Un pueblo que no se ahoga
Emiliano Ruiz Parra
Fotografía de Felipe Luna Espinosa
¿Por qué la comunidad de Temacapulín, Jalisco, se rehusa a ser inundada para la construcción de la presa y el acueducto El Zapotillo?
Hortensia le da crédito a sus pesadillas: “Soñé que el agua llegaba hasta el Señor de la Peñita. De ahí para abajo estaba todo inundado. Haga de cuenta que los muertos salían de las azoteas escupidos por el agua y mi hija recogía los cadáveres ahogados. Temaca se convertía en un lago, pero sus aguas se postraban a los pies del Señor de la Peñita y de ahí no pasaban.”
Ha soñado con sus hijos enfermos y a las pocas semanas se han enfermado de muerte. También le tiene mucha fe al Señor de la Peñita: una mancha de óxido que apareció en la roca pelada de un cerro y que parece la crucifixión creada por un pintor surrealista. Cuando su hijo estaba desahuciado, Hortensia le rezó al Señor de la Peñita y, milagro, el niño se curó. Hortensia no se quiere ir de Temacapulín, desea que no se inunde, pero ¿entonces en dónde pone su sueño?
De esta azotea salían los muertos, me dice. Hoy viernes 22 de septiembre en ese techo unos 50 kilos de chile de árbol, rojos como brasa encendida, se secan al sol. Son la cosecha de los últimos días. Hortensia y Chuy, su marido, viven en la parte alta de Temacapulín. Desde ahí se ve la iglesia de cantera rosa que remata en una cúpula de mosaico blanco. Si el gobierno cumple su amenaza y este pueblo queda bajo el agua, sólo ese campanario se asomará a la superficie como una minúscula isla desierta.
Además de los chiles, Hortensia y Chuy cortaron 64 sandías, que guardan a la sombra de un cuarto fresco. El fotógrafo Felipe Luna le toma fotografías y ella bromea:
Se va a romper la cámara.
Cómo cree, si usted es muy guapa –le respondo.
CONTINUAR LEYENDOHortensia me mira con ojos de pistola, “si aquí está mi marido enfrente”, me dice con la mirada. Me pongo rojo de la vergüenza. Yo aseguraba que Temacapulín, un pueblito del tamaño de una ranchería, era una comunidad cosmopolita y abierta al mundo, pero quizá lo estaba idealizando. Por suerte, parece que Chuy no lo toma mal. Le compro una bolsa de chiles secos, una salsa de chile martajado con cacahuate y me hace descuento.
Yo tengo mucho perico, añade Hortensia, para decir que no para de hablar. Chuy, en cambio, es de pocas palabras. Pero antes de despedirnos, sentencia:
Yo no pienso vender mi casa. Si a la Virgen la van a echar de su casa, entonces también a nosotros.
La basílica de Temacapulín está consagrada a la Virgen de Nuestra Señora de los Remedios. A ella se refiere.
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Temacapulín (o Temaca, como se le dice para abreviar) es un pueblito en los Altos de Jalisco, dentro del municipio de Cañadas de Obregón, de unos 800 habitantes, y hasta 1 500 si se cuenta a los migrantes o “hijos ausentes”. En 2005 el gobierno del estado de Jalisco anunció la construcción de la presa y acueducto El Zapotillo en una ranchería del municipio de Cañadas de Obregón, a unos 30 kilómetros de Temacapulín. La presa, según el proyecto, tendría una cortina de 80 metros de altura, lo que le daría una caída para conducir el agua del Río Verde a las ciudades de Guadalajara y León. Con la presa se crearía un embalse que pondría a Temacapulín bajo riesgo de inundación. O cuando menos haría que las aguas llegaran a las partes bajas del pueblo. En 2007 el gobierno modificó el proyecto: la cortina de la presa ya no sería de 80 sino de 105 metros, y el embalse inundaría unas cuatro mil 800 hectáreas: en ese escenario ya no quedaba duda: Temacapulín no se salvaría de la inundación, ni tampoco otras dos comunidades más pequeñas, Acasico y Palmarejo. El gobierno inició entonces la construcción de la presa en la ranchería de El Zapotillo y ofreció a los habitantes de Temacapulín, Acasico y Palmarejo que se reubicaran en un predio en las cercanías de Cañadas de Obregón llamado Talicoyunque.
El riesgo de inundación levantó a Temacapulín. Sus habitantes se organizaron en el Comité Salvemos Temacapulín, Acasico y Palmarejo y empezaron movilizaciones. Desde entonces, han hecho dos plantones importantes, decenas de marchas y protestas ante el palacio de gobierno y el congreso de Jalisco, y han acudido y convocado a encuentros nacionales e internacionales contra las presas. Este comité despertó la solidaridad de académicos, activistas y políticos de diversos partidos que se han opuesto a la desaparición del pueblo. El gobierno, no obstante, continuó con la construcción de la presa. Sin embargo, en 2013, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el máximo tribunal mexicano, suspendió la construcción del megaproyecto.
La SCJN no entró al fondo del asunto, sólo dijo que el decreto de 2007, que implicaba una cortina de 105 metros, no había sido aprobado por el congreso de Jalisco y que el gobernador no podía tomar una decisión que comprometiera recursos más allá de su periodo como mandatario estatal. La SCJN permitió la presa, pero con una cortina de 80 metros. Con ese fallo, las obras de la presa se detuvieron cuando la cortina tenía 79 metros. Desde entonces, en las tierras de El Zapotillo existe un elefante blanco: una obra monumental de ingeniería que está parada y sin una gota de agua. Los defensores de la cortina de 105 metros argumentan que la estructura de la presa se proyectó para una cortina de ese tamaño y que modificarla para que se quede en 80 metros implica inversiones enormes. Sin embargo, cuando se anunció, según cálculos oficiales, el megaproyecto costaría ocho mil millones de pesos. A octubre de 2017 se han invertido 27 mil millones de pesos (según un reportaje de Jesusa Cervantes, publicado en Proceso, el 31 de agosto de 2017), el triple de la inversión planeada, y sigue sin funcionar.
El 29 de junio de 2017 los acontecimientos se aceleraron. La Oficina de Servicios de las Naciones Unidas (UNOPS, por sus siglas en inglés) entregó un estudio en donde analizaba cinco distintos escenarios para aprovechar la cuenca del Río Verde y la infraestructura ya construida. El gobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, interpretó estos resultados a favor de la construcción de una cortina de 105 metros y la inundación de Temacapulín, Acasico y Palmarejo. Sólo de esa manera, argumentó el gobernador, se garantizaría agua para la zona metropolitana de Guadalajara —la segunda ciudad más grande del país—, para los Altos de Jalisco y para la ciudad de León. Los habitantes de Temacapulín y sus asesores cuestionaron el dictamen de la UNOPS: les parecía que era un traje a la medida para justificar la inundación y cuestionaron que el gobierno de Jalisco hubiera pagado cuatro millones seiscientos mil dólares por ese estudio.
Visité Temacapulín en las semanas posteriores a esa noticia, que los ponía de nuevo ante la perspectiva de la desaparición.
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No nos van a inundar.
La misma frase. Me la dicen Abigaíl, Poncho, Isaura, María y el padre Gabriel, cada uno por su lado.
Abigaíl cojea de una pierna. A Poncho Íñiguez hay que gritarle para que oiga y no quiere ir al doctor a atenderse una hernia inguinal. Isaura Gómez tiene alta el azúcar. María Alcaraz es hipertensa.
Abigaíl tiene 68 años y de ahí para arriba hasta llegar a Poncho, de 81. Entre ellos, el padre Gabriel Espinoza es un jovenazo de 49, dos de ellos ya fuera del ministerio sacerdotal.
Son el núcleo dirigente de Temacapulín. Los adultos mayores que han resistido a un megaproyecto que pretende crear un lago artificial y hundir su pueblo bajo el agua. Desde 2005 les advirtieron que fueran agarrando sus cosas y largándose porque los iban a inundar. Que porque Guadalajara y León necesitan agua para asegurar su desarrollo. Y los habitantes de Temaca dijeron “no, aquí nos quedamos.”
Tienen todas las desventajas de los adultos mayores: la salud precaria, la vista corta, las piernas cansadas. Y ésa es también su mayor fortaleza: ya no tienen nada que perder. La vida está detrás de sus espaldas y cada amanecer es un regalo. El destino les ha dado una causa para sus últimos años: vivir y morir en defensa de su pueblo.
Nosotros ya ganamos —añade Gabriel Espinoza.
O sea que, según el padre Gabriel, esta aldea ya le ganó la batalla al Gobierno Federal, a dos gobiernos estatales y a algunas de las empresas trasnacionales más grandes de México y el mundo.
A mí me suena a exceso de confianza. Se los digo. No me sorprendería que cualquier noche el Estado mexicano resuelva por la fuerza lo que no ha logrado con el diálogo: expulsar a los habitantes de la comunidad.
La única que me da una respuesta distinta es Abigaíl Agredano:
Pues será como cuando cuidas a un enfermo y haces todo lo posible para que se salve. Al final se muere, pero te quedas con la satisfacción de haber dado la lucha.
Quién sabe qué asociación mental hace que Abigaíl cambie de tema. Me cuenta de su madre, una anciana encorvada de 96 años.
Ella dice que no le vende su casa a la Conagua y el día que vengan por ella van a tener que bajarla de ese árbol, porque se va a amarrar a la rama del sabino.
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La amenaza sobre Temacapulín empezó el primero de septiembre de 2005. El entonces gobernador de Jalisco, Francisco Ramírez Acuña, anunciaba el proyecto de la presa y el acueducto El Zapotillo: la construcción de una represa con una cortina de 80 metros de altura. La idea era acumular el agua del Río Verde y repartirla a tres lugares: la zona metropolitana de Guadalajara (ZMG), los Altos de Jalisco y la ciudad de León. Para enviar el agua hasta León, la obra implicaba construir un acueducto de 140 kilómetros, que atravesara los Altos de Jalisco y condujera el agua hasta la región de El Bajío. Más tarde se supo que ese acueducto se le concesionaría a la trasnacional española Abengoa.
El panorama se puso peor en 2007. El siguiente gobernador, Emilio González, anunció que la cortina de la presa sería de 105 metros. Cuando la cortina se anunció a 80 metros de altura, Temacapulín podía salvarse por los pelos, siempre y cuando le construyeran diques en los cerros. A 105 metros no tenía ninguna esperanza: el agua la cubriría 15 o 20 metros arriba del suelo.
El anuncio detonó una discusión que sigue sin resolverse. Los ambientalistas dijeron que un trasvase —llevarse aguas de una cuenca hasta una ciudad lejana como León— era un atentado contra los equilibrios ecológicos de una región. Los científicos sociales se preguntaron si El Zapotillo no era, en realidad, una privatización del agua, porque implicaba concesionar la operación del acueducto a empresas privadas.
Luego vinieron los periodistas que miran con lupa las letras chiquitas y vieron que la construcción de la presa se la cedieron a La Peninsular y Grupo Hermes, dos empresas en donde tiene intereses Carlos Hank González. Un nombre que suena a dèja vu: se llama igual que su abuelo, un maestro de primaria que llegó a gobernador del Estado de México (1969-1975). Hank abuelo acuñó la frase “un político pobre es un pobre político” y fue el líder del Grupo Atlacomulco, el mismo equipo político que llevó al poder en 2012 al ahora presidente Enrique Peña Nieto. Carlos Hank González nieto es presidente del Grupo Financiero Banorte.
Para el proyecto de El Zapotillo, a Peninsular y Hermes se alió Fomento de Construcciones y Contratas (FCC), un grupo español al que recientemente se sumó Carlos Slim, el mexicano que ha encabezado la lista de súper millonarios mundiales durante varios años. Slim invirtió mil millones de euros en FCC, que lo convirtieron en el accionista mayoritario. La combinación era materia de escándalo: trasnacionales españolas y mexicanas, con los magnates Slim y Hank, detrás de un proyecto de infraestructura para aprovechar las aguas del Río Verde.
Y por si fuera poco, los opositores y ambientalistas apuntaron hacia intereses menos visibles. El exdiputado Manuel Villagómez, uno de los críticos más incisivos al proyecto El Zapotillo y autor de libros sobre el tema, acusa que en Jalisco existe un cartel del agua: un grupo de políticos del PRI y del PAN que durante décadas han dirigido las comisiones estatales del agua y que impulsan proyectos de infraestructura. Al frente de este supuesto cartel, el exdiputado Villagómez ubica a Enrique Dau Flores. Su nombre es trágicamente célebre en Jalisco. La mañana del 22 de abril de 1992, ocho explosiones estremecieron el barrio de Analco. Murieron cuando menos 200 personas (aunque otros
cálculos hablan de 800 víctimas). Enrique Dau Flores era el presidente municipal de Guadalajara y llevaba apenas 32 días en el cargo. Dimitió y pasó ocho meses en la cárcel. Lo señalaron por omisiones, porque desde el 19 de abril los vecinos reportaron un fuerte olor a combustible y, supuestamente, Dau Flores no dio la orden de evacuación.
Dau Flores ha dirigido a instituciones del agua en gobiernos del derechista pan, como en gobiernos del partido que lo hizo alcalde, el PRI. Hoy, ostenta el puesto de Consejero del Ejecutivo o asesor del gobernador Sandoval.
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Cuando el visitante se aproxima por carretera observa una leyenda en uno de los cerros, escrita con piedras blancas: “Desde el siglo VI Temacapulín te saluda”.
¿Desde el siglo VI? —le pregunto al padre Gabriel Espinoza.
Es lo que dicen algunos historiadores, que hay vestigios desde el siglo VI… Otros dicen que a Temacapulín lo fundaron los aztecas en su camino a Tenochtitlán.
Temacapulín se ubica en la frontera entre Mesoamérica y Aridoamérica y en sus tierras se asentaron los indígenas caxcanes en épocas prehispánicas. En Temaca reposó varios meses Francisco Tenamaxtle, el caudillo de Guerra del Mixtón, una revuelta indígena en Nueva Galicia (ahora los estados de Jalisco y Michoacán) que puso en jaque a la Corona española a mediados del siglo XVI.
El padre Gabriel me cuenta que el cerro ya tenía la leyenda “Temacapulín te saluda”, pero cuando se vino la amenaza de la inundación, los vecinos decidieron reivindicar un mítico pasado indígena que los remontara 1500 años atrás. Hicieron una cadena humana y pasaron piedra por piedra desde tierras bajas hasta la punta del cerro para inscribir que aquí estaban desde el siglo VI, lo que en esta parte del continente equivale a la prehistoria.
El padre Gabriel me cuenta esta historia en el Museo Regional de Temacapulín. El museo en realidad es un cuarto estrecho y alargado que combina hachas prehispánicas de piedra labrada con uniformes de béisbol nuevecitos. Lo más interesante está en una de las paredes: fotografías, banderas, mantas, volantes: la memoria de la resistencia. Algunos están en español, otros en inglés y portugués. El riesgo de inundación internacionalizó a Temacapulín. En 2010 fueron la sede de un encuentro internacional contra las presas. A este pueblo de 300 personas llegaron visitantes de 60 países. Temacapulín era la Torre de Babel: hospedó a indígenas del mundo, escuchó hablar lenguas asiáticas y africanas, y a todos les dio de comer platillos cocinados con chile de árbol.
A partir de ese encuentro, los locales acuñaron un lema: “Los ojos del mundo están puestos en Temaca”. Así se titula un libro sobre la oposición a la presa y han estampado la frase en camisas y servilletas. María Alcaraz, una de las integrantes del Comité Salvemos Temaca, lo borda en punto de cruz.
El gobierno de Jalisco les ofreció reubicarlos en un caserío arriba de un cerro, un fraccionamiento llamado Talicoyunque. Emilio González, entonces gobernador de Jalisco, los recibió una vez y les dijo que les entregaría unas casas buenísimas y nuevecitas a cambio de sus casas antiguas de Temaca.
Pero esas casas antiguas de Temacapulín son amplias y frescas. Muchas de ellas tienen arcos de cantera. Talicoyunque, en efecto, tiene casas nuevas, pero la vida allá es muy distinta: para entrar y salir hay que pasar una garita de seguridad donde policías privados revisan el coche, preguntan a dónde vas y a qué hora regresas. Arriba tampoco hay una iglesia, un parque, una plaza: los lugares esenciales para la vida comunitaria. Ni siquiera hay agua corriente: todas las mañanas un camión-cisterna sube a abastecer de líquido.
Desde Talicoyunque se mira Temacapulín. De hecho, cuando Temaca quede bajo el agua, si es que alguna vez se inunda, se podrá ver el campanario de la iglesia asomarse entre las aguas. La mayoría de los habitantes de Temacapulín, sin embargo, se ha negado a venderle sus casas a la Comisión Nacional del Agua (Conagua). La periodista jalisciense Jade Ramírez ha documentado, con información obtenida por leyes de transparencia, que sólo se han negociado 49 casas, que no corresponden ni a la mitad del pueblo.
Esas indemnizaciones, según las familias de Temacapulín, pueden ser dinero en efectivo o una casa en Talicoyunque. O las dos. Según algunos de los entrevistados, varias familias le vendieron su casa a la Conagua, pero con una condición: quedarse a habitarla hasta que la inundación fuera inminente. La Conagua después cambió de reglas: el que aceptara dinero tendría que demoler su vivienda. Don Braulio así lo hizo. Demolió y se subió a vivir a Talicoyunque, pero apenas aguantó una semana. No se halló y se regresó a Temacapulín a vivir en un cuartito. Según los testimonios de vecinos, las negociaciones con Conagua llegaron a niveles absurdos: un vecino le vendió su casa a la dependencia, y con ese dinero se compró otra casa en Temacapulín y hasta se quedó con un capital extra.
En Temaca se entiende el concepto tejido social. Todo mundo sabe dónde está cada quién, a qué se dedica, de qué vive. La gente duerme con las puertas abiertas sin temor a que nadie se meta a robar. Tampoco hay secuestros, venta de drogas o cobros de derechos de piso. No lo aterrorizan los grupos del crimen organizado como en otras comunidades de México.
Cuando vienen visitas, como estudiantes o madres de Ayotzinapa o relatores de la Organización de las Naciones Unidas, la mayoría coopera y se organiza para darles de comer. Los que ya vendieron su casa y los que no, los que van a las marchas y reuniones del comité y los que piensan que es una pérdida de tiempo. A todos les piden que cocinen, hagan aguas frescas y hospeden a los visitantes.
“‘Hemos sido muy buenos con los traidores’. Eso le dije a la comunidad en una reunión”, me cuenta Poncho mientras bebemos un café de olla. María Alcaraz, otra de las activistas más comprometidas, también resiente la división: “Nadie les hace mala cara, pero si ya vendieron su casa, que se vayan y ya.”
* * *
¿Y usted quién es?
Emiliano Ruiz Parra, reportero de la revista Gatopardo.
¿Y quién lo mandó?
El padre.
¿Cuál padre?
El padre Gabriel.
Ah, entonces sí puede pasar.
Sostengo esta tensa conversación con Esteban Jáuregui el lunes 18 de septiembre. Después de oír el nombre del padre Gabriel mueve su camioneta y me abre el paso para entrar a una de las calles del pueblo. En Temacapulín hay dos sacerdotes y la gente los llama de manera distinta: “el señor cura” es Juan de Dios Montaño, párroco de la basílica de Temacapulín. El otro es el padre Gabriel Espinoza, o mejor, “el padre Grabiel”, como le dicen los jóvenes.
Gabriel no parece cura y en sentido burocrático ya no lo es. Cuando lo conozco, la mañana del 17 de septiembre, aparece vestido de pantalón de mezclilla, zapatos de goma, playera y sombrero de palma. De un lado del cinturón, una navaja suiza; del otro, un llavero con una imagen de Juan Pablo II con el que más tarde destaparemos una cerveza. La mañana que pasamos juntos lo veo reparar la llanta de un carrito de helados; vender esos helados en el atrio de la iglesia, cinco pesos una bola, dos por 10, y ordeñar una cabra.
Gabriel Espinoza entró al seminario de la arquidiócesis de Guadalajara en 1980, se ordenó sacerdote en 1995 y lo mandaron a comunidades rurales de Zacatecas y Nayarit (la arquidiócesis de Guadalajara es tan grande que se extiende más allá de los límites del estado de Jalisco) y después a barrios populares en Zapopan, en la periferia de la zona metropolitana de Guadalajara. Nació en Cosolapa, un pueblito en la frontera de Oaxaca y Veracruz, en el sur de México. Sus padres, como muchos otros oriundos de Temaca, emigraron a probar suerte como productores de nieves y paletas heladas.
Ser cura significa, en la mayoría de los casos, tener la vida resuelta: recibes un salario de tu diócesis, que nunca es muy alto, pero tampoco tienes que gastar en alquiler porque vives en una casa contigua al templo. Las comunidades están agradecidas de tener a un cura entre los suyos, y nunca les falta comida ni personas que les sirvan, cocinen y laven. Dejar de ser sacerdote implica renunciar a estos privilegios y, como Adán y Eva después del Edén, ganarse el pan con el sudor de su frente.
Eso hizo Gabriel: renunció a la comodidad sacerdotal y la necesidad lo ha vuelto creativo. A los amigos y algunos miembros del comité los animó a hacer bolsos de mujer con piel de conejo; con Benita, otra de las vecinas de Temaca, vende tortillas hechas a mano. Al otro día, lunes 18 de septiembre, lo encontraré desyerbando un campo de chile de árbol (y me entero que el chile de árbol no se da en árbol sino en arbusto), porque produce y vende chiles. Gabriel también toca la guitarra y compone canciones, aunque de eso no gana dinero.
El padre Gabriel era un cura como cualquier otro sacerdote diocesano: celebraba las misas, bautizaba, enseñaba el catecismo. Ya empezaba a meterse en causas sociales: participaba en un movimiento que exigía un centro de salud para la población de su parroquia de Santa Lucía Tesistán. Cuando supo que el gobierno planeaba inundar Temacapulín, el pueblo donde pasaba las vacaciones de su infancia, pidió que lo mandaran a Temaca. O cuando menos más cerca. Pero eso implicaba un trámite administrativo muy complejo, porque Temacapulín pertenece a la diócesis de San Juan de los Lagos. Para cambiarse de diócesis hay que solicitar una incardinación.
La Iglesia no le autorizó la mudanza a Gabriel, pero él se empezó a involucrar en el movimiento desde 2005 y participó en el plantón del 28 de noviembre de 2010 en los terrenos de Talicoyunque, y en otro más, del 28 de marzo al 11 de abril de 2011, cuando el Comité Salvemos Temaca hizo una acampada en los terrenos donde se empezaba a construir la presa el Zapotillo. En marzo de 2014, se mudó definitivamente a Temacapulín y entonces pagó el precio: en noviembre de 2014, la Iglesia católica le retiró su licencia como sacerdote. Gabriel Espinoza, en lugar de litigar, decidió irse: en mayo de 2015, él mismo solicitó su dispensa sacerdotal al Vaticano. Hasta la fecha de esta publicación no había recibido respuesta.
María Alcaraz me dice que Gabriel podrá solicitar todas las dispensas que quiera “pero sus manos siempre serán sagradas”. Y sí, tiene razón, ser sacerdote es un sacramento y sólo se quita con la muerte. Esta región fue el epicentro de la Cristiada (1926-1929), una revolución de campesinos agraristas que se levantaron en armas contra las leyes anticlericales del presidente Plutarco Elías Calles. ¡Viva Cristo Rey!, era su grito de guerra. Por eso no me sorprende que un cura sea el caudillo de Temacapulín. Lo sorprendente es que la comunidad lo acepte cuando ya no es sacerdote. Cuando el Vaticano le dé la dispensa podrá incluso casarse por la Iglesia. Me pregunto si entonces lo seguirán llamando el padre Grabiel.
Pero esto no es ni de lejos lo más interesante de Gabriel Espinoza. Su principal aportación es programática: construye ideas; convierte los anhelos de un grupo en una agenda para la humanidad. Podemos estar a favor o en contra de sus propuestas pero el sacerdote barbado ya puso los temas sobre la mesa. En 2010 empezó a hablar de una Revolución del agua: una oposición a las represas con el lema “Ríos libres, pueblos vivos”. Los ríos son organismos vivos de los que depende un ecosistema y una cadena de comunidades. Las represas, según esta visión, encarcelan el agua y la esclavizan. Deja de ser un bien de todos para convertirse en la propiedad de unos pocos. Una vez presa, el agua puede ser conducida o bombeada a cientos de kilómetros para beneficio de la industria. Es decir, al servicio del capital. La revolución del agua propone rechazar estas grandes obras de infraestructura y volver a pensar en el agua como un bien social.
Las represas, sin embargo, no alimentan sólo a la industria. Se construyen para abastecer de agua a las grandes ciudades. Ese es, de hecho, el discurso que legitima la presa El Zapotillo: agua para Guadalajara y León, la segunda y séptima ciudad más grande de México, respectivamente. Por eso el padre Gabriel Espinoza tuvo que dar un paso adelante y añadir otro punto a su programa: Volver a la raíz: un llamado a detener el crecimiento acelerado de las ciudades. Que la gente regrese a los pueblos, que recupere la vocación campesina. Gabriel Espinoza lo lleva a la práctica. Por eso ha recuperado la tradición chilera de Temacapulín. Inspirados por estas ideas, la comunidad organiza la Feria del Chile desde 2010. En uno de los juegos de esa feria, por ejemplo, los niños arrojan globos de agua a cartulinas con leyendas como Corrupción, Privatización del agua, Mentiras.
Bajo su impulso se abrió una biblioteca comunitaria y el museo de Temacapulín. Pero en lugar de abrir una “Casa de la Cultura” convencional (con clases de música o talleres de lectura), el padre Gabriel abrió un “Patio de la Cultura”: un corral de gallinas, patos, chivos, ovejas y conejos. Su idea es que los niños aprendan a vivir de la tierra. Para Gabriel, la leche bronca es cultura.
La tarde del domingo 17 de septiembre nos comemos uno de los patos del Patio de la Cultura cocido en jitomate y chile de árbol. Además del sacerdote, se sientan a la mesa una diputada federal del partido Movimiento Ciudadano, una antropóloga de la Universidad de Guadalajara y tres estudiantes de posgrado. Es lo normal. Desde que asumió la defensa de Temacapulín, la vida del sacerdote transita entre chilares, establos y entrevistas con periodistas y activistas que se solidarizan con su causa.
Siempre me llevo la misma sorpresa. Llego a un lugar a escribir una historia y tengo ideas preconcebidas de la gente. Asumo que las mujeres y los hombres mayores que defienden Temacapulín esgrimirían la defensa de su identidad: “defiendo mi pueblo porque aquí nacieron mis padres y abuelos”. Esperaba esta respuesta de una mujer que ha sido ama de casa la mayor parte de su vida, Abigaíl Agredano, la presidenta del Comité Salvemos Temaca. ¿Por qué se opone a la presa El Zapotillo?, pregunté. En lugar de la respuesta imaginada, me dio una cátedra sobre las nefastas consecuencias de las presas a nivel mundial: porque son megafábricas de gases de efecto invernadero, porque burbujean ácido nitroso y sólo benefician a los ricos. Remató con una metáfora: los ríos son libres, las presas son el colesterol en la sangre.
Abigaíl me habla de sustentabilidad, de privatización del agua. Me dice que el gobierno hace cuentas alegres con la cuenca del Río Verde: es falso que el río tenga tanta agua como asumen los gobiernos federal y estatal. De ahí se va a hipótesis más osadas: el proyecto de El Zapotillo no se limita a llevarse el agua de los Altos de Jalisco; también pretende crear un megaproyecto turístico basado en un lago artificial. La veo tranquila. Dice que la inundación cada vez es menos probable. Temacapulín ha construido una red de alianzas de gente con poder que se opone a la inundación. Me habla de organizaciones internacionales, del alcalde de Guadalajara, Enrique Alfaro, y de las universidades de Jalisco.
Terminamos de conversar y Abigaíl me enseña el negocio que le da de comer a ella, a su hermano y a su madre: un local con dos albercas privadas, que renta a 100 pesos la hora (aunque casi siempre están vacías: el turismo ha bajado mucho en Temacapulín). Meto los dedos: el agua está tan caliente que podría ducharme con ella. Y es cristalina y transparente, sin una gota de cloro.
Temacapulín es un pueblo asentado sobre veneros de agua termal. En los pueblos vecinos, a los de Temaca les dicen “macuejos” (renacuajos) porque viven en el agua. Desde cientos de kilómetros de distancia, familias han ido a Temacapulín a pasar los fines de semana en sus pozas de agua caliente. Ahora sí, Abigaíl se da permiso de hablar de sus raíces. Me cuenta que su padre, migrante en Estados Unidos, se tardó décadas en construir esas albercas que capturan el agua y luego la dejan correr. El patrimonio de su familia es, curiosamente, una minúscula represa de agua caliente.
El padre Gabriel y Abigaíl Agredano son los ideólogos del Comité Salvemos Temaca. Pero sospecho que la fortaleza de la comunidad descansa sobre Alfonso Íñiguez, don Poncho, un hombre de 81 años que nació en Temacapulín, pero pasó la mayor parte de su vida como obrero ferrocarrilero en la Ciudad de México y después como empleado de gobierno en Guadalajara. Poncho se decidió a vivir en Temacapulín cuando supo del riesgo de inundación. Su esposa Juana y sus hijos e hijas lo vienen a ver los fines de semana.
Todos los días Alfonso Íñiguez abre el Mesón de Mamá Tachita. Prepara huevos y tacos de flor de calabaza, que corta de su jardín. El comedor es un memorial de la resistencia. Lo decoran las fotografías de los plantones en la presa El Zapotillo y en Talicoyunque; las fotos del candidato presidencial de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, de visita en el pueblo (a donde ha ido a solidarizarse con su causa) y una manta con la historia de Francisco Tenamaxtle, que, tras ser derrotado en la Guerra del Mixtón, lo llevaron como esclavo a España, donde murió. Poncho siempre está de buen humor, siempre está leyendo un libro y su memoria es estupenda: recuerda fechas, lugares y nombres, lo mismo del movimiento ferrocarrilero de mediados del siglo XX que de las protestas de ante el congreso o el palacio de gobierno del mes pasado.
Poncho trabaja porque quiere. Heredó un terreno en uno de los cerros que enmarcan Temacapulín. Ese terreno en realidad es una mina de cantera rosa, una piedra muy cotizada que sirve para hacer construcciones de lujo. Oye, Poncho, ¿me puedo llevar dos camiones de piedra?, le pregunta un vecino, Sí, claro, llévatela. ¿Cuánto me vas a cobrar? Nada, te la regalo.
Ésta es una escena común en el mesón de Poncho.
“Esta lucha es como la del boxeador. Tenemos que aguantar hasta el último round”, me dice. Poncho sabe con precisión quién ha vendido su casa en el pueblo a la Conagua, en cuánto la vendió, y si su venta fue una argucia para comprarse otra casa también en Temacapulín… y venderla de nuevo al gobierno. Es el cronista oral de la comunidad. Cinco de los seis días que paso en la comunidad lo veo vestido igual: la misma camisa y chamarra café. Así recibe a Pedro Villagómez, contratista del Mecanismo de Protección de Periodistas y Defensores de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, que acude el 20 de septiembre a instalar un botón de pánico en el techo de su casa: una alarma que Poncho activará cuando se sienta amenazado o cuando llegue el desalojo forzado. De los líderes del comité, Poncho es el único que amerita esa protección que el gobierno federal le da a un número muy reducido de activistas y periodistas. Mi impresión es que si un vecino se siente desmoralizado o deprimido porque ahogarán su pueblo (y según un peritaje, el 98 por ciento de la población vive con estrés postraumático por la amenaza de inundación), basta con ir a tomarse un café donde Poncho para salir con el espíritu en alto. En la entrada de su mesón Poncho escribió un letrero: “No se puede luchar por lo que no se ama.”
Esa corte de dirigentes la completan María Alcaraz e Isaura Gómez, dos mujeres en sus setenta. No suman años, sino siglos de experiencia acumulada. A ellos se agrega otro Gabriel, hijo de Isaura, que con una mano vende paletas en Monterrey y con la otra hace campañas en redes sociales en defensa de su pueblo. En la reunión del comité veo también a Lourdes, una de las dos maestras de la primaria local. La lucha de este núcleo la completa el Club Temaca de Los Ángeles. Los llaman “los hijos ausentes”. Desde hace una década, la obra pública cae a cuentagotas en Temacapulín y esos emigrantes llenan el vacío: hicieron el panteón nuevo, remodelaron el kiosco de cantera, han pintado el templo y ahora van a construir un arco que dé la bienvenida a la entrada de Temacapulín. Roberto Hernández, de 64 años, es el presidente del club. Es gordo, grande, con barbas de morsa, cadenas y reloj de oro, y un tatuaje que dice Temaca en el antebrazo. En la misma oración dice “no tráibamos pescado” y “a los ocho días me vine pa atrás” (una traducción literal de I came back). Su lengua pocha es una combinación del español rural con anglicismos de migrante y es común escuchar esa mezcla entre los de Temaca.
Y como en otros movimientos de resistencia a los megaproyectos, no falta un asesor de una ONG. Lo conozco en el chilar del padre Gabriel mientras ayuda a desyerbar. Se llama Claudio Figueroa y trabaja para el Instituto Mexicano para el Desarrollo Comunitario, el IMDEC. Antes de Los Altos de Jalisco vivió en Los Altos de Chiapas, y dice que todos los días extraña las montañas del sureste mexicano. Me doy cuenta de que es argentino hasta que dice laburo en lugar de “trabajo”. Unas horas después lo vuelvo a ver en la reunión de todos los lunes del Comité Salvemos Temaca y ahora sí tiene un rasgo inconfundible: carga un termo de mate que calienta con una resistencia eléctrica.
Como toda comunidad, tiene tensiones. Seis días estuve en Temacapulín y recogí críticas al padre Gabriel, a los viejos líderes, a Claudio Figueroa. Había quien no le gustaba cómo ejercían el liderazgo éste o aquel vecino. O que tenía algún resentimiento porque no lo invitaron a un encuentro nacional o mundial contra las presas. Hay quien le da pereza ir a las juntas porque se aburre de oír horas de discusión. Algunos días pensé que este movimiento perdería por simple biología: en algunos años fallecerán sus líderes y no habrá quién los reemplace. Pero me equivocaba. Los jóvenes no van a las reuniones del comité, pero resisten de otra manera: construyen casas.
* * *
Son unas largas casetas de paredes y techos blancos que se extienden cientos de metros a lo largo de la carretera. En cada uno de esos bodegones hay miles de gallinas apiñadas. En total existen unas 75 millones de gallinas en Los Altos de Jalisco poniendo 50 millones de huevos todos los días. La mitad de los huevos que se producen en México los pusieron las gallinas de esta región.
Huevos. Escogerlos, limpiarlos, sellarlos, empaquetarlos, o bien, barrer las casetas, vacunar a las gallinas y arrancarles el pico para que no se ataquen entre ellas. A eso se dedica la mayoría de los jóvenes de Temacapulín, seis de los siete días de la semana. Son caseteros. Salen de casa a las 7:30 y regresan a las seis de la tarde. Trabajan en las granjas de los zares del huevo como Manuel Romo, dueño de unas 35 millones de gallinas y de la marca Huevos San Juan. O de algún otro gran empresario del huevo.
La prosperidad se queda arriba. Los jóvenes obreros de las granjas ganan 1200 pesos a la semana. Si aguantan años y se ganan la confianza de los capataces, como Blanca Gutiérrez, la hija del Chilaco, ganan hasta 1600 pesos a la semana, entre 65 y 85 dólares por seis jornadas de tiempo completo. Después del trabajo se compran un raspado (nieve) o una revoltura sobre un duro: una mezcla de pepino y salchicha picada sobre un chicharrón de harina.
Jalisco, y en particular la región de Los Altos, ha exportado a su mano de obra desde hace décadas. Como don Merced Arámburo, un hombre macizo de 70 años que migró a San Francisco, California, que trabajó 30 años en la construcción y regresó a poner la casa más grande de Temacapulín, coronada con dos antenas: una de radio de onda corta y otra más de telefonía celular. Porque durante años, con la amenaza de inundación, las compañías de telefonía celular no instalaban infraestrucura. Hasta antes de enero de 2017, cuando Telcel incluyó a Temacapulín en su cobertura, la gente se apiñaba en la ventana de don Merced para contestar sus chats.
Don Merced pertenece a la generación dorada. Le tocó la amnistía migratoria y se hizo ciudadano americano, se benefició de las pensiones, los buenos sueldos y los cruces seguros y baratos por el Río Bravo. Don Merced y los viejos de esa época regresan a Temacapulín por puro gusto a pasar sus últimos años.
Luego viene la generación del Gallo, de Esteban, de Rafa. Treintones y cuarentones. Trabajaron en el Norte en tiempos de crisis. Poco trabajo. Eran yarderos (jardineros), albañiles, campesinos. Pero sobre ellos sí cayó la desgracia: la deportación. Regresaron a Temacapulín por la fuerza, expulsados del sueño americano. Pero lo conocieron. Los más jóvenes ni eso. “El coyote cuesta 10 mil dólares”, me dice El Gallo. ¿De dónde los saca? Y si te deportan al tercer día, ¿de dónde los pagas si los pediste prestados?
Tepo se llama José Contreras, pero siempre le han dicho Tepo. Son las 10 de la mañana y ya está borracho. Bebe una cerveza en el Mesón Mamá Tachita el martes 19 de septiembre de 2017. Veintiséis años en Estados Unidos y un día lo echaron de regreso a México. Se fue a refugiar a Temacapulín y al alcohol. “Estoy traumado. Me deportaron de Estados Unidos y ahora me quieren sacar de donde vivo.”
Blanca Gutiérrez es sobrina del padre Gabriel, uno de los líderes de la resistencia. Y ella ha hecho su contribución a la causa desde las redes sociales. Con su teléfono inteligente se ha dedicado a retratar Temacapulín. En algunas fotografías lanza comentarios provocadores al gobernador, como cuando retrató una cascada y escribió: “¿Quieres el agua de Temaca, Aristóteles? Pues ven por ella.”
Blanca me cuenta que durante 10 años la industria de la construcción se detuvo en Temacapulín. ¿Para qué construir si van a inundar?, se preguntaban los jóvenes. Y los adultos, que ya tenían sus casas, recibían ofertas de la Conagua, que les ofrecía comprarles sus casas de inmediato. Desde el 2015 cambiaron las cosas, como si una ola de confianza hubiera llegado al pueblo: ahora es difícil encontrar una calle en donde no haya una construcción: en el centro se reparan las viejas viviendas y más arriba del cerro se construyen nuevas. Conversé con Blanca en una casa nuevecita de su hermana. A un lado se cimentaban otras dos, también de jóvenes de Temacapulín. Cuando los mayores del pueblo vieron a los jóvenes construir, también ellos recuperaron la confianza, como don Merced, que levanta una segunda casa junto a la cancha de béisbol. El olor a cemento fresco se convirtió en una característica de la comunidad.
* * *
Hay dos pozas: una de agua tibia y otra de agua caliente. El fotoperiodista Felipe Luna y yo elegimos la caliente. Son las dos pozas públicas del balneario El Redondo a donde los vecinos van a darse baños y mirar las estrellas.
Felipe y yo nos sentimos culpables de pasarla tan bien. Un día antes, 19 de septiembre de 2017, un temblor de 7.1 grados sacudió a la Ciudad de México, derribó edificios y provocó la muerte de cientos de personas. Mientras temblaba, nosotros conversábamos en el patio de María Félix y su esposo José Clotilde, un pescador que tejía una atarraya bajo el sol de la una de la tarde. Mientras nuestras familias pasaban algunos de los segundos más aterradores de sus vidas, nosotros estábamos en uno de los pueblitos más tranquilos del país.
A las pozas calientes llegó a bañarse alguien más. Nos contó: era de Tepatitlán (una ciudad a unos 50 kilómetros) y manejaba camiones de carga. Trabajaba para una empresa que cada día sacaba 30 camiones —de 14 metros cúbicos cada uno—llenos de arena. El procedimiento era sencillo: unos trascabos llegaban al Río Verde, sacaban la arena, la cribaban y la subían a los camiones. Si lo vendían ahí mismo, el valor de esa cada carga era de cuatro mil 200 pesos. Si la llevaban a Tepatitlán, su precio aumentaba a 10 mil pesos. El conductor calculaba que su empresa tenía ganancias de 80 a 100 mil pesos diarios. La arena extirpada del Río Verde se usaba para la construcción en Tepatitlán, Guadalajara y otras ciudades de la región.
Esa mañana habíamos ido a pescar con Peto, Gallo, Esteban y Rafa. Les pedimos que nos enseñaran Palmarejo, una ranchería que también quedaría bajo las aguas en caso de que la presa El Zapotillo inunde la región. De camino, en los márgenes del río, vimos montículos de piedras grises. Esteban nos explicó: eran los desechos de la criba de las empresas areneras. Se suponía que estaban obligadas a devolverlas al lecho del río, pero las dejaban ahí convertidas en basura.
El agua del río es como el canto de las sirenas. No te le puedes quedar mirando. Te hipnotiza su canto rítmico, su movimiento perpetuo. Y entonces se te olvida caminarlo en diagonal para esquivar su fuerza. Seducido por su canto te caerás y habrán de encontrarte aguas abajo rodando como un leño, hinchado y muerto. Eso lo aprende un pescador en Temacapulín desde niño. Lo que no aprende, porque eso no se lo enseñaron sus padres y hermanos, es a precaverse de los socavones. Porque esos trascabos que sacan arena con grandes palas de acero dejan unos agujeros enormes debajo del agua. Agujeros que no se ven. Vas caminando por el margen del río con tu atarraya y de repente caes en uno de esos hoyos de dos o tres metros de profundidad y si no eres un estupendo nadador, ahí mueres ahogado.
En poco más de una hora sacan unas veinte tilapias pequeñitas, apenas para un taco, cinco tilapias de mejor tamaño, acaso medio kilo cada una, y otros dos pescaditos: un bagre y una lobina. Sólo pescan lo que van a comer ese día. La extracción de arena que, según los pobladores, se ha triplicado en los últimos dos años, le pega a la fauna del río. Hace un lustro era común sacar bagres de más de 10 kilos y ahora son una rareza.
Esteban me dice que se siente culpable cuando tiene pescado en el congelador. Gallo, Esteban y Rafa son hermanos y los tres son mecánicos automotrices. Ya migraron a Estados Unidos y sueñan con hacerlo otra vez. No hay coches para arreglar en este pueblito y para ellos todos los días son lunes al sol. Están varados en Temacapulín: se quieren ir, pero no les alcanza para el coyote, y en el pueblo no hay trabajo. En el patio están los restos de un automóvil Jaguar, al lado una camioneta a medio reconstruir y por allá una afasia olvidada. De algo sirven los pedazos de un coche: los pescados pequeños los fríen en un rin alimentado por la leña del mezquite que también recogieron del río. Como sea, aun sin trabajo, el río les da para sobrevivir. Por la noche cenarán los elotes frescos de la milpa familiar. Así pasarán los días, uno tras otro. Pero mientras se queden en Temacapulín, y eso lo dicen todos, resistirán a la inundación.
* * *
En temporada de lluvias. Temacapulín amanece inundada de una neblina espesa, en medio de cuatro cerros reverdecidos por la humedad. La pregunta es inevitable: ¿de veras hay que desaparecer este pueblo, con sus arcos de cantera en la plaza, la iglesia de 250 años (declarada basílica lateranense por Juan XXIII), sus veneros de agua termal y sus casas centenarias? Cuando este pueblo se inunde, si es que ocurre, se perderán más que piedras. Desaparecerá, por ejemplo, el pescado en penca, un guiso originario de Temacapulín que todavía cocina el Chilaco. Se llama pescado en penca porque el bagre del Río Verde se mete dentro de pencas de nopal cabeño, con jitomate y chile de árbol, y se asa en brasas de boñiga: estiércol seco de vaca. Se sirve en su propio caldo y sabe a tierra y barro.
La inundación de Temacapulín se justifica en un aparente bien superior: el abasto de agua para la zona metropolitana de Guadalajara y la ciudad de León, en Guanajuato, que se ha convertido en un polo industrial por las armadoras automotrices asentadas en su territorio. Según los académicos Sergio Graf y Eduardo Santana, expertos en medio ambiente de la Universidad de Guadalajara, una represa como El Zapotillo implica no solamente el negocio de la privatización del agua, sino también el negocio detrás es la especulación inmobiliaria: las ciudades no crecen solas: las hacen crecer los fraccionadores, los empresarios que compran muy barato las hectáreas de cultivo, las dividen en lotes y éstos lo venden diez veces más caros convertidos en barrios populares o en colonias para ricos. Ese negocio requiere garantizar miles de litros de agua por segundo para las nuevas viviendas. La urbanización siempre es un negocio político: requiere de alcaldes, servidores públicos y legisladores que cambien el uso de suelo y que destinen fondos públicos a convertir el campo en ciudad: electrificar, pavimentar, instalar escuelas. Y agua, por supuesto. Mucha agua.
En 1994, el PAN, el partido de la derecha mexicana, ganó las elecciones en el estado de Jalisco y perdió el poder hasta 2012, cuando el priista Aristóteles Sandoval le arrebató la gubernatura. Cuando estaba en campaña, Sandoval prometió en un tuit “no inundaremos Temacapulín”. Hasta 2017 parecía que su posición estaba en contra de la inundación del pueblo, sin embargo, en junio del mismos año se definió a favor de la cortina de 105 metros y la inundación de Temaca. Se basaba en el estudio de la UNOPS que, en efecto, sostenía que el escenario más óptimo para llevar agua a León y Guadalajara pasaba por una cortina de 105 metros. Con las recomendaciones de la UNOPS parecía que la suerte de Temacapulín estaba echada hace apenas unas semanas, cuando Felipe Luna y yo acudimos a la comunidad a reportear esta historia.
La inundación de Temacapulín, no obstante, despierta la oposición en diversos sectores de Jalisco. Están en contra, por ejemplo, el rector del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), el jesuita José Morales Orozco. Se oponen también académicos de la Universidad de Guadalajara (U. de G.) y, finalmente, el alcalde de Guadalajara, Enrique Alfaro, que puntea en las encuestas para las elecciones de gobernador en 2018. Alfaro propuso que la cortina quede de 80 metros, pero que sólo se llene de agua hasta 70 metros de altura, para que las aguas del embalse no inunden Temacapulín. Y además sigue vigente el fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que paró la construcción de la cortina. Por ahora, el Zapotillo es una inmensa construcción de concreto sin una gota de agua en su interior. Cuando se proyectó la presa, la Conagua sostuvo que el Zapotillo respondería a demandas “de los próximos 25 años”. De esos 25 ya pasaron 12 y el proyecto sigue parado. En esos años, las paredes de Temacapulín se han llenado de murales y consignas de resistencia. Por la noche, los niños que nacieron con la amenaza de que su pueblo desaparecería, se reúnen en la plaza principal, tienden una red, juegan volibol y hacen carreras en bicicleta.
Pareciera que, en efecto, Temacapulín va ganando la batalla contra El Zapotillo. Y acaso su lucha quede como un testimonio de resistencia a los megaproyectos, porque entre los cientos de movimientos de protesta que ocurren en México, el de Temacapulín pareciera uno de los más dignos y ejemplares.
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