la comida.
Y en el caso de la ternura creo que el fin del mundo no anula la ternura; no la subraya tampoco, pero creo que esta seguiría en nuestras vidas. Y al final creo que [la novela] es una historia que aspira a la ternura independientemente de lo que pasa en el mundo. Por eso siempre menciono como una fuerte influencia a Evangelion porque esos personajes también se permiten eso aunque todo esté mal.
Todo lo que amamos y dejamos atrás fue una novela que te llevó muchos años escritura y se publicó hace apenas unos meses, pero ¿ya estás planeando o escribiendo otro libro?
Todavía escribo poemas en mi casa, pero ya no los publico y nadie tampoco me invita a publicarlos, eso también es verdad. Pero en este momento quiero seguir escribiendo novelas, solo novelas. Me gusta contar historias que son más grandes que la vida y más fuertes que la muerte. Me gusta mucho esa sensación. Esa sensación de una historia que te trasciende y que trasciende los personajes, eso no lo puedo encontrar en un cuento o en un ensayo. Seguramente hay mucha gente que sí, pero yo no. Es una sensación que solo he encontrado leyendo novelas o leyendo poemas, pero es algo que se desmenuza muy fácilmente leyendo poemas.
Me gusta esa sensación de breve trascendencia que ofrece el libro, que ofrece la novela, cuando cierras el libro y fuiste volcado de nuevo al mundo, pero el mundo ya no es igual. Y esa es una sensación que quiero volver a sentir mientras lo escribo porque al final del día lo que más me gusta en el mundo es escribir.
Sí estoy escribiendo una nueva novela, llevo ya mucho tiempo en ella y creo que de tiempo completo llevo escribiéndola desde el 2022. No sé cuándo vaya a salir. Solo sé que es completamente distinta a Todo lo que hacemos y dejamos atrás, pero no es un libro realista. No me veo escribiendo nunca un libro realista. Por mucho que disfruto las novelas de Philip Roth, no me veo escribiendo una novela de ese tipo. No me interesa la realidad. Creo que ese es el asunto, que a mí la realidad no me parece un fenómeno relevante. Para mí lo único relevante es la literatura.
Es una época de vacas flacas porque hoy importa únicamente la realidad. Se ha vuelto un tiempo muy prosaico. Un tiempo malo para ser lector porque solo puedes leer cosas de lo inmediato. La realidad tiene demasiado peso.
Inclusive esa literatura más fantástica, si podemos llamarla así, solo es valorada en su medida en cuanto representa ciertos problemas de la realidad o se opone a ella.
Justo. Tienes toda la razón, me ha pasado que a veces tengo la sensación de “este libro fantástico solamente es llamativo en la medida en que quiere ser una respuesta al realismo”. A mí me vale verga eso, a mí me gusta que la literatura solo trate de literatura y ya. Creo que esa es una posición que va a la baja en México y alrededor del mundo.
A mí la realidad no me interesa. Me interesa como reportera, pero no como escritora. Jamás me va a interesar. No me veo escribiendo una novela para denunciar, para decir que algo está mal. Eso me parece absolutamente despreciable. Los libros son chingones porque hablan de sí mismos.
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Con un lenguaje íntimo y preciso, en <i>Todo lo que amamos y dejamos atrás</i> (Alfaguara, 2024) Elisa de Gortari crea un mundo apocalíptico donde la memoria, la comida y la ternura ocupan un lugar central.
El futuro. En algún momento de la mitad del siglo XXI aparecen en la tierra unos anillos como los de Saturno; hay un gran apagón que termina con la luz eléctrica; en el sur global comienzan a formarse glaciares que obliga a los habitantes de esa zona a abandonar sus países. En ese mundo apocalíptico, probable, una periodista de la Ciudad de México llamada Grijalva y su hijastro, Indiana, viajan a Tamarindo, un pueblo de Veracruz, para investigar una epidemia de niños enloquecidos.
Todo lo que amamos y dejamos atrás (Alfaguara, 2024) es la nueva novela de Elisa de Gortari. En esta hay casas embrujadas, centros comerciales transformados en pueblos enteros, gatos, pero, principalmente, hay ciencia ficción escrita con un cuidado milimétrico en el lenguaje propio de una asidua lectora de poesía, y que recuerda a autores como Borges o Ursula K. Le Guin porque, sobre todo, esta es una novela de lenguaje, forma pura. En entrevista para Gatopardo, la autora conversó sobre cómo nació la novela, sus influencias y por qué el fin del mundo no puede ser igual para todos.
¿Cómo surgió la idea de escribir una novela como Todo lo que amamos y dejamos atrás, que es ciencia ficción y lenguaje en las mismas proporciones?
La idea de la novela surgió hace ya muchos años. Debe haber sido 2015, 2016, cuando garabateaba un poco con la idea de escribir un libro donde hubiera ciertas reglas como que la tierra tuviera anillos, que no hubiera electricidad, eso en particular fue una de las primeras cosas. Pero realmente la novela comenzó a escribirse cuando inicié mi transición de género, en 2017. Ahí fue cuando de verdad empecé a escribir.
La novela no tiene nada que ver con mi transición en género, no se menciona ni una vez la palabra trans en la novela. Pero esa fue la experiencia primordial que permitió que se escribiera el resto de la novela porque desgraciadamente fueron malos años, fueron muy malos años: perdí muchas cosas, tuve muchos conflictos. Pero sin esa experiencia, creo que no hubiera podido escribir el libro.
No me gusta jactarme de eso: que el sufrimiento me permitió escribir un libro distinto al que originalmente había conseguido. Creo que eso no tiene nada que ver con la literatura, al contrario: a mí me gusta la literatura por la literatura; no me interesan nuestras experiencias, nuestras vidas no son tan valiosas.
Creo que es más importante lo que contamos que lo que vivimos. ¿Existe la presión de escribir de la experiencia propia? Muchas veces, desde el mercado editorial, se les empuja a las mujeres trans a escribir solo de su experiencia como mujeres trans. ¿Existe esta presión?
Creo totalmente que el mercado orilla a la gente trans a escribir solamente de sus temas morbosos. A mí me gustan las novelas trans que circulan actualmente, incluso muchas de las que no han escrito personas trans, porque ahí está el caso de Uri Bleier, que escribió una magnífica novela trans [Esta cuerpa mía (Alfaguara, 2024)] sin ser trans.
Son muy valiosas estas novelas trans, la de Camila Sosa [Las malas (Tusquets Editores, 2019)]; la de Ariel Richards [Inacabada (Alfaguara, 2024)]. Las he leído con mucho gusto, lo que no me gusta es la reacción de la gente porque de pronto ya no son novelas valiosas porque estén bien escritas; ya no son valiosas porque posicionan una voz diferente en el ámbito literario; se vuelven valiosas porque satisfacen esa carga de pornomiseria a la que quiere acceder el público cis.
Y la verdad es asqueroso. Me parece muy asqueroso cómo nos leen. Cuando nos leen, leen su morbo. Y en mi caso, por ejemplo, no creo que tenga muchos lectores hombres, creo que me leen principalmente mujeres, de la comunidad LGBT; hombres heterosexuales creo que son pocos realmente. De todas maneras, siento una presión enorme hacia las personas trans para que escriban sobre eso y satisfagan esta clase de deseos que tiene la industria.
Algo que destaca de tu novela es el lenguaje tan trabajado, muy cuidado, musical. ¿Cómo influye tu poesía en la prosa de Elisa de Gortari?
Para mí la literatura es forma. Solo me interesa la forma. No me interesa nada más. Me sorprende cuando la gente me menciona cosas de la trama, como una cosa importante, porque sí pienso en ellas, pero lo importante para mí es la forma. La forma decide todo lo demás. Vivimos en una época de vacas flacas para quien ve eso. No están al alza los libros difíciles, no están al alza los libros desafiantes, no están en alza los libros demandantes; todo lo contrario, incluso creo que se censura un poco eso. Es una forma de antiintelectualismo.
La gente ya no quiere desafiar sus propias convenciones para entender un libro difícil; quieren que los que escriben bajen sus estándares para moldearse a estos lectores que pueden ser más bien flojos. Y yo no voy a concordar nunca con eso.
Y bueno, en cuanto al libro, vengo de escribir poesía y por muchos años fue lo único que leí, por unos pocos años fue lo único que me interesaba.
Vengo de la música porque es lo que estudié. Pero no sé, a veces no sé qué tanto influyó eso. Es cierto que es en lo que más pienso cuando estoy escribiendo, pero ya no leo mis textos en voz alta porque no me da la voz para eso. Tengo un problema en el pulmón y no puedo hablar con esa entonación durante una hora para revisarlo. Tengo que confiar en lo que percibe mi oído interno. A lo largo de la novela fue un proceso difícil porque decía: “¿Lo estaré haciendo bien?”.
Sin embargo, para mí eso es lo más importante. Muchas decisiones que terminaron afectando la trama empezaron como cosas estrictamente literarias. Por ejemplo, el uso de la segunda persona. Eso fue una decisión rigurosamente literaria. Dije: “Quiero una novela que se narre en segunda persona y que este narrador pueda irse modificando con el tiempo y revele cosas de la propia trama”. Eso fue algo que nació antes [de escribir] y entonces esa historia se fue acomodando a esa decisión.
Empecé tocando metal y punk. Estuve muchos años en bandas de metal, en bandas de punk, en bandas de postpunk. Eso fue lo que hice muchos años. Estudié música formalmente, pero a la hora de la verdad, lo que me gustaba era tocar guitarras distorsionadas y hacer slam. Eso me gustaba.
Empecé a escribir por eso, porque era la letrista en alguna de las bandas y alguna vez alguien me dijo: “Oye, tus letras son muy buenas. Son casi poemas”. Y creo que ese “casi” fue lo que más me llamó la atención, me hizo preguntarme: “¿Qué sí son poemas?”. Nunca había leído un poema. Tenía 15 años, vivía en Veracruz, mi vida era mucho más plana de lo que tal vez imagino y no tenía esa curiosidad de saber qué era un poema.
Pero tampoco esa transición de una disciplina a otra habría ocurrido si yo no hubiera llegado a vivir a la Ciudad de México. Llegué a vivir aquí en circunstancias muy desagradables que no debería vivir ninguna adolescente; y en ese largo periplo que fue llegar a la Ciudad de México desde Veracruz, sin amigos, con problemas familiares, lo único que podía hacer era leer. Había muchos libros en casa y no iba a la escuela. No estudiaba. Eso fue realmente el detonante para que yo empezara a escribir de verdad; ahí fue cuando empecé a leer de verdad porque era lo único que podía hacer. Ahí fue cuando dije: “Esto me gusta, esto podría hacerlo también”.
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Me parece que, además de la música, el otro arte que influye o está muy presente en la novela son los videojuegos. Recuerdo cuando en algún momento aparece un auto y se le describe como esa arma que aparece en la antepenúltima misión, antes del jefe final. La estructura también recuerda a videojuegos como Undertale, en el que todo lo previo se acumula y regresa siempre en algún momento.
Casi ya no juego videojuegos. Creo que hay mucha gente como yo, que los compra, los empieza y no los termina. Realmente ya me ha vuelto esa clase de videojugadora horrible. A mí lo que me gusta es jugar los juegos que me gustaban cuando era chica o los juegos nuevos que me recuerdan a los juegos que me gustaban cuando era chica. En los que bien podría entrar Celeste, Undertale, todos los Metroidvania, que son las clases de juegos que disfruto mucho hoy en día.
En mi infancia los videojuegos eran muy importantes, lo más importante. Supongo que en otro universo me hubiera gustado hacer videojuegos. Incluso aprendí a programar en algún momento un poco, con esas intenciones. Creo que no solamente son arte, son el arte dominante de este siglo. En el siglo XX tuvimos el cine y este es el siglo de los videojuegos. Ahora sí que se dice y no pasa nada.
Pero creo que hay mucha gente que aún está muy dolida porque la literatura perdió el centro de la conversación, y la verdad es que eso ya no va a regresar. Y no necesitamos que regrese. Los libros deben hacer cosas que no pueden hacer las películas y que no pueden hacer los videojuegos y que no pueden hacer ni siquiera la música. Los libros deben hacer lo que solamente pueden hacer los libros o los textos.
Destaca también el proceso de investigación en la novela, que se ve en los detalles, en las escenas cotidianas. ¿Cómo fue este proceso?
La luz eléctrica es una cosa superreciente, y se nos ha olvidado de forma brutal. La Revolución Industrial fue hace nada, y a todos se nos ha olvidado. Pero creo que vivimos rodeados de milagros. A mí me parece milagroso que podamos comunicarnos por medio de celulares. Que utilizan nuestro conocimiento de la física cuántica para realizar operaciones matemáticas en un pedacito de silicio. Me parece milagroso que podamos ahorita mismo grabar nuestra conversación en una pequeña grabadora, que la convierte en una serie de pulsaciones eléctricas y que a su vez esto será transmitido por Wi-Fi, que no es más que una luz que no podemos ver, pero que es solo eso, una luz, pulsaciones de luz, que serán reinterpretadas por otra computadora. A mí esas cosas me parecen maravillosas. Y no somos conscientes de ello.
Me preocupa y me molesta hasta cierto punto que no seamos conscientes del mundo en que vivimos. Nosotros hacemos la tecnología, pero luego esta nos define. Y creo que eso está bien. A mí no me da miedo la tecnología. Me da miedo quiénes la tienen y quiénes no acceden a ella.
Además, la tecnología nos lleva acompañando mucho tiempo y a veces creemos que muchos de los milagros que vivimos se reducen a la electricidad, pero no es lo único. El nixtamal lleva 3 000 años de existir. Es un proceso químico supercomplejo que se inventó como 500 años antes de que se escribiera la Iliada. Llevamos mucho tiempo conviviendo con esos procesos muy importantes porque al final del día transformamos el mundo con nuestra imaginación. Los artistas no son los únicos que imaginan, los científicos imaginan, pero lo hacen de una forma sistemática y en conjunto. Eso para mí es muy importante. A mí me gusta estudiar eso, ver cómo la gente imagina en conjunto, cómo resuelve problemas en conjunto, cómo esa curiosidad se vuelve un proyecto que va trascendiendo las generaciones.
En cuanto a la novela, me gusta mucho compartir cómo ocurren esos pequeños fenómenos. Los pequeños milagros. Por eso me interesaba estudiar cómo hacer el jabón, y yo tuve que hacer el jabón; me gustaba explicar cómo funciona un disco de vinilo y cómo tú puedes reproducirlo en tu casa, siempre y cuando no te dé miedo de rayarlo con una pequeña aguja porque, bueno, siempre existe ese riesgo.
Creo que mucha de la ciencia ficción que más me gusta; o más bien, creo que mucha de la literatura que más me gusta es la que presta atención a esa clase de detalles. Pienso en los libros de Fernández Mallo, pienso en los libros de Thomas Pynchon. Esos son los libros que a mí me desafían a ver el mundo de otra forma, y que es lo que también quisiera hacer con mis propios libros.
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Ahora que mencionas a Thomas Pynchon. Fue un autor que está muy presente en toda la novela. También Don DeLillo. Además hay tres referencias al “Beso” de Chéjov. ¿Qué autores y obras estuvieron presentes mientras escribías? Obras más allá de libros también.
Definitivamente estaba junto a mí Thomas Pynchon. Especialmente Inherent Vice (Penguin Press, 2009). Esa novela ha sido muy importante para mí. Sé que no es la mejor novela de Pynchon, pero no me importa: me llena el corazón de una forma muy especial. Me parece muy chistoso que la gente ahora diga que es hiperintelectual y mamón; a mí me hace sentir viva leer a ese cabrón, es graciosísimo, es divertido y sí, es desafiante, pero a mí no me molesta esa clase de desafíos.
Estuvo ahí presente también Don DeLillo especialmente con Underworld (Charles Scribner's Sons, 1997). Esa lectura fue muy importante para mí. Y lo fue también Antón Chéjov, por cómo ve a los seres humanos y cómo a todos los ve con la misma compasión y la misma curiosidad. Eso ha sido siempre muy importante para mí. Esos son los autores que a mí me han marcado y tal vez agregaría ahí Steven Millhauser.
La novela fue igualmente marcada por otras cosas que me interesan. Pienso en [Neon Genesis] Evangelion (1995), que influyó mucho en mí y en cómo concibo las historias. Pienso en los cómics, particularmente fue muy importante leer The Immortal Hulk (Marvel comics, 2018), de Al Ewing, y Mister Miracle (DC comics, 2017), de Tom King. Estos dos cómics me marcaron muchísimo mientras estaba escribiendo la novela. También películas, y las películas que me han marcado mucho para escribir son las que no marcarían a nadie para eso. The Goonies (1985), Volver al futuro (1985), Indiana Jones (1981). Películas que están muy preocupadas porque la gente desquite lo que pagó por el boleto de entrada y que tenga un resumen de todas las emociones humanas en 90 minutos. Esa manera de contar historias para mí siempre ha sido muy importante y me gusta mucho, me fascina mucho esa clase de cine abiertamente comercial que desde el principio dice: “Quiero que te vayas feliz, quiero que te vayas con una sonrisa”.
¿Cómo equilibrar entre esa narrativa agradable, más amena, y una más compleja, que busque la participación activa del lector?
Me gustan los libros difíciles. Nunca he sabido ni me he preguntado si yo es que escribo esa clase de libros. Muy conscientemente aspiro a que sean libros que puedan entusiasmar a la gente. Eso sí es algo que hago muy meditadamente; me tomo muy en serio a las personas que me pueden leer. No creo que sean tontos, no creo que no puedan con el desafío de navegar 30 páginas sin saber qué madres está pasando.
Al contrario, creo que pueden entusiasmarse con ello.
Eso lo aprendí de un poeta: José Eugenio Sánchez, que es este poeta divertidísimo, superamable, superbrillante. Una vez me dijo que sus libros tenían la fortuna de que de inmediato ayudan a distinguir entre la gente que se podría ser su amigo de quienes no.
Creo que mis libros funcionan también así y que muy fácilmente discriminan entre la gente que podría no interesarme y la que me interesa. Lo que me ha gustado ver de la reacción de los lectores hacia esta novela es el entusiasmo. Eso es lo que más he anotado. Creo que sí ha habido quien me dice que le ha costado un poco de trabajo, pero nadie me lo ha dicho en son de reproche. Y eso es importante porque sí quiero que se desquiten los 350 pesos que vale el libro. Eso es muy importante.
Grijalva es reportera y a lo largo de la novela hay muchas reflexiones sobre el periodismo. ¿Cómo se mezclan en ti estas dos facetas, la de autora y la de periodista?
Ahora mi periodismo es de escritorio. Ya es muy distinto a lo que hacía. Son entrevistas con escritores, científicas, no tiene nada que ver con lo que hacía entonces, pero durante un tiempo hice mucho trabajo de campo y estuve mucho en la calle. Eso sin duda influyó mucho en el libro. Y es chingón que lo preguntes porque casi nadie nunca lo pregunta. Hace mucho tiempo estuve cubriendo el tema migrante. Sin ese bagaje, eso no se hubiera colado en el libro. Tuve que viajar a Honduras, a Tijuana; tuve que viajar a California, Arizona, Pensilvania y siempre estuve mucho en contacto con ese tema, ese era el tema que cubría principalmente. Hubo muchas situaciones difíciles, desagradables, peligrosas que ahora me dan mucha risa, pero que probablemente no eran chistosas. Sin duda influyó mucho, creo que son parte de las experiencias de vida que necesité para poder escribir esta historia. No me gusta mucho fijarme en ellas porque sigo creyendo que nuestras experiencias no son importantes; lo importante es lo que contamos. Pero es verdad que eso también está allí. Si yo no hubiera tenido esa formación en esos años, si no me hubiera metido en problemas, si no me hubiera equivocado en muchas ocasiones como reportera, tal vez mucha parte de esta historia no habría surgido.
A veces me pregunta la gente que si yo soy Grijalva. Me parece hasta ofensiva la pregunta porque admiro mucho a mi personaje de una forma que ni yo me admiraría. Tenemos un común, ella es una música fracasada y ha adoptado el periodismo un poco de forma circunstancial.
Y bueno, sí, sin duda todos los años que tuve yo de formación, primero en Plumas atómicas y después en Televisa, por supuesto que se colaron en la novela.
La migración y el odio al diferente, en este caso los “lejeros”, son algunos de los temas centrales de la novela.
Creo que esas son muchas cosas que surgieron a partir de la forma. La misma forma de la novela me fue revelando esas posiciones políticas, con las cuales muchas comparto el rechazo, como la xenofobia. Algo que noté durante los años que cubrí el tema migrante es que México es un país profundamente xenófobo. A veces algunas personas, dentro de la izquierda, lo ven como una novedad, pero eso siempre ha estado allí; tanto la gente de derecha como de izquierda en México odian a los extranjeros profundamente. Por eso viven tan pocos extranjeros en México, y la gran mayoría de ellos son gringos.
Creo que tenemos menos extranjeros que Japón, y Japón es el país xenófobo por antonomasia. Somos un país muy cerrado. Cuando seguí la primera caravana migrante de 2018, muy pronto me di cuenta de que el país es muy xenófobo y que trata muy mal a los migrantes, que los ve con un enorme desprecio.
No me sorprende que se haya recrudecido. Tampoco me sorprende que en los últimos años se haya recrudecido la presencia de los militares en nuestra vida cotidiana, que es algo que también me preocupaba cuando empecé a escribir la novela. Por supuesto yo lo llevo a un límite, en el que solo existe la vida castrense como único prescriptor en todos los ámbitos de la sociedad.
Otro tema presente es la memoria. En Todo lo que amamos y dejamos atrás hay una dualidad de la memoria que resiste, la memoria que se transforma, que se enferma y se vuelve difusa ante la impunidad.
Siempre me ha preocupado el tema de la memoria en general, y el tema de la memoria personal. Pero en los últimos años tal vez un poco más la memoria colectiva. Siempre me llamó la atención mi propia forma de recordar. Con los años he aprendido que no todas las personas recuerdan como yo y que yo recuerdo muchos más detalles de cualquier situación que el común de las personas con las que convivo. Alguna vez mi editora me preguntó si no me causaba problemas mi forma de recordar, y es cierto que eso también puede traer conflictos, pero es algo que está muy íntimamente ligado con mi forma de ser, mi manera de recordar.
Para mí era muy importante reflejar las dos caras de la memoria porque la memoria también puede ser tóxica —tanto la individual como la grupal— si no la sabemos procesar. Creo que lo que les pasa a los niños [de la novela] es que no pueden procesar lo que tienen, lo que han depositado en ellos.
También en ese entonces —mientras escribía la novela— me preguntaba mucho por qué iban a recordar los niños eventos tan dramáticos como la guerra contra el narco. Mi hermana más chica era una niña cuando se desató la guerra contra el narcotráfico. Y tuvo una visión muy distinta a la mía del fenómeno, allá viviendo en Veracruz. Vivió balaceras fuera del colegio; vivió balaceras yendo a casa; vio muchos puntos violentos que podrían haberle influido de forma muy desagradable. Y siempre me preguntaba cómo recordaría ella eso años más tarde, cómo procesaría haber vivido en un lugar tan peligroso durante su infancia. Eso es el detonante de lo que les pasa a los niños en la novela.
En algún momento, casi al final, cuando están en esos rascacielos que alguna vez fueron supermercados, la doctora Beatriz dice que el fin del mundo no es igual para todos. Creo que de alguna forma esa también es una de las características importantes de la novela, que nos muestra que las catástrofes se sufren también en distintas escalas, que esto también es un asunto de clases.
Eso fue algo que descubrí mientras escribía. El fin del mundo no es igual para el estadounidense que para un mexicano porque ni siquiera la pobreza es igual para un estadounidense que para un mexicano. Incluso en algunos aspectos hace tiempo pensaba que la pobreza era más llevadera para un mexicano en la medida en que, por ejemplo, tuvimos un sistema de salud más o menos apto. Eso ya no existe, ahora estamos igual. El fin del mundo no es igual para todos porque el mundo nunca es igual para todos.
Veracruz es un lugar sumamente pobre, siempre ha sido pobre y el desarrollo llegó muy tardíamente y de forma muy irregular. Mi papá trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad como médico, y tenía que conocer todo el Golfo de México. Y él decía que la electricidad era la revolución. Él creía que estaba citando a Marx, pero eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que cuando triunfa Lenin, sí hubo un desarrollo para electrificar la URSS, que incluso la bombilla se llamaba bombilla Lenin, que se invitaba a los pueblos más alejados y recónditos a ellos mismos poner su sistema eléctrico. Eso sí es verdad.
En Veracruz, en los años noventa, la electricidad apenas estaba llegando a muchos lugares. Y, por ejemplo, la ranchería de la que venía mi nana, Olga, no tenía luz. Y para mí era un shock eso; no tenía aire acondicionado, pero tenía ventilador y ya eso para mí era una sorpresa.
Solo cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me di cuenta de que aquí la gente vive en otro país muy distinto al que se puede vivir en algunas zonas del interior de la República. Aquí no se imaginan las cosas que se viven allá en cuestión de carencias. Eso es un poco lo que quería reflejar con el personaje de Beatriz, pero no fue ni siquiera adrede, de forma muy natural surgió la idea. Esa mujer no tendría ningún conflicto en continuar su vida como hasta entonces, sin que haya ningún tipo de apoyo tecnológico. Mucha gente sobreviviría porque han estado marginados toda la vida.
En Todo lo que amamos y dejamos atrás también existen momentos de ternura. Con Grijalva y Aurelia, con Indiana. Recuerdo cuando lee a Walt Whitman, por ejemplo. Lo que nos recuerda mucho la novela cada tanto es que siempre habrá espacio para la ternura.
Aprendí dos cosas siendo reportera. La primera es que no existen las personas malas. No creo que haya gente mala; hay gente que comete crímenes, pero es distinto. Y la segunda es que no se puede estar triste todo el tiempo. Te acabas de salvar el pellejo y lo que quieres es reírte. Y acabas de encontrar un cadáver en el desierto y quieres relajarte un poco y hacer una broma al resto, aunque sea de mal gusto. Creo que un poco a veces los géneros literarios borran esa clase de cosas.
Los japoneses los dominan muy bien porque en sus animes—hasta en el más dramático— hay un capítulo en la playa. Siempre hay un capítulo en la playa y eso aliviana todo.
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Para mí es muy importante la ternura y muy importante en las cosas cotidianas. Creo que eso lo aprendí de Haruki Murakami, que sus personajes siempre comen. Y luego siempre me preguntaba: “¿Por qué en México los personajes de las novelas nunca comen?”. Es brutal que nunca coman. No lo entiendo. ¿Cómo la comida no puede ser trascendente en este puto país? Para mí sí era importante eso: el cómo la gente se refleja a través de la comida.
Y en el caso de la ternura creo que el fin del mundo no anula la ternura; no la subraya tampoco, pero creo que esta seguiría en nuestras vidas. Y al final creo que [la novela] es una historia que aspira a la ternura independientemente de lo que pasa en el mundo. Por eso siempre menciono como una fuerte influencia a Evangelion porque esos personajes también se permiten eso aunque todo esté mal.
Todo lo que amamos y dejamos atrás fue una novela que te llevó muchos años escritura y se publicó hace apenas unos meses, pero ¿ya estás planeando o escribiendo otro libro?
Todavía escribo poemas en mi casa, pero ya no los publico y nadie tampoco me invita a publicarlos, eso también es verdad. Pero en este momento quiero seguir escribiendo novelas, solo novelas. Me gusta contar historias que son más grandes que la vida y más fuertes que la muerte. Me gusta mucho esa sensación. Esa sensación de una historia que te trasciende y que trasciende los personajes, eso no lo puedo encontrar en un cuento o en un ensayo. Seguramente hay mucha gente que sí, pero yo no. Es una sensación que solo he encontrado leyendo novelas o leyendo poemas, pero es algo que se desmenuza muy fácilmente leyendo poemas.
Me gusta esa sensación de breve trascendencia que ofrece el libro, que ofrece la novela, cuando cierras el libro y fuiste volcado de nuevo al mundo, pero el mundo ya no es igual. Y esa es una sensación que quiero volver a sentir mientras lo escribo porque al final del día lo que más me gusta en el mundo es escribir.
Sí estoy escribiendo una nueva novela, llevo ya mucho tiempo en ella y creo que de tiempo completo llevo escribiéndola desde el 2022. No sé cuándo vaya a salir. Solo sé que es completamente distinta a Todo lo que hacemos y dejamos atrás, pero no es un libro realista. No me veo escribiendo nunca un libro realista. Por mucho que disfruto las novelas de Philip Roth, no me veo escribiendo una novela de ese tipo. No me interesa la realidad. Creo que ese es el asunto, que a mí la realidad no me parece un fenómeno relevante. Para mí lo único relevante es la literatura.
Es una época de vacas flacas porque hoy importa únicamente la realidad. Se ha vuelto un tiempo muy prosaico. Un tiempo malo para ser lector porque solo puedes leer cosas de lo inmediato. La realidad tiene demasiado peso.
Inclusive esa literatura más fantástica, si podemos llamarla así, solo es valorada en su medida en cuanto representa ciertos problemas de la realidad o se opone a ella.
Justo. Tienes toda la razón, me ha pasado que a veces tengo la sensación de “este libro fantástico solamente es llamativo en la medida en que quiere ser una respuesta al realismo”. A mí me vale verga eso, a mí me gusta que la literatura solo trate de literatura y ya. Creo que esa es una posición que va a la baja en México y alrededor del mundo.
A mí la realidad no me interesa. Me interesa como reportera, pero no como escritora. Jamás me va a interesar. No me veo escribiendo una novela para denunciar, para decir que algo está mal. Eso me parece absolutamente despreciable. Los libros son chingones porque hablan de sí mismos.
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Con un lenguaje íntimo y preciso, en <i>Todo lo que amamos y dejamos atrás</i> (Alfaguara, 2024) Elisa de Gortari crea un mundo apocalíptico donde la memoria, la comida y la ternura ocupan un lugar central.
El futuro. En algún momento de la mitad del siglo XXI aparecen en la tierra unos anillos como los de Saturno; hay un gran apagón que termina con la luz eléctrica; en el sur global comienzan a formarse glaciares que obliga a los habitantes de esa zona a abandonar sus países. En ese mundo apocalíptico, probable, una periodista de la Ciudad de México llamada Grijalva y su hijastro, Indiana, viajan a Tamarindo, un pueblo de Veracruz, para investigar una epidemia de niños enloquecidos.
Todo lo que amamos y dejamos atrás (Alfaguara, 2024) es la nueva novela de Elisa de Gortari. En esta hay casas embrujadas, centros comerciales transformados en pueblos enteros, gatos, pero, principalmente, hay ciencia ficción escrita con un cuidado milimétrico en el lenguaje propio de una asidua lectora de poesía, y que recuerda a autores como Borges o Ursula K. Le Guin porque, sobre todo, esta es una novela de lenguaje, forma pura. En entrevista para Gatopardo, la autora conversó sobre cómo nació la novela, sus influencias y por qué el fin del mundo no puede ser igual para todos.
¿Cómo surgió la idea de escribir una novela como Todo lo que amamos y dejamos atrás, que es ciencia ficción y lenguaje en las mismas proporciones?
La idea de la novela surgió hace ya muchos años. Debe haber sido 2015, 2016, cuando garabateaba un poco con la idea de escribir un libro donde hubiera ciertas reglas como que la tierra tuviera anillos, que no hubiera electricidad, eso en particular fue una de las primeras cosas. Pero realmente la novela comenzó a escribirse cuando inicié mi transición de género, en 2017. Ahí fue cuando de verdad empecé a escribir.
La novela no tiene nada que ver con mi transición en género, no se menciona ni una vez la palabra trans en la novela. Pero esa fue la experiencia primordial que permitió que se escribiera el resto de la novela porque desgraciadamente fueron malos años, fueron muy malos años: perdí muchas cosas, tuve muchos conflictos. Pero sin esa experiencia, creo que no hubiera podido escribir el libro.
No me gusta jactarme de eso: que el sufrimiento me permitió escribir un libro distinto al que originalmente había conseguido. Creo que eso no tiene nada que ver con la literatura, al contrario: a mí me gusta la literatura por la literatura; no me interesan nuestras experiencias, nuestras vidas no son tan valiosas.
Creo que es más importante lo que contamos que lo que vivimos. ¿Existe la presión de escribir de la experiencia propia? Muchas veces, desde el mercado editorial, se les empuja a las mujeres trans a escribir solo de su experiencia como mujeres trans. ¿Existe esta presión?
Creo totalmente que el mercado orilla a la gente trans a escribir solamente de sus temas morbosos. A mí me gustan las novelas trans que circulan actualmente, incluso muchas de las que no han escrito personas trans, porque ahí está el caso de Uri Bleier, que escribió una magnífica novela trans [Esta cuerpa mía (Alfaguara, 2024)] sin ser trans.
Son muy valiosas estas novelas trans, la de Camila Sosa [Las malas (Tusquets Editores, 2019)]; la de Ariel Richards [Inacabada (Alfaguara, 2024)]. Las he leído con mucho gusto, lo que no me gusta es la reacción de la gente porque de pronto ya no son novelas valiosas porque estén bien escritas; ya no son valiosas porque posicionan una voz diferente en el ámbito literario; se vuelven valiosas porque satisfacen esa carga de pornomiseria a la que quiere acceder el público cis.
Y la verdad es asqueroso. Me parece muy asqueroso cómo nos leen. Cuando nos leen, leen su morbo. Y en mi caso, por ejemplo, no creo que tenga muchos lectores hombres, creo que me leen principalmente mujeres, de la comunidad LGBT; hombres heterosexuales creo que son pocos realmente. De todas maneras, siento una presión enorme hacia las personas trans para que escriban sobre eso y satisfagan esta clase de deseos que tiene la industria.
Algo que destaca de tu novela es el lenguaje tan trabajado, muy cuidado, musical. ¿Cómo influye tu poesía en la prosa de Elisa de Gortari?
Para mí la literatura es forma. Solo me interesa la forma. No me interesa nada más. Me sorprende cuando la gente me menciona cosas de la trama, como una cosa importante, porque sí pienso en ellas, pero lo importante para mí es la forma. La forma decide todo lo demás. Vivimos en una época de vacas flacas para quien ve eso. No están al alza los libros difíciles, no están al alza los libros desafiantes, no están en alza los libros demandantes; todo lo contrario, incluso creo que se censura un poco eso. Es una forma de antiintelectualismo.
La gente ya no quiere desafiar sus propias convenciones para entender un libro difícil; quieren que los que escriben bajen sus estándares para moldearse a estos lectores que pueden ser más bien flojos. Y yo no voy a concordar nunca con eso.
Y bueno, en cuanto al libro, vengo de escribir poesía y por muchos años fue lo único que leí, por unos pocos años fue lo único que me interesaba.
Vengo de la música porque es lo que estudié. Pero no sé, a veces no sé qué tanto influyó eso. Es cierto que es en lo que más pienso cuando estoy escribiendo, pero ya no leo mis textos en voz alta porque no me da la voz para eso. Tengo un problema en el pulmón y no puedo hablar con esa entonación durante una hora para revisarlo. Tengo que confiar en lo que percibe mi oído interno. A lo largo de la novela fue un proceso difícil porque decía: “¿Lo estaré haciendo bien?”.
Sin embargo, para mí eso es lo más importante. Muchas decisiones que terminaron afectando la trama empezaron como cosas estrictamente literarias. Por ejemplo, el uso de la segunda persona. Eso fue una decisión rigurosamente literaria. Dije: “Quiero una novela que se narre en segunda persona y que este narrador pueda irse modificando con el tiempo y revele cosas de la propia trama”. Eso fue algo que nació antes [de escribir] y entonces esa historia se fue acomodando a esa decisión.
Empecé tocando metal y punk. Estuve muchos años en bandas de metal, en bandas de punk, en bandas de postpunk. Eso fue lo que hice muchos años. Estudié música formalmente, pero a la hora de la verdad, lo que me gustaba era tocar guitarras distorsionadas y hacer slam. Eso me gustaba.
Empecé a escribir por eso, porque era la letrista en alguna de las bandas y alguna vez alguien me dijo: “Oye, tus letras son muy buenas. Son casi poemas”. Y creo que ese “casi” fue lo que más me llamó la atención, me hizo preguntarme: “¿Qué sí son poemas?”. Nunca había leído un poema. Tenía 15 años, vivía en Veracruz, mi vida era mucho más plana de lo que tal vez imagino y no tenía esa curiosidad de saber qué era un poema.
Pero tampoco esa transición de una disciplina a otra habría ocurrido si yo no hubiera llegado a vivir a la Ciudad de México. Llegué a vivir aquí en circunstancias muy desagradables que no debería vivir ninguna adolescente; y en ese largo periplo que fue llegar a la Ciudad de México desde Veracruz, sin amigos, con problemas familiares, lo único que podía hacer era leer. Había muchos libros en casa y no iba a la escuela. No estudiaba. Eso fue realmente el detonante para que yo empezara a escribir de verdad; ahí fue cuando empecé a leer de verdad porque era lo único que podía hacer. Ahí fue cuando dije: “Esto me gusta, esto podría hacerlo también”.
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Me parece que, además de la música, el otro arte que influye o está muy presente en la novela son los videojuegos. Recuerdo cuando en algún momento aparece un auto y se le describe como esa arma que aparece en la antepenúltima misión, antes del jefe final. La estructura también recuerda a videojuegos como Undertale, en el que todo lo previo se acumula y regresa siempre en algún momento.
Casi ya no juego videojuegos. Creo que hay mucha gente como yo, que los compra, los empieza y no los termina. Realmente ya me ha vuelto esa clase de videojugadora horrible. A mí lo que me gusta es jugar los juegos que me gustaban cuando era chica o los juegos nuevos que me recuerdan a los juegos que me gustaban cuando era chica. En los que bien podría entrar Celeste, Undertale, todos los Metroidvania, que son las clases de juegos que disfruto mucho hoy en día.
En mi infancia los videojuegos eran muy importantes, lo más importante. Supongo que en otro universo me hubiera gustado hacer videojuegos. Incluso aprendí a programar en algún momento un poco, con esas intenciones. Creo que no solamente son arte, son el arte dominante de este siglo. En el siglo XX tuvimos el cine y este es el siglo de los videojuegos. Ahora sí que se dice y no pasa nada.
Pero creo que hay mucha gente que aún está muy dolida porque la literatura perdió el centro de la conversación, y la verdad es que eso ya no va a regresar. Y no necesitamos que regrese. Los libros deben hacer cosas que no pueden hacer las películas y que no pueden hacer los videojuegos y que no pueden hacer ni siquiera la música. Los libros deben hacer lo que solamente pueden hacer los libros o los textos.
Destaca también el proceso de investigación en la novela, que se ve en los detalles, en las escenas cotidianas. ¿Cómo fue este proceso?
La luz eléctrica es una cosa superreciente, y se nos ha olvidado de forma brutal. La Revolución Industrial fue hace nada, y a todos se nos ha olvidado. Pero creo que vivimos rodeados de milagros. A mí me parece milagroso que podamos comunicarnos por medio de celulares. Que utilizan nuestro conocimiento de la física cuántica para realizar operaciones matemáticas en un pedacito de silicio. Me parece milagroso que podamos ahorita mismo grabar nuestra conversación en una pequeña grabadora, que la convierte en una serie de pulsaciones eléctricas y que a su vez esto será transmitido por Wi-Fi, que no es más que una luz que no podemos ver, pero que es solo eso, una luz, pulsaciones de luz, que serán reinterpretadas por otra computadora. A mí esas cosas me parecen maravillosas. Y no somos conscientes de ello.
Me preocupa y me molesta hasta cierto punto que no seamos conscientes del mundo en que vivimos. Nosotros hacemos la tecnología, pero luego esta nos define. Y creo que eso está bien. A mí no me da miedo la tecnología. Me da miedo quiénes la tienen y quiénes no acceden a ella.
Además, la tecnología nos lleva acompañando mucho tiempo y a veces creemos que muchos de los milagros que vivimos se reducen a la electricidad, pero no es lo único. El nixtamal lleva 3 000 años de existir. Es un proceso químico supercomplejo que se inventó como 500 años antes de que se escribiera la Iliada. Llevamos mucho tiempo conviviendo con esos procesos muy importantes porque al final del día transformamos el mundo con nuestra imaginación. Los artistas no son los únicos que imaginan, los científicos imaginan, pero lo hacen de una forma sistemática y en conjunto. Eso para mí es muy importante. A mí me gusta estudiar eso, ver cómo la gente imagina en conjunto, cómo resuelve problemas en conjunto, cómo esa curiosidad se vuelve un proyecto que va trascendiendo las generaciones.
En cuanto a la novela, me gusta mucho compartir cómo ocurren esos pequeños fenómenos. Los pequeños milagros. Por eso me interesaba estudiar cómo hacer el jabón, y yo tuve que hacer el jabón; me gustaba explicar cómo funciona un disco de vinilo y cómo tú puedes reproducirlo en tu casa, siempre y cuando no te dé miedo de rayarlo con una pequeña aguja porque, bueno, siempre existe ese riesgo.
Creo que mucha de la ciencia ficción que más me gusta; o más bien, creo que mucha de la literatura que más me gusta es la que presta atención a esa clase de detalles. Pienso en los libros de Fernández Mallo, pienso en los libros de Thomas Pynchon. Esos son los libros que a mí me desafían a ver el mundo de otra forma, y que es lo que también quisiera hacer con mis propios libros.
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Ahora que mencionas a Thomas Pynchon. Fue un autor que está muy presente en toda la novela. También Don DeLillo. Además hay tres referencias al “Beso” de Chéjov. ¿Qué autores y obras estuvieron presentes mientras escribías? Obras más allá de libros también.
Definitivamente estaba junto a mí Thomas Pynchon. Especialmente Inherent Vice (Penguin Press, 2009). Esa novela ha sido muy importante para mí. Sé que no es la mejor novela de Pynchon, pero no me importa: me llena el corazón de una forma muy especial. Me parece muy chistoso que la gente ahora diga que es hiperintelectual y mamón; a mí me hace sentir viva leer a ese cabrón, es graciosísimo, es divertido y sí, es desafiante, pero a mí no me molesta esa clase de desafíos.
Estuvo ahí presente también Don DeLillo especialmente con Underworld (Charles Scribner's Sons, 1997). Esa lectura fue muy importante para mí. Y lo fue también Antón Chéjov, por cómo ve a los seres humanos y cómo a todos los ve con la misma compasión y la misma curiosidad. Eso ha sido siempre muy importante para mí. Esos son los autores que a mí me han marcado y tal vez agregaría ahí Steven Millhauser.
La novela fue igualmente marcada por otras cosas que me interesan. Pienso en [Neon Genesis] Evangelion (1995), que influyó mucho en mí y en cómo concibo las historias. Pienso en los cómics, particularmente fue muy importante leer The Immortal Hulk (Marvel comics, 2018), de Al Ewing, y Mister Miracle (DC comics, 2017), de Tom King. Estos dos cómics me marcaron muchísimo mientras estaba escribiendo la novela. También películas, y las películas que me han marcado mucho para escribir son las que no marcarían a nadie para eso. The Goonies (1985), Volver al futuro (1985), Indiana Jones (1981). Películas que están muy preocupadas porque la gente desquite lo que pagó por el boleto de entrada y que tenga un resumen de todas las emociones humanas en 90 minutos. Esa manera de contar historias para mí siempre ha sido muy importante y me gusta mucho, me fascina mucho esa clase de cine abiertamente comercial que desde el principio dice: “Quiero que te vayas feliz, quiero que te vayas con una sonrisa”.
¿Cómo equilibrar entre esa narrativa agradable, más amena, y una más compleja, que busque la participación activa del lector?
Me gustan los libros difíciles. Nunca he sabido ni me he preguntado si yo es que escribo esa clase de libros. Muy conscientemente aspiro a que sean libros que puedan entusiasmar a la gente. Eso sí es algo que hago muy meditadamente; me tomo muy en serio a las personas que me pueden leer. No creo que sean tontos, no creo que no puedan con el desafío de navegar 30 páginas sin saber qué madres está pasando.
Al contrario, creo que pueden entusiasmarse con ello.
Eso lo aprendí de un poeta: José Eugenio Sánchez, que es este poeta divertidísimo, superamable, superbrillante. Una vez me dijo que sus libros tenían la fortuna de que de inmediato ayudan a distinguir entre la gente que se podría ser su amigo de quienes no.
Creo que mis libros funcionan también así y que muy fácilmente discriminan entre la gente que podría no interesarme y la que me interesa. Lo que me ha gustado ver de la reacción de los lectores hacia esta novela es el entusiasmo. Eso es lo que más he anotado. Creo que sí ha habido quien me dice que le ha costado un poco de trabajo, pero nadie me lo ha dicho en son de reproche. Y eso es importante porque sí quiero que se desquiten los 350 pesos que vale el libro. Eso es muy importante.
Grijalva es reportera y a lo largo de la novela hay muchas reflexiones sobre el periodismo. ¿Cómo se mezclan en ti estas dos facetas, la de autora y la de periodista?
Ahora mi periodismo es de escritorio. Ya es muy distinto a lo que hacía. Son entrevistas con escritores, científicas, no tiene nada que ver con lo que hacía entonces, pero durante un tiempo hice mucho trabajo de campo y estuve mucho en la calle. Eso sin duda influyó mucho en el libro. Y es chingón que lo preguntes porque casi nadie nunca lo pregunta. Hace mucho tiempo estuve cubriendo el tema migrante. Sin ese bagaje, eso no se hubiera colado en el libro. Tuve que viajar a Honduras, a Tijuana; tuve que viajar a California, Arizona, Pensilvania y siempre estuve mucho en contacto con ese tema, ese era el tema que cubría principalmente. Hubo muchas situaciones difíciles, desagradables, peligrosas que ahora me dan mucha risa, pero que probablemente no eran chistosas. Sin duda influyó mucho, creo que son parte de las experiencias de vida que necesité para poder escribir esta historia. No me gusta mucho fijarme en ellas porque sigo creyendo que nuestras experiencias no son importantes; lo importante es lo que contamos. Pero es verdad que eso también está allí. Si yo no hubiera tenido esa formación en esos años, si no me hubiera metido en problemas, si no me hubiera equivocado en muchas ocasiones como reportera, tal vez mucha parte de esta historia no habría surgido.
A veces me pregunta la gente que si yo soy Grijalva. Me parece hasta ofensiva la pregunta porque admiro mucho a mi personaje de una forma que ni yo me admiraría. Tenemos un común, ella es una música fracasada y ha adoptado el periodismo un poco de forma circunstancial.
Y bueno, sí, sin duda todos los años que tuve yo de formación, primero en Plumas atómicas y después en Televisa, por supuesto que se colaron en la novela.
La migración y el odio al diferente, en este caso los “lejeros”, son algunos de los temas centrales de la novela.
Creo que esas son muchas cosas que surgieron a partir de la forma. La misma forma de la novela me fue revelando esas posiciones políticas, con las cuales muchas comparto el rechazo, como la xenofobia. Algo que noté durante los años que cubrí el tema migrante es que México es un país profundamente xenófobo. A veces algunas personas, dentro de la izquierda, lo ven como una novedad, pero eso siempre ha estado allí; tanto la gente de derecha como de izquierda en México odian a los extranjeros profundamente. Por eso viven tan pocos extranjeros en México, y la gran mayoría de ellos son gringos.
Creo que tenemos menos extranjeros que Japón, y Japón es el país xenófobo por antonomasia. Somos un país muy cerrado. Cuando seguí la primera caravana migrante de 2018, muy pronto me di cuenta de que el país es muy xenófobo y que trata muy mal a los migrantes, que los ve con un enorme desprecio.
No me sorprende que se haya recrudecido. Tampoco me sorprende que en los últimos años se haya recrudecido la presencia de los militares en nuestra vida cotidiana, que es algo que también me preocupaba cuando empecé a escribir la novela. Por supuesto yo lo llevo a un límite, en el que solo existe la vida castrense como único prescriptor en todos los ámbitos de la sociedad.
Otro tema presente es la memoria. En Todo lo que amamos y dejamos atrás hay una dualidad de la memoria que resiste, la memoria que se transforma, que se enferma y se vuelve difusa ante la impunidad.
Siempre me ha preocupado el tema de la memoria en general, y el tema de la memoria personal. Pero en los últimos años tal vez un poco más la memoria colectiva. Siempre me llamó la atención mi propia forma de recordar. Con los años he aprendido que no todas las personas recuerdan como yo y que yo recuerdo muchos más detalles de cualquier situación que el común de las personas con las que convivo. Alguna vez mi editora me preguntó si no me causaba problemas mi forma de recordar, y es cierto que eso también puede traer conflictos, pero es algo que está muy íntimamente ligado con mi forma de ser, mi manera de recordar.
Para mí era muy importante reflejar las dos caras de la memoria porque la memoria también puede ser tóxica —tanto la individual como la grupal— si no la sabemos procesar. Creo que lo que les pasa a los niños [de la novela] es que no pueden procesar lo que tienen, lo que han depositado en ellos.
También en ese entonces —mientras escribía la novela— me preguntaba mucho por qué iban a recordar los niños eventos tan dramáticos como la guerra contra el narco. Mi hermana más chica era una niña cuando se desató la guerra contra el narcotráfico. Y tuvo una visión muy distinta a la mía del fenómeno, allá viviendo en Veracruz. Vivió balaceras fuera del colegio; vivió balaceras yendo a casa; vio muchos puntos violentos que podrían haberle influido de forma muy desagradable. Y siempre me preguntaba cómo recordaría ella eso años más tarde, cómo procesaría haber vivido en un lugar tan peligroso durante su infancia. Eso es el detonante de lo que les pasa a los niños en la novela.
En algún momento, casi al final, cuando están en esos rascacielos que alguna vez fueron supermercados, la doctora Beatriz dice que el fin del mundo no es igual para todos. Creo que de alguna forma esa también es una de las características importantes de la novela, que nos muestra que las catástrofes se sufren también en distintas escalas, que esto también es un asunto de clases.
Eso fue algo que descubrí mientras escribía. El fin del mundo no es igual para el estadounidense que para un mexicano porque ni siquiera la pobreza es igual para un estadounidense que para un mexicano. Incluso en algunos aspectos hace tiempo pensaba que la pobreza era más llevadera para un mexicano en la medida en que, por ejemplo, tuvimos un sistema de salud más o menos apto. Eso ya no existe, ahora estamos igual. El fin del mundo no es igual para todos porque el mundo nunca es igual para todos.
Veracruz es un lugar sumamente pobre, siempre ha sido pobre y el desarrollo llegó muy tardíamente y de forma muy irregular. Mi papá trabajaba en la Comisión Federal de Electricidad como médico, y tenía que conocer todo el Golfo de México. Y él decía que la electricidad era la revolución. Él creía que estaba citando a Marx, pero eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que cuando triunfa Lenin, sí hubo un desarrollo para electrificar la URSS, que incluso la bombilla se llamaba bombilla Lenin, que se invitaba a los pueblos más alejados y recónditos a ellos mismos poner su sistema eléctrico. Eso sí es verdad.
En Veracruz, en los años noventa, la electricidad apenas estaba llegando a muchos lugares. Y, por ejemplo, la ranchería de la que venía mi nana, Olga, no tenía luz. Y para mí era un shock eso; no tenía aire acondicionado, pero tenía ventilador y ya eso para mí era una sorpresa.
Solo cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me di cuenta de que aquí la gente vive en otro país muy distinto al que se puede vivir en algunas zonas del interior de la República. Aquí no se imaginan las cosas que se viven allá en cuestión de carencias. Eso es un poco lo que quería reflejar con el personaje de Beatriz, pero no fue ni siquiera adrede, de forma muy natural surgió la idea. Esa mujer no tendría ningún conflicto en continuar su vida como hasta entonces, sin que haya ningún tipo de apoyo tecnológico. Mucha gente sobreviviría porque han estado marginados toda la vida.
En Todo lo que amamos y dejamos atrás también existen momentos de ternura. Con Grijalva y Aurelia, con Indiana. Recuerdo cuando lee a Walt Whitman, por ejemplo. Lo que nos recuerda mucho la novela cada tanto es que siempre habrá espacio para la ternura.
Aprendí dos cosas siendo reportera. La primera es que no existen las personas malas. No creo que haya gente mala; hay gente que comete crímenes, pero es distinto. Y la segunda es que no se puede estar triste todo el tiempo. Te acabas de salvar el pellejo y lo que quieres es reírte. Y acabas de encontrar un cadáver en el desierto y quieres relajarte un poco y hacer una broma al resto, aunque sea de mal gusto. Creo que un poco a veces los géneros literarios borran esa clase de cosas.
Los japoneses los dominan muy bien porque en sus animes—hasta en el más dramático— hay un capítulo en la playa. Siempre hay un capítulo en la playa y eso aliviana todo.
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Para mí es muy importante la ternura y muy importante en las cosas cotidianas. Creo que eso lo aprendí de Haruki Murakami, que sus personajes siempre comen. Y luego siempre me preguntaba: “¿Por qué en México los personajes de las novelas nunca comen?”. Es brutal que nunca coman. No lo entiendo. ¿Cómo la comida no puede ser trascendente en este puto país? Para mí sí era importante eso: el cómo la gente se refleja a través de la comida.
Y en el caso de la ternura creo que el fin del mundo no anula la ternura; no la subraya tampoco, pero creo que esta seguiría en nuestras vidas. Y al final creo que [la novela] es una historia que aspira a la ternura independientemente de lo que pasa en el mundo. Por eso siempre menciono como una fuerte influencia a Evangelion porque esos personajes también se permiten eso aunque todo esté mal.
Todo lo que amamos y dejamos atrás fue una novela que te llevó muchos años escritura y se publicó hace apenas unos meses, pero ¿ya estás planeando o escribiendo otro libro?
Todavía escribo poemas en mi casa, pero ya no los publico y nadie tampoco me invita a publicarlos, eso también es verdad. Pero en este momento quiero seguir escribiendo novelas, solo novelas. Me gusta contar historias que son más grandes que la vida y más fuertes que la muerte. Me gusta mucho esa sensación. Esa sensación de una historia que te trasciende y que trasciende los personajes, eso no lo puedo encontrar en un cuento o en un ensayo. Seguramente hay mucha gente que sí, pero yo no. Es una sensación que solo he encontrado leyendo novelas o leyendo poemas, pero es algo que se desmenuza muy fácilmente leyendo poemas.
Me gusta esa sensación de breve trascendencia que ofrece el libro, que ofrece la novela, cuando cierras el libro y fuiste volcado de nuevo al mundo, pero el mundo ya no es igual. Y esa es una sensación que quiero volver a sentir mientras lo escribo porque al final del día lo que más me gusta en el mundo es escribir.
Sí estoy escribiendo una nueva novela, llevo ya mucho tiempo en ella y creo que de tiempo completo llevo escribiéndola desde el 2022. No sé cuándo vaya a salir. Solo sé que es completamente distinta a Todo lo que hacemos y dejamos atrás, pero no es un libro realista. No me veo escribiendo nunca un libro realista. Por mucho que disfruto las novelas de Philip Roth, no me veo escribiendo una novela de ese tipo. No me interesa la realidad. Creo que ese es el asunto, que a mí la realidad no me parece un fenómeno relevante. Para mí lo único relevante es la literatura.
Es una época de vacas flacas porque hoy importa únicamente la realidad. Se ha vuelto un tiempo muy prosaico. Un tiempo malo para ser lector porque solo puedes leer cosas de lo inmediato. La realidad tiene demasiado peso.
Inclusive esa literatura más fantástica, si podemos llamarla así, solo es valorada en su medida en cuanto representa ciertos problemas de la realidad o se opone a ella.
Justo. Tienes toda la razón, me ha pasado que a veces tengo la sensación de “este libro fantástico solamente es llamativo en la medida en que quiere ser una respuesta al realismo”. A mí me vale verga eso, a mí me gusta que la literatura solo trate de literatura y ya. Creo que esa es una posición que va a la baja en México y alrededor del mundo.
A mí la realidad no me interesa. Me interesa como reportera, pero no como escritora. Jamás me va a interesar. No me veo escribiendo una novela para denunciar, para decir que algo está mal. Eso me parece absolutamente despreciable. Los libros son chingones porque hablan de sí mismos.
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