Guillermo del Toro y su nueva "Nightmare Alley"

El noir luminoso del cineasta Guillermo del Toro

Formado en el cine de horror, el cineasta mexicano se lanza ahora en busca de la crueldad más visible, a través de un tema muy contemporáneo: el carácter ególatra del manipulador en masa. Su versión de la novela homónima de William Lindsay Gresham, Nightmare Alley, llegó a las salas de cine mexicanas.

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En un carnaval estadounidense, a principios de los años cuarenta, hay una silla eléctrica donde una mujer será ejecutada por accidente. Su audiencia se angustiará por la desgracia de verla, hermosa y joven, muerta al intentar el espectáculo de tolerar un voltaje letal. Pero, a pesar del humo que le saldrá de los brazos, se moverá, no por un mero reflejo posterior a la muerte, sino porque de milagro aún vive. ¡Qué proeza la de exhibir la inmortalidad! Y qué barata: sólo 25 centavos por ver. A Molly (Rooney Mara) le agrada este dramatismo que Stan (Bradley Cooper) le sugiere para mejorar su espectáculo, donde normalmente recibe descargas de unas pequeñas columnas electrificadas sin mucho alboroto. A pesar de ello, Molly no encuentra la explicación para un detalle nuevo en su escenario: una rueda gira atrás de la silla sin cumplir una función muy clara. Stan le explica que es pura decoración para sostener el engaño: “bullshit”, dice.

La escena aparece en la nueva película de Guillermo del Toro, Nightmare Alley (2021) —ahora en salas de cine mexicanas— para resumir el carácter de su protagonista, Stanton Carlisle, o Stan, un prófugo que pide empleo en un carnaval donde halla su talento para el fraude. Educado ahí por una pareja de mentalistas, Stan aprenderá, por la fuerza, si se requiere, a engañar al público en sofisticados espectáculos de telepatía y espiritismo hasta hacer de su ambición un abismo. Pero, volviendo a la escena que describí, su relevancia no sólo está en la síntesis del protagonista sino del propio director, entregado a un instinto espectacular que contrasta con la primera y ya clásica adaptación cinematográfica de la novela homónima que William Lindsay Gresham publicó en 1946.

Realizada por Edmund Goulding, un director de teatro inglés que en el cine encontró cierto reconocimiento con una película de los hermanos Marx, A Night at the Opera (1935), aquella traducción en imágenes fue un fracaso, a pesar de que contaba con Tyrone Power en el rol protagónico, y con un presupuesto robusto, supervisado por el famoso productor Daryl F. Zanuck. Pero con los años, como muchas otras películas del Hollywood clásico, la primera Nightmare Alley (1947) fue revaluada como una pieza esencial del film noir, y con toda razón.

Goulding y sus colaboradores hicieron, en lo dramático, una tragedia abundante en elementos clásicos como la peripecia y la necedad destructiva que revivieron la dramaturgia de Esquilo. Su única desviación, y error, fue un final levemente esperanzador que exigió Zanuck. Pero fuera de eso la película formaba parte de una ola de teatro y cine estadounidenses —de Arthur Miller y Tennessee Williams; de John Huston y Orson Welles—, que, frente al vanguardismo marxista de Bertolt Brecht, revivieron los tropos griegos para una sociedad industrial, ambiciosa, que ocultó su desintegración en los melodramas felices de Frank Capra. Los cineastas, en específico, acudieron al pasado y al psicoanálisis para encontrar en el corazón abatido de cada hombre las razones de una desgracia nacional y, sin planearlo, inventaron un estilo: el film noir.

Nightmare Alle (2022), de Guillermo del Toro.

Nightmare Alle (2022), de Guillermo del Toro.

La primera Nightmare Alley, como otros clásicos de Fritz Lang y Billy Wilder, imitó el claroscuro fatal del expresionismo alemán, pero sobre todo encontró en la sutileza iconos trágicos: el geek del carnaval —un hombre de comportamiento animal, que podríamos traducir como fenómeno— come gallinas vivas y un día se escapa de su jaula pero apenas si lo vemos; en otra escena, un fantasma se insinúa en la noche, luminoso, lunar, para conmover a un millonario. Quizá forzado por la autocensura de la época, Goulding se negó a la obviedad, incluso al dar explicaciones en la trama, y gracias a su ahorro encontró una potencia imborrable.

En cambio Del Toro, formado por el cine de horror, busca en la crueldad ostensible y las explicaciones un puente para llegar al público. De algún modo él es Stan y su escenario espectacular, dispuesto a zarandearnos para crear un impacto contundente. Un ejemplo notable de la diferencia entre Del Toro y Goulding son el fenómeno y el fantasma que describí antes: no sólo vemos cómo el monstruo carnavalero decapita a la gallina con los dientes sino que Stan se encuentra de cara con él para dejar claro su temor a acabar hecho bestia. El fantasma aparece manchado de sangre para espantar al millonario. Si el film noir envuelve en la sombra y la ambigüedad, los elementos de horror son una adición disonante pero inevitable para el autor mexicano, que nos ha mostrado antes una mejilla hendida y un picahielos penetrando el rostro de Tom Hiddleston. Lo explícito, sin embargo, llega al exceso en Nightmare Alley cuando los personajes se explican absolutamente todo y los símbolos de la destrucción se amontonan para revelar el pasado y el destino de Stan. Del Toro le arroja luz a un noir y lo quema, hasta, inesperadamente, para.

Podríamos dividir la película en dos locaciones: el carnaval, refulgente hasta en las noches, y la ciudad, opaca incluso en los días. Cuando Stan perfecciona su acto, se muda con Molly a Nueva York y encuentra la fama y las tentaciones; Del Toro encuentra el noir en el cambio de tono y de colores pero además deja a la trama avanzar sin exposiciones de sobra. También cambia el montaje y empezamos a ver conversaciones más largas, como en el cine clásico, y los planos pesan solamente por los actores.

Nightmare Alley (2022), de Guillermo del Toro

Nightmare Alley (2022), de Guillermo del Toro

En el rostro de Bradley Cooper se atraviesan la ingenuidad y el deseo; en el de Rooney Mara, la desilusión. Cate Blanchett dibuja una crueldad abrumadora, ajena a los matices contemporáneos, y suma con ello la intención general de la película: regresar a los años cuarenta. Todos los personajes son arquetipos interpretados bajo la convicción clasicista de hacer el mismo cine que empezó a morir cuando Beckett, el propio Brecht y la posmodernidad empezaron a inspirar a los cineastas.

Entonces podríamos discutir Nightmare Alley como reaccionaria, o quizá como subversiva contra las tendencias contemporáneas —su naturaleza explícita me inclina hacia lo primero—, pero al menos en todas las versiones, de la novela a esta última adaptación, encontramos un mismo tema que no ha dejado de ser contemporáneo: el carácter ególatra del manipulador en masa. La demagogia no es una enfermedad peculiar de los últimos años —tanto la novela como la primera película aparecieron tras el fracaso fascista en Europa—, pero Del Toro rescata la historia de Gresham en pleno resurgimiento de la ultraderecha, quizá, para advertirnos de un retroceso. Le faltaría expresarse en un lenguaje más ambiguo; distinguirse genuinamente del populismo, pero tal vez, como a muchos votantes hoy, lo vence la seducción del espectáculo.

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