Mino Tragedias: un relato de amor por los padres y el futbol

Mino Tragedias

El futbolista italiano Roberto Baggio viviría el trago más amargo de su carrera al fallar el penalti que le concedió a Brasil la victoria del Mundial en 1994. Sin embargo, él no sería el único en disputar el partido de su vida; este relato es la carta de amor de un niño a las glorias de su padre y al futbol mismo.

Tiempo de lectura: 13 minutos

Si de equipos que lograron campeonatos memorables se debería hablar es de aquel liderado por Romario, Dunga y Cafú que vivió una final trabada frente a la Italia del legendario Baggio y Maldini. ¡Vaya qué alargue! Incluso los penales fueron dramáticos. Sin embargo, hubo otra que se jugó a varios kilómetros de Estados Unidos, igual de reñida y sufrida por Jabatos FC de Santa Inés. Aquel domingo de calor húmedo, Mino Tragedias se enfrentaba a la adversidad, al todo o nada.  

La temporada no había sido buena para Mino Tragedias que llegaba malhumorado a los partidos en su Caribe roja, siempre con una nueva abolladura, la defensa sostenida con alambres y una puerta que se había quedado atascada tras un encontronazo. Siempre lo acompañaba su utilero de confianza, el que iba por las caguamas o lo ayudaba a vendarse los tobillos hinchados de tanto bacachá. Anselmito era bueno para muchas otras cosas, menos para el futbol; por más que su padre insistiera en convertirlo en un gran portero, al pequeño sólo le interesaba pasar el domingo a su lado. Mino empezaba los fines de semana desde el jueves cuando se vestía con trajes de lentejuelas, tomaba su guitarra y desaparecía tres días a tocar un evento tras otro.

—Pinche Mino, vienes pedo todavía. ¡Es la final, cabrón! —le gritó el Bombón, el dueño de la abarrotería más surtida de Santa Inés que dizque entrenaba al equipo—. ¿Siquiera trajiste pa’tu arbitraje?

—Aliviáname, carnalito. La Chena me pidió todo el gasto y no traigo un quinto.

—Ya me debes tres semanas, todo por eso vas de banca.

—No seas gacho, Bombón. 

Mino le pidió a Anselmo que fuera con su madre a convencerla de prestarle 100 pesos. Chena ayudaba a las otras esposas a preparar el anafre y así poner a asar las carnes para el desayuno. Se negó. No estaba ahí por gusto, quería evitar que Mino volviera a cometer una pendejada como la del domingo anterior. Habían discutido porque Mino se empeñaba en ir al partido de semifinales, aun cuando ya tenían una reunión familiar comprometida y cada uno se montó en su macho de quién se llevaría a Anselmo; el otro que se fuera al carajo. Si en un principio ella quedó fascinada con el brillo de Mino sobre el escenario, con los años se hartó de sentir su aliento etílico por las madrugadas, de imaginarlo burlándose de ella junto con esas coristas voluptuosas a las que les hacía bromas obscenas. Sin embargo, lo que más le encabronaba era que Anselmito lo prefiriera a él por encima de todo.

Mientras Chena tuvo que aguantar los cuchicheos de sus primas por llegar a la reunión sola, su hijo disfrutaba del triunfo de los Jabatos 1 a 0 sobre el Correcaminos de La Preciosa. Era rarísimo que el Mino anotara, pero en ese partido metió de chiripa el gol del triunfo y fue tanta su euforia que se chingó el gasto de la semana en cervezas. Apenas podía estar de pie.

—A ver, cabroncito, vas a tener que manejar tú —entonces le arrojó las llaves de la Caribe al niño, que apenas si podía ver por encima del tablero—. Metes clutch y la palanca en primera. Despacito, así, no te pongas nervioso.

Las manos le temblaban sobre el volante y apenas si podía alcanzar el acelerador con la punta del pié. El auto se le jaloneó un poco, pero alcanzó a meter el clutch. Su padre lo fue dirigiendo entre calles, así sin subir a segunda. El corazón trepidando. Las manos sudadas.

—No te distraigas, hijo. Mirada al frente.

—Sí, papá.

—Ahí vas bien. No te preocupes, el rojito tiene memoria y sabe llegar solo —Mino se acomodó para dormitar. 

Anselmo sintió que una fuerza desconocida lo rebosaba. Había dominado a la máquina. Se imaginó al día siguiente alardeando con sus compañeros de primaria que ya era todo un experto en manejar y que cuando lo desearan le iba a pedir el carro a su papá y así dar el rol por la colonia. Se asomó por la ventanilla y notó que la gente lo miraba. Unos reían, otros se escandalizaban. Estaba feliz y no escuchó el grito de Mino que apenas alcanzó a jalar el freno de mano.

—¡Te estoy diciendo que te fijes, cabrón! Casi nos estampas.

La Caribe apenas si golpeó la defensa del camión de gas estacionado a la derecha de la calle. A gran velocidad ese impacto sería fatal, pero Anselmo se asustó más por los gritos desaforados de su padre que, tras el susto, jaloneó al niño hasta el asiento del copiloto. Una vez en casa, le pidió que no dijera una sola palabra de lo ocurrido a Chena. Sin embargo, Anselmo no perdió el color amarillo en toda la tarde y amenazado por su madre, soltó prenda. Reclamos y más reclamos. Vasos rotos. Azotón de puertas. Mino durmiendo en quién sabe dónde. Ella sentada en la mesa de la cocina mientras una canción sonaba por enésima vez: Porque de pronto ya no me quería / Porque mi vida se quedó vacía / Nadie contesta mis preguntas.

Mino era marrullero, así como engañaba a los defensas, siempre hallaba la manera de obtener el perdón de Chena. Ella amaba el pastel de tres leches y las flores. La lengua bífida de Mino la endulzaba con promesas huecas. Por las noches Anselmo se despertaba con las risitas y los gemidos que intentaban acallar sus padres, alguna pierna se asomaba entre las cobijas; por más lento que lo hicieran, la cama rechinaba de oxidada. El crío se aguantaba las ganas de ir a mear porque el baño estaba afuera de esos dos cuartos donde el mundo se amontonaba desde que tenía memoria.

Cuando su padre vistió el short y camiseta azul rey, con franjas blancas en los costados y el número 11 en la espalda, al niño le pareció que lucía más imponente que el propio Roberto Baggio.

Cuando Mino regresaba con algún ojo morado por las campales que se armaban en el llanero o la vez que se fracturó una pierna al caerse de borracho en una coladera, Chena se desvivía por alimentarlo y mantenerlo cómodo en la recuperación.

—¿Y si te separas? —Anselmo, escondido bajo la cama, escuchó a una de las hermanas de su madre.

—No’hombre. No puedo sola. ¿Y mi hijo?

—Justo, por él deberías irte.

No, no, no, primero se escapaba que permitir que lo alejaran de su padre, aquél que en la temporada 1993-1994 lo había motivado a disfrutar las victorias agónicas de los Jabatos, los eternos salados de la liga. Si ya era complicado disfrutar los domingos a su lado, ¿cómo le haría para buscarlo si su madre los separaba?

El domingo de la final, Anselmo se sentía desanimado e intentaba distraerse al observar la ciudad alejarse por la ventanilla del auto. Para el encuentro, la liga había rentado un campo de futbol en Cuautitlán que estaba rodeado por caminos de terracería, maizales y alfalfares. El aire olía a estiércol de vaca y borrego. Algunos ejidatarios que se habían cansado de sembrar transformaron sus milpas en canchas de futbol que en ese entonces les generaban mayores ganancias y años más tarde se convertirían en fraccionamientos con casas de interés social o naves industriales.

A ese crío le pareció que el césped era como el de las fotografías de residencias lujosas, bien parejito. Muy diferente a las canchas lodosas del deportivo Azcapotzalco. Por primera vez sintió unas ganas tremendas de barrerse y hacer atajadas como el Brody enfundado en su uniforme de colores chillantes. El único inconveniente eran las zanjas lodosas que rodeaban al campo de futbol, pero al menos por un día ese lugar sería el Azteca.

Mino le pidió al niño que sacara de su mochila la madeja de vendas para enrollarlas con firmeza alrededor de sus tobillos. Luego le ayudó a colocar encima unas calcetas que le llegaban a las rodillas y, al final, las espinilleras para protegerlo de las barridas de los rivales. Cuando su padre vistió el short y camiseta azul rey, con franjas blancas en los costados y el número 11 en la espalda, al niño le pareció que lucía más imponente que el propio Roberto Baggio. Chena no alcanzaba a comprender la admiración del niño, le incomodaba que a ella no la mirara de igual forma, no lo merecía.

Quienes estábamos ahí observamos al Mino dar brinquitos de calentamiento que le hacían sacudir la panza en todas direcciones. Quebraba sus caderas de derecha a izquierda como bailarina. Luego se sentó con las piernas abiertas en “v” mientras Anselmo le empujaba la espalda para tocar con los dedos las puntas de los botines.  

—Mi’jo, si no me hubiera chingado la rodilla, me cae que sería más chingón que Benjamín Galindo, pero todavía tengo el toque —se acercó inflando el pecho y luego revolvió la cabellera del crío.  

Sabíamos perfectamente que Mino presumía de un ojo de francotirador con los pases, pero en las anteriores temporadas no puso ninguno bueno. Le faltaba ese toque, la magia del delantero cazagoles para anotar con la rodilla, las nalgas o rozando el balón al trastabillar. Al trotar era cansino. “No era necesario correr tanto —decía—, el futbol se juega con la tatema, con la maña”. A pesar de su regateo tosco, escondía muy bien la pelota para aguantar el apoyo de algún compañero.

Bajo la sombra de uno de los sauces el Bombón armó la estrategia. No había discusión, Pollo, el killer del equipo era inamovible. A la distancia, observamos manotear y discutir a Mino, quería estar desde los primeros minutos pero aquel panzón no lo dejaría. Todos desconocíamos por qué en esa temporada el Pollo y Tragedias se volvieron la dupla ideal, se entendían sin mirarse. Salvo las ocasiones en que a Tragedias le caía la malaria, más que a Benjamín Galindo se parecía al Chanfle. Entonces, no dudaban en sacarlo. Por mucho, aquella decisión del fofo nos ponía en desventaja frente al Palmeiras de San Rafa, los tricampeones de la liga.

Los dos equipos salieron al terreno de juego para darse el saludo antes de la guerra. El árbitro silbó el arranque. Cada escuadra atacaba y defendía con tenacidad. El balón abandonó muy poco de la cancha. Aunque las patadas entre jugadores fueron ríspidas, siempre iban a la pelota. Cuando nuestro equipo era mejor y teníamos a los rivales jugando en su cancha, vino un contragolpe que aprovechó el más jovencito del Palmeiras, vaya que corría el cabrón, y tras burlar al portero abrió el marcador.

—¡Vamos Jabatos, uno no es ninguno! —gritó Anselmito, quien no perdió el ánimo en toda la primera parte — ¿Verdad que sí vas a jugar, papá?

Qué pinche coraje ver al Mino dando vueltas como león cuando vino el segundo, luego el tercero. Aquel delantero del Palmeiras era una bestia. No sólo Mino, Chena, la porra, todos estábamos furiosos por la decisión de mantenerlo en la banca.

—¡Órale, pinche gordo! Ya déjame entrar. Nos están matando. 

—Calmantes montes, Tragedias. Ahí con calmita y remontamos— aquel era un remedo de entrenador.  

Chena vio tan desesperado a su hijo y a su marido que sacó el monedero de su bolso. Le dio tres billetes de 100 pesos al crío para que se los llevara al Mino. Sin poder anotar, nos echamos atrás a defender hasta que se acabó la primera parte. Entonces Mino se acercó al Bombón y le entregó el dinero. Lo miró, sonrió con malicia.

—Ahora sí, ya estamos hablando el mismo lenguaje. ¡Cureño, vas pa’fuera!

El rostro de Anselmito se iluminó. Mino Tragedias presumió esa mirada engreída de cuando pisaba el escenario y por unas cuantas horas se transformaba en el guitarrista más virtuoso del mundo, aunque nada más tocara “Juana la Cubana”. 

—Tienes que meter un gol —dijo el crío emocionado. 

—A huevo, mi’jo. Esta va por ti, nos los vamos a chingar. 

Confiado en que vería a su padre remontar, Anselmito se colocó detrás del arco custodiado por el portero del Palmeiras. Había algo de magia en el campo y en los primeros minutos la disputa se emparejó. Pollo se coló entre los defensas confiado en que la pelota le llegaría al botín. Mino, sin mirarlo, mandó el toque raso y con la suficiente fuerza para que nuestro delantero le diera un toquecito y que la pelota moviera la red a nuestro favor. Incluso Chena estaba gritando.

Le faltaba ese toque, la magia del delantero cazagoles para anotar con la rodilla, las nalgas o rozando el balón al trastabillar. Al trotar era cansino. “No era necesario correr tanto —decía—, el futbol se juega con la tatema, con la maña”.

Daba la impresión que el equipo de cobardes de la primera parte se había retirado y en su lugar habían alineado a 11 perros de guerra dispuestos a todo. La defensa rival aún no digería el primer golpe cuando Mino les robó el esférico y avanzó con una velocidad inédita por toda la banda derecha hasta alcanzar la línea del tiro de esquina. Entonces lanzó uno de esos zapatazos que trazó una curva perfecta hacia la frente del Pollo. ¡Gol, chingada madre!

Si en el primer tiempo nos habían echado para atrás, en ese momento el Palmeiras de San Rafa estaba atrincherado. El cronómetro del árbitro avanzaba. En la porra varios perdían la esperanza, menos aquel niño que seguía plantado atrás de la portería a la espera del gol prometido. La urgencia por anotar antes de que se cumplieran los noventa minutos y empatar, movió al Tragedias a tirarse un clavado hacia el área grande mientras hacía dolorosos gestos cuando un defensa lo barrió. Pretendía engañar al árbitro para que marcara penal; embustero como en la madrugada que llegó a casa perfumado de sábanas ajenas y se enredó en absurdas explicaciones. No obstante, lo único que se ganó fue una tarjeta amarilla por reclamar, aunque el tiro libre sí lo concedieron. 

—¡Relax, Tragedias! Otra de esas y te saco —gritó el Bombón. 

—Saca a tu madre, puto— dijo mientras acomodaba el balón. 

Ésa era la suya. Tenía todo para que la bola hiciera una comba y se insertara en la esquina superior de la portería. Anselmo contuvo la respiración. Un sonido metálico anunciaba el choque de la pelota. Ya merito. Los del Palmeiras suspiraron unos segundos aliviados por la salvada del travesaño, pero se olvidaron del Pollo que salió al quite para agarrar el rebote en una volea con la pierna izquierda que nos daría un agónico empate.

Exhaustos, los gladiadores de ambos equipos estiraron las piernas para evitar calambres. Aún faltaban los tiempos extra y la cerveza parecía ser el tónico que mantendría de pie a Mino Tragedias. Bebió una caguama como si estuviera en el desierto mientras Chena lo observó decepcionada. Anselmo se entretenía jugando a los tiros penales con los otros niños.

El árbitro nos ordenó salir de la cancha a todos los que no fuéramos jugadores y luego se dirigió al círculo central donde colocó el balón para dar inicio a los tiempos extra. Anselmo volvió a colocarse detrás de la portería rival, no se moverá en mucho rato. Los roces, las fintas, la disputa del balón se volvió más ríspida que técnica. Ya era cuestión de quién resistiera más. Dos trallazos nos dejaron a todos mudos cuando pegaron en el marco custodiado por Chapu, nuestro arquero. 

—¡Jabatos, Jabatos, ra, ra, ra! —gritábamos, menos Chena que parecía molesta. 

—¡San Rafa, San Rafa, el campeón! —contestaba la porra contraria. No sólo se disputaba el esférico, también cuál de las porras era la más ruidosa. 

Cuando más trabado estaba el partido, Pollo robó el balón. Iba solo contra el arquero. Anselmo se levantó detrás de la red para contemplar mejor la acción. En ese uno a uno el Pollo solo debía picarla por encima y tendríamos asegurada la victoria; pero el portero rival estiró la mano cual Taffarel y desvió el balón que no alcanzó a salir de la cancha, botaba agónico. Ahí venía Mino corriendo en cámara lentísima. Las piernas apenas le respondieron. El rostro desencajado y mojado por el sudor que se perdía entre la barba. Apretó los dientes y, por un instante, las miradas de él y su crío coincidieron. Anselmo sonrió y llenó sus pulmones de gol. Ninguno se percató del borrego que atravesó a toda velocidad por la cancha y fue directamente a taclear al Mino. El rostro se le desencajó. En sus ojos habitaba la angustia de la derrota. El balón pasó de largo. Su cara reflejó un dolor parecido a cuando mamá lo cacheteó y arañó mientras Anselmo los observaba silencioso desde el marco de la puerta.

—¡Ya valimos madre! —gritó el Bombón, quien no dejó de amenazar con correrlo del equipo si perdían. 

El árbitro pitó para interrumpir el juego. Un rebaño había invadido la cancha y su pastor hacía lo posible por sacarlo, ayudado por los jugadores que los correteaban. Mino tardó en ponerse de pie. Sabía que aquel descuido lo había quebrado todo. Anselmo se apuró a ver si estaba lesionado.

—Estoy bien, mi’jo. Sólo fue un empujoncito —dijo y se fue hacia el otro lado de la cancha con los ojos húmedos—. No mamen. ¡Quiten a esos pinches animales de la cancha!

Sus compañeros lo miraron con desprecio al saberlo un perdedor. Cuando lo vio renguear, Chena imaginó los cuidados que vendrían en los días posteriores, estaba harta de curarle las heridas mientras que a ella se la llevaba el demonio.

Palmeiras aprovechó el bajón de ánimo para irse con todo contra los nuestros. Incluso Mino y el Pollo dejaron de atacar. La única opción era aguantar como pudiéramos para llevar el partido a la última instancia. El árbitro pitó. Era el todo o nada en los penales.

—A ver, ¿quién se avienta a cobrar? —preguntó Bombón. El más apto para darles seguridad era, sin duda, el Pollo. 

—Yo me lo aviento, cabrón —Mino se quería sacar la espinita. 

—¡No! La acabas de cagar con el del gane, ¿quieres salarnos? —respondió el Pollo. 

—Na. La verga, que. Tú la cagaste, lo mío fue pendejada del borrego. Se los juro que no la fallo. Por esta —hizo la señal de la cruz con la mano y la besó.

—Vamos a irnos a la segura —interrumpió furioso Bombón—. Pollo abre y si nos da chance, te toca de último, Tragedias.

En el volado la suerte nos jugó en contra y por supuesto que el 10 del Palmeiras anotó con soberbia. Ellos lucían más enteros, se sabían campeones. Pollo nunca había disparado un penalti fuera desde que pasó por el Correcaminos de la segunda división mexicana hasta su retiro en el llanero. Era un especialista, si acaso le habían parado tres en casi una década. Aunque el Taffarel de San Rafa se arrojó al lado contrario de la portería, el disparo de nuestro 10 acabó en el lodo de una de las zanjas. ¡Carajo! El futbol es caprichoso. En un lance espectacular Chapu logró parar el segundo penal. Marvin y su pierna educada nos dieron un poco de aire con el gol que metió a los de Santa Inés a la pelea. Ninguno cedería hasta llegar empatados al quinto penal. El capitán de nuestros rivales iba sobrado para forzar la muerte súbita, pero intentó un flojo panenkazo que el Chapu abrazó al permanecer en su sitio. Todo quedaba en los pies de Mino.

Nadie lo sabía, pero yo llevaba la cuenta exacta de los penales anotados por Mino en toda su carrera: sólo había fallado 8 de los 79 que había tirado. Ni Chena ni Pollo, mucho menos el Bombón confiaban en él, pero Mino fue con toda la seguridad del mundo a sostener el esférico entre sus manos. Lo besó.

—Eres mío, Tragedias. Estoy en tu cabeza, la vas a cagar —amenazó el Taffarel de San Rafa.

Mino clava su mirada en la de Anselmo. El padre se colma por los recuerdos que empuja el viento. La dificultad del parto, las complicaciones respiratorias y los días que pasó en la incubadora. Esa paz y miedo al cargarlo por vez primera. Cuando Chena salió del hospital con el bebé sano, unas damas altruistas se acercaron con pañales, frazadas y alimentos. Tenía la estrella que él nunca alcanzaría y la posibilidad de que Anselmo lograra lo que a papá se le negó. Guiña el ojo. Coloca el esférico en su lugar. Da unos cuantos pasos atrás. Las porras están nerviosas y callan. Un pitido. 

—¡Vamos, pa, tienes que anotar! ¡Tírale duro!— es lo único que Mino escucha en el campo, antes de patear el balón con más corazón que técnica. Taffarel se arroja hacia la derecha y estira los dedos hasta que parecen romperse. Apenas logra rozar el balón con la punta del guante para modificar su dirección. El azar es el jugador número 12. Quizá el balón golpee el poste y se enfile al interior del arco, quizá salga por la banda para hundir más a Mino. Ella sigue sin mirarlo, está sumida en los juramentos de amor incumplidos con el deseo de verlo perder. Papá mueve la cabeza intentando llevar la dirección del esférico por control mental. El Pollo cierra los puños. Bombón cubre su rostro. Si a varios kilómetros de distancia, se decía que el espíritu de Ayrton Sena había desviado el penalti de un Baggio que “murió de pie”, aquí la estructura de la portería retumba y la red inicia un movimiento que incluso hoy agita mis recuerdos. 

—¡Gol, papá, gol! —corro a la cancha para abrazar al Mino. 

—¡A huevo, mi’jo! Ves, éste fue por ti.    

Jabatos FC fue campeón por primera vez en su historia. Papá se emborrachó junto con los otros jugadores. Casi al anochecer todos se fueron, menos él que estaba inconsciente a la orilla de la cancha. Mamá no volvió a levantarlo. Lo persignó de lejos. A pesar de mis ruegos, huimos en su Caribe. Entre sollozos, me quedé dormido en el asiento trasero.

 


MARIANO AUGUSTO MANGAS es periodista y escritor egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Escribió cuentos para las revistas Opción del ITAM y Médium. Ha colaborado en distintos medios de comunicación como ReformaEl UniversalEl FinancieroViceTV Azteca, Animal Político y es Editor de Audiencias de Gatopardo.


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