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Entre azul y buenas noches

Entre azul y buenas noches

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
26
.
08
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Samantha Flores es una trans-activista mexicana, fundadora de Laetus Vitae, la primera casa de día totalmente gratuita de la Ciudad de México, y de América Latina, para gente mayor LGBTQ+. Con apoyo de Grijalbo te presentamos un fragmento de su autobiografía.

Breve Aperitivo

Yo nunca pensé ser Samantha.

Todas mis amigas me dicen que se ponían las zapatillas de la mamá, se pintaban la boca con el lápiz de la mamá, se ponían la ropa de la mamá, la falda, la blusa y se arreglaban el pelo para que se viera como pelo de mujer o la famosa toalla enredada aquí arriba para verse la carita.

A mí nunca me pasó “por aquí” que yo podía hacerlo.

Hasta que vino esa fiesta de disfraces...

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David: él tenía 18 años y yo 12

En el cerro empezaba la besuquiza. David me fue enseñando a besar; primero besitos de pajaritos, en los labios, sin abrir la boca, luego ya metiendo la lengua. También me enseñó a acariciar, de arriba abajo, aunque nunca me forzó a pasarle la mano por la bragueta. Fue un comienzo muy bonito para mi vida sentimental en la ciudad de Orizaba. Yo sabía que era pecado y por eso dejé de ir a confesarme. Aunque luego descubrí que a los sacerdotes también les atraían los niños. Una tarde llegó uno, en coche, y se estacionó enfrente de mi casa. Era el sacerdote de la iglesia Santa María que me habría visto cuando, en junio, los niños, vestidos de blanco, íbamos a ofrecer flores a la Virgen. El chofer se bajó, tocó y volvió a subirse al volante. Desde la puerta de mi casa, vi que el padre estaba sentado patiabierto, con los pantalones abajo, pero con los calzones puestos. Me hizo una señal para que me acercara. Yo me asusté y cerré la puerta. Desde ese momento desconfío de los padres.

El tercer año de mi relación con David, antes de iniciar un acercamiento más sexual, sucedieron dos cosas que lo precipitaron. La primera tiene que ver con una mujer, una vecina que se enamoró de mí y que andaría por sus 30 o 32 años. Era linda, me caía muy bien pero yo no estaba enamorado de ella; quien sí lo estaba era mi hermano mayor que se puso muy muy celoso. Yo la veía con frecuencia y un día me llevó a un motel. Fue la única vez que estuve con una mujer. No me acuerdo ni de haberla penetrado, ni de haberme venido, ni siquiera de haber sentido cualquier placer. Ella lo manipuló todo. Esa relación de amistad, como yo la llamaba, provocó unos celos tremendos en David, a tal punto que me llevó a la iglesia y nos casamos. Yo era muy católica, como todo México, sobre todo en aquella época, y no aceptaba tener relaciones sexuales con él, quien, muy lipsto, me llevó a la iglesia San José de mi barrio y, en el primer altar, ante la imagen de San José nos juramos amor eterno. Fue un acto de amor muy peculiar porque nos hincamos ante el altar y me dijo:

—Tú te vas a casar y vas a tener hijos. Van a ser mis hijos toda la vida. Yo me voy a casar y voy a tener hijos y van a ser tus hijos toda la vida.

Eso dijo y recuerdo que fue ante la imagen de San José, que allá estaba. Los dos éramos menores de edad y fue muy bonito. Había mucho amor de por medio.

A raíz de ese matrimonio simbólico yo acepté tener relaciones sexuales con él. Subíamos al cerro, como acostumbramos a hacerlo desde el primer año, nos abrazábamos, nos besábamos, nos acariciábamos y creo que me bajaba el pantalón. No recuerdo qué hacíamos, cómo lo hacíamos, o si lo hacíamos, lo único que recuerdo es que yo tenía que bajar de volada para la comida con mi papá y sentía que un líquido me escurría por los muslos. Lo estuvimos haciendo como veinte o treinta veces y creo que nunca hubo penetración porque no recuerdo haber sentido el mínimo dolorcito.

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Yo también seré una reina, una reina india, seré Xóchitl: encuentros y desencuentros con XO

Ella era conocida como Xóchitl*. Yo la llamaba Equis O. Si hago el balance de mi relación con XO, fue más lo bueno que lo malo. Por ella soy Samantha. XO era un personaje fascinante, irritante, excesivo y frágil a la vez. Parte de mi historia se escribió con ella. Así empieza...

A principios de los años 1960, en 1964 seguramente, XO vivía en Querétaro y venía de vez en cuando a la Ciudad de México. Empezó como chichifo. Había un café en la Zona Rosa, en la esquina de Florencia y Londres. El mesero era una loca. En ese café se reunía toda la gente gay en las tardes noches. Las que tenían carro se estacionaban afuera, sobre la acera, y ahí danzoneaba XO, mariconeando de hombre. Conocí a un muchacho, Fernando, a quien llamaban la Zorra Carrillo, que estudiaba arquitectura y tenía un carro Fiat Topolino; vivía en Lindavista. Este muchacho era muy amigo de XO y fue por él que me enteré de su existencia.

Un día, XO decidió organizar una fiesta para su coronación como Reina y nos dijo, a mí y a unos amigos: “quiero que sean mis damas de honor, y las quiero vestidas de mujer”. “Está loca”, pensamos, ¿cómo nos vamos a disfrazar de mujer y a hacer el ridículo? Éramos hombres con cuerpos de hombre y se notaría. Poco a poco nos fuimos haciendo a la idea, pero en plan de pachanga, de broma, nunca en serio. Conseguimos unos vestidos, nos subimos al carro y nos fuimos rumbo a Querétaro para asistir a la coronación de Xóchitl como Reina India. En las 5 horas de viaje tuvimos tiempo de sobra para escoger nuestros nombres de mujer. Una dijo, muy chistosa, muy sensible: “yo me pondría María, como mi mamá”. Otra: “yo Orquídea como mi vecina”. Yo acababa de ver High Society, una película gringa de Charles Walters en la que Bing Crosby le canta a Grace Kelly la canción “I love you, Samantha”. Es una canción de Cole Porter, uno de mis compositores favoritos. I love you, Samantha, and my love will never die. Remember, Samantha, I’m a one-gal guy. Together, Samantha, we could ride a star and ride it high. ¡Samantha!, así me llamaré yo.

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Desde hace unos años, no tantos, todos mis papeles están a nombre de Samantha. Samantha Aurelia Vicenta, precisamente; Aurelia por mi abuelo materno y Vicenta por mi papá. Al principio, cambiar los papeles, costaba como unos 60 mil pesos. Un amigo muy querido me dijo un día: “¿y los papeles?”. Le contesté: “pues cuesta 36 mil pesos cambiar el nombre, yo no tengo esa cantidad, y si la tuviera, mejor compro un boleto para Madrid”. He viajado varias veces a Europa y nunca he tenido problema con mis antiguos papeles. “Yo te los voy a pagar”, me dijo. No costaron 36 mil pesos sino 16 mil. Ahora ya puedes ir de barba al registro civil y decir “ya no quiero ser Carlos sino Carla”, llenas un papel, vas a la caja, pagas unos 17 pesos, que es lo que cuesta actualmente, y ya cambiaste de nombre.

Cuando una decide vivir como mujer y dar un paso de este tamaño, lo primero que piensa es que va a perder amigos. Yo tuve mucha suerte: recibí el apoyo de los míos. Otro temor es que vas a vivir sin papeles. Estuve casi 30 años sin ser nadie. He de confesar que no me siento mujer porque nunca voy a tener las funciones que tienen las mujeres. Me gusta mi parte femenina. Admiro a la mujer. Me gusta la ropa, el arreglo, el maquillaje. Me gusta vestirme de noche, por el glamour. Al principio usaba tacones y vestido, que son signos femeninos, pero los tacones eran un suplicio y el vestido de lo más incómodo. Me fui acomodando poco a poco. Mi pelo, que era café oscuro, lo fui dejando más largo y me lo pinté. Lo del chongo fue hasta después. Lo primero de lo que me deshice fue del vestido. Más tarde vi que Catherine Deneuve usaba zapatillas bajas y me dije: “si Catherine Deneuve, símbolo de elegancia y belleza, lo hace, ¿por qué no yo?”. Así que ¡fuera tacones!

Mentalmente tenemos dos sexos. Estoy muy satisfecha con mi duplicidad. Nunca me ha pasado por la mente operarme. Yo soy feliz con mi cuerpo. Amo mi cuerpo, lo utilizo y lo gozo. Yo sé que hay galanes que nos buscan porque tenemos palanca de velocidad. El macho mexicano piensa que meterse con una mujer trans, por ser mujer, no lo hace joto. Psicológicamente, yo cambié de sexo. Encontré mi otro yo. Tardé en desarrollarlo porque estaba dormido y tuve que despertarlo poco a poco. Encontré mi feminidad. En realidad, siempre estuvo presente. Yo era un niño muy afeminado. Más tarde, ya como Samantha, cuando regresaba a Orizaba, me disfrazaba de hombre, por respeto a mi papá. Sólo me quedaba allí dos días y dos noches. Muy poco tiempo. Nunca hablé del caso en mi familia. Con mi mamá fue diferente. A ella lo único que le importaba era que yo fuera feliz. Me decía “mi vida” para no equivocarse.

*Xóchitl, cuyo nombre de nacimiento era Gustavo, fue una travesti muy conocida en el ambiente nocturno LGBT de la Ciudad de México, en las décadas de 1970 y 1980. Organizaba fiestas y frecuentaba lugares como el Nueve Bar. Es una leyenda y se han contado mil anécdotas sobre sus prácticas. Carlos Monsiváis le dedicó una crónica y Margo Su, la productora del Teatro Blanquita, escribió, en 1991, una novela inspirada en ella: Posesión, publicada en Cal y Arena. [Nota de Antoine Rodríguez]

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Entre azul y buenas noches

Entre azul y buenas noches

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Fotografía de
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Tiempo de Lectura: 00 min

Samantha Flores es una trans-activista mexicana, fundadora de Laetus Vitae, la primera casa de día totalmente gratuita de la Ciudad de México, y de América Latina, para gente mayor LGBTQ+. Con apoyo de Grijalbo te presentamos un fragmento de su autobiografía.

Breve Aperitivo

Yo nunca pensé ser Samantha.

Todas mis amigas me dicen que se ponían las zapatillas de la mamá, se pintaban la boca con el lápiz de la mamá, se ponían la ropa de la mamá, la falda, la blusa y se arreglaban el pelo para que se viera como pelo de mujer o la famosa toalla enredada aquí arriba para verse la carita.

A mí nunca me pasó “por aquí” que yo podía hacerlo.

Hasta que vino esa fiesta de disfraces...

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David: él tenía 18 años y yo 12

En el cerro empezaba la besuquiza. David me fue enseñando a besar; primero besitos de pajaritos, en los labios, sin abrir la boca, luego ya metiendo la lengua. También me enseñó a acariciar, de arriba abajo, aunque nunca me forzó a pasarle la mano por la bragueta. Fue un comienzo muy bonito para mi vida sentimental en la ciudad de Orizaba. Yo sabía que era pecado y por eso dejé de ir a confesarme. Aunque luego descubrí que a los sacerdotes también les atraían los niños. Una tarde llegó uno, en coche, y se estacionó enfrente de mi casa. Era el sacerdote de la iglesia Santa María que me habría visto cuando, en junio, los niños, vestidos de blanco, íbamos a ofrecer flores a la Virgen. El chofer se bajó, tocó y volvió a subirse al volante. Desde la puerta de mi casa, vi que el padre estaba sentado patiabierto, con los pantalones abajo, pero con los calzones puestos. Me hizo una señal para que me acercara. Yo me asusté y cerré la puerta. Desde ese momento desconfío de los padres.

El tercer año de mi relación con David, antes de iniciar un acercamiento más sexual, sucedieron dos cosas que lo precipitaron. La primera tiene que ver con una mujer, una vecina que se enamoró de mí y que andaría por sus 30 o 32 años. Era linda, me caía muy bien pero yo no estaba enamorado de ella; quien sí lo estaba era mi hermano mayor que se puso muy muy celoso. Yo la veía con frecuencia y un día me llevó a un motel. Fue la única vez que estuve con una mujer. No me acuerdo ni de haberla penetrado, ni de haberme venido, ni siquiera de haber sentido cualquier placer. Ella lo manipuló todo. Esa relación de amistad, como yo la llamaba, provocó unos celos tremendos en David, a tal punto que me llevó a la iglesia y nos casamos. Yo era muy católica, como todo México, sobre todo en aquella época, y no aceptaba tener relaciones sexuales con él, quien, muy lipsto, me llevó a la iglesia San José de mi barrio y, en el primer altar, ante la imagen de San José nos juramos amor eterno. Fue un acto de amor muy peculiar porque nos hincamos ante el altar y me dijo:

—Tú te vas a casar y vas a tener hijos. Van a ser mis hijos toda la vida. Yo me voy a casar y voy a tener hijos y van a ser tus hijos toda la vida.

Eso dijo y recuerdo que fue ante la imagen de San José, que allá estaba. Los dos éramos menores de edad y fue muy bonito. Había mucho amor de por medio.

A raíz de ese matrimonio simbólico yo acepté tener relaciones sexuales con él. Subíamos al cerro, como acostumbramos a hacerlo desde el primer año, nos abrazábamos, nos besábamos, nos acariciábamos y creo que me bajaba el pantalón. No recuerdo qué hacíamos, cómo lo hacíamos, o si lo hacíamos, lo único que recuerdo es que yo tenía que bajar de volada para la comida con mi papá y sentía que un líquido me escurría por los muslos. Lo estuvimos haciendo como veinte o treinta veces y creo que nunca hubo penetración porque no recuerdo haber sentido el mínimo dolorcito.

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Yo también seré una reina, una reina india, seré Xóchitl: encuentros y desencuentros con XO

Ella era conocida como Xóchitl*. Yo la llamaba Equis O. Si hago el balance de mi relación con XO, fue más lo bueno que lo malo. Por ella soy Samantha. XO era un personaje fascinante, irritante, excesivo y frágil a la vez. Parte de mi historia se escribió con ella. Así empieza...

A principios de los años 1960, en 1964 seguramente, XO vivía en Querétaro y venía de vez en cuando a la Ciudad de México. Empezó como chichifo. Había un café en la Zona Rosa, en la esquina de Florencia y Londres. El mesero era una loca. En ese café se reunía toda la gente gay en las tardes noches. Las que tenían carro se estacionaban afuera, sobre la acera, y ahí danzoneaba XO, mariconeando de hombre. Conocí a un muchacho, Fernando, a quien llamaban la Zorra Carrillo, que estudiaba arquitectura y tenía un carro Fiat Topolino; vivía en Lindavista. Este muchacho era muy amigo de XO y fue por él que me enteré de su existencia.

Un día, XO decidió organizar una fiesta para su coronación como Reina y nos dijo, a mí y a unos amigos: “quiero que sean mis damas de honor, y las quiero vestidas de mujer”. “Está loca”, pensamos, ¿cómo nos vamos a disfrazar de mujer y a hacer el ridículo? Éramos hombres con cuerpos de hombre y se notaría. Poco a poco nos fuimos haciendo a la idea, pero en plan de pachanga, de broma, nunca en serio. Conseguimos unos vestidos, nos subimos al carro y nos fuimos rumbo a Querétaro para asistir a la coronación de Xóchitl como Reina India. En las 5 horas de viaje tuvimos tiempo de sobra para escoger nuestros nombres de mujer. Una dijo, muy chistosa, muy sensible: “yo me pondría María, como mi mamá”. Otra: “yo Orquídea como mi vecina”. Yo acababa de ver High Society, una película gringa de Charles Walters en la que Bing Crosby le canta a Grace Kelly la canción “I love you, Samantha”. Es una canción de Cole Porter, uno de mis compositores favoritos. I love you, Samantha, and my love will never die. Remember, Samantha, I’m a one-gal guy. Together, Samantha, we could ride a star and ride it high. ¡Samantha!, así me llamaré yo.

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Desde hace unos años, no tantos, todos mis papeles están a nombre de Samantha. Samantha Aurelia Vicenta, precisamente; Aurelia por mi abuelo materno y Vicenta por mi papá. Al principio, cambiar los papeles, costaba como unos 60 mil pesos. Un amigo muy querido me dijo un día: “¿y los papeles?”. Le contesté: “pues cuesta 36 mil pesos cambiar el nombre, yo no tengo esa cantidad, y si la tuviera, mejor compro un boleto para Madrid”. He viajado varias veces a Europa y nunca he tenido problema con mis antiguos papeles. “Yo te los voy a pagar”, me dijo. No costaron 36 mil pesos sino 16 mil. Ahora ya puedes ir de barba al registro civil y decir “ya no quiero ser Carlos sino Carla”, llenas un papel, vas a la caja, pagas unos 17 pesos, que es lo que cuesta actualmente, y ya cambiaste de nombre.

Cuando una decide vivir como mujer y dar un paso de este tamaño, lo primero que piensa es que va a perder amigos. Yo tuve mucha suerte: recibí el apoyo de los míos. Otro temor es que vas a vivir sin papeles. Estuve casi 30 años sin ser nadie. He de confesar que no me siento mujer porque nunca voy a tener las funciones que tienen las mujeres. Me gusta mi parte femenina. Admiro a la mujer. Me gusta la ropa, el arreglo, el maquillaje. Me gusta vestirme de noche, por el glamour. Al principio usaba tacones y vestido, que son signos femeninos, pero los tacones eran un suplicio y el vestido de lo más incómodo. Me fui acomodando poco a poco. Mi pelo, que era café oscuro, lo fui dejando más largo y me lo pinté. Lo del chongo fue hasta después. Lo primero de lo que me deshice fue del vestido. Más tarde vi que Catherine Deneuve usaba zapatillas bajas y me dije: “si Catherine Deneuve, símbolo de elegancia y belleza, lo hace, ¿por qué no yo?”. Así que ¡fuera tacones!

Mentalmente tenemos dos sexos. Estoy muy satisfecha con mi duplicidad. Nunca me ha pasado por la mente operarme. Yo soy feliz con mi cuerpo. Amo mi cuerpo, lo utilizo y lo gozo. Yo sé que hay galanes que nos buscan porque tenemos palanca de velocidad. El macho mexicano piensa que meterse con una mujer trans, por ser mujer, no lo hace joto. Psicológicamente, yo cambié de sexo. Encontré mi otro yo. Tardé en desarrollarlo porque estaba dormido y tuve que despertarlo poco a poco. Encontré mi feminidad. En realidad, siempre estuvo presente. Yo era un niño muy afeminado. Más tarde, ya como Samantha, cuando regresaba a Orizaba, me disfrazaba de hombre, por respeto a mi papá. Sólo me quedaba allí dos días y dos noches. Muy poco tiempo. Nunca hablé del caso en mi familia. Con mi mamá fue diferente. A ella lo único que le importaba era que yo fuera feliz. Me decía “mi vida” para no equivocarse.

*Xóchitl, cuyo nombre de nacimiento era Gustavo, fue una travesti muy conocida en el ambiente nocturno LGBT de la Ciudad de México, en las décadas de 1970 y 1980. Organizaba fiestas y frecuentaba lugares como el Nueve Bar. Es una leyenda y se han contado mil anécdotas sobre sus prácticas. Carlos Monsiváis le dedicó una crónica y Margo Su, la productora del Teatro Blanquita, escribió, en 1991, una novela inspirada en ella: Posesión, publicada en Cal y Arena. [Nota de Antoine Rodríguez]

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Tiempo de Lectura: 00 min

Samantha Flores es una trans-activista mexicana, fundadora de Laetus Vitae, la primera casa de día totalmente gratuita de la Ciudad de México, y de América Latina, para gente mayor LGBTQ+. Con apoyo de Grijalbo te presentamos un fragmento de su autobiografía.

Breve Aperitivo

Yo nunca pensé ser Samantha.

Todas mis amigas me dicen que se ponían las zapatillas de la mamá, se pintaban la boca con el lápiz de la mamá, se ponían la ropa de la mamá, la falda, la blusa y se arreglaban el pelo para que se viera como pelo de mujer o la famosa toalla enredada aquí arriba para verse la carita.

A mí nunca me pasó “por aquí” que yo podía hacerlo.

Hasta que vino esa fiesta de disfraces...

{{ linea }}

David: él tenía 18 años y yo 12

En el cerro empezaba la besuquiza. David me fue enseñando a besar; primero besitos de pajaritos, en los labios, sin abrir la boca, luego ya metiendo la lengua. También me enseñó a acariciar, de arriba abajo, aunque nunca me forzó a pasarle la mano por la bragueta. Fue un comienzo muy bonito para mi vida sentimental en la ciudad de Orizaba. Yo sabía que era pecado y por eso dejé de ir a confesarme. Aunque luego descubrí que a los sacerdotes también les atraían los niños. Una tarde llegó uno, en coche, y se estacionó enfrente de mi casa. Era el sacerdote de la iglesia Santa María que me habría visto cuando, en junio, los niños, vestidos de blanco, íbamos a ofrecer flores a la Virgen. El chofer se bajó, tocó y volvió a subirse al volante. Desde la puerta de mi casa, vi que el padre estaba sentado patiabierto, con los pantalones abajo, pero con los calzones puestos. Me hizo una señal para que me acercara. Yo me asusté y cerré la puerta. Desde ese momento desconfío de los padres.

El tercer año de mi relación con David, antes de iniciar un acercamiento más sexual, sucedieron dos cosas que lo precipitaron. La primera tiene que ver con una mujer, una vecina que se enamoró de mí y que andaría por sus 30 o 32 años. Era linda, me caía muy bien pero yo no estaba enamorado de ella; quien sí lo estaba era mi hermano mayor que se puso muy muy celoso. Yo la veía con frecuencia y un día me llevó a un motel. Fue la única vez que estuve con una mujer. No me acuerdo ni de haberla penetrado, ni de haberme venido, ni siquiera de haber sentido cualquier placer. Ella lo manipuló todo. Esa relación de amistad, como yo la llamaba, provocó unos celos tremendos en David, a tal punto que me llevó a la iglesia y nos casamos. Yo era muy católica, como todo México, sobre todo en aquella época, y no aceptaba tener relaciones sexuales con él, quien, muy lipsto, me llevó a la iglesia San José de mi barrio y, en el primer altar, ante la imagen de San José nos juramos amor eterno. Fue un acto de amor muy peculiar porque nos hincamos ante el altar y me dijo:

—Tú te vas a casar y vas a tener hijos. Van a ser mis hijos toda la vida. Yo me voy a casar y voy a tener hijos y van a ser tus hijos toda la vida.

Eso dijo y recuerdo que fue ante la imagen de San José, que allá estaba. Los dos éramos menores de edad y fue muy bonito. Había mucho amor de por medio.

A raíz de ese matrimonio simbólico yo acepté tener relaciones sexuales con él. Subíamos al cerro, como acostumbramos a hacerlo desde el primer año, nos abrazábamos, nos besábamos, nos acariciábamos y creo que me bajaba el pantalón. No recuerdo qué hacíamos, cómo lo hacíamos, o si lo hacíamos, lo único que recuerdo es que yo tenía que bajar de volada para la comida con mi papá y sentía que un líquido me escurría por los muslos. Lo estuvimos haciendo como veinte o treinta veces y creo que nunca hubo penetración porque no recuerdo haber sentido el mínimo dolorcito.

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Yo también seré una reina, una reina india, seré Xóchitl: encuentros y desencuentros con XO

Ella era conocida como Xóchitl*. Yo la llamaba Equis O. Si hago el balance de mi relación con XO, fue más lo bueno que lo malo. Por ella soy Samantha. XO era un personaje fascinante, irritante, excesivo y frágil a la vez. Parte de mi historia se escribió con ella. Así empieza...

A principios de los años 1960, en 1964 seguramente, XO vivía en Querétaro y venía de vez en cuando a la Ciudad de México. Empezó como chichifo. Había un café en la Zona Rosa, en la esquina de Florencia y Londres. El mesero era una loca. En ese café se reunía toda la gente gay en las tardes noches. Las que tenían carro se estacionaban afuera, sobre la acera, y ahí danzoneaba XO, mariconeando de hombre. Conocí a un muchacho, Fernando, a quien llamaban la Zorra Carrillo, que estudiaba arquitectura y tenía un carro Fiat Topolino; vivía en Lindavista. Este muchacho era muy amigo de XO y fue por él que me enteré de su existencia.

Un día, XO decidió organizar una fiesta para su coronación como Reina y nos dijo, a mí y a unos amigos: “quiero que sean mis damas de honor, y las quiero vestidas de mujer”. “Está loca”, pensamos, ¿cómo nos vamos a disfrazar de mujer y a hacer el ridículo? Éramos hombres con cuerpos de hombre y se notaría. Poco a poco nos fuimos haciendo a la idea, pero en plan de pachanga, de broma, nunca en serio. Conseguimos unos vestidos, nos subimos al carro y nos fuimos rumbo a Querétaro para asistir a la coronación de Xóchitl como Reina India. En las 5 horas de viaje tuvimos tiempo de sobra para escoger nuestros nombres de mujer. Una dijo, muy chistosa, muy sensible: “yo me pondría María, como mi mamá”. Otra: “yo Orquídea como mi vecina”. Yo acababa de ver High Society, una película gringa de Charles Walters en la que Bing Crosby le canta a Grace Kelly la canción “I love you, Samantha”. Es una canción de Cole Porter, uno de mis compositores favoritos. I love you, Samantha, and my love will never die. Remember, Samantha, I’m a one-gal guy. Together, Samantha, we could ride a star and ride it high. ¡Samantha!, así me llamaré yo.

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Desde hace unos años, no tantos, todos mis papeles están a nombre de Samantha. Samantha Aurelia Vicenta, precisamente; Aurelia por mi abuelo materno y Vicenta por mi papá. Al principio, cambiar los papeles, costaba como unos 60 mil pesos. Un amigo muy querido me dijo un día: “¿y los papeles?”. Le contesté: “pues cuesta 36 mil pesos cambiar el nombre, yo no tengo esa cantidad, y si la tuviera, mejor compro un boleto para Madrid”. He viajado varias veces a Europa y nunca he tenido problema con mis antiguos papeles. “Yo te los voy a pagar”, me dijo. No costaron 36 mil pesos sino 16 mil. Ahora ya puedes ir de barba al registro civil y decir “ya no quiero ser Carlos sino Carla”, llenas un papel, vas a la caja, pagas unos 17 pesos, que es lo que cuesta actualmente, y ya cambiaste de nombre.

Cuando una decide vivir como mujer y dar un paso de este tamaño, lo primero que piensa es que va a perder amigos. Yo tuve mucha suerte: recibí el apoyo de los míos. Otro temor es que vas a vivir sin papeles. Estuve casi 30 años sin ser nadie. He de confesar que no me siento mujer porque nunca voy a tener las funciones que tienen las mujeres. Me gusta mi parte femenina. Admiro a la mujer. Me gusta la ropa, el arreglo, el maquillaje. Me gusta vestirme de noche, por el glamour. Al principio usaba tacones y vestido, que son signos femeninos, pero los tacones eran un suplicio y el vestido de lo más incómodo. Me fui acomodando poco a poco. Mi pelo, que era café oscuro, lo fui dejando más largo y me lo pinté. Lo del chongo fue hasta después. Lo primero de lo que me deshice fue del vestido. Más tarde vi que Catherine Deneuve usaba zapatillas bajas y me dije: “si Catherine Deneuve, símbolo de elegancia y belleza, lo hace, ¿por qué no yo?”. Así que ¡fuera tacones!

Mentalmente tenemos dos sexos. Estoy muy satisfecha con mi duplicidad. Nunca me ha pasado por la mente operarme. Yo soy feliz con mi cuerpo. Amo mi cuerpo, lo utilizo y lo gozo. Yo sé que hay galanes que nos buscan porque tenemos palanca de velocidad. El macho mexicano piensa que meterse con una mujer trans, por ser mujer, no lo hace joto. Psicológicamente, yo cambié de sexo. Encontré mi otro yo. Tardé en desarrollarlo porque estaba dormido y tuve que despertarlo poco a poco. Encontré mi feminidad. En realidad, siempre estuvo presente. Yo era un niño muy afeminado. Más tarde, ya como Samantha, cuando regresaba a Orizaba, me disfrazaba de hombre, por respeto a mi papá. Sólo me quedaba allí dos días y dos noches. Muy poco tiempo. Nunca hablé del caso en mi familia. Con mi mamá fue diferente. A ella lo único que le importaba era que yo fuera feliz. Me decía “mi vida” para no equivocarse.

*Xóchitl, cuyo nombre de nacimiento era Gustavo, fue una travesti muy conocida en el ambiente nocturno LGBT de la Ciudad de México, en las décadas de 1970 y 1980. Organizaba fiestas y frecuentaba lugares como el Nueve Bar. Es una leyenda y se han contado mil anécdotas sobre sus prácticas. Carlos Monsiváis le dedicó una crónica y Margo Su, la productora del Teatro Blanquita, escribió, en 1991, una novela inspirada en ella: Posesión, publicada en Cal y Arena. [Nota de Antoine Rodríguez]

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Breve Aperitivo

Yo nunca pensé ser Samantha.

Todas mis amigas me dicen que se ponían las zapatillas de la mamá, se pintaban la boca con el lápiz de la mamá, se ponían la ropa de la mamá, la falda, la blusa y se arreglaban el pelo para que se viera como pelo de mujer o la famosa toalla enredada aquí arriba para verse la carita.

A mí nunca me pasó “por aquí” que yo podía hacerlo.

Hasta que vino esa fiesta de disfraces...

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David: él tenía 18 años y yo 12

En el cerro empezaba la besuquiza. David me fue enseñando a besar; primero besitos de pajaritos, en los labios, sin abrir la boca, luego ya metiendo la lengua. También me enseñó a acariciar, de arriba abajo, aunque nunca me forzó a pasarle la mano por la bragueta. Fue un comienzo muy bonito para mi vida sentimental en la ciudad de Orizaba. Yo sabía que era pecado y por eso dejé de ir a confesarme. Aunque luego descubrí que a los sacerdotes también les atraían los niños. Una tarde llegó uno, en coche, y se estacionó enfrente de mi casa. Era el sacerdote de la iglesia Santa María que me habría visto cuando, en junio, los niños, vestidos de blanco, íbamos a ofrecer flores a la Virgen. El chofer se bajó, tocó y volvió a subirse al volante. Desde la puerta de mi casa, vi que el padre estaba sentado patiabierto, con los pantalones abajo, pero con los calzones puestos. Me hizo una señal para que me acercara. Yo me asusté y cerré la puerta. Desde ese momento desconfío de los padres.

El tercer año de mi relación con David, antes de iniciar un acercamiento más sexual, sucedieron dos cosas que lo precipitaron. La primera tiene que ver con una mujer, una vecina que se enamoró de mí y que andaría por sus 30 o 32 años. Era linda, me caía muy bien pero yo no estaba enamorado de ella; quien sí lo estaba era mi hermano mayor que se puso muy muy celoso. Yo la veía con frecuencia y un día me llevó a un motel. Fue la única vez que estuve con una mujer. No me acuerdo ni de haberla penetrado, ni de haberme venido, ni siquiera de haber sentido cualquier placer. Ella lo manipuló todo. Esa relación de amistad, como yo la llamaba, provocó unos celos tremendos en David, a tal punto que me llevó a la iglesia y nos casamos. Yo era muy católica, como todo México, sobre todo en aquella época, y no aceptaba tener relaciones sexuales con él, quien, muy lipsto, me llevó a la iglesia San José de mi barrio y, en el primer altar, ante la imagen de San José nos juramos amor eterno. Fue un acto de amor muy peculiar porque nos hincamos ante el altar y me dijo:

—Tú te vas a casar y vas a tener hijos. Van a ser mis hijos toda la vida. Yo me voy a casar y voy a tener hijos y van a ser tus hijos toda la vida.

Eso dijo y recuerdo que fue ante la imagen de San José, que allá estaba. Los dos éramos menores de edad y fue muy bonito. Había mucho amor de por medio.

A raíz de ese matrimonio simbólico yo acepté tener relaciones sexuales con él. Subíamos al cerro, como acostumbramos a hacerlo desde el primer año, nos abrazábamos, nos besábamos, nos acariciábamos y creo que me bajaba el pantalón. No recuerdo qué hacíamos, cómo lo hacíamos, o si lo hacíamos, lo único que recuerdo es que yo tenía que bajar de volada para la comida con mi papá y sentía que un líquido me escurría por los muslos. Lo estuvimos haciendo como veinte o treinta veces y creo que nunca hubo penetración porque no recuerdo haber sentido el mínimo dolorcito.

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Yo también seré una reina, una reina india, seré Xóchitl: encuentros y desencuentros con XO

Ella era conocida como Xóchitl*. Yo la llamaba Equis O. Si hago el balance de mi relación con XO, fue más lo bueno que lo malo. Por ella soy Samantha. XO era un personaje fascinante, irritante, excesivo y frágil a la vez. Parte de mi historia se escribió con ella. Así empieza...

A principios de los años 1960, en 1964 seguramente, XO vivía en Querétaro y venía de vez en cuando a la Ciudad de México. Empezó como chichifo. Había un café en la Zona Rosa, en la esquina de Florencia y Londres. El mesero era una loca. En ese café se reunía toda la gente gay en las tardes noches. Las que tenían carro se estacionaban afuera, sobre la acera, y ahí danzoneaba XO, mariconeando de hombre. Conocí a un muchacho, Fernando, a quien llamaban la Zorra Carrillo, que estudiaba arquitectura y tenía un carro Fiat Topolino; vivía en Lindavista. Este muchacho era muy amigo de XO y fue por él que me enteré de su existencia.

Un día, XO decidió organizar una fiesta para su coronación como Reina y nos dijo, a mí y a unos amigos: “quiero que sean mis damas de honor, y las quiero vestidas de mujer”. “Está loca”, pensamos, ¿cómo nos vamos a disfrazar de mujer y a hacer el ridículo? Éramos hombres con cuerpos de hombre y se notaría. Poco a poco nos fuimos haciendo a la idea, pero en plan de pachanga, de broma, nunca en serio. Conseguimos unos vestidos, nos subimos al carro y nos fuimos rumbo a Querétaro para asistir a la coronación de Xóchitl como Reina India. En las 5 horas de viaje tuvimos tiempo de sobra para escoger nuestros nombres de mujer. Una dijo, muy chistosa, muy sensible: “yo me pondría María, como mi mamá”. Otra: “yo Orquídea como mi vecina”. Yo acababa de ver High Society, una película gringa de Charles Walters en la que Bing Crosby le canta a Grace Kelly la canción “I love you, Samantha”. Es una canción de Cole Porter, uno de mis compositores favoritos. I love you, Samantha, and my love will never die. Remember, Samantha, I’m a one-gal guy. Together, Samantha, we could ride a star and ride it high. ¡Samantha!, así me llamaré yo.

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Desde hace unos años, no tantos, todos mis papeles están a nombre de Samantha. Samantha Aurelia Vicenta, precisamente; Aurelia por mi abuelo materno y Vicenta por mi papá. Al principio, cambiar los papeles, costaba como unos 60 mil pesos. Un amigo muy querido me dijo un día: “¿y los papeles?”. Le contesté: “pues cuesta 36 mil pesos cambiar el nombre, yo no tengo esa cantidad, y si la tuviera, mejor compro un boleto para Madrid”. He viajado varias veces a Europa y nunca he tenido problema con mis antiguos papeles. “Yo te los voy a pagar”, me dijo. No costaron 36 mil pesos sino 16 mil. Ahora ya puedes ir de barba al registro civil y decir “ya no quiero ser Carlos sino Carla”, llenas un papel, vas a la caja, pagas unos 17 pesos, que es lo que cuesta actualmente, y ya cambiaste de nombre.

Cuando una decide vivir como mujer y dar un paso de este tamaño, lo primero que piensa es que va a perder amigos. Yo tuve mucha suerte: recibí el apoyo de los míos. Otro temor es que vas a vivir sin papeles. Estuve casi 30 años sin ser nadie. He de confesar que no me siento mujer porque nunca voy a tener las funciones que tienen las mujeres. Me gusta mi parte femenina. Admiro a la mujer. Me gusta la ropa, el arreglo, el maquillaje. Me gusta vestirme de noche, por el glamour. Al principio usaba tacones y vestido, que son signos femeninos, pero los tacones eran un suplicio y el vestido de lo más incómodo. Me fui acomodando poco a poco. Mi pelo, que era café oscuro, lo fui dejando más largo y me lo pinté. Lo del chongo fue hasta después. Lo primero de lo que me deshice fue del vestido. Más tarde vi que Catherine Deneuve usaba zapatillas bajas y me dije: “si Catherine Deneuve, símbolo de elegancia y belleza, lo hace, ¿por qué no yo?”. Así que ¡fuera tacones!

Mentalmente tenemos dos sexos. Estoy muy satisfecha con mi duplicidad. Nunca me ha pasado por la mente operarme. Yo soy feliz con mi cuerpo. Amo mi cuerpo, lo utilizo y lo gozo. Yo sé que hay galanes que nos buscan porque tenemos palanca de velocidad. El macho mexicano piensa que meterse con una mujer trans, por ser mujer, no lo hace joto. Psicológicamente, yo cambié de sexo. Encontré mi otro yo. Tardé en desarrollarlo porque estaba dormido y tuve que despertarlo poco a poco. Encontré mi feminidad. En realidad, siempre estuvo presente. Yo era un niño muy afeminado. Más tarde, ya como Samantha, cuando regresaba a Orizaba, me disfrazaba de hombre, por respeto a mi papá. Sólo me quedaba allí dos días y dos noches. Muy poco tiempo. Nunca hablé del caso en mi familia. Con mi mamá fue diferente. A ella lo único que le importaba era que yo fuera feliz. Me decía “mi vida” para no equivocarse.

*Xóchitl, cuyo nombre de nacimiento era Gustavo, fue una travesti muy conocida en el ambiente nocturno LGBT de la Ciudad de México, en las décadas de 1970 y 1980. Organizaba fiestas y frecuentaba lugares como el Nueve Bar. Es una leyenda y se han contado mil anécdotas sobre sus prácticas. Carlos Monsiváis le dedicó una crónica y Margo Su, la productora del Teatro Blanquita, escribió, en 1991, una novela inspirada en ella: Posesión, publicada en Cal y Arena. [Nota de Antoine Rodríguez]

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Entre azul y buenas noches

Entre azul y buenas noches

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Tiempo de Lectura: 00 min

Samantha Flores es una trans-activista mexicana, fundadora de Laetus Vitae, la primera casa de día totalmente gratuita de la Ciudad de México, y de América Latina, para gente mayor LGBTQ+. Con apoyo de Grijalbo te presentamos un fragmento de su autobiografía.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Breve Aperitivo

Yo nunca pensé ser Samantha.

Todas mis amigas me dicen que se ponían las zapatillas de la mamá, se pintaban la boca con el lápiz de la mamá, se ponían la ropa de la mamá, la falda, la blusa y se arreglaban el pelo para que se viera como pelo de mujer o la famosa toalla enredada aquí arriba para verse la carita.

A mí nunca me pasó “por aquí” que yo podía hacerlo.

Hasta que vino esa fiesta de disfraces...

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David: él tenía 18 años y yo 12

En el cerro empezaba la besuquiza. David me fue enseñando a besar; primero besitos de pajaritos, en los labios, sin abrir la boca, luego ya metiendo la lengua. También me enseñó a acariciar, de arriba abajo, aunque nunca me forzó a pasarle la mano por la bragueta. Fue un comienzo muy bonito para mi vida sentimental en la ciudad de Orizaba. Yo sabía que era pecado y por eso dejé de ir a confesarme. Aunque luego descubrí que a los sacerdotes también les atraían los niños. Una tarde llegó uno, en coche, y se estacionó enfrente de mi casa. Era el sacerdote de la iglesia Santa María que me habría visto cuando, en junio, los niños, vestidos de blanco, íbamos a ofrecer flores a la Virgen. El chofer se bajó, tocó y volvió a subirse al volante. Desde la puerta de mi casa, vi que el padre estaba sentado patiabierto, con los pantalones abajo, pero con los calzones puestos. Me hizo una señal para que me acercara. Yo me asusté y cerré la puerta. Desde ese momento desconfío de los padres.

El tercer año de mi relación con David, antes de iniciar un acercamiento más sexual, sucedieron dos cosas que lo precipitaron. La primera tiene que ver con una mujer, una vecina que se enamoró de mí y que andaría por sus 30 o 32 años. Era linda, me caía muy bien pero yo no estaba enamorado de ella; quien sí lo estaba era mi hermano mayor que se puso muy muy celoso. Yo la veía con frecuencia y un día me llevó a un motel. Fue la única vez que estuve con una mujer. No me acuerdo ni de haberla penetrado, ni de haberme venido, ni siquiera de haber sentido cualquier placer. Ella lo manipuló todo. Esa relación de amistad, como yo la llamaba, provocó unos celos tremendos en David, a tal punto que me llevó a la iglesia y nos casamos. Yo era muy católica, como todo México, sobre todo en aquella época, y no aceptaba tener relaciones sexuales con él, quien, muy lipsto, me llevó a la iglesia San José de mi barrio y, en el primer altar, ante la imagen de San José nos juramos amor eterno. Fue un acto de amor muy peculiar porque nos hincamos ante el altar y me dijo:

—Tú te vas a casar y vas a tener hijos. Van a ser mis hijos toda la vida. Yo me voy a casar y voy a tener hijos y van a ser tus hijos toda la vida.

Eso dijo y recuerdo que fue ante la imagen de San José, que allá estaba. Los dos éramos menores de edad y fue muy bonito. Había mucho amor de por medio.

A raíz de ese matrimonio simbólico yo acepté tener relaciones sexuales con él. Subíamos al cerro, como acostumbramos a hacerlo desde el primer año, nos abrazábamos, nos besábamos, nos acariciábamos y creo que me bajaba el pantalón. No recuerdo qué hacíamos, cómo lo hacíamos, o si lo hacíamos, lo único que recuerdo es que yo tenía que bajar de volada para la comida con mi papá y sentía que un líquido me escurría por los muslos. Lo estuvimos haciendo como veinte o treinta veces y creo que nunca hubo penetración porque no recuerdo haber sentido el mínimo dolorcito.

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Yo también seré una reina, una reina india, seré Xóchitl: encuentros y desencuentros con XO

Ella era conocida como Xóchitl*. Yo la llamaba Equis O. Si hago el balance de mi relación con XO, fue más lo bueno que lo malo. Por ella soy Samantha. XO era un personaje fascinante, irritante, excesivo y frágil a la vez. Parte de mi historia se escribió con ella. Así empieza...

A principios de los años 1960, en 1964 seguramente, XO vivía en Querétaro y venía de vez en cuando a la Ciudad de México. Empezó como chichifo. Había un café en la Zona Rosa, en la esquina de Florencia y Londres. El mesero era una loca. En ese café se reunía toda la gente gay en las tardes noches. Las que tenían carro se estacionaban afuera, sobre la acera, y ahí danzoneaba XO, mariconeando de hombre. Conocí a un muchacho, Fernando, a quien llamaban la Zorra Carrillo, que estudiaba arquitectura y tenía un carro Fiat Topolino; vivía en Lindavista. Este muchacho era muy amigo de XO y fue por él que me enteré de su existencia.

Un día, XO decidió organizar una fiesta para su coronación como Reina y nos dijo, a mí y a unos amigos: “quiero que sean mis damas de honor, y las quiero vestidas de mujer”. “Está loca”, pensamos, ¿cómo nos vamos a disfrazar de mujer y a hacer el ridículo? Éramos hombres con cuerpos de hombre y se notaría. Poco a poco nos fuimos haciendo a la idea, pero en plan de pachanga, de broma, nunca en serio. Conseguimos unos vestidos, nos subimos al carro y nos fuimos rumbo a Querétaro para asistir a la coronación de Xóchitl como Reina India. En las 5 horas de viaje tuvimos tiempo de sobra para escoger nuestros nombres de mujer. Una dijo, muy chistosa, muy sensible: “yo me pondría María, como mi mamá”. Otra: “yo Orquídea como mi vecina”. Yo acababa de ver High Society, una película gringa de Charles Walters en la que Bing Crosby le canta a Grace Kelly la canción “I love you, Samantha”. Es una canción de Cole Porter, uno de mis compositores favoritos. I love you, Samantha, and my love will never die. Remember, Samantha, I’m a one-gal guy. Together, Samantha, we could ride a star and ride it high. ¡Samantha!, así me llamaré yo.

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Desde hace unos años, no tantos, todos mis papeles están a nombre de Samantha. Samantha Aurelia Vicenta, precisamente; Aurelia por mi abuelo materno y Vicenta por mi papá. Al principio, cambiar los papeles, costaba como unos 60 mil pesos. Un amigo muy querido me dijo un día: “¿y los papeles?”. Le contesté: “pues cuesta 36 mil pesos cambiar el nombre, yo no tengo esa cantidad, y si la tuviera, mejor compro un boleto para Madrid”. He viajado varias veces a Europa y nunca he tenido problema con mis antiguos papeles. “Yo te los voy a pagar”, me dijo. No costaron 36 mil pesos sino 16 mil. Ahora ya puedes ir de barba al registro civil y decir “ya no quiero ser Carlos sino Carla”, llenas un papel, vas a la caja, pagas unos 17 pesos, que es lo que cuesta actualmente, y ya cambiaste de nombre.

Cuando una decide vivir como mujer y dar un paso de este tamaño, lo primero que piensa es que va a perder amigos. Yo tuve mucha suerte: recibí el apoyo de los míos. Otro temor es que vas a vivir sin papeles. Estuve casi 30 años sin ser nadie. He de confesar que no me siento mujer porque nunca voy a tener las funciones que tienen las mujeres. Me gusta mi parte femenina. Admiro a la mujer. Me gusta la ropa, el arreglo, el maquillaje. Me gusta vestirme de noche, por el glamour. Al principio usaba tacones y vestido, que son signos femeninos, pero los tacones eran un suplicio y el vestido de lo más incómodo. Me fui acomodando poco a poco. Mi pelo, que era café oscuro, lo fui dejando más largo y me lo pinté. Lo del chongo fue hasta después. Lo primero de lo que me deshice fue del vestido. Más tarde vi que Catherine Deneuve usaba zapatillas bajas y me dije: “si Catherine Deneuve, símbolo de elegancia y belleza, lo hace, ¿por qué no yo?”. Así que ¡fuera tacones!

Mentalmente tenemos dos sexos. Estoy muy satisfecha con mi duplicidad. Nunca me ha pasado por la mente operarme. Yo soy feliz con mi cuerpo. Amo mi cuerpo, lo utilizo y lo gozo. Yo sé que hay galanes que nos buscan porque tenemos palanca de velocidad. El macho mexicano piensa que meterse con una mujer trans, por ser mujer, no lo hace joto. Psicológicamente, yo cambié de sexo. Encontré mi otro yo. Tardé en desarrollarlo porque estaba dormido y tuve que despertarlo poco a poco. Encontré mi feminidad. En realidad, siempre estuvo presente. Yo era un niño muy afeminado. Más tarde, ya como Samantha, cuando regresaba a Orizaba, me disfrazaba de hombre, por respeto a mi papá. Sólo me quedaba allí dos días y dos noches. Muy poco tiempo. Nunca hablé del caso en mi familia. Con mi mamá fue diferente. A ella lo único que le importaba era que yo fuera feliz. Me decía “mi vida” para no equivocarse.

*Xóchitl, cuyo nombre de nacimiento era Gustavo, fue una travesti muy conocida en el ambiente nocturno LGBT de la Ciudad de México, en las décadas de 1970 y 1980. Organizaba fiestas y frecuentaba lugares como el Nueve Bar. Es una leyenda y se han contado mil anécdotas sobre sus prácticas. Carlos Monsiváis le dedicó una crónica y Margo Su, la productora del Teatro Blanquita, escribió, en 1991, una novela inspirada en ella: Posesión, publicada en Cal y Arena. [Nota de Antoine Rodríguez]

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