¿Hay futuro para los museos tras la pandemia?
La crisis sanitaria terminará tarde o temprano, pero quizás no vuelva una tercera parte de los museos en México. El coronavirus vino a romper una serie de espejismos. ¿Cuáles serán los caminos para salir de terapia intensiva y sobrevivir? o ¿es que los museos están realmente condenados a desaparecer?
No hay museos inocentes, dice Mireida Velázquez, a quien la pandemia ha obligado a formularse las preguntas más incómodas de una gestión. Desde su llegada al Museo Nacional de San Carlos en febrero de 2019, ha buscado entablar un diálogo radical con las colecciones del recinto que dirige en la Tabacalera. Este museo alberga obras que van del siglo XIV al XX: arte europeo y mexicano que se produjo en la Academia de San Carlos bajo los cánones importados de Europa, una academia cuya función era enseñarles a los artistas locales cuáles eran los modelos de representación válidos y cuáles no. “Creo que ningún museo es inocente”, repite la exinvestigadora del Museo Nacional de Arte (Munal) y excuradora del Museo de Arte Moderno (MAM). “La institución, como fue concebida, tenía un trasfondo político muy fuerte y eso hacía que, de inicio, perdiéramos la inocencia”.
Quizá se refiere a lo que el filósofo Jean-Louis Déotte llamó el “aparato estético” del museo; es decir, el museo como una de las instituciones que, desde su nacimiento en la Europa del XVIII, ha definido la sensibilidad moderna, pues, bajo la promesa de la democratización del arte, entrega al público un acervo que plantea un canon. Éste, a su vez, incluye (y excluye) objetos y sujetos en el discurso oficial; moldea el modo de entender la representación y el sentido del gusto.
De la colección del museo que dirige, Velázquez opina que, por su historia, presenta una “mirada colonialista” innegable, un arraigado sentido del “gran arte” y de los “grandes maestros”, que no maestras porque, a pesar de que en las bodegas hay obra de mujeres artistas del siglo XVIII al XX, la historia las ha eclipsado. La reflexión autocrítica prepandemia llevó a la historiadora del arte a una idea: el acervo es parte de una herencia que no se puede validar, pero que hay que asumir en su contexto.
CONTINUAR LEYENDOVelázquez no quería que San Carlos cayera en dinámicas como la del Museo de Brooklyn, al que cuestionaron por haberse convertido en un eje de la gentrificación del barrio y en impulsor de procesos de pérdida de identidad de la comunidad al repoblar y “blanquear” los espacios aledaños con gente de mayor poder adquisitivo. El análisis, sin embargo, arrojó que San Carlos tenía otro tipo de problemas. Vivió durante décadas de espaldas a su colonia, que se despobló a partir de los sismos de 1985, una zona que hoy experimenta un proceso de aburguesamiento y especulación inmobiliaria. El museo estaba separado de su comunidad; había dejado de responder a las dinámicas barriales y había dejado de comunicarse con el entorno inmediato. Literalmente, le daba la espalda.
“Desde el año pasado, a todo el equipo nos llamaba la atención que corríamos de manera paralela a la realidad del barrio en el cual convivimos. Parecíamos ser la casona del siglo XVIII y que la vida había seguido”, explica.
El primer programa durante su gestión fue la exposición “Somos Tabacalera”, que se exhibió hasta el 9 de febrero de 2020, un mes antes del confinamiento. Velázquez quiso que esta primera apuesta detonara la idea de un museo integrado a la comunidad “no como un elemento violento”, sino como una suerte de motor de nuevas dinámicas de barrio. La consigna que se lanzó ya era simbólica: trae la fotografía de tu abuelo, de tu tía, etc., en la colonia. Muéstranos cómo has vivido durante las últimas décadas en el barrio. “Era algo muy sencillo de lograr: podernos ver las caras con la comunidad. Yo soy Mireida y vengo a presentarme con los vecinos”. Todo eso, sin dejar de ser un museo.
La respuesta comunitaria fue positiva: llegaron fotos nunca vistas de vidas desconocidas. También hubo críticas: algunas voces alertaban que esa mirada era muy nostálgica y corría el riesgo de que el museo se siguiera alejando de la comunidad en la que se inscribe.
“La pregunta que emerge con la Covid-19 es: el museo como institución, ¿es un espacio realmente democrático?”.
Velázquez quiso entonces ir más allá. Habló con su equipo e ideó “La noche nos pertenece”, un proyecto que quedó detenido en parte por la pandemia (ya ha vuelto a activarse con la reapertura) y que cuestiona el acervo de San Carlos a partir de las dinámicas ocultas durante décadas bajo el relato hegemónico exhibido entre las paredes del palacete. La consigna es: muéstranos las problemáticas actuales. “Queríamos hablar de la prostitución, de la vida nocturna, de la homosexualidad proscrita por nuestra sociedad durante buena parte del siglo XX. Todos esos elementos que parecen no ser parte de ese ‘gran arte’”.
La crisis sanitaria, lejos de haber sumido el museo en un hoyo, le ha servido a Velázquez para cultivar la autocrítica, no sólo con la comunidad, sino en la relación de ésta con los objetos y el patrimonio que alberga.
“Con esta pandemia nos dimos cuenta de que en muchos sentidos no estábamos cumpliendo: no hay igualdad de acceso a los espacios, a la información; de que por más que nos esforzáramos por hacer programas desde la virtualidad, nos daba a entender que no todo el mundo podía tener acceso a internet”, explica.
Para Velázquez, la gran pregunta que emerge con la Covid-19 es: el museo como institución, ¿es un espacio realmente democrático?
La virtualidad, un arma de doble filo
En el confinamiento, a partir de marzo de 2020, todos los museos mexicanos, sin importar su vocación ni su marco administrativo, intentaron en pocas semanas pasar de la programación presencial y análoga a la oferta digital.
La vía natural fue empezar a producir contenidos en línea. Ahora bien, sólo 37% de los museos tenían herramientas tecnológicas y menos de la mitad (40.7%) de los trabajadores y profesionales contaban con una computadora y red en casa, según un sondeo realizado en abril por el Instituto de Liderazgo en Museos, A. C., y la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. A esto se le suma la brecha digital que separa en México a los usuarios que tienen acceso a la tecnología de los que, por sus condiciones socieoconómicas o geográficas, no lo tienen. Según un estudio de 2019 del INEGI, 76.6 % de los hogares rurales no cuenta con conexión a Internet.
En el caso del Museo Regional Potosino, el Día Internacional del Museo de este año, que fue el 18 de mayo —y estuvo dedicado al reconocimiento de la diversidad y la inclusión—, la reflexión fue acerca de la problemática de la accesibilidad. El soporte fue virtual, pero surgió de un acercamiento directo a los sujetos.
“Esas semanas trabajamos con artesanos indígenas, que muchas veces son personas que están fuera de nuestros recintos, vendiendo, y se nos olvida que ellos son parte de esa historia y de ese patrimonio que estamos exhibiendo. Y bueno, recordemos también que la diversidad no sólo se agota en lo indígena. En ese caso, hicimos también una dinámica para recuperar historias de vida de mujeres migrantes”, dice Saucedo.
En realidad, la dinámica de acercamiento a la comunidad alrededor del museo no surgió de la pandemia, sino que forma parte de un programa que él ha desarrollado desde 2019, cuando asumió la dirección del recinto. El Día de los Pueblos Indígenas de 2019, por ejemplo, se organizó una jornada de una semana que convocó no sólo a los tres pueblos originarios de San Luis Potosí, sino también a la población migrante que habita el estado o que lo transita.
“Nos dimos cuenta de que muchos de ellos nunca habían ido al museo. Los llevamos, les dimos recorridos guiados y estamos trabajando con ellos para visitarlos también. Pero dejamos que fueran ellos mismos quienes dieran la pauta de qué es lo que pensaban que era importante hacer, poniéndonos nosotros al servicio de lo que ellos pensaran. Y fue un experimento interesante. No tenemos por ahora formas de pagarles sus ingresos, pero varios de ellos han manifestado su intención de dar visitas guiadas en su lengua materna y estamos buscando que puedan encontrar la forma de tener alguna remuneración”.
Para Saucedo, que ha aprovechado las plataformas digitales para continuar con las actividades mientras el museo está cerrado, éstas son un arma de doble filo que debe usarse con planeación y precaución.
“No hay que apostarle todo a la virtualidad. Primero que nada, porque también son medios de enajenación y control, a través de los cuales los poderes de la actualidad van imponiendo sus agendas y sus temas prioritarios. Somos cada vez menos libres en ese sentido. Sin embargo, hay una serie de espejismos que nos crea esta idea de que somos más libres con la tecnología. Los museos se han virtualizado por necesidad y por la coyuntura, pero el museo no puede ser virtual”, considera.
El verdadero problema de los museos, para Saucedo, no se encuentra en la coyuntura inmediata del coronavirus, que provocará que quizá una tercera parte de los museos no vuelva a abrir sus puertas. “La pandemia terminará antes o después. El reto se encuentra en la respuesta que pueden dar los museos a la coyuntura histórica más amplia en un mundo donde se siguen negando la diversidad social y cultural, la diversidad sexual, las identidades; la problemática con los pueblos indígenas, que están muy lejos de tener una solución y donde se mercantiliza el patrimonio cultural con fines comerciales”.
Saucedo forma parte del Grupo Salamanca de Investigación en Museos y Patrimonio Cultural Iberoamericano (GSIM), integrado por especialistas de países como México, España, Portugal, Colombia, Chile, Brasil y Panamá, un espacio donde ha discutido estas ideas. Le gustaría que todos esos problemas estructurales de exclusión, control y mercantilización tuvieran una vacuna, igual que la que se está preparando para la Covid-19. La prevacuna para los museos es, quizá, la autocrítica. Y pone el ejemplo de la necesidad de mirar críticamente la narrativa del museo mexicano más célebre internacionalmente, que recibe más de dos millones de visitantes al año.
“Museos como el Nacional de Antropología reproducen una historia oficial, un discurso donde sólo hay ciertos actores y donde sólo se le da prioridad a cierto patrimonio: el que más vende, el que más dinero deja, el que trae más turistas. Todo lo otro, desde el punto de vista académico, tiene el mismo valor, porque es igual de importante, pero desde el punto de vista político y de la realidad de nuestra sociedad no tiene ningún valor porque no existe, está de plano borrado”, considera.
“Los museos tienen que estar al servicio de la sociedad. La educación, desde el museo, puede hacer grandes cambios. La educación es la vacuna”.
¿Cómo traducir, entonces, la potencia del museo en beneficio de la sociedad o en la contribución de debates de la agenda pública? Saucedo lo tiene claro: fomentando la función educativa de los museos.
“Esa vieja idea de que el profesor llega a dar clases y todos se sientan y callan y anotan lo que diga ha sido superada”, explica Saucedo en referencia a los modelos pedagógicos de interacción desarrollados en escuelas públicas y privadas que dejan en los propios estudiantes la gestión de su proceso educativo. “Pero si vamos a muchos museos, siguen manejando una pedagogía de hace 50, 60 o más años. Es decir: objeto, vitrina, cédula. Y a veces nos dicen: ‘Estos museos los estamos revolucionando porque vamos a utilizar herramientas tecnológicas’. Entonces, encontramos el objeto y la vitrina y un código qr. Y nos vamos al código QR y nos sale la misma cédula que antes estaba en la pared”.
Esa forma de entender la tecnología denota en los museos una confusión entre actualizar y tecnologizar. Modernizar los museos debería ser un ejercicio profundo de actualización de los contenidos para no reproducir una historia maniquea, en blanco y negro, donde están los héroes y los villanos.
“Los museos tienen que estar al servicio de la sociedad, de los grandes problemas de la actualidad. La educación, también desde el museo, puede hacer grandes cambios. La educación es la vacuna”.
Don Dinero
El decreto presidencial de austeridad promulgado un mes más tarde del confinamiento, el 23 de abril, como parte de las medidas sanitarias, estableció que el ramo cultural dejara de ejercer “75% del presupuesto disponible de las partidas de servicios generales y materiales y suministros”, incluyendo lo ya comprometido.
Sus presupuestos se vieron mermados a un cuarto a excepción de 38 “programas prioritarios”, entre los que se encuentran el Complejo Cultural de Los Pinos y el —no exento de polémica— proyecto cultural del Bosque de Chapultepec (que conserva su presupuesto de 1 668 millones de pesos) y sobre el que se han escrito varios reportajes que alertan que podría convertirse en otro más de los “elefantes blancos” heredados de sexenios anteriores: la Biblioteca Vasconcelos y la Estela de Luz.
En este contexto, en julio de 2020, se difundió el informe “Para salir de terapia intensiva”, coordinado por Graciela de la Torre, titular de la Cátedra Internacional Inés Amor en Gestión Cultural de la UNAM y por Juan Melià, director de Teatro UNAM. El extenso documento dedica 13 páginas a analizar la situación de las artes visuales y los museos para concluir con una alerta: “Las instituciones culturales y museísticas que sobrevivan a la crisis no podrán seguir desempeñándose en las condiciones de pauperización que se les han planteado como temporales, pero que amenazan con ser permanentes”.
Como seguimiento a esas reflexiones y propuesta de políticas públicas, a principios de septiembre, De la Torre organizó el ciclo crítico “Desnormalizar el museo”, donde el foco no estaba tanto en denunciar, sino en plantear cuestionamientos nuevos. En la sesión inaugural, consideró que el confinamiento y la hiperconectividad plantean un momento único para reflexionar sobre el papel del museo en la sociedad. De la Torre expresó que esta “nueva era” nos enfrenta a la necesidad de “retar al canon”.
“El museo estaba cómodamente sentado en sus laureles”, dijo. “Era un museo normal”, que le hablaba a diversos públicos, que quería desarrollar audiencias, que tenía un programa más o menos rico (dependiendo de los recursos), más o menos complejo (dependiendo de la orientación o las capacidades de los funcionarios a cargo), “pero era un museo predecible”.
“Ya no queremos estos museos ‘normales’. Creemos que esta época nos da la oportunidad de concebir un nuevo paradigma de museo. Y lo primero no es a quién le habla el museo, sino más bien con quién debe conversar, con quién debe dialogar; si realmente conocemos a nuestros interlocutores, con quienes debemos entablar esta conversación”, dijo De la Torre.
Dolores Beistegui, directora de Papalote Museo del Niño, enfatizó en el panel de este foro que la reducción presupuestal, aunque es un tema grave, no debe ser el centro de la discusión de los problemas de los museos. La fundadora del Antiguo Colegio de San Ildefonso subrayó que el momento histórico presente nada tiene que ver con 1794, cuando se fundó el Louvre: “El famoso don Dinero, ¿de veras es el que manda?, ¿en serio?; ¿es el único que manda o mandan los usuarios?”, cuestionaba irónicamente.
De hecho, si revisamos la prensa, la agenda mediática en México sobre el impacto de la pandemia en la cultura se ha concentrado en publicar y difundir entre marzo y septiembre de 2020 un buen número de contenidos que subrayan, en esencia, la misma idea: la crisis de los museos está relacionada con la reducción drástica de los presupuestos federales para la cultura en el marco de la pandemia.
“La pandemia terminará antes o después. El reto se encuentra en la respuesta que pueden dar los museos a la coyuntura histórica más amplia en un mundo donde se siguen negando la diversidad social y cultural, la diversidad sexual, las identidades”.
“Yo reconozco —y lo digo con sentido autocrítico— que nuestra gran queja y uno de los grandes ejes de discusión a partir de esta crisis ha sido la falta, la restricción del presupuesto. Ahí nos atoramos. Gritando, flagelándonos, llorando. El Estado proveedor no puede más. Se acabó. No puede más por muchas razones que no vamos a discutir, pero la realidad es que ya no puede garantizar una atención y una responsabilidad completas. Y eso deja una discusión enorme: ¿quién más? o ¿cómo se hace?; ¿están condenados [los museos] a caerse y a desaparecer?”, consideró Beistegui.
Para ella, el gran aprendizaje de la pandemia es que el usuario sólo apoya un proyecto si siente que le retribuye algo. Y el diagnóstico es que los problemas de los museos le son indiferenes a la sociedad, a diferencia de la preocupación, por ejemplo, por apoyar la reactivación de las escuelas. Esto indica que algo no está funcionando desde mucho antes de la pandemia.
“No debo esperar a que exista una política pública, un lineamiento, para empezar a trabajar seriamente en atender muchísimo mejor a esta comunidad, a entender no tanto a los que vienen, sino a los que no vienen y por qué. En mi opinión, eso no depende de una política pública. Quizás, si se reconociera la importancia de impactar una comunidad, se podrían crear herramientas que nos permitieran tener un mejor conocimiento”, consideró Beistegui.
Johanna Ángel, que coordinó en septiembre de 2020 el Foro Espacios para la Cultura y las Artes. Gobernanza, Comunidad, Autogestión y Legislación en el marco del proyecto Narrativas, Periodismo y Regímenes Discursivos de la Cultura de la Universidad Iberoamericana coincide en que, si bien es innegable que la cultura se encuentra en condiciones de precarización y pauperización, este proceso ha sido paulatino y no surgió en este sexenio. La pandemia, en realidad, aceleró una dinámica ya conocida.
Para ella, difundir la idea de que la crisis de los museos proviene únicamente del recorte de recursos politiza la discusión. “Cada sexenio nos quejamos de lo mismo: que el presupuesto para la cultura es menor, que la atención que se le presta a los órganos y a las políticas culturales es menor. Nos basamos en el acceso a la cultura como gran logro legal y normativo, y no en pensar la cultura fuera del aparato, fuera del dispositivo. ¿Qué pasa con las audiencias? y ¿cuál es su relación con los museos?”, expresa.
Para Ángel, el trinomio de la crisis sanitaria, la económica y la del propio sector cultural obliga a pensar el museo como un espacio que debe reinventarse, no sólo ante los problemas inmediatos por la pandemia, sino ante las ideas heredadas desde hace décadas: el museo mausoleo, el museo como parte del aparato de poder, el elitismo, la desvinculación social, todos ellos, fenómenos globales que afectan a los museos mexicanos.
“Habría que pensar en que los museos tienen un peso enorme que es salvaguardar las colecciones y que eso implica entonces una posibilidad de superar esta psicosis melancólica, este duelo no resuelto que hace que las colecciones permanezcan”, señala Ángel. A éste le agregamos otro duelo más, el de la pandemia misma. “Si el museo se reduce al recinto, éste está cerrado y las colecciones están clausuradas: se agrava la situación no sólo en términos de las políticas culturales, sino también de las narrativas mismas, de cómo se cuentan los museos poniendo al edificio en el eje de la ecuación”.
Entonces, ¿cómo podríamos repensar el museo desde la experiencia de la pandemia?
“Si pudiésemos definir al museo, yo lo definiría como un espacio público, un espacio de negociaciones y un campo de fuerzas”, señala Amanda de la Garza, directora del Departamento de Artes Visuales de la UNAM, que incluye al MUAC. “Cada vez es más urgente que en México los museos discutan cuál es su rol social frente a las circunstancias a las que han convocado las condiciones de la pandemia”.
El regalo amargo de la Covid-19
La vulnerabilidad no se cura, sino que se reconoce. Así lo considera Lucía Sanromán, directora del Laboratorio Arte Alameda. La Covid-19 ha obligado a los museos y a otras instituciones a reconfigurar sus objetivos, equipos de trabajo y estrategias, y a avizorar un nuevo modelo de gestión, resultado de los meses de confinamiento.
“En estos meses que he estado, como todos, en el encierro, también escribiendo ensayos y todos los días trabajando con el equipo, una de las cosas que para mí ha sido fundamental es, en cierta forma, un poco budista: tomar esta confrontación con la sensación de ser vulnerables”, dice. El regalo de la Covid es hacernos ver que “la vulnerabilidad, la precariedad son absolutamente parte de un sistema capitalista global, no son errores del sistema”.
El regalo, desde luego, es amargo: consiste en quitarse las vendas y reconocer que hay ciertas prácticas endémicas del propio sistema económico neoliberal que afectan a los museos. Quizá una de las que más alimentan la precariedad es el hábito de resolver con poco, lo que Sol Henaro, curadora del MUAC, denomina “entrenamiento de sobrevivencia”.
“Con esta pandemia nos dimos cuenta de que en muchos sentidos no estábamos cumpliendo: no hay igualdad de acceso a los espacios, a la información; de que por más que nos esforzáramos por hacer programas desde la virtualidad, nos daba a entender que no todo el mundo podía tener acceso a internet”.
“El deseo y las ganas son lo que encauza y lo que permite siempre saltar el obstáculo para formalizar y trabajar y crear algún tipo de proyecto”, dice Henaro.
Eso tiene que ver, considera, con una precarización sistémica que no es sólo de los museos: en la vida hay una especie de amenaza constante, de que todo el tiempo va a haber algo más que se va a sacrificar, en términos de recursos, de prestaciones.
“Lo podemos visualizar también a través de los hashtags, de cómo la gente se ha organizado para denunciar y solicitar seguridad social, seguro para el retiro, seguro de desempleo, ahorros, servicios médicos; no hay plazas de trabajo, pagos que se dilatan muchísimo, y éstos son sólo algunos ejemplos. Hay una ansiedad y una preocupación colectivas y generalizadas sobre cómo salir de esta situación”, indica.
El subdirector de Programas Públicos del MUAC, Julio García Murillo, recuerda que la pauperización (una palabra que el informe “Para salir de terapia intensiva” puso como descripción del estado de salud de la cultura) es una noción que la tradición crítica marxista recuperó del glosario religioso católico. El término interpreta de una manera negativa los procesos en que las condiciones laborales y las de vida de los obreros urbanos durante el siglo XIX en Europa se estaban viendo profundamente afectadas y constreñidas. Sin embargo, la paradoja es que el baúl del que se recupera el vocablo es aparentemente positivo. A inicios del siglo XII, el hijo de un próspero mercader de telas llamado Francisco funda una orden religiosa en un momento de plena crisis eclesiástica y designa de manera general que la misión de esta orden va a ser la pobreza y establece un uso de los bienes comunes que después se llamaría el usus pauper. “Se hizo una especie de pantomima de la pobreza; se generó el artilugio jurídico para imaginar que todos los bienes que empezaban a tener los franciscanos realmente eran del Papa. Entonces hay una trampa y es en esa trampa donde el marxismo del siglo XIX va a fijarse, para darse cuenta de que siempre, al lado de un proceso de pauperización, hay definitivamente una manera de interpretar una forma de explotación de esos obreros, una deshumanización y también una alienación. Y que, por otro lado, hay quienes acumulan recursos”, señala García Murillo.
Por ello, la pauperización no da cuenta sólo de una reducción de recursos económicos, sino de condiciones sociales de producción para el trabajo cultural que incluyen la fantasía del arte como un bien en sí mismo, que sugiere a su vez que los artistas no deben ser remunerados.
Probablemente la versión más paradójica y megalómana de este discurso, dice García Murillo, es la reiteración por parte del gobierno de Andrés Manuel López Obrador de que Gabriel Orozco no cobrará por dirigir la obra monumental del proyecto cultural del Bosque de Chapultepec, obra que, hasta el momento, continúa en marcha sin ningún recorte. Quizá valga la pena volver a traer a colación las palabras de Mireida Velázquez con que inició este texto: “Ningún museo es inocente”.
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