El juicio de las tripas. La furia de la Iglesia Universal en Brasil

El juicio de las tripas. La furia de la Iglesia Universal en Brasil

Un tuit lo desató todo. Un acto de libertad de expresión en el país de Jair Bolsonaro. El escritor brasileño João Paulo Cuenca cuenta de los días en que la organización evangélica Iglesia Universal del Reino de Dios inició una titánica ofensiva en contra suya, con 143 denuncias por parte de pastores que reclaman indemnización. El relato de un asedio contra un periodista en América Latina.

Tiempo de lectura: 26 minutos

Traducción de Martín Caamaño

16 DE JUNIO DE 2020, MARTES. A las 16:55 de otra tarde más dedicada a la procrastinación durante la cuarentena, escribo en mi Twitter: “El brasilero sólo será libre cuando el último Bolsonaro sea ahorcado con las tripas del último pastor de la Iglesia Universal”. Es una paráfrasis de un refrán atribuido a los iluministas Voltaire y Diderot, pero que tiene su origen en las confesiones del abate francés Jean Meslier (1664-1729). A lo largo de los siglos, el dicho fue recreado sin cesar por personas de los más variados espectros ideológicos, a partir de la siguiente formulación: “El hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote.”

El proverbio iluminista me vino de sopetón, cuando terminaba de leer una noticia sobre los fondos de comunicación del gobierno federal destinados a las emisoras de radios y canales de televisión de grandes iglesias evangélicas, esas fortalezas electorales de ultraderecha que están llevando a Brasil al precipicio. Indignado con la noticia, reescribí la frase de forma satírica, como ya hicieron tantos a lo largo de la historia, de manera distraída, como si sumara otra boutade más a las tantas que corren en las redes sociales, como alguien que hace garabatos en la servilleta de papel de un restaurante o escupe al pasar cerca del busto de un general en una plaza pública.

Sabía que no estaba sólo: buena parte de los contenidos de Twitter consisten en reacciones, insultos y burlas a la política y a las autoridades en general. La red social parece particularmente propicia a encausar la profanación con fines de catarsis –y también a algo más elemental–. Recuerdo el estudio realizado por un psicólogo británico que comprobó que los injurios aumentan nuestra capacidad de soportar el dolor. Ordenó a sus conejillos de indias a enumerar dos listas de palabras: la primera con insultos como los que soltamos al martillarnos nuestro propio dedo; la segunda, con palabras neutras. Después, ordenó a los participantes a poner la mano en un balde lleno de hielo. Los que leyeron la lista con palabras groseras fueron capaces de resistir casi el 50% más de tiempo con la mano en el hielo, y no sólo eso: sentían que el dolor provocado por la baja temperatura era menos intenso. Estudios semejantes fueron realizados durante ejercicios físicos, con resultados parecidos. Richard Stephens, de la Universidad Keele, en Inglaterra, el académico responsable por los experimentos, divulgados en 2009 en la revista NeuroReport, afirmó que maldecir produce una respuesta al estrés natural, así como un aumento de adrenalina y de los latidos cardíacos. Todo eso lleva a un tipo de “anestesia inducida por el estrés”.

Tal recompensa, sin embargo, a veces no vale la pena. Salgo de la computadora para hacer otras cosas y, cuando vuelvo a Twitter, veo que centenas de electores del presidente están enfurecidos, manifestándose en mi página con sus modos rumiantes e injuriosos. En las horas siguientes, invaden mis otros inboxes con amenazas de muerte y más insultos, ataques emprendidos por robots, seres humanos y algún eslabón perdido entre los dos.

Explico la cita en un thread y borro el tuit original, por consejo de un amigo escritor que también es abogado. Siento como si hubiese abierto bajo mis pies un desagüe conectado directamente al Valle de Flegetonte, uno de los ríos del Hades, o a la cloaca de un país entero. Bloqueo mis cuentas para evitar sumergirme en un estercolero de ganado zombi. En Facebook, como no pueden hacer más comentarios, dejan emojis con sonrisas de escarnio en las últimas publicaciones. Los fascistas encontraron en las redes sociales el recurso ideal para hacer alarde de todo su odio y su estupidez. Siguen estimulados por la sensación de que, finalmente, alguien oye sus gruñidos de hiena, incluso aunque sea por medio de las caritas de un muñequito amarillo.

Antes de dormir, hago captura de pantalla de las amenazas de muerte que recibí durante el día. No son las primeras en mi vida y tal vez ya me esté acostumbrando a ellas.

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