A unos días de la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado de Augusto Pinochet, Netflix estrena la nueva película del chileno Pablo Larraín, en la que el dictador sobrevive aun chupando sangre. Aunque bienintencionada, la trama de El Conde es políticamente torpe y, sobre todo, dispersa y convencional.
Quisiera escribir sobre El conde (2023) con absoluta rabia. Dirigida por Pablo Larraín, cineasta chileno oportunista e inoportuno, la película es protagonizada por Augusto Pinochet (Jaime Vadell), quien, a espaldas de la historiografía, el activismo y sus biógrafos, resulta haber sido siempre un vampiro caprichoso y vengativo pero, más que nada, travieso. Cuando lo confrontan por los crímenes de su dictadura replica como un niño que, después de asaltar el bote de helado, se justifica porque no le habían dado suficiente de comer. “De verdad, de verdad”, dice el dictador vampiro, “lo que yo he sido es una víctima”.
Por supuesto que la intención de Pablo Larraín no es exculpar a Pinochet sino burlarse de él, pero la vida de un criminal así es delicada como para abordarla desde el humor; después de todo, Charles Chaplin caricaturizó a Hitler en The great dictator (1940) antes de que el mundo se enterara del Holocausto. Ya existían las leyes racistas de Nuremberg, es cierto, pero con su película Chaplin apoyó el esfuerzo bélico para vencer al régimen que las produjo.
Pablo Larraín llega lo suficientemente tarde como para que su ficción sea un acto ineficiente de memoria —hay filmografías mayores y más puntuales al respecto, como la de Patricio Guzmán—, e irrespetuosa al estrenarse alrededor del 11 de septiembre, que conmemora la violenta toma del poder de Pinochet. Sin embargo, al evadir la verosimilitud y las imágenes de violencia militar, el insulto es más simbólico que material, es decir, no me parece haber visto imágenes tan reprochables como las de otros cineastas bienintencionados pero torpes que, sin saberlo, pisotean a las víctimas. Sus mayores tropiezos son otros y, por eso, en vez de rabia, escribo de El conde con indiferencia.
Larraín ya había construido una filmografía intentando descifrar a personajes históricos como el poeta chileno Pablo Neruda, la viuda de John F. Kennedy, Jackie, y recientemente Diana Spencer, la princesa de Gales. En todas ellas predomina el onirismo y, en las mejores, la elipsis, es decir, Pablo Larraín no se preocupa —no se preocupaba— por informar de los datos biográficos como si estuviera produciendo una recreación inofensiva de History Channel. En Neruda (2016), por ejemplo, narra un detective interpretado por Gael García, pero su voz no describe nunca las fechas ni los triunfos de su blanco de investigación, sino el misterio de quién inventó a quién: si es él una ficción paranoica del poeta o aquel un monumento idealizado e inasible, ya más icono que hombre por su estatura literaria. Aquel Pablo Larraín sabía que para enseñar historia están los libros; confiaba en que su público identificara los elementos fundamentales de cada vida en las desordenadas tramas, pero en El conde el director le habla al mundo entero, ignorante en su mayoría del golpe del 11 de septiembre de 1973, y se preocupa tanto de ser malentendido que una voz en off describe no solo la biografía ficticia del Pinochet vampiro, que vive chupando sangre y robando corazones literales desde el siglo XVIII, sino también sus acciones reales y ampliamente documentadas.
La inclinación por la obviedad produce una película que va y viene torpemente entre el didacticismo y una farsa desdentada, por más que describa con cifras los abusos de la dictadura en Chile. Sobre todo, se asoma el oportunismo de un cineasta que representó a una mujer sexualmente liberada y desafiante en Ema (2019) desde su propio deseo masculino, y que ahora ni logra educar al público sobre Pinochet ni asestar un golpe tal a su figura que anule la nostalgia de sus seguidores. Siendo justo, ninguna película podría lograr tanto —Patricio Guzmán no pudo con su monumental La batalla de Chile (1975)—, pero el intento es tan vago, a menudo tan anecdótico y convencional, que Pablo Larraín se queda a medias y abajo de su propia filmografía; hace lo que ya se ha hecho mal tantas veces y en tantas películas, pero ni siquiera las propias. A pesar de ese deseo por escandalizar que, por ejemplo, se vierte en imágenes escatológicas en su debut Tony Manero (2008), o en conductas grotescas en El club (2015), Larraín antes intentaba zafarse de la norma.
Casi cuarenta minutos después de empezar la película empieza plenamente la trama: los hijos de Pinochet contratan a una contadora que, a sus espaldas, resulta ser una monja exorcista. Su propósito es, a ojos de ellos, lavar el dinero robado a los chilenos para poder al fin recibir una herencia y permitirle a Pinochet morir; a escondidas, ella se propone matar al dictador vampiro, que fingió su muerte dos décadas antes. Salvo por unas largas secuencias en las que Pablo Larraín recicla un gag basado en interrogatorios conducidos por la contadora monja exorcista —al excusar maliciosamente a Pinochet y su familia, ella logra que se jacten de sus crímenes—, la película podría tratarse de un vampiro cualquiera que haya vivido en la clandestinidad. Si bien estas escenas tratan la memoria como exorcismo nacional, no hay que ignorar otra breve pero bruta, en la que Pinochet y su mayordomo Fiódor (Alfredo Castro) hablan de haberles quemado el pecho a las mujeres, animados por un deleite vampírico que se acerca a la trivialización. La historia chilena se dispensa en alusiones sueltas que no forman un argumento sino solamente una historia que, insisto, podría haber protagonizado hasta el Conde Contar. El aspecto contable le iría mejor a él.
La naturaleza anecdótica y, sobre todo, anticuada de El conde se manifiesta en todo el metraje, pero quizá de manera más notable en la escena en que un personaje es mordido por Pinochet y aprende inmediatamente a volar. Estas imágenes nos responden con certidumbre una pregunta que nadie hizo en la película y que nadie puede contestar fuera de ella: ¿qué es lo bello? Pierre Bourdieu nos explicó que la belleza es lo que designemos como tal bajo la influencia de la capacidad adquisitiva, el contexto social y las convenciones de un tiempo determinado: porque no existe una ley natural de lo bello, en algunas sociedades antiguas la gordura era atractiva por representar abundancia, y ahora una mentalidad de consumo, de perfección, la percibe con asco; otra, la que vende activismo, quiere rescatarla. Pablo Larraín, en cambio, considera que son signos inequívocos de lo bello la figura que flota violentamente entre nubes o al ras de una granja y con el sol al fondo de la imagen; la música aguda, acelerada, de “Sabina”, de Andrew Norman, y la torpeza de la figura volando que configura una danza. Para mí es una compilación de signos que apuntan a una noción como de postal del Romanticismo, a un sentido de la belleza vencido desde hace mucho por la vanguardia y que nos demuestra: Larraín no hace cine en el presente o para el futuro sino desde un tiempo pretérito y mal adaptado al nuestro, porque definitivamente hay mejores clasicistas y clásicos que han confiado plenamente en su público y que lograron transmitir el asombro sin someter a nadie con saturaciones.
La mayor metáfora de El conde es entonces la propia película que, al remitir una y otra vez a lo caduco en su forma —el didacticismo a medias, la farsa sin fuerza, un sentido excesivo de lo bello— acompaña a su protagonista más de lo que lo condena; se parece a él porque es un cadáver inexplicablemente fresco, andante, que camina entre nosotros para recordarnos, más que el pasado chileno, el pasado más funesto del cine. Por eso y por la torpeza absoluta de su ritmo, distraído siempre entre sus varias intenciones, El conde no me enoja, simplemente me aburre.