Refugiados climáticos: los parias de este siglo

Refugiados climáticos: los parias de este siglo

Las altas temperaturas están detrás los últimos desastres naturales en América Latina: incendios forestales, vendavales, inundaciones y deslizamientos. Eventos como el del huracán Iota se han vuelto cada vez más fuertes y frecuentes. En Colombia, por ejemplo, ninguna dependencia gubernamental está contabilizando a los refugiados climáticos. Es un fenómeno invisible. Para 2050 se estima que cerca de 216 millones de personas en el mundo tendrán que abandonar sus tierras por cuenta del clima.

Tiempo de lectura: 13 minutos

 

 

Colombia es un país de lluvias torrenciales. Una de las razones para que eso sea así es que está ubicado al norte de la cordillera de los Andes, donde las montañas se dividen en tres ramas boscosas y húmedas, donde se juntan los vientos que provienen del Caribe y el Pacífico. Justo allí, en la región andina, puede llover hasta 250 días al año, lluvias que se intensifican en el macizo, estrella hídrica donde nacen ríos como el Cauca y el Magdalena, que recorren todo un costado del país, bañando a cientos de caseríos que conviven con las crecientes desde hace décadas. Pero todo ha cambiado en los últimos años: los tiempos de sequías arreciaron y también aumentaron los desbordes de los ríos. Al cierre de esta edición, en lo que va de 2021, el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) ha reportado un 40% más de lluvias que en 2020. 

Los años más lluviosos en Colombia fueron 2010 y 2011, según el Ideam; en esa época el desbordamiento del río Magdalena inundó más de setecientas mil hectáreas y el desastre se comparó con el paso del huracán Katrina, que destruyó Nueva Orleans, en Estados Unidos. Solamente en el departamento del Atlántico, más de 92 000 personas resultaron afectadas de algún modo: perdieron la casa, las cosechas, los animales de cría. Como las inundaciones fueron paulatinas, nadie murió, pero cientos terminaron por abandonar sus casas rurales para buscar vivienda en ciudades como Barranquilla y Cartagena. Otra tragedia ligada a las lluvias ocurrió la noche del 31 de marzo y la madrugada del primero de abril de 2017 en Mocoa —capital del departamento del Putumayo—, cuando llovió tan intensamente que los ríos Mocoa, Mulato y Sangoyaco se salieron de su cauce y se transformaron en uno solo. Fue una gigantesca avalancha de agua y lodo que hizo desaparecer diecisiete barrios y mató a cuatrocientas personas. En el primer caso 552 175 casas se cayeron o sufrieron daños y más de cincuenta mil familias tuvieron que reubicarse en zonas urbanas. En el segundo, en Mocoa —que perdió casi la mitad de su infraestructura: casas, colegios, acueducto—, la reconstrucción no se ha terminado, se estima que lleva 20%, y la comunidad calcula que hay más de cien personas desaparecidas cuyos cuerpos nunca se recuperaron. 

Ahora las lluvias, cuando aparecen, son torrenciales, portentosas, y arrastran animales, tierra, rocas, casas, cuerpos. En el mar traen tormentas tropicales, huracanes inéditos.  

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Estragos del huracán Eta, en noviembre de 2020, en Santa Elena, Alta Verapaz, Guatemala. Fotografía de Luis Echeverría / Reuters.

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Evangelina Lau Jay está sentada en una cama que no es la suya en un barrio de Medellín. Más de ochenta años, una Biblia negra, una costura de lana gruesa con dos agujas de crochet. Se pone de pie y saluda con un acento raro, extranjero. Nació en Colón, Panamá, y desde niña vivió en Providencia, una de las islas del archipiélago de San Andrés, la última frontera de Colombia en el mar Caribe. Su acento es el resultado de la mezcla del inglés y el mandarín —que aprendió de su abuelo y su padre—, y sus ojos se hacen especialmente orientales cuando ríe: se achican arriba de unos pómulos que todavía parecen jóvenes. Pero sólo ríe si habla de la isla. Vive en Medellín desde hace un año. Dejó su casa después de que el huracán Iota —el único de categoría cinco que ha pasado por Colombia— destrozara Providencia la noche del 15 de noviembre de 2020. Desde entonces se siente desterrada. Viste unos pantalones cortos, una camisa vaporosa, unas chanclas, como si no estuviera en Medellín, donde llueve todos los días, sino a unas cuantas cuadras de la playa. Aunque Evangelina tiene nacionalidad panameña, es una isleña más, como tantos otros que provienen de europeos y estadounidenses, hijos de migrantes que llegaron a la isla en medio de las guerras de principios del siglo xx. 

—Me tocó el huracán de 1961 y el de 2020. Dos cosas muy distintas. El del año pasado fue miedoso. Pasé tres días sin dormir, angustiada. 
—¿Cuándo decidió venir a Medellín?
—Mi casa quedó destruida. Las casas de todos los que conocí, de mis familiares, quedaron destruidas. El Ejército Nacional empezó a hacer vuelos para evacuar a la gente y yo me vine para Medellín. Desde eso estoy aquí, pero quiero volver; muchos otros no quieren volver nunca más, le tienen miedo a otro huracán.  

Iota empezó como una tormenta tropical el 10 de noviembre de 2020 en el corazón del Caribe y devino en huracán categoría cinco el 15 de noviembre cuando pasaba por el norte de Colombia. Todo un evento que ambientalistas y científicos le atribuyen al cambio climático, porque en el Atlántico Sur las aguas solían ser frías, lo que impide estos fenómenos, pero el calentamiento cambió esa condición en el mar colombiano, que ha incrementado su temperatura entre uno y dos grados, según estudios de la Universidad de Antioquia. Los vientos de Iota llegaron hasta los 260 kilómetros por hora, con una ferocidad inédita en esta zona. El 98% de las casas y edificios de Providencia quedaron destruidos, murieron cuatro personas y más de siete mil lo perdieron todo. Aunque el gobierno colombiano prometió reparar los daños y reconstruir todo en cien días, un año después apenas se ha levantado una centena de casas —de las más de mil doscientas que se perdieron— y se han hecho unas cuantas reparaciones. Aunque muchos quieren volver, otros decidieron quedarse en el continente. Temen retornar a la tierra de los huracanes donde, antes de esto, lo máximo que llegó a suceder fue una tormenta tropical. Hoy cerca de dos mil habitantes de Providencia, en su mayoría raizales, abandonaron la isla para refugiarse en casas de familiares que viven en ciudades como Bogotá, Barranquilla y Medellín. No son pocos los que piensan que un huracán como Iota podría volver a destruirlo todo. 

Evangelina no cree que vuelva a suceder. 
Lo único que quiere es retornar a la isla y recorrer las calles. 


—Yo quiero volver pronto, espero volver este año. Los que se quedan en el continente son los más jóvenes, que no quieren su tierra —dice en su español foráneo, que no es de Medellín, que la revela como extranjera. Como una refugiada. 

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Comunidad indígena miskita, en Wawa Bar, Nicaragua, después del huracán Eta en noviembre de 2020. Reuters.

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Colombia es un país de desplazados por el conflicto armado, un fenómeno que se ha conocido como desplazamiento interno y que han padecido más de ocho millones de personas desde 1985. Ese gran espectro ha borrado a quienes tienen que dejar su tierra por otras razones. Ninguna dependencia gubernamental registra a los refugiados climáticos, la clasificación con la que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) identifica a los que han tenido que abandonar sus territorios por eventos de riesgo o catastróficos relacionados con el clima. No hay estadísticas y los estudios académicos sólo analizan las variaciones climáticas con mediciones que se hacen en Estados Unidos y Europa. Es un fenómeno invisible. Las crisis asociadas al clima se revisan a manera de conteo de eventos: incendios forestales, vendavales, inundaciones y deslizamientos. En este 2021 la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), que creó la presidencia de la República para atender tragedias naturales, registra que por eventos derivados de las lluvias han muerto 227 personas, 425 han resultado heridas, 142 323 familias se han visto afectadas de alguna manera, 1 376 casas han sido destruidas y 70 372, averiadas. En 2020 las cifras fueron mayores: 384 muertos, 903 heridos, 158 945 familias afectadas, 2 551 casas destruidas y 69 093 averiadas.  

Según la página web del Internal Displacement Monitoring Center —una organización que monitorea los desplazamientos internos provocados por conflictos sociales y desastres naturales—, Colombia tuvo en 2008 más de 63 000 desplazamientos internos por razones asociadas al clima. En 2010 esa cifra subió a tres millones por el fenómeno La Niña, lo que obligó al entonces presidente Juan Manuel Santos a declarar una emergencia económica, social, ecológica y situación de desastre. En 2012 los desplazados fueron 71 000. En 2020, 74 000, cuando uno de los episodios más graves fue el de los habitantes de Providencia. Pero, aun en casos tan recientes como el de los afectados por el huracán Iota, el país no lleva un censo que contabilice el número de personas que tuvieron que abandonar sus hogares y no quieren o no pueden regresar.  

El fenómeno crece en el mundo. La Agencia de las Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) registra que cada año veinte millones de personas deben abandonar su hogar para protegerse de los desastres ambientales, entre los que se cuentan lluvias inusualmente fuertes, sequías prolongadas, desertificación, degradación ambiental, ciclones o aumento del nivel del mar. Sólo hasta 2018, en un informe titulado “Expuestos al daño”, la Acnur mencionó que las migraciones climáticas son una preocupación en todo el planeta, tan relevantes como los desplazamientos por violencia y dictaduras, aunque no hizo un análisis profundo de los casos. Se mencionó, sí, que 1.8 millones de personas fueron desplazadas por esta causa en América Latina y el Caribe en 2016: 7.3% de todas las personas afectadas en el resto del planeta. El Reporte del Estado del Clima en América Latina y el Caribe de 2020 de la Organización Meteorológica Mundial (omm), presentado el 17 de agosto de 2021, reveló que “los eventos relacionados con el clima y sus impactos cobraron más de 312 000 vidas en América Latina y el Caribe y afectaron a más de 277 millones de personas entre 1998 y 2020”. 

Aunque no hay muchos datos de organizaciones internacionales que estudien el fenómeno, sí hay futurología. El 14 de septiembre el Banco Mundial informó que, para el año 2050, cerca de 216 millones de personas tendrán que abandonar sus tierras por cuenta del clima. “La región con más desplazados climáticos internos sería el África subsahariana, que podría ver hasta 86 millones de personas en movimiento; seguida por el este de Asia y el Pacífico, con 49 millones; el sur de Asia, con cuarenta millones; el norte de África, con diecinueve millones; América Latina, con diecisiete millones; y Europa del Este y Asia Central, con cinco millones”. 

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Estragos del huracán Eta en La Lima, Honduras, en noviembre de 2020. Fotografía de Jorge Cabrera / Reuters.

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Para la más reciente edición de la Cumbre sobre el Cambio Climático, que tuvo lugar en Glasgow (Escocia), en noviembre de 2021, la presidencia de Colombia emitió un comunicado en el que aseguró que el país “es responsable sólo del 0.6% de las emisiones globales de GEI [gases de efecto invernadero] pero, por su ubicación geográfica, su gran riqueza natural corre peligro. Por ejemplo, al cierre del primer semestre de 2021 se registraron 63 303 especies silvestres, un 8% más que en 2020, cifra que ratifica la megadiversidad que debe ser protegida, ya que es fuente principal, base y garantía del suministro de servicios ecosistémicos fundamentales para el desarrollo y la competitividad del país y el bienestar de sus habitantes”. El comunicado también decía que la ubicación del país lo hace más vulnerable a “lluvias torrenciales y sequías prolongadas que ponen en riesgo los ecosistemas y a las comunidades, las cuales, por ejemplo, si no se toman acciones, podrían experimentar escasez de agua potable y derrumbes, principalmente las que habitan en zonas altas y montañosas; las poblaciones de las llanuras sufrirían inundaciones cada vez más frecuentes e intensas y las de las zonas costeras se verían enfrentadas al aumento del nivel del mar”.  

Sobre el caso del huracán Iota, el meteorólogo y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, Emel Enrique Vega Rodríguez, dijo en su momento que era resultado de la “variabilidad climática”, muy asociada al cambio climático: “Desde 2019, el océano Atlántico y el mar Caribe ya tenían temperaturas por encima de lo normal, debido a que la temporada de huracanes de 2019 fue débil y, por ello, tanto el océano como el mar no alcanzaron a refrigerarse. En 2020 la tasa de calentamiento siguió incrementando, lo cual exacerbó las temperaturas allí y, en consecuencia, produjo una temporada de huracanes altamente activa y fuerte”.  

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Las consecuencias del cambio climático ponen en particular peligro a los poblados o ciudades ubicados en la costa. Un estudio que publicó la revista Nature Communications en 2019 estima que el nivel del mar en las costas podrá aumentar entre 0.6 y 2.1 metros. En el caso de México, está en riesgo la península de Yucatán; en Venezuela correrían riesgo los poblados cercanos al Lago de Maracaibo y Tucupita; en Brasil terminarían inundadas zonas de los estados de Amapá y Río Grande do Sol; en Argentina algunos puntos en las provincias de Entre Ríos y Buenos Aires; en Colombia la erosión movería a Barranquilla y a pueblos en el golfo de Urabá.  

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Puerto Cabezas, Nicaragua, después del huracán Iota en noviembre de 2020. Fotografía de Oswaldo Rivas / Reuters.

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La erosión ya es un peligro en Turbo, Necoclí y Arboletes, pueblos pequeños del golfo de Urabá, en el norte del departamento de Antioquia, Colombia. Según el estudio del doctor en geología marina e investigador de la Universidad de eafit, Iván Darío Correa, la erosión costera —pérdida de la tierra continental por el crecimiento de la marea— es un fenómeno que abarca los 145 kilómetros de litoral entre Arboletes y Turbo. En los últimos cuarenta años el mar ha devorado la costa a un ritmo máximo de cuarenta metros por año en sitios específicos, como la playa Punta Rey.  

Víctor Arcila es un hombre de 59 años, profesor de inglés, que ha pasado toda su vida al lado de la playa en el municipio de Necoclí. Dice que perdió la casa de un momento a otro. Lo dice sin drama, como si contara ovejas para dormir:  

—Mi casa se la llevó el mar, la casa colapsó completamente.
—¿De un momento a otro?
—Realmente no fue un momento específico. Como el mar tumbaba todos los días un pedazo, entonces ya llegó un punto en que a mí me daba miedo dormir allá, porque uno no sabía si esa misma noche, con un aguacero, se iba a ir al mar toda la casa. Como las condiciones técnicas no eran óptimas, yo empecé a desmontarla, a salvar lo que más podía: madera, puertas, ventanas. Así recuperé la mayor cantidad posible de material. Yo iba todos los días a ver el terreno y se había caído un pedazo de la sala, se había caído el baño, un pedazo de la cocina. Después se cayó la cocina entera y todos los días se desmoronaba un pedacito. Hoy quedarán cincuenta centímetros de tierra allá en donde estaba antes la propiedad. Muchos hemos sido perjudicados por esa acción erosiva del mar. Los gobiernos nunca tienen plata. Regalaron un día como cincuenta apartamentos, pero nosotros éramos más de mil quinientas personas que ya lo habíamos perdido todo. 

Según Alfredo Jaramillo, profesor del programa de Ingeniería Oceanográfica de la Universidad de Antioquia, quien ha estudiado la erosión costera desde hace veinte años, lo de Necoclí y Arboletes es apenas un fenómeno que va a empezar a ser más notorio en los próximos años en Latinoamérica, lo que va a obligar a miles a abandonar los territorios costeros para vivir más al interior del continente.  

—Con el cambio climático estamos viendo una aceleración en el derretimiento de los polos y un aumento en la temperatura del mar, lo que ha influido en un aumento del volumen del agua. Todo suma para que las costas se inunden. Además, en muchas ciudades pasa lo que sucedió en Cartagena (Colombia), donde el terreno desciende, ya sea por una sobredensificación del territorio o exceso de peso. Todo eso va poniendo en riesgo a las poblaciones y se va a ver en todas las costas de Latinoamérica.  

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Estragos del huracán Iota en Providencia, Colombia, en noviembre de 2020. Fotografía de Javier Andrés Rojas / Reuters.

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Debido al calentamiento del océano Pacífico, la intensificación de las altas temperaturas, que produce el fenómeno de El Niño y de las lluvias persistentes de La Niña, han provocado los últimos desastres en Colombia. En las ciudades es cada vez más común que barrios enteros de casas pobres, que por décadas estuvieron cerca de quebradas o terrenos inestables, desaparezcan —por un desastre o una política de los gobiernos—, para ser reubicados en edificios en barrios más centrales y sin riesgo de inundación. 

Medellín, que tiene una topografía irregular, rodeada por montañas por las que bajan riachuelos mansos, es una ciudad donde cada año hay desmoronamientos y cientos tienen que abandonar sus viviendas por el riesgo de derrumbe o avalancha. Juliana Vélez —abogada, miembro de un colectivo académico de la Universidad de Medellín que asesora a comunidades en riesgo por eventos climáticos— habla desde Londres sobre el tema. Se la escuchaba con la voz entrecortada en la llamada de WhatsApp. Vélez acompaña la reubicación de la comunidad La Playita, una especie de barrio en el borde urbano-rural de Medellín, ubicada al lado de la quebrada La Picacha, hasta donde se llega después de ascender por calles de curvas difíciles que se despiden de esa ciudad conocida por sus grandes eventos y su arquitectura moderna. Dice Vélez que se trata de “una zona muy vulnerable a la variabilidad climática”.  

—En los últimos años las lluvias se han hecho más intensas y frecuentes, entonces la quebrada se sale del cauce y los desastres son más severos. La Playita ha sufrido varios desastres. En 2010 fue el peor, porque la quebrada se desbordó y destruyó varias casas; hasta se llevó una pared de concreto y a un muchacho que se estaba bañando. La comunidad ha sido constantemente afectada por estas inundaciones.  

Es un jueves de octubre y en Medellín no ha parado de llover durante semanas. En las mañanas resplandece un sol de promesa y en las tardes llueve con furia, una lluvia de aguacero seguida por una brisa constante. Los servicios meteorológicos dicen que el clima se mantendrá así hasta el primer trimestre de 2022. El sector de La Playita está a más de una hora del centro de la ciudad y allí vive Laura Ortiz, que tiene veintitrés años y no conoce otro hogar. 

—Vivo en La Playita desde los cuatro años. Aquí compramos una tierra muy barata, mis papás la compraron, y ellos hicieron una casa. Como usted ve, esto es muy rural. Recuerdo que cuando estaba chiquita había poquitas casas y esa quebrada era un hilito de agua, pero la gente que llevaba más años acá siempre dijo que era traicionera y que se crecía. Esto se empezó a poblar, empezaron a construir muchas casas, se consolidó, y cuando menos pensamos llegaron las primeras inundaciones. Fue impresionante. Yo no recuerdo realmente cuándo fue la primera inundación.
—¿Entonces las inundaciones son normales?
—Pasa cada cierta cantidad de años. Tengo entendido que los fenómenos naturales se repiten. Entonces, digamos que, desde que yo vivo, la quebrada ha crecido muy fuerte, muy fuerte, unas tres veces. Cuando llueve y se crece, huele mucho a lodo y las piedras suenan mucho. 

La quebrada no parece muy amenazante. Aunque ha llovido los días anteriores, se mantiene dentro de su cauce. Sin embargo, las crecientes suelen ser repentinas y no dan tiempo de reacción. Hay varias casas deshabitadas. Muchos se han ido por miedo a la muerte repentina. Entre los callejones se ven refugios de plástico, una pobreza dura, y es inevitable pensar en el riesgo que los nuevos pobladores corren en esos refugios que parecen bolsas gigantes que se mueven azotadas por el viento.  

—Cuando se nos metió la primera vez la quebrada, mi papá construyó unos muros y un patio muy grandes alrededor, entonces, gracias a eso, no se nos volvió a meter la quebrada. Pero aquí, en este sector, sí se ha llevado muchas casas. No ha habido muertos, pero sí muchas casas, gente que lo ha perdido todo.
—Se ve que las casas están bien construidas…
—Sí, esta mía toda es de concreto y la mayoría aquí son construidas con ladrillo y cemento. Eran, pues, porque ya muchas han sido desalojadas, han sido derribadas, porque cuando en diciembre de 2011 eso se creció mucho y se llevó muchas casas, ahí empezó un movimiento popular para que nos sacaran de acá. Se reubicaron varias casas. El problema es que todos estamos en riesgo. La mitad de las familias que vivían acá ya se fueron, ya no están. Nosotros seguimos aquí. Muchas casas están derribadas hace varios años, pero ya ahora están otra vez pobladas por gente que sí está invadiendo y que tiene casas de plástico, casas de tabla. 

Se espera que, en unos cuantos meses, los habitantes que llegaron hace más de treinta años a La Playita dejen el barrio para vivir en un edificio muy modesto, pero seguro, ubicado en el barrio Belén, lejos de las quebradas que crecen con las lluvias, en un programa del gobierno local. Sin embargo, la pobreza empuja hasta los bordes más alejados a otras familias que conocerán las lluvias y las crecientes.  

Desde Londres, Juliana Vélez explica que Colombia —pese a tener experiencia en desplazamiento forzado por el conflicto armado— no tiene previsiones para atender a los desplazados por variables medioambientales. 

—El cambio climático genera cambios de una manera imprevisible y los eventos son mucho más intensos, frecuentes; no estamos preparados. En esos asentamientos informales están los menos preparados de todos. Cuando uno habla de desplazamientos relacionados con el cambio climático, está hablando de algo totalmente nuevo, que exige todo un discurso jurídico. El desastre ocurre cuando ya existe una vulnerabilidad. En Colombia no hay políticas públicas para atender el reasentamiento. 

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En la sala de esa casa en la que unos amigos la han refugiado, Evangelina Lau Jay recuerda a sus paisanos, que llevaban más de setenta años viviendo en la isla de Providencia. Dice que dos días después del huracán murió un viejo de 104 años, de covid. 

—La noche del huracán yo empecé a sentir esos vientos tan fuertes ya al final de la tarde. Estaba muy oscuro. Pensé que era una tormenta tropical. Yo estaba en la casa de unos familiares, había dejado la mía para no quedarme sola. A la medianoche nos empezamos a inundar, fue muy horrible. Yo no dormí. Había un silencio afuera, un silencio muy raro. Estábamos en medio del huracán y sólo se escuchaba ese viento azotando. En la mañana me asomé y el mar estaba todo metido en las calles. Yo sólo tenía mi ropa, la Biblia la había dejado en mi casa, y después me di cuenta de que mi casa se había caído. Fue muy duro. 
—¿Y usted quiere volver?
—Yo no pienso en otra cosa, sólo quiero volver. 

 


Daniel Rivera Marín 

(Aguadas, Colombia, 1986). Es editor general del periódico El Colombiano, de Medellín. Fue editor y corresponsal en la Revista Semana. Cubrió el conflicto armado durante varios años para medios locales. Publicó el libro Volver para qué (Eafit, 2014), una crónica de viaje sobre el desplazamiento forzado en Colombia. Es colaborador de revistas como Soho, Esquire Colombia, El Malpensante, Arcadia, Don Juan y Travesías.

 

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