Tiempo de lectura: 4 minutosLa peste bubonica desembarcó en Sicilia de buques que provenían de Siria, y se esparció por Europa sembrando muerte, ruina y paralizando el frenético ritmo social de las ciudades. En 1348, el mundo de Giovanni Boccaccio y el destino de la ciudad de Florencia cambiaron de manera dramática.
El entonces centro mercantil condenado por el flujo de viajeros y comerciantes, se volvió el centro de la pandemia y sus murallas se convirtieron en el símbolo de una ciudad sitiada y aquejada por la enfermedad. El comercio se detuvo, la comunicación entre poblados y regiones cesó, y los florentinos adoptaron el distanciamiento social como una medida que probó, en ese momento, ser ineficaz ante una enfermedad de la que se sabía poco, que se ignoraba cómo se transmitía, no por contacto humano sino por la mordedura de pulgas, roedores o parásitos; y con la aparición de bubones negros en el cuerpo, mataba a sus víctimas apenas pasado el tercer día.
Vacía casi de habitantes, la ciudad veía enfermar y morir por millares a sus ciudadanos desprovistos de sacramentos, medicina o consuelo. Muchos habían huido de la ciudad al campo, abandonando propiedades y dejando atrás a sus enfermos, y otros, retenidos por la pobreza, la necesidad o la esperanza, permanecieron recluidos en sus casas. Las víctimas de la peste perecían en soledad y anunciaban la muerte a sus vecinos con el hedor de sus cuerpos que, ante la insuficiencia de los cementerios, eran transportados en tablillas de madera y enterrados por centenas en fosas comunes.
CONTINUAR LEYENDO
Más de 100 mil personas murieron al interior de las murallas de Florencia entre los años 1347 y 1353, y en Europa más de un tercio de su población. Con la ciudades diezmadas por la enfermedad y la hambruna, la peste —al igual que ahora— supuso la profundización de una crisis social que había comenzado tiempo atrás y el quiebre de un sistema ya de por sí descompuesto; se levantaron los estatutos sociales, se abatió la autoridad de leyes divinas y humanas, y se democratizó el sistema estatal al minar la posición económica de sus oligarquías.
Con la quiebra de los Bardi, los Peruzzi y los Acciaioli —un nutrido grupo de acaudaladas familias florentinas responsables de la actividad bancaria de la ciudad— a causa de una serie de deudas no saldadas por el rey de Inglaterra, Eduardo III, y el rey de Sicilia, Roberto de Anjou, Florencia se encontraba al filo de la balanza. Aún con el florín de oro —la moneda más influyente del momento—, la capital económica de Europa se hallaba desposeída de liquidez, hambrienta por el desabasto de víveres, y en las entrañas de una de las pandemias más letales registradas en la historia moderna.
La plaga de Florencia, grabado de L. Sabatelli / Wikimedia Commons.
***
Con la peste bubónica, el ritmo de la vida se interrumpe, se pierde el respeto a la propiedad privada, se rompen los lazos familiares y se suspenden los rituales mortuorios tan importantes para la sociedad medieval. El paseo, la fiesta y la congregación se vuelven prácticas que atentan contra el bienestar y la salvaguarda común.
La plaza pública se vacía y los lugares de reclusión –el chalet, la casa y la alcoba– se reorganizan para hacer espacio a la vida plena de sus habitantes. En esta encrucijada, Boccaccio, escritor y pensador humanista italiano, imaginó en su Decamerón –un cuentario medieval escrito durante los últimos años del paso de la peste por Europa– a un grupo de jóvenes florentinos resguardados en una casa de campo, huyendo de la ciudad.
Lejos del caos, la comitiva, siete mujeres y tres jóvenes nobles, hace uso del tiempo y el confinamiento para contarse historias inspiradas en las verdades más ruines de la sociedad florentina e imaginar, acompañados de las bondades de la ficción, un orden que se contrapone al paraje desolador ocasionado por la peste y la crisis económica.
«La peste, al igual que ahora, supuso la profundización de una crisis que había comenzado tiempo atrás y supuso el quiebre de un sistema ya de por sí descompuesto».
El Decamerón —cien historias contadas a lo largo de diez días— es una respuesta del paso de la peste por Italia, una suerte de maratón verbal, lleno de humor, erotismo y tragedia que recorre completo el espectro del comportamiento humano, sus pretensiones aristocráticas, debilidades eclesiásticas, negocios chuecos y matrimonios desvielados. Una descripción hilarante, pero mordaz de cómo los humanos no se preocupan lo suficiente el uno por el otro, y de la facilidad con la que intercambian sus ideales por placeres más inmediatos y recompensas tangibles.
Estas historias, contadas en voz de los diferentes miembros, son el recuento de una comunidad que frente a la peste se revela enferma de antemano. Para Boccaccio, un audaz observador, la pandemia es una puesta en escena que muestra las debilidades del gobierno, las instituciones y la sociedad; un orden social normalizado que desde hace tiempo producía injusticia, inequidad y violencia; y espectáculo de muerte, bestialidad, degradación y ruina.
El triunfo de la muerte (ca. 1562)de Pieter Brugel, Museo del Prado. / Wikimedia Commons.
***
La etimología del título de su obra, calcada del Hexamerón medieval —tratados teológicos que narraban los seis días de la creación—, alude a los diez días de relato a las afuera de Florencia y apunta a la creación de un mundo nuevo a través del pensamiento y la literatura.
En los relatos de Boccaccio el confinamiento es visto, aún hoy, no solo como una responsabilidad cívica, sino como un viaje de regeneración cargado de la experiencia literaria que le permite a la sociedad regresar a las calles, a la ciudad, a la vida pública, y soldar los lazos rotos por la enfermedad, y que la vida vuelva a ser.