La isla en texto. Un viaje literario a La Habana
En Cuba, las editoriales pertenecen al Estado y publican con una lógica incluyente, no de mercado, lo que para muchos autores significa un debut y una despedida. ¿Bajo qué condiciones y con qué expectativas trabajan los escritores contemporáneos de la isla caribeña?
«Cuando terminé mi primera novela la llevé a la editorial Letras Cubanas (oigan cómo suena: Letras Cubanas) y allí me dijeron que no estaban recibiendo originales. Más exactamente: que no estaban publicando libros. Visité otras editoriales y en todas recibí la misma negativa: ¿libros? No, ya no tenemos nada que ver con eso.
Mi última esperanza era una casa editora alternativa cuyo nombre omitiré. Pero hasta allí habían llegado las ronchas de la epidemia. O las orientaciones del Ministerio. En la entrada, un puercoespín disfrazado de recepcionista me explicó que se había tomado una decisión ante el éxodo masivo de autores. Cada vez quedaban menos autores en el país.
Me pareció una ligereza afirmar algo semejante, pero no quise discutir».
Jorge Enrique Lage
«15 000 latas de atún y no tenemos cómo abrirlas», en El color de la sangre diluida.
* * *
Una noche de abril de este año, en Brasilia, de pronto me encontré en la curiosa situación de estar sentado frente al enorme costillar de un pescado del Amazonas y al lado de un escritor cubano que vive en Cuba y es conocido y reconocido internacionalmente. Yo no sabía hacer ninguna de las dos cosas que el momento exigía: no sabía cómo acometer al pescado y tampoco sabía cómo conversar con un escritor cubano. El pescado se llamaba Tambaquí. El escritor, Senel Paz.
Senel había escalado a la celebridad en los años noventa, gracias al relato «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», con el que ganó el premio Juan Rulfo de Radio France Internacional, y que acabaría transformándose, con un guión de su autoría, en la película Fresa y chocolate. El relato y la película, quizá sobra decirlo, cuentan la amistad entre Diego, un homosexual de costumbres y gustos exquisitos, y David, un homofóbico militante de la Revolución. En 1994, Fresa y chocolate se convirtió en la primera cinta cubana, y la única hasta el momento, en ser nominada al Oscar como mejor película de habla no inglesa.
Mi timidez ante el Tambaquí era fácil de entender: incluso a la distancia se podían distinguir unas espinas enormes, potencialmente homicidas. En cambio, mi incomodidad con la presencia de Senel era de naturaleza más compleja. Senel no tenía espinas, ni enormes ni pequeñas, todo lo contrario, era pura amabilidad y cortesía; pero muy pronto me di cuenta de algo que me avergonzaba: que salvo dos o tres generalidades sobre Pedro Juan Gutiérrez o Leonardo Padura, yo era un completo ignorante de la literatura cubana contemporánea.
Hablamos entonces de Pedro Juan Gutiérrez y de su Habana sucia, poblada de seres marginales, y también un poco del éxito internacional de Padura. El Tambaquí resultó ser un manjar inofensivo y el vino ayudó a que poco a poco yo dejara de acusarme de negligencia contra la literatura cubana y a que Senel me consolara argumentando que yo no era el único, que eso era más bien lo normal, que muy pocos conocían la literatura cubana que se estaba escribiendo en Cuba ahora mismo, ya sea porque a nadie le interesa o porque es muy difícil que esa literatura salga afuera.
«Es tan difícil conseguir un hipopótamo enano de Liberia que puede ser que la única manera sea yendo a capturarlo a Liberia», dice Tochtli, el protagonista de Fiesta en la madriguera, mi primera novela. Esta frase, convenientemente alterada, me vino a la cabeza antes de irme a dormir aquella noche: «Es tan difícil conocer la literatura cubana contemporánea que puede ser que la única manera sea yendo a Cuba».
CONTINUAR LEYENDOEn los meses siguientes, a través del correo electrónico —que en Cuba todavía no goza de la inmediatez que le atribuimos como característica primordial—, Senel me ayudó a delinear un panorama que luego se volvió una agenda. Ésta es la historia de un viaje que no habría sido posible si un Tambaquí o Senel Paz no lo hubieran querido.
* * *
El avión aterrizó en La Habana alrededor de las quince horas del lunes 24 de septiembre. Después de realizar el trámite de inmigración y antes de recoger las maletas, me sale al paso una muy sonriente y amable policía. Imagino lo que imagina la uniformada: que soy joven, que vengo solo —en realidad mis compañeros José Luis, el fotógrafo, y Camilo, el camarógrafo, vienen detrás—; debo tener pinta de turista sexual.
—¿De dónde viene?
—De México.
—¿Cuál es el motivo del viaje?
—Tengo amigos aquí, vengo a visitarlos.
—¿A qué se dedica?
—Soy escritor.
—¿Qué escribe?
—Novelas.
—¿Qué tipo de novelas?
Si ésta fuera una conversación con un periodista o un crítico cubano, le diría que como todo escritor nacido en los setenta mis primeras influencias fueron los autores del boom y que en la adolescencia aprecié especialmente a Alejo Carpentier. Que leer el Paradiso de Lezama Lima es una experiencia de la que nadie vuelve y que si formáramos una selección de béisbol yo pediría estar en el equipo de Virgilio Piñera (y no por mis preferencias sexuales, sino literarias: ¿cuántas veces habrá que decir que Virgilio era un genio?). Eso diría incluso en el hipotético caso de que la Revolución cubana hubiera creado profesiones vanguardistas, como policías-críticos-de-literatura o policías-historiadores, pero no lo hago porque en realidad no estamos hablando de literatura. En Cuba cuando hablas de literatura en realidad no sólo estás hablando de literatura, también estás hablando de «literatura».
—Ficciones —le respondo a la muy sonriente y amable policía: la palabra más alejada de la realidad que se me ocurre en ese momento.
—Pase, bienvenido a Cuba.
* * *
¡No salgamos del aeropuerto todavía! José Luis Cuevas, nuestro fotógrafo, se ha quedado retenido. La policía inspecciona meticulosamente su equipo. No podemos salir del aeropuerto, pero podemos salir de la realidad hacia a la ficción. Entremos por el simple método de asociación de palabras en «Los días del juego», un cuento de Emerio Medina que transcurre en el aeropuerto Sheremétievo de Moscú, y en el que un cubano conversa con dos periodistas colombianos.
—Todos los aeropuertos no son iguales —dijo uno de los periodistas cuando el tema salió.
Para mí estaba claro que no eran iguales, y lo dije. Hablé de las edificaciones funcionales (las pocas que había visto en alguna escala técnica en Shannon y Odesa, y otras, muy contadas, las del aeropuerto de Tashkent y el viejo Vnúkovo de Moscú, sin hablar de la Terminal de Vuelos de La Habana, por supuesto) concebidas para usos, volúmenes y servicios diferentes.
—Tú eres cubano —dijo—. No tienes ni la más puta idea de lo que es un aeropuerto.
Dicho con pocas letras, la puta idea de un aeropuerto moderno de Occidente no podía caber en la cabeza de un habitante del Caribe comunista que veía limitadas sus posibilidades de vuelo a un viaje de estudiante becado en las universidades del Este o del país soviético.
Es verdad: todos los aeropuertos no son iguales. No en todos los aeropuertos puedes tener conversaciones de «literatura» con la policía. José Luis por fin logra que su entrada sea autorizada y ya podemos emprender nuestro camino de vuelta a la realidad.
* * *
¡Una cosa más!, otra brevísima escala aeroportuaria, sólo para contar un chiste:
Llega un escritor cubano al extranjero, baja del avión y en el aeropuerto lo aguardan los periodistas, quienes de inmediato le preguntan: ¡díganos!, ¿¡cómo está Cuba!? Y el escritor contesta: bueno, no nos podemos quejar.
* * *
La verdadera profesión de Emerio Medina es ser el hombre más envidiado de los últimos años en los ambientes literarios de la isla. Ha ganado el Premio de Cuento Julio Cortázar, el Casa de las Américas, el de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (oigan cómo suena: Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) y un montón de premios regionales. Emerio nació en 1966 en Mayarí, a ochocientos kilómetros de La Habana, donde sigue viviendo y desde donde viajó en autobús durante más de veinte horas para reunirse con nosotros. No tiene teléfono y dice que tiene que recorrer cien kilómetros para abrir su correo electrónico.
Nadie se mete con Emerio Medina, y me parece lógico cuando lo veo por primera vez: robusto, musculoso, bronceado, los ojos encendidos por la mala noche en el autobús y por la ingestión de unas cuantas cervezas. Viste una camiseta blanca Nike y lleva puesta una cachucha de los Dodgers de Los Ángeles. Su estampa sin duda le encantaría a Hemingway, aunque sea difícil imaginarse a Emerio bebiendo daiquiris en el Floridita o mojitos en La Bodeguita del Medio, los templos del turismo habanero santificados por la presencia histórica del escritor estadounidense.
Emerio no viene solo, lo acompaña Alberto Guerra, quien está en la agenda del martes y hoy nomás es lunes, pero Emerio y Alberto son amigos y Emerio le dijo: compadre, acompáñame. Alberto es un negro imponente, la verdad es que forman una pareja temible. Nos sentamos en un pequeño patio con sombra de la casa donde yo me hospedo, en el Vedado. Encendemos un ventilador. ¿Ya dije que hace un calor asfixiante? ¿Qué esperaban?, esto es el Caribe.
—¿Podemos pedir una cerveza? —pregunta Alberto.
¿Tú les dirías que no? Yo les respondo con otra pregunta:
—¿Cristal o Bucanero?
* * *
Es la primera entrevista del viaje y comienzo moviéndome con cautela, todavía no sé muy bien qué esperar, si debo estar atento a dobles sentidos e interpretaciones, o si debo construir mis preguntas de manera indirecta. La franqueza de Emerio y Alberto termina rápidamente con mis dudas. Además, yo no estoy aquí para hablar de política (¿debería escribir política entre comillas?), yo estoy aquí para hablar de literatura, y de «literatura».
Emerio se siente un outsider, no tiene formación literaria (es ingeniero mecánico), comenzó a escribir tarde (con treinta y siete años) y dice sentirse incómodo en los ambientes literarios de La Habana.
—¿Cómo es que ese guajiro de mierda ganó el Cortázar, el Casa de las Américas? —supone Emerio que piensa la élite literaria cubana, medio paranoico.
Un guajiro es una persona del medio rural, que vive y trabaja en el campo. «Yo soy un guajiro«, asume Emerio en repetidas ocasiones, con orgullo desafiante, y tensa su cuerpo musculoso para mostrar su desagrado por la vida urbana en general y la vida habanera en particular, en las que resulta imposible encontrar la «paz en el oído» necesaria para crear.
—Para mí a La Habana pueden quitarla, pueden pasarle por encima un bulldozer.
Alberto Guerra, que se ha mantenido canturreando con los ojos cerrados y la cabeza levantada hacia el cielo, bajo una boina negra, regresa de su ensoñación a carcajadas.
—Tú estás loco, compadre.
—Es verdad, un bulldozer —confirma Emerio y con su mano derecha barre el horizonte de La Habana.
* * *
Si alguien quiere exotismos cubanos no espere folclor caribeño, al menos no ahora. Si algo hace exótico a Emerio Medina no es su apacible vida de guajiro en Mayarí, sino el hecho de que la primera ciudad que conoció en su vida fue Tashkent, en Uzbekistán, entonces parte de la Unión Soviética. Con dieciocho años, Emerio, que nunca había visitado La Habana, emprendió un viaje con escalas en Santiago de Cuba, Odesa (en la actual Ucrania) y Moscú. Emerio habría de vivir cinco años en Tashkent, de 1985 a 1990, donde fue testigo del derrumbe del socialismo.
—Hoy estoy redescubriendo que Tashkent me hace falta. Tashkent no sólo como cosa vital, sino espiritual. Viví allí de los dieciocho a los veintitrés años, una época muy importante. Las primeras mujeres de mi vida las tuve allí.
La capital uzbeka forma parte del imaginario literario de Emerio, quien dice estar escribiendo una voluminosa novela que transcurre en Tashkent y se enorgullece de haber leído a los clásicos rusos en ruso. «Hay un componente ruso en nosotros, no podemos negarlo», completa. Es un sólido narrador, clásico, que reivindica el legado de Poe, Maupassant, Chéjov y, por supuesto, Hemingway. Leyendo su obra, no extraña que haya ganado tantos premios.
Sin embargo, Emerio sigue siendo un guajiro, aunque sea un guajiro de Tashkent.
—Extraño el olor de las encinas y el nogal, de los cerezos en flor y los perales en abril —dice con genuina nostalgia.
¿Lo ven? El exotismo del realismo socialista.
* * *
Después de tres horas de conversación decidimos salir a pasear: la idea es atravesar el Vedado por toda la Calle 17, luego tomar la avenida Paseo a la izquierda hasta desembocar en el Malecón, justo enfrente del hotel Meliá Cohiba.
—¿Ustedes saben lo que es jinetear? —pregunta Alberto Guerra en cuanto salimos a la calle, entre carcajadas socarronas, con la desfachatez que es la marca definitiva de su personalidad.
Nos avisa que antes de llegar al Malecón tendremos que hacer una escala en el Parque John Lennon, porque quiere mostrarnos la escultura del Beatle asesinado.
—¿Por qué hay una escultura de Lennon? —quiere saber Camilo.
—Porque sí, porque nos gustan los Beatles.
—¿Pero Lennon vino a Cuba?
—No, chico. Los Beatles estaban prohibidos antes. Ahora no, pero antes sí.
Camino con Alberto por la Calle 17, mientras me cuenta que la primera vez que salió de Cuba fue a Guadalajara, a la Feria del Libro, en 1996.
—¿Sabes qué fue lo primero que me impactó? ¡Una taza de baño limpia!, ¡inmaculada!
Como resultado de la experiencia de su primer viaje al extranjero, Alberto escribió la novela La soledad del tiempo, la historia de un escritor cubano que gana un concurso de cuento y como premio viaja a la Feria del Libro de Guadalajara.
—Me gustaría mucho leerla —le digo a Alberto.
—Chico, no tengo ejemplares, no tengo ni siquiera uno para mí.
En la esquina de la Calle 17 con la 8, al intentar atravesar para adentrarnos en el parque, nos interrumpe a gritos un mulato bajito y mofletudo que viste una camiseta de tirantes, bermudas y sandalias. Es el Deibi, aspirante a escritor y practicante del Palo Monte, la brujería que los esclavos de África central trajeron a Cuba.
—Coño, Alberto, qué gusto, hombre —dice mientras lo abraza entre risas con un cariño que conmueve.
—Mira, éste es Emerio Medina —señala Alberto.
—¡No me digas! ¡Coño! Yo te admiro muchísimo, ¡qué ganas tenía de conocerte! Vengan, entren a la casa, mi mujer no me lo va a creer, ella también escribe, se muere por conocerte. (Más abrazos cariñosísimos.)
El Deibi habita una casona de estilo francés enorme con la que el paso del tiempo ha sido implacable, al igual que en todo el Vedado, exceptuando los predios gubernamentales. Saludamos a la mujer del Deibi y a una prima (¿o era hermana?)
—Mira, éste es Emerio Medina.
—Ah, hola, mucho gusto —dice la mujer del Deibi, que no se inmuta.
—Ella todavía no te ha leído —le aclara el Deibi.
Atravesamos el comedor y entramos en una pequeña habitación ocupada por un escritorio con una computadora armatóstica.
—Aquí es donde escribo. Una vez hasta gané un concurso de cuento en España, pero después… nada.
En la esquina hay un altar de Palo Monte: palos, velas, cera derretida sobre tierra. No alcanzo a mirar con mayor detalle.
—No, aquí no puedes tomar fotos —le advierte el Deibi a José Luis y volvemos al comedor.
Sobre una de las mesas laterales hay una pila de libros. Los inspecciono. El tercero, de arriba a abajo, es La soledad del tiempo, de Alberto Guerra. Camino hacia Alberto y le susurro al oído mi descubrimiento. Viene conmigo de vuelta a los libros, abre su mochila, vigila de reojo al Deibi que habla emocionado con Emerio y se roba su novela.
* * *
Me siento en la barda del Malecón, de espaldas a las olas del Mar Caribe que rompen con furia a esta hora de la noche. Alberto Guerra reparte cucuruchos de maní que acaba de comprarle a una anciana. Tomamos más latas de Cristal y Bucanero. Frente a nosotros se yergue el prepotente hotel Meliá Cohiba, símbolo de la apertura de la isla. Contemplar el hotel detona en Alberto recuerdos de otra época, de hace más de diez años, cuando la influyente Michi Straussfeld era su agente literaria, el futuro le sonreía y era la envidia de todos los escritores cubanos. «Hasta Padura me tenía envidia, Padura que en aquel entonces no era nadie», remata, refiriéndose al que quizá sea el escritor cubano más famoso de la actualidad, célebre por sus novelas policiacas.
—Michi me decía que yo era como Juan Rulfo.
—Conocí a Michi el año pasado en Alemania —le digo—, ella estaba presentando a otro escritor mexicano, ¿y sabes cómo lo presentaba? Decía que era el nuevo Juan Rulfo.
—¡Lo mismo decía de mí!, si íbamos en un tren y yo pedía una Coca-Cola, ella me decía: igualito que Juan, a Juan le gustaba tomar Coca-Cola.
—¿Y qué pasó?
—Me cansé, el hastío. Como decía Virgilio Piñera: la puta circunstancia del agua por todos lados. Yo tuve la oportunidad de irme entonces, pero tengo un ancla a esta tierra, tenía mujer, hijos… Al final de todas maneras me separé… A Michi no le gustó La soledad del tiempo. La última vez que hablé con ella me dijo que Cuba ya había pasado. ¡Ahora estamos en la India! —grita, imitando la voz de una mujer excitadísima—. Emerio me rescató, él cree en mí, un día me agarró del hombro fuerte y me dijo: compadre, tienes que escribir.
Se aprieta el hombro izquierdo con su enorme mano derecha, simulando un gesto de apoyo, una anécdota y un gesto que habría de repetirme tres o cuatro veces durante nuestros encuentros.
—¿Ves aquel hotel de ahí? Es el Meliá. Una vez me echaron, justamente un día que fui a buscar a Michi, pero yo me había equivocado, porque Michi estaba en el hotel de al lado. Cuando me vieron entrar me dijeron que ése no era un hotel para cubanos, para negros, se armó una discusión tremenda, casi me detiene la policía. No me llevaron porque les enseñé el carnet del Partido Comunista. Salí y me fui a ver a Michi a su hotel. Al día siguiente fui a entregar el carnet del Partido, les dije: quiero que me metan a la cárcel como a cualquier negro, no quiero que me traten diferente por ser del Partido. Fue un escándalo, la historia le dio la vuelta a la isla, me hice famoso.
No sé qué decirle. Sólo hay una manera de llenar el silencio que se ha instalado entre nosotros, una única frase que va a decir Alberto en cualquier instante, pero me adelanto:
—Vamos a buscar una cerveza.
* * *
A las once de la mañana del martes 25 de septiembre, Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría pasan a recogernos. Abro la puerta y descubro que nuevamente hay una persona de más: será el compadre, pienso. Pero resulta que no es el compadre, no, ¿cómo creen?, la figura del compadre ha desaparecido en las generaciones nacidas a partir de los setenta. Es Orlando Luis Pardo Lazo (alto, flaco, eléctrico), alguien de quien no tenía noticias hasta ahora. Los tres juntos (guitarra, bajo, batería), se autodenominan Generación 0, los necios (o persistentes) de una generación de narradores cubanos que antes se hacía llamar Generación Año 0, porque habían comenzado a publicar en el año 2000, y de la cual sólo ellos tres sobreviven como movimiento. Además de las coincidencias temáticas o estilísticas, sus textos dialogan y a menudo los tres aparecen como personajes de sus libros.
Comenzamos a caminar en busca de un lugar tranquilo para charlar, sin mucha idea del destino, hasta que el trío recuerda un restaurante cercano.
—Además al lado hay un puente que está interesante para las fotografías —nos sugieren (Ahmel y Orlando también son fotógrafos).
José Luis pregunta si no tendremos problemas con las fotos, les cuenta que la tarde anterior una persona que dijo ser presidente del Comité de Defensa de la Revolución del barrio le impidió hacer las fotos de Emerio Medina en la calle (oigan cómo suena: Comité de Defensa de la Revolución. Son los famosos CDR, que por cierto el viernes celebrarían su 52º aniversario).
—¿Era un viejo? —pregunta uno.
—Seguro era un viejo —afirma otro.
—Sí —dice José Luis—, era un anciano.
—Aquí entre menos llames la atención, mejor, eso siempre —nos recomienda Orlando.
El lugar al que entramos parece un restaurante chino, pero no es un restaurante chino. El mobiliario, la luz, el piso, los cristales, todo hace pensar en un restaurante chino. Sin embargo, no hay símbolos chinos, ni meseros chinos, ni comida china. No es un restaurante chino. Nos sentamos al lado de un armatoste gigantesco que enfría el ambiente y produce charcos. Todavía no es mediodía, nadie pide cerveza.
* * *
Me quedo con Ahmel y Orlando mientras José Luis y Camilo salen a la calle con Jorge Enrique a tomar las fotos y el video (Jorge Enrique, vaya nombre de telenovela, lo llamaré mejor por su apellido: Lage). Ahmel es un tipo tranquilísimo, sosegado, que mira profundamente detrás de unos lentes de armazón negra que le dan un aire intelectual. Nació en 1974. Es ingeniero mecánico. Me regala una novela llamada Días de entrenamiento, publicada por Éditions Fra en Praga. No es una traducción al checo: es una novela en español editada en la República Checa. ¿Por qué no?
El contraste entre Ahmel y Orlando es evidente y comienza en el hecho de que Orlando quiere parecer sosegado, pero no alcanza a contagiarse con las vibraciones de paz ahmelianas. Orlando vibra como si fuera un cohete espacial a punto de despegar. Nació en 1971. Es bioquímico. Ha publicado fotos en Letras Libres que acompañan textos de Yoani Sánchez, la célebre bloguera de la disidencia cubana. Me dice que está escribiendo una novela que se llama Ésta no es la novela de la revolución (a este título habría que ponerle un montón de comillas, ocho podrían ser pocas). Lo escucho hablarme y miro a mi alrededor, y a veces me da por pensar que Orlando en realidad ya no está aquí, en este restaurante que no es un restaurante chino, en La Habana, que ya se ha ido y que esto es un holograma que da toques y es pura estática.
Quién sabe por qué caminos, después de un rato de presentaciones y resúmenes curriculares, acabamos hablando de censura, de lo que se puede y no se puede escribir, o para ser precisos: de lo que te van o no te van a publicar las editoriales cubanas.
—Hoy los editores son más cínicos —dice Orlando—. Los editores ya son posrevolucionarios, postsocialistas.
Me dicen que las cosas ya no son blanco y negro, que hay un cierto margen dentro del cual los editores se mueven (a veces confiando en que nadie va a leer con atención un determinado libro), aunque sigue siendo verdad que hay algunos textos que de ninguna manera van a publicarse en Cuba.
En todas las editoriales trabaja un funcionario del Ministerio del Interior, responsable de echarle un ojo a las publicaciones. Es un individuo al que algunos pueden ver como a un espía, como a un policía, aunque la mayor parte del tiempo sea un tipo amable e intrascendente que de vez en cuando se acerca a los escritores para decirles cosas como: hola, soy el funcionario del Ministerio del Interior, cualquier cosa que se te ofrezca aquí estoy para ayudarte. Eso, mientras todo se mantenga en los cauces de la «normalidad».
—Todo empieza cuando un funcionario se inquieta —afirma Orlando.
—De pronto aparece una lectura llegada de los años setenta —completa Lage, quien ha vuelto de la calle.
—Como el viejo que ayer no les dejó tomar las fotos en la calle —hace el paralelismo Orlando.
—Alguien dice que es «una novela que le hace daño a la Revolución» —sentencia Ahmel (las comillas son suyas).
—La línea está muy clara —remata Orlando—, se escribe con F (bajando la voz) —y al mismo tiempo con el dedo índice de la mano derecha traza en el aire la «F» de «Fidel».
* * *
Orlando también me regala un libro, Boring Home. ¿Quieren saber dónde fue publicado? Adivinaron: en Praga. En 2009, la novela de Orlando ganó el concurso literario Novelas de Gaveta Franz Kafka, el mismo que ganaría Ahmel en 2010. El premio es convocado por la organización checa Libri Prohibiti: «La meta principal de este concurso es darles espacio a los autores cubanos que viven en la isla y que escriben para guardar sus obras en gavetas porque no tienen ninguna posibilidad de publicar», explica la contraportada del libro de Orlando. Se imprimen quinientos ejemplares, destinados a circular de mano en mano, principalmente en los eventos de la organización.
Hay una diferencia significativa entre las ediciones de los libros de Orlando y Ahmel. En Boring Home se menciona el premio, se explican sus objetivos, y además se habla del Movimiento de Bibliotecas Independientes (oigan cómo suena: Movimiento de Bibliotecas Independientes). En Días de entrenamiento, nada. Al revisar la novela de Ahmel resulta imposible saber que ganó el premio, resulta imposible saber, de hecho, que el premio existe.
Boring Home ya había sido aceptado por la editorial Letras Cubanas y estaba en proceso de ser publicado cuando «alguien lo leyó con atención». Digamos que un funcionario se inquietó. Aunque nunca se hizo oficial su prohibición, Letras Cubanas detuvo la novela, que acabó ganando el premio de la ONG checa. En 2009, en la Feria del Libro de La Habana, Orlando presentó la edición electrónica de su novela, que puede descargarse de manera gratuita en internet. Se trataba de un evento paralelo, en la explanada que da acceso a la feria, que no formaba parte del programa oficial y que fue organizado por Yoani Sánchez. Orlando me dice que en los días previos recibió amenazas personales, llamadas telefónicas, e-mails.
—El día de la presentación había policía en el lugar del evento, parecía que iban a impedirlo, pero al final no pasó nada.
Orlando asegura que le han cerrado los espacios, que ya no puede publicar en Cuba, que es imposible que gane alguno de los premios literarios de la isla.
Ahmel se ha cuidado de que no le pase lo mismo: «Tenía interés en que mi novela fuera conocida en Cuba y que tuviese, de ser posible, un currículo nacional para tener argumentos contra cualquier señalamiento con muy malas intenciones políticas por parte de cualquier funcionario cultural cubano», me responde Ahmel en un correo electrónico dos semanas después de nuestro encuentro. Consiguió que la novela ganara una beca y menciones en algunos concursos, para librarla de sospechas (para que nadie la llenara de comillas): «Pero bien sabía que de ahí no iba a pasar, incluso me lo comentaron algunos miembros del jurado, pues uno de los vectores que atraviesa el libro es la enfermedad y posible muerte de Fidel Castro, la incertidumbre, la duda (o no) ante el futuro en Cuba, o el futuro de Cuba, sin la presencia o la sombra de Fidel».
Desde su estado de convalecencia el viejo de fierro pedía apoyo en su proclama. Me costaba dar crédito a lo que estaba escuchando. Tenía la sensación de estar de cara, más que a la pantalla de mi televisor, a uno de los supuestos best dreams de Orlando L. Un texto cuyo primer párrafo pudo haber sido: «Anoche soñé que Ahmel había soñado uno de mis sueños con el Presidente de la República. En aquella calurosa última noche de julio, Ahmel soñó que frente a su televisor comía unos deliciosos espaguetis con albóndigas cuando el Presidente, tras una máscara que imitaba el rostro de un joven con gruesos espejuelos, y vistiendo una camisa a cuadros, dijo, desde la pantalla: ‘Hasta aquí he llegado; mi cuerpo ha hecho crack, ha sido demasiado el estrés y mis intestinos fallaron’. El Presidente se inclinó, sacó la mitad de su cuerpo como si la pantalla del televisor fuera una ventana abierta y se abrió la camisa».
Ahmel Echevarría, Días de entrenamiento
* * *
Por la tarde vamos a Lawton a visitar a Alberto Garrandés en su torre de cristal. El taxi se detiene en una avenida de intenso tráfico en la que el humo y el ruido de las guaguas se impone con la típica violencia de las urbes latinoamericanas. Alberto, a quien llamaré Garrandés para distinguirlo de Alberto Guerra, nos espera en el umbral de su casa. (Junto con Alberto Garrido, en los círculos literarios de La Habana se les conoce como los Alberto G, tres escritores que se hicieron célebres, y fuente de chistes, cuando ganaron de manera consecutiva el premio de cuento de La Gaceta de Cuba, entre 1995 y 1999.)
Entramos a la casa de Garrandés y en cinco segundos (no exagero) estamos hablando de Marcel Duchamp. En la pared de la salita de recepción hay una serie de postales que homenajean al artista francés.
—Tengo un espacio acondicionado para trabajar donde podemos hacer la entrevista —nos propone Garrandés haciendo gala de su cortesía aristocrática—, hay aire acondicionado y no se mete el ruido. Pero primero vamos a tomar un café aquí, ¿les parece?
Elsa, la esposa de Garrandés, es editora de libros infantiles. Tienen un hijo que estudia piano en el Conservatorio. Así que tomamos café mientras el hijo toca el piano y alguien dice que Duchamp es el artista definitivo del siglo XX.
Luego salimos al patio y subimos una escalerita de hierro tambaleante rumbo al cubo de cristal de la torre de cristal. Garrandés es filólogo, narrador, crítico, cinéfilo, antologador. Se gana la vida escribiendo, sin necesidad de un trabajo estable —a lo que en Cuba llaman «tener un vínculo institucional» (oigan cómo suena: vínculo institucional)—. Su torre de cristal es famosa entre los escritores de La Habana, a juzgar por lo que exclaman al chismorrear sobre la agenda de entrevistas («¿a quién más vas a ver?» o «¿a quién más viste?», es lo que todos me preguntan): «Garrandés se ha construido una torre de cristal«, «tiene una torre de cristal«, etcétera. La expresión no deja de ser curiosa y me pregunto si en lugar de cursivas debería escribirla entre comillas. En la jerga literaria de América Latina (¿de Cuba también?) un escritor en una torre de cristal es lo opuesto a un «escritor comprometido» (pónganle negritas a las comillas). Es una discusión de los años setenta, igual que la prohibición del anciano a tomar fotos en la calle, igual que la lectura que concluye que un libro «hace daño a la Revolución», pero no olvidemos que los setenta pasaron hace sólo cuarenta años.
El cubo de cristal de Garrandés es un espacio hermético de cinco metros cuadrados atiborrado de libros, películas y discos. Hay un escritorio con una computadora. Hace mucho frío. No hay ruido. Pienso en una cabina de radio. Garrandés ha escrito tres volúmenes de cuento, cinco novelas y es un estudioso especializado en narrativa cubana. Ha dedicado tres novelas a La Habana, «una ciudad cosmopolita y literaria», que él denomina La trilogía habanera: Capricho habanero, Días invisibles y Las nubes en el agua.
—La Habana es una ciudad pendular —teoriza Garrandés, usando las manos como instrumento epistemológico—, es una ciudad absolutamente novelesca, es pura intensidad novelística. En esta ciudad el diálogo está a flor de piel, la escritura está en el aire —y con las manos simula atrapar las novelas que flotan en la atmósfera de La Habana.
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El periódico El Caimán Barbudo fue fundado en 1966 por los escritores de la Revolución (oigan cómo suena: escritores de la Revolución). Es publicado por la Editorial Abril de la Unión de Jóvenes Comunistas y tiene un tiraje bimestral de veinte mil ejemplares. Su sede está ubicada en lo que antes de 1959 era el Diario de la marina, justo frente al Capitolio. El miércoles a las once de la mañana nos encontramos con Rafael Grillo, editor de la publicación, y Leopoldo Luis, responsable de la redacción digital y uno de sus principales colaboradores. Los dos juntos, además, son la cabeza y las manos detrás de Isliada, un sitio web independiente dedicado a la literatura cubana. En este caso las cursivas de la palabra independiente son muy importantes: Isliada no pertenece a ninguna institución cubana, lo cual lo convierte en una excepción. Antes de emprender el viaje, por sugerencia de Rafael, navegué por las páginas de Isliada, una estupenda manera de conocer la literatura cubana contemporánea sin mover el trasero de casa.
La oficina de El Caimán Barbudo ocupa una sala de quince metros cuadrados en el segundo piso de un edificio acristalado. Una sala congelada por otro armatóstico aparato de aire acondicionado que vibra en un rincón. Rafael no tiene barba pero de hecho parece un caimán: me tiende una mano huesuda y miro su rostro esquelético, ¿me va a morder? No, Rafael no muerde, cada uno de sus movimientos está calculado con delicadeza. Es un tipo suave, del equipo de Ahmel Echevarría. Por su parte, Leopoldo es robusto y de rostro inteligente. Tranquilo y cortés, también, pero la sangre le hierve diferente. Sin duda si Leopoldo estuviera en el cuerpo de Rafael sería capaz de propinarte unas cuantas dentelladas.
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Dado que Rafael y Leopoldo están al frente de dos publicaciones literarias, llegué a esta reunión con la expectativa de entender —o al menos intentarlo— el sistema editorial y literario cubano. Me imaginaba una conversación sobre lo que la teoría denomina sociología de la literatura. Y no habría de salir defraudado, para empezar porque ambos afirman que si existe hoy en día un debate literario en la isla, este debate es «sobre lo que está alrededor del libro». Y lo que está alrededor del libro es, cuando menos, diferente.
En Cuba las editoriales pertenecen al Estado, a un Estado, para ser precisos, que no practica la lógica del mercado. Esto quiere decir que las editoriales eligen los títulos que publicarán con un criterio inclusivo, o sea, bajo el buen propósito de que sean publicados la mayor cantidad de autores posible. Así, por ejemplo, la editorial Unión, que pertenece a la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), tiene como misión publicar a todos sus escritores asociados. El concepto de catálogo no existe. El que un autor sea publicado por una editorial no quiere decir que esa editorial seguirá editando sus libros. Peor aún: sus oportunidades de publicar en esa editorial se reducen, porque ya le han editado un libro y hay que publicar a otros. Visto lo cual vale la pena preguntarse, como lo hace Ricardo Viñalet: «¿Hasta dónde se corresponden los intereses en lectura con los libros editados?».
Tampoco hay lógica de mercado en los tirajes. Las editoriales imprimen la misma cantidad de ejemplares de un libro de un autor reconocido que de un escritor debutante. Y normalmente, aunque se agote la edición, nunca se reimprime o se hace años más tarde. La misión de las editoriales no es vender libros o hacer negocio, sino publicar libros, y punto. Ese punto, de acuerdo con el testimonio de varios de los escritores que entrevisté, es una especie de punto final, ya que tienen la sensación de que «el libro se publica y no pasa nada más». Leopoldo Luis lo sintetizó de la siguiente manera en su artículo «Literatura cubana: un canon vivo», publicado en El Caimán Barbudo en la edición de septiembre-octubre de 2011: «Un abrumador porcentaje de los autores cubanos que se editan, asisten a la presentación de su obra durante la Feria Internacional del Libro de La Habana y asumen luego su tránsito al olvido como un hecho natural e inevitable».
A pesar de la ideología del Estado cubano, en algunas ocasiones el mercado irrumpe y deja ver las contradicciones del sistema. Ocurrió en 2011, por citar un caso, cuando la editorial Unión obtuvo la autorización de la editorial española Tusquets para publicar en Cuba El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura. La novela se lanzó en la Feria del Libro de La Habana y fue agotada instantáneamente por un tumulto de lectores. Se cuenta que había colas para reservar un ejemplar, colas en las que te daban un papelito para comprarlo cuando estuviera a la venta. Se cuenta que hubo falsificación de papelitos, o que había más papelitos que ejemplares, que hubo empujones e insultos… para comprar un libro.
El otro elemento fundamental para intentar entender el sistema son los premios, que, como en cualquier lugar del mundo, cumplen una doble función importantísima para los escritores: garantizan la publicación de la obra premiada y pagan un dinero con el que el autor podrá sobrevivir por un tiempo, dedicado a la escritura. Eso pasa en todo el mundo, y también en Cuba, pero en Cuba es diferente. Eso me repiten Rafael y Leopoldo una y otra vez: «A Cuba siempre hay que verlo diferente, incluso cuando haya coincidencias».
La influencia de los premios en la isla es tal que explica —según la hipótesis de Leopoldo— el auge del cuento y la novela corta y el languidecimiento de la novela. ¿Por qué? Porque abundan los premios de cuento y la mayoría de los concursos tienen un tope de ochenta cuartillas. En una paradoja verdaderamente absurda, la economía de sobrevivencia —escribir para publicar, escribir para ganar dinero— acaba decidiendo el curso de la literatura de la isla.
…y este amplio salón, y los funcionarios allá en la presidencia, y todo este público, y el Ministro de Cultura, y algunos amigos, y yo sentado acá en lo último, y la escritora con espejuelos en punta de nariz que va a leer el acta, y el director de la revista, y algunos enemigos, y el agregado cultural de México, y el viaje a la Feria del Libro, y la angustia, y Guadalajara en un llano, y la trampa, y el compañero del Partido provincial, y los chistes, y los regalos puestos sobre una mesita, y los concursos amarrados, y la compañera secretaria de la Unión de Jóvenes Comunistas, y los prejuicios, y los jurados honestos, y México en una laguna, y los jurados deshonestos, y los invitados especiales en la primera fila, y el amiguismo, y el Presidente de la Asociación de Jóvenes Artistas, y el pandillerismo literario, y el carraspeo ante el micrófono de la escritora que ya va a leer el acta, y los nervios de todos los presentes, y el silencio cuando la escritora dice Acta, y sus labios que dicen Han participado más de trescientos cuentos en este concurso, y los nervios, y la alta calidad de los trabajos presentados según la escritora, y los nervios, y la escritora ha dicho Sergio Navarro, y Sergio Navarro soy yo, madre mía, y no lo puedo creer, y quién lo puede creer, nadie lo puede creer, y aplauden, y cierro los ojos, y por fin existo, y me toco, y no es un sueño, y me levanto, y me aplauden más fuerte, y no sé qué hacer, y me dan palmadas cuando avanzo, y camino despacio, y…
Alberto Guerra, La soledad del tiempo
* * *
¿Cuál es el futuro de este sistema editorial? O mejor dicho: ¿tiene futuro? Para responder a esta pregunta me permitiré un viaje al futuro, a un futuro muy cercano, un salto del mediodía del miércoles a la tarde del jueves, para citar a Jorge Ángel Pérez y Antón Arrufat:
—Tiene que haber juicios de valor —argumenta Jorge Ángel—, no puedes proteger a todo el mundo, y eso es lo que se ha hecho durante cincuenta años. Lo que no puede ser es que un tipo que vende su tirada de dos mil o diez mil ejemplares en una semana gane lo mismo que el tipo que tiene treinta millones en los almacenes, es una cosa realmente espeluznante, absurda, loca.
—Muchas veces las editoriales son como casas de beneficiencia —completa Antón—, hay que publicar a todo el mundo. No sé si en algún momento, cuando ya las editoriales sean independientes y tengan que vivir de los libros que publican, cosa que está a punto de suceder, entonces tendrán que cuidarse mucho… y empezarán con los libros de autoayuda.
* * *
Si Garrandés se ha construido una torre de cristal, Reina María Rodríguez reina en un minarete de la nostalgia. La tarde del miércoles subimos los peldaños que nos conducen a la mítica azotea de Reina, epicentro de la vida literaria y artística habanera desde finales de los años ochenta. Reina nació en 1952 y es considerada una de las poetas contemporáneas cubanas más importantes. De manera independiente —sin vínculos institucionales—, Reina ha sido una especie de matrona que cuida y agita la escena de La Habana, ya sea por medio de Paideia, de la Azotea o de la actual Torre de Letras, taller literario que funciona en la última planta del Instituto Cubano del Libro.
Desde su azotea hay una vista preciosa del centro de La Habana, pero Reina prefiere encerrarse en el departamento, pues la luz le hace daño. Nos sentamos en la sala, congelada por un pequeño pero efectivo y ruidoso aparato de aire acondicionado. Antes que nada Reina me habla de sus amigos mexicanos con un cariño que conmueve, de Sergio Pitol, «que ahora está en La Habana, estuvo aquí la semana pasada», y de Mario Bellatin, de quien fue cómplice cercana durante el tiempo que Mario vivió en La Habana. (De hecho, Reina aparece en el último libro de Bellatin, el magnífico El libro uruguayo de los muertos.)
—Con Mario iba al cine a ver las películas rusas, el cine europeo, te estoy hablando de los ochenta, la gente hacía cola para ver a Fassbinder. Todo eso se perdió, eso ya no existe.
Todo eso se perdió, eso ya no existe, dice Reina, una y otra vez, de maneras diferentes, mientras se acaricia las manos y mira con sus ojos que parecen transparentes hacia algún lugar que sólo ella atisba.
—Es el dolor, la nostalgia, de lo que yo vi que era —dice.
Y también:
—Me da mucho dolor de lo que fue. Escribo por el dolor, por las pérdidas.
* * *
Lo que fue o lo que era también es, y principalmente, los que se fueron, el éxodo de amigos y familiares. La tarde va cayendo junto con los nombres de los que se fueron, todos se fueron, repite. Reina se resiste a la idea de emigrar y se niega con argumentos emotivos, pero también pragmáticos:
—Aquí está mi madre, mi casa. Aquí tengo lectores. Aquí es donde tengo cosas que decir. Aquí puedo escribir: el único lujo en Cuba es el tiempo. Aquí estoy más cerca de Nueva York, allá no podría escribir, porque tendría que dedicarme a otras cosas. Se habla de los escritores que se van y publican, que logran reconocimiento internacional, pero se habla poco de muchos que se fueron y no han podido escribir. Con la idea de la literatura que tenían aquí no pueden publicar allá, tienen que hacer concesiones.
«Irse se volvió pecaminoso, de ambas partes», afirma, al referirse a la doble mirada reprobatoria, la de los que se fueron sobre los que se quedaron y la de los que se quedaron sobre los que se fueron.
—Un autor que se vaya de aquí no deja de ser cubano por eso, no se puede simplemente borrarlo de la historia. El problema es cuando borras y luego restituyes y no explicas por qué habías borrado. Eso es peor, es muy humillante.
Es el fenómeno de la recuperación, o de la restauración, un privilegio del que tarde o temprano goza la mayoría de los escritores disidentes, una vez que están muertos. Parece que incluso a los más acérrimos críticos del régimen les llega su hora: en 2009, por citar un caso, la UNEAC concedió su premio de ensayo a una obra sobre Guillermo Cabrera Infante. La isla y sus parques John Lennon.
Reina sigue cantando su elegía, compuesta por versos que hablan de «la miamización de La Habana», de «la censura y la autocensura», de «la sobresaturación ideológica», del «conflicto entre lo íntimo y lo ético». Al finalizar se disculpa porque cree habernos transmitido una «visión apocalíptica».
—Tengo terror a la desmemoria, al olvido.
De hecho, ¿no resulta sospechoso incluso vivir? Como tu ausencia radical en La Habana, excepto en mi cuarto. Como tu foto sonriendo tristísima, descolgada desde mi pared, acaso por el cuello. Como esa sonrisa sin memoria con que, noche a noche, tú me recuerdas que justo ahora ya me estás olvidando. Desde otro barrio cualquiera del mundo, excepto Lawton. Desde Miami, México, Montevideo; desde Manila, Moscú, Milán; desde Marsella, Melbourne, Madrid o La Meca: amnesia de la m.
Orlando Luis Pardo Lazo, Mi nombre es William Saroyan
* * *
El jueves al mediodía nos sentamos en la terraza de un hotel del Parque Central a fumar y a tomar Coca-Cola con la rusa. Anna Lidia Vega Serova nació en 1968 en Leningrado, «una ciudad que ya no existe en un país que ya no existe». De madre rusa y padre cubano vivió hasta los nueve años en Cuba, cuando sus padres se separaron y ella se fue con su madre a vivir a la Unión Soviética, a la ciudad de Soligorsk, en la actual Bielorrusia. En 1989 regresó a Cuba con la idea de pasar una temporada para convivir con su padre, pero se quedó «atrapada»: la caída de la Unión Soviética la sorprendió mientras hacía la vida bohemia en La Habana.
—Los hijos de rusos y cubanos podíamos comprar boletos de avión en moneda nacional, pero con el final de la Unión Soviética eso cambió de repente, si quería comprar mi boleto de regreso tenía que pagar en divisas, era muy caro, yo no tenía dinero. Además no sabía muy bien lo que estaba pasando en Rusia, por la televisión veía los tanques en Moscú, daba mucho miedo.
En La Habana, la rusa conocería a su marido y se fue quedando. Inicialmente, el interés artístico de Anna Lidia se concentraba en las artes plásticas y si se convirtió en escritora fue por la intervención de su marido.
—Yo le contaba mis historias, las cosas que había vivido en Rusia y él un día comenzó a tomar notas. Eran mis aventuras cuando me uní a un grupo de hippies rusos de la Perestroika, una historia loca de juventud, con mucha hierba. Cuando terminé de contárselo, mi marido me dijo: «Esto es un cuento».
«Naturaleza muerta con hierba» acabaría ganando el Premio David de la UNEAC y se publicaría en su primer libro de cuentos: Bad painting. Desde entonces, la rusa ha publicado trece libros: ocho de cuento, dos novelas, dos de poesía y un libro infantil. Los críticos califican su literatura de «realismo sucio», debido a su gusto por los temas marginales, pero Anna Lidia también reivindica la presencia en su obra de elementos mágicos y de humor negro.
Trabaja con la iglesia católica de Alamar dando clases de dibujo y humanidades a niños con síndrome de Down —es su vínculo institucional— y dedica el resto de su tiempo a la lectura y la escritura. La rusa habla con cariño y admiración de sus colegas, de Ahmel Echevarría, «me encanta», de Emerio Medina, «es buenísimo», y se emociona al saber que nuestra siguiente escala es visitar la casa de Antón Arrufat.
—¿Vas a ver a Antón? Hace mucho que no lo veo, por favor dale un beso de mi parte.
* * *
El departamento de Antón Arrufat está ubicado en la muy literaria calle Trocadero, en el centro de La Habana, a unas cuantas cuadras de la casa donde vivió Lezama Lima y que hoy es su museo. Como era de esperarse, el hogar de Antón está atestado de libros, no sólo en los numerosos libreros que se reparten en las distintas habitaciones, sino por todas partes, sobre mesitas y sobre repisas e incluso sobre el suelo: pilas de libros.
Antón nació en 1935 y es poeta, narrador y dramaturgo. Además es el albacea literario de Virgilio Piñera y responsable, justo este 2012, de la reedición de sus obras completas debido al centenario del nacimiento del más grande escritor cubano del siglo XX —sí, más grande que Lezama o que Carpentier, al menos en mi opinión, supongo que con la escritura de cincuenta mil caracteres me he ganado el derecho a expresar mis gustos literarios.
Al encuentro también asiste el narrador Jorge Ángel Pérez, nacido en 1963, autor de una obra iconoclasta en la que destacan el estupendo libro de cuentos Lapsus Calami, que ganó el premio David en 1995, y las novelas El paseante cándido, una picaresca de temática homosexual —publicada en México bajo el título Cándido habanero— y la disparatada Fumando espero, que ficciona la estancia de Virgilio Piñera en Buenos Aires, donde termina enfrentando a la momia de Eva Perón.
Resulta imposible, pues, no hablar de Virgilio Piñera, e intento de entrada entender el fenómeno de la restauración de un autor que vivió los últimos años de su vida —prácticamente todos los años los setenta— condenado al ostracismo por sus posiciones ideológicas y su nunca escondida homosexualidad. Jorge Ángel recuerda que cuando comenzó a escribir, todavía viviendo en Encrucijada, su pueblo natal, fue acusado de ser piñeriano, y ni siquiera había leído los libros de Virgilio todavía. (Oigan cómo suena: piñeriano).
—Me acusaron de existencialista y piñeriano, en aquella época en Cuba ser existencialista y piñeriano te daban dos patadas en el culo y te mandaban en medio del mar.
—¿Y qué pasó, qué ha cambiado?
—A Piñera han tenido que tragárselo —afirma tajante Jorge Ángel, sugiriendo que el régimen no puede ignorar la relevancia de su obra.
Otro Parque John Lennon, uno enorme, casi una ciudad. De hecho, durante esa misma semana se celebraba en La Habana un simposio internacional sobre la obra de Piñera. ¿Y si rebautizaran una ciudad con el nombre de Virgilio Piñera?
—¿Pero cómo está siendo la recepción de los libros reeditados?
—Buena, se están vendiendo muy bien —responde Antón—, incluso mi librito sobre Virgilio Piñera se está vendiendo muy bien, quince ejemplares diarios en una librería, lo tengo vigilado, a cada rato voy y le pregunto al librero: «¿Cuántos?», y él me contesta: «Quince».
* * *
Al igual que Reina, Antón ha sido un testigo privilegiado del éxodo de escritores de Cuba. Le preguntó qué sucede en la actualidad con la obra de los escritores cubanos en el exilio, si son leídos en la isla, si son estigmatizados.
—Eso ha empezado a terminar, se han editado a varios escritores que viven fuera o que murieron fuera, la gente los conoce, los admira más de la cuenta, por el mismo hecho de que vivieron fuera, porque aquí detrás de cada juicio literario hay un juicio político, y el interés por un escritor también oculta un interés político. Es el caso de Lino Novás Calvo, por ejemplo, o de Enrique Labrador Ruiz, desgraciadamente no escribieron nada que valiera la pena fuera, no les fue bien. Nosotros tenemos más conocimiento de ellos que ellos de nosotros. Y nosotros tenemos más interés por ellos, que ellos por nosotros. En gran parte los que vivimos aquí somos para ellos unos cómplices, que no debíamos vivir aquí, que debíamos haberlos acompañado al exilio.
* * *
Es la noche del jueves 27 de septiembre y tenemos el último encuentro del viaje: una cena con Senel Paz y Francisco López Sacha. ¿Vas a ver a López Sacha?, ¡cuidado!, me ha dicho todo el mundo, ¡no para! Francisco es narrador, ensayista y profesor de guión en la afamada escuela de cine de San Antonio de los Baños. Ha sido presidente de la UNEAC y es uno de los estudiosos más serios de la narrativa cubana del siglo XX.
La cena es en la casa en la que yo me hospedo, López Sacha llega cansado después de un día de clases en la escuela de cine. Pero todo lo que me han dicho es verdad: no para. Como respuesta a mi primera tímida pregunta introductoria, López Sacha hace un recorrido cronológico de la literatura y la «literatura» cubana a partir de 1959. Alrededor de cuarenta minutos de erudición enciclopédica. Ahora entiendo por qué Senel me ha sugerido dejarlo al final, como si se tratara de un último episodio: López Sacha va a realizar el resumen, va a llenar los huecos y a organizar las piezas que todavía están fuera de sitio. He aquí el tuétano de sus disertaciones:
Sobre los efectos inmediatos de la Revolución en la literatura: «La Revolución modificó la relación del escritor con la literatura y con la sociedad. Antes de la Revolución no había un sistema editorial en Cuba, no existía, los escritores cubanos publicaban fuera de Cuba y las pocas veces que publicaban en Cuba era como botar el libro, porque apenas tenía circulación y venta, o promoción. Por primera vez en la historia el escritor cubano tiene un espacio editorial en su propio país».
Los sesenta: «Los sesenta es una luna de miel, por lo menos hasta 1961-1962. Hay el temor de que los espacios conquistados sean ocupados por la burocracia o por el realismo socialista, ese temor está como espada de Damocles hasta finales de los sesenta, hasta el primer caso Padilla, hasta 1968, que se desata por un poemario y una obra de teatro, Fuera del juego y Los siete contra Tebas —se refiere a la acusación contra el poeta Heberto Padilla de que su obra era contrarrevolucionaria—. Entonces se polarizan las posiciones e intervienen instituciones que no tienen nada que ver con la cultura como las fuerzas armadas, por medio de la revista Verde olivo. Surgen las preguntas sobre qué posición debe tener el artista o el escritor frente a la Revolución, o cuáles son las líneas estéticas que la Revolución debe establecer o por lo menos permitir y cuáles no. Fue una fase de tirantez muy grande».
Los setenta: «Los derechos conquistados en los sesenta comienzan a peligrar, y peligran después de 1971, con el segundo caso Padilla —el encarcelamiento de Heberto Padilla por la lectura de Provocaciones en la sede de la UNEAC—. No fue un quinquenio, fue más, para algunos fueron tres lustros en los que no publicaron o no viajaron». Se refiere al llamado quinquenio gris, una etapa durante la que muchos escritores y artistas fueron perseguidos y expulsados de sus empleos por ser homosexuales, contrarrevolucionarios o no ser lo suficientemente revolucionarios.
Los ochenta: «Senel decía una cosa que yo he citado muchas veces, fue el momento en que le dijimos a los políticos: saquen las manos de la literatura. Hasta fines de los setenta, la percepción que teníamos incluso nosotros como jóvenes escritores era la perversión de considerar el arte como parte de la ideología. Es más, se decía que el arte era idoleología, lo cual era demoníaco. Lógicamente nosotros luchamos contra eso. Creo que nuestra pelea y la de otros sectores culturales aliados que duró los primeros cinco o seis años de los ochenta, fue la que desterró para siempre ese concepto. Volvieron los fueros que el escritor había conquistado a principios de la revolución. Yo no tenía que irme a Angola a tirar tiros, yo soy escritor».
Los noventa: «Llega el periodo especial —se refiere a la gravísima crisis económica derivada de la caída de la Unión Soviética—, cuando estábamos más fuertes desaparece el papel, ya empezamos a pelear por publicar, ya no por hacer una literatura de mayor intensidad o mayor fuerza, no, por publicar. Ante la perspectiva de perder la literatura cubana o de perder a los escritores, nos abrimos al exterior. Y eso ya se sembró para siempre en la cultura cubana. Hasta los años ochenta no era tan bien visto que publicaras fuera de Cuba. México no nos dejó caer, estaba el proyecto Un libro para Cuba, de Rodrigo Moya, la Universidad Veracruzana, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) con Gonzalo Celorio y Hernán Lara. También Argentina y España. Lo más importante es que se rompieron los tabúes».
Siglo XXI: «A finales de los noventa pasó en Cuba algo que ya había pasado en otros países, el mercado atomizó la literatura cubana, no el mercado cubano, que no existe hasta ahora, sino la necesidad de colocarse en el mercado. Lo que está primando hoy es la búsqueda de un camino personal de realización: voy a desarrollar mi literatura como si la literatura cubana no existiera, lo que generalmente entra en una zona de feroz intimidad. Pasa por el descreímiento, por el desencanto, por el fin de la utopía, o por los descalabros de la utopía, todavía no me atrevo a hablar de fin. Es una literatura que ya no pretende abarcar el gran relato, la toma de conciencia frente al destino del país, sino el compromiso del escritor o con su vida o con la vida minúscula que le rodea».
* * *
El viernes 28 de septiembre alrededor de la una de la tarde estoy sentado en la sala de embarque del aeropuerto de La Habana. Falta una hora para que el avión que habrá de llevarnos a México despegue, pero antes de eso tengo todavía una cuestión pendiente: asegurarme de que José Luis tome el vuelo. Adivinen: nuestro fotógrafo está de nuevo retenido. Justo cuando empiezo de verdad a preocuparme lo veo acercarse acompañado de dos sonrientes y amables policías.
—¿Éste es tu amigo? —le preguntan.
—Sí —responde.
—¿Usted conoce a las personas que aparecen en las fotografías? —me pregunta el uniformado.
—Sí —confirmo.
Me piden mi pasaporte y le indican a José Luis que encienda la cámara y que muestre las fotografías en la pantallita. Lo hacemos en la sala de embarque, frente a los viajeros que esperan el vuelo. Voy diciendo los nombres: éste es fulano, ése es sutano. El otro policía anota los datos de mi pasaporte y los nombres de los escritores en un papelito. No está rellenando un formato oficial, ni siquiera tiene una libreta. Está usando un papelito.
—Es vicepresidente de la UNEAC —digo al mencionar a uno de los fotografiados. (Oigan cómo suena: vicepresidente de la UNEAC).
—Ah, ¿todos son de la UNEAC?
—Bueno, no sé, supongo que sí, ¿no?
—¿Y usted es escritor también?
—Sí.
—¿Qué escribe?
—Novelas, cuentos.
—Era por si escribía textos políticos —dice el policía del papelito, esperando que yo confirme el desmentido.
—No —digo—, escribo ficción.
Me devuelven mi pasaporte y hacen lo propio con José Luis. Nos sugieren que vayamos a la embajada cubana de México y solicitemos una visa de artistas. Los dos policías amables y sonrientes se despiden de manera sonriente y amable. Los siguientes minutos nos dedicamos a verlos alejarse y a escudriñar los alrededores para asegurarnos de que no vuelvan.
Me pregunto adónde habrá ido a parar ese papelito. //
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