«Con los recintos culturales cerrados por las medidas sanitarias contra la Covid-19, el pintor que evolucionó hasta el día de su muerte, se quedó sin el homenaje en Bellas Artes con el que se suele despedir a las leyendas».
Trayectorias (2019). Fotografía de Oliver Santana / Cortesía de MUAC.
Un segundo momento es La máquina estética, en el que utilizó la computadora como una herramienta creativa, inaugurando un nuevo proceso en el que ciencia y arte se complementan. “Hizo algo parecido a la inteligencia artificial: alimentó a la máquina con parámetros específicos, tanto formales como métricos y de color, para que de manera combinatoria la computadora ofreciera múltiples composiciones”, explica García.
El tercer eje ocurre en torno a las nueve piezas que hizo específicamente para el museo. “Una vez más dio muestra de su entusiasmo y avidez por los grandes formatos y el uso de diferentes materiales para las composiciones abstractas”, agrega la curadora. Es así como Trayectorias condensó de manera sintética su trabajo y sus aportaciones al arte contemporáneo y moderno.
Esa última exposición permanece en el museo, después de su muerte, como si al montarse hubiera sabido que a falta de velorios tumultuosos sería ella quien tendría que permanecer en pie como el homenaje más contundente a su legado.
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Antes de ser pintor y escultor Manuel Felguérez fue un curioso taxidermista, iba en la secundaria cuando salía a poner trampas para cazar animales que luego llevaba a casa. Así llegó a tener lechuzas, tigrillos, víboras, arañas y lagartijas, aún contra la palabra de su madre. Los animales morían al poco tiempo porque el muchacho se olvidaba de alimentarlos, y para conservarlos, aprendió la técnica de la disección.
Habrían de pasar unos años para que aquellas manos hábiles en la limpieza de huesecillos y pieles conocieran el barro. Comenzó haciendo figurillas de terracota que alcanzaban la cocción necesaria en los hornos de leña de Puerto Escondido, Oaxaca, donde subía al cerro para recolectar este material terroso en su mochila.
Tras crear una serie de esculturas en 1959, se las llevó consigo en un baúl, a bordo de un barco rumbo al puerto de Acapulco. Las expuso en el Instituto Francés que reunía la intelectualidad de la Zona Rosa. Aquella fue la primera vez que Manuel Felguérez vendió una exposición completa.
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Nació en 1928, en una hacienda en el municipio de Valparaíso, en Zacatecas, justo donde el estado se une con Durango y Jalisco. Un rincón conflictivo en el que la gente se defendía a balazos, hasta que terminó la Guerra de los Cristeros en 1929. Sin embargo, Manuel Felguérez no supo del polvo y el plomo entre los que sobrevivieron sus abuelos y padres durante la Revolución Mexicana.
Cuando tenía siete años un asunto de reclamación de tierras llevó a su familia a la Ciudad de México, donde murió su padre. Tras la pérdida, su madre ya no quiso volver a la hacienda de Valparaíso, así que Manuel Felguérez pronto estaba haciendo nuevos amigos en el Colegio México de la colonia Roma.
Bastaron unos meses para que se convirtiera en un explorador asiduo que escalaba el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl en las salidas con los scouts. Ahí conoció a otro intrépido, Jorge Ibargüengoitia, quien fue su compañero de aventuras en el viaje que emprendieron a Europa en 1947 para la Reunión Internacional de Scouts, la primera que se hacía luego de la Segunda Guerra Mundial.
«Esa última exposición permanece en el museo, después de su muerte, como si al montarse hubiera sabido que a falta de velorios tumultuosos sería ella quien tendría que permanecer en pie como el homenaje más contundente a su legado».
Trayectorias (2019). Fotografía de Oliver Santana / Cortesía de MUAC.
Llegaron a Francia a aquella especie de olimpiada de hazañas en medio de la escasez que dejó la guerra. Recorrieron calles, palacios, catedrales y museos. Una vez que se encontró con los frescos renacentistas y que presenció la luminiscencia de los vitrales de Notre Dame en medio de la oscuridad, Manuel Felguérez supo que no había más camino que el arte.
“Aquello me vino yo creo que por iluminación, soy un converso, de un momento a otro dije ‘me voy a dedicar al arte’”, recordaría tiempo después en una entrevista para Canal 22.
El último día de la aventura a bordo del un barco bajó a su camarote y empezó a dibujar el Támesis y los puentes de Londres. Le dijo a Ibargüengoitia que ya era pintor. Un anuncio que a los amigos les provocó un ataque de risa que el escritor recordaría después, al reconocer que fue testigo del nacimiento de una vocación.
Volvió a México, pero no tardó en estar de regreso en Francia. “París era la meta del arte, la meta de los pintores”, diría en repetidas ocasiones. Ahí tomó clases con Ossipe Zadkine, el artista ruso que había llegado a París a los 21 años y que para entonces estaba entre los escultores cubistas más importantes del momento. Era 1949 cuando Felguérez pasó a ser el más joven de sus 15 selectos alumnos. Paso dos años estudiando con él, y entonces surgió el quiebre que llevaría a México a romper con el nacionalismo de la Escuela Mexicana. El joven artista empezó a prestar atención a los accidentes de la naturaleza, a las cuarteaduras, a las grietas de los troncos, al deslavado de las piedras talladas por el mar, ¿quién podría contra él?
Entendió así que el arte exige romper con el pasado para imaginar lo que vendrá después.