Yaku Pérez: el indígena kichwa que casi es presidente de Ecuador

Yaku Pérez: El indígena kichwa que casi es presidente de Ecuador

Le pusieron un nombre colonizado, le cortaron el pelo al estilo colonizado y le enseñaron a hablar español en lugar de kichwa. Pero Yaku Pérez Guartambel se cambió el nombre y se hizo una carrera política. Recorrió las calles en bicicleta de bambú, promovió la entrega de canastas agroecológicas y sumó a su discurso la lucha feminista, las diversidades sexuales y los pueblos indígenas. Este defensor ambiental, que pide radicalmente un Ecuador libre de minería, podría seguir siendo un portavoz para los pueblos originarios de su país.

Tiempo de lectura: 23 minutos

 

Cuando esto comenzó, el hombre del micrófono le dio así la bienvenida: 

—Recibimos con un fuerte aplauso a nuestro gran líder: ¡que viva Yaku Pérez! 

El coliseo ya estaba repleto: banderas azules, pancartas con su nombre y las dos mil personas que, en el ardor de la mañana, habían hecho fila para entrar. Todos se fundieron en una sola bulla de gritos, aplausos y silbidos: 

—¡Que vivaaa! 

Yaku Pérez Guartambel, líder indígena, activista por el agua y contra la minería.

Yaku Pérez Guartambel, casi presidente de Ecuador.

Casi primer presidente indígena de Ecuador.

Ahora, de pie sobre el escenario, está a punto de terminar su discurso. Lleva una camisa blanca de mangas cortas, pantalón azul, sandalias de cuero negras, sin medias. Alrededor del cuello, ese pañuelo con los colores del arcoíris —símbolo del movimiento indígena— que casi nunca se quita. Por momentos es eufórico como fiera en plena cacería: grita, gesticula, mueve las manos; pero a veces es calmo como riachuelo. Entre el público, la mayoría son indígenas —con sus ponchos, sombreros y polleras—, pero también hay montuvios —campesinos llegados de la Costa—, negros con sus marimbas y tambores, y mestizos. Lo escuchan con atención. Él les habla de su nuevo movimiento que hoy, 14 de agosto de 2021, se presenta en el coliseo del Sindicato de Choferes de Cuenca, su ciudad natal, seis meses después de haber perdido las elecciones presidenciales el 7 de febrero. Les dice que será un movimiento ecologista y feminista. Entonces, de repente, se detiene y pide a todos que se levanten. Y todos se levantan.

—Ahora, démonos las manitos. Tenemos levantadas las manitos, sostenidas con fuerza. Quiero pedirles un compromiso de vida. Miremos un ratito a la Pachamamita; allá las estrellas —dice y señala con el índice hacia el cielo. 

La palabra kichwa Pachamama significa “Madre Tierra” o “universo”; Yaku siempre dice “Pachamamita”. Lo cierto es que todos en el coliseo obedecen y levantan la mirada como el que busca en el cielo a algún dios. Se hace el silencio. 

—Pidamos que la sabiduría de la Pachamamita nos guíe. Inspirados en la ternura de nuestros niños, en la rebeldía de los jóvenes, en la irreverencia de las mujeres, en la resistencia histórica de los pueblos, hagamos un compromiso. Si desean, cerremos los ojitos y abramos el corazón. 

Yaku pospone el momento del clímax. Muchos cierran los ojos frente a la vela encendida en el centro de la chacana, la cruz andina dibujada sobre el suelo con frutas y pétalos de flores, pendientes de conocer cuál será el compromiso que harán, qué les dirá ahora el hombre que tienen enfrente. Y Yaku, al fin, prosigue:

—Digamos ante la Pachamamita, ante los abuelitos y las abuelitas, ¿nos comprometemos a defender el agua?

—¡Sííí! —se escucha en un grito vigoroso que retumba en los graderíos.

Emocionado, Yaku vuelve a preguntar:

—¿Nos comprometemos a defender la vida?

—¡Sííí! —los gritos se tornan cada vez más fuertes.

—¿Nos comprometemos a dejar un mundo mejor para nuestros hijos?

—¡Sííí! —los asistentes comienzan a aplaudir.

—¿Nos comprometemos a dejar mejores hijos para este mundo?

—¡Sííí! —ahora al bullicio lo acompañan tambores.

Yaku continúa a los gritos para hacerse escuchar:

Kuyayay mujeres, kuyayay jóvenes, kuyayay mayorcitos, kuyayay Ecuador. 

En kichwa, kuyayay significa “¡que viva!”. 

Cobijado por Pachakutik, el brazo político del movimiento indígena, Yaku Pérez Guartabel, abogado de 52 años, renunció a un cargo que le producía satisfacción, aunque apenas lo ejerció por un año y cuatro meses: el de prefecto de la provincia del Azuay, en el sur del país, a 470 kilómetros de Quito y muy cerca de la frontera con Perú. Lo hizo para presentarse como candidato en las elecciones presidenciales. Y sorprendió al quedar en tercer lugar, apenas a 34 000 votos de alcanzar la segunda vuelta; treinta y cuatro mil en un padrón de trece millones. Además, las encuestadoras decían que, si pasaba a la segunda vuelta, hubiese vencido cómodamente a cualquiera de los dos candidatos finalistas: Andrés Arauz, el rostro del correísmo para volver al poder, o Guillermo Lasso, el exbanquero identificado con la centroderecha, quien terminó por ganar las elecciones. Pero Yaku Pérez Guartambel no pasó a la segunda vuelta y es, desde entonces, el casi presidente de Ecuador.

En su libro La resistencia (2018) los capítulos llevan títulos como “Toda mina contamina”, “La minería, mal negocio para los pueblos”, “Agua en la minería”, “Minería y espejismo económico” o “La ilusión del empleo minero”. Amigos y adversarios lo reconocen como un luchador por el agua, pero también ha sido calificado de extremista por pedir radicalmente un Ecuador libre de minería, una industria que representa el 1.6% del PIB, bañada con la promesa de expandirse en los próximos años. Su defensa de la naturaleza lo llevó a decir, hace poco, que prefería que no pusieran radares para detectar las avionetas del narcotráfico en el cerro Montecristi —que está en una de las zonas más afectadas por la droga—, con tal de no dañarlo. Sin embargo, su imagen de hombre de bases, de alguien que surgió de la pobreza, ha provocado que gran parte de la izquierda ecuatoriana lo vea como una opción.

En mayo, tres meses después de esa primera vuelta, Yaku hizo una advertencia: si Pachakutik pactaba con el movimiento correísta —la Unión por la Esperanza que aglutinó a todos los seguidores del expresidente Rafael Correa— o con Lasso, él se iría. Con la nueva Asamblea fragmentada, sin una mayoría y con muchas minorías dispersas, Pachakutik se vio obligado a negociar con Lasso y obtuvo así la Presidencia de la Asamblea. Yaku, tras veinticinco años de militancia, cumplió su palabra y se fue del partido. Por eso, hoy presenta su nuevo movimiento ante estas dos mil personas, que antes de su discurso participaron de una ceremonia ancestral para agradecer al Taita Inti (el sol) y a la Pachamama; zapatearon y bailaron en círculos y, al terminar, hicieron fila para recibir su almuerzo: mote, arroz revuelto con verduras y algo de pollo, papas con salsa de maní, ensalada de lechuga y tomate, todo servido sobre una hoja de col, “para no usar platos de plástico, porque somos un movimiento ecologista”, me dijo una de las mujeres que servía la comida, aunque las cucharas y los vasos para la limonada y el jugo de tamarindo fueran de plástico.

—En el 2025 el pueblo llegará al poder —dice Yaku en el coliseo—. Este nuevo movimiento es inspirado en el agua; porque puede haber un cuarto lleno de oro, pero sin agua no vivimos. 

El nuevo movimiento político se llama Somos Agua. Su color es el azul y su logo es una gota de agua. Yaku, en kichwa, significa “agua”. 

Después, el hombre del micrófono le pone el final a todo con esta frase: 

—Así inicia el nuevo sueño: Yaku 2025.

Poco más tarde, el coliseo queda vacío. 

Yaku Pérez

Fotografía de Alejo Reinoso.

***

Ahora es una pequeña casa abandonada: las paredes del color terroso del adobe, el techo de teja, las viejas puertas y ventanas de madera completamente cerradas. Detrás, la montaña, el bosque y el cielo ennegrecido. Esa casa solitaria es hoy una postal, un espectro precioso de los Andes ecuatorianos, pero en ese sitio de la parroquia cuencana de Tarqui, a doce kilómetros de la ciudad de Cuenca, fue donde creció Yaku Pérez Guartambel, un niño al que le gustaban los caballos, jugar fútbol y a las canicas, hacer bailar trompos, montar bicicleta y cazar tórtolas. Sólo que entonces no se llamaba Yaku, sino Carlos. Sus padres, que eran kichwa kañari, fueron trabajadores de las haciendas de Tarqui y para ellos era normal recibir latigazos de “los patrones” —los latigazos son literales y esto sucedía hace apenas cincuenta años—. Por eso le pusieron un nombre “colonizado”, le cortaron el pelo “al estilo colonizado” y le enseñaron a hablar en español en lugar de kichwa, para someterlo al “blanqueado”, como le llamaban. Cuando alguna vez él les preguntó por qué, le respondieron que debía ser así para que no tuviera que vivir, como ellos, “tras del rabo de las vacas”.

Cuando tenía cinco años, hasta esa casa donde creció no llegaba el agua y la fuente más cercana estaba a diez minutos caminando por la montaña. A diario, el niño llevaba un cántaro de barro y una soga; cuando terminaba de llenarlo, se lo colocaba en la espalda y lo amarraba. Por el peso, el viaje de regreso tomaba veinte minutos, el doble. En ese momento no lo sabía, pero esa época iba a marcar su vida para siempre. Yaku me cuenta la historia de pie, junto a la orilla del río Tarqui, que tiene apenas dos metros de ancho y desde donde hay una espléndida vista panorámica del pueblo. Mientras habla, señala emocionado el camino hacia el cerro; tiene algo de guía turístico y algo de maestro escolar. 

—Al llegar la sequía empieza a faltar hierba para el ganado, no hay cómo sembrar. Entonces, hay que poner las manos al cielo. Los abuelitos contaban que, cuando venía la sequía, el pueblo quedaba abandonado: todos se iban al cerro y se llevaban todo. Y ahí, para que lloviera, rezaban, cantaban, danzaban. Ellos interpretaban a través de la expresión de los animalitos, de las avecitas. Veían un chanchito que empezaba a bailar con el rabito hacia arriba, decían “ya va a llover”; mi papá veía los ligles, una avecita andina bien flaquita, y decía “ya va a llover”; miraban el arcoíris y decían “ya va a llover”. Ellos sabían interpretar el cosmos, esa relación espiritual que une el corazón del runa, del ser humano, con la Tierra. Cada ser humano es un hilo de esta urdimbre que forma el gran tejido del universo. Y todo lo que está alrededor de nosotros es sagrado. Los cerros, que son los apus, las lagunas que están arriba, son sagrados. 

Cuando el niño tenía seis años, el agua al fin llegó hasta su casa. Pero, para lograrlo, los comuneros tuvieron que hacer una minga —un trabajo conjunto entre vecinos— que duró un año entero: excavaron a lo largo de diez kilómetros, desde el río Irquis; primero con machete, para sacar la hierba; luego con barreta, para romper la roca; luego, con pico y pala, para remover la tierra y entonces colocar la tubería. Yaku iba siempre colgado de la pollera de su madre.

—No me gustaba bañarme a esa edad —dice y sonríe tímidamente—, pero el día en que llegó el agua a la casa me bañé tres veces para festejar. 

Existen algo más de un millón de indígenas en Ecuador, un país cuya población es de diecisiete millones. De ellos, el 85.9% lo representa la nacionalidad kichwa, asentada en la Sierra y la Amazonía. Le siguen la shuar, con el 9.4%, y con porcentajes menores al 1.5% las nacionalidades chachi, achuar, andoa, awá, tsáchila, waorani, cofán, shiwiar, secoya, siona, zápara y épera. Yaku es un kichwa kañari —cuyo pueblo está ubicado en el sur del país— y las escenas que narra grafican muchas cifras. Por ejemplo: que apenas la mitad de la gente tiene agua a través de una red pública o que sólo 30% tiene alcantarillado; que la mayoría está en las zonas rurales y siete de cada diez personas se dedican a la agricultura; que apenas 17% ha terminado el bachillerato y que 11% no ha cursado ni la educación básica.

El sábado 14 de agosto del 2021, en el Sindicato de Choferes en la ciudad de Cuenca, se presentó el nuevo movimiento político Somos Agua, con Yaku Pérez a la cabeza.

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El taller de Marcelo Quezada queda en el centro poblado de Tarqui, muy cerca de la iglesia. Es latonero y el galpón está lleno de autos abollados que él repara. En el fondo, un afiche con el rostro de Yaku y la leyenda “Sólo el pueblo salva al pueblo”.

—Sí, somos amigos; lo conozco desde que éramos muchachos. Éramos compañeros de la escuela Alfonso Moreno Mora. Jugábamos fútbol aquí. 

—¿De qué jugaba Yaku?

—De volante. 

—¿Y jugaba bien?

—Más o menos. Ja. 

—¿A qué edad jugaban?

—A los catorce, yo era marcador izquierdo. 

—¿Hacían equipo los dos?

—No, él venía con su equipo y nosotros teníamos otro. 

—¿Y qué equipo era mejor?

—El de acá. Siempre el de acá. Ja. 

—¿Por qué votó por él?

—Porque estamos cansados de los mismos. 

—¿Volvería a votar por él?

—Sí, yo sí. 

—¿Cree que alguna vez será presidente?

—Yo tengo fe. 

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Izquierda: Marcelo Ushiña, representante de la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas (Fenoc). Derecha: Jacqueline Villamar llegó desde Vinces para asistir a la presentación del movimiento Somos Agua.

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Izquierda: Julia Morán vino desde la ciudad de Guayaquil. Derecha: Tirso Loor llegó desde Palenque.

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Es domingo y los domingos Yaku viene a Tarqui para visitar a su madre. La casa donde ahora vive ella es, al menos, unas seis veces más grande que aquélla donde él creció. Da directamente a la calle principal y en el frente se ve un desfile constante de pavos, gallinas y perros. En el patio posterior, que llega directo al río Tarqui, están las vacas, rodeadas de las mangueras negras que traen el agua desde el río para el riego. Yaku, delgado, de tez morena, cejas muy marcadas, pelo largo y 1.65 de estatura, conversa ahora con su primo, Julio Pérez, seis años mayor que él. Recuerdan la época en la que Julio le enseñó a tocar el saxofón. Entonces, Yaku tenía quince y, junto al grupo musical familiar, solían recorrer las iglesias para tocar en misas. 

—Ahí todavía no era ateo —dice Yaku Pérez Guartambel y levanta las cejas—. Me hice ateo a los diecisiete, con la filosofía y el marxismo. 

—¿Qué le decepcionó de la religión católica?

—La riqueza de la Iglesia. Tantos pobres yendo donde los ricos de la Iglesia cubierta de oro. 

—Ahora se define como panteísta…, ¿qué es eso?

—Dios está en esa flor —responde y señala cada cosa que va nombrando—, en ese bosque, en los cerros, en el Inti. La piedra no es muda, sólo guarda silencio; ahí está el samay, el espíritu. 

Al principio, Yaku quería ser albañil porque veía que los albañiles ganaban más dinero de lo que su familia ganaba en la agricultura. Sus padres querían que fuera sacerdote o profesor. Pero cuando se graduó del colegio, quiso convertirse en abogado. Y se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cuenca —que es pública— gracias a una beca que le daba un estipendio mensual, que hoy sería algo así como de treinta dólares, y la comida todos los días. 

—Mi mamá me consiguió un cuartito entre los tugurios de la Avenida Diez de Agosto, de Cuenca; pero era un cuartito en el que sólo entraba la cama y el baño era en el piso de abajo. Cuando podía, apenas terminaba clases, a las ocho de la noche, me escapaba y me iba a dormir a Tarqui. Tomaba un bus y de ahí tenía que caminar media hora en una oscuridad absoluta y, recién a las nueve de la noche, llegaba a mi casa a bañarme. 

Durante su tercer año en la Facultad de Derecho, a los veintiuno, sobrevino una especie de reinicio en su vida, cuando la primera batalla antiminera le chocó de frente:

—Ya me identificaba con las comunidades y me fui a Jima —un poblado del cantón Sígsig—, que está lejísimos de aquí, como a hora y media. La comunidad estaba siendo invadida por una minera y querían que les ayudara. Nos reunimos y, en la rebeldía de los jóvenes, dijimos: “llucshi caimanta” (“¡Fuera de aquí!”). Y en tres días se largó la empresa. 

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La casa de Lauro Sigcha es amarilla y de dos plantas; tiene una cocina de leña y un horno para hacer pan. Lauro es delgado, con el cabello largo y entrecano; distribuye por Cuenca un yogur que produce con la leche de sus vacas y, recientemente, enseña agroecología. Conoció a Yaku hace treinta años, cuando ambos trabajaban en el desaparecido Ministerio de Bienestar Social, durante el gobierno de Rodrigo Borja, en 1991. Desde entonces, ha sido su amigo, compañero antiminero y seguidor.

Sentado en el salón de la planta baja de su casa, en otro sector de Tarqui, cercano al centro poblado, habla sobre la época en la que, cuando aún cursaba sus dos últimos años de Derecho, ese ministerio contrató a Yaku como técnico jurídico, con estas dos misiones: ayudar a las organizaciones indígenas para su constitución legal y asesorar un programa para los niños de esas comunidades. Y me cuenta cómo fue el instante preciso en que la política se zambulló en el cuerpo de Yaku Pérez Guartambel y se quedó adentro para siempre:

—Como ese programa trabajaba con comunidades, nos comenzamos a vincular. Yaku asistía a las organizaciones de toda la provincia. Se atendía a los niños, se les cuidaba en las guarderías, se les reunía, se hacían actividades recreativas y educativas, se les alimentaba. Los niños debían ser el centro de la organización.

En 1992 el nuevo gobierno de Sixto Durán-Ballén debilitó ese programa social. Yaku fue despedido, pero hizo de esos limones limonada y formó la FOA con el apoyo de al menos treinta organizaciones de la provincia. FOA son las siglas de la Federación de Organizaciones Indígenas y Campesinas del Azuay, su principal plataforma política hasta hoy. 

—Yo me sumé a la FOA en el 96 —me dice Lauro Sigcha, sonriente—; y ese mismo año nos llegó la tentación de la política. 

—¿Cómo llegó esa tentación?

—Con Pachakutik. Fuimos fundadores de Pachakutik en Azuay. Yo fui candidato a consejero provincial, casi entré. Yaku fue candidato a concejal y ganó, fue el más votado. Como es una persona carismática, comedida, rápidamente se ganó la confianza. Combinó el trabajo profesional con la labor comunitaria. 

Yaku Pérez candidato a la presidencia de Ecuador

Fotografía de Alejo Reinoso.

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En esos primeros años de la política hay un personaje esencial: Verónica Cevallos, con quien Yaku se casó cuando él tenía 39 años y ella, 36. Ella era corresponsal del diario Hoy —que en ese entonces funcionaba en Quito— y juntos fundaron el periódico Sendero, que fue el principal órgano de difusión de la FOA.

—Verónica era el pilar fundamental para él —me dice Fernanda Orellana, la asistente de Yaku en su estudio jurídico—. Era la ternura, la sencillez, la fortaleza. Estuvo en todo evento, organizaba las ruedas de prensa, siempre le presentaba.

Tuvieron dos hijas: Ñusta, que en kichwa significa “princesa”, y Asiry, que significa “sonrisa”. Pero el 16 de octubre de 2012, luego de padecer durante cinco años un cáncer en la médula espinal y pasar sus últimos ocho meses hospitalizada, Verónica murió, tras catorce años de matrimonio.

—Yaku se preguntaba: “¿Cómo salgo de esto?, ¿qué hago con mis hijas?” —me dice Fernanda—. Tardó mucho en acostumbrarse a que Vero ya no está y hasta ahora, cuando hablamos del tema, llora. Dice que la lleva en el shungo [corazón]; creo que aún la extraña. 

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Si aquí viniera una de esas secuencias de cine en las que el montaje es un cúmulo de escenas sobrepuestas para mostrar el paso del tiempo, sería algo así: una imagen de Yaku en 2013, cuando todavía se llamaba Carlos. El cabello corto y los brazos en alto en señal de victoria, luego de que lo designaran presidente de la Ecuarunari, la organización indígena que representa a toda la Sierra y una de las tres filiales de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Luego, Yaku al frente de esa larga bandera con los colores del arcoíris, con la que miles de indígenas recorrieron las calles del país en 2012, 2014 y 2015 y con la que entraron al Centro Histórico de Quito para oponerse al gobierno de Rafael Correa. 

Seguiría con una imagen de Yaku custodiado por policías en una de las seis detenciones que ha enfrentado en su vida —cuatro durante el correísmo—, siempre por defender el agua y oponerse a la minería. Vendría, entonces, otra imagen del momento en que Yaku se entregó, en la cárcel de Cuenca, para cumplir una condena de un mes por terrorismo —figura bajo la que encarcelaron a muchos opositores de Correa—, aunque luego su pena se redujo a ocho días, porque los jueces consideraron que la lucha por el agua era altruista y él, en consecuencia, era un “terrorista altruista”. 

La secuencia cerraría con Carlos Ranulfo Pérez Guartambel llegando al Registro Civil, el 9 de agosto del 2017, Día Internacional de los Pueblos Indígenas, para cambiarse el nombre a Yaku Sacha —que, en conjunto, significa “agua del monte”—, rompiendo así el designio de sus padres y nombrándose como el hilo conductor de su vida. 

—¿Por qué se opuso a Correa? —le pregunto, en una de nuestras conversaciones. 

—Coincidía con él en muy pocas cosas y, sobre todo, en la teoría; pero en la práctica era diametralmente diferente. Él permitió fomentar el extractivismo. Llegamos a la conclusión de que el correísmo tenía un poder de comunicación que hacía parecer la mentira como verdad. Llegó al extremo de vaciar los contenidos de la ecología, intentó fracturar el movimiento indígena, decía que era de izquierda y metía presos a los obreros, a los indígenas. Decía que era ecologista, pero metió las cuchillas en el Parque Nacional Yasuní. Hizo lo que ningún gobierno: criminalizó a 850 defensores de la naturaleza, del agua, de los derechos humanos. Fue una criminalización tan fuerte. ¿Quién no entró en la cárcel en esos tiempos?

yaku perez

Fotografía de Alejo Reinoso.

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El clima en Tarqui es tan inestable esta mañana que, en cuestión de minutos, pasa de un sol recio a una llovizna atizada por fuertes vientos y nubes grises. Ahora empieza a llover y, mientras su esposa le da el pecho a su pequeña hija, sentada en un sillón del salón de su casa, Lauro Sigcha me cuenta que un día, mientras Yaku Pérez Guartambel disfrutaba de su trabajo como prefecto de Azuay —para el que fue electo en 2019—, llegó Bruno Segovia, uno de los amigos a los que más escucha, y le dijo que era tiempo de ser presidente. 

—El Bruno Segovia es el que visualiza y Yaku le cree mucho. Es un estratega del pueblo, alguien que piensa bien y acierta. Fue él quien le puso la tentación. Yo, en mi interior, quería que terminara su periodo en la prefectura, pero estuvo el peso de los compañeros que le dijeron: “Ésta es la oportunidad”. 

Entre los cuencanos —taxistas, dueños de tiendas y cafeterías, empleados de hoteles, comerciantes, usuarios del transporte— reinan dos ideas encontradas: que Yaku es un tipo querido, un defensor del agua, pero que su aspiración a la presidencia fue un exceso de ambición. Mucha gente se sintió traicionada cuando renunció a la prefectura para ser candidato presidencial. De su gestión, recuerdan principalmente la repavimentación de varias vías, la promoción del uso de bicicletas de bambú y la entrega de canastas agroecológicas. “Llegar a la prefectura ya fue una hazaña para nosotros”, me dice Lauro Sigcha, en su casa.

—Entonces, ¿por qué la abandonaron?

—Porque estamos cansados de veinte años de lucha en las calles, contra todos los gobiernos. La única opción es ser gobierno para lograr un país libre de minería. 

Yaku empezó su campaña presidencial el 31 de diciembre de 2020, en Girón —un cantón azuayo, al sur de Cuenca—, en un lugar turístico bañado por la cascada El Chorro. Luego de plantar algunos árboles, se paró al filo de la cascada y realizó un ritual que repite mucho: extendió los brazos hacia los lados, miró hacia el cielo y luego tomó el agua con sus manos para mojarse el rostro y la cabeza. 

Pronto las encuestas lo colocaron en el tercer lugar, pero muy lejos de los dos primeros; aparentemente, sin posibilidades de llegar a la segunda vuelta. Al parecer, nadie podría alcanzar a Guillermo Lasso, el exbanquero de derecha, vinculado principalmente con el sector empresarial, conservador y ultracatólico, ni a Andrés Arauz, un desconocido progresista cuyo puntal era el expresidente Correa. 

Yaku fue el único de los dieciséis candidatos que no asistió con terno al debate del 16 de enero. Y es que no tiene ternos y las únicas veces que se enfundó en uno fue cuando tuvo exámenes en la universidad y para su graduación, porque lo obligaron. Al debate presidencial —que fue televisado— llegó con una camisa blanca, pañuelo arcoíris, un collar con una pequeña chacana de madera y su cabello largo recogido en una cola de caballo. Su plan de gobierno se parecía a su libro La resistencia: hablaba mucho de la Pachamama, del ser humano y de los riesgos de la minería. En un país cuya economía depende completamente del petróleo —representa casi 30% de los ingresos y es el principal producto de exportación—, donde la minería es una industria aún naciente pero con expectativa de generar muchos recursos, Yaku centró su campaña en abandonar el extractivismo por los riesgos que supone para la naturaleza: contaminación de los ríos y el aire, deforestación, aniquilación de fauna. Recorrió calles en bicicleta, tocó el saxofón y sumó a su discurso la lucha de las mujeres, de las diversidades sexuales, de los pueblos indígenas. 

—Yaku fue un outsider, aunque ya era conocido —dice Santiago Nieto, director de la encuestadora Informe Confidencial y profesor de la Universidad George Washington—. ¿Qué temas llevaba adelante? Temas del nuevo elector: el cuidado de la naturaleza, minorías. Si vemos los resultados, termina siendo el candidato de una clase media progre. La forma de expresarse le dio la frescura de no parecerse a los políticos tradicionales. Estuvo a un cachito de la segunda vuelta. 

Lo veo a través de la pantalla de Zoom, con su barba y cabellera canas, y en el fondo un librero de madera brillante. “Era una candidatura con potencia”, me dice.

—Lo grave que le pasó fue que el discurso de su entorno se radicalizó y eso ya fue excluyente. Yaku manejaba un discurso menos indigenista, por decirlo de alguna manera; pero el resto del sector indígena tuvo mucha más confrontación. Todo discurso extremista llega sólo a un nicho: para llegar a la mayoría, hay que ser flexible. 

La noche de la votación, el 7 de febrero, la presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE) ofreció una rueda de prensa en la que dijo que, con el resultado del conteo rápido, los finalistas eran el candidato del correísmo y Yaku. Pero diez minutos después, el vicepresidente declaró que se habían apresurado y que, con los nuevos datos, el finalista sería Lasso y no Yaku. Dijo que los dos candidatos estaban muy cerca y que habría que esperar hasta el final para saber quién pasaba. Yaku habló de fraude, pidió conteo voto a voto, entregó actas en las que señalaba inconsistencias. El cne los llevó, a Lasso y a él, a un careo en vivo el 12 de febrero. Ambos sentados frente a frente en unas mesas con manteles blancos y azules. Se vio a Yaku descontrolado, molesto, levantando la voz, reclamándole a Lasso por ser banquero y por su dinero: “Yo tengo más de un millón de hermanos indígenas, que son desplazados del campo a la ciudad, que han sido despojados, históricamente, desde hace 528 años. Que les quitaron todo y que hoy están a punto de quitarnos hasta este sueño, esta esperanza. Y eso nos indigna. Y sí veo diferencias; no creo que son iguales las familias enteras que viven con un dólar diario y usted que, al igual que muchos gerentes de la banca, gana cien mil dólares mensuales. ¿No le parece eso supremamente injusto?”. 

Rafael Lugo Naranjo es abogado y escritor. Tanto en sus conversaciones con amigos como en sus apariciones públicas, es sagaz al usar la ironía en sus críticas y define al Yaku del tiempo de elecciones como un populista “riesgoso”. 

—El populista se atribuye ser la voz del pueblo sin decir realmente cómo va a salvar a ese pueblo. Yaku es así. Su plan de gobierno fue un sueño bioerótico-financiero-laboral que flota en mares de ayahuasca. Ojo, que la ayahuasca es maravillosa, pero necesitamos entender los procesos antes de sumergirnos en la fantasía de una cada vez más trillada versión del populismo cósmico y supuestamente moderno. Él tiene el elemento del agua para salvar al pueblo. Pero ampararse en la legitimidad del pueblo es lo mismo que decir que la Virgencita te habló en sueños para darte una misión o depender del hígado del tirano de turno. La legitimidad que Yaku Pérez invocaba era dudosa y extremadamente subjetiva. 

Lourdes Cuesta es cuencana, fue asambleísta por el movimiento de Lasso y candidata en esas elecciones por el Partido Social Cristiano. Políticamente, está a varios kilómetros de Yaku.

—Yo lo conozco personalmente —me dice por teléfono—. Y respeto mucho sus luchas. Siempre fue un activista por el agua, un tema que es muy importante para Cuenca. Con respecto a la minería, no se puede ser tan radical, no todo es blanco o negro. Hay zonas que deben ser protegidas, pero hay otros sitios donde una minería responsable da mucho; no sólo fuentes de trabajo, sino recursos a un país que los necesita urgentemente. No se puede ser tan radical y ahí está la diferencia entre un activista y un político ejecutor. Creo que Yaku ha hecho un gran papel como activista, pero no sé si pueda convertirse en un buen ejecutor. 

Trece días después de las votaciones, el CNE publicó los resultados oficiales. Yaku quedaba fuera por 34 000 votos.

Yaku es doctor en Jurisprudencia y tiene su oficina en el centro de Cuenca, a donde llega todos los días en bicicleta.

***

No parece un casi presidente. Cuando el taxi se estaciona, él se baja y estira la mano derecha para recibir el cambio en monedas; luego las cuenta y se las guarda en el bolsillo del pantalón. Lleva el pañuelo arcoíris, el collar con la chacana de madera, y está frente a la casa que su pareja, Manuela Picq, renta en el límite entre La Tola y El Dorado, dos de los barrios históricos de Quito. Cuando timbra el intercomunicador, lo primero que le dice la voz de Manuela es: “Sube las compras”. Él toma las bolsas plásticas del suelo y comienza a subir los dos pisos de escaleras. El departamento tiene mucha decoración indígena, una mesa con libros, varios cuadros, unas ventanas inmensas por donde el sol entra furioso. Manuela prepara un té hirviendo. Están apurados porque deben participar juntos en una reunión por Zoom. 

***

—Somos muy enamorados con Yaku, pero nos peleamos bastantísimo —me dice Manuela Picq, en su departamento, una semana después de ese primer encuentro. 

Es ocho años menor que él, académica, periodista, investigadora y activista franco-brasileña. Su relación comenzó en 2013, pero ha estado llena de idas y venidas. De hecho, me dice que ahora mismo no sabe si están juntos o no. 

—Justo ahora estamos peleados. Nos fuimos al volcán Cotopaxi y nos peleamos y no hemos hablado desde ahí. Estoy tomando vacaciones, ja. Con nosotros no se puede saber. Todos piensan que estamos juntos y yo no sé. Él tampoco sabe. 

Blanca, con el cabello castaño casi rubio y sus ojos azules, de frente al sol en la terraza, se ríe. Según la cosmovisión indígena, están casados: hicieron una ceremonia íntima con amigos de la comunidad, en Kimsakocha. Pero el día en que él le contó que pensaba ser candidato presidencial, estaban separados. Ella vivía entre Francia y Albania y le contestó que no estaba de acuerdo, que debía terminar el mandato para el que había sido elegido. Aunque finalmente decidió viajar a Ecuador para apoyarlo. 

—Pensé que, por más que no creía en el proyecto, sí creo en él.

Todos querían que ella apareciera ante las cámaras y en los recorridos. Fue, al principio, un problema, porque Manuela no quería que la gente pensara que estaban juntos. Resistió lo que pudo, pero ese reencuentro, los días en auto, de dormir juntos, hicieron efecto. 

—Creo que él tenía la esperanza de que nos íbamos a juntar y yo tenía la esperanza de que no. Pero sucedió. En enero de este año nos volvimos a juntar. 

Se conocieron en 2012, cuando ella era corresponsal de Al Jazeera en Ecuador y escribía sobre culturas indígenas. Lo entrevistó en un hospital de Quito, donde su esposa peleaba contra el cáncer. Un mes después, ella murió. Manuela publicó el artículo en el que le mencionaba y pasaron seis meses hasta que se volvieron a ver. 

—Fui a Cuenca y nos dábamos muy bien con Yaku. Sentía que había conexión. Salimos, pero no era nada oficial; yo era una amiga, nada más. Nos cruzamos y nos descruzamos. Luego, me fui a vivir en Estados Unidos un año. En ese lapso a él lo operaron por una hernia; vine a cuidarle y las hijas se encerraron a llorar porque se dieron cuenta de que teníamos algo. Luego, él me fue a visitar una vez. Y en la Navidad del 2014 ya vine para estar con él; en lugar de regresar a Estados Unidos, nos casamos.

Hubo un intento de vivir juntos en Cuenca, pero las hijas de Yaku no la aceptaron, Manuela sentía que la familia extendida de Yaku tampoco y el intento fracasó. 

—Yo soy franco-brasilera, andaba desnuda en la casa y las hijas lo tomaron a mal. Después, la familia de la exmujer y la mamá de Yaku insistían con el matrimonio con el taita cura. No me di muy bien con Cuenca.

Así que siguieron su relación a la distancia: ella en Quito y él en Cuenca; citándose en distintas ciudades, en las reuniones de la Ecuarunari, durante las protestas por el agua y contra la minería y en las marchas hacia el Palacio de Carondelet, la casa de gobierno. Hasta agosto de 2015, cuando en una de las protestas contra el régimen de Correa, en Quito, la policía la arrastró por la calle y la detuvo para meterla en un proceso que terminó en su expulsión del país. De esa época hay una serie de fotos que publicó el diario La Hora. En la primera se la ve detrás de los barrotes y del vidrio de un edificio que el gobierno llamaba Hotel Carrión, aunque en realidad era una cárcel para migrantes en proceso de deportación. En la segunda se ve a Yaku llorando, vestido con un poncho, y en la tercera se lo ve sosteniendo un papel escrito en letras rojas: “Te amo, Manuela”. 

Cuando se escribe sobre Yaku, los artículos de prensa suelen referirse a ella como pareja, esposa o compañera sentimental. Pero ese rol de compañera le inquieta: 

—Cuando estábamos en campaña le dije: “Yo no voy a ser primera dama. Tengo una carrera profesional y no la voy a dejar para ser tu sombra. Y ¿qué me voy a hacer en el puto Palacio de Carondelet? Esta cosa patriarcal de la primera dama hay que romperla y, si tú eres electo, me voy a dar clases en septiembre en Estados Unidos, como está previsto”. Le dije: “Ya te voy a dar seis meses de mi vida para la campaña, pero no te voy a dar cuatro años”. Por suerte no ganó.

—¿Cree que fue bueno para él que no ganara? 

—Sí, porque no estaba listo. No tenía un equipo, no sabía a quién iba a poner en los ministerios. Cuando vimos que podía ganar, recién nos preguntamos a quién ponemos. Empezamos a hacer una lista y no teníamos equipo. Él estaba solo cuando llegué. Tenía un sueño; es legítimo, bello, pero no estaba listo.

—¿Lo ve alguna vez como presidente?

—Sí, aunque creo que para él sería mejor que no lo logre nunca. Que sea candidato muchas veces, que sea un líder social. La vida política destruye la vida personal; pero llegará, el Yaku es a prueba de balas. 

Yaku Pérez movimiento indígena Ecuador

Fotografía de Alejo Reinoso.

***

No sería la única vez que escucharía que lo mejor fue que Yaku no ganara o que no tenía un equipo para gobernar. Lauro Sigcha, en su casa amarilla de Tarqui, dijo:

—Quizá lo mejor fue que Yaku no ganara. Tal vez el equipo de gobierno que armábamos no era el mejor. Para ser presidente se necesita un conjunto de cosas. Un equipo, por ejemplo. Puede que estos cuatro años sean para construir eso. El Yaku me dice: “Si es de ser, seré presidente; y si no, pues quedó en un sueño, una utopía”.

Cuando se lo pregunto a Yaku por teléfono, desde Quito, hay un pequeño silencio. Pero enseguida contesta: 

—Creo que tienen razón. No teníamos un equipo para el gabinete. Pero cuando llegué a la prefectura tampoco tenía el equipo. Fuimos y lo armamos, aunque nos tomó un poquito de tiempo. Se puede resolver; no es fácil, pero no es imposible.

***

Cecilia Velasque es la actual subcoordinadora de Pachakutik. Me dice, por teléfono, que desafiliarse y fundar su movimiento es un error, una decisión personalista. 

—Se ha vendido como el gran líder, siempre nombrando sólo a una persona. A él. 

Luego —enérgica y casi sin detenerse a tomar aire—, me dice que llegar a un acuerdo con Lasso, en el caso de Pachakutik, no es haber vendido la consciencia. 

—No significa que nos hayamos ido a la derecha. Cuando uno es autoridad no responde a una dirigencia, responde al país. Y, en esa lógica, Pachakutik va a seguir y a las personas que no les guste, que continúen su vida política por donde decidan. 

—¿Qué le diría como excompañera?

—Que le deseo suerte. Si le vuelve a ver, dígale que suerte, pero que se equivocó.

movimiento ambiental indigena Ecuador

Fotografía Alejo Reinoso.

***

Cuando Yaku se quedó sin prefectura y sin presidencia, volvió al único sitio a donde podía volver: su estudio jurídico. Todos los días entra por la calle Hermano Miguel, en el centro de Cuenca, sobre su bicicleta ecológica de bambú, un armatoste enorme pero muy liviano. Cuando llega a la casona esquinera de cuatro pisos en la que funciona su despacho, tiene que cargarla por un graderío chirriante y bullicioso de madera hasta el segundo piso, donde está su oficina. El lugar está lleno de símbolos: una imagen de Yaku en papel fomi, una foto de su esposa fallecida abrazando a sus dos hijas con la frase “Ecuador libre de minería”, recortes de periódicos con artículos en los que él aparece y la frase: “Ánimo, Carlitos, adalid de las libertades y de la Pachamama”, la fotografía de una mujer indígena que grita contra varios policías y la frase: “Luchando nacimos, luchando vivimos, luchando moriremos”, y la foto de otra mujer indígena mirando una laguna y la frase: “Cuidemos el agüita, sólo es prestadita”.

—Toda la decoración es de él —me dice Fernanda Orellana, su asistente.

Fernanda llegó hace veintidós años a la antigua oficina para pedirle que le permitiera hacer prácticas. Ahora es su mano derecha.

—En la intimidad de la oficina, ¿es ese tipo bonachón y amable que se proyecta en público o ésa es sólo una pose de candidato?

—Yo diría que la pose de candidato no refleja cómo es él. Es más cariñoso. En más de veinte años yo no sé lo que es un grito. Él no es de las personas que dan órdenes, siempre es por favor y gracias. Nunca le ha gustado que le diga doctor. Siempre, y con toda confianza, le digo Yaku. 

Yaku es dueño de dos casas en Cuenca y un Toyota RAV4. Una es ésta, que transformó en su despacho, y la otra, elegante y de dos pisos, está en una zona exclusiva de la ciudad, donde vive con sus hijas. Hoy usa sus zapatillas negras de cuero, con medias negras. Está preocupado porque un insecto le ha picado un ojo y está hinchado. Por su despacho han pasado una anciana indígena que representa a una comuna a la que le cerraron un camino vecinal; otra mujer muy humilde a la que le tumbaron su casa porque el terreno está en litigio; y un grupo de comuneros que luchan para que una empresa no les limite el acceso a sus bosques. Yaku los llama compañeros. Ninguno ha pagado nada. 

—Jamás he cobrado las consultas —me dice. 

—¿Por qué?

—Es que yo he llegado a un lugar donde no pensaba. Sin darme cuenta fui concejal, prefecto y candidato presidencial. Cuando estudié Derecho con beca, dije: “Si alguna vez llego a ser abogado, nunca cobraré las consultas”. Y eso he hecho. 

—Entonces, ¿de dónde provienen sus ingresos?

—De trámites que hago para legalizar tierras, defender casos de expropiaciones, despidos intempestivos. Y legalización de organizaciones sociales. 

—¿Ahí sí cobra?

—Claro, porque ellos tienen recursos y pueden subsidiar a los que menos tienen. 

Le pregunto a Yaku si se arrepiente de haber dejado la prefectura.

—Tengo sentimientos encontrados —me dice—, pero no me arrepiento. Si me hubiese quedado, no hubiese contagiado al país esa idea de que alguien que proviene del campo, indígena, puede competir con un multimillonario. Valió la pena. 

—¿Cree que en 2025 tendrá su revancha?

—No sé. Si la Pachamamita decide.

Yaku Pérez Ecuador

Yaku espera a su equipo de trabajo frente a la oficina para ir a almorzar.

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