El Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) regresa con 89 películas en competencia. Nada mal para un año en el que los festivales de cine más importantes, desde Cannes hasta Locarno, fueron reducidos o cancelados, o impulsaron esa tendencia híbrida de ver la programación en línea desde casa. El FICM vuelve en consonancia con estas tendencias producto de la pandemia, y ha decidido proyectar parte de su programación en línea y por televisión, de manera inédita. Dadas las circunstancias, quizá resulte útil una guía para orientarse entre tantas posibilidades que ofrece el festival más importante del cine mexicano. No pretendo —ni puedo— abarcar toda su programación, pero me gustaría alertar a los espectadores (que estén en Morelia o vean las transmisiones en Filminlatino, Cinépolis Klic y Canal 22) de algunas de las mejores propuestas en competencia.
Quizá porque popularmente se acostumbra a ver más largos de ficción que documentales, la sección que los abarca es la más esperada por el público. Este año las películas abarcan desde los géneros más queridos, como la comedia y el melodrama, hasta originales exploraciones de la narrativa cinematográfica. Hablemos de cuatro historias que abarcan la violencia en México, elegidas no porque la sordidez las haga mejores obras, si no porque en ellas hay un dominio pleno del lenguaje fílmico que se equilibra con la complejidad humana de sus personajes.
Ricochet de Rodrigo Fiallega.
El estilo de Fernanda Valadez en Sin señas particulares balancea la sutileza y una imaginería un poco más explícita con un dominio sorprendente para alguien que está realizando su primer largometraje. La trama sigue a una mujer que busca noticias de su hijo, un muchacho que decidió cruzar la frontera a los Estados Unidos. En su indignante odisea, se topa con otros personajes que también han perdido a alguien y soportan, como ella, el despiadado trato de las autoridades, o que aceptan resignados la deportación. Sin embargo, Valadez no hace un convencional melodrama donde se crucen los destinos para siempre o las cosas se arreglan con sentimentalismo; su tono es sobrio y busca constantemente la expresividad no en los gritos y los gestos grandilocuentes sino en la mirada melancólica de la magnífica Mercedes Hernández. Es indispensable mencionar también los toques rulfianos de fantasía que hacen de ésta una de las más interesantes narrativas cinematográficas sobre nuestro infierno.
Nicolás Pereda completa este cuadro con su brillante Fauna, una película que juega con distintas convenciones al mismo tiempo, pero que se regodea sobre todo en la noción de lo inconcluso. La trama comienza cuando el actor Francisco Barreiro va a visitar a la familia de su novia, Luisa Pardo. Sin embargo, ellos no son los verdaderos Barreiro y Pardo; tampoco es real el Gabino Rodríguez, que es hermano de Luisa, aunque también se llame Gabino. Como en otras películas de su filmografía, Pereda juega con las ilusiones de realidad y ficción, de tal modo que ambas dimensiones se funden y nos desconciertan. Sin embargo, y quizá porque ya hemos visto a Pereda hacer esto antes, el director añade momentos humorísticos como una imitación de Diego Luna en Narcos: México que sugiere la penetración de la violencia en nuestro imaginario. Pero lo verdaderamente original de Fauna empieza junto con una nueva forma de distorsionar la narrativa tradicional: en una vuelta de tuerca, Rodríguez le cuenta a Pardo la trama de un libro que está leyendo y los dos comienzan a interpretarla. Entre la intertextualidad y los cabos sueltos, la verdadera protagonista de Fauna es la idea misma de cómo contar historias.
Documental
La marginalidad y la explotación son temas recurrentes del cine documental y, por supuesto, están presentes en el FICM. Pero más allá de la convencional denuncia melodramática, en la selección encontramos cuatro películas que exploran sus ideas con tonos y estilos muy particulares.
Empecemos con un par de documentales sobre la explotación desde una perspectiva histórica que se refiere al pasado colonial de América. El primero, Non Western, de Laura Plancarte, observa la relación entre un hombre cheyenne del norte y una mujer blanca en Montana. Sería fácil asumir, a lo lejos, que la mujer es la dominante en la relación pero, al contrario, ella intenta someterse a las costumbres de él. Lo que estamos viendo es la dominación masculina a la lógica colonial, o en otra lectura, la tradición indígena que se impone al feminismo contemporáneo; sin embargo, la historia todavía guarda otro giro: él es un veterano de guerra que padece estrés postraumático. Plancarte nos sugiere mediante esta situación la imposibilidad de juzgar a partir de categorías políticas porque, al final, los individuos no son abstracciones sino personas con agencia. En contraste, 499, de Rodrigo Reyes, responsabiliza al colonialismo europeo de la catástrofe mexicana. Su forma de hacerlo definitivamente dará de que hablar, aunque Reyes evita el irrespeto y el ridículo: un colonizador español que llegó con Hernán Cortés aparece en el México contemporáneo y observa con horror lo que le parece una tierra salvaje. Poco a poco se empieza a dar cuenta de que fue su expedición la que provocó la desigualdad y, en consecuencia, la violencia y el horror que abundan hoy.
Fuego adentro de Jesús Mario Lozano.
La mami, de Laura Herrero Garvín, captura un entorno más reducido pero representativo de otra gran crisis nacional: la explotación de las mujeres a causa de la sexualización. A momentos la película pareciera sugerir que las llamas pintadas en los muros del famoso Barba Azul expresan el infierno de un baño convertido en oficina. Los hombres prepotentes son diablos que las damas de compañía, o ficheras, deben soportar mientras el alcohol reemplaza la cruda del día anterior, mientras que incluso las mujeres de clase alta que hacen safari en el bar resultan opresivas por su falta de solidaridad y su curiosidad morbosa, como si estuvieran ante bestias de un zoológico. A pesar de todo ello, Herrero Garvín logra capturar la dignidad de unas mujeres que se sobreponen a situaciones insufribles y a veces ven recompensada su esperanza.
En el FICM, como siempre, también hay espacio para la comunidad LGBT+, cuyas victorias cotidianas están representadas en películas estilísticamente distintas pero similares en su capacidad de mirar a sus personajes desde una intimidad incluyente. Un ejemplo de ello es Las flores de la noche, de Eduardo Esquivel y Omar Robles, donde nos encontramos con las vidas diarias de un grupo de muchachas trans. En su cotidianidad se atraviesa lo más nimio, como el trabajo, las fiestas y un juego de futbol, pero también el frustrante deseo de un cuerpo nuevo, que resultaría carísimo, y los prejuicios que a veces manan de sí mismas. A pesar de la desazón la película subraya la alegría de vivir junto al mar y de hacer concursos de belleza: para estas mujeres el glamour remedia las penas.
Cortos
Lo natural en esta época sería ver una plétora de largometrajes que aborden la pandemia, pero debido a sus tiempos de producción más inmediatos, son los cortometrajes los que han podido discutirla hasta este momento. Y no sólo los hay de ese tema. En la amplísima selección del FICM se abarca también el amor, la muerte, la explotación, la nostalgia y más, en películas tan distintas entre sí. Comencemos a resaltar cortometrajes por el tema de mayor urgencia.
Fragmentos, de Daniela Alatorre y Alexandra Délano, es un conmovedor documental que explora el confinamiento. Pareciera haber una disonancia entre la voz en off que describe la enfermedad y el confinamiento, y las imágenes de exteriores que sugieren el mundo añorado; sin embargo, lo que resulta es un elocuente contraste entre lo que tenemos y lo que extrañamos: una imagen concisa del encierro.
De vuelta al mundo que dejamos atrás, está Bisho, de Pablo Giles. La trama muestra a una pareja formidablemente interpretada por Diana Sedano y Adrián Ladrón, que encuentra en el ladrido de un perro vecino la culminación de su distancia. Las actuaciones no me impresionan por los gritos y el enojo, inevitables en una historia como esta, sino por la hondura de sus silencios y sus miradas. En contraste, una película animada, Our Perpetual Now, de Jorge Aguilar Rojo, contempla el luto de un hombre que ha perdido a su esposa en un accidente y que se consuela observándola deprimido en videos que lo llevan a un arrebatamiento fantástico. Gracias a la encantadora técnica de animación, la película encuentra un equilibrio entre la realidad y el ensueño.
Pacífico, de Christopher Sánchez, se inscribe en otra noción del amor: el que hay entre una madre y su hijo. Opresivo a veces y en otras más tierno, el vínculo entre el protagonista y su madre es explorado por él en la memoria y la imaginación mientras la cuida ante una enfermedad despiadada. Sánchez se rehúsa a la narración tradicional y nos ofrece las astillas de un espejo roto que reflejan al mismo tiempo distintas partes de la misma persona. La memoria y los sueños se mezclan en secuencias a veces impresionantes, como una donde el protagonista se imagina en un camión que se hunde en el mar.
Fauna de Nicolás Pereda.
En un registro completamente distinto, más subversivo, Hipólita, de Everardo Felipe, sugiere un vínculo maternal entre una mujer que lleva el nombre de la película y un monstruo que habita en su casa. Nunca está clara la relación entre ambos, y menos cuando ella muere y él se ve forzado a salir de la casa a enfrentar el mundo. Entre el humor y lo grotesco, Felipe nos transmite una sensibilidad punk similar a la de Richard Kern y los videos musicales de The Residents. De hecho, se podría decir que Hipólita es una singular película de horror, un género en el que también se inscribe la fascinante La oscuridad, de Jorge Sistos Moreno. En este filme el director michoacano imagina el regreso a la vida de una mujer muerta. La protagonista es una de muchas víctimas de la violencia de género en México, pero su marcha de vuelta al mundo que le arrebataron no es un mero divertimiento de zombis sino una suerte de fantasía donde la víctima encuentra en el poder sobrenatural la dignidad que se le negó en vida.
Mariano Rentería Garnica, otro cineasta michoacano, también aborda la opresión de las mujeres, pero desde una perspectiva más orientada al realismo. En planos largos e inmóviles, su película Un rostro cubierto de besos explora la cotidianidad de una mujer sometida por el trabajo sexual. Su deseo de escapar es proporcional a la cantidad de abusos que sufre. En un tono más ligero, pero no por eso menos agudo, A la cabeza, de Andrea Santiago, aborda otro tipo de opresión: la laboral. Su animación en stop motion nos muestra un mundo de cabezones que viven obsesionados con el éxito profesional y que asumen sus posiciones en una empresa como el privilegio de maltratar a otros. Incluso quienes empiezan desde abajo se hacen parte, tarde o temprano, de la rutina de la prepotencia, pero Santiago compensa la desazón con humor.
Si la mirada crítica a lo colonial es un tema insignia de nuestro tiempo, entonces el rescate de lo indígena y de su mirada va de la mano. En AKÁ, de Adolfo Fierro y Juan González, los directores abarcan el descubrimiento de la realización cinematográfica en un ensayo brillante. Fierro, un joven rarámuri, recibe una cámara un día y, sin formación académica, pero con talento nato, comienza a filmar la vida en su comunidad. En las imágenes la cotidianidad se hace poesía, y el espacio, tiempo capturado. Tan conmovedor como original, AKÁ es un documental que subraya, con ingenuidad e ingenio, el inmenso poder de la imagen. Esto es algo que Juan Manuel Sepúlveda, desde una técnica más veterana y misteriosa, observará en una pequeña comunidad nómada en El pueblo del atardecer carmesí. El director sigue a un grupo de nómadas de la comunidad Tohono O’odham que se mueve libremente entre Estados Unidos y México. Sin tremendismo alguno, la película observa imágenes desconcertantes de niños jugando con huesos; luego los adultos bailan en sus casas de adobe y, más tarde, los niños se esconden y encuentran unos a otros en el desierto mientras la modernidad los acecha con su crueldad disimulada.
Como ya lo dejaba ver el largometraje Las flores de la noche, las luchas diarias de la comunidad LGBT+ son un tema importante en la selección del FICM que inspira varios cortometrajes. Uno de ellos es Los últimos recuerdos de Abril, de Nancy Cruz, que aborda un contexto de mar y fiesta, pero debajo de los placeres hay una melancolía que expresa las desilusiones de la juventud. Abril está por irse a la universidad, lejos de casa, y su mejor amiga, Camila, parece tener un secreto importante que contarle antes de que se vaya. Lo fascinante de la dirección de Cruz es que captura la sensualidad no desde el morbo sino desde una mirada evocadora y respetuosa. Su fin no es explotar a sus personajes o sus deseos sino meramente representarlos para que la audiencia se ponga en su lugar a partir de las sensaciones.
Sin señas particulares de Fernanda Valadez
La soledad de Artemio, Vol. 1, de Juan Carlos R. Larrondo, se traslada a la Ciudad de México para observar la vida de su protagonista, un hombre gay que divide su tiempo libre entre cines porno y desenfrenadas fiestas, pero el estilo de Larrondo no sigue a Artemio en busca de la sordidez sino en un intento de asimilar su complejidad humana. Como parte de esta intención, tal vez, las imágenes simulan con autenticidad un documental pero en realidad esta es una ficción que aprovecha su estilo para explorar la historia y los sueños de este hombre, inmenso como todos, que bajo una mirada torpe sería desechado como estereotipo.
Sigamos con los cortos más formalistas, empezando Oh mariposa ¿qué sueñas cuando agitas tus alas?, de Valeria Díaz, que se rebela contra la narrativa tradicional, pero lo hace a partir de un montaje que explora un motivo, más que un tema: la taxonomía. Como en la poesía lírica más misteriosa, la película se vale de yuxtaposiciones de imágenes y sonidos para crear un sentido emocional de la noble labor de nombrar las cosas. Mientras tanto, VII Domitilas, de Diego Ruiz, funciona como una especie de sinfonía visual. En sus distintos movimientos nos encontramos con las facetas en la vida de una mujer que cuenta sus sueños, su trabajo y sus tristezas. Las imágenes de la naturaleza sugieren no sólo la grandeza de la protagonista sino también el misticismo de su universo.
Finalmente me gustaría resaltar el trabajo de Yudiel Landa en Lo que nos queda, un documental sobre la comunidad de Nueva Italia, Michoacán. Como buena parte del estado, este lugar ha visto algunos de los peores momentos de la guerra contra el narcotráfico pero, contrario a las narrativas de los medios, la lucha no se ha dado ahí entre buenos y malos, sino entre bandos que terminan por afectar de uno u otro modo a los inocentes. En 2014 un grupo de autodefensa entró a la comunidad y destruyó su única sala de cine, dejando a un pueblo ya desmoralizado en la ruina. “¿Ahora qué vamos a hacer si no tenemos cine?”, pregunta alguien en la película, y con ello nos obliga a pensar en la importancia de las imágenes.
Las películas no equivalen al agua o al alimento; sin embargo, de algún modo, nos dan una vida que la cotidianidad no puede ofrecernos. Quizá por eso festivales de cine como el FICM y muchos otros buscaron la manera de continuar en medio de la pandemia. Si ya no nos quedara ni el cine, sólo faltaría que nos robaran el aire. Con su selección oficial el FICM nos ofrece un respiro frente al confinamiento y un espacio para pensar lo que viene. Como sea que nos encontremos con su programación, estaremos, al menos un rato, fuera de nosotros mismos.
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