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No podemos explicar el mundo sin los océanos. En sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, los marineros legendarios, la economía global y la crisis ambiental del planeta. ¿Qué tipo de memoria se está registrando ahora que nuestra relación con ellos es tan incierta?
De todas las maravillas naturales que nos encontramos en el planeta, sea una montaña o un bosque, ninguna es tan grande y profunda, literal y metafóricamente, como el océano: contiene 1 332 millones de kilómetros cúbicos de agua, el punto más hondo se sumerge hasta once mil metros y, en total, ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados. Podríamos definir al océano como lo que el filósofo Timothy Morton llama un “hiperobjeto”, por su tamaño masivo y porque permea, trasciende y conecta absolutamente todo; nos envuelve y también nos amenaza. El planeta es 71% agua y nuestro cuerpo está compuesto en más del 50% de ese líquido: nuestra vida y la del mundo están gobernadas por su abundancia o escasez, por las tempestades y las inundaciones, por la sequía y la sed. “We cannot think of a time that is oceanless”, escribió T. S. Eliot. Philip Hoare, un escritor inglés cuya obsesión con el mar ha producido algunos de los libros más bellos sobre el tema, dice que nuestro parentesco con él es igualmente contradictorio. Apoyado en las ideas del biólogo marino Callum Roberts, Hoare asevera en The sea inside (2013) que nuestra biología es más cercana a la de un “simio marino” que a la de uno terrestre. Nuestra capa de grasa subcutánea, por ejemplo, es diez veces mayor que la de los primates, muy similar a la de las aletas de las ballenas; no podemos volar ni correr a gran velocidad como otros animales, pero sí podemos sumergirnos en el agua y nadar como los peces, porque nuestros hombros anchos son más idóneos para nadar que para correr; somos los únicos mamíferos terrestres que, instintiva y automáticamente, sostienen la respiración cuando se sumergen en el agua; algunos estudios apuntan a que la dieta de mariscos pudo haber proveído los ácidos grasos que hicieron crecer nuestro cerebro y que nuestras largas piernas podrían haber evolucionado para caminar en el agua cuando buscábamos moluscos en las costas del África subsahariana. A pesar de que la teoría del simio acuático ha sido poco aceptada, dice Hoare, refiere a una realidad más poética que biológica: “estábamos y estamos íntimamente ligados al mar”.
No podemos explicar el mundo actual, biológico y social, sin la historia de los océanos; en sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, de los marineros legendarios, de los comerciantes, de la economía global y, por qué no, de los monstruos reales e imaginarios. En suma, de episodios determinantes que forman nuestra historia. Ya lo dijo el afamado corsario polifacético Sir Walter Raleigh: “Quien domine los mares, comandará el comercio; quien comande el comercio global, dispondrá de las riquezas del mundo y, consecuentemente, del mundo mismo”. Esto sin olvidar, por supuesto, los momentos más oscuros, como el imperialismo, la guerra, el comercio atlántico de esclavos africanos, el patriarcado —los océanos siguen siendo territorio de la masculinidad—, la caza desmandada de ballenas, las enfermedades y, ahora, la sobreexplotación de pesquerías, los residuos tóxicos y la minería en mar profundo. Resulta desesperanzador, como dicen las siguientes palabras de la bióloga marina y activista ambiental Rachel Carson, que nuestra relación con el océano sea hoy más incierta que nunca, no sólo como una cornucopia cuasinfinita de recursos, sino también como un gran aliado en la continuidad de la vida terrestre.
Pero el mar, aunque mutado de manera siniestra, seguirá existiendo
Si tuviera que resumir la historia de la humanidad y los océanos en pocas palabras serían, de acuerdo con Liam Campling y Alejandro Colás en Capitalism and the sea (2021), “energía”, “proteína” y “propulsión”, pero también agregaría otra: “clima”. Debido a su tamaño, los océanos absorben más cantidad de calor que cualquier otro ecosistema del planeta, regulando así el clima con su perenne movimiento. Con sus olas, corrientes y mareas, los océanos sumergen el calor, lo arrastran a la superficie, lo transportan de un lugar frío a uno caliente y luego lo devuelven a la atmósfera. Este calor derrite glaciares y capas de hielo y entibia toda la Tierra. Los océanos han absorbido la mayor cantidad del dióxido de carbono causante del calor desde la Revolución industrial; sobre todo, desde 1950, cuando las emisiones globales ascendieron desmesuradamente, el océano ha absorbido 90% del calor antropogénico y la mitad de esta cantidad, para poner las cosas en trágica perspectiva, data tan sólo de 1997. Pero no todos han contribuido de la misma manera; por ejemplo, el estilo de consumo de un ciudadano de Estados Unidos, el segundo país con mayores emisiones per cápita, sólo por debajo de Australia, inyecta tres kilos de dióxido de carbono diariamente en aguas oceánicas.
Entre más calor absorben los océanos, más se afectan su composición y sus ritmos y, con ello, se acelera el calentamiento global, lo que a su vez incrementa el tamaño de los mismos. Para entenderlo mejor, hay dos factores que contribuyen a ese crecimiento: la isostasia, que a lo largo de la historia terrestre ha sido endémica y no ocasionada por la humanidad, porque es provocada por fenómenos geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares; y el eustatismo, que consiste en lo descrito anteriormente, es decir, es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera. Si en 1906 su crecimiento era de 0.6 milímetros anuales, ahora, un siglo después, crece seis milímetros al año.[1]
Recientemente, un artículo de la revista Nature Geoscience comprobó una de las mayores consecuencias de este fenómeno: la desaceleración de la Circulación de Vuelco Meridional Atlántica o AMOC, por sus siglas en inglés.[2]
Se trata de una cinta transportadora oceánica del Atlántico que se encarga de desplazar el calor que la atmósfera inyecta en los océanos y así estabiliza todo el clima global. Esta cinta moviliza una gran cantidad de dióxido de carbono hacia las aguas boreales, en donde la sumerge, justo en la parte sur de Groenlandia, y cuando las corrientes emergen, arrastran hacia la superficie enormes cantidades de nutrientes que aprovechan cientos de especies marinas, como algunas ballenas. El problema es que precisamente en ese sumidero desemboca el agua dulce y fría del hielo derretido de Groenlandia, la isla con mayor cantidad de hielo después de la Antártica y la mayormente afectada por el calentamiento global. La capa de hielo de Groenlandia puede alcanzar hasta tres mil metros de espesor y es una cápsula de tiempo: si escarbáramos unos cuarenta metros, la capa de hielo dataría de la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México como emperador; a más de 762 metros, el hielo es contemporáneo de Platón; y a 1 630 metros, de los artistas que pintaron en las cuevas de Lascaux. Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año[3] y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras como Miami, Manhattan, Londres, Shanghái, Bangkok y Bombay. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero lo más pronto posible, señala David Wallace-Wells en The uninhabitable Earth (2019), los lugares donde vive el 5% de la población mundial —casi cuatrocientos millones de personas— se inundarán en lo que resta del siglo.
Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero, 5% de la población mundial se inundará en lo que resta del siglo.
Un atisbo del poder del deshielo en Groenlandia es precisamente su afectación de la AMOC: como el agua vertida en el océano es demasiado fría, es la única zona del Atlántico que, de hecho, en lugar de calentarse, se está enfriando —por esto los científicos la llaman cold blob (burbuja fría)— y, con ello, ralentizando la cinta transportadora oceánica —actualmente, está en su etapa más lenta en mil años—.[4]¿Qué significa esto? Que este sumidero de dióxido de carbono se podría desacelerar entre 34% y 45% para finales del presente siglo, lo que detonaría una reacción en cadena que abarca desde la pérdida de uno de los aliados cruciales en la lucha contra la crisis climática, la probable extinción de cientos de especies que dependen de los nutrientes que la cinta arrastra hacia la superficie, la acumulación de mayor calor en las aguas tropicales —lo que aumenta la probabilidad de tormentas cada vez más desastrosas—, hasta, por supuesto, el incremento del océano, sobre todo en las costas del hemisferio norte.
Por si fuera poco, el calentamiento y crecimiento de los océanos, según un reciente artículo de la influyente Geophysical Research Letters, han incluso alterado el propio eje del planeta Tierra y con esto han obligado a los polos a cambiar de posición geográfica.[5] Esto se debe a dos factores: por un lado, la sangría de hielo de los glaciares ha movido los polos cuatro metros de distancia a partir de 1980 y, desde entonces, la aceleración de su movimiento se ha incrementado diecisiete veces; por otro lado, la exacerbada explotación de los ríos subterráneos para la agricultura y la industria ha desequilibrado el propio peso del planeta, lo que modifica su eje de rotación. Lo que antes era posible sólo por factores geológicos, hoy es un mero trámite de la crisis climática.
¿Quién escucha a los peces cuando lloran?
Esta pregunta de Henry David Thoreau podría ser una metáfora pero, desgraciadamente, si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy día, asevera Elizabeth Kolbert en The sixth extinction (2014), los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800 y, si las emisiones continúan al ritmo actual, para 2100 serán 150% más ácidos que a inicios de la Revolución industrial. Esta acidificación hace que algunos de los organismos marinos icónicos, como las estrellas de mar, moluscos y ostras, sean incapaces de calcificar sus cuerpos y por ello se conviertan en seres mutilados, agujereados y deformes.
Otra verdadera víctima de este proceso de acidificación son los arrecifes de coral porque o bien son incapaces de formar adecuadamente su exoesqueleto o bien se blanquean (bleaching), porque expulsan a su compañero simbiótico, las Zooxanthellae, que ayudan en su coloración y los mantienen con vida. Los arrecifes de coral son capaces de construir ciudades enteras bajo el mar: la Gran Barrera de Coral, localizada en la costa noreste de Australia, se expande por más de 2 300 km de largo y en algunas partes tiene hasta 150 metros de espesor; es tan magnífica que se puede apreciar desde el espacio exterior, pero es también tan endeble que, en 2016, 50% de la Gran Barrera sufría de blanqueamiento. Estas moles marinas sustentan millones de especies en cada uno de sus ecosistemas y su desaparición tendrá igualmente un impacto incalculable, de tan espantoso. Para 2030, la acidificación de los océanos podría amenazar a 90% de los arrecifes de coral, lo que desencadenaría probablemente una extinción de las especies que precisan de ellos para sobrevivir, incluida la humana, porque además de proveer peces para el consumo, son grandes aliados contra inundaciones en las costas donde se localizan.
Como si todo esto no fuera suficiente, otra consecuencia del calentamiento global es la alteración de las relaciones microbianas en los océanos, lo que afectaría su abundante población de organismos, tanto de los más grandes como de los microscópicos, los cuales están tróficamente conectados; por ejemplo los Prochlorococcus, el organismo fotosintético más pequeño y abundante del planeta: alrededor de un millón de ellos caben en una cucharadita de agua de mar.[6] Estos microbios, con la cooperación de otras bacterias llamadas Alteromonas, por millones de años han capturado dióxido de carbono en el océano, han ayudado a la fecundación de alimento para animales marinos, pues contribuyen en la generación de hierro y nitrógeno y, además, no es cosa menor, emiten oxígeno a la atmósfera. Pues hoy su relación ancestral también se encuentra amenazada. Si acaso ambos microbios fueran menos eficientes, los servicios que prestan al resto del sistema terrestre podrían detonar otra debacle ecológica para finales de este siglo.
Si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en el agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800.
Si a esto se añade la expansión de zonas muertas, causadas por los fertilizantes del agronegocio global, las cosas, de nuevo, se ennegrecen. Estas zonas en las que la vida no puede generarse o ha sido aniquilada se cuentan en unas cuatrocientas, que equivalen a toda la superficie de Europa. La que se encuentra en el golfo de México, causada por los nutrientes de fertilizantes que la agricultura industrial ha vaciado en el delta del Misisipi, mide aproximadamente 23 309 km2. Para 2050, se calcula que, debido a la extensión de las zonas muertas, la sobrepesca y el desecho de plásticos, habrá más plástico que peces en los mares. Un atisbo es la gran mole llamada Great Pacific Garbage Patch que tiene una superficie del doble que el estado de Texas o el triple que la de Francia. De acuerdo con la organización The Ocean Cleanup, se estima que está compuesta de aproximadamente dos trillones de piezas de plástico y su peso es de cerca de ochenta mil toneladas. Los peces que sobrevivan a esta sustitución de plástico tal vez sean los de consumo, como el camarón y el salmón, ya que la ingesta global de pescado se triplicó entre 1950 y 2016 —aumentó veintitrés kilogramos al año—, sobrepasando incluso a la carne de res, puerco y pollo. Estos peces de granja son alimentados en sistemas de acuicultura intensiva que demandan una pesca industrial desmesurada de otras especies, como anchoas, arenques y sardinas; es decir, los océanos se están vaciando de peces para alimentar a otros peces para alimentar a ciertos humanos. Desgraciadamente, estas cifras y efectos no han sido suficientes para repensar nuestra relación con los océanos; en cambio, estamos a punto de redoblar el empeño en su destrucción con la minería en mar profundo ante el agotamiento de las grandes minas continentales. Las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino planetario, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos. En el Pacífico, por citar un caso, en una región que abarca desde Hawái hasta las costas mexicanas, hay abundancia de nódulos polimetálicos,[7] unas rocas del tamaño de una papa que se forman naturalmente y contienen níquel, cobalto y manganeso, imprescindibles en la transición energética, para las turbinas eólicas y las baterías de autos eléctricos. Los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon para diseccionar milimétricamente los fondos marinos, ya están operando en algunas costas hasta una profundidad de cinco mil metros en busca de esos nódulos, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. Una de las pioneras en el rubro es la canadiense Nautilus Minerals, que cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de tres mil toneladas por día. Los impactos de esta minería, aún incalculables, podrían ser otra daga en los sedimentos marinos y en la vida de los peces debido a que, si en la corteza terrestre los químicos son difíciles de regular y controlar, en el agua se diluyen y se expanden a miles de kilómetros.
Ante este paisaje dantesco, me pregunto qué tipo de memoria quedará registrada en los mares, esa cripta grisácea de la que habla Derek Walcott en su poema “The sea is history”:
Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that grey vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Quien descifre esa memoria, temo, no verá sino el reflejo de una era mutada en algo siniestro.
* Estas fotografías forman parte de Tsuan (2017), un ensayo visual de Tania Ximena en colaboración con Yollotl Alvarado, que resultan de una investigación que inició en 2015 y continúa hasta la fecha en la comunidad Esquipulas Guayabal, ubicada al noreste de Chiapas, junto al volcán Chichonal.
[1] Harold R. Wanless, “How warming oceans are accelerating the climate crisis”, The Nation, 13 de abril de 2021.
[2] L. Caesar, G. D. McCarthy, et al., “Current Atlantic Meridional Overturning Circulation weakest in last millennium”, Nature Geoscience, vol. 14, marzo de 2021, pp. 118–120.
[3] Jonathan Watts y Niko Kommenda, “Speed at which world’s glaciers are melting has doubled in 20 years”, The Guardian, 28 de abril de 2021.
[4] Chris Mooney y Andrew Freedman, “Scientist see stronger evidence of slowing Atlantic circulation, an ‘Achilles’ heel’ of the climate”, The Washington Post, 25 de febrero de 2021.
[5] S. Deng, S. Liu, et al., “Polar drift in the 1990’s explained
by terrestrial water storage changes”, Geophysical Research Letters, vol. 48, n.º 7, 22 de marzo de 2021.
[6] Rebecca Fowler, “By 2100, climate change could alter key microbial interactions in the ocean”, Phys.org, 1 de noviembre de 2017.
[7] Daniel Ackerman, “Deep-sea mining. How to balance need for metals with ecological impacts”, Scientific American,
31 de agosto de 2020.
No podemos explicar el mundo sin los océanos. En sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, los marineros legendarios, la economía global y la crisis ambiental del planeta. ¿Qué tipo de memoria se está registrando ahora que nuestra relación con ellos es tan incierta?
De todas las maravillas naturales que nos encontramos en el planeta, sea una montaña o un bosque, ninguna es tan grande y profunda, literal y metafóricamente, como el océano: contiene 1 332 millones de kilómetros cúbicos de agua, el punto más hondo se sumerge hasta once mil metros y, en total, ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados. Podríamos definir al océano como lo que el filósofo Timothy Morton llama un “hiperobjeto”, por su tamaño masivo y porque permea, trasciende y conecta absolutamente todo; nos envuelve y también nos amenaza. El planeta es 71% agua y nuestro cuerpo está compuesto en más del 50% de ese líquido: nuestra vida y la del mundo están gobernadas por su abundancia o escasez, por las tempestades y las inundaciones, por la sequía y la sed. “We cannot think of a time that is oceanless”, escribió T. S. Eliot. Philip Hoare, un escritor inglés cuya obsesión con el mar ha producido algunos de los libros más bellos sobre el tema, dice que nuestro parentesco con él es igualmente contradictorio. Apoyado en las ideas del biólogo marino Callum Roberts, Hoare asevera en The sea inside (2013) que nuestra biología es más cercana a la de un “simio marino” que a la de uno terrestre. Nuestra capa de grasa subcutánea, por ejemplo, es diez veces mayor que la de los primates, muy similar a la de las aletas de las ballenas; no podemos volar ni correr a gran velocidad como otros animales, pero sí podemos sumergirnos en el agua y nadar como los peces, porque nuestros hombros anchos son más idóneos para nadar que para correr; somos los únicos mamíferos terrestres que, instintiva y automáticamente, sostienen la respiración cuando se sumergen en el agua; algunos estudios apuntan a que la dieta de mariscos pudo haber proveído los ácidos grasos que hicieron crecer nuestro cerebro y que nuestras largas piernas podrían haber evolucionado para caminar en el agua cuando buscábamos moluscos en las costas del África subsahariana. A pesar de que la teoría del simio acuático ha sido poco aceptada, dice Hoare, refiere a una realidad más poética que biológica: “estábamos y estamos íntimamente ligados al mar”.
No podemos explicar el mundo actual, biológico y social, sin la historia de los océanos; en sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, de los marineros legendarios, de los comerciantes, de la economía global y, por qué no, de los monstruos reales e imaginarios. En suma, de episodios determinantes que forman nuestra historia. Ya lo dijo el afamado corsario polifacético Sir Walter Raleigh: “Quien domine los mares, comandará el comercio; quien comande el comercio global, dispondrá de las riquezas del mundo y, consecuentemente, del mundo mismo”. Esto sin olvidar, por supuesto, los momentos más oscuros, como el imperialismo, la guerra, el comercio atlántico de esclavos africanos, el patriarcado —los océanos siguen siendo territorio de la masculinidad—, la caza desmandada de ballenas, las enfermedades y, ahora, la sobreexplotación de pesquerías, los residuos tóxicos y la minería en mar profundo. Resulta desesperanzador, como dicen las siguientes palabras de la bióloga marina y activista ambiental Rachel Carson, que nuestra relación con el océano sea hoy más incierta que nunca, no sólo como una cornucopia cuasinfinita de recursos, sino también como un gran aliado en la continuidad de la vida terrestre.
Pero el mar, aunque mutado de manera siniestra, seguirá existiendo
Si tuviera que resumir la historia de la humanidad y los océanos en pocas palabras serían, de acuerdo con Liam Campling y Alejandro Colás en Capitalism and the sea (2021), “energía”, “proteína” y “propulsión”, pero también agregaría otra: “clima”. Debido a su tamaño, los océanos absorben más cantidad de calor que cualquier otro ecosistema del planeta, regulando así el clima con su perenne movimiento. Con sus olas, corrientes y mareas, los océanos sumergen el calor, lo arrastran a la superficie, lo transportan de un lugar frío a uno caliente y luego lo devuelven a la atmósfera. Este calor derrite glaciares y capas de hielo y entibia toda la Tierra. Los océanos han absorbido la mayor cantidad del dióxido de carbono causante del calor desde la Revolución industrial; sobre todo, desde 1950, cuando las emisiones globales ascendieron desmesuradamente, el océano ha absorbido 90% del calor antropogénico y la mitad de esta cantidad, para poner las cosas en trágica perspectiva, data tan sólo de 1997. Pero no todos han contribuido de la misma manera; por ejemplo, el estilo de consumo de un ciudadano de Estados Unidos, el segundo país con mayores emisiones per cápita, sólo por debajo de Australia, inyecta tres kilos de dióxido de carbono diariamente en aguas oceánicas.
Entre más calor absorben los océanos, más se afectan su composición y sus ritmos y, con ello, se acelera el calentamiento global, lo que a su vez incrementa el tamaño de los mismos. Para entenderlo mejor, hay dos factores que contribuyen a ese crecimiento: la isostasia, que a lo largo de la historia terrestre ha sido endémica y no ocasionada por la humanidad, porque es provocada por fenómenos geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares; y el eustatismo, que consiste en lo descrito anteriormente, es decir, es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera. Si en 1906 su crecimiento era de 0.6 milímetros anuales, ahora, un siglo después, crece seis milímetros al año.[1]
Recientemente, un artículo de la revista Nature Geoscience comprobó una de las mayores consecuencias de este fenómeno: la desaceleración de la Circulación de Vuelco Meridional Atlántica o AMOC, por sus siglas en inglés.[2]
Se trata de una cinta transportadora oceánica del Atlántico que se encarga de desplazar el calor que la atmósfera inyecta en los océanos y así estabiliza todo el clima global. Esta cinta moviliza una gran cantidad de dióxido de carbono hacia las aguas boreales, en donde la sumerge, justo en la parte sur de Groenlandia, y cuando las corrientes emergen, arrastran hacia la superficie enormes cantidades de nutrientes que aprovechan cientos de especies marinas, como algunas ballenas. El problema es que precisamente en ese sumidero desemboca el agua dulce y fría del hielo derretido de Groenlandia, la isla con mayor cantidad de hielo después de la Antártica y la mayormente afectada por el calentamiento global. La capa de hielo de Groenlandia puede alcanzar hasta tres mil metros de espesor y es una cápsula de tiempo: si escarbáramos unos cuarenta metros, la capa de hielo dataría de la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México como emperador; a más de 762 metros, el hielo es contemporáneo de Platón; y a 1 630 metros, de los artistas que pintaron en las cuevas de Lascaux. Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año[3] y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras como Miami, Manhattan, Londres, Shanghái, Bangkok y Bombay. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero lo más pronto posible, señala David Wallace-Wells en The uninhabitable Earth (2019), los lugares donde vive el 5% de la población mundial —casi cuatrocientos millones de personas— se inundarán en lo que resta del siglo.
Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero, 5% de la población mundial se inundará en lo que resta del siglo.
Un atisbo del poder del deshielo en Groenlandia es precisamente su afectación de la AMOC: como el agua vertida en el océano es demasiado fría, es la única zona del Atlántico que, de hecho, en lugar de calentarse, se está enfriando —por esto los científicos la llaman cold blob (burbuja fría)— y, con ello, ralentizando la cinta transportadora oceánica —actualmente, está en su etapa más lenta en mil años—.[4]¿Qué significa esto? Que este sumidero de dióxido de carbono se podría desacelerar entre 34% y 45% para finales del presente siglo, lo que detonaría una reacción en cadena que abarca desde la pérdida de uno de los aliados cruciales en la lucha contra la crisis climática, la probable extinción de cientos de especies que dependen de los nutrientes que la cinta arrastra hacia la superficie, la acumulación de mayor calor en las aguas tropicales —lo que aumenta la probabilidad de tormentas cada vez más desastrosas—, hasta, por supuesto, el incremento del océano, sobre todo en las costas del hemisferio norte.
Por si fuera poco, el calentamiento y crecimiento de los océanos, según un reciente artículo de la influyente Geophysical Research Letters, han incluso alterado el propio eje del planeta Tierra y con esto han obligado a los polos a cambiar de posición geográfica.[5] Esto se debe a dos factores: por un lado, la sangría de hielo de los glaciares ha movido los polos cuatro metros de distancia a partir de 1980 y, desde entonces, la aceleración de su movimiento se ha incrementado diecisiete veces; por otro lado, la exacerbada explotación de los ríos subterráneos para la agricultura y la industria ha desequilibrado el propio peso del planeta, lo que modifica su eje de rotación. Lo que antes era posible sólo por factores geológicos, hoy es un mero trámite de la crisis climática.
¿Quién escucha a los peces cuando lloran?
Esta pregunta de Henry David Thoreau podría ser una metáfora pero, desgraciadamente, si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy día, asevera Elizabeth Kolbert en The sixth extinction (2014), los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800 y, si las emisiones continúan al ritmo actual, para 2100 serán 150% más ácidos que a inicios de la Revolución industrial. Esta acidificación hace que algunos de los organismos marinos icónicos, como las estrellas de mar, moluscos y ostras, sean incapaces de calcificar sus cuerpos y por ello se conviertan en seres mutilados, agujereados y deformes.
Otra verdadera víctima de este proceso de acidificación son los arrecifes de coral porque o bien son incapaces de formar adecuadamente su exoesqueleto o bien se blanquean (bleaching), porque expulsan a su compañero simbiótico, las Zooxanthellae, que ayudan en su coloración y los mantienen con vida. Los arrecifes de coral son capaces de construir ciudades enteras bajo el mar: la Gran Barrera de Coral, localizada en la costa noreste de Australia, se expande por más de 2 300 km de largo y en algunas partes tiene hasta 150 metros de espesor; es tan magnífica que se puede apreciar desde el espacio exterior, pero es también tan endeble que, en 2016, 50% de la Gran Barrera sufría de blanqueamiento. Estas moles marinas sustentan millones de especies en cada uno de sus ecosistemas y su desaparición tendrá igualmente un impacto incalculable, de tan espantoso. Para 2030, la acidificación de los océanos podría amenazar a 90% de los arrecifes de coral, lo que desencadenaría probablemente una extinción de las especies que precisan de ellos para sobrevivir, incluida la humana, porque además de proveer peces para el consumo, son grandes aliados contra inundaciones en las costas donde se localizan.
Como si todo esto no fuera suficiente, otra consecuencia del calentamiento global es la alteración de las relaciones microbianas en los océanos, lo que afectaría su abundante población de organismos, tanto de los más grandes como de los microscópicos, los cuales están tróficamente conectados; por ejemplo los Prochlorococcus, el organismo fotosintético más pequeño y abundante del planeta: alrededor de un millón de ellos caben en una cucharadita de agua de mar.[6] Estos microbios, con la cooperación de otras bacterias llamadas Alteromonas, por millones de años han capturado dióxido de carbono en el océano, han ayudado a la fecundación de alimento para animales marinos, pues contribuyen en la generación de hierro y nitrógeno y, además, no es cosa menor, emiten oxígeno a la atmósfera. Pues hoy su relación ancestral también se encuentra amenazada. Si acaso ambos microbios fueran menos eficientes, los servicios que prestan al resto del sistema terrestre podrían detonar otra debacle ecológica para finales de este siglo.
Si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en el agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800.
Si a esto se añade la expansión de zonas muertas, causadas por los fertilizantes del agronegocio global, las cosas, de nuevo, se ennegrecen. Estas zonas en las que la vida no puede generarse o ha sido aniquilada se cuentan en unas cuatrocientas, que equivalen a toda la superficie de Europa. La que se encuentra en el golfo de México, causada por los nutrientes de fertilizantes que la agricultura industrial ha vaciado en el delta del Misisipi, mide aproximadamente 23 309 km2. Para 2050, se calcula que, debido a la extensión de las zonas muertas, la sobrepesca y el desecho de plásticos, habrá más plástico que peces en los mares. Un atisbo es la gran mole llamada Great Pacific Garbage Patch que tiene una superficie del doble que el estado de Texas o el triple que la de Francia. De acuerdo con la organización The Ocean Cleanup, se estima que está compuesta de aproximadamente dos trillones de piezas de plástico y su peso es de cerca de ochenta mil toneladas. Los peces que sobrevivan a esta sustitución de plástico tal vez sean los de consumo, como el camarón y el salmón, ya que la ingesta global de pescado se triplicó entre 1950 y 2016 —aumentó veintitrés kilogramos al año—, sobrepasando incluso a la carne de res, puerco y pollo. Estos peces de granja son alimentados en sistemas de acuicultura intensiva que demandan una pesca industrial desmesurada de otras especies, como anchoas, arenques y sardinas; es decir, los océanos se están vaciando de peces para alimentar a otros peces para alimentar a ciertos humanos. Desgraciadamente, estas cifras y efectos no han sido suficientes para repensar nuestra relación con los océanos; en cambio, estamos a punto de redoblar el empeño en su destrucción con la minería en mar profundo ante el agotamiento de las grandes minas continentales. Las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino planetario, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos. En el Pacífico, por citar un caso, en una región que abarca desde Hawái hasta las costas mexicanas, hay abundancia de nódulos polimetálicos,[7] unas rocas del tamaño de una papa que se forman naturalmente y contienen níquel, cobalto y manganeso, imprescindibles en la transición energética, para las turbinas eólicas y las baterías de autos eléctricos. Los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon para diseccionar milimétricamente los fondos marinos, ya están operando en algunas costas hasta una profundidad de cinco mil metros en busca de esos nódulos, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. Una de las pioneras en el rubro es la canadiense Nautilus Minerals, que cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de tres mil toneladas por día. Los impactos de esta minería, aún incalculables, podrían ser otra daga en los sedimentos marinos y en la vida de los peces debido a que, si en la corteza terrestre los químicos son difíciles de regular y controlar, en el agua se diluyen y se expanden a miles de kilómetros.
Ante este paisaje dantesco, me pregunto qué tipo de memoria quedará registrada en los mares, esa cripta grisácea de la que habla Derek Walcott en su poema “The sea is history”:
Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that grey vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Quien descifre esa memoria, temo, no verá sino el reflejo de una era mutada en algo siniestro.
* Estas fotografías forman parte de Tsuan (2017), un ensayo visual de Tania Ximena en colaboración con Yollotl Alvarado, que resultan de una investigación que inició en 2015 y continúa hasta la fecha en la comunidad Esquipulas Guayabal, ubicada al noreste de Chiapas, junto al volcán Chichonal.
[1] Harold R. Wanless, “How warming oceans are accelerating the climate crisis”, The Nation, 13 de abril de 2021.
[2] L. Caesar, G. D. McCarthy, et al., “Current Atlantic Meridional Overturning Circulation weakest in last millennium”, Nature Geoscience, vol. 14, marzo de 2021, pp. 118–120.
[3] Jonathan Watts y Niko Kommenda, “Speed at which world’s glaciers are melting has doubled in 20 years”, The Guardian, 28 de abril de 2021.
[4] Chris Mooney y Andrew Freedman, “Scientist see stronger evidence of slowing Atlantic circulation, an ‘Achilles’ heel’ of the climate”, The Washington Post, 25 de febrero de 2021.
[5] S. Deng, S. Liu, et al., “Polar drift in the 1990’s explained
by terrestrial water storage changes”, Geophysical Research Letters, vol. 48, n.º 7, 22 de marzo de 2021.
[6] Rebecca Fowler, “By 2100, climate change could alter key microbial interactions in the ocean”, Phys.org, 1 de noviembre de 2017.
[7] Daniel Ackerman, “Deep-sea mining. How to balance need for metals with ecological impacts”, Scientific American,
31 de agosto de 2020.
No podemos explicar el mundo sin los océanos. En sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, los marineros legendarios, la economía global y la crisis ambiental del planeta. ¿Qué tipo de memoria se está registrando ahora que nuestra relación con ellos es tan incierta?
De todas las maravillas naturales que nos encontramos en el planeta, sea una montaña o un bosque, ninguna es tan grande y profunda, literal y metafóricamente, como el océano: contiene 1 332 millones de kilómetros cúbicos de agua, el punto más hondo se sumerge hasta once mil metros y, en total, ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados. Podríamos definir al océano como lo que el filósofo Timothy Morton llama un “hiperobjeto”, por su tamaño masivo y porque permea, trasciende y conecta absolutamente todo; nos envuelve y también nos amenaza. El planeta es 71% agua y nuestro cuerpo está compuesto en más del 50% de ese líquido: nuestra vida y la del mundo están gobernadas por su abundancia o escasez, por las tempestades y las inundaciones, por la sequía y la sed. “We cannot think of a time that is oceanless”, escribió T. S. Eliot. Philip Hoare, un escritor inglés cuya obsesión con el mar ha producido algunos de los libros más bellos sobre el tema, dice que nuestro parentesco con él es igualmente contradictorio. Apoyado en las ideas del biólogo marino Callum Roberts, Hoare asevera en The sea inside (2013) que nuestra biología es más cercana a la de un “simio marino” que a la de uno terrestre. Nuestra capa de grasa subcutánea, por ejemplo, es diez veces mayor que la de los primates, muy similar a la de las aletas de las ballenas; no podemos volar ni correr a gran velocidad como otros animales, pero sí podemos sumergirnos en el agua y nadar como los peces, porque nuestros hombros anchos son más idóneos para nadar que para correr; somos los únicos mamíferos terrestres que, instintiva y automáticamente, sostienen la respiración cuando se sumergen en el agua; algunos estudios apuntan a que la dieta de mariscos pudo haber proveído los ácidos grasos que hicieron crecer nuestro cerebro y que nuestras largas piernas podrían haber evolucionado para caminar en el agua cuando buscábamos moluscos en las costas del África subsahariana. A pesar de que la teoría del simio acuático ha sido poco aceptada, dice Hoare, refiere a una realidad más poética que biológica: “estábamos y estamos íntimamente ligados al mar”.
No podemos explicar el mundo actual, biológico y social, sin la historia de los océanos; en sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, de los marineros legendarios, de los comerciantes, de la economía global y, por qué no, de los monstruos reales e imaginarios. En suma, de episodios determinantes que forman nuestra historia. Ya lo dijo el afamado corsario polifacético Sir Walter Raleigh: “Quien domine los mares, comandará el comercio; quien comande el comercio global, dispondrá de las riquezas del mundo y, consecuentemente, del mundo mismo”. Esto sin olvidar, por supuesto, los momentos más oscuros, como el imperialismo, la guerra, el comercio atlántico de esclavos africanos, el patriarcado —los océanos siguen siendo territorio de la masculinidad—, la caza desmandada de ballenas, las enfermedades y, ahora, la sobreexplotación de pesquerías, los residuos tóxicos y la minería en mar profundo. Resulta desesperanzador, como dicen las siguientes palabras de la bióloga marina y activista ambiental Rachel Carson, que nuestra relación con el océano sea hoy más incierta que nunca, no sólo como una cornucopia cuasinfinita de recursos, sino también como un gran aliado en la continuidad de la vida terrestre.
Pero el mar, aunque mutado de manera siniestra, seguirá existiendo
Si tuviera que resumir la historia de la humanidad y los océanos en pocas palabras serían, de acuerdo con Liam Campling y Alejandro Colás en Capitalism and the sea (2021), “energía”, “proteína” y “propulsión”, pero también agregaría otra: “clima”. Debido a su tamaño, los océanos absorben más cantidad de calor que cualquier otro ecosistema del planeta, regulando así el clima con su perenne movimiento. Con sus olas, corrientes y mareas, los océanos sumergen el calor, lo arrastran a la superficie, lo transportan de un lugar frío a uno caliente y luego lo devuelven a la atmósfera. Este calor derrite glaciares y capas de hielo y entibia toda la Tierra. Los océanos han absorbido la mayor cantidad del dióxido de carbono causante del calor desde la Revolución industrial; sobre todo, desde 1950, cuando las emisiones globales ascendieron desmesuradamente, el océano ha absorbido 90% del calor antropogénico y la mitad de esta cantidad, para poner las cosas en trágica perspectiva, data tan sólo de 1997. Pero no todos han contribuido de la misma manera; por ejemplo, el estilo de consumo de un ciudadano de Estados Unidos, el segundo país con mayores emisiones per cápita, sólo por debajo de Australia, inyecta tres kilos de dióxido de carbono diariamente en aguas oceánicas.
Entre más calor absorben los océanos, más se afectan su composición y sus ritmos y, con ello, se acelera el calentamiento global, lo que a su vez incrementa el tamaño de los mismos. Para entenderlo mejor, hay dos factores que contribuyen a ese crecimiento: la isostasia, que a lo largo de la historia terrestre ha sido endémica y no ocasionada por la humanidad, porque es provocada por fenómenos geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares; y el eustatismo, que consiste en lo descrito anteriormente, es decir, es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera. Si en 1906 su crecimiento era de 0.6 milímetros anuales, ahora, un siglo después, crece seis milímetros al año.[1]
Recientemente, un artículo de la revista Nature Geoscience comprobó una de las mayores consecuencias de este fenómeno: la desaceleración de la Circulación de Vuelco Meridional Atlántica o AMOC, por sus siglas en inglés.[2]
Se trata de una cinta transportadora oceánica del Atlántico que se encarga de desplazar el calor que la atmósfera inyecta en los océanos y así estabiliza todo el clima global. Esta cinta moviliza una gran cantidad de dióxido de carbono hacia las aguas boreales, en donde la sumerge, justo en la parte sur de Groenlandia, y cuando las corrientes emergen, arrastran hacia la superficie enormes cantidades de nutrientes que aprovechan cientos de especies marinas, como algunas ballenas. El problema es que precisamente en ese sumidero desemboca el agua dulce y fría del hielo derretido de Groenlandia, la isla con mayor cantidad de hielo después de la Antártica y la mayormente afectada por el calentamiento global. La capa de hielo de Groenlandia puede alcanzar hasta tres mil metros de espesor y es una cápsula de tiempo: si escarbáramos unos cuarenta metros, la capa de hielo dataría de la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México como emperador; a más de 762 metros, el hielo es contemporáneo de Platón; y a 1 630 metros, de los artistas que pintaron en las cuevas de Lascaux. Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año[3] y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras como Miami, Manhattan, Londres, Shanghái, Bangkok y Bombay. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero lo más pronto posible, señala David Wallace-Wells en The uninhabitable Earth (2019), los lugares donde vive el 5% de la población mundial —casi cuatrocientos millones de personas— se inundarán en lo que resta del siglo.
Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero, 5% de la población mundial se inundará en lo que resta del siglo.
Un atisbo del poder del deshielo en Groenlandia es precisamente su afectación de la AMOC: como el agua vertida en el océano es demasiado fría, es la única zona del Atlántico que, de hecho, en lugar de calentarse, se está enfriando —por esto los científicos la llaman cold blob (burbuja fría)— y, con ello, ralentizando la cinta transportadora oceánica —actualmente, está en su etapa más lenta en mil años—.[4]¿Qué significa esto? Que este sumidero de dióxido de carbono se podría desacelerar entre 34% y 45% para finales del presente siglo, lo que detonaría una reacción en cadena que abarca desde la pérdida de uno de los aliados cruciales en la lucha contra la crisis climática, la probable extinción de cientos de especies que dependen de los nutrientes que la cinta arrastra hacia la superficie, la acumulación de mayor calor en las aguas tropicales —lo que aumenta la probabilidad de tormentas cada vez más desastrosas—, hasta, por supuesto, el incremento del océano, sobre todo en las costas del hemisferio norte.
Por si fuera poco, el calentamiento y crecimiento de los océanos, según un reciente artículo de la influyente Geophysical Research Letters, han incluso alterado el propio eje del planeta Tierra y con esto han obligado a los polos a cambiar de posición geográfica.[5] Esto se debe a dos factores: por un lado, la sangría de hielo de los glaciares ha movido los polos cuatro metros de distancia a partir de 1980 y, desde entonces, la aceleración de su movimiento se ha incrementado diecisiete veces; por otro lado, la exacerbada explotación de los ríos subterráneos para la agricultura y la industria ha desequilibrado el propio peso del planeta, lo que modifica su eje de rotación. Lo que antes era posible sólo por factores geológicos, hoy es un mero trámite de la crisis climática.
¿Quién escucha a los peces cuando lloran?
Esta pregunta de Henry David Thoreau podría ser una metáfora pero, desgraciadamente, si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy día, asevera Elizabeth Kolbert en The sixth extinction (2014), los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800 y, si las emisiones continúan al ritmo actual, para 2100 serán 150% más ácidos que a inicios de la Revolución industrial. Esta acidificación hace que algunos de los organismos marinos icónicos, como las estrellas de mar, moluscos y ostras, sean incapaces de calcificar sus cuerpos y por ello se conviertan en seres mutilados, agujereados y deformes.
Otra verdadera víctima de este proceso de acidificación son los arrecifes de coral porque o bien son incapaces de formar adecuadamente su exoesqueleto o bien se blanquean (bleaching), porque expulsan a su compañero simbiótico, las Zooxanthellae, que ayudan en su coloración y los mantienen con vida. Los arrecifes de coral son capaces de construir ciudades enteras bajo el mar: la Gran Barrera de Coral, localizada en la costa noreste de Australia, se expande por más de 2 300 km de largo y en algunas partes tiene hasta 150 metros de espesor; es tan magnífica que se puede apreciar desde el espacio exterior, pero es también tan endeble que, en 2016, 50% de la Gran Barrera sufría de blanqueamiento. Estas moles marinas sustentan millones de especies en cada uno de sus ecosistemas y su desaparición tendrá igualmente un impacto incalculable, de tan espantoso. Para 2030, la acidificación de los océanos podría amenazar a 90% de los arrecifes de coral, lo que desencadenaría probablemente una extinción de las especies que precisan de ellos para sobrevivir, incluida la humana, porque además de proveer peces para el consumo, son grandes aliados contra inundaciones en las costas donde se localizan.
Como si todo esto no fuera suficiente, otra consecuencia del calentamiento global es la alteración de las relaciones microbianas en los océanos, lo que afectaría su abundante población de organismos, tanto de los más grandes como de los microscópicos, los cuales están tróficamente conectados; por ejemplo los Prochlorococcus, el organismo fotosintético más pequeño y abundante del planeta: alrededor de un millón de ellos caben en una cucharadita de agua de mar.[6] Estos microbios, con la cooperación de otras bacterias llamadas Alteromonas, por millones de años han capturado dióxido de carbono en el océano, han ayudado a la fecundación de alimento para animales marinos, pues contribuyen en la generación de hierro y nitrógeno y, además, no es cosa menor, emiten oxígeno a la atmósfera. Pues hoy su relación ancestral también se encuentra amenazada. Si acaso ambos microbios fueran menos eficientes, los servicios que prestan al resto del sistema terrestre podrían detonar otra debacle ecológica para finales de este siglo.
Si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en el agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800.
Si a esto se añade la expansión de zonas muertas, causadas por los fertilizantes del agronegocio global, las cosas, de nuevo, se ennegrecen. Estas zonas en las que la vida no puede generarse o ha sido aniquilada se cuentan en unas cuatrocientas, que equivalen a toda la superficie de Europa. La que se encuentra en el golfo de México, causada por los nutrientes de fertilizantes que la agricultura industrial ha vaciado en el delta del Misisipi, mide aproximadamente 23 309 km2. Para 2050, se calcula que, debido a la extensión de las zonas muertas, la sobrepesca y el desecho de plásticos, habrá más plástico que peces en los mares. Un atisbo es la gran mole llamada Great Pacific Garbage Patch que tiene una superficie del doble que el estado de Texas o el triple que la de Francia. De acuerdo con la organización The Ocean Cleanup, se estima que está compuesta de aproximadamente dos trillones de piezas de plástico y su peso es de cerca de ochenta mil toneladas. Los peces que sobrevivan a esta sustitución de plástico tal vez sean los de consumo, como el camarón y el salmón, ya que la ingesta global de pescado se triplicó entre 1950 y 2016 —aumentó veintitrés kilogramos al año—, sobrepasando incluso a la carne de res, puerco y pollo. Estos peces de granja son alimentados en sistemas de acuicultura intensiva que demandan una pesca industrial desmesurada de otras especies, como anchoas, arenques y sardinas; es decir, los océanos se están vaciando de peces para alimentar a otros peces para alimentar a ciertos humanos. Desgraciadamente, estas cifras y efectos no han sido suficientes para repensar nuestra relación con los océanos; en cambio, estamos a punto de redoblar el empeño en su destrucción con la minería en mar profundo ante el agotamiento de las grandes minas continentales. Las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino planetario, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos. En el Pacífico, por citar un caso, en una región que abarca desde Hawái hasta las costas mexicanas, hay abundancia de nódulos polimetálicos,[7] unas rocas del tamaño de una papa que se forman naturalmente y contienen níquel, cobalto y manganeso, imprescindibles en la transición energética, para las turbinas eólicas y las baterías de autos eléctricos. Los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon para diseccionar milimétricamente los fondos marinos, ya están operando en algunas costas hasta una profundidad de cinco mil metros en busca de esos nódulos, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. Una de las pioneras en el rubro es la canadiense Nautilus Minerals, que cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de tres mil toneladas por día. Los impactos de esta minería, aún incalculables, podrían ser otra daga en los sedimentos marinos y en la vida de los peces debido a que, si en la corteza terrestre los químicos son difíciles de regular y controlar, en el agua se diluyen y se expanden a miles de kilómetros.
Ante este paisaje dantesco, me pregunto qué tipo de memoria quedará registrada en los mares, esa cripta grisácea de la que habla Derek Walcott en su poema “The sea is history”:
Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that grey vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Quien descifre esa memoria, temo, no verá sino el reflejo de una era mutada en algo siniestro.
* Estas fotografías forman parte de Tsuan (2017), un ensayo visual de Tania Ximena en colaboración con Yollotl Alvarado, que resultan de una investigación que inició en 2015 y continúa hasta la fecha en la comunidad Esquipulas Guayabal, ubicada al noreste de Chiapas, junto al volcán Chichonal.
[1] Harold R. Wanless, “How warming oceans are accelerating the climate crisis”, The Nation, 13 de abril de 2021.
[2] L. Caesar, G. D. McCarthy, et al., “Current Atlantic Meridional Overturning Circulation weakest in last millennium”, Nature Geoscience, vol. 14, marzo de 2021, pp. 118–120.
[3] Jonathan Watts y Niko Kommenda, “Speed at which world’s glaciers are melting has doubled in 20 years”, The Guardian, 28 de abril de 2021.
[4] Chris Mooney y Andrew Freedman, “Scientist see stronger evidence of slowing Atlantic circulation, an ‘Achilles’ heel’ of the climate”, The Washington Post, 25 de febrero de 2021.
[5] S. Deng, S. Liu, et al., “Polar drift in the 1990’s explained
by terrestrial water storage changes”, Geophysical Research Letters, vol. 48, n.º 7, 22 de marzo de 2021.
[6] Rebecca Fowler, “By 2100, climate change could alter key microbial interactions in the ocean”, Phys.org, 1 de noviembre de 2017.
[7] Daniel Ackerman, “Deep-sea mining. How to balance need for metals with ecological impacts”, Scientific American,
31 de agosto de 2020.
No podemos explicar el mundo sin los océanos. En sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, los marineros legendarios, la economía global y la crisis ambiental del planeta. ¿Qué tipo de memoria se está registrando ahora que nuestra relación con ellos es tan incierta?
De todas las maravillas naturales que nos encontramos en el planeta, sea una montaña o un bosque, ninguna es tan grande y profunda, literal y metafóricamente, como el océano: contiene 1 332 millones de kilómetros cúbicos de agua, el punto más hondo se sumerge hasta once mil metros y, en total, ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados. Podríamos definir al océano como lo que el filósofo Timothy Morton llama un “hiperobjeto”, por su tamaño masivo y porque permea, trasciende y conecta absolutamente todo; nos envuelve y también nos amenaza. El planeta es 71% agua y nuestro cuerpo está compuesto en más del 50% de ese líquido: nuestra vida y la del mundo están gobernadas por su abundancia o escasez, por las tempestades y las inundaciones, por la sequía y la sed. “We cannot think of a time that is oceanless”, escribió T. S. Eliot. Philip Hoare, un escritor inglés cuya obsesión con el mar ha producido algunos de los libros más bellos sobre el tema, dice que nuestro parentesco con él es igualmente contradictorio. Apoyado en las ideas del biólogo marino Callum Roberts, Hoare asevera en The sea inside (2013) que nuestra biología es más cercana a la de un “simio marino” que a la de uno terrestre. Nuestra capa de grasa subcutánea, por ejemplo, es diez veces mayor que la de los primates, muy similar a la de las aletas de las ballenas; no podemos volar ni correr a gran velocidad como otros animales, pero sí podemos sumergirnos en el agua y nadar como los peces, porque nuestros hombros anchos son más idóneos para nadar que para correr; somos los únicos mamíferos terrestres que, instintiva y automáticamente, sostienen la respiración cuando se sumergen en el agua; algunos estudios apuntan a que la dieta de mariscos pudo haber proveído los ácidos grasos que hicieron crecer nuestro cerebro y que nuestras largas piernas podrían haber evolucionado para caminar en el agua cuando buscábamos moluscos en las costas del África subsahariana. A pesar de que la teoría del simio acuático ha sido poco aceptada, dice Hoare, refiere a una realidad más poética que biológica: “estábamos y estamos íntimamente ligados al mar”.
No podemos explicar el mundo actual, biológico y social, sin la historia de los océanos; en sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, de los marineros legendarios, de los comerciantes, de la economía global y, por qué no, de los monstruos reales e imaginarios. En suma, de episodios determinantes que forman nuestra historia. Ya lo dijo el afamado corsario polifacético Sir Walter Raleigh: “Quien domine los mares, comandará el comercio; quien comande el comercio global, dispondrá de las riquezas del mundo y, consecuentemente, del mundo mismo”. Esto sin olvidar, por supuesto, los momentos más oscuros, como el imperialismo, la guerra, el comercio atlántico de esclavos africanos, el patriarcado —los océanos siguen siendo territorio de la masculinidad—, la caza desmandada de ballenas, las enfermedades y, ahora, la sobreexplotación de pesquerías, los residuos tóxicos y la minería en mar profundo. Resulta desesperanzador, como dicen las siguientes palabras de la bióloga marina y activista ambiental Rachel Carson, que nuestra relación con el océano sea hoy más incierta que nunca, no sólo como una cornucopia cuasinfinita de recursos, sino también como un gran aliado en la continuidad de la vida terrestre.
Pero el mar, aunque mutado de manera siniestra, seguirá existiendo
Si tuviera que resumir la historia de la humanidad y los océanos en pocas palabras serían, de acuerdo con Liam Campling y Alejandro Colás en Capitalism and the sea (2021), “energía”, “proteína” y “propulsión”, pero también agregaría otra: “clima”. Debido a su tamaño, los océanos absorben más cantidad de calor que cualquier otro ecosistema del planeta, regulando así el clima con su perenne movimiento. Con sus olas, corrientes y mareas, los océanos sumergen el calor, lo arrastran a la superficie, lo transportan de un lugar frío a uno caliente y luego lo devuelven a la atmósfera. Este calor derrite glaciares y capas de hielo y entibia toda la Tierra. Los océanos han absorbido la mayor cantidad del dióxido de carbono causante del calor desde la Revolución industrial; sobre todo, desde 1950, cuando las emisiones globales ascendieron desmesuradamente, el océano ha absorbido 90% del calor antropogénico y la mitad de esta cantidad, para poner las cosas en trágica perspectiva, data tan sólo de 1997. Pero no todos han contribuido de la misma manera; por ejemplo, el estilo de consumo de un ciudadano de Estados Unidos, el segundo país con mayores emisiones per cápita, sólo por debajo de Australia, inyecta tres kilos de dióxido de carbono diariamente en aguas oceánicas.
Entre más calor absorben los océanos, más se afectan su composición y sus ritmos y, con ello, se acelera el calentamiento global, lo que a su vez incrementa el tamaño de los mismos. Para entenderlo mejor, hay dos factores que contribuyen a ese crecimiento: la isostasia, que a lo largo de la historia terrestre ha sido endémica y no ocasionada por la humanidad, porque es provocada por fenómenos geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares; y el eustatismo, que consiste en lo descrito anteriormente, es decir, es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera. Si en 1906 su crecimiento era de 0.6 milímetros anuales, ahora, un siglo después, crece seis milímetros al año.[1]
Recientemente, un artículo de la revista Nature Geoscience comprobó una de las mayores consecuencias de este fenómeno: la desaceleración de la Circulación de Vuelco Meridional Atlántica o AMOC, por sus siglas en inglés.[2]
Se trata de una cinta transportadora oceánica del Atlántico que se encarga de desplazar el calor que la atmósfera inyecta en los océanos y así estabiliza todo el clima global. Esta cinta moviliza una gran cantidad de dióxido de carbono hacia las aguas boreales, en donde la sumerge, justo en la parte sur de Groenlandia, y cuando las corrientes emergen, arrastran hacia la superficie enormes cantidades de nutrientes que aprovechan cientos de especies marinas, como algunas ballenas. El problema es que precisamente en ese sumidero desemboca el agua dulce y fría del hielo derretido de Groenlandia, la isla con mayor cantidad de hielo después de la Antártica y la mayormente afectada por el calentamiento global. La capa de hielo de Groenlandia puede alcanzar hasta tres mil metros de espesor y es una cápsula de tiempo: si escarbáramos unos cuarenta metros, la capa de hielo dataría de la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México como emperador; a más de 762 metros, el hielo es contemporáneo de Platón; y a 1 630 metros, de los artistas que pintaron en las cuevas de Lascaux. Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año[3] y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras como Miami, Manhattan, Londres, Shanghái, Bangkok y Bombay. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero lo más pronto posible, señala David Wallace-Wells en The uninhabitable Earth (2019), los lugares donde vive el 5% de la población mundial —casi cuatrocientos millones de personas— se inundarán en lo que resta del siglo.
Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero, 5% de la población mundial se inundará en lo que resta del siglo.
Un atisbo del poder del deshielo en Groenlandia es precisamente su afectación de la AMOC: como el agua vertida en el océano es demasiado fría, es la única zona del Atlántico que, de hecho, en lugar de calentarse, se está enfriando —por esto los científicos la llaman cold blob (burbuja fría)— y, con ello, ralentizando la cinta transportadora oceánica —actualmente, está en su etapa más lenta en mil años—.[4]¿Qué significa esto? Que este sumidero de dióxido de carbono se podría desacelerar entre 34% y 45% para finales del presente siglo, lo que detonaría una reacción en cadena que abarca desde la pérdida de uno de los aliados cruciales en la lucha contra la crisis climática, la probable extinción de cientos de especies que dependen de los nutrientes que la cinta arrastra hacia la superficie, la acumulación de mayor calor en las aguas tropicales —lo que aumenta la probabilidad de tormentas cada vez más desastrosas—, hasta, por supuesto, el incremento del océano, sobre todo en las costas del hemisferio norte.
Por si fuera poco, el calentamiento y crecimiento de los océanos, según un reciente artículo de la influyente Geophysical Research Letters, han incluso alterado el propio eje del planeta Tierra y con esto han obligado a los polos a cambiar de posición geográfica.[5] Esto se debe a dos factores: por un lado, la sangría de hielo de los glaciares ha movido los polos cuatro metros de distancia a partir de 1980 y, desde entonces, la aceleración de su movimiento se ha incrementado diecisiete veces; por otro lado, la exacerbada explotación de los ríos subterráneos para la agricultura y la industria ha desequilibrado el propio peso del planeta, lo que modifica su eje de rotación. Lo que antes era posible sólo por factores geológicos, hoy es un mero trámite de la crisis climática.
¿Quién escucha a los peces cuando lloran?
Esta pregunta de Henry David Thoreau podría ser una metáfora pero, desgraciadamente, si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy día, asevera Elizabeth Kolbert en The sixth extinction (2014), los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800 y, si las emisiones continúan al ritmo actual, para 2100 serán 150% más ácidos que a inicios de la Revolución industrial. Esta acidificación hace que algunos de los organismos marinos icónicos, como las estrellas de mar, moluscos y ostras, sean incapaces de calcificar sus cuerpos y por ello se conviertan en seres mutilados, agujereados y deformes.
Otra verdadera víctima de este proceso de acidificación son los arrecifes de coral porque o bien son incapaces de formar adecuadamente su exoesqueleto o bien se blanquean (bleaching), porque expulsan a su compañero simbiótico, las Zooxanthellae, que ayudan en su coloración y los mantienen con vida. Los arrecifes de coral son capaces de construir ciudades enteras bajo el mar: la Gran Barrera de Coral, localizada en la costa noreste de Australia, se expande por más de 2 300 km de largo y en algunas partes tiene hasta 150 metros de espesor; es tan magnífica que se puede apreciar desde el espacio exterior, pero es también tan endeble que, en 2016, 50% de la Gran Barrera sufría de blanqueamiento. Estas moles marinas sustentan millones de especies en cada uno de sus ecosistemas y su desaparición tendrá igualmente un impacto incalculable, de tan espantoso. Para 2030, la acidificación de los océanos podría amenazar a 90% de los arrecifes de coral, lo que desencadenaría probablemente una extinción de las especies que precisan de ellos para sobrevivir, incluida la humana, porque además de proveer peces para el consumo, son grandes aliados contra inundaciones en las costas donde se localizan.
Como si todo esto no fuera suficiente, otra consecuencia del calentamiento global es la alteración de las relaciones microbianas en los océanos, lo que afectaría su abundante población de organismos, tanto de los más grandes como de los microscópicos, los cuales están tróficamente conectados; por ejemplo los Prochlorococcus, el organismo fotosintético más pequeño y abundante del planeta: alrededor de un millón de ellos caben en una cucharadita de agua de mar.[6] Estos microbios, con la cooperación de otras bacterias llamadas Alteromonas, por millones de años han capturado dióxido de carbono en el océano, han ayudado a la fecundación de alimento para animales marinos, pues contribuyen en la generación de hierro y nitrógeno y, además, no es cosa menor, emiten oxígeno a la atmósfera. Pues hoy su relación ancestral también se encuentra amenazada. Si acaso ambos microbios fueran menos eficientes, los servicios que prestan al resto del sistema terrestre podrían detonar otra debacle ecológica para finales de este siglo.
Si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en el agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800.
Si a esto se añade la expansión de zonas muertas, causadas por los fertilizantes del agronegocio global, las cosas, de nuevo, se ennegrecen. Estas zonas en las que la vida no puede generarse o ha sido aniquilada se cuentan en unas cuatrocientas, que equivalen a toda la superficie de Europa. La que se encuentra en el golfo de México, causada por los nutrientes de fertilizantes que la agricultura industrial ha vaciado en el delta del Misisipi, mide aproximadamente 23 309 km2. Para 2050, se calcula que, debido a la extensión de las zonas muertas, la sobrepesca y el desecho de plásticos, habrá más plástico que peces en los mares. Un atisbo es la gran mole llamada Great Pacific Garbage Patch que tiene una superficie del doble que el estado de Texas o el triple que la de Francia. De acuerdo con la organización The Ocean Cleanup, se estima que está compuesta de aproximadamente dos trillones de piezas de plástico y su peso es de cerca de ochenta mil toneladas. Los peces que sobrevivan a esta sustitución de plástico tal vez sean los de consumo, como el camarón y el salmón, ya que la ingesta global de pescado se triplicó entre 1950 y 2016 —aumentó veintitrés kilogramos al año—, sobrepasando incluso a la carne de res, puerco y pollo. Estos peces de granja son alimentados en sistemas de acuicultura intensiva que demandan una pesca industrial desmesurada de otras especies, como anchoas, arenques y sardinas; es decir, los océanos se están vaciando de peces para alimentar a otros peces para alimentar a ciertos humanos. Desgraciadamente, estas cifras y efectos no han sido suficientes para repensar nuestra relación con los océanos; en cambio, estamos a punto de redoblar el empeño en su destrucción con la minería en mar profundo ante el agotamiento de las grandes minas continentales. Las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino planetario, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos. En el Pacífico, por citar un caso, en una región que abarca desde Hawái hasta las costas mexicanas, hay abundancia de nódulos polimetálicos,[7] unas rocas del tamaño de una papa que se forman naturalmente y contienen níquel, cobalto y manganeso, imprescindibles en la transición energética, para las turbinas eólicas y las baterías de autos eléctricos. Los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon para diseccionar milimétricamente los fondos marinos, ya están operando en algunas costas hasta una profundidad de cinco mil metros en busca de esos nódulos, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. Una de las pioneras en el rubro es la canadiense Nautilus Minerals, que cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de tres mil toneladas por día. Los impactos de esta minería, aún incalculables, podrían ser otra daga en los sedimentos marinos y en la vida de los peces debido a que, si en la corteza terrestre los químicos son difíciles de regular y controlar, en el agua se diluyen y se expanden a miles de kilómetros.
Ante este paisaje dantesco, me pregunto qué tipo de memoria quedará registrada en los mares, esa cripta grisácea de la que habla Derek Walcott en su poema “The sea is history”:
Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that grey vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Quien descifre esa memoria, temo, no verá sino el reflejo de una era mutada en algo siniestro.
* Estas fotografías forman parte de Tsuan (2017), un ensayo visual de Tania Ximena en colaboración con Yollotl Alvarado, que resultan de una investigación que inició en 2015 y continúa hasta la fecha en la comunidad Esquipulas Guayabal, ubicada al noreste de Chiapas, junto al volcán Chichonal.
[1] Harold R. Wanless, “How warming oceans are accelerating the climate crisis”, The Nation, 13 de abril de 2021.
[2] L. Caesar, G. D. McCarthy, et al., “Current Atlantic Meridional Overturning Circulation weakest in last millennium”, Nature Geoscience, vol. 14, marzo de 2021, pp. 118–120.
[3] Jonathan Watts y Niko Kommenda, “Speed at which world’s glaciers are melting has doubled in 20 years”, The Guardian, 28 de abril de 2021.
[4] Chris Mooney y Andrew Freedman, “Scientist see stronger evidence of slowing Atlantic circulation, an ‘Achilles’ heel’ of the climate”, The Washington Post, 25 de febrero de 2021.
[5] S. Deng, S. Liu, et al., “Polar drift in the 1990’s explained
by terrestrial water storage changes”, Geophysical Research Letters, vol. 48, n.º 7, 22 de marzo de 2021.
[6] Rebecca Fowler, “By 2100, climate change could alter key microbial interactions in the ocean”, Phys.org, 1 de noviembre de 2017.
[7] Daniel Ackerman, “Deep-sea mining. How to balance need for metals with ecological impacts”, Scientific American,
31 de agosto de 2020.
No podemos explicar el mundo sin los océanos. En sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, los marineros legendarios, la economía global y la crisis ambiental del planeta. ¿Qué tipo de memoria se está registrando ahora que nuestra relación con ellos es tan incierta?
De todas las maravillas naturales que nos encontramos en el planeta, sea una montaña o un bosque, ninguna es tan grande y profunda, literal y metafóricamente, como el océano: contiene 1 332 millones de kilómetros cúbicos de agua, el punto más hondo se sumerge hasta once mil metros y, en total, ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados. Podríamos definir al océano como lo que el filósofo Timothy Morton llama un “hiperobjeto”, por su tamaño masivo y porque permea, trasciende y conecta absolutamente todo; nos envuelve y también nos amenaza. El planeta es 71% agua y nuestro cuerpo está compuesto en más del 50% de ese líquido: nuestra vida y la del mundo están gobernadas por su abundancia o escasez, por las tempestades y las inundaciones, por la sequía y la sed. “We cannot think of a time that is oceanless”, escribió T. S. Eliot. Philip Hoare, un escritor inglés cuya obsesión con el mar ha producido algunos de los libros más bellos sobre el tema, dice que nuestro parentesco con él es igualmente contradictorio. Apoyado en las ideas del biólogo marino Callum Roberts, Hoare asevera en The sea inside (2013) que nuestra biología es más cercana a la de un “simio marino” que a la de uno terrestre. Nuestra capa de grasa subcutánea, por ejemplo, es diez veces mayor que la de los primates, muy similar a la de las aletas de las ballenas; no podemos volar ni correr a gran velocidad como otros animales, pero sí podemos sumergirnos en el agua y nadar como los peces, porque nuestros hombros anchos son más idóneos para nadar que para correr; somos los únicos mamíferos terrestres que, instintiva y automáticamente, sostienen la respiración cuando se sumergen en el agua; algunos estudios apuntan a que la dieta de mariscos pudo haber proveído los ácidos grasos que hicieron crecer nuestro cerebro y que nuestras largas piernas podrían haber evolucionado para caminar en el agua cuando buscábamos moluscos en las costas del África subsahariana. A pesar de que la teoría del simio acuático ha sido poco aceptada, dice Hoare, refiere a una realidad más poética que biológica: “estábamos y estamos íntimamente ligados al mar”.
No podemos explicar el mundo actual, biológico y social, sin la historia de los océanos; en sus olas están escritas las páginas de los descubrimientos, de los marineros legendarios, de los comerciantes, de la economía global y, por qué no, de los monstruos reales e imaginarios. En suma, de episodios determinantes que forman nuestra historia. Ya lo dijo el afamado corsario polifacético Sir Walter Raleigh: “Quien domine los mares, comandará el comercio; quien comande el comercio global, dispondrá de las riquezas del mundo y, consecuentemente, del mundo mismo”. Esto sin olvidar, por supuesto, los momentos más oscuros, como el imperialismo, la guerra, el comercio atlántico de esclavos africanos, el patriarcado —los océanos siguen siendo territorio de la masculinidad—, la caza desmandada de ballenas, las enfermedades y, ahora, la sobreexplotación de pesquerías, los residuos tóxicos y la minería en mar profundo. Resulta desesperanzador, como dicen las siguientes palabras de la bióloga marina y activista ambiental Rachel Carson, que nuestra relación con el océano sea hoy más incierta que nunca, no sólo como una cornucopia cuasinfinita de recursos, sino también como un gran aliado en la continuidad de la vida terrestre.
Pero el mar, aunque mutado de manera siniestra, seguirá existiendo
Si tuviera que resumir la historia de la humanidad y los océanos en pocas palabras serían, de acuerdo con Liam Campling y Alejandro Colás en Capitalism and the sea (2021), “energía”, “proteína” y “propulsión”, pero también agregaría otra: “clima”. Debido a su tamaño, los océanos absorben más cantidad de calor que cualquier otro ecosistema del planeta, regulando así el clima con su perenne movimiento. Con sus olas, corrientes y mareas, los océanos sumergen el calor, lo arrastran a la superficie, lo transportan de un lugar frío a uno caliente y luego lo devuelven a la atmósfera. Este calor derrite glaciares y capas de hielo y entibia toda la Tierra. Los océanos han absorbido la mayor cantidad del dióxido de carbono causante del calor desde la Revolución industrial; sobre todo, desde 1950, cuando las emisiones globales ascendieron desmesuradamente, el océano ha absorbido 90% del calor antropogénico y la mitad de esta cantidad, para poner las cosas en trágica perspectiva, data tan sólo de 1997. Pero no todos han contribuido de la misma manera; por ejemplo, el estilo de consumo de un ciudadano de Estados Unidos, el segundo país con mayores emisiones per cápita, sólo por debajo de Australia, inyecta tres kilos de dióxido de carbono diariamente en aguas oceánicas.
Entre más calor absorben los océanos, más se afectan su composición y sus ritmos y, con ello, se acelera el calentamiento global, lo que a su vez incrementa el tamaño de los mismos. Para entenderlo mejor, hay dos factores que contribuyen a ese crecimiento: la isostasia, que a lo largo de la historia terrestre ha sido endémica y no ocasionada por la humanidad, porque es provocada por fenómenos geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares; y el eustatismo, que consiste en lo descrito anteriormente, es decir, es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera. Si en 1906 su crecimiento era de 0.6 milímetros anuales, ahora, un siglo después, crece seis milímetros al año.[1]
Recientemente, un artículo de la revista Nature Geoscience comprobó una de las mayores consecuencias de este fenómeno: la desaceleración de la Circulación de Vuelco Meridional Atlántica o AMOC, por sus siglas en inglés.[2]
Se trata de una cinta transportadora oceánica del Atlántico que se encarga de desplazar el calor que la atmósfera inyecta en los océanos y así estabiliza todo el clima global. Esta cinta moviliza una gran cantidad de dióxido de carbono hacia las aguas boreales, en donde la sumerge, justo en la parte sur de Groenlandia, y cuando las corrientes emergen, arrastran hacia la superficie enormes cantidades de nutrientes que aprovechan cientos de especies marinas, como algunas ballenas. El problema es que precisamente en ese sumidero desemboca el agua dulce y fría del hielo derretido de Groenlandia, la isla con mayor cantidad de hielo después de la Antártica y la mayormente afectada por el calentamiento global. La capa de hielo de Groenlandia puede alcanzar hasta tres mil metros de espesor y es una cápsula de tiempo: si escarbáramos unos cuarenta metros, la capa de hielo dataría de la llegada de Maximiliano de Habsburgo a México como emperador; a más de 762 metros, el hielo es contemporáneo de Platón; y a 1 630 metros, de los artistas que pintaron en las cuevas de Lascaux. Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año[3] y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras como Miami, Manhattan, Londres, Shanghái, Bangkok y Bombay. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero lo más pronto posible, señala David Wallace-Wells en The uninhabitable Earth (2019), los lugares donde vive el 5% de la población mundial —casi cuatrocientos millones de personas— se inundarán en lo que resta del siglo.
Hoy esa capa de hielo groenlandés se está derritiendo a la velocidad alarmante de 35 gigatoneladas por año y, si acaso se derritiera toda, los océanos crecerían hasta seis metros de altura, ahogando ciudades enteras. Si no paramos las emisiones de gases de efecto invernadero, 5% de la población mundial se inundará en lo que resta del siglo.
Un atisbo del poder del deshielo en Groenlandia es precisamente su afectación de la AMOC: como el agua vertida en el océano es demasiado fría, es la única zona del Atlántico que, de hecho, en lugar de calentarse, se está enfriando —por esto los científicos la llaman cold blob (burbuja fría)— y, con ello, ralentizando la cinta transportadora oceánica —actualmente, está en su etapa más lenta en mil años—.[4]¿Qué significa esto? Que este sumidero de dióxido de carbono se podría desacelerar entre 34% y 45% para finales del presente siglo, lo que detonaría una reacción en cadena que abarca desde la pérdida de uno de los aliados cruciales en la lucha contra la crisis climática, la probable extinción de cientos de especies que dependen de los nutrientes que la cinta arrastra hacia la superficie, la acumulación de mayor calor en las aguas tropicales —lo que aumenta la probabilidad de tormentas cada vez más desastrosas—, hasta, por supuesto, el incremento del océano, sobre todo en las costas del hemisferio norte.
Por si fuera poco, el calentamiento y crecimiento de los océanos, según un reciente artículo de la influyente Geophysical Research Letters, han incluso alterado el propio eje del planeta Tierra y con esto han obligado a los polos a cambiar de posición geográfica.[5] Esto se debe a dos factores: por un lado, la sangría de hielo de los glaciares ha movido los polos cuatro metros de distancia a partir de 1980 y, desde entonces, la aceleración de su movimiento se ha incrementado diecisiete veces; por otro lado, la exacerbada explotación de los ríos subterráneos para la agricultura y la industria ha desequilibrado el propio peso del planeta, lo que modifica su eje de rotación. Lo que antes era posible sólo por factores geológicos, hoy es un mero trámite de la crisis climática.
¿Quién escucha a los peces cuando lloran?
Esta pregunta de Henry David Thoreau podría ser una metáfora pero, desgraciadamente, si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy día, asevera Elizabeth Kolbert en The sixth extinction (2014), los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800 y, si las emisiones continúan al ritmo actual, para 2100 serán 150% más ácidos que a inicios de la Revolución industrial. Esta acidificación hace que algunos de los organismos marinos icónicos, como las estrellas de mar, moluscos y ostras, sean incapaces de calcificar sus cuerpos y por ello se conviertan en seres mutilados, agujereados y deformes.
Otra verdadera víctima de este proceso de acidificación son los arrecifes de coral porque o bien son incapaces de formar adecuadamente su exoesqueleto o bien se blanquean (bleaching), porque expulsan a su compañero simbiótico, las Zooxanthellae, que ayudan en su coloración y los mantienen con vida. Los arrecifes de coral son capaces de construir ciudades enteras bajo el mar: la Gran Barrera de Coral, localizada en la costa noreste de Australia, se expande por más de 2 300 km de largo y en algunas partes tiene hasta 150 metros de espesor; es tan magnífica que se puede apreciar desde el espacio exterior, pero es también tan endeble que, en 2016, 50% de la Gran Barrera sufría de blanqueamiento. Estas moles marinas sustentan millones de especies en cada uno de sus ecosistemas y su desaparición tendrá igualmente un impacto incalculable, de tan espantoso. Para 2030, la acidificación de los océanos podría amenazar a 90% de los arrecifes de coral, lo que desencadenaría probablemente una extinción de las especies que precisan de ellos para sobrevivir, incluida la humana, porque además de proveer peces para el consumo, son grandes aliados contra inundaciones en las costas donde se localizan.
Como si todo esto no fuera suficiente, otra consecuencia del calentamiento global es la alteración de las relaciones microbianas en los océanos, lo que afectaría su abundante población de organismos, tanto de los más grandes como de los microscópicos, los cuales están tróficamente conectados; por ejemplo los Prochlorococcus, el organismo fotosintético más pequeño y abundante del planeta: alrededor de un millón de ellos caben en una cucharadita de agua de mar.[6] Estos microbios, con la cooperación de otras bacterias llamadas Alteromonas, por millones de años han capturado dióxido de carbono en el océano, han ayudado a la fecundación de alimento para animales marinos, pues contribuyen en la generación de hierro y nitrógeno y, además, no es cosa menor, emiten oxígeno a la atmósfera. Pues hoy su relación ancestral también se encuentra amenazada. Si acaso ambos microbios fueran menos eficientes, los servicios que prestan al resto del sistema terrestre podrían detonar otra debacle ecológica para finales de este siglo.
Si colocáramos nuestro oído en la superficie del océano, escucharíamos los estertores de cientos de especies que, literalmente, se están desintegrando debido a la acidificación. El dióxido de carbono, al disolverse en el agua, crea ácido y altera el pH del agua marina. Hoy los océanos son 38% más ácidos que en el año 1800.
Si a esto se añade la expansión de zonas muertas, causadas por los fertilizantes del agronegocio global, las cosas, de nuevo, se ennegrecen. Estas zonas en las que la vida no puede generarse o ha sido aniquilada se cuentan en unas cuatrocientas, que equivalen a toda la superficie de Europa. La que se encuentra en el golfo de México, causada por los nutrientes de fertilizantes que la agricultura industrial ha vaciado en el delta del Misisipi, mide aproximadamente 23 309 km2. Para 2050, se calcula que, debido a la extensión de las zonas muertas, la sobrepesca y el desecho de plásticos, habrá más plástico que peces en los mares. Un atisbo es la gran mole llamada Great Pacific Garbage Patch que tiene una superficie del doble que el estado de Texas o el triple que la de Francia. De acuerdo con la organización The Ocean Cleanup, se estima que está compuesta de aproximadamente dos trillones de piezas de plástico y su peso es de cerca de ochenta mil toneladas. Los peces que sobrevivan a esta sustitución de plástico tal vez sean los de consumo, como el camarón y el salmón, ya que la ingesta global de pescado se triplicó entre 1950 y 2016 —aumentó veintitrés kilogramos al año—, sobrepasando incluso a la carne de res, puerco y pollo. Estos peces de granja son alimentados en sistemas de acuicultura intensiva que demandan una pesca industrial desmesurada de otras especies, como anchoas, arenques y sardinas; es decir, los océanos se están vaciando de peces para alimentar a otros peces para alimentar a ciertos humanos. Desgraciadamente, estas cifras y efectos no han sido suficientes para repensar nuestra relación con los océanos; en cambio, estamos a punto de redoblar el empeño en su destrucción con la minería en mar profundo ante el agotamiento de las grandes minas continentales. Las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino planetario, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos. En el Pacífico, por citar un caso, en una región que abarca desde Hawái hasta las costas mexicanas, hay abundancia de nódulos polimetálicos,[7] unas rocas del tamaño de una papa que se forman naturalmente y contienen níquel, cobalto y manganeso, imprescindibles en la transición energética, para las turbinas eólicas y las baterías de autos eléctricos. Los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon para diseccionar milimétricamente los fondos marinos, ya están operando en algunas costas hasta una profundidad de cinco mil metros en busca de esos nódulos, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. Una de las pioneras en el rubro es la canadiense Nautilus Minerals, que cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de tres mil toneladas por día. Los impactos de esta minería, aún incalculables, podrían ser otra daga en los sedimentos marinos y en la vida de los peces debido a que, si en la corteza terrestre los químicos son difíciles de regular y controlar, en el agua se diluyen y se expanden a miles de kilómetros.
Ante este paisaje dantesco, me pregunto qué tipo de memoria quedará registrada en los mares, esa cripta grisácea de la que habla Derek Walcott en su poema “The sea is history”:
Where are your monuments, your battles, martyrs?
Where is your tribal memory? Sirs,
in that grey vault. The sea. The sea
has locked them up. The sea is History.
Quien descifre esa memoria, temo, no verá sino el reflejo de una era mutada en algo siniestro.
* Estas fotografías forman parte de Tsuan (2017), un ensayo visual de Tania Ximena en colaboración con Yollotl Alvarado, que resultan de una investigación que inició en 2015 y continúa hasta la fecha en la comunidad Esquipulas Guayabal, ubicada al noreste de Chiapas, junto al volcán Chichonal.
[1] Harold R. Wanless, “How warming oceans are accelerating the climate crisis”, The Nation, 13 de abril de 2021.
[2] L. Caesar, G. D. McCarthy, et al., “Current Atlantic Meridional Overturning Circulation weakest in last millennium”, Nature Geoscience, vol. 14, marzo de 2021, pp. 118–120.
[3] Jonathan Watts y Niko Kommenda, “Speed at which world’s glaciers are melting has doubled in 20 years”, The Guardian, 28 de abril de 2021.
[4] Chris Mooney y Andrew Freedman, “Scientist see stronger evidence of slowing Atlantic circulation, an ‘Achilles’ heel’ of the climate”, The Washington Post, 25 de febrero de 2021.
[5] S. Deng, S. Liu, et al., “Polar drift in the 1990’s explained
by terrestrial water storage changes”, Geophysical Research Letters, vol. 48, n.º 7, 22 de marzo de 2021.
[6] Rebecca Fowler, “By 2100, climate change could alter key microbial interactions in the ocean”, Phys.org, 1 de noviembre de 2017.
[7] Daniel Ackerman, “Deep-sea mining. How to balance need for metals with ecological impacts”, Scientific American,
31 de agosto de 2020.
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