El rescate de la elefanta Mara: Animales en cautiverio en América Latina

El rescate de Mara: El futuro de los animales en cautiverio en América Latina

Ésta es la historia de una elefanta que vivió años de gira, entre luces y aplausos, como una celebridad. Durante la pandemia, y en plena crisis ambiental, viajó en una caja de seguridad a lo largo de dos países, para llegar a Brasil, a un santuario que busca rescatar a los elefantes en cautiverio de la región.

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Ésta podría ser la historia de un elefante. De una hembra asiática separada de su especie y convertida en estrella en América del Sur. Entrenada por un veterano de la Segunda Guerra Mundial, embargada como mercancía a un circo quebrado, cautiva de un zoológico en decadencia, residente de un santuario subtropical al que llegó después de cien horas de viaje. Ésta podría ser una fábula agridulce y edificante, la de un Dumbo tercermundista. Podría ser, también, una crónica pequeña en la tragedia de una especie, la parte por el todo de la crisis ambiental: un símbolo de eso que solíamos llamar naturaleza. Y podría empezar casi en cualquier parte.

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En 1861, un elefante cachorro fue capturado en el límite entre Eritrea y Sudán, en el este de África. Lo vendieron a Alemania; luego, al Jardin des Plantes, de París; y en 1865, recaló en el zoológico de Londres. Lo bautizaron “Jumbo”, una variación de dos vocablos del swahili que significan “hola” y “jefe”, y creció hasta superar los tres metros de altura.

Era un gigante dócil que dejaba que los niños se le subieran al lomo. Se convirtió en un ícono imperial. Pero, a sus 20 años, Jumbo entró en la época del must, la pubertad elefantina, que viene con un aumento en los niveles de testosterona y agresividad. Las autoridades del zoológico consideraron que se había vuelto una amenaza y lo vendieron por 10 000 dólares al empresario circense norteamericano Phineas T. Barnum. La noticia produjo un shock social. Medio Londres fue a despedirlo entre ofrendas de fruta y whisky. Jumbo desembarcó en Nueva York el 9 de abril de 1882 y una multitud siguió su desfile desde Battery Park al Madison Square Garden, donde se hallaba el Barnum & Bailey Circus. Jumbo, que no hacía más que estar ante los ojos fascinados de otra especie, batió récords de convocatoria y su imagen se multiplicó en decenas de productos.

El 15 de septiembre de 1885, al final de una función en Saint Thomas, Ontario, en medio de una gira del circo que seguía el trazado ferroviario de Estados Unidos y Canadá, un error en el cambio de vías provocó que los animales de Barnum quedaran, mientras los conducían a sus vagones, en el camino de un tren de carga. Al único que no lograron mover a tiempo fue a Jumbo. La locomotora lo embistió y el elefante agonizó en silencio durante algunos minutos. Antes de que el cuerpo se enfriara, Barnum le encargó a un taxidermista que disecara la piel y articulara el esqueleto para un tour de exhibición. Unos años más tarde, donó los huesos al Museo Americano de Historia Natural y la inmensa figura, a la Universidad de Tufts en Massachusetts, donde ardió en un incendio en 1975. Lo único que quedó de Jumbo fueron la cola y un puñado de cenizas que un bombero metió en un tarro de manteca de maní.

En 2016, Marcos Flores era un chico de 19 años de Burzaco —un barrio de trabajadores al sur de la ciudad de Buenos Aires— sin ningún contacto con el mundo animal. Para él, Jumbo no era más que el nombre del hipermercado en el que era cajero. Jamás había pisado un zoológico. Les tenía miedo a los perros desde que su mascota lo había mordido. Con ese historial consiguió empleo como auxiliar en el Ecoparque de Buenos Aires y el primer día lo mandaron a limpiar las jaulas de los leones, los tigres y los elefantes.

Cerrado temporalmente al público, el antiguo zoológico acababa de volver a manos del Estado porteño y era la residencia de unos 1 500 animales que habían quedado en un limbo, una fauna desproporcionada para las condiciones espaciales y presupuestarias, y con apenas cinco programas de conservación en desarrollo. La idea de las nuevas autoridades era reducir drásticamente la población —en especial, la exótica—, enfocarse en el cuidado de animales rescatados del tráfico y aumentar los proyectos de investigación sobre especies autóctonas. Se armó un plan masivo de derivaciones a reservas y santuarios. La orangutana Sandra, que llevaba dos décadas enjaulada en Buenos Aires, fue el símbolo de ese proceso. En 2015, la justicia argentina la había declarado “persona no humana” y había ordenado su traslado a un centro de primates. Mientras se tramitaba su derivación, que terminaría concretándose en 2019, a otros cientos de animales les esperaban destinos parecidos.

En medio de ese clima de transformación, Marcos Flores ingresó por primera vez al Palacio de los Elefantes, con su magnífica fachada de 1904 que evoca el templo de la diosa Nimaschi de Bombay, sin tener la más remota idea de que existían en el mundo elefantes asiáticos y africanos, y que en ese recinto convivían en tensión individuos de las dos especies. Un compañero señaló a Mara, la elefanta asiática, y le dijo:

—Ella es la famosa.

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