"Archivo agonía", la nueva novela de Marina Azahua

Archivo agonía

Así arranca Archivo agonía, la nueva novela de la escritora mexicana Marina Azahua, que explora de manera epistolar la memoria, la agonía amorosa y el fulgor de la muerte, publicada por la editorial mexicana Sexto Piso.

Tiempo de lectura: 10 minutos

CARTA NÚM. 1 

 

Estimado Gabriel, 

¿Viste cómo ya convertimos esto en un ritual? Cuando hacemos lo mismo dos, tres veces, cuatro, con la esperanza de que sean cinco, se rompe la singularidad. Se vuelve ritmo, hábito. Y cuando se le agrega propósito y significado a la repetición, se llega al ritual. No podemos hacer mucho al respecto, estamos condenados. Y es así, amigo mío, como hemos llegado oficialmente tú y yo al terreno del ritual. Como tal, esta cosa que no  sé muy bien cómo llamar excepto «correspondencia», implica  necesariamente obligaciones y responsabilidades, cierta reciprocidad cuyo significado estamos todavía lejos de compren der. Se sabe sólo esto: su maleficio o su fortuna empieza con  el intercambio. En la ida y la vuelta. Sí, estamos condenados.  

Con el anhelo de establecer contigo un ritual de reciprocidad de esta naturaleza, te mandé la foto del hombre en el jar dín con mi carta anterior. Tu respuesta a mi primer mensaje había sido un consuelo. Sentí infinita gratitud ante tus pala bras y me dieron ánimos de seguirte escribiendo. Así que pen sé en corresponder tu gesto al enviarte aquel retrato que me resulta tan conmovedor. Aunque, claro, ésa es sólo una de las  muchas razones por las que te lo mandé.  

Verás, algunas otras incluyen, en primer lugar, el hecho de que el hombre de la foto (igual que yo) es bastante mayor, pero (a diferencia de mí) él se mantiene imperturbable. Y es así como quisiera que tú me imaginaras, tan apacible como  este hombre, mientras sigo escribiendo este epistolario que es ya un ritual y no una simple acción. 

En segundo lugar, conviene que te explique aquí algunas cosas, empezando por el hecho de que (al igual que yo) el hombre que aparece en la fotografía ha mirado de cerca a la muerte. Pero él (a diferencia de mí) ha aprendido a vivir con ella. Uno  se da cuenta de inmediato al ver cómo acomoda la cabeza sobre  la palma de su mano mientras mira hacia la lente de la cámara, ¿no crees? 

El hombre está relajado de una manera en que sólo las personas que han vivido un agotamiento profundo logran relajarse. Quizás en su juventud fue obligado a rendirse; o lo perdió todo, pero vivió para contarlo. Posiblemente cayó enfermo  y sobrevivió. Perdió la esperanza y luego recuperó una idea de futuro. Pudo tal vez perder a un hijo por negligencia, y perdonó. Quizás hurgó buscando algo entre las cenizas tras haberse quemado su casa, rehusándose a abandonar la tetera chamuscada que halló entre las ruinas, y la usaba a diario, así, sin pulirla, marcada por el desastre. Lo que haya sido, es obvio que al regresar de la oscuridad, el hombre alcanzó esa otra ladera de la montaña donde las cosas serias importan poco y el alma  se abre exclusivamente al disfrute de los placeres simples. Cosas como sentarse a tomar el sol. En la copia de la foto que te mandé (que espero guardes y no hayas tirado) el hombre viejo e imperturbable está haciendo precisamente eso: lo vemos sentado en un banco, tomando el sol, una pierna cruzada sobre la otra, en medio del jardín. Pleno, gozando. Se encuentra más allá de la ruina, pero de una u otra forma sigue tocado por ella.  

El hombre que sobrevivió usa tenis blancos en la foto y está rodeado de un mar de hortensias. El pasto es verde, brillante, casi plástico. Mojado. Detrás de él se erige una puerta  color pistache que siempre he imaginado debe conducir a una  cocina: la cocina blanca y limpia de un hogar cálido que per manece invisible. En la parte más alta de la puerta se extiende una repisa pequeñísima. Está pintada del mismo rojo que el camioncito de bomberos con el que tú y yo jugábamos de niños. ¿Te acuerdas? Tal vez no, tú eras muy chico y yo ya no tan to en aquellos tiempos. Pero bueno, los camiones de bomberos casi todos son del mismo tono. Así que sabrás a qué me refiero. En la foto, ese tono bermellón contrasta con el fondo verdo so de la puerta, y encaramado sobre el borde anómalo de esa  repisa roja yace un gnomo de jardín, de tamaño considerable, montado a caballo sobre un cerdito. 

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Dado que el dueño del gnomo (el hombre de la foto que  es bastante viejo, pero permanece imperturbable) ha visto la muerte y aprendió a vivir con su presencia, me parece impor tante mantener en la esfera de nuestra atención las cosas que  tuvo a bien decir sobre la oscuridad. A pesar de haber visto  más sufrimiento del que le toca testimoniar a un ser humano promedio en una vida, este hombre también decidió que un  gnomo de jardín era la compañía idónea para disfrutar del sol. Ni más ni menos que un gnomo de jardín montado sobre un  cerdito. Las hortensias, sin duda, aprueban de su criterio a la hora de elegir compañía. 

No sé si alcanzas a identificarlo, seguramente sí, pero el  hombre de la fotografía es el creador del mejor libro jamás es crito sobre la guerra. Creo que estarás de acuerdo conmigo en  esto, especialmente como editor. «Mi libro sobre la guerra»,  lo llamaba. El hombre viejo e imperturbable de la imagen es  Kurt Vonnegut, aquella mente brillante nacida en Indianápolis en 1922, que fuera soldado en la Segunda Guerra Mundial, prisionero de guerra bajo bombardeo, después antropólogo  y finalmente escritor. Más allá de su genialidad ampliamen te reconocida, este señor eligió flores y a un gnomo de jardín  como compañía para asolearse cuando la paz, por fin, volvió a  reinar en su pedacito de planeta. Me parece que tiene todo el  sentido del mundo que eligiera dicha compañía tras haber vivido el bombardeo de Dresde y sufrir por décadas al intentar escribir sobre ello. Pero puede ser sólo mi opinión. Lo que sí te diré, con absoluta honestidad, es que a mi parecer Kurt cruzó una línea entre la vida y la muerte, cierta línea que normal mente es un punto de no retorno. Y, sin embargo, regresó. No  era su momento. Quizás esa experiencia del horror sea la raíz  de su candor. 

Desafortunadamente no podrás apreciar la gimnasia cromática que acompaña a Kurt en la fotografía original: el lila y el rojo y el verde conspirando alrededor del beige de sus pantalones. Tenemos sólo la posibilidad de que yo te la describa. Te envié la foto en blanco y negro porque no tengo forma de mandártela a color. Es sólo una fotocopia de la imagen original que yo poseo como una postal tecnicolor, adquirida hace años  en una librería que ya olvidé, y que hoy se mantiene pegada al borde de mi escritorio gracias a la terquedad de un pedazo de cinta adhesiva color azul. 

Kurt es mi testigo al escribirte. Y por eso te he contado  tanto sobre él. También por eso quería que tuvieras aunque fuera una copia en blanco y negro de su retrato. He hecho mi mayor esfuerzo por describirte la gama de colores que lo rodea, porque la considero una parte importante de la historia. Creo firmemente que la supervivencia tiende a empujarnos hacia la culpa con la misma intensidad que nos lleva a apreciar  las simplicidades de la vida. Tengo esperanzas de que también  nos lleve a hacer las cosas de forma distinta, mientras nos que de tiempo, claro. E incluso si no todos tenemos ese privilegio, los humanos para eso inventamos la reencarnación y por eso las divinidades crearon el cambio de las estaciones. Ambas  nos dan la oportunidad de hacer las cosas de otro modo a cada vuelta. Ahí radica la magia de la renovación, como ocurre con el fulgor del verde en las primeras hojas que retoñan tras el invierno. Pero estoy divagando. Necesito concentrarme.

Y lo haré.  

Significativamente para mis intereses ahorita, además de  haber escrito la mejor novela de guerra del mundo, Kurt (cuyos ojos suaves me miran con intensidad a diario, tan poco acostumbrados a su condición de figura fundamental de la literatura estadounidense) es también la persona que escribió  la mejor dedicatoria a un editor en la historia de la literatura. Esto, por supuesto, es sólo mi opinión.  

Pero creo que tengo razón. 

Su dedicatoria fue perfecta porque era también una disculpa. En la introducción de esa extraordinaria novela acerca de la guerra que es Matadero cinco o La cruzada de los niños, es cribió las palabras más dulces para su editor, una explicación del fracaso, una declaración de amor, un despliegue de gratitud: «Sam, aquí está el libro», escribió Kurt. «Es tan corto y  desordenado y balbuceante, Sam, porque no hay nada inte ligente que decir sobre una masacre. Se supone que todo el  mundo debe estar muerto; y nadie puede decir nada, ni desear nada nunca más. Todo se supone que debe estar en silencio después de la masacre, y así es siempre, excepto por los pá jaros. ¿Y qué dicen los pájaros? Lo único que se puede decir  sobre una masacre, cosas como “¿Poo-tee-weet?”». Y bueno, te escribo ahora yo, Gabriel, con la esperanza de honrar esta Piedra Rosetta de las dedicatorias, que es también una disculpa del mejor tipo: una oda a la vulnerabilidad del autor, no  como ego sino como creador. Incluso si llegáramos a fracasar, comencemos por aquí al menos. Desde la humildad. 

Así pues, empiezo esta carta, dirigida a ti, mi estimado editor de confianza, ofreciéndote como regalo esta descripción detallada de la fotografía de Kurt Vonnegut sentado en su  jardín, rodeado de sus amadas hortensias y el gnomo monta do sobre un cerdito, con la intención de invocar el espíritu de  un ser humano que supo escribir palabras preciosas y since ras dedicadas al hombre que estuvo a cargo de cuidar sus pa labras. Al honrarlo quiero también disculparme, tanto como  advertirte: ésta va a ser una carta larga. Y ya desde ahorita tiene  momentos inconexos. También tiene ya, sin duda, desplantes  desordenados y balbuceantes. Y le seguirán otras cartas, me  temo que igual de desordenadas y balbuceantes. Igual de lar gas, algunas de ellas. Otras no tanto. Reunidas en un manojo, quizás adquieran cierta unidad, tal vez cobren algún sentido. Su acumulación será algo afín a la sombra del libro que ven go aquí a proponerte que deberías publicar. Así que, acá va: «Gabo (no Samuel), aquí está el libro. Quizás no el libro en sí,  pero su germen, su inicio, la idea de un libro, al menos. Es (y de verdad me disculpo profusamente por ello) largo y desorde nado y balbuceante, Gabo, pero de verdad no había otra forma  más que ésta».  

Ya establecimos que esto es un ritual, ¿no? 

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Debo confesarte que la primera carta que te escribí implicó para mí un despliegue de enorme valentía. Aunque llevamos conociéndonos desde siempre, desde que éramos niños,  nuestras familias se perdieron la pista, y claro, en parte por eso me costó tanto escribirte. Nunca antes te había pedido nada y, sin embargo, después de todos estos años, una vida entera, heme aquí pidiéndote que me escuches por primera vez.  Ni más ni menos que proponiéndote que consideres publicar un libro sobre la obra de mi amante. Esa primera carta fue difícil de escribir porque intentaba ser propia, más que real.  Pero después de haber leído tu respuesta, siento que puedo seguirte escribiendo, ya con mayor sinceridad. Finalmente, he logrado (al menos por ahora) conseguir la promesa de tu mirada. Ojalá que estés dispuesto a cumplir tu parte del trato como destinatario y lector, y me sigas respondiendo. Si es así, este intercambio crecerá y te darás cuenta de que mis cartas tendrán necesariamente la extensión exacta y precisa que requieran. No puede ser de otro modo. 

Debo advertirte: en el ir y venir de mis mensajes observarás cambios de tono. A veces serán abruptos. En ciertos momentos mi prosa será veloz. En otros se tornará oscura, pues, como te he dicho, apenas me estoy recuperando del golpe de la muerte. E incluso si unos cuantos años decisivos de estudios universitarios me enseñaron a escribir en párrafos claramente estructurados, con las debidas pausas, puntuación, sentido y disposición, para contribuir a la facilidad de la lectura, la vida rara vez sigue ese ritmo. En cambio, la vida sucede en ráfagas, repentinas explosiones de estímulos sensoriales que solemos llamar anécdotas. Evoquemos aquí el ritmo de las conversaciones de sobremesa que sostenían los adultos durante nuestra infancia. Ésa, para mí, sigue siendo la verdadera cadencia del lenguaje y la vida. A eso aspiro, al narrar cualquier cosa, sea en mis cartas o cuando platico con la vecina: la verdad es que me  fascina contar una buena historia.  

Así que, considérate advertido, no habrá saltos de párrafo razonables en medio de éste, nuestro ritual. Las pausas serán variables y no por diseño, lo que te mande será el rastro de la miscelánea de mis pensamientos: escenas, cambios, estados de ánimo. La vejez me ha llenado de malos hábitos. A veces me pregunto si tus respuestas me incitarán siempre a la serenidad o si tal vez en ocasiones me provoquen enjundia. Mi escritura, en todo caso, será el espejo de tus palabras. Una vez que  me embarque en esta misión será imposible detenerme, pero también será un trayecto errático. La lentitud me avasalla. La edad y la fragilidad me atosigan. De ninguna manera retengo la energía de mi juventud. Pero no es sólo el paso del tiempo lo que me abruma, sino sus mañas. La eficiencia dejó de ser una prioridad para mí hace varias décadas. Aunque si algo puedo  prometerte es sinceridad. 

Me tomé una pausa al escribirte esta carta, pero ya volví. Durante el descanso me quedé pensando que tal vez toda carta futura que te escriba va a ser, inevitablemente, una forma de cortejo, y quizás lo mejor es que la leas como tal. Pues, finalmente, lo que estoy intentando es apelar a tu capacidad de ayudarme. Sí. Si tuviera que decidir qué clase de género es éste, diría que pertenece al rubro del arte del convencimiento. Estoy  tratando de cortejarte. Pero es también algo bastante cercano a un ruego. No dejes de escuchar. Por favor. Honra esa infancia compartida entre nosotros, honra la amistad y fraternidad que unió a nuestros padres, ignora las décadas de no habernos mantenido en contacto tras los divorcios en nuestras familias. Sígueme escuchando: eso es lo que dirá, en el fondo, cada nueva carta que te envíe. Además, ¡qué bella palabra es «cortejo»!  De tan bella incluso dudo de repente si en verdad existe o me la inventé. Pero sí existe. La digo en voz alta: «cor-te-jo», y su sonido me evoca imágenes de palomas picoteando sutilmente las ventanas en medio de tormentas de nieve, con esperanzas de entrar. En el proceso de este cortejo, lo que puedo prometer es que al menos mi prosa será honesta. Aunque también tengo la esperanza de que sea bella. Incluso si sólo sirve para honrar al hombre que eligió a un gnomo de jardín montado sobre un cerdito como compañía. Ésta es mi promesa para ti. 

En la foto del jardín Kurt ni siquiera parece un sobreviviente de guerra. Y, sin embargo, lo es. Gracias a él decidí que  esta carta debía incluir una disculpa similar a la que él redactó para su editor. Así que, acá va: «Estimado Gabriel, me disculpo, porque estas páginas son largas, y caóticas, y farragosas, y difícilmente resultan ser una carta decente para cualquier editor (ni para nadie más). Pero la muerte acaba por fin de dejar me en paz tras habitar esta casa por demasiado tiempo. Y sólo  quedan los pájaros. ¿Y qué dicen los pájaros?». 

Sigamos. Te envío mis saludos más cordiales,  

R.

1/9/2015


MARINA AZAHUA. (Ciudad de México, 1983) es escritora, editora, traductora y antropóloga. Cuida textos, propios y ajenos. Su trabajo reflexiona en torno a los gestos archivísticos, las políticas de la representación, los efectos de la violencia y las diversas formas de resistencia colectiva que surgen ante sus efectos. Es autora de los libros de ensayo Ausencia compartida (FOEM, 2013 y 2022) ​y Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma ​de violencia (Tusquets, 2014), así como de la novela Archivo agonía (Sexto Piso, 2024).


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