El libro La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, de la historiadora Margaret MacMillan, contiene uno de los esfuerzos más cabales por explicar las paradojas de los conflictos bélicos. La más incómoda de ellas es que las guerras, junto a todo el dolor que provocan, también suelen mejorar la vida de los pobres y aumentan la igualdad dentro de algunas sociedades. Carlos Bravo Regidor entrevista a la autora de este libro, publicado por editorial Turner.
El libro La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, de la historiadora Margaret MacMillan, fue publicado recientemente en español por editorial Turner. En esta entrevista, Carlos Bravo Regidor habla con la autora sobre el complejo fenómeno de la guerra, sus paradojas —al tiempo que puede hacer crecer la igualdad dentro de las sociedades, crea y mantiene jerarquías— y sobre cómo estos conflictos le han dado forma a la manera en que vivimos. Renunciar a entender la posibilidad de la guerra supone renunciar también a prevenirla.
CBR: En sus “Tesis sobre filosofía de la historia”, Walter Benjamin escribió que “no hay documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”. Creo que su libro invierte los términos de Benjamin y propone, a su manera, una afirmación opuesta sobre la historia de la guerra: es una experiencia de barbarie, sí, pero al mismo tiempo es una experiencia civilizatoria. En otras palabras, la guerra es algo que hacemos, pero que también nos hace o, como dice el subtítulo de su libro, nos marca y de más maneras de las que parecemos estar conscientes.
Margaret MacMillan: Eso es exactamente lo que he tratado de expresar en mis libros, esa profunda interrelación entre la guerra y la sociedad. A veces están tan entremezcladas que es difícil saber dónde empieza una y dónde termina la otra. Ciertos tipos de sociedades pelean ciertos tipos de guerras y no pueden pelear otras. En la Edad Media no había guerras entre naciones, porque no existía tal cosa como una nación, tampoco había guerras entre pueblos, había insurrecciones populares pero no guerras, porque eran las élites las que hacían las guerras.
Lo que pasa con la guerra, además, es que nunca sabes a dónde conducirá, nunca sabes lo que va a producir. Como decía Clausewitz, tiene su propia lógica. Las guerras pueden provocar cambios muy profundos en las sociedades. A veces pueden provocar cambios necesarios, incluso deseables, aunque eso no quiere decir que haya que ir a la guerra para lograrlos. Ese es uno de los aspectos incómodos de pensar en la guerra: a veces salen cosas buenas de ella. Pienso en los avances tecnológicos, pero también en los cambios en la posición social de las clases trabajadoras, por ejemplo, o de las mujeres. Encuentro muy persuasivos los argumentos de Thomas Piketty y Walter Scheidel de que en las grandes guerras, en las grandes catástrofes, hay un efecto de nivelación y, a menudo, se obtiene una mayor igualdad. Los ricos tienen que pagar sus impuestos —¿a dónde pueden ir?, no tienen a dónde escapar— o pueden ser patriotas —no es que no puedan serlo—, entonces pagan sus impuestos, y a los pobres muchas veces les va mejor porque es necesario mantenerlos en el esfuerzo de guerra, entonces hay que pagarles más a los trabajadores, asegurarse de que sus familias estén bien alimentadas…
La guerra nos obliga a cobrar conciencia de ciertos problemas y a hacer cosas que no hacemos en tiempos de paz. Al igual que la pandemia, que nos hizo conscientes de las fallas en nuestras propias sociedades, de las debilidades, de los rezagos que tendríamos que haber resuelto antes y no lo hicimos. Descubrimos tremendas carencias en la forma de atender a los ancianos, en los sistemas de salud, en los servicios e insumos médicos, todo ese tipo de cosas. Y creo que aprendimos de ello. Deberíamos poder aprender de otras maneras, pero a veces parece que se necesita una verdadera crisis para que realmente hagamos mejoras.
CBR: La guerra puede ser un nivelador en cuanto a las clases sociales, efectivamente, pero también puede ser es una gran fuente de distinciones en términos de estatus social, ¿no es cierto?
Margaret MacMillan: Bueno, creo que depende de la sociedad. También, a menudo, los individuos sienten que la guerra les permite probarse a sí mismos. Muchos jóvenes británicos que fueron a combatir en la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, de las clases media y alta, habían crecido leyendo a los clásicos y querían emular a esos grandes héroes: leyeron a Homero, a Tito Livio, a Virgilio, y querían ser como los protagonistas de esas historias.
No solo eso, la guerra también les permite probarse frente a los demás. Algo que ocurrió en ambas guerras mundiales es que los soldados de clase media y alta terminaron formando parte de batallones en los que había otros soldados de clases más bajas y muchos cayeron en cuenta, por primera vez, de que eran seres humanos iguales que ellos. Suena ridículo, pero hay cantidad de memorias y cartas de personas muy privilegiadas que dicen cosas como “estos hombres leen, tienen sentimientos, son como nosotros”. Algo similar pasó con los estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, los chicos de las ciudades se mezclaron con los chicos del campo, hubo mujeres jóvenes, de todas las clases sociales, que se metieron a trabajar juntas en las fábricas.
A veces la guerra puede sacarte de tu manera habitual de pensar, puede sacudirte, hacer que te percates de que aquellos a los que has visto a través de estereotipos, como ignorantes, como esto o aquello, en realidad son solo otros seres humanos. Y eso puede ser muy bueno para las sociedades. Aunque, de nuevo, deberíamos poder hacerlo de otras maneras, pero...
CBR: Permítame insistir en el otro lado de ese fenómeno, en el estatus social. Pienso en su capítulo a propósito de la forja del guerrero y en cómo la guerra crea marcadores de estatus, por el entrenamiento que reciben las personas y cómo las transforma, por el poder simbólico del uniforme, porque haber peleado en una guerra las hace destacar y ganar una nueva estatura social, se convierten en gente que inspira gratitud o respeto por su servicio.
Margaret MacMillan: Sí, es verdad. También están los generales que aprovechan su reputación militar para incursionar en la política, como Eisenhower en Estados Unidos. No hay que perder de vista la manera en que las personas reaccionan cuando su sociedad está en aprietos, como los estadounidenses actualmente: la única institución en la que parecen seguir confiando son sus fuerzas armadas. Ya no confían tanto en el Poder Judicial, no confían en los políticos, pero en las encuestas aparece que todavía les tienen mucha confianza a los militares.
También hay sociedades en las que vestir el uniforme proporciona a los individuos un halo de poder o prestigio. La sociedad alemana antes de la Primera Guerra Mundial o de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, era una sociedad muy militarizada. Los que habían servido en el ejército tenían una posición especial, incluso había legisladores que portaban su uniforme en el Reichstag. Es difícil de imaginar, pero sí, era una especie de marcador de estatus para demostrar que habían servido a su país de un modo en que los burgueses ociosos no lo habían hecho o no podrían hacerlo. Entonces, en efecto, la experiencia de la guerra puede convertirse en una forma de determinar estatus, de otorgar o restar autoridad a las personas.
CBR: En América Latina las fuerzas armadas son muy populares, a pesar de la larga historia de golpes militares, dictaduras, violaciones a los derechos humanos, desapariciones forzadas y masacres en la región. De alguna manera, la crisis de violencia criminal ha hecho que la población les tenga confianza. En mi propio país, México, las fuerzas armadas se han hecho cargo gradualmente de la seguridad pública, de combatir a las organizaciones de la delincuencia organizada y, aunque no han producido buenos resultados, aunque los homicidios y las desapariciones están en niveles históricamente altos, los militares siguen gozando de un apoyo social muy significativo. Sin duda, han fungido como un vehículo de movilidad social para algunos sectores y eso puede explicar al menos una parte de su legitimidad popular. Pero también da la impresión de que, como decía usted, al estar en aprietos, la sociedad mexicana ve en el ejército una imagen de orden y disciplina, la encarnación de la mano dura o firme.
Margaret MacMillan: Eso es muy interesante. Durante la pandemia, tanto en el Reino Unido como en Canadá, cuando algo iba realmente mal, la gente decía “llamen al ejército, traigan a los soldados, ellos pueden resolverlo”. Y los llamaron, por ejemplo, cuando se reveló el mal estado en el que estaban los asilos para ancianos en Quebec o en Ontario. Los militares llegaron, arreglaron las cosas y se encargaron de cuidar a los viejos. Creo que hay una especie de fe en que tal vez esas personas están más organizadas y son mejores que el resto de nosotros…
CBR: Espere, ¿qué? ¿Por qué?, ¡¿por qué han sido entrenados para matar?!
Margaret MacMillan: Lo sé, lo sé, es muy sorprendente. En el libro describo todo tipo de paradojas acerca de la guerra y de quienes participan en ella, pero no había caído en cuenta de esta. Tienes razón, es una paradoja extraordinaria.
CBR: Uno de los aspectos más estimulantes de su libro es, precisamente, el mosaico de ironías, ambigüedades y paradojas que despliega no solo para explicar las complejidades de la guerra, sino para transmitir sus propios sentimientos encontrados al respecto…
Margaret MacMillan: Sí, quizá por eso el libro no desemboca en una conclusión muy satisfactoria, pero es lo que sentía y sigo sintiendo acerca de la guerra. Aun más ahora, con lo que está pasando en Ucrania, que me resulta al mismo tiempo vergonzoso y fascinante, porque es extraordinario cómo un país mucho más pequeño está lidiando con una gran potencia, aunque ahora nos percatamos de que ese gran poder también es muy incompetente. Y las historias individuales, lo que sucede sobre el terreno con los ucranianos comunes. El otro día estaba leyendo sobre este hombre, un diseñador gráfico de cuarenta y seis años, que nunca había empuñado un arma y ahora viste de uniforme y está peleando. La forma en que las personas han respondido, las formas en que sus vidas han cambiado completamente por esto…
CBR: Debe ser difícil cultivar una perspectiva tan matizada como la que usted desarrolla en su libro, una mirada al mismo tiempo de horror y fascinación, sobre un fenómeno como la guerra, pues en ella los bandos se dividen tajantemente y los matices se vuelven intolerables. Al insistir en la complejidad e incluso en el carácter ambiguo de la guerra, usted se arriesga a ser malinterpretada como titubeante, como tibia o incluso como poco confiable, ¿se ha encontrado alguna vez en esa posición?
Margaret MacMillan: Un poco, sí. Nunca he enfrentado un ataque directo, pero sí he tenido que lidiar con la insinuación de que estudio la guerra porque me gusta. Hay algo de eso en las universidades, como si investigar o enseñar ciertos temas implicara que de alguna manera los admiras o los promueves. No me parece un argumento justo. Mucha gente estudia la esclavitud, por ejemplo, y eso no significa que la aprueben. Realmente no es así.
También hay quienes consideran que la guerra es algo que no debería tener lugar en la universidad. Lo que está ocurriendo cada vez más en las universidades norteamericanas —aunque no sé si sea el caso también de México— es que los programas de estudios sobre la guerra están perdiendo financiamiento o están cerrando porque son vistos como cómplices. Algunos quizá lo fueron, por ejemplo, los que se fundaron o recibieron cierto tipo de financiamiento durante la Guerra Fría.
Finalmente, me ha tocado recibir reclamos de personas que piensan que debo tomar una posición moral, que debo condenar la guerra. Pero yo no concibo así mi labor en este libro. Lo que yo traté de hacer fue escribir algo que le permitiera a la gente y a mí misma entenderla mejor. Cuando escribes un libro como este, aprendes mucho sobre las complejidades de la guerra, sobre cómo pensamos y cómo han pensado otros en ella y sobre cómo, a final de cuentas, podemos tratar de evitarla o pararla. Porque precisamente sin ese entendimiento, sin ese aprendizaje, es difícil albergar alguna esperanza. No recuerdo si la cité en el libro o no, pero vale la pena recordar aquella frase de Trotski que decía: “Puede que tú no estés interesado en la guerra, pero la guerra está interesada en ti”.
CBR: Hay una broma entre las personas que estudiamos América Latina sobre cómo todos estamos en deuda con Fidel Castro porque, en cierto modo, él fue el “fundador” de muchos programas y centros de estudios latinoamericanos. Bromas aparte, muchos antropólogos también han discutido las raíces imperiales de su disciplina. Pero tal vez una cosa sea denunciar y problematizar tales orígenes, y otra negar la posibilidad de que la disciplina —ya sea estudios latinoamericanos, antropología, estudios sobre la guerra o cualquier otra— pueda ser lo suficientemente crítica de esos orígenes como para superarlos.
Margaret MacMillan: Sí, existe un debate similar, particularmente en Estados Unidos, un poco también en el Reino Unido, con los departamentos de estudios clásicos. ¿Fueron una herramienta del imperialismo?,¿deberíamos cerrarlos? Hay un clasicista en Princeton, Dan-el Padilla Peralta, que dice que se debería abolir toda la disciplina porque tiene bases ilegítimas. Yo no estoy de acuerdo, creo que podemos tener la expectativa de que las cosas trasciendan sus cimientos y haya investigación académica suficientemente crítica y honesta.
CBR: Regresando a su libro, la guerra ha sido explicada, muchas veces, como producto de una cierta predisposición humana a matar, pero usted argumenta que esa explicación está lejos de ser suficiente porque, en su opinión, “guerra” es una palabra que describe un tipo muy específico de conflicto. Usted la define como “violencia organizada con un propósito entre dos unidades políticas”. Esa definición implica que la guerra es un fenómeno social y un esfuerzo deliberado, algo que hacemos voluntaria y colectivamente, ¿por qué importa o qué diferencia hace concebirla de ese modo?
Margaret MacMillan: Debemos mantener una definición muy específica de la guerra porque resulta útil en tanto que describe un tipo particular de actividad humana. Usamos el lenguaje de la guerra con mucha libertad: hablamos de guerras contra la obesidad, la pobreza, las drogas; a menudo etiquetamos como guerras —la violencia en el futbol, por ejemplo— cosas que no lo son, aunque a veces esa etiqueta tenga elementos intencionales. Tendemos a usar el concepto con mucha facilidad y, al hacerlo, perdemos de vista un hecho muy importante: el distinguido historiador Felipe Fernández-Armesto dice que la guerra es la más organizada de todas las actividades humanas y creo que tiene razón.
Pensemos en toda la organización que implica. El entrenamiento de los que luchan consume mucho tiempo porque necesitan convertirse en personas que usarán la violencia y, lo que es más importante, la usarán de manera disciplinada. Alguien que simplemente es violento no necesariamente es un buen guerrero o soldado. Una vez le pregunté a un grupo de militares a los que les estaba dando una clase, en Estados Unidos, lo siguiente: si alguien llegara y les dijera “quiero matar gente” o “me encanta matar gente”, ¿verían a esa persona como un buen recluta? Sus respuestas fueron interesantes, dijeron “podríamos usar a esa persona, pero no querríamos a alguien que no obedece órdenes, preferiríamos no tener a alguien que solo quiera matar gente, ese no es el tipo de persona que necesitamos”.
La guerra implica el uso de la fuerza, el uso de la violencia, el asesinato, pero de una manera estratégica y altamente organizada. Entonces, no creo que la guerra sea el producto directo de ninguna predisposición humana a la violencia. También tenemos muchas características cooperativas innatas: tenemos una disposición altruista, tenemos una disposición a cuidar a los que son parte de nuestra comunidad, en fin, tenemos fuertes tendencias sociales. Por eso no me gusta usar el término “guerra” de un modo tan simplista, prefiero definirlo de una manera que nos permita captar lo más distintivo de sus características.
CBR: Eso nos da pie para hablar de otro tema que toca su libro: la cultura de la guerra. Me refiero a la manera en que las sociedades —para ponerlo un poco, digamos, en términos teológicos— convierten el sufrimiento de la guerra en sacrificio.
Margaret MacMillan: Sí, el lenguaje religioso se usa mucho cuando se habla de la guerra. La idea del sacrificio, como dices, desempeña un papel muy importante en ello. Los nacionalistas hacen lo mismo cuando hablan de la “nación sufrida” o la “nación renacida”. También es común el uso de iconografía religiosa, particularmente cristiana pero también islámica, para representar la guerra. No sé mucho sobre iconografía budista, pero entiendo que incluso en el budismo hay una conexión entre el sufrimiento y el bien común. Hace no mucho leí que el emperador Ashoka libró guerras muy cruentas y la conciencia del sufrimiento que infligió lo llevó después a convertirse en uno de los principales promotores del budismo en Asia. Incluso personajes como Putin tratan de disimular sus motivos con apelaciones emocionales a la espiritualidad rusa, a la grandeza de la patria o al rescate del alma nacional. Quizá él crea en ellas, no lo sé, aunque a veces la retórica es solo un recurso para encubrir lo que [los líderes] están haciendo, usan cualquier lenguaje que les venga a modo.
CBR: Sí, pero lo crucial es la acción que inspiran esos significados, sea su origen genuino o espurio. Usted recién mencionaba el caso de los ucranianos y cómo han logrado darle un sentido o encontrar un propósito en la defensa de su país hasta convencerse de que vale la pena matar o morir por esa causa.
Margaret MacMillan: Lo que ellos enfrentan es una crisis existencial. ¿Quieres sobrevivir bajo las reglas de otro país que ha invadido al tuyo? Parece que muchos de ellos han decidido que no. Sospecho que Putin ha contribuido a darle más fuerza al nacionalismo ucraniano de la que tenía antes. Eso, desde luego, ha ayudado a los ucranianos a luchar. Hay varias historias que han salido a la luz, por ejemplo, la de la Isla de las Serpientes, que las fuerzas rusas capturaron a finales de febrero, pero por la que los ucranianos pelearon y pelearon hasta que a finales de junio se anunció que los rusos habían sido expulsados de ella. Eso se volverá parte de la historia nacional ucraniana. Habrá leyendas sobre los héroes de esta guerra, si no es que ya las hay.
CBR: Bueno, Zelenski se ha convertido en un tremendo ícono en ese sentido.
Margaret MacMillan: Es extraordinario. Zelenski tenía una aprobación de veinticinco o treinta por ciento antes de la guerra. Había todo tipo de problemas en su gobierno, mucha gente en Ucrania no lo quería. Y helo aquí ahora, encabezando la resistencia más improbablemente exitosa contra Rusia. Y aquello que dijo muy al principio, ¿lo recuerdas?, cuando Estados Unidos ofreció evacuarlo de Kyiv: “La batalla está aquí. No necesito un aventón para irme, necesito municiones”. ¿Quién va a olvidar eso? En Ucrania seguro que nadie. Se relaciona con lo que hablamos antes sobre la guerra como una prueba. Esta realmente ha sido una prueba para él, y no solo la ha aprobado sino que la ha redefinido: Zelenski se ha convertido en algo que nadie habría podido predecir.
CBR: Me parece que buena parte de su libro se basa en una experiencia muy particular de la guerra, quizá bien resumida en la fórmula que acuñó el sociólogo Charles Tilly: “la guerra hace a los Estados y los Estados hacen la guerra”. De acuerdo, así ha sido en algunas partes del mundo, pero no en otras. Se me ocurren múltiples ejemplos de países, en lo que ahora se ha dado en llamar el “sur global”, que han tenido muchas guerras, por mucho tiempo, y no han tenido ese tipo de experiencia, es decir, no han cosechado los frutos que otros países han cosechado de la guerra, sea en términos de organización política, inclusión social, desarrollo científico y tecnológico, etcétera, ¿a qué se debe esta diferencia?
Margaret MacMillan: Es una pregunta muy interesante. Quizá se deba a que esos países carecen de cierto tipo de entramado o estructura. Muchas guerras ocurren en sitios donde no hay gobiernos capaces de movilizar recursos masivamente.
Durante la Segunda Guerra Mundial los británicos, por ejemplo, se volvieron muy buenos, probablemente mejores que los alemanes, para organizar su economía: para asegurarse de que no hubiera desperdicio, de que los insumos necesarios para la guerra se produjeran y distribuyeran adecuadamente, de que los trabajadores estuvieran bien entrenados en las habilidades que se requerían de ellos, en fin, había incluso un control muy estricto en cuanto al mundo laboral, uno no podía simplemente levantarse e irse de un trabajo. Pero eso requería de un altísimo grado de organización por parte del gobierno y también de cohesión social. No era nada más que el gobierno le dijera a la gente lo que tenía que hacer, también la sociedad reconocía la necesidad de esa organización y accedía a que el gobierno ejerciera tanto poder.
En contraste, hay países que tienen gobiernos muy endebles y sociedades profundamente divididas, donde la gente no siente ningún tipo de obligación o vínculo con el gobierno central. Pienso, por ejemplo, en Afganistán, donde las lealtades locales, tribales o étnicas son mucho más fuertes que la lealtad al gobierno en Kabul. ¿Cómo va a poder esa sociedad organizarse y movilizar recursos para una guerra? Es mucho más difícil. Creo que parte de la respuesta está ahí, en los rasgos de las sociedades, en la fuerza de sus instituciones y en su capacidad para generar unidad y organización para el esfuerzo bélico.
CBR: Hay una distinción historiográfica fundamental entre la tradición clásica y la tradición moderna de la guerra, hay un inmenso catálogo de diferencias que separa uno y otro modo de guerrear. Aunque su libro se ocupa de ambas tradiciones, me parece que se enfoca más en la moderna: en cómo apenas en un par de siglos la guerra se volvió mucho más masiva, más cara, más demandante con las sociedades. Como usted lo escribe: “Una de las grandes tragedias de la guerra moderna es que las propias fortalezas de la sociedad, su organización, su industria, sus ciencias, todos sus recursos, se aglutinan para volverlas máquinas asesinas muy eficientes”.
Margaret MacMillan: Y que continúan por largo tiempo. Esa es la otra cuestión. Antes de la Edad Moderna había sociedades muy organizadas en torno a la guerra: Suecia, Prusia u otros países cuyos gobiernos invertían todos los recursos que podían en sus ejércitos. Pero su capacidad de mantenerse luchando era limitada: se les acababan los suministros, no podían desplazarse muy lejos, no podían mantener por mucho tiempo a las tropas en el campo de batalla, no podían usar mulas ni caballos porque esos animales necesitan estar bien alimentados… Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, en cambio, ya hay trenes, puedes transportar cantidades inimaginables de materiales y pertrechos. Todos los recursos de las sociedades se vuelcan a los campos de batalla porque ya tienen resuelto el problema de cómo hacérselos llegar. Y eso significa que pueden prolongar la guerra por mucho tiempo. Las fábricas, además, pueden producir todo lo que haga falta para la guerra en cantidades industriales, masivamente. Antes las armas se hacían de manera más artesanal, tomaban meses y el trabajo de varios hombres; ahora tienes la capacidad de producir cientos si no es que miles de armas y de entregarlas en cuestión de semanas o incluso días.
CBR: James Sparrow, profesor de historia en la Universidad de Chicago, escribió un libro espléndido, Warfare State: World War II Americans and the Age of Big Government, en el que argumenta, en contra de ciertas nociones convencionales, que la expansión masiva del gobierno estadounidense no fue tanto producto del New Deal sino de la Segunda Guerra Mundial. Su énfasis en el dramático crecimiento administrativo y en la transformación social provocada por aquel esfuerzo bélico complementa algo que usted dice en su libro a propósito de la guerra moderna: “el nacionalismo proveyó la motivación y la Revolución industrial, los medios”, porque las burocracias proveyeron la organización. Ese proceso terminó cobrando una suerte de vida propia y sobreviviendo a la guerra. En Estados Unidos algunos lo llaman “intervencionismo gubernamental”; otros, “Estado de bienestar”.
Margaret MacMillan: Bueno, el Estado de bienestar surgió, al menos en parte, por la necesidad de tener soldados sanos y educados. Pero sus orígenes pueden rastrearse más ampliamente, en etapas previas. Por ejemplo, Alejandro II en Rusia, tras la Guerra de Crimea (1853-1856), liberó a los siervos y comenzó a implementar reformas educativas, en parte, porque pensaba que así contaría con mejores soldados. Y lo mismo con la salud pública, si quieres que mucha gente pelee, necesitas que no tengan raquitismo, que no tengan enfermedades, no quieres que sus huesos se rompan fácilmente porque así no sirven para pelear. La necesidad de tener mejores soldados guió esas y otras reformas asociadas con el bienestar.
CBR: Hay un montón de casos así, de ejemplos que asumimos como parte de la vida cotidiana o de los tiempos de paz pero cuyas raíces se remontan a la guerra. Las sociedades, en general, los dan por sentado o no están plenamente conscientes de la relación histórica que guardan con las guerras, ¿le parece que eso es un problema?
Margaret MacMillan: A ver, ¿qué pasa si no estamos conscientes de eso? Bueno, pues no entenderemos algunas cosas sobre las sociedades en las que vivimos. Pero de todos modos no entendemos muchas cosas sobre las sociedades en las que vivimos, ¿no? Lo que yo diría que es peligroso, más bien, es no entender las posibilidades de la guerra. Debatiremos el caso de Ucrania por mucho tiempo. ¿Debieron nuestros líderes tomarse más en serio las amenazas de Putin? Siempre es fácil hablar en retrospectiva, pero lo cierto es que Putin avisó muy claramente lo que quería hacer, y ya lo había hecho antes. Lo había hecho en Georgia, en Chechenia, en Siria… esto no es nuevo. Pienso que si no entendemos cómo estallan las guerras, entonces no nos estamos tomando en serio la necesidad de prevenirlas, de encontrar otra manera de resolver las disputas.
CBR: Otro aspecto que llamó mi atención sobre su recuento de cómo la guerra nos ha marcado tiene que ver con los medios de comunicación, con la opinión pública y, por supuesto, con la propaganda: la guerra puede estar peleándose a cientos o miles de kilómetros de distancia, pero también se pelea en las mentes y en los corazones de la población que no está directamente en el terreno de combate. Las tecnologías de comunicación modernas metieron la guerra a la casa y transformaron la manera en que la viven quienes no están en el frente de batalla.
Margaret MacMillan: Parte de lo que sucede en las guerras modernas es que tienes que persuadir a tu propia gente de que estás peleando por una buena causa, menoscabar la voluntad de quienes están del otro lado y tratar de ganarte a los neutrales. Durante las dos guerras mundiales hubo mucha propaganda británica dirigida a persuadir a la sociedad estadounidense, como también hubo mucha propaganda estadounidense dirigida a persuadir a los países de América Latina, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, porque Estados Unidos no quería que se alinearan con los nazis.
Supongo que es parte de la naturaleza interconectada de las sociedades modernas. Si tu país está en guerra, la prensa no puede hacer como si las cosas siguieran como de costumbre. Aunque, para ser justos, creo que países como Inglaterra, Canadá y Estados Unidos siempre dejaron un espacio para los medios independientes, trataron de no censurarlo todo —aunque cuando estuvo en riesgo el interés nacional, sin duda lo hicieron—. Aun así, hubo mucha crítica del esfuerzo bélico, discusiones fuertes sobre temas como el bombardeo masivo de ciudades alemanas y cosas por el estilo. En las grandes guerras las democracias ceden algunas de sus libertades, pero también tratan de preservar lo más que se pueda. No hay una solución ideal. Por ejemplo, Winston Churchill: no era un dictador, pero encabezaba un gobierno altamente centralizado, pospuso las elecciones parlamentarias, estuvo en el cargo por seis años y tuvo poderes enormes. Pero al final de la guerra esos poderes se evaporaron. En otros países, por supuesto, quienes ganan más poder a través de la guerra procuran mantenerlo.
CBR: Algunos líderes, como Churchill, realmente brillaron durante la guerra, pero otros, como Chamberlain, fueron juzgados muy severamente por haber tratado de evitarla a toda costa. Hablando ahora de nuevos medios, no hace mucho Netflix lanzó una película, Munich: The Edge of War...
Margaret MacMillan: ¡Ah, sí! Está basada en el libro de Robert Harris. No la he visto todavía.
CBR: Exacto, Jeremy Irons hace el papel de Chamberlain. Me parece notable que, en el contexto global contemporáneo, una plataforma como Netflix produzca una película basada en una interpretación tan revisionista de una figura sumamente polémica, de un personaje que representa la encarnación histórica de la política de “apaciguamiento”.
Margaret MacMillan: “Apaciguamiento” se convirtió en una especie de mala palabra durante la Guerra Fría; a cualquiera con quien no estuvieras de acuerdo lo llamabas apaciguador. Los estadounidenses usaron la analogía del apaciguamiento en Vietnam, dijeron “tenemos que detener a los comunistas en Vietnam porque si no lo hacemos, seguirán como siguieron Hitler y Mussolini”. Por supuesto, yo creo que hay que ir caso por caso. Pero sí hay momentos en los que debemos tratar de detener a alguien que esté actuando de manera muy agresiva porque, de lo contrario, lo seguirá haciendo. Hoy en día creo que Occidente tiene razón al apoyar a Ucrania, porque de otro modo Putin no parará. Y si consigue Donetsk en el este, irá por más.
Ahora, para volver a tu pregunta, yo creo que el intento de Chamberlain fue honorable. La mayor parte de su gobierno y muchos de los representantes en el Parlamento eran sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial. Habían resultado heridos, varios de ellos de gravedad, y también habían perdido a familiares. La intención de Chamberlain de tratar de evitar la guerra era honorable. Habiendo dicho eso, creo que no supo reconocer, hasta que fue demasiado tarde, que estaba tratando con alguien como Hitler, quien dijo: si consigo parte de Checoslovaquia, se acabó, no quiero nada más. Pero se dio la vuelta y, menos de seis meses después de pactar la paz, se lanzó por el resto. A Chamberlain le tomó demasiado tiempo darse cuenta de que no se podía confiar en Hitler, de que él no quería evitar la guerra. Lo había anunciado por mucho tiempo, no lo había ocultado gran cosa.
Por un lado, creo que es demasiado fácil condenar a Chamberlain y su gobierno como “apaciguadores” pero, insisto, su esfuerzo fue honorable. Por el otro lado, también creo que podemos ser críticos: Chamberlain era muy arrogante, no aceptaba muchos consejos, pensaba que sabía más y juzgó completamente mal a Hitler, al igual que algunos que lo rodeaban.
CBR: Usted menciona en su libro que a veces las personas que han tenido una experiencia muy directa o dolorosa de la guerra tienden a hacer lo que sea necesario para evitarla. No se trata necesariamente de que sean ingenuos o cobardes, saben lo que significa la guerra, lo que hace, y entonces desarrollan una especie de trauma o cierta aversión personal. Quizá ese fue el caso de Chamberlain. Pero también existe el argumento de que Chamberlain no creía que Hitler fuera confiable, pero de todos modos siguió adelante y le permitió quedarse con los Sudetes, no porque pensara que se detendría allí, sino porque estaba tratando de ganar algo de tiempo para que Gran Bretaña estuviera mejor preparada para la guerra, pues en realidad no lo estaba.
Margaret MacMillan: Sí, esa ha sido una de sus defensas. Los británicos ya se estaban preparando para la guerra, aunque quizá tendrían que haberse preparado más rápido. En todo caso, hay que recordar también que Gran Bretaña salió de la Primera Guerra Mundial muy debilitada económicamente y fue uno de los países más golpeados por la Gran Depresión. En ese contexto, y tratándose de una democracia, era difícil persuadir a la gente de gastar mucho dinero en armas, que son muy caras, sobre todo si no estás convencido de que vas a necesitarlas. Es como tratar de convencer al conductor de un automóvil de comprar un seguro: “¿y yo por qué quiero gastar tanto en un seguro, si nunca pienso tener un accidente?”.
CBR: Permítame volver al tema de cómo la guerra cambia a las sociedades. En su libro usted rescata este testimonio de la madre de un soldado estadounidense que fue a Vietnam: “Yo les entregué a un chico decente y ustedes me están devolviendo a un asesino”. Usted propone una discusión muy sustantiva sobre todos los recursos y la energía que se invierten no solo en entrenar a las personas que van a pelear para que se vuelvan guerreros competentes, sino también en crear cierta aura en torno a la imagen misma de los guerreros, en la línea de una idea que alguna vez escribió Octavio Paz: la tumba del héroe termina siendo la cuna de la nación.
Margaret MacMillan: Depende mucho del tipo de sociedad del que estemos hablando. En las sociedades muy jerárquicas el equipamiento para la guerra era muy caro. En algún punto del libro lo menciono, el costo de la armadura de un caballero equivalía a la manutención de ocho hectáreas de tierra y ni qué decir de los caballos, de las armas que se hacían a mano porque no había fábricas en aquel entonces. Había que tener muchos recursos y poder para tener armas y entrenamiento, para tener quiénes trabajaran la tierra mientras tanto, había que pasar años entrenando para montar caballos en armadura, para pelear cuerpo a cuerpo, etcétera. Aquellas eran sociedades muy estratificadas y la guerra lo reflejaba. Pero también ha habido sociedades más democráticas en las que existe la expectativa de que todos peleen, de que pelear es una obligación ciudadana. Y no solo en el mundo moderno, también en las ciudades-estado de la Grecia antigua se esperaba que los ciudadanos pelearan. Incluso, con frecuencia, los gobernantes otorgaban la ciudadanía a los sectores más desfavorecidos de la sociedad en compensación por sus servicios por pelear en el frente de batalla o remar en las galeras o lo que fuera. Quiénes pueden pelear, cómo pelean y con qué pelean, todas esas cosas cambian dependiendo de la naturaleza de las sociedades.
Ahora, esa cita que mencionas de Octavio Paz es muy interesante porque son muchas las naciones cuyas historias fundacionales se tratan, de hecho, de guerras: la de México, la de Estados Unidos, aunque la de Canadá no, y eso nos ha hecho un tipo de sociedad muy distinta. No tenemos un momento de rebelión, transitamos en paz y, sorprendentemente, con pocas dificultades a la independencia plena, al punto de que nuestro jefe de Estado aún se denomina “gobernador general”. Es muy extraño. Volviendo al punto, los mitos fundacionales cambian de país a país, pero para muchos se tratan ciertamente de batallas. Incluso de batallas que no ganaron. Por ejemplo, el mito nacional de Serbia es Kosovo, una batalla en la que fueron derrotados. Aunque podría decirse que es más complicado: algunos serbios perdieron en la batalla de Kosovo de 1389, y algunos serbios pelearon del lado de los otomanos —aunque, bueno, eso es algo que no mencionan mucho.
CBR: En torno a la invasión de Ucrania se han gestado dos reacciones. Por un lado, una reacción de solidaridad y apoyo hacia los ucranianos, y todo tipo de declaraciones y sanciones contra Rusia; por el otro lado, un airado reproche sobre cómo dicha solidaridad resulta agraviantemente selectiva —etnocéntrica o incluso racista— en la medida en que otras naciones oprimidas u ocupadas no reciben nada equivalente. Sé que está de acuerdo con la primera, pero ¿qué opina usted de la segunda reacción?
Margaret MacMillan: Es algo que nos obliga a reflexionar, sin duda. Pero, la llamemos como la llamemos, es cierto que los seres humanos mostramos una tendencia general a clasificar, a distinguir, entre la gente que es como nosotros y la que no. Pensemos, de nuevo, en el caso de Afganistán. Hay afganos que viven en ciudades, pero son los menos, es un país que sigue siendo predominantemente rural. El grueso de su población, en ese sentido, no es como la población que uno vería en las calles de Londres, de la Ciudad de México, de Toronto o de cualquier otra ciudad importante en Occidente. Los ucranianos, en cambio, probablemente nos resultan más parecidos, es más fácil identificarnos con ellos. Uno ve imágenes de los bombardeos en Kyiv, Járkiv o Mariúpol y no puede evitar pensar que los edificios destruidos se parecen a los edificios en los que uno vive, que esas personas visten ropa similar a la que viste uno. ¿Eso es etnocéntrico? Sí, probablemente. Y no es algo de lo que deberíamos estar orgullosos. Sin embargo, me parece que es hasta cierto punto inevitable, natural entre los seres humanos.
Lo que a mí más me impacta no es tanto eso, sino lo poco preparados que estábamos para otra guerra en Europa. Creo que los propios europeos, y mucha gente en el resto del mundo, pensaban que eso ya no podía volver a pasar en el continente. Es verdad que hubo una guerra hace no tanto, en los años noventa, en la antigua Yugoslavia, en Bosnia, en los Balcanes, pero hasta cierto punto se desdeñaba arguyendo que esos países no eran realmente europeos. Incluso hubo un libro de Robert Kaplan (Fantasmas balcánicos) en el que decía que las cosas siempre han sido así en esa región, que se la han pasado peleando, que así son ellos, etcétera. Todo eso me parece muy desafortunado.
Para bien o para mal, mucha gente en Europa se sentía excepcional: la guerra era algo que pasaba en otros lugares del mundo, no ahí. Me parece que es parte del shock que ha provocado la invasión en Ucrania. Y sospecho que nuestras reacciones están coloreadas por el hecho de que nos resulta fácil empatizar con los ucranianos, identificarnos con ellos, pero también por lo que significa que esto esté ocurriendo en un lugar en el que no creíamos que ocurriría. Si ocurre ahí, entonces ¿dónde más puede ocurrir?, ¿por qué no en otros sitios en los que también nos parecía inconcebible?, ¿por qué no —qué sé yo— en Berlín?
CBR: Otro tema relacionado con la guerra que ha cobrado mucha relevancia últimamente, y al que usted le dedica un capítulo de su libro, es lo que el historiador francés Pierre Nora denominaba los “lugares de la memoria”: qué y a quiénes recordamos, dónde, cómo y por qué. Recientemente han surgido movimientos en todo el mundo que presionan para hacer explícitas las exclusiones o las discriminaciones incrustadas en las historias que nos contamos a través de monumentos, museos, libros de texto, etcétera, e incluso exigen que se eliminen, por lo que representan para algunas comunidades oprimidas.
Margaret MacMillan: Yo no tengo una posición clara en esas controversias. Pienso, en general, que prefiero que las estatuas se queden donde están, pero con más explicaciones que informen a la gente a propósito del pasado que representan, sobre todo si forman parte del paisaje urbano. Porque si removemos todo aquello que nos incomoda, si seguimos editando nuestro tejido histórico, ¿dónde vamos a acabar? No obstante, también pienso que si yo viviera en Varsovia, en Praga o en Budapest, y tuviera que toparme con una estatua de Stalin cada vez que voy de camino al trabajo, quisiera que esa estatua desapareciera lo más pronto posible. Así que, no sé, me parece un tema muy difícil.
CBR: En su libro hay un par de menciones sobre cómo algunos miembros de su propia familia vivieron la guerra. Al leerlas me identifiqué porque la guerra también forma parte de la historia de mi familia. Pero eso no significa que los descendientes de veteranos o de víctimas estemos más preparados o tengamos un mejor entendimiento de la guerra. No significa ni siquiera que sepamos qué pasó ni cómo lidiar con eso.
Margaret MacMillan: No, no, y muchas veces la gente que ha vivido la guerra no quiere hablar de ella. Mi padre estuvo en la Marina canadiense, haciendo convoyes muy peligrosos a través del Atlántico. Una vez casi hunden su buque, en medio de una batalla, creo que en una de las últimas. Fue atacado por submarinos y bombarderos alemanes. Les lanzaron una bomba o un torpedo, pero no dio en el blanco y se salvaron. Cuando nos lo contó, mi padre se puso muy emotivo y nosotros nos sentimos mal por haberle preguntado. Tantos años después todavía era muy difícil para él hablar de ello, pensó que en ese momento moriría.
Uno de mis hermanos una vez me dijo “yo creo que muchos de los padres quedaron dañados por la guerra”. Yo no creo que mi padre haya sido de esos, mucha gente vive las guerras y luego se recupera. Pero mi hermano dijo que muchos padres eran difíciles con sus hijos, se desesperaban con facilidad, pensaba que habían quedado traumados. Hasta entonces yo no lo había pensado, insisto, porque al terminar la mayoría de la gente vuelve y tiene que readaptarse a su vida. Pero sí, vaya que la guerra puede dejar marcas. He escuchado historias, por ejemplo, de personas que vivieron durante la Primera Guerra Mundial, que tuvieron pesadillas todas las noches de su vida, hasta morir, muchas décadas después, a los ochenta o noventa años.
CBR: En la conclusión de su libro, usted rememora una imagen de un lugar en el sur de Francia, cerca de la frontera con España, el cementerio de una iglesia donde estaban enterrados unos soldados británicos que murieron en una de las batallas de Wellington contra las fuerzas napoleónicas. El cementerio, cuenta, está en muy mal estado, con maleza creciendo alrededor de las tumbas, y escribe: “Es un lugar apacible, en el que es fácil imaginar que pronto las lápidas caerán al suelo y serán cubiertas por los matorrales, sin dejar ya ningún rastro. Tal vez esto es lo que deberíamos hacer con las guerras pasadas, dejar que se deslicen en el olvido para que las sombras de todos los que murieron en ellas descansen por fin. Tal vez sea un error conmemorar los aniversarios de las guerras, construir museos, recrear batallas o cuidar con amor los cementerios y los monumentos de guerra”. ¿Por qué dice esto?
Margaret MacMillan: Bueno, porque la conmemoración de las guerras me parece muy problemática. Existen todos los años, en muchos países, y yo me pregunto ¿cuánto debemos recordar y cuánto debemos detenernos en ellas? De nuevo, no sé la respuesta. Pero me llamó la atención durante los debates del Brexit, por la forma en que la campaña del Leave usó la guerra, 1940 y Dunkerque: la batalla en la que los británicos lograron, contra todo pronóstico, evacuar a una gran parte de sus fuerzas armadas junto con muchos militares franceses después de la caída de Francia. Para el pueblo británico y para todo el mundo, en ese momento, dicho episodio se volvió una prueba de que los británicos no estaban acabados, de que seguirían luchando. Algunos incluso evocaron el lenguaje de los milagros. Dunkerque fue utilizado posteriormente por los nacionalistas británicos para decir que luchamos solos, que lo hicimos entonces y podemos hacerlo de nuevo, que no necesitamos a Europa. Pero esa es una distorsión del pasado. En 1940 Gran Bretaña no estaba sola: tenía todo el imperio, sus recursos y su mano de obra.
Por eso a veces creo que deberíamos olvidarnos de conmemorar las grandes victorias y derrotas del pasado. Creo que debemos aprender sobre la guerra y cómo ha afectado a nuestras sociedades, pero ¿conmemorarla?, ¿transformarla en una especie de festival público?, ¿en qué momento vamos a dejar que las tumbas que dejó la guerra se desintegren en la tierra?
Hay cementerios de guerra de la Commonwealth en todo el mundo, se establecieron después de la Primera Guerra Mundial. Recuerdo una charla con un académico africano, lamentablemente ya no me acuerdo de su nombre, quien me dijo que era bastante extraño: “Estás conduciendo por algún lugar de África y, a menudo, la infraestructura es terrible, las carreteras tienen baches, hay mucho trabajo por hacer, pero de repente te encuentras con este cementerio, con rosas y cruces blancas, que está en perfecto estado porque se encarga de su cuidado una gran comisión de cementerios de guerra. Yo me pregunto si los recursos no podrían gastarse mejor en los vivos”.
CBR: Bueno, hay una diferencia fundamental entre la historia y la memoria de la guerra. Me parece que usted está argumentando que necesitamos más historia y menos memoria.
Margaret MacMillan: Sí, creo que sí. Me estás haciendo pensar de nuevo en algunos de estos problemas, y eso es bueno. Cuando comencé a escribir este libro, yo no sabía —y eso que había leído bastante al respecto— que las ceremonias estándar para conmemorar la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, habían cambiado tanto. En los años cincuenta o sesenta, en Australia y Gran Bretaña, se consideró cancelar el Remembrance Day porque cada vez menos personas asistían, tenía poca importancia para la gente. Pero ahora se hace en grande, como puede comprobarlo cualquiera que esté en Londres un 11 de noviembre. En 2015, en el aniversario de Galípoli —la campaña de la Primera Guerra Mundial en la que australianos y neozelandeses jugaron un papel muy importante— fueron tantos los que quisieron viajar para estar en un sitio bastante pequeño que los gobiernos de Australia y Nueva Zelanda se vieron obligados a hacer una lotería.
A veces la razón por la que conmemoramos momentos históricos es que detrás está la presión de grupos de interés muy fuertes. No digo que sea bueno o malo, pero sí que yo prefiero el estudio y la comprensión antes que la conmemoración de la guerra. Ahora, habiendo dicho eso, debo admitir que cuando escucho la música del Last Post, una melodía que tradicionalmente se toca en muchos ejércitos al final del día o en los funerales de los soldados, todavía me conmueve muchísimo, así es que…
CBR: Tras leer su libro, pero sobre todo al terminar esta entrevista, me quedo con la sensación de que sus ideas todavía están evolucionando, de que lo suyo es un work in progress…
Margaret MacMillan: Sí, es un work in progress, absolutamente. Siempre te das cuenta de eso cuando terminas un libro: si hubiera tenido más tiempo, me habría gustado hacer esto otro, esto no es suficiente y así. Desde que terminé este libro me he topado con trabajos interesantísimos sobre la guerra en las Américas, sobre los aztecas o sobre el Imperio comanche, por ejemplo. Incluí algunas cosas, pero podría haber más sobre China o sobre los mongoles. En realidad, mi libro no deja de ser muy eurocéntrico. Me gustaría saber más sobre la guerra en otras sociedades. Aunque, bueno, los europeos han sido muy buenos para matarse unos a otros; después de todo, fueron responsables de las dos guerras más cruentas del siglo XX. Así que no creo que sea ilegítimo estudiarlos.
Margaret MacMillan, La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos, Madrid, Turner, 2021. Se puede consultar el catálogo de la editorial Turner aquí.