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¿La actualidad narrativa se volvió plana y falta de creatividad? El escritor norteño Carlos Velázquez voltea hacia autores radicales del pasado, de quienes abreva para escribir El Menonita Zen, editado por Océano, un compilado de siete relatos que evaden la corrección política y hurgan en la psique de personajes que odian a su familia, fracasan con disqueras independientes o levitan bajo los influjos de sustancias ilegales.
Carlos Velázquez entra a una librería y se acerca a la mesa de novedades. No toma ningún libro, echa un vistazo, pero ya sabe lo que encontrará. La misma temática repetida en al menos diez ejemplares: la maternidad y la paternidad. El mismo tema desde múltiples perspectivas que van de las hispanoamericanas a las europeas o norteamericanas, incluso asiáticas. “¿Una onceava es necesaria?”, se pregunta y abandona el lugar para escabullirse al Zazá, una pizzería en la Condesa que le sirve de base para iniciar sus andanzas nocturnas, unas que pueden acabar en el burdelesco submundo de la Ciudad de México al que pocos se aventuran de madrugada.
Desde la mirada de Velázquez, hay una demanda para que las historias sean cada vez más blancas o más rosas. “Este asunto está llevando a que la literatura se uniforme. Una uniformidad que, de verdad, no es algo que me interese. Me rehúso a escribir sobre mi madre. En la actualidad, mucha de la narrativa que se escribe en México son libros de escritores para escritores”, dice mientras estira los brazos y hace notar sus tatuajes de una ilustración sobre Jack Kerouac, el nombre de Wilco impreso en la piel, banda de Jeff Tweedy y la diana a tres colores: rojo, azul y blanco de los estridentes The Who.
En el panorama mexicano el hecho de que existan cada vez más y más libros y mayor apertura en ciertas temáticas no genera mayor libertad, considera el escritor lagunero. Todo lo contrario. Lo aplana. Hace de una materia la moda que todos deben vestir. Y aunque no menciona nombres ni señala a ninguno de sus contemporáneos, autoras o autores, sabe que tienen 35 o 36 años y llegan a los casi 45, edad que él rebasó hace un par de semanas.
“Hay una crisis. Lo que me parece más grave es que los autores no utilizan la imaginación. Estoy fuera de la corriente dominante. Pero tengo la gran suerte y fortuna, no sé cómo lo conseguí, de que la mayoría de mis lectores no están dentro de la corriente dominante de pensamiento”, explica. ¿Y cuál es esa tendencia? Para el coahuilense, existe un mantra a favor de la corrección política: así hay que pensar y esto se debe escribir. Una que carga contra el bullying y donde la crueldad no se debe colar. Esto no existe en el universo de Carlos Velázquez. Nadie se tienta el corazón. En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas, acomplejados modernos por su peso, seres de otros mundos que llegan a ranchos, incluso menonitas que levitan bajo el influjo del Tonayán en la frontera con Estados Unidos.
“Los lectores agradecen mucho que, en un libro como El Menonita Zen, haya un ejercicio de imaginación en extremo; pueden verse reflejados entre mis personajes e historias. Las habitan. A veces se me acercan en la calle, en un bar y me dicen: ‘fíjate que eso me pasó a mí’. O ven comportamientos de personas conocidas en este universo”, recuerda el también ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón.
El estilo sucio de la Marrana, como lo llaman sus amigos por su título La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso 2010), sirvió para bajar del pedestal a los críticos. No le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis. A él le gusta vivir de noche, es un hijo de la madrugada que escucha discos a los que nadie pone atención y comparte sus vicisitudes con las drogas al meterse un chocohongo junto con una galletita de mariguana en un festival o cuando fue a recoger la caspa del diablo y se quedó dormido sin entregarla. Todo cocinado cual Jesse Pinkman de la narrativa.
Su creación lo puso en la mira del periodista Sergio González Rodríguez, conocido por sus ensayos sobre la violencia y sus reportajes de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Cuando se publicó La Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011), el finado crítico y columnista escribió: “es el libro que el norte inventó para explicarse a sí mismo; [está llamado] a cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”.
En ese título, el lagunero arranca su paisaje imaginario y crea PopSTock!, un territorio ficticio con lugares como Moncloyork, San Pedrosburgo y Gómez Pancracio. En ellos habitan luchadores que al mismo tiempo son djs y pintores; también se organizan concursos que tienen como objetivo quemar el mayor número de discos pirata. Este ejercicio se convirtió en el cuarto de guerra y laboratorio de Velázquez. Navegó su realidad y luego escribió encima. Comenzó a dirigir su ficción: hablar de los outsiders y salirse del margen. Hablar de los que viven en la sierra, en el absurdo. Los que no se portan bien. Los otros. Los que no viven (ni tienen que hacerlo) en las grandes ciudades.
El torreonense sabe que la muerte de José Agustín, a inicios del año, puso en evidencia algo muy importante: siempre revelarse contra el statu quo, uno que en ese momento pertenecía a García Márquez, Fuentes o Monsiváis, este último “que odiaba al muchacho de la Onda”, asegura Velázquez. Uno del que se tuvieron que desmarcar para escribir. Uno que se ha vuelto a imponer en la literatura nacional.
Te recomendamos leer: "Gabriela Cabezón Cámara: la llegada de Milei es 'como si te hubieran dado una paliza'”.
El Menonita Zen y otros seres sin compasión
En una nueva casa editorial y con el arranque de la Biblioteca Carlos Velázquez, el escritor norteño estrenó El Menonita Zen. Un libro con siete cuentos, algunos con final abierto y otros circulares, que viajan desde la capital de México hasta el norte del país. Sus personajes transitan por el barrio de Coyoacán, la colonia Del Valle o la UNAM, desde la visita obligada al Zazá, hasta su natal Coahuila para luego rematar en Ciudad Juárez y llegar a la frontera con Estados Unidos.
Este cambio trajo consigo un rediseño en las portadas. El color negro, que prodominaba en sus ejemplares editados con Sexto Piso, quedó atrás. Esta obra, publicada por Océano, tiene como protagonista al rosa mexicano con una imagen retocada de Marlon Brando como un asceta de la India meditando en Roma. Encima brillan unas letras que llevan el nombre del título como si se tratara de un stencil de Banksy. Como había ocurrido en volúmenes anteriores, está dedicado a su hija Celeste Velázquez y a Javier García del Moral, uno de sus amigos que vive en Texas y quien goza de tener una librería que vende todos sus títulos en español.
Heredero de la tradición fundada por el autor de La Tumba (Ediciones Mester, 1964), es consciente de su importancia y toma lo joseagustinezco de ir a contracorriente en el panorama. Pero también nota las coincidencias narrativas entre el primer cuento del Menonita Zen, “El fantasma de Coyoacanistán”, y el cuento de José Agustín, “¿Cuál es la onda?”.
“Cuando sobreviene la muerte de Pepe, me doy cuenta de las similitudes que existen entre este relato y el suyo. No lo había pensado. No me di cuenta entonces, pero sí hay una línea directa que es inconsciente”, explica Velázquez. “Lo leí muy intensamente en la adolescencia y luego en mis veinte, todavía hasta los treinta, pero cuando salió Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004) ya no me prendió como en sus primeros trabajos”.
En el cuento del escritor y fundador de la Literatura de la Onda, una jóven asiste a una fiesta, conoce a un baterista y comienzan una relación primeramente fugaz, dan un tour por varios moteles y terminan en el Registro Civil. En el cuento de Velázquez “es casi lo mismo, pero al revés”, dice luego de abandonar la librería y huir al Zazá para relajar la cabeza con una cheve.
“El libro arranca con la historia de un fotógrafo que conoce a la maestra de yoga en el concierto de una banda. Deciden irse a vivir juntos, pero la diferencia entre ambos es que este texto ya tenía los antecedentes del ‘Fantasma de Canterville’ y de Charly García”, dice el escritor quien, alguna vez confesó a Gatopardo, redacta mejor en el comedor de su casa que en un estudio con sillón y escritorio a modo.
De entre las páginas emergen personajes sin compasión. Ni porque sean familia, hermanos. Como en “El código del payaso”, cuento donde “existe gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás”, menciona Velázquez. Una historia sobre la alegría que le genera al hermano mayor el hacer trizas al más chico durante toda su vida. No cesa incluso cuando la suerte favorece al que es vilipendiado. Lo álgido llega cuando el más grande embaraza a la pareja del menor y comienza una familia con ella. La violencia psicológica es llevada a sus últimas consecuencias.
También te puede interesar la crónica: "Hablando de mosquitos en búsqueda de Bruce Dickinson".
Lo mismo sucede en los “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”, un relato que narra la vida y muerte de un padre e hijo, con años de distancia, bajo las mismas circunstancias: el suicidio asistido por un matón. Sin embargo, lo importante es el cómo pasan las cosas, no el resultado.
Con el cambio de páginas, se nota la técnica más refinada de Velázquez. Evita el uso de guiones sin que el lector pierda el ritmo. La adhesión de anglicismos o de cómo se pronuncian las palabras en la sierra. La oralidad atrapada a cada párrafo. Los personajes piensan y tienen vida, crean sus propios diagnósticos entre ellos y se lee cómo algunos tienen enfermedades inventadas como el “síndrome de la hacendosita”. También describen sus propias actitudes con fórmulas cuasi matemáticas: Kendra + alcohol = gordo, descripción que da un personaje sobre lo que le sucede cuando ingiere bebidas etílicas. Se intentan explicar la vida y también se quedan sin respuestas, como algunos que reconocen la no paternidad y se perciben como “huérfanos a la inversa”. Incluso se aventura a hacer una especie de obra de teatro, con todo y reparto, en “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”.
Para cerrar el libro, el cuento que le da nombre, tenía por objetivo centrarse en un menonita costumbrista. En palabras de Velázquez: “Estuve investigando muchas cosas, pero el tipo de menonita que a mí me interesaba no era de los que tienen una vida social distinta, sino de los que están apegados a ciertas partes de su religión. El menonita modernizado no me interesaba. Lo que quería era que tuviera esta necesidad de escindirse de todo lo que representa ser un menonita”. Una historia que navega desde quien abandona el barco de su legado familiar hasta convertirse en domador de elefantes, pero fracasa. Ya no hay animales qué domar en los circos. Pero en el camino, tras fincarse entre el arte zen y el culto al Tonayán, alcanza la levitación. Hecho que lo lleva a la cárcel y termina, de una forma u otra, abrazado por los tentáculos del narco para buscar liberar a un líder criminal.
Además de su propia colección dentro de la editorial, Carlos Velázquez ya trabaja en un próximo libro. Si el año y el karma de vivir en el norte lo tratan bien, tendríamos más relatos velazquianos antes de terminar el 2024.
¿La actualidad narrativa se volvió plana y falta de creatividad? El escritor norteño Carlos Velázquez voltea hacia autores radicales del pasado, de quienes abreva para escribir El Menonita Zen, editado por Océano, un compilado de siete relatos que evaden la corrección política y hurgan en la psique de personajes que odian a su familia, fracasan con disqueras independientes o levitan bajo los influjos de sustancias ilegales.
Carlos Velázquez entra a una librería y se acerca a la mesa de novedades. No toma ningún libro, echa un vistazo, pero ya sabe lo que encontrará. La misma temática repetida en al menos diez ejemplares: la maternidad y la paternidad. El mismo tema desde múltiples perspectivas que van de las hispanoamericanas a las europeas o norteamericanas, incluso asiáticas. “¿Una onceava es necesaria?”, se pregunta y abandona el lugar para escabullirse al Zazá, una pizzería en la Condesa que le sirve de base para iniciar sus andanzas nocturnas, unas que pueden acabar en el burdelesco submundo de la Ciudad de México al que pocos se aventuran de madrugada.
Desde la mirada de Velázquez, hay una demanda para que las historias sean cada vez más blancas o más rosas. “Este asunto está llevando a que la literatura se uniforme. Una uniformidad que, de verdad, no es algo que me interese. Me rehúso a escribir sobre mi madre. En la actualidad, mucha de la narrativa que se escribe en México son libros de escritores para escritores”, dice mientras estira los brazos y hace notar sus tatuajes de una ilustración sobre Jack Kerouac, el nombre de Wilco impreso en la piel, banda de Jeff Tweedy y la diana a tres colores: rojo, azul y blanco de los estridentes The Who.
En el panorama mexicano el hecho de que existan cada vez más y más libros y mayor apertura en ciertas temáticas no genera mayor libertad, considera el escritor lagunero. Todo lo contrario. Lo aplana. Hace de una materia la moda que todos deben vestir. Y aunque no menciona nombres ni señala a ninguno de sus contemporáneos, autoras o autores, sabe que tienen 35 o 36 años y llegan a los casi 45, edad que él rebasó hace un par de semanas.
“Hay una crisis. Lo que me parece más grave es que los autores no utilizan la imaginación. Estoy fuera de la corriente dominante. Pero tengo la gran suerte y fortuna, no sé cómo lo conseguí, de que la mayoría de mis lectores no están dentro de la corriente dominante de pensamiento”, explica. ¿Y cuál es esa tendencia? Para el coahuilense, existe un mantra a favor de la corrección política: así hay que pensar y esto se debe escribir. Una que carga contra el bullying y donde la crueldad no se debe colar. Esto no existe en el universo de Carlos Velázquez. Nadie se tienta el corazón. En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas, acomplejados modernos por su peso, seres de otros mundos que llegan a ranchos, incluso menonitas que levitan bajo el influjo del Tonayán en la frontera con Estados Unidos.
“Los lectores agradecen mucho que, en un libro como El Menonita Zen, haya un ejercicio de imaginación en extremo; pueden verse reflejados entre mis personajes e historias. Las habitan. A veces se me acercan en la calle, en un bar y me dicen: ‘fíjate que eso me pasó a mí’. O ven comportamientos de personas conocidas en este universo”, recuerda el también ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón.
El estilo sucio de la Marrana, como lo llaman sus amigos por su título La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso 2010), sirvió para bajar del pedestal a los críticos. No le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis. A él le gusta vivir de noche, es un hijo de la madrugada que escucha discos a los que nadie pone atención y comparte sus vicisitudes con las drogas al meterse un chocohongo junto con una galletita de mariguana en un festival o cuando fue a recoger la caspa del diablo y se quedó dormido sin entregarla. Todo cocinado cual Jesse Pinkman de la narrativa.
Su creación lo puso en la mira del periodista Sergio González Rodríguez, conocido por sus ensayos sobre la violencia y sus reportajes de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Cuando se publicó La Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011), el finado crítico y columnista escribió: “es el libro que el norte inventó para explicarse a sí mismo; [está llamado] a cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”.
En ese título, el lagunero arranca su paisaje imaginario y crea PopSTock!, un territorio ficticio con lugares como Moncloyork, San Pedrosburgo y Gómez Pancracio. En ellos habitan luchadores que al mismo tiempo son djs y pintores; también se organizan concursos que tienen como objetivo quemar el mayor número de discos pirata. Este ejercicio se convirtió en el cuarto de guerra y laboratorio de Velázquez. Navegó su realidad y luego escribió encima. Comenzó a dirigir su ficción: hablar de los outsiders y salirse del margen. Hablar de los que viven en la sierra, en el absurdo. Los que no se portan bien. Los otros. Los que no viven (ni tienen que hacerlo) en las grandes ciudades.
El torreonense sabe que la muerte de José Agustín, a inicios del año, puso en evidencia algo muy importante: siempre revelarse contra el statu quo, uno que en ese momento pertenecía a García Márquez, Fuentes o Monsiváis, este último “que odiaba al muchacho de la Onda”, asegura Velázquez. Uno del que se tuvieron que desmarcar para escribir. Uno que se ha vuelto a imponer en la literatura nacional.
Te recomendamos leer: "Gabriela Cabezón Cámara: la llegada de Milei es 'como si te hubieran dado una paliza'”.
El Menonita Zen y otros seres sin compasión
En una nueva casa editorial y con el arranque de la Biblioteca Carlos Velázquez, el escritor norteño estrenó El Menonita Zen. Un libro con siete cuentos, algunos con final abierto y otros circulares, que viajan desde la capital de México hasta el norte del país. Sus personajes transitan por el barrio de Coyoacán, la colonia Del Valle o la UNAM, desde la visita obligada al Zazá, hasta su natal Coahuila para luego rematar en Ciudad Juárez y llegar a la frontera con Estados Unidos.
Este cambio trajo consigo un rediseño en las portadas. El color negro, que prodominaba en sus ejemplares editados con Sexto Piso, quedó atrás. Esta obra, publicada por Océano, tiene como protagonista al rosa mexicano con una imagen retocada de Marlon Brando como un asceta de la India meditando en Roma. Encima brillan unas letras que llevan el nombre del título como si se tratara de un stencil de Banksy. Como había ocurrido en volúmenes anteriores, está dedicado a su hija Celeste Velázquez y a Javier García del Moral, uno de sus amigos que vive en Texas y quien goza de tener una librería que vende todos sus títulos en español.
Heredero de la tradición fundada por el autor de La Tumba (Ediciones Mester, 1964), es consciente de su importancia y toma lo joseagustinezco de ir a contracorriente en el panorama. Pero también nota las coincidencias narrativas entre el primer cuento del Menonita Zen, “El fantasma de Coyoacanistán”, y el cuento de José Agustín, “¿Cuál es la onda?”.
“Cuando sobreviene la muerte de Pepe, me doy cuenta de las similitudes que existen entre este relato y el suyo. No lo había pensado. No me di cuenta entonces, pero sí hay una línea directa que es inconsciente”, explica Velázquez. “Lo leí muy intensamente en la adolescencia y luego en mis veinte, todavía hasta los treinta, pero cuando salió Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004) ya no me prendió como en sus primeros trabajos”.
En el cuento del escritor y fundador de la Literatura de la Onda, una jóven asiste a una fiesta, conoce a un baterista y comienzan una relación primeramente fugaz, dan un tour por varios moteles y terminan en el Registro Civil. En el cuento de Velázquez “es casi lo mismo, pero al revés”, dice luego de abandonar la librería y huir al Zazá para relajar la cabeza con una cheve.
“El libro arranca con la historia de un fotógrafo que conoce a la maestra de yoga en el concierto de una banda. Deciden irse a vivir juntos, pero la diferencia entre ambos es que este texto ya tenía los antecedentes del ‘Fantasma de Canterville’ y de Charly García”, dice el escritor quien, alguna vez confesó a Gatopardo, redacta mejor en el comedor de su casa que en un estudio con sillón y escritorio a modo.
De entre las páginas emergen personajes sin compasión. Ni porque sean familia, hermanos. Como en “El código del payaso”, cuento donde “existe gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás”, menciona Velázquez. Una historia sobre la alegría que le genera al hermano mayor el hacer trizas al más chico durante toda su vida. No cesa incluso cuando la suerte favorece al que es vilipendiado. Lo álgido llega cuando el más grande embaraza a la pareja del menor y comienza una familia con ella. La violencia psicológica es llevada a sus últimas consecuencias.
También te puede interesar la crónica: "Hablando de mosquitos en búsqueda de Bruce Dickinson".
Lo mismo sucede en los “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”, un relato que narra la vida y muerte de un padre e hijo, con años de distancia, bajo las mismas circunstancias: el suicidio asistido por un matón. Sin embargo, lo importante es el cómo pasan las cosas, no el resultado.
Con el cambio de páginas, se nota la técnica más refinada de Velázquez. Evita el uso de guiones sin que el lector pierda el ritmo. La adhesión de anglicismos o de cómo se pronuncian las palabras en la sierra. La oralidad atrapada a cada párrafo. Los personajes piensan y tienen vida, crean sus propios diagnósticos entre ellos y se lee cómo algunos tienen enfermedades inventadas como el “síndrome de la hacendosita”. También describen sus propias actitudes con fórmulas cuasi matemáticas: Kendra + alcohol = gordo, descripción que da un personaje sobre lo que le sucede cuando ingiere bebidas etílicas. Se intentan explicar la vida y también se quedan sin respuestas, como algunos que reconocen la no paternidad y se perciben como “huérfanos a la inversa”. Incluso se aventura a hacer una especie de obra de teatro, con todo y reparto, en “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”.
Para cerrar el libro, el cuento que le da nombre, tenía por objetivo centrarse en un menonita costumbrista. En palabras de Velázquez: “Estuve investigando muchas cosas, pero el tipo de menonita que a mí me interesaba no era de los que tienen una vida social distinta, sino de los que están apegados a ciertas partes de su religión. El menonita modernizado no me interesaba. Lo que quería era que tuviera esta necesidad de escindirse de todo lo que representa ser un menonita”. Una historia que navega desde quien abandona el barco de su legado familiar hasta convertirse en domador de elefantes, pero fracasa. Ya no hay animales qué domar en los circos. Pero en el camino, tras fincarse entre el arte zen y el culto al Tonayán, alcanza la levitación. Hecho que lo lleva a la cárcel y termina, de una forma u otra, abrazado por los tentáculos del narco para buscar liberar a un líder criminal.
Además de su propia colección dentro de la editorial, Carlos Velázquez ya trabaja en un próximo libro. Si el año y el karma de vivir en el norte lo tratan bien, tendríamos más relatos velazquianos antes de terminar el 2024.
¿La actualidad narrativa se volvió plana y falta de creatividad? El escritor norteño Carlos Velázquez voltea hacia autores radicales del pasado, de quienes abreva para escribir El Menonita Zen, editado por Océano, un compilado de siete relatos que evaden la corrección política y hurgan en la psique de personajes que odian a su familia, fracasan con disqueras independientes o levitan bajo los influjos de sustancias ilegales.
Carlos Velázquez entra a una librería y se acerca a la mesa de novedades. No toma ningún libro, echa un vistazo, pero ya sabe lo que encontrará. La misma temática repetida en al menos diez ejemplares: la maternidad y la paternidad. El mismo tema desde múltiples perspectivas que van de las hispanoamericanas a las europeas o norteamericanas, incluso asiáticas. “¿Una onceava es necesaria?”, se pregunta y abandona el lugar para escabullirse al Zazá, una pizzería en la Condesa que le sirve de base para iniciar sus andanzas nocturnas, unas que pueden acabar en el burdelesco submundo de la Ciudad de México al que pocos se aventuran de madrugada.
Desde la mirada de Velázquez, hay una demanda para que las historias sean cada vez más blancas o más rosas. “Este asunto está llevando a que la literatura se uniforme. Una uniformidad que, de verdad, no es algo que me interese. Me rehúso a escribir sobre mi madre. En la actualidad, mucha de la narrativa que se escribe en México son libros de escritores para escritores”, dice mientras estira los brazos y hace notar sus tatuajes de una ilustración sobre Jack Kerouac, el nombre de Wilco impreso en la piel, banda de Jeff Tweedy y la diana a tres colores: rojo, azul y blanco de los estridentes The Who.
En el panorama mexicano el hecho de que existan cada vez más y más libros y mayor apertura en ciertas temáticas no genera mayor libertad, considera el escritor lagunero. Todo lo contrario. Lo aplana. Hace de una materia la moda que todos deben vestir. Y aunque no menciona nombres ni señala a ninguno de sus contemporáneos, autoras o autores, sabe que tienen 35 o 36 años y llegan a los casi 45, edad que él rebasó hace un par de semanas.
“Hay una crisis. Lo que me parece más grave es que los autores no utilizan la imaginación. Estoy fuera de la corriente dominante. Pero tengo la gran suerte y fortuna, no sé cómo lo conseguí, de que la mayoría de mis lectores no están dentro de la corriente dominante de pensamiento”, explica. ¿Y cuál es esa tendencia? Para el coahuilense, existe un mantra a favor de la corrección política: así hay que pensar y esto se debe escribir. Una que carga contra el bullying y donde la crueldad no se debe colar. Esto no existe en el universo de Carlos Velázquez. Nadie se tienta el corazón. En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas, acomplejados modernos por su peso, seres de otros mundos que llegan a ranchos, incluso menonitas que levitan bajo el influjo del Tonayán en la frontera con Estados Unidos.
“Los lectores agradecen mucho que, en un libro como El Menonita Zen, haya un ejercicio de imaginación en extremo; pueden verse reflejados entre mis personajes e historias. Las habitan. A veces se me acercan en la calle, en un bar y me dicen: ‘fíjate que eso me pasó a mí’. O ven comportamientos de personas conocidas en este universo”, recuerda el también ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón.
El estilo sucio de la Marrana, como lo llaman sus amigos por su título La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso 2010), sirvió para bajar del pedestal a los críticos. No le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis. A él le gusta vivir de noche, es un hijo de la madrugada que escucha discos a los que nadie pone atención y comparte sus vicisitudes con las drogas al meterse un chocohongo junto con una galletita de mariguana en un festival o cuando fue a recoger la caspa del diablo y se quedó dormido sin entregarla. Todo cocinado cual Jesse Pinkman de la narrativa.
Su creación lo puso en la mira del periodista Sergio González Rodríguez, conocido por sus ensayos sobre la violencia y sus reportajes de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Cuando se publicó La Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011), el finado crítico y columnista escribió: “es el libro que el norte inventó para explicarse a sí mismo; [está llamado] a cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”.
En ese título, el lagunero arranca su paisaje imaginario y crea PopSTock!, un territorio ficticio con lugares como Moncloyork, San Pedrosburgo y Gómez Pancracio. En ellos habitan luchadores que al mismo tiempo son djs y pintores; también se organizan concursos que tienen como objetivo quemar el mayor número de discos pirata. Este ejercicio se convirtió en el cuarto de guerra y laboratorio de Velázquez. Navegó su realidad y luego escribió encima. Comenzó a dirigir su ficción: hablar de los outsiders y salirse del margen. Hablar de los que viven en la sierra, en el absurdo. Los que no se portan bien. Los otros. Los que no viven (ni tienen que hacerlo) en las grandes ciudades.
El torreonense sabe que la muerte de José Agustín, a inicios del año, puso en evidencia algo muy importante: siempre revelarse contra el statu quo, uno que en ese momento pertenecía a García Márquez, Fuentes o Monsiváis, este último “que odiaba al muchacho de la Onda”, asegura Velázquez. Uno del que se tuvieron que desmarcar para escribir. Uno que se ha vuelto a imponer en la literatura nacional.
Te recomendamos leer: "Gabriela Cabezón Cámara: la llegada de Milei es 'como si te hubieran dado una paliza'”.
El Menonita Zen y otros seres sin compasión
En una nueva casa editorial y con el arranque de la Biblioteca Carlos Velázquez, el escritor norteño estrenó El Menonita Zen. Un libro con siete cuentos, algunos con final abierto y otros circulares, que viajan desde la capital de México hasta el norte del país. Sus personajes transitan por el barrio de Coyoacán, la colonia Del Valle o la UNAM, desde la visita obligada al Zazá, hasta su natal Coahuila para luego rematar en Ciudad Juárez y llegar a la frontera con Estados Unidos.
Este cambio trajo consigo un rediseño en las portadas. El color negro, que prodominaba en sus ejemplares editados con Sexto Piso, quedó atrás. Esta obra, publicada por Océano, tiene como protagonista al rosa mexicano con una imagen retocada de Marlon Brando como un asceta de la India meditando en Roma. Encima brillan unas letras que llevan el nombre del título como si se tratara de un stencil de Banksy. Como había ocurrido en volúmenes anteriores, está dedicado a su hija Celeste Velázquez y a Javier García del Moral, uno de sus amigos que vive en Texas y quien goza de tener una librería que vende todos sus títulos en español.
Heredero de la tradición fundada por el autor de La Tumba (Ediciones Mester, 1964), es consciente de su importancia y toma lo joseagustinezco de ir a contracorriente en el panorama. Pero también nota las coincidencias narrativas entre el primer cuento del Menonita Zen, “El fantasma de Coyoacanistán”, y el cuento de José Agustín, “¿Cuál es la onda?”.
“Cuando sobreviene la muerte de Pepe, me doy cuenta de las similitudes que existen entre este relato y el suyo. No lo había pensado. No me di cuenta entonces, pero sí hay una línea directa que es inconsciente”, explica Velázquez. “Lo leí muy intensamente en la adolescencia y luego en mis veinte, todavía hasta los treinta, pero cuando salió Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004) ya no me prendió como en sus primeros trabajos”.
En el cuento del escritor y fundador de la Literatura de la Onda, una jóven asiste a una fiesta, conoce a un baterista y comienzan una relación primeramente fugaz, dan un tour por varios moteles y terminan en el Registro Civil. En el cuento de Velázquez “es casi lo mismo, pero al revés”, dice luego de abandonar la librería y huir al Zazá para relajar la cabeza con una cheve.
“El libro arranca con la historia de un fotógrafo que conoce a la maestra de yoga en el concierto de una banda. Deciden irse a vivir juntos, pero la diferencia entre ambos es que este texto ya tenía los antecedentes del ‘Fantasma de Canterville’ y de Charly García”, dice el escritor quien, alguna vez confesó a Gatopardo, redacta mejor en el comedor de su casa que en un estudio con sillón y escritorio a modo.
De entre las páginas emergen personajes sin compasión. Ni porque sean familia, hermanos. Como en “El código del payaso”, cuento donde “existe gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás”, menciona Velázquez. Una historia sobre la alegría que le genera al hermano mayor el hacer trizas al más chico durante toda su vida. No cesa incluso cuando la suerte favorece al que es vilipendiado. Lo álgido llega cuando el más grande embaraza a la pareja del menor y comienza una familia con ella. La violencia psicológica es llevada a sus últimas consecuencias.
También te puede interesar la crónica: "Hablando de mosquitos en búsqueda de Bruce Dickinson".
Lo mismo sucede en los “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”, un relato que narra la vida y muerte de un padre e hijo, con años de distancia, bajo las mismas circunstancias: el suicidio asistido por un matón. Sin embargo, lo importante es el cómo pasan las cosas, no el resultado.
Con el cambio de páginas, se nota la técnica más refinada de Velázquez. Evita el uso de guiones sin que el lector pierda el ritmo. La adhesión de anglicismos o de cómo se pronuncian las palabras en la sierra. La oralidad atrapada a cada párrafo. Los personajes piensan y tienen vida, crean sus propios diagnósticos entre ellos y se lee cómo algunos tienen enfermedades inventadas como el “síndrome de la hacendosita”. También describen sus propias actitudes con fórmulas cuasi matemáticas: Kendra + alcohol = gordo, descripción que da un personaje sobre lo que le sucede cuando ingiere bebidas etílicas. Se intentan explicar la vida y también se quedan sin respuestas, como algunos que reconocen la no paternidad y se perciben como “huérfanos a la inversa”. Incluso se aventura a hacer una especie de obra de teatro, con todo y reparto, en “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”.
Para cerrar el libro, el cuento que le da nombre, tenía por objetivo centrarse en un menonita costumbrista. En palabras de Velázquez: “Estuve investigando muchas cosas, pero el tipo de menonita que a mí me interesaba no era de los que tienen una vida social distinta, sino de los que están apegados a ciertas partes de su religión. El menonita modernizado no me interesaba. Lo que quería era que tuviera esta necesidad de escindirse de todo lo que representa ser un menonita”. Una historia que navega desde quien abandona el barco de su legado familiar hasta convertirse en domador de elefantes, pero fracasa. Ya no hay animales qué domar en los circos. Pero en el camino, tras fincarse entre el arte zen y el culto al Tonayán, alcanza la levitación. Hecho que lo lleva a la cárcel y termina, de una forma u otra, abrazado por los tentáculos del narco para buscar liberar a un líder criminal.
Además de su propia colección dentro de la editorial, Carlos Velázquez ya trabaja en un próximo libro. Si el año y el karma de vivir en el norte lo tratan bien, tendríamos más relatos velazquianos antes de terminar el 2024.
¿La actualidad narrativa se volvió plana y falta de creatividad? El escritor norteño Carlos Velázquez voltea hacia autores radicales del pasado, de quienes abreva para escribir El Menonita Zen, editado por Océano, un compilado de siete relatos que evaden la corrección política y hurgan en la psique de personajes que odian a su familia, fracasan con disqueras independientes o levitan bajo los influjos de sustancias ilegales.
Carlos Velázquez entra a una librería y se acerca a la mesa de novedades. No toma ningún libro, echa un vistazo, pero ya sabe lo que encontrará. La misma temática repetida en al menos diez ejemplares: la maternidad y la paternidad. El mismo tema desde múltiples perspectivas que van de las hispanoamericanas a las europeas o norteamericanas, incluso asiáticas. “¿Una onceava es necesaria?”, se pregunta y abandona el lugar para escabullirse al Zazá, una pizzería en la Condesa que le sirve de base para iniciar sus andanzas nocturnas, unas que pueden acabar en el burdelesco submundo de la Ciudad de México al que pocos se aventuran de madrugada.
Desde la mirada de Velázquez, hay una demanda para que las historias sean cada vez más blancas o más rosas. “Este asunto está llevando a que la literatura se uniforme. Una uniformidad que, de verdad, no es algo que me interese. Me rehúso a escribir sobre mi madre. En la actualidad, mucha de la narrativa que se escribe en México son libros de escritores para escritores”, dice mientras estira los brazos y hace notar sus tatuajes de una ilustración sobre Jack Kerouac, el nombre de Wilco impreso en la piel, banda de Jeff Tweedy y la diana a tres colores: rojo, azul y blanco de los estridentes The Who.
En el panorama mexicano el hecho de que existan cada vez más y más libros y mayor apertura en ciertas temáticas no genera mayor libertad, considera el escritor lagunero. Todo lo contrario. Lo aplana. Hace de una materia la moda que todos deben vestir. Y aunque no menciona nombres ni señala a ninguno de sus contemporáneos, autoras o autores, sabe que tienen 35 o 36 años y llegan a los casi 45, edad que él rebasó hace un par de semanas.
“Hay una crisis. Lo que me parece más grave es que los autores no utilizan la imaginación. Estoy fuera de la corriente dominante. Pero tengo la gran suerte y fortuna, no sé cómo lo conseguí, de que la mayoría de mis lectores no están dentro de la corriente dominante de pensamiento”, explica. ¿Y cuál es esa tendencia? Para el coahuilense, existe un mantra a favor de la corrección política: así hay que pensar y esto se debe escribir. Una que carga contra el bullying y donde la crueldad no se debe colar. Esto no existe en el universo de Carlos Velázquez. Nadie se tienta el corazón. En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas, acomplejados modernos por su peso, seres de otros mundos que llegan a ranchos, incluso menonitas que levitan bajo el influjo del Tonayán en la frontera con Estados Unidos.
“Los lectores agradecen mucho que, en un libro como El Menonita Zen, haya un ejercicio de imaginación en extremo; pueden verse reflejados entre mis personajes e historias. Las habitan. A veces se me acercan en la calle, en un bar y me dicen: ‘fíjate que eso me pasó a mí’. O ven comportamientos de personas conocidas en este universo”, recuerda el también ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón.
El estilo sucio de la Marrana, como lo llaman sus amigos por su título La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso 2010), sirvió para bajar del pedestal a los críticos. No le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis. A él le gusta vivir de noche, es un hijo de la madrugada que escucha discos a los que nadie pone atención y comparte sus vicisitudes con las drogas al meterse un chocohongo junto con una galletita de mariguana en un festival o cuando fue a recoger la caspa del diablo y se quedó dormido sin entregarla. Todo cocinado cual Jesse Pinkman de la narrativa.
Su creación lo puso en la mira del periodista Sergio González Rodríguez, conocido por sus ensayos sobre la violencia y sus reportajes de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Cuando se publicó La Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011), el finado crítico y columnista escribió: “es el libro que el norte inventó para explicarse a sí mismo; [está llamado] a cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”.
En ese título, el lagunero arranca su paisaje imaginario y crea PopSTock!, un territorio ficticio con lugares como Moncloyork, San Pedrosburgo y Gómez Pancracio. En ellos habitan luchadores que al mismo tiempo son djs y pintores; también se organizan concursos que tienen como objetivo quemar el mayor número de discos pirata. Este ejercicio se convirtió en el cuarto de guerra y laboratorio de Velázquez. Navegó su realidad y luego escribió encima. Comenzó a dirigir su ficción: hablar de los outsiders y salirse del margen. Hablar de los que viven en la sierra, en el absurdo. Los que no se portan bien. Los otros. Los que no viven (ni tienen que hacerlo) en las grandes ciudades.
El torreonense sabe que la muerte de José Agustín, a inicios del año, puso en evidencia algo muy importante: siempre revelarse contra el statu quo, uno que en ese momento pertenecía a García Márquez, Fuentes o Monsiváis, este último “que odiaba al muchacho de la Onda”, asegura Velázquez. Uno del que se tuvieron que desmarcar para escribir. Uno que se ha vuelto a imponer en la literatura nacional.
Te recomendamos leer: "Gabriela Cabezón Cámara: la llegada de Milei es 'como si te hubieran dado una paliza'”.
El Menonita Zen y otros seres sin compasión
En una nueva casa editorial y con el arranque de la Biblioteca Carlos Velázquez, el escritor norteño estrenó El Menonita Zen. Un libro con siete cuentos, algunos con final abierto y otros circulares, que viajan desde la capital de México hasta el norte del país. Sus personajes transitan por el barrio de Coyoacán, la colonia Del Valle o la UNAM, desde la visita obligada al Zazá, hasta su natal Coahuila para luego rematar en Ciudad Juárez y llegar a la frontera con Estados Unidos.
Este cambio trajo consigo un rediseño en las portadas. El color negro, que prodominaba en sus ejemplares editados con Sexto Piso, quedó atrás. Esta obra, publicada por Océano, tiene como protagonista al rosa mexicano con una imagen retocada de Marlon Brando como un asceta de la India meditando en Roma. Encima brillan unas letras que llevan el nombre del título como si se tratara de un stencil de Banksy. Como había ocurrido en volúmenes anteriores, está dedicado a su hija Celeste Velázquez y a Javier García del Moral, uno de sus amigos que vive en Texas y quien goza de tener una librería que vende todos sus títulos en español.
Heredero de la tradición fundada por el autor de La Tumba (Ediciones Mester, 1964), es consciente de su importancia y toma lo joseagustinezco de ir a contracorriente en el panorama. Pero también nota las coincidencias narrativas entre el primer cuento del Menonita Zen, “El fantasma de Coyoacanistán”, y el cuento de José Agustín, “¿Cuál es la onda?”.
“Cuando sobreviene la muerte de Pepe, me doy cuenta de las similitudes que existen entre este relato y el suyo. No lo había pensado. No me di cuenta entonces, pero sí hay una línea directa que es inconsciente”, explica Velázquez. “Lo leí muy intensamente en la adolescencia y luego en mis veinte, todavía hasta los treinta, pero cuando salió Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004) ya no me prendió como en sus primeros trabajos”.
En el cuento del escritor y fundador de la Literatura de la Onda, una jóven asiste a una fiesta, conoce a un baterista y comienzan una relación primeramente fugaz, dan un tour por varios moteles y terminan en el Registro Civil. En el cuento de Velázquez “es casi lo mismo, pero al revés”, dice luego de abandonar la librería y huir al Zazá para relajar la cabeza con una cheve.
“El libro arranca con la historia de un fotógrafo que conoce a la maestra de yoga en el concierto de una banda. Deciden irse a vivir juntos, pero la diferencia entre ambos es que este texto ya tenía los antecedentes del ‘Fantasma de Canterville’ y de Charly García”, dice el escritor quien, alguna vez confesó a Gatopardo, redacta mejor en el comedor de su casa que en un estudio con sillón y escritorio a modo.
De entre las páginas emergen personajes sin compasión. Ni porque sean familia, hermanos. Como en “El código del payaso”, cuento donde “existe gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás”, menciona Velázquez. Una historia sobre la alegría que le genera al hermano mayor el hacer trizas al más chico durante toda su vida. No cesa incluso cuando la suerte favorece al que es vilipendiado. Lo álgido llega cuando el más grande embaraza a la pareja del menor y comienza una familia con ella. La violencia psicológica es llevada a sus últimas consecuencias.
También te puede interesar la crónica: "Hablando de mosquitos en búsqueda de Bruce Dickinson".
Lo mismo sucede en los “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”, un relato que narra la vida y muerte de un padre e hijo, con años de distancia, bajo las mismas circunstancias: el suicidio asistido por un matón. Sin embargo, lo importante es el cómo pasan las cosas, no el resultado.
Con el cambio de páginas, se nota la técnica más refinada de Velázquez. Evita el uso de guiones sin que el lector pierda el ritmo. La adhesión de anglicismos o de cómo se pronuncian las palabras en la sierra. La oralidad atrapada a cada párrafo. Los personajes piensan y tienen vida, crean sus propios diagnósticos entre ellos y se lee cómo algunos tienen enfermedades inventadas como el “síndrome de la hacendosita”. También describen sus propias actitudes con fórmulas cuasi matemáticas: Kendra + alcohol = gordo, descripción que da un personaje sobre lo que le sucede cuando ingiere bebidas etílicas. Se intentan explicar la vida y también se quedan sin respuestas, como algunos que reconocen la no paternidad y se perciben como “huérfanos a la inversa”. Incluso se aventura a hacer una especie de obra de teatro, con todo y reparto, en “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”.
Para cerrar el libro, el cuento que le da nombre, tenía por objetivo centrarse en un menonita costumbrista. En palabras de Velázquez: “Estuve investigando muchas cosas, pero el tipo de menonita que a mí me interesaba no era de los que tienen una vida social distinta, sino de los que están apegados a ciertas partes de su religión. El menonita modernizado no me interesaba. Lo que quería era que tuviera esta necesidad de escindirse de todo lo que representa ser un menonita”. Una historia que navega desde quien abandona el barco de su legado familiar hasta convertirse en domador de elefantes, pero fracasa. Ya no hay animales qué domar en los circos. Pero en el camino, tras fincarse entre el arte zen y el culto al Tonayán, alcanza la levitación. Hecho que lo lleva a la cárcel y termina, de una forma u otra, abrazado por los tentáculos del narco para buscar liberar a un líder criminal.
Además de su propia colección dentro de la editorial, Carlos Velázquez ya trabaja en un próximo libro. Si el año y el karma de vivir en el norte lo tratan bien, tendríamos más relatos velazquianos antes de terminar el 2024.
¿La actualidad narrativa se volvió plana y falta de creatividad? El escritor norteño Carlos Velázquez voltea hacia autores radicales del pasado, de quienes abreva para escribir El Menonita Zen, editado por Océano, un compilado de siete relatos que evaden la corrección política y hurgan en la psique de personajes que odian a su familia, fracasan con disqueras independientes o levitan bajo los influjos de sustancias ilegales.
Carlos Velázquez entra a una librería y se acerca a la mesa de novedades. No toma ningún libro, echa un vistazo, pero ya sabe lo que encontrará. La misma temática repetida en al menos diez ejemplares: la maternidad y la paternidad. El mismo tema desde múltiples perspectivas que van de las hispanoamericanas a las europeas o norteamericanas, incluso asiáticas. “¿Una onceava es necesaria?”, se pregunta y abandona el lugar para escabullirse al Zazá, una pizzería en la Condesa que le sirve de base para iniciar sus andanzas nocturnas, unas que pueden acabar en el burdelesco submundo de la Ciudad de México al que pocos se aventuran de madrugada.
Desde la mirada de Velázquez, hay una demanda para que las historias sean cada vez más blancas o más rosas. “Este asunto está llevando a que la literatura se uniforme. Una uniformidad que, de verdad, no es algo que me interese. Me rehúso a escribir sobre mi madre. En la actualidad, mucha de la narrativa que se escribe en México son libros de escritores para escritores”, dice mientras estira los brazos y hace notar sus tatuajes de una ilustración sobre Jack Kerouac, el nombre de Wilco impreso en la piel, banda de Jeff Tweedy y la diana a tres colores: rojo, azul y blanco de los estridentes The Who.
En el panorama mexicano el hecho de que existan cada vez más y más libros y mayor apertura en ciertas temáticas no genera mayor libertad, considera el escritor lagunero. Todo lo contrario. Lo aplana. Hace de una materia la moda que todos deben vestir. Y aunque no menciona nombres ni señala a ninguno de sus contemporáneos, autoras o autores, sabe que tienen 35 o 36 años y llegan a los casi 45, edad que él rebasó hace un par de semanas.
“Hay una crisis. Lo que me parece más grave es que los autores no utilizan la imaginación. Estoy fuera de la corriente dominante. Pero tengo la gran suerte y fortuna, no sé cómo lo conseguí, de que la mayoría de mis lectores no están dentro de la corriente dominante de pensamiento”, explica. ¿Y cuál es esa tendencia? Para el coahuilense, existe un mantra a favor de la corrección política: así hay que pensar y esto se debe escribir. Una que carga contra el bullying y donde la crueldad no se debe colar. Esto no existe en el universo de Carlos Velázquez. Nadie se tienta el corazón. En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas, acomplejados modernos por su peso, seres de otros mundos que llegan a ranchos, incluso menonitas que levitan bajo el influjo del Tonayán en la frontera con Estados Unidos.
“Los lectores agradecen mucho que, en un libro como El Menonita Zen, haya un ejercicio de imaginación en extremo; pueden verse reflejados entre mis personajes e historias. Las habitan. A veces se me acercan en la calle, en un bar y me dicen: ‘fíjate que eso me pasó a mí’. O ven comportamientos de personas conocidas en este universo”, recuerda el también ganador del Premio Nacional de Cuento Magdalena Mondragón.
El estilo sucio de la Marrana, como lo llaman sus amigos por su título La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso 2010), sirvió para bajar del pedestal a los críticos. No le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis. A él le gusta vivir de noche, es un hijo de la madrugada que escucha discos a los que nadie pone atención y comparte sus vicisitudes con las drogas al meterse un chocohongo junto con una galletita de mariguana en un festival o cuando fue a recoger la caspa del diablo y se quedó dormido sin entregarla. Todo cocinado cual Jesse Pinkman de la narrativa.
Su creación lo puso en la mira del periodista Sergio González Rodríguez, conocido por sus ensayos sobre la violencia y sus reportajes de las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez. Cuando se publicó La Biblia Vaquera (Sexto Piso, 2011), el finado crítico y columnista escribió: “es el libro que el norte inventó para explicarse a sí mismo; [está llamado] a cambiar la recepción y la percepción de la literatura mexicana y sus aires de altísima cultura hecha de mausoleos”.
En ese título, el lagunero arranca su paisaje imaginario y crea PopSTock!, un territorio ficticio con lugares como Moncloyork, San Pedrosburgo y Gómez Pancracio. En ellos habitan luchadores que al mismo tiempo son djs y pintores; también se organizan concursos que tienen como objetivo quemar el mayor número de discos pirata. Este ejercicio se convirtió en el cuarto de guerra y laboratorio de Velázquez. Navegó su realidad y luego escribió encima. Comenzó a dirigir su ficción: hablar de los outsiders y salirse del margen. Hablar de los que viven en la sierra, en el absurdo. Los que no se portan bien. Los otros. Los que no viven (ni tienen que hacerlo) en las grandes ciudades.
El torreonense sabe que la muerte de José Agustín, a inicios del año, puso en evidencia algo muy importante: siempre revelarse contra el statu quo, uno que en ese momento pertenecía a García Márquez, Fuentes o Monsiváis, este último “que odiaba al muchacho de la Onda”, asegura Velázquez. Uno del que se tuvieron que desmarcar para escribir. Uno que se ha vuelto a imponer en la literatura nacional.
Te recomendamos leer: "Gabriela Cabezón Cámara: la llegada de Milei es 'como si te hubieran dado una paliza'”.
El Menonita Zen y otros seres sin compasión
En una nueva casa editorial y con el arranque de la Biblioteca Carlos Velázquez, el escritor norteño estrenó El Menonita Zen. Un libro con siete cuentos, algunos con final abierto y otros circulares, que viajan desde la capital de México hasta el norte del país. Sus personajes transitan por el barrio de Coyoacán, la colonia Del Valle o la UNAM, desde la visita obligada al Zazá, hasta su natal Coahuila para luego rematar en Ciudad Juárez y llegar a la frontera con Estados Unidos.
Este cambio trajo consigo un rediseño en las portadas. El color negro, que prodominaba en sus ejemplares editados con Sexto Piso, quedó atrás. Esta obra, publicada por Océano, tiene como protagonista al rosa mexicano con una imagen retocada de Marlon Brando como un asceta de la India meditando en Roma. Encima brillan unas letras que llevan el nombre del título como si se tratara de un stencil de Banksy. Como había ocurrido en volúmenes anteriores, está dedicado a su hija Celeste Velázquez y a Javier García del Moral, uno de sus amigos que vive en Texas y quien goza de tener una librería que vende todos sus títulos en español.
Heredero de la tradición fundada por el autor de La Tumba (Ediciones Mester, 1964), es consciente de su importancia y toma lo joseagustinezco de ir a contracorriente en el panorama. Pero también nota las coincidencias narrativas entre el primer cuento del Menonita Zen, “El fantasma de Coyoacanistán”, y el cuento de José Agustín, “¿Cuál es la onda?”.
“Cuando sobreviene la muerte de Pepe, me doy cuenta de las similitudes que existen entre este relato y el suyo. No lo había pensado. No me di cuenta entonces, pero sí hay una línea directa que es inconsciente”, explica Velázquez. “Lo leí muy intensamente en la adolescencia y luego en mis veinte, todavía hasta los treinta, pero cuando salió Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004) ya no me prendió como en sus primeros trabajos”.
En el cuento del escritor y fundador de la Literatura de la Onda, una jóven asiste a una fiesta, conoce a un baterista y comienzan una relación primeramente fugaz, dan un tour por varios moteles y terminan en el Registro Civil. En el cuento de Velázquez “es casi lo mismo, pero al revés”, dice luego de abandonar la librería y huir al Zazá para relajar la cabeza con una cheve.
“El libro arranca con la historia de un fotógrafo que conoce a la maestra de yoga en el concierto de una banda. Deciden irse a vivir juntos, pero la diferencia entre ambos es que este texto ya tenía los antecedentes del ‘Fantasma de Canterville’ y de Charly García”, dice el escritor quien, alguna vez confesó a Gatopardo, redacta mejor en el comedor de su casa que en un estudio con sillón y escritorio a modo.
De entre las páginas emergen personajes sin compasión. Ni porque sean familia, hermanos. Como en “El código del payaso”, cuento donde “existe gente cuya felicidad se finca en la infelicidad de los demás”, menciona Velázquez. Una historia sobre la alegría que le genera al hermano mayor el hacer trizas al más chico durante toda su vida. No cesa incluso cuando la suerte favorece al que es vilipendiado. Lo álgido llega cuando el más grande embaraza a la pareja del menor y comienza una familia con ella. La violencia psicológica es llevada a sus últimas consecuencias.
También te puede interesar la crónica: "Hablando de mosquitos en búsqueda de Bruce Dickinson".
Lo mismo sucede en los “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”, un relato que narra la vida y muerte de un padre e hijo, con años de distancia, bajo las mismas circunstancias: el suicidio asistido por un matón. Sin embargo, lo importante es el cómo pasan las cosas, no el resultado.
Con el cambio de páginas, se nota la técnica más refinada de Velázquez. Evita el uso de guiones sin que el lector pierda el ritmo. La adhesión de anglicismos o de cómo se pronuncian las palabras en la sierra. La oralidad atrapada a cada párrafo. Los personajes piensan y tienen vida, crean sus propios diagnósticos entre ellos y se lee cómo algunos tienen enfermedades inventadas como el “síndrome de la hacendosita”. También describen sus propias actitudes con fórmulas cuasi matemáticas: Kendra + alcohol = gordo, descripción que da un personaje sobre lo que le sucede cuando ingiere bebidas etílicas. Se intentan explicar la vida y también se quedan sin respuestas, como algunos que reconocen la no paternidad y se perciben como “huérfanos a la inversa”. Incluso se aventura a hacer una especie de obra de teatro, con todo y reparto, en “La biografía de un hombre es su color de piel (La accidentada y prieta historia oral de Yoni Requesound)”.
Para cerrar el libro, el cuento que le da nombre, tenía por objetivo centrarse en un menonita costumbrista. En palabras de Velázquez: “Estuve investigando muchas cosas, pero el tipo de menonita que a mí me interesaba no era de los que tienen una vida social distinta, sino de los que están apegados a ciertas partes de su religión. El menonita modernizado no me interesaba. Lo que quería era que tuviera esta necesidad de escindirse de todo lo que representa ser un menonita”. Una historia que navega desde quien abandona el barco de su legado familiar hasta convertirse en domador de elefantes, pero fracasa. Ya no hay animales qué domar en los circos. Pero en el camino, tras fincarse entre el arte zen y el culto al Tonayán, alcanza la levitación. Hecho que lo lleva a la cárcel y termina, de una forma u otra, abrazado por los tentáculos del narco para buscar liberar a un líder criminal.
Además de su propia colección dentro de la editorial, Carlos Velázquez ya trabaja en un próximo libro. Si el año y el karma de vivir en el norte lo tratan bien, tendríamos más relatos velazquianos antes de terminar el 2024.
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