Añoranzas, reencuentros
Wheel of Fortune and Fantasy cuenta tres historias situadas en el Japón contemporáneo con un dominio asombroso del giro de tuerca: la primera sigue la vida de una modelo cuya mejor amiga está saliendo con un hombre que le entusiasma; a media descripción del prospecto, la protagonista se da cuenta de que es su exnovio, de quien se separó después de engañarlo con alguien más, y, encaprichada, decide visitarlo. La segunda historia nos encuentra con una mujer que estudia literatura; su amante ha sido reprobado en su curso de francés por un famoso novelista y, para vengarse, la convence a ella de seducir al profesor y de grabar un audio comprometedor para exponerlo. Finalmente, en la tercera historia, una mujer asiste a una reunión de la secundaria, esperanzada por reencontrarse con una compañera a quien amó. Cuando la encuentra, Hamaguchi nos revela una sorpresa conmovedora.
En ninguna de las historias salen las cosas como lo planean las protagonistas, pero la ironía de Hamaguchi no es una melodramática demostración de lo fatídico ni un mero toque efectista, sino una reflexión sobre el azar y su poderoso efecto, dependiendo de cada persona. Para suprimir todavía más la posible intensidad de sus tramas, el director las cuenta con una parquedad natural y unos diálogos magníficos que sutilmente revelan las personalidades de los personajes. La complejidad es enorme y asombrosa, sobre todo porque se construye en pocas acciones y largas pláticas que apenas rebasan la media hora, cada cual.
Wheel of Fortune and Fantasy (2021) de Ryusuke Hamaguchi
La directora francesa Céline Sciamma logra algo similar en su largometraje Petite maman (2021), de apenas 72 minutos, donde se zafa de los temas sociales contenidos en su celebrada Portrait of a Lady on Fire (2019). El efecto que tiene esto me parece magnífico porque, si antes las utopías femeninas de Sciamma terminaban pareciendo, más que políticas, cursis, su nueva película es meramente afectiva y, por ello, más coherente.
La delgada trama sigue a Nelly (Joséphine Sanz), una niña francesa que se queda sola con su papá mientras su mamá resuelve los asuntos de la abuela, que acaba de morir. Jugando en el bosque, Nelly se encuentra a Marion (Gabrielle Sanz), otra niña físicamente parecida a ella, y ambas se hacen amigas. Pero su amistad empieza a adquirir una dimensión fascinante cuando nos damos cuenta de que Marion tiene características muy similares a su madre porque, de hecho, es ella. Nelly ha hecho un inusual viaje en el tiempo donde lo importante no son las explicaciones científicas sino la ternura de verla jugar con Marion a los detectives o de verlas hacer crepas carcajeándose. Con la ternura de estas escenas, Sciamma expresa los deseos de una niña que extraña a su madre, no porque se haya ido unos días, sino porque se le ha extraviado entre el malhumor y el silencio de la madurez.
Petite maman (2021) de Céline Sciamma
Misterios
Si Sciamma se niega a justificar la fantasía en su película, Anocha Suwichakornpong anula toda posibilidad de interpretación en Come Here (2021). Me es imposible describir la trama, ya que no hay una, pero puedo decir que vemos a unos jóvenes tailandeses visitando el memorial de una línea de ferrocarril construida por esclavos de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. También aparece una muchacha que huye de algo, quién sabe de qué, y luego se convierte en un muchacho. A menudo vemos a los personajes soñando y soñándose como la mariposa del antiguo filósofo chino Chuang-Tzu —que en un cuento clásico no sabía si estaba soñando con ser un hombre o si en realidad era un hombre que soñaba con ser un hermoso insecto—. Suwichakornpong no tiene algo que decirnos; su película es una experiencia onírica que nos introduce a la consciencia de la noche, donde la realidad se aparece en ráfagas extrañas, deformes, y el significado se diluye en rarezas.
En cambio, Alexandre Koberidze intenta contar una fábula de amor como esos amigos que se distraen en los detalles cuando cuentan sus anécdotas. No hay forma de gritarle a Koberidze que recupere el hilo principal, pero durante la mayor parte de su película tampoco hay el deseo de hacerlo. Básicamente, What Do We See When We Look at the Sky? (2021) se trata de dos jóvenes que chocan en la puerta de la universidad y se enamoran a primera vista, pero el destino los castiga con una maldición que les impide verse en su primera cita. Convencida de que él no pudo asistir por una causa mayor, ella empieza a trabajar en el café donde debían encontrarse; tal vez él vuelva en otra ocasión y al fin se vean. Él siente lo mismo y toma un empleo con el dueño del café, pero retando a los transeúntes a soportar dos minutos colgados en una barra de ejercicio.
What Do We See When We Look at the Sky? (2021) de Alexandre Koberidze
Aun así los amantes permanecen invisibles, una al otro, y Koberidze comienza a distraerse con unos cineastas que fotografían parejas en la calle para una película, y con unos perros que ven emocionados el mundial de futbol. Todos tendrán un rol en la historia, pero tardaremos en descubrirlo. Koberidze no pierde el control de la narrativa observando a todos estos personajes, sino que lo suelta. Su protagonista es el mundo mismo, con sus ríos inquietos y sus hojas danzantes, que de repente dominan la trama en planos casi espirituales donde el punto es solamente admirar sus ritmos. Quizás en los últimos 50 minutos Koberidze exagere su libertad, pero su forma envalentonada y encantadora de jugar con el cine compensa los excesos.
Finalmente, me gustaría hablar de Azor (2021), de Andreas Fontana, una película que abandona toda lindeza y hunde a su protagonista en un pacto con la maldad. Lo que sí tiene en común con las anteriores es un estilo misterioso que representa la discreción —el silencio— de la élite argentina durante la dictadura militar a principios de los ochenta. Entre lo que está más o menos claro, sabemos que el protagonista, Yvan De Wiel, es un banquero suizo que viaja con su esposa a Buenos Aires para controlar los daños que ha provocado la repentina desaparición de su socio, un tal René Keys. En varios encuentros con sus clientes, De Wiel intenta comprender la huida de Keys y los temores de la burguesía bonaerense. Cautos, todos hablan con insinuaciones y es difícil entender lo que sucede o a qué se refieren estos personajes, que van desde empresarios y hacendados hasta un tétrico clérigo que sugiere una limpieza de la sociedad. Los cabos sueltos nunca se explican, pero se dan a entender cuando los conectamos en retrospectiva y se exponen las violentas relaciones dentro del poder económico y político. La esfera completa queda descrita como un purgatorio donde mandan los diablos.
Azor (2021) de Andreas Fontana
Para lograr esto, Fontana parece establecer una relación intertextual con uno de los grandes cineastas sobre el descenso al infierno: Francis Ford Coppola. El banquero recuerda a Michael Corleone en su viaje a la Habana en The Godfather: Part II (1974) y en la contradicción de su moralismo con su paulatina aceptación del horror. Por otra parte, la búsqueda de Keys y los rumores sobre sus acciones sugieren al Kurtz de Apocalypse Now (1979). Cuando culmina el viaje del protagonista, lo vemos navegar un río en la noche, como al protagonista de Coppola.
A partir de estas decisiones, Fontanas construye una película que resulta particularmente cinematográfica, quizá demasiado, pero sus sutilezas nos permiten confundirla con una realidad omnipresente mucho después, cuando las élites todavía se rehusan a romper ciertos pactos. El cine es también una forma de exponerlos.