Las mujeres han dependido en mayor medida que los hombres del acceso a los recursos comunes y han estado más comprometidas con su defensa. Históricamente han liderado esfuerzos para colectivizar el trabajo reproductivo —piedra angular sobre la que se construye la sociedad— para protegerse de la pobreza, de la violencia estatal y de la ejercida por los hombres. Éste es un ensayo feminista sobre las luchas de nuestro tiempo.*
La manera en la que tanto los trabajos de subsistencia como la contribución de los comunes a la supervivencia concreta de los habitantes locales se invisibiliza mediante su idealización no es sólo similar sino que tiene las mismas raíces .
En cierto modo, las mujeres son tratadas como comunes y los comunes son tratados como mujeres.
–Maria Mies y Veronika Bennholdt-Thomsen, Defending, Reclaiming, Reinventing the Commons, 1999.
La reproducción precede a la producción social. Si tocas a las mujeres, tocas la base.
–Peter Linebaugh, The Magna Carta Manifesto, 2008.1
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¿Por qué lo común?
Al menos desde que los zapatistas conquistaron la plaza del Zócalo, el 31 de diciembre de 1993 en San Cristóbal de las Casas, para protestar por la legislación impuesta que disolvía el sistema mexicano de ejidos,2 el concepto de “lo común” ha ganado popularidad dentro de la izquierda radical, tanto en Estados Unidos como internacionalmente, emergiendo como punto de encuentro y campo de acción común entre anarquistas, marxistas-socialistas, ecologistas y ecofeministas.3
Existen razones de peso que justifican el arraigo e importancia que estas ideas, aparentemente arcaicas, han adquirido dentro de los movimientos sociales contemporáneos. Dos de ellas destacan en particular. Por un lado, se ha producido la desaparición del modelo revolucionario estatista que durante décadas había conformado los esfuerzos de los movimientos sociales radicales para construir una alternativa al capitalismo. Por otro, el intento neoliberal de subordinar todas y cada una de las formas de vida y de conocimiento a la lógica del mercado ha incrementado nuestra conciencia del peligro que supone vivir en un mundo en el que ya no tenemos acceso a los mares, los árboles, los animales ni a nuestros congéneres excepto a través del nexo económico.
Los “nuevos cercamientos” también han visibilizado un mundo de propiedades y relaciones comunales que muchos consideraban extinto o al que no habían concedido importancia hasta que se ha cernido sobre ellos la amenaza de la privatización.4 Irónicamente, los nuevos cercamientos han demostrado no sólo que las propiedades comunales no habían desaparecido, sino que se producen de manera constante nuevas formas de cooperación social, incluso en áreas que previamente no existían, como el internet.
La idea de lo común/los comunes, en este contexto, ha proporcionado una alternativa lógica e histórica a los binomios Estado y propiedad privada, Estado y mercado, permitiéndonos rechazar la ficción de que son ámbitos mutuamente excluyentes y de que sólo podemos elegir entre ellos, en relación con nuestras posibilidades políticas. También ha realizado una función ideológica, como concepto unificador prefigurativo de la sociedad cooperativa que la izquierda radical lucha por construir. Sin embargo, existen tanto ambigüedades como diferencias significativas en las interpretaciones dadas a este concepto, que hay que aclarar si queremos que el principio de lo común se traduzca en un proyecto político coherente.5
Por ejemplo, ¿qué constituye lo común? Abundan los ejemplos. Tenemos aire, agua y tierras comunes; bienes digitales y servicios comunes; también se describen a menudo como comunes los derechos adquiridos (por ejemplo, las pensiones de la seguridad social), del mismo modo que se recogen bajo esta denominación las lenguas, las bibliotecas y las producciones colectivas de culturas antiguas. Pero, ¿se encuentran al mismo nivel todos estos comunes desde el punto de vista de una estrategia anticapitalista? ¿Son compatibles todos ellos? Y ¿cómo podemos estar seguros de que no se está proyectando una imagen de unidad que aún está por construirse?
Teniendo en mente estas cuestiones, en este ensayo se analizan los comunes desde una perspectiva feminista, en donde “feminista” se refiere a un punto de partida conformado por la lucha contra la discriminación sexual y por las luchas sobre el trabajo reproductivo, que (en palabras de Linebaugh) es la piedra angular sobre la que se construye la sociedad y desde la que debe de ser analizada toda organización social. Esta intervención es necesaria, desde mi punto de vista, para definir mejor estas políticas, expandir un debate que hasta ahora han dominado los hombres y aclarar bajo qué condiciones los principios de lo común pueden constituir los cimientos de un programa anticapitalista. Al día de hoy existen dos conflictos que hacen que estas tareas sean especialmente importantes.
Los comunes globales y los comunes del Banco Mundial
Primero, hay que recordar que, al menos desde principios de la década de los noventa, el lenguaje de los comunes ha sido absorbido y puesto al servicio de la privatización por el Banco Mundial y por la Organización de las Naciones Unidas. Bajo la excusa de proteger la biodiversidad y de conservar los “comunes globales”, el Banco Mundial ha transformado las selvas tropicales en reservas ecológicas y ha expulsado con este pretexto a las poblaciones que durante siglos habían extraído su sustento de ellas, a la vez les ha dado acceso a personas que no las necesitan pero que pueden pagar por visitarlas gracias, por ejemplo, al ecoturismo.6 Mano a mano y de nuevo en nombre de la preservación de la herencia común del ser humano, las Naciones Unidas han revisado las leyes internacionales que rigen el acceso a los océanos, permitiendo que los gobiernos consoliden el uso de las aguas marinas en manos de unos pocos.7
El Banco Mundial y las Naciones Unidas no están solos en su adaptación de la idea de los comunes a los intereses del mercado. Por diferentes motivos, la revalorización de los comunes se ha convertido en una tendencia de moda entre muchos economistas ortodoxos y planificadores económicos, vista la creciente literatura sobre esta materia y el desarrollo de conceptos asociados como: “capital social”, “economía de donación” o “altruismo”. Se hace patente también la diversidad de intereses en el reconocimiento oficial, mediante la concesión del Premio Nobel de Economía de 2009, de la principal representante de esta tendencia, la politóloga y profesora de ciencia política, Elinor Ostrom.8
Los planificadores del desarrollo y los diseñadores de políticas han descubierto que, bajo las condiciones adecuadas, la gestión colectiva de los recursos naturales puede resultar más eficiente y menos conflictiva que la privatización de los mismos, y que los comunes pueden ser redirigidos para la producción del mercado;9 de la misma manera, han comprendido que, llevada a su extremo, la mercantilización de las relaciones sociales tiene consecuencias autodestructivas. La ampliación de la forma mercancía a todos los aspectos del tejido social promovida por el neoliberalismo es un límite ideal para las ideologías capitalistas, pero no sólo supone un proyecto imposible sino que tampoco es deseable desde el punto de vista de la reproducción a largo plazo del sistema capitalista. La acumulación capitalista es estructuralmente dependiente de la apropiación gratuita de aquellas inmensas áreas de trabajo que deben aparecer como externalidades al mercado, como el trabajo doméstico no remunerado que las mujeres han proporcionado y en el cual han confiado los capitalistas para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Mucho antes del “desastre” de Wall Street, y no por casualidad, un amplio espectro de economistas y teóricos sociales advertían que la mercantilización de todas las esferas de la vida es perjudicial para el correcto funcionamiento del mercado, ya que también los mercados, continúa el argumento, dependen de la existencia de relaciones no monetarias como la confianza, el fideicomiso y las donaciones.10 En resumen, el capital está aprendiendo cuáles son las virtudes de los “bienes comunes”. Incluso la publicación London Economist, órgano de expresión durante más de 150 años de los economistas del capitalismo de libre mercado, en el número del 31 de julio de 2008 se unía cautelosamente al coro.
La economía de “los nuevos comunes” —se leía en la publicación— se encuentra todavía en un estado infantil. Es demasiado pronto para estar seguros de sus hipótesis. Pero puede que ya esté mostrando un camino práctico para el planteamiento de ciertos problemas, como la gestión de internet, la propiedad intelectual o la contaminación medioambiental internacional, para lo cual los legisladores necesitan toda la ayuda que puedan obtener.11
Por eso, debemos de ser bastante cautelosos, para no estructurar el discurso de los bienes comunes de tal manera que permita a la clase capitalista, promotora y dirigente de la crisis, revivir mediante este discurso, postulándose, por ejemplo, como guardianes del planeta.
¿Qué comunes?
Una segunda preocupación es que, mientras las instituciones internacionales han aprendido a recuperar lo común como una tendencia funcional para el mercado, se sigue sin estructurar una respuesta de cómo los comunes pueden constituirse en cimientos de una economía no capitalista. El trabajo de Peter Linebaugh nos muestra, especialmente Carta Magna Manifesto,12 que los comunes han supuesto un hilo conductor que ha recorrido la historia de las luchas de clase en nuestro tiempo y que, de hecho, la lucha por lo común es una realidad cotidiana en nuestro mundo. Los habitantes de Maine mantienen una lucha para preservar sus zonas de pesca y sus aguas; los residentes en las regiones de los Apalaches unen esfuerzos para salvar sus montañas amenazadas por la minería a cielo abierto; los movimientos de defensa del código abierto y del software libre se oponen a la mercantilización del saber abriendo nuevos espacios para la comunicación y la cooperación. De la misma manera, se está desarrollando un abanico invisible de actividades y de comunidades en Estados Unidos, que Chris Carlsson ha descrito en su obra Nowtopia.13 Como muestra Carlsson, hay muchísima creatividad invertida en la producción de “comunes virtuales” y de distintas formas de sociabilidad que prosperan fuera de los radares de la economía dineraria o mercantil.
Más importante ha sido la creación de los huertos urbanos, fenómeno que se extendió durante los años ochenta y noventa a lo largo de Estados Unidos, gracias sobre todo a las iniciativas de las comunidades inmigrantes de África, el Caribe o el sur de Estados Unidos. Su importancia no debe subestimarse. Los huertos urbanos han abierto el camino para un proceso de “rurbanización” indispensable si queremos mantener el control sobre nuestra producción alimentaria, regenerar el medio ambiente y producir para nuestra supervivencia. Los huertos son mucho más que una fuente de seguridad alimentaria. Suponen espacios de encuentro y de socialización, de producción de saberes y de intercambio cultural e intergeneracional. Tal y como describe Margarita Fernández, los huertos de Nueva York, estos jardines urbanos, “refuerzan la cohesión de la comunidad” con su papel de lugares comunes donde la gente se reúne, no sólo para trabajar la tierra, sino para jugar a las cartas, celebrar casamientos, baby showers o fiestas de cumpleaños.14 Algunos de ellos colaboran con escuelas locales, en las cuales imparten educación medioambiental extraescolar. No menos importante es que los huertos funcionen como “un medio para la transmisión y el encuentro de prácticas culturales diversas”, permitiendo por ejemplo que las prácticas y productos africanos se mezclen con aquéllos provenientes del Caribe.15
De todas maneras, la función más importante de los huertos urbanos es su producción para el consumo vecinal, más que con propósitos comerciales. Esto los distingue de la producción de otros comunes que se destinan al mercado, como las piscifactorías de la Lobster Coast de Maine,16 o bien, se adquieren en el mercado, como los land-trust —fideicomisos territoriales que preservan los espacios abiertos—. Sin embargo, el problema es que los huertos urbanos se han mantenido como iniciativas espontáneas de base y ha habido pocos intentos de parte de los movimientos de Estados Unidos de expandir su presencia y convertir el acceso a la tierra en un tema clave para las luchas. De un modo más general, el planteamiento acerca de cómo toda la proliferación de comunes, defendidos, desarrollados y por los que se lucha, pueden agruparse para conformar un todo cohesionado que proporcione una base para un nuevo modelo de producción es una cuestión que la izquierda no ha enfrentado.
Una excepción es la teoría propuesta por Negri y Hardt en Imperio, Multitud y, más recientemente, en Commonwealth,17 la cual defiende que una sociedad construida sobre los principios de “lo común” ya se está desarrollando a partir de la informatización de la producción. Según esta teoría, en cuanto que la producción deviene cada vez más producción del conocimiento organizada a través de internet, emerge un espacio común que escapa al problema de definir reglas de exclusión o inclusión, ya que el acceso y el uso de los múltiples recursos existentes en la red, más que la extracción de los mismos, permite la posibilidad de una sociedad construida en la abundancia (según ellos, el único cabo suelto al que se enfrenta la “multitud” sería cómo evitar la “captura” capitalista de la riqueza producida).
La crítica a esta teoría es que no distingue entre la formación de lo común y la manera en que se organizan el trabajo y la producción, y que actualmente se concibe como inherente al trabajo. Su misma limitación es que no pone en cuestión la base material que necesita la tecnología digital, gracias a la cual funciona internet, y margina el hecho de que los ordenadores dependen de ciertas actividades económicas —minería, microchips y extracción de recursos terrestres escasos— que, tal y como están organizadas hoy en día, son extremadamente destructivas social y ecológicamente. Y aun más, con su énfasis en la ciencia, la producción de saberes e información, esta teoría evita la cuestión de la reproducción de la vida cotidiana. De todas maneras, ésta es una realidad incómoda para el discurso de los comunes como un todo, ya que generalmente se ha centrado mucho más en pensar las condiciones necesarias para su existencia que en las posibilidades que pueden brindar los comunes ya existentes y su potencial para crear formas de reproducción que nos permitan resistir frente a la dependencia del trabajo asalariado y la subordinación a las relaciones capitalistas.
Las mujeres y los comunes
En este contexto resulta fundamental una perspectiva feminista. Ésta comienza con el reconocimiento de que, como sujetos principales del trabajo reproductivo, tanto histórica como actualmente, las mujeres han dependido en mayor medida que los hombres del acceso a los recursos comunes y han estado más comprometidas con su defensa. Como recogía en Calibán y la bruja,18 durante la primera fase del desarrollo capitalista, las mujeres supusieron la primera línea de defensa contra los cercamientos tanto en Inglaterra como en el “Nuevo Mundo” y fueron las defensoras más aguerridas de las culturas comunales que amenazaba con destruir la colonización europea. En Perú, cuando los conquistadores se hicieron con el control de los pueblos, las mujeres escaparon a las montañas, en las que recrearon modos de vida colectivos que han sobrevivido hasta nuestros días. No es sorprendente que los ataques más violentos contra las mujeres en la historia del mundo se produjesen durante los siglos xvi y xvii: la persecución de las mujeres como brujas. Hoy en día, con la perspectiva de un nuevo proceso de acumulación primitiva,19 las mujeres suponen la fuerza de oposición principal en el proceso de mercantilización total de la naturaleza. Las mujeres son las agricultoras de subsistencia del planeta. En África producen el 80% de los alimentos que consumen sus habitantes, pese a los esfuerzos del Banco Mundial y de otras agencias internacionales por convencerlas para que dediquen sus esfuerzos a los cultivos comerciales. El rechazo a la falta de acceso a la tierra ha sido tan fuerte que, en las ciudades, muchas mujeres han decidido apropiarse de parcelas de terreno público, sembrando maíz y cassava en parcelas vacías, alterando con este proceso el paisaje urbano de las ciudades africanas y derrumbando así la separación entre campo y ciudad.20 También en la India las mujeres han luchado por recuperar los bosques degradados, han protegido los árboles, uni-do esfuerzos para expulsar a los leñadores y bloqueado operaciones de minería y de construcción de pantanos.21
La otra cara de la lucha de las mujeres por el acceso directo a la tierra ha sido la formación, a lo largo de todo el “Tercer Mundo” —de Camboya a Senegal— de asociaciones de crédito que funcionan con el dinero como bien común. Los “tontines” (como los denominan en algunas zonas de África) son sistemas bancarios desarrollados por mujeres, autónomos y autogestionados, que bajo diferentes denominaciones proporcionan dinero en efectivo a grupos e individuos que no tienen acceso a los bancos, y funcionan exclusivamente con base en la confianza. Esto los convierte en experiencias totalmente diferentes a los sistemas de microcrédito promovidos por el Banco Mundial, que funcionan basándose en la vergüenza, llegando al extremo (por ejemplo, en Níger) de pegar en zonas públicas fotos con los rostros de las mujeres que no pueden devolver los créditos, lo que ha ocasionado que algunas mujeres se hayan visto empujadas al suicidio.22
También son las mujeres las que han liderado los esfuerzos para colectivizar el trabajo reproductivo como herramienta para economizar los costos reproductivos y para protegerse mutuamente de la pobreza, de la violencia estatal y de la ejercida de manera individual por los hombres. Un ejemplo destacado son las ollas comunes (cocinas comunes) que las mujeres de Chile y Perú construyeron durante los años ochenta cuando, debido a la fuerte inflación, ya no se podían permitir afrontar la compra de alimentos de manera individual.23 Estas prácticas constituyen, del mismo modo en que lo hacen las reforestaciones colectivas y la ocupación y demanda de tierras, la expresión de un mundo en el que los lazos comunales aún son poderosos. Pero sería un error considerarlas actitudes prepolíticas, “naturales” o producto de la “tradición”. En realidad, y como señala Leo Podlashuc,24 estas luchas encierran una identidad colectiva, constituyen un contrapoder tanto en el terreno doméstico como en la comunidad y abren un proceso de autovaloración y autodeterminación del cual tenemos mucho que aprender.
La primera lección que tenemos que aprender de estas luchas es el hecho de que el “bien común” es la puesta en común de los medios materiales y supone el mecanismo primordial por el cual se crean el interés colectivo y los lazos de apoyo mutuo. También supone la primera línea de resistencia frente a una vida de esclavitud, ya sea en los ejércitos, los prostíbulos o los talleres clandestinos. Para nosotras, en Estados Unidos, supone una lección añadida darnos cuenta de que mediante la unión de nuestros recursos, mediante la recuperación de las aguas y de las tierras, y su devolución al terreno de lo común, podemos empezar a separar nuestra reproducción de los flujos mercantiles que, en consonancia con el mercado mundial, son culpables de la desposesión de tantas personas en otras partes del planeta. Gracias a esto, podríamos desenganchar nuestros modos de vida, no sólo del mundo mercantil, sino también de la maquinaria de guerra y del sistema carcelario que sustentan la hegemonía de este sistema. No menos importante sería la superación de la solidaridad abstracta que a menudo caracteriza las relaciones dentro de nuestros movimientos y que limitan nuestros compromisos y capacidad de perdurar, así como los riesgos que estamos dispuestas a tomar.
No hay duda de que ésta es una tarea formidable que sólo puede ser llevada a cabo mediante un proceso a largo plazo de aumento de la conciencia, intercambio intercultural y construcción colectiva, junto a todas las comunidades que en Estados Unidos están interesadas en demandar la recuperación de la tierra desde un punto de vista vital, comenzando por las naciones norteamericanas originarias. Y aunque esta tarea parezca más complicada que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, también es la única condición que puede ampliar nuestros espacios de autonomía, evitar que sigamos alimentando el proceso de acumulación capitalista y rechazar la asunción de que nuestra reproducción debe tener lugar a expensas del resto de los comunes (o comuneros) y de los bienes comunes del planeta.
La reconstrucción feminista
Lo que supone abordar estos desafíos es algo que se encuentra poderosamente definido en la obra de Maria Mies cuando señala que la producción de los comunes requiere, primero, una profunda transformación de nuestro modo de vida cotidiano, con el objetivo principal de recombinar lo que en el capitalismo ha separado la división social del trabajo. La brecha abierta entre producción, reproducción y consumo nos conduce a ignorar las condiciones bajo las cuales han sido producidas las mercancías que comemos, con las que nos vestimos o trabajamos, además de su costo social y medioambiental, y el destino de las poblaciones sobre las que se arrojan todos los desperdicios que producimos.25
En otras palabras, necesitamos superar el estado de negación constante y de irresponsabilidad en relación con las consecuencias de nuestras acciones, resultado de las estructuras destructivas sobre las que se organiza la división social del trabajo dentro del capitalismo; sin eso, la producción de nuestra vida se transforma, inevitablemente, en la producción de muerte para otros. Como señala Mies, la globalización ha empeorado esta crisis, ensanchando la distancia entre lo que es producido y lo que es consumido, intensificando de esta manera, pese al aumento en apariencia de la interconectividad global, nuestra ceguera frente a la sangre que cubre los alimentos que consumimos, las ropas que vestimos y los ordenadores con los que nos comunicamos.26
Es en la superación de este olvido donde una perspectiva feminista puede mostrarnos cómo comenzar nuestra reconstrucción desde los comunes. No hay común posible a no ser que nos neguemos a basar nuestra vida, nuestra reproducción, en el sufrimiento de otros; a no ser que rechacemos la visión de un “nosotros” separada de un “ellos”. De hecho, si el “bien común” tiene algún sentido, éste debe ser la producción de nosotros mismos como sujeto común. Éste es el significado que debemos obtener del eslogan “No hay comunes sin comunidad”. Pero entendiendo “comunidad” no como una realidad cerrada, como un grupo de personas unidas por intereses exclusivos que los separan de los otros, como las comunidades basadas en la etnicidad o en la religión. Comunidad entendida como un tipo de relación, basada en los principios de cooperación y de responsabilidad: entre unas personas y otras, y respecto a la tierra, los bosques, los mares y los animales.
Es cierto que la consecución de este tipo de comunidad, como la colectivización de nuestro trabajo reproductivo cotidiano, sólo puede suponer un comienzo. No sustituye a campañas antiprivatización más amplias ni a la reconstrucción del acervo colectivo. Pero constituye una parte esencial dentro del proceso de nuestra educación para la gestión colectiva y para el reconocimiento de la historia como un proyecto colectivo, principal víctima de la era neoliberal capitalista.
Para ello, debemos incluir en la agenda política la puesta en común o colectivización del trabajo doméstico, reviviendo la rica tradición feminista existente en Estados Unidos, que abarca desde los experimentos de los socialismos utópicos de mediados del siglo xix, hasta los intentos que las “feministas materialistas” llevaron a cabo, desde finales del siglo xix hasta mediados del xx, para reorganizar, socializar el trabajo doméstico y, en consecuencia, el hogar y el vecindario, mediante una labor doméstica colectiva —esfuerzos que continuaron hasta 1920, cuando la “caza de brujas anticomunista” acabó con ellos—.27 Estas prácticas y la capacidad que tuvieron las feministas en el pasado para identificar el trabajo reproductivo como una esfera importante de la actividad humana, no para negarla sino para revolucionarla, debe ser revisada y revitalizada.
Una razón crucial para crear formas colectivas de vida es que la reproducción de los seres humanos supone el trabajo más intensivo que existe sobre la faz de la Tierra y lo es hasta tal punto que se ha mostrado como un trabajo irreductible a la mecanización. No podemos mecanizar el cuidado infantil o el de los enfermos ni el trabajo psicológico necesario para reintegrar nuestro equilibrio físico y emocional. Pese a los esfuerzos que hacen los industriales futuristas, no podemos robotizar el “cuidado” si no es con un costo terrible para las personas afectadas. Nadie aceptará que las “robots enfermeras” adopten el papel de cuidadoras, especialmente en el caso de los niños y los enfermos. La responsabilidad compartida y el trabajo cooperativo, que el cuidado no sea a costa de la salud de las que lo proveen, es la única garantía de un cuidado adecuado. Durante siglos la reproducción de los seres humanos ha sido un proceso colectivo. Suponía el trabajo compartido de familias y comunidades extensas, en las cuales podía confiar la gente, especialmente en los entornos proletarios, incluso cuando se trataba de personas que vivían solas, y gracias a ello la edad avanzada no iba acompañada de la soledad y la dependencia que experimentan muchos de nuestros mayores. Ha sido el advenimiento del capitalismo el que ha producido la privatización de la reproducción, un proceso que ha llegado a tal extremo que está destruyendo nuestras vidas. Necesitamos cambiar esto si queremos poner fin a la continua devaluación y fragmentación de nuestras vidas.
Los tiempos son propicios para este tipo de comienzos. En estos momentos en los que la actual crisis capitalista está destruyendo los elementos básicos necesarios para la reproducción de millones de personas en todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, la reconstrucción de nuestra vida cotidiana es una posibilidad y una necesidad. Como si de latigazos se tratase, las crisis socioeconómicas rompen la disciplina del trabajo asalariado, obligándonos a crear nuevas formas de sociabilidad. Un claro ejemplo es lo que ocurrió durante la Gran Depresión, que produjo el movimiento de los hobo-men,28 que convirtieron los trenes de mercancías en su común, dentro de una búsqueda de libertad en la movilidad y el nomadismo.29 En las intersecciones de las líneas ferroviarias organizaban sus hobo-jungles, prefiguraciones, con sus reglas de autogestión y solidaridad, del mundo comunista en el que creían muchos de sus habitantes.30 De todas maneras, pese a algunas “boxcar Berthas”,31 éste era un mundo predominantemente masculino, una fraternidad de hombres que no era sostenible a largo plazo.
Una vez que la crisis económica y la guerra llegaron a su fin, los hobo-men fueron domesticados gracias a dos mecanismos de fijación laboral: la familia y la casa. Consciente del peligro que suponía la reconstrucción de la clase obrera, el capital norteamericano ha destacado en la aplicación de los principios característicos de la organización de la vida económica capitalista: cooperación en los puntos productivos, separación y atomización en el estadio reproductivo. El modelo familiar, de un hogar atomizado y seriado, diseñado y promocionado por Levittown,32 y exacerbado por su apéndice umbilical, el coche, no sólo sedentarizó a los trabajadores, sino que acabó con el tipo de comunes que los trabajadores autónomos crearon en las hobo-jungles.33 Al día de hoy, cuando se está produciendo el embargo de millones de casas y de automóviles, cuando la ejecución de hipotecas, los desahucios y la pérdida masiva de empleos están resquebrajando de nuevo los pilares de la disciplina capitalista del trabajo, nos encontramos con nuevos campos para lo común en pleno desarrollo, como las ciudades de tiendas de campaña que se están extendiendo de costa a costa. Esta vez, de todas maneras, son las mujeres las que deben construir los nuevos comunes, para que no constituyan meros espacios de transición o zonas temporalmente autónomas, sino que se desarrollen plenamente como nuevas formas de reproducción social.
Si la casa es el oikos sobre el cual se construye la economía, entonces son las mujeres, tradicionalmente las trabajadoras y las prisioneras domésticas, las que deben tomar la iniciativa de reclamar el hogar como centro de la vida colectiva, de una vida transversal a múltiples personas y formas de cooperación, que proporcione seguridad sin aislamiento y sin obsesión; que permita el intercambio y la circulación de las posesiones comunitarias; y, sobre todo, que cree los cimientos para el desarrollo de nuevas formas colectivas de reproducción. Como se ha señalado anteriormente, podemos extraer enseñanzas e inspiración para estos proyectos de las “feministas materialistas” del siglo xix, quienes, convencidas de que el espacio doméstico suponía un “componente espacial en la opresión de las mujeres”, organizaron cocinas comunales, casas cooperativas, lanzaron llamamientos al control de la reproducción por parte de los trabajadores.34 Estos objetivos son cruciales para nuestro presente: la ruptura con el aislamiento de la vida en el hogar no es sólo una condición básica para la consecución de nuestras necesidades básicas y el incremento de nuestra fuerza frente a los empresarios y el Estado. Como argumenta Massimo de Angelis, también suponen una protección frente al desastre ecológico: no hay duda alguna de las destructivas consecuencias de la antieconómica multiplicación de activos reproductivos y viviendas atomizadas, que hoy en día llamamos casas, que escupen calor a la atmósfera durante el invierno, exponiéndonos a un calor insoportable en verano. Pero, sobre todo, lo más importante es que no podremos construir una sociedad alternativa y un movimiento fuerte capaz de reproducirse a no ser que redefinamos nuestra reproducción en términos más cooperativos y pongamos punto final a la separación entre lo personal y lo político, entre el activismo político y la reproducción de nuestra vida cotidiana.
Llegados a este punto queda por puntualizar o aclarar que asignar a las mujeres esta tarea de puesta en común o colectivización de la reproducción no es ninguna concesión a la visión naturalista de la “feminidad”. Comprensiblemente, muchas feministas verían esta posibilidad como “un destino peor que la muerte”. Está profundamente esculpido en nuestra conciencia que las mujeres han sido designadas como el común de los hombres, como una fuente de riqueza y servicios puestos a su libre disposición, de la misma manera que los capitalistas se han apropiado de la naturaleza. Pero, citando a Dolores Hayden, la reorganización del trabajo reproductivo y, en consecuencia, la reorganización de la estructura domiciliaria y del espacio público, no es una cuestión de identidad, es una cuestión laboral y, podríamos añadir, una cuestión de poder y de seguridad.35 Aquí viene al caso recordar la experiencia de las mujeres del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, quienes, cuando sus comunidades conquistaron el derecho a mantenerse en las tierras que habían ocupado, insistieron en que las nuevas casas debían construirse formando un conjunto, para que pudiesen continuar compartiendo sus trabajos domésticos, lavar juntas, cocinar juntas y hacer turnos con los hombres tal y como lo habían hecho durante el transcurso de la lucha, y para estar preparadas para acudir prestamente a darse apoyo mutuo y socorro en caso de agresión por parte de los hombres. Afirmar que las mujeres deben tomar las riendas en la colectivización del trabajo reproductivo y de la estructuración de las viviendas no significa naturalizar el trabajo doméstico como una vocación femenina. Es mostrar el rechazo a la obliteración de las experiencias colectivas, del conocimiento y de las luchas que las mujeres han acumulado en relación con el trabajo reproductivo y cuya historia es parte esencial de nuestra resistencia al capitalismo. Hoy en día, tanto para las mujeres como para los hombres, es crucial dar un paso y reconectar nuestra realidad con esta parte de la historia, para desmantelar la arquitectura basada en roles de género de nuestras vidas y para reconstruir nuestros hogares y nuestras vidas como comunes.