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Gutulatus: radiografía de una foto

Gutulatus: radiografía de una foto

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Fotografía de
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Una fotografía contiene la memoria de un paraíso natural, la huella de un proceso evolutivo sorprendente, la demostración de un desastre medioambiental y un movimiento social que lucha por revertirlo.

“Mira lo que he recibido hoy”, dice el fotógrafo Javier Murcia al detenernos en un semáforo en rojo sobre la única carretera que cruza La Manga del Mar Menor, una estrecha franja de tierra de 22 kilómetros rodeada de agua en el extremo suroriental de España. Corre el mes de noviembre de 2023 bajo un cielo plomizo. Murcia aprovecha esos minutos para revisar su teléfono y buscar entre los mensajes una imagen que ha recibido desde el centro de Nueva York. Sobre dos fachadas de un mismo edificio, en la avenida Broadway, puede verse una pantalla comercial con una de sus fotografías, el retrato de un caballito de mar que se desplaza por la corriente de agua sobre una pluma de gaviota.

Murcia tomó la imagen muy cerca de aquí, a unos 400 metros del semáforo en rojo y dos días después de la muerte masiva de peces que, en octubre de 2019, desató una crisis medioambiental sin precedentes en el sur de Europa. Solo este fotógrafo submarino de 50 años y un puñado de científicos, contados con los dedos de una mano, fueron testigos del infierno que se vivió entonces bajo las aguas del Mar Menor, la laguna salada más extensa del continente y punta de lanza del turismo en la península ibérica durante la segunda mitad del siglo pasado.

Las fotografías de Murcia muestran los cadáveres de los caballitos de mar tendidos sobre los arenales como fósiles en un desierto. Habían muerto en parejas, mirándose cara a cara o con los cuerpos invertidos a una distancia de un centímetro entre los dos. Aquel fue el segundo colapso de la laguna en tres años (2016 y 2019); hubo un tercero, en 2021, con más de cuatro toneladas de peces boqueantes en la orilla y varias especies asomándose a la extinción, entre ellas el caballito de mar.

“Recuerdo haber visto nueve o 10 gobios negros alrededor de los cadáveres. Los gobios son peces muy territoriales y normalmente no se juntan, pero faltaba oxígeno y alimento, eso les unió. Mordían los esqueletos de los caballitos y se alejaban rápido. No había nada que comer ahí”, recuerda Murcia mientras reanudamos la circulación por una carretera prácticamente vacía y con el Mar Menor visible por la ventanilla del coche. Es la enésima vez en año y medio que recorremos juntos este lugar en busca de caballitos. Mientras lo hacemos, pienso en la fotografía del Times Square, en ese ejemplar del color de un lingote de oro y la apariencia de un ser ingrávido y sin peso, como el tacto de una anciana. Lo que estaban viendo esos peatones, a más de 6 000 kilómetros de distancia, era en realidad el retrato de un superviviente.

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La fotografía fue expuesta semanas después en el centro de Seúl, Corea del Sur. Cuando lo supo, Javier Murcia pensó que al día siguiente compartiría la imagen en redes sociales, apagó el móvil y continuó anotando en una libreta los valores de las máquinas de la desaladora en la que trabaja, en San Pedro del Pinatar, al norte de la laguna. Pero no hubo tiempo al día siguiente. Casi nunca lo hay. Durmió unas horas y comenzó la mañana frente al maletero de su viejo coche, un Ibiza negro con la pintura quemada por el sol y el adhesivo de un caballito de mar junto a la matrícula trasera.

Lo que viene después es casi un ritual. Cargó en el coche una cámara de fotos, un equipo de buceo y un galón de agua; llevó a sus dos hijos a la escuela; escogió de la guantera un disco compacto de Metallica, y condujo los poco más de 25 kilómetros que separan su ciudad natal, Cartagena, de la cubeta sur del Mar Menor. “Si pasa un día sin bucear, se le cierran los bronquios”, bromeaba su amigo José Antonio Oliver, ambientólogo, durante los preparativos para una sesión de buceo en el mes de abril de 2023.

Esa mañana, Murcia contabilizó 11 meses y más de 100 inmersiones sin ver un caballito de mar en la laguna. Hasta los años ochenta, la especie había mantenido en el Mar Menor la mayor densidad de población de Europa, por encima incluso de viejos santuarios en el continente, como Ría Formosa, en Portugal, que a principios de este siglo aún contaba con una población estimada de un millón de ejemplares. El declive del caballito en la laguna fue, sin embargo, desolador.

Su población se habría reducido un 99.9% en 11 años, según cifras publicadas en diciembre de 2022 por la Asociación Hippocampus, que lleva a cabo un programa con apoyo de voluntarios para el rastreo de caballitos en la zona. La estimación en 2011 fue de 196 000 ejemplares, una cifra que bajó a 1 250 en 2020 y a 800 en 2022, con un caballito localizado fuera de censo. En el último muestreo de la asociación (15 salidas entre los meses de junio y septiembre de 2023) no se registró ningún ejemplar.

Murcia recordaba la fecha de su última fotografía: 22 de mayo de 2022, dos meses después de un penúltimo encuentro con el esqueleto de un caballito adulto varado en una roca y una pila cubierta de óxido junto a él. El avistamiento de mayo fue de un ejemplar con pocos días de vida. Viajaba a la deriva y se desplazaba en la corriente de agua sujeto a una hoja, el mismo gesto que Murcia fotografió dos días después de la mortandad de 2019, cuando localizó al caballito de mar sobre la pluma de gaviota.

“Es algo muy difícil de observar en mar abierto y poco estudiado en el Mar Menor. He llegado a ver juveniles [caballitos que no superan los seis meses de vida] desplazándose en plumas de ave, hojas, plásticos o colillas de cigarro, incluso, cualquier cosa que les sirva para navegar y colonizar espacios, como si fueran velas”, explica Murcia en referencia a un comportamiento con no menos de 13 millones de años, el tiempo calculado por el geólogo Jure Žalohar para ubicar en la historia los fósiles que su equipo localizó en la actual región del Tunjice, en Eslovenia.

La mayoría de los fósiles correspondían a juveniles que habitaron el extinto mar Paratetis, de los Alpes al mar de Aral. Según Miquel Planas, biólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El caballito de mar, estos juveniles pudieron realizar migraciones de hasta 250 kilómetros al mes sujetos a macroalgas, exactamente igual a como lo hacen ahora sus descendientes sobre una hoja o una pluma de gaviota.

hipocampos en Mar Menor, Cartagena

Los orígenes del hipocampo estarían en el océano Indo-Pacífico, donde la especie inició una larga travesía por la mayor parte de las masas de agua saladas del planeta, incluido el Mar Menor. Muy pocas especies lograron adaptarse a la elevada salinidad de la laguna y a una temperatura de agua que oscila entre los 30 °C del mes de agosto y los 8 °C de los días más fríos de invierno, equiparables a los del mar del Norte, en Irlanda. Hippocampus guttulatus fue una de esas especies. Es la más numerosa en Europa y ya había mostrado su capacidad de adaptación a ecosistemas tan diversos como el mar Negro o el mar Cantábrico. En todos los casos fue cediendo espacio a la presión humana y al deterioro de su hábitat. 

Una de las razones que encontró Murcia para explicar la ausencia de caballitos durante dos inviernos consecutivos en la laguna fue que suelen desplazarse a zonas profundas para evitar los temporales. Un factor, sin embargo, cuestionaba esta conjetura. El Mar Menor había perdido el 85% de las praderas marinas tras el proceso de eutrofización de 2016, conocido como “sopa verde”. La contaminación por nitratos y la proliferación de algas impidieron la entrada de luz y cualquier posibilidad de oxigenación por debajo de los tres metros de profundidad. Los caballitos de mar se vieron obligados a permanecer en aguas costeras los 365 días del año. Lo mismo ocurrió con otros peces e invertebrados que encontraron en el litoral el único refugio para sobrevivir durante los momentos más críticos.

“Una amiga antropóloga me decía que el caballito de mar es como el canario en las minas. Cuando el pájaro moría por falta de oxígeno, alertaba a los mineros para que salieran de allí. Con el caballito sucede algo parecido. Su ausencia nos dice algo. Lo que pasa ahí dentro, bajo las aguas de la laguna, ha sido la historia de un drama”, explica Isabel Rubio, una de las cabezas visibles del movimiento social que surgió tras la crisis de 2016.

A excepción de los científicos que anticiparon el desastre, pocas personas entendían lo que estaba ocurriendo en la laguna cuando esta se llenó de algas y cambió su coloración a un verde lima. Un ecologista, un abogado, dos ingenieros y dos profesoras jubiladas, una de ellas Rubio, se habían reunido meses antes para comprenderlo. De ese encuentro nacería el colectivo ciudadano Pacto por el Mar Menor, a la postre determinante para abrir las primeras grietas en el entramado político y empresarial de la región.

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Desde ese momento Isabel empezó a recordar por medio de contrastes. De los retratos en blanco y negro frente a una laguna diáfana a las cadenas humanas alrededor de ella; de los castillos de arena junto a sus hijos a los gestos de agotamiento frente al Parlamento Europeo o las pancartas con el lema “Salvemos el Mar Menor” encabezando marchas de hasta 70 000 personas. “Es como si todas las fotografías de un álbum familiar hubieran desaparecido de repente”, dice esta mujer de 73 años, pelo corto y cano, la mirada detrás de unos lentes de montura azul y un discreto colgante de plata con la figura de un caballito de mar sobre el pecho.

Al llegar por primera vez al Mar Menor en los años cincuenta, Isabel y sus padres encontraron una laguna de aspecto prístino donde varias generaciones esculpieron los veranos de su infancia. Entre esos recuerdos cabía una madre que jugaba una partida de parchís, familias en corro dentro del agua, manzanas con sabor a sal o un caballito con la cola enrollada en su dedo meñique. “Los había a cientos”, recuerda Isabel.

El paraíso se desvaneció en poco tiempo. Los edificios se multiplicaron en un desarrollo urbanístico irracional que incluyó 10 puertos deportivos, desagües improvisados y la apertura y dragado de uno de los dos canales naturales que conectan el Mar Menor con el Mediterráneo. La administración cedió a la presión turística para permitir la entrada de embarcaciones de gran calado. Fue el primer atentado contra un ecosistema que vio reducida su salinidad en hasta 10 gramos por litro, lo que abrió el camino a decenas de especies del Mediterráneo y alteró el equilibrio de un hábitat formado durante dos millones de años.

En pleno auge turístico, en los años ochenta, era frecuente ver caballitos de mar colgados de los espejos retrovisores, paredes de freidurías forradas de ejemplares disecados y niños abrillantándolos con esmalte de uñas en los balcones de los apartamentos de verano. Hay muchas maneras de explicar la sobreexplotación, y una de ellas la conserva Rubio en el recorte de un periódico local (La Verdad) fechado en 1984:

“Los caballitos de mar, casi a 5 000 pesetas”, dice el titular de una noticia que habla de un sector pesquero que extrajo de manera oficial más de 1 000 kilos de caballitos solo en 1983. Los hipocampos del Mar Menor eran vendidos en Salou, Cataluña, y distribuidos entre Holanda y Japón como elementos decorativos: “Llaveros, colgantes, empuñaduras de palancas de cambio de automóviles…”.

“Llenábamos sacos con 15 o 20 kilos de caballitos que poníamos al sol en los patios. Los caballitos secos no pesan apenas, imagina la cantidad que cabía ahí. Cuando no había pesca de boquerón, juntábamos los barcos y echábamos las redes para sacarlos”, recuerda Inocencio Hernández, el Rubio, uno de los pescadores que vivieron la primera gran regresión de la especie y la transformación de una laguna que fue dejando vacías esas mismas redes.

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A las ocho de la mañana en punto, una de las lámparas halógenas que cuelgan del sótano del Acuario de la Universidad de Murcia (umu), a 46 kilómetros del Mar Menor, se enciende de forma automática con una luz casi imperceptible. El brillo de la lámpara aumenta de forma gradual y simula un amanecer que se repite a la misma hora los 365 días del año.

Al sentir la luz, los caballitos de mar salen de la pradera donde permanecen ocultos en el fondo del tanque, de un metro y medio de altura, y ascienden por él como figuras en un teatro de sombras. Un macho y una hembra entrelazan sus colas y se reconocen en el “cortejo”, una especie de baile que realizan al alba en la época de reproducción, durante los meses de primavera. Hoy el calendario marca 22 de enero, es pleno invierno, y el macho está a solo unas horas de liberar a sus crías.

“La repoblación debe ser siempre la última alternativa posible”, discurre el director del acuario, Emilio Cortés, en la penumbra de un laboratorio donde él y su equipo controlan a diario los niveles de temperatura, salinidad, oxígeno y todo lo que sea medible en un lugar pensado para conservar y reproducir centenares de especies en cautividad, entre ellas corales amenazados por el cambio climático, tiburones y ahora fauna del Mar Menor.

El gobierno regional financió en 2019 la creación en la umu de un “banco de especies” para protegerlas frente a la crisis. La sombra de la extinción planeó en octubre de ese mismo año, cuando un temporal arrastró riadas de agroquímicos a la laguna (entre 500 y 1 000 toneladas de nitratos) y aceleró la creación de una capa de agua sin oxígeno que orilló a miles de peces hacia la costa, donde murieron de asfixia.

“El agua anóxica, cargada de sulfhídrico y de tóxicos, afloró por la zona norte y mató todo lo que había allí, y lo mató en directo, delante de todo el mundo. Un compañero me llamó a las nueve o 10 de la mañana y me decía: ‘Está pasando algo raro en la orilla, las doradas están saliendo del agua’. Por la tarde era ya dantesco. Tenías una capa de cuatro dedos de peces muertos en una extensión de kilómetros cuadrados, fue brutal”, recuerda Cortés.

Mucho antes del colapso, el zoólogo marino de 55 años vio con claridad el precipicio al que se asomaba la laguna. En 2008 había reproducido por primera vez en cautividad a la especie H. guttulatus, una medida con la que trató de anticiparse al peor escenario posible tras el declive del caballito por sobrepesca. No fue necesaria finalmente la repoblación. Las más de 30 especies de hipocampos documentadas en mares y océanos del planeta pasaron en 2005 a engrosar la lista internacional de especies protegidas, lo que detuvo la pesca extractiva y permitió que se recuperaran de forma parcial.

En junio de 2021, sin embargo, dos meses antes de la segunda mortandad, el equipo de Cortés regresó al Mar Menor para extraer 21 caballitos, un grupo de supervivientes con los que el zoólogo retomó el proyecto de conservación de esta especie tras la anoxia de 2019. Eran juveniles de apenas dos centímetros que crecieron en el acuario y acabaron convirtiéndose en reproductores. Su herencia son más de 3 000 ejemplares cuya imagen proyecta una gran paradoja: el germen de una esperanza por un lado y el reflejo de un drama por otro.

“La capacidad de adaptación de gutulatus es enorme, pero es difícil soportar la presión a la que ha sido sometido el Mar Menor en estos años. Si lo vemos en un contexto más amplio no es más que la punta del iceberg”, dice Cortés, un hombre delgado y de aspecto juvenil que hace tres décadas redujo su vida a una mesa en medio del laboratorio. Desde ese sitio trata de replicar las variables que condicionan la conservación de una especie, desde las corrientes marinas a los ciclos lunares o la variabilidad genética.

El cruce de individuos de distintas colonias permite en última instancia la supervivencia de la especie. Los guardianes del adn en el acuario, los 21 reproductores de gutulatus, han ido muriendo tras cumplir su ciclo de vida. A la espera del análisis genético de sus descendientes, el equipo de Cortés ha realizado ya varias salidas a la laguna para reclutar juveniles y generar nuevos cruzamientos, de momento sin éxito.

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El porcentaje de supervivencia en un hábitat sano estaría entre 8% y 10% de las 150 a 200 crías que libera un macho de gutulatus en cada puesta (son los machos de la especie los que incuban los huevos que les deposita la hembra), pero la laguna no es hoy un hábitat sano. “Ecosistema alterado”, “inestable”, “debilitado y vulnerable” son algunas de las expresiones empleadas por el Instituto Español de Oceanografía (ieo) para referirse al estado actual del Mar Menor.

La causa de la crisis podría empezar con una cifra: 70 kilómetros. Es la distancia que separa a la laguna de la región más árida de Europa y donde, a pesar de todo, la tierra no descansa. Más de 70 000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío bordean la albufera por el oeste y vierten sobre ella cantidades ingentes de compuestos nitrogenados. Una media de 9.8 toneladas de nitratos al día durante 2022, según cifras del Gobierno del Estado. El vertido de estos químicos a través de ramblas y acuíferos es la razón que ofrece la comunidad científica en general para explicar la causa más importante de la degradación de la laguna.

La cuenca occidental convive además con 800 000 cabezas de ganado porcino hacinadas en 400 granjas, drenajes deficitarios de aguas residuales y depósitos mineros expuestos como heridas abiertas al viento y la lluvia. Los niveles de metales pesados en la desembocadura de las ramblas superan el registro de los ríos Tinto y Odiel, en Cádiz, paradigmas de la contaminación minera. Bivalvos, cangrejos y otros invertebrados se arrastran por la cubeta sur del Mar Menor con niveles de zinc, arsénico o plomo muy por encima de los valores de referencia establecidos por la Unión Europea (ue).

“El plomo afecta al desarrollo cognitivo; en las gaviotas, en concreto, las más pequeñas estaban muy expuestas y no reconocían a sus hermanos. Salían corriendo al ver a los pollos a su lado. La madre busca a la cría para alimentarla, pero si huye y abandona el nido, esa gaviota muere”.

Al inicio de su investigación doctoral en 2002, el biólogo Pedro Javier Jiménez se acercó a la especie conocida como gaviota de Audouin (Ichtyaetus audouinii), entonces en peligro de extinción, con la seguridad de que encontraría cantidades esperables de mercurio, un metal asociado a los mares y océanos en general. La colonia de gaviotas que tomó como referencia se encontraba en isla Grosa, en el Mediterráneo, a 13 kilómetros de las ramblas que nacen en la Sierra Minera y desembocan en el Mar Menor.

Jiménez analizó la sangre y el plumaje de las crías, el mismo tipo de pluma que años después retrataría Javier Murcia para documentar el desplazamiento de ejemplares juveniles de caballitos de mar en la laguna. Los resultados de las analíticas arrojaban exposiciones “tremendas” al cadmio o al arsénico, pero sobre todo al plomo, con hasta 10 microgramos por decilitro de sangre. La especie es piscívora y el único foco de contaminación posible apuntaba a la laguna.

“Cuando ves que hay muchas especies que en una zona concreta están expuestas al plomo, y estoy hablando desde el búho real al mirlo, la paloma, el chotacabras o el zampullín cuellirrojo, la fauna te está diciendo que cualquier ser vivo que habite esa zona está expuesta a ese metal”.

Investigadores del ieo como Lázaro Marín Guirao, Víctor Manuel León o Juan Santos Echeandía, que previamente contrastó los niveles de metales en las desembocaduras de las ramblas del Mar Menor y de los ríos Tinto y Odiel, llevaron sus estudios a la fauna de la laguna. Caracolas, berberechos, cangrejos o incluso peces destinados al consumo humano como la dorada, sobre todo en la cubeta sur, presentaron distintos niveles de contaminación por metales pesados.

La laguna ha cambiado definitivamente, pero la experiencia con el caballito de mar ha llevado a Cortés a desarrollar la paciencia de un animal en acecho. Una y otra vez repite un mismo mensaje al escuchar la palabra “repoblación”: “Lo primero es solucionar el problema en el medio natural y esperar a que la naturaleza haga su trabajo. Luego se necesita tiempo para saber si los ejemplares que quedan en el Mar Menor tienen la variabilidad genética suficiente y capacidad para recuperarse por sí mismos”.

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Más de 300 000 turistas abandonan La Manga cada mes de septiembre y dejan atrás el eco de una escuela al cerrar sus puertas. Es difícil definir un lugar que no encaja en las palabras “pueblo”, “comunidad” ni mucho menos “ciudad”. Hay una sola carretera principal de más de 20 kilómetros de largo y dos líneas dentadas de edificios a lo largo de ella. Cada uno de esos edificios forma colmenas de apartamentos con decenas de persianas echadas y la imagen del caballito visible en numerosos comercios y espacios públicos, la mayoría cerrados desde octubre: inmobiliarias, banderas, grafitis, escaparates, esculturas mordidas por el salitre… El caballito parece estar en todas partes, menos en el único lugar donde debería estar.

“Nadie lo vio venir, o nadie lo quiso ver”, dice Isabel Rubio al recordar las caracolas que aparecieron muertas días antes de la primera mortandad. Era una de las tantas señales que anticiparon una crisis que tuvo su reflejo más dramático bajo el agua. El caballito de mar quedó contra las cuerdas, pero no fue la única especie afectada. La densidad de población de peces autóctonos como el gobio de arena se redujo hasta en 95% respecto a los muestreos realizados 19 años atrás por los biólogos José Oliva Paterna y Mar Torralva, del departamento de Zoología y Antropología Física de la umu.

Sus libretas, sin embargo, registraron datos inusuales semanas antes de que se produjeran los dos episodios de anoxia. La población de gobios creció de forma desproporcionada en los muestreos, unos datos que no reflejaban en realidad una recuperación de la especie, sino una concentración masiva de peces que buscaban refugio en zonas con suficiente oxígeno, mucho tiempo antes de que la laguna colapsara.

“La gente no buceaba en el Mar Menor a cinco o seis metros de profundidad y no se daba cuenta de que toda la población de nacras había muerto”, dice Cortés al recordar el efecto de la “sopa verde” sobre el segundo bivalvo más grande del mundo, Pinna nobilis. El caso de este molusco fue especialmente devastador. El mismo año en que un parásito acabó con el 99.9 % de la especie en el Mediterráneo, solo unas 800 nacras sobrevivieron en la laguna a los efectos de la contaminación antrópica (causada por el ser humano), el 0.04% de una población estimada de 1.8 millones de ejemplares.

Durante 20 años, Javier Murcia retrató caballitos de mar hasta completar una biografía de la especie en la laguna. La obra incluía fotos de caballitos de mar inmersos en la capa anóxica, nadando en aguas saturadas de clorofila y realizando el cortejo sobre el neumático de un coche o una bombilla led. En esas dos décadas y casi sin darse cuenta, el fotógrafo cartagenero había construido dos retratos: el de un ecosistema y el de una sociedad.

“Escucha, he visto a una pareja de caballitos, luego te llamo”. Es 12 de febrero de 2024 y Murcia acaba de reiniciar ese retrato detenido dos años atrás. “¡Cabronazos!, ¿dónde os habíais metido?”, pensó aquella mañana, a primera hora, mientras fotografiaba a un macho y a una hembra de gutulatus en la playa de Los Urrutias, en la cubeta sur. Ambos caballitos estaban ocultos en un manto de algas invasoras que cubrían la pradera marina como un sembradío de algodón. Les puso nombre: Rayo y Esperanza. Al día siguiente localizó una pareja más, que no tardaría en desaparecer, y un quinto caballito, un macho, Solitario.

La noticia del encuentro se emitió en horario de máxima audiencia en los informativos de la televisión regional. “Una esperanza para el Mar Menor”, exclamó el presentador en un momento de la entrevista con Murcia, que fue escrupulosamente maquillado antes de pasar al plató, una lujosa sala con suelo vinílico donde varias de sus fotografías se proyectaban sobre tres pantallas al fondo del decorado. Al día siguiente, Murcia visitó dos emisoras de radio más y se dirigió de nuevo a Los Urrutias, donde pasaría los siguientes cinco meses entregado a la nueva colonia de gutulatus.

Algunas mañanas, el único hombre que habita en invierno en la primera línea de casas frente al balneario, a unos 50 metros de los caballitos, se sienta a pie de calle y se rodea de una veintena de palomas para alimentarlas con migas de pan. Una colonia de flamencos revuelve el fango en la orilla alzando las patas como vendimiadores que pisan uva. En la línea de horizonte, una de las cinco islas de origen volcánico que emergen de la laguna enmarca un escenario del que cuesta creer que esté siempre al borde del colapso.

La laguna, y en especial la cubeta sur, volvió a teñirse de verde en 2022, amenazando de nuevo con la asfixia. El gobierno regional contrató a pescadores locales para que cargaran sus barcos con algas en lugar de peces. Pagó también casi siete millones de euros, en 2023, por la formación de cuadrillas de limpieza ataviadas con rastrillos y botas de agua. En los dos últimos años han retirado 34 000 toneladas de biomasa, casi cinco veces más que en los cuatro anteriores.

El Banco de España puso precio a la crisis en esta zona de la laguna: 4 000 millones de euros de pérdida en valor inmobiliario. A medida que aparecían cadáveres de peces en las playas, la Guardia Civil intensificó las redadas sobre decenas de agricultores con desalobradoras ocultas en zulos. Desde allí trataban el agua salada y vertían la salmuera (sal sobrante), cargada de nitratos, al Mar Menor. Ahora, 38 empresarios y políticos han sido imputados por presuntos delitos contra el medio ambiente, una excepción a décadas de impunidad en que se llegaron a mantener activas hasta 9 000 hectáreas de regadío ilegal.

Cinco años después del primero colapso de la laguna, la presión de la ue fue determinante para crear un marco de actuaciones con un Gobierno central que ha comprometido ya 675 millones de euros para tratar de recuperar un ecosistema en estado crítico. “Hoy por hoy es el espacio más monitorizado del mundo”, celebraba a mediados de noviembre de 2023 el portavoz del gobierno en la región, Marcos Ortuño, durante un año de tregua que ha permitido hablar a las administraciones de “leve recuperación”.

Las cuadrillas encargadas de retirar algas son durante días las únicas personas visibles a orillas del balneario. Murcia lo cruza casi siempre solo en la mañana, metido en un traje de neopreno, con un par de aletas en una mano y la cámara de fotos en la otra. Durante semanas ha podido observar el comportamiento de la colonia de caballitos de mar, su capacidad para mimetizarse, su resistencia frente a los temporales, el cortejo entre Rayo y Esperanza y el abandono de la colonia de Solitario, el macho que perdió definitivamente la batalla de la reproducción.

“Cuando llegue el verano esto se va a llenar de turistas”, dice Murcia con gesto contrariado a la salida de una de las inmersiones, días antes de Semana Santa. Habían aparecido varios tenedores, cuchillos y platos de plástico con restos de comida sumergidos bajo el balneario, en el punto exacto donde habitan los caballitos de mar. Con el agua aún demasiado fría, no parecía posible que alguien se hubiera bañado y puesto en peligro a la colonia. La basura, sin embargo, presagiaba lo inevitable, cuando los más de 300 000 turistas regresaran de golpe a la laguna. “Será difícil que los caballitos puedan vivir aquí”.

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Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.

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Una fotografía contiene la memoria de un paraíso natural, la huella de un proceso evolutivo sorprendente, la demostración de un desastre medioambiental y un movimiento social que lucha por revertirlo.

“Mira lo que he recibido hoy”, dice el fotógrafo Javier Murcia al detenernos en un semáforo en rojo sobre la única carretera que cruza La Manga del Mar Menor, una estrecha franja de tierra de 22 kilómetros rodeada de agua en el extremo suroriental de España. Corre el mes de noviembre de 2023 bajo un cielo plomizo. Murcia aprovecha esos minutos para revisar su teléfono y buscar entre los mensajes una imagen que ha recibido desde el centro de Nueva York. Sobre dos fachadas de un mismo edificio, en la avenida Broadway, puede verse una pantalla comercial con una de sus fotografías, el retrato de un caballito de mar que se desplaza por la corriente de agua sobre una pluma de gaviota.

Murcia tomó la imagen muy cerca de aquí, a unos 400 metros del semáforo en rojo y dos días después de la muerte masiva de peces que, en octubre de 2019, desató una crisis medioambiental sin precedentes en el sur de Europa. Solo este fotógrafo submarino de 50 años y un puñado de científicos, contados con los dedos de una mano, fueron testigos del infierno que se vivió entonces bajo las aguas del Mar Menor, la laguna salada más extensa del continente y punta de lanza del turismo en la península ibérica durante la segunda mitad del siglo pasado.

Las fotografías de Murcia muestran los cadáveres de los caballitos de mar tendidos sobre los arenales como fósiles en un desierto. Habían muerto en parejas, mirándose cara a cara o con los cuerpos invertidos a una distancia de un centímetro entre los dos. Aquel fue el segundo colapso de la laguna en tres años (2016 y 2019); hubo un tercero, en 2021, con más de cuatro toneladas de peces boqueantes en la orilla y varias especies asomándose a la extinción, entre ellas el caballito de mar.

“Recuerdo haber visto nueve o 10 gobios negros alrededor de los cadáveres. Los gobios son peces muy territoriales y normalmente no se juntan, pero faltaba oxígeno y alimento, eso les unió. Mordían los esqueletos de los caballitos y se alejaban rápido. No había nada que comer ahí”, recuerda Murcia mientras reanudamos la circulación por una carretera prácticamente vacía y con el Mar Menor visible por la ventanilla del coche. Es la enésima vez en año y medio que recorremos juntos este lugar en busca de caballitos. Mientras lo hacemos, pienso en la fotografía del Times Square, en ese ejemplar del color de un lingote de oro y la apariencia de un ser ingrávido y sin peso, como el tacto de una anciana. Lo que estaban viendo esos peatones, a más de 6 000 kilómetros de distancia, era en realidad el retrato de un superviviente.

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La fotografía fue expuesta semanas después en el centro de Seúl, Corea del Sur. Cuando lo supo, Javier Murcia pensó que al día siguiente compartiría la imagen en redes sociales, apagó el móvil y continuó anotando en una libreta los valores de las máquinas de la desaladora en la que trabaja, en San Pedro del Pinatar, al norte de la laguna. Pero no hubo tiempo al día siguiente. Casi nunca lo hay. Durmió unas horas y comenzó la mañana frente al maletero de su viejo coche, un Ibiza negro con la pintura quemada por el sol y el adhesivo de un caballito de mar junto a la matrícula trasera.

Lo que viene después es casi un ritual. Cargó en el coche una cámara de fotos, un equipo de buceo y un galón de agua; llevó a sus dos hijos a la escuela; escogió de la guantera un disco compacto de Metallica, y condujo los poco más de 25 kilómetros que separan su ciudad natal, Cartagena, de la cubeta sur del Mar Menor. “Si pasa un día sin bucear, se le cierran los bronquios”, bromeaba su amigo José Antonio Oliver, ambientólogo, durante los preparativos para una sesión de buceo en el mes de abril de 2023.

Esa mañana, Murcia contabilizó 11 meses y más de 100 inmersiones sin ver un caballito de mar en la laguna. Hasta los años ochenta, la especie había mantenido en el Mar Menor la mayor densidad de población de Europa, por encima incluso de viejos santuarios en el continente, como Ría Formosa, en Portugal, que a principios de este siglo aún contaba con una población estimada de un millón de ejemplares. El declive del caballito en la laguna fue, sin embargo, desolador.

Su población se habría reducido un 99.9% en 11 años, según cifras publicadas en diciembre de 2022 por la Asociación Hippocampus, que lleva a cabo un programa con apoyo de voluntarios para el rastreo de caballitos en la zona. La estimación en 2011 fue de 196 000 ejemplares, una cifra que bajó a 1 250 en 2020 y a 800 en 2022, con un caballito localizado fuera de censo. En el último muestreo de la asociación (15 salidas entre los meses de junio y septiembre de 2023) no se registró ningún ejemplar.

Murcia recordaba la fecha de su última fotografía: 22 de mayo de 2022, dos meses después de un penúltimo encuentro con el esqueleto de un caballito adulto varado en una roca y una pila cubierta de óxido junto a él. El avistamiento de mayo fue de un ejemplar con pocos días de vida. Viajaba a la deriva y se desplazaba en la corriente de agua sujeto a una hoja, el mismo gesto que Murcia fotografió dos días después de la mortandad de 2019, cuando localizó al caballito de mar sobre la pluma de gaviota.

“Es algo muy difícil de observar en mar abierto y poco estudiado en el Mar Menor. He llegado a ver juveniles [caballitos que no superan los seis meses de vida] desplazándose en plumas de ave, hojas, plásticos o colillas de cigarro, incluso, cualquier cosa que les sirva para navegar y colonizar espacios, como si fueran velas”, explica Murcia en referencia a un comportamiento con no menos de 13 millones de años, el tiempo calculado por el geólogo Jure Žalohar para ubicar en la historia los fósiles que su equipo localizó en la actual región del Tunjice, en Eslovenia.

La mayoría de los fósiles correspondían a juveniles que habitaron el extinto mar Paratetis, de los Alpes al mar de Aral. Según Miquel Planas, biólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El caballito de mar, estos juveniles pudieron realizar migraciones de hasta 250 kilómetros al mes sujetos a macroalgas, exactamente igual a como lo hacen ahora sus descendientes sobre una hoja o una pluma de gaviota.

hipocampos en Mar Menor, Cartagena

Los orígenes del hipocampo estarían en el océano Indo-Pacífico, donde la especie inició una larga travesía por la mayor parte de las masas de agua saladas del planeta, incluido el Mar Menor. Muy pocas especies lograron adaptarse a la elevada salinidad de la laguna y a una temperatura de agua que oscila entre los 30 °C del mes de agosto y los 8 °C de los días más fríos de invierno, equiparables a los del mar del Norte, en Irlanda. Hippocampus guttulatus fue una de esas especies. Es la más numerosa en Europa y ya había mostrado su capacidad de adaptación a ecosistemas tan diversos como el mar Negro o el mar Cantábrico. En todos los casos fue cediendo espacio a la presión humana y al deterioro de su hábitat. 

Una de las razones que encontró Murcia para explicar la ausencia de caballitos durante dos inviernos consecutivos en la laguna fue que suelen desplazarse a zonas profundas para evitar los temporales. Un factor, sin embargo, cuestionaba esta conjetura. El Mar Menor había perdido el 85% de las praderas marinas tras el proceso de eutrofización de 2016, conocido como “sopa verde”. La contaminación por nitratos y la proliferación de algas impidieron la entrada de luz y cualquier posibilidad de oxigenación por debajo de los tres metros de profundidad. Los caballitos de mar se vieron obligados a permanecer en aguas costeras los 365 días del año. Lo mismo ocurrió con otros peces e invertebrados que encontraron en el litoral el único refugio para sobrevivir durante los momentos más críticos.

“Una amiga antropóloga me decía que el caballito de mar es como el canario en las minas. Cuando el pájaro moría por falta de oxígeno, alertaba a los mineros para que salieran de allí. Con el caballito sucede algo parecido. Su ausencia nos dice algo. Lo que pasa ahí dentro, bajo las aguas de la laguna, ha sido la historia de un drama”, explica Isabel Rubio, una de las cabezas visibles del movimiento social que surgió tras la crisis de 2016.

A excepción de los científicos que anticiparon el desastre, pocas personas entendían lo que estaba ocurriendo en la laguna cuando esta se llenó de algas y cambió su coloración a un verde lima. Un ecologista, un abogado, dos ingenieros y dos profesoras jubiladas, una de ellas Rubio, se habían reunido meses antes para comprenderlo. De ese encuentro nacería el colectivo ciudadano Pacto por el Mar Menor, a la postre determinante para abrir las primeras grietas en el entramado político y empresarial de la región.

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Desde ese momento Isabel empezó a recordar por medio de contrastes. De los retratos en blanco y negro frente a una laguna diáfana a las cadenas humanas alrededor de ella; de los castillos de arena junto a sus hijos a los gestos de agotamiento frente al Parlamento Europeo o las pancartas con el lema “Salvemos el Mar Menor” encabezando marchas de hasta 70 000 personas. “Es como si todas las fotografías de un álbum familiar hubieran desaparecido de repente”, dice esta mujer de 73 años, pelo corto y cano, la mirada detrás de unos lentes de montura azul y un discreto colgante de plata con la figura de un caballito de mar sobre el pecho.

Al llegar por primera vez al Mar Menor en los años cincuenta, Isabel y sus padres encontraron una laguna de aspecto prístino donde varias generaciones esculpieron los veranos de su infancia. Entre esos recuerdos cabía una madre que jugaba una partida de parchís, familias en corro dentro del agua, manzanas con sabor a sal o un caballito con la cola enrollada en su dedo meñique. “Los había a cientos”, recuerda Isabel.

El paraíso se desvaneció en poco tiempo. Los edificios se multiplicaron en un desarrollo urbanístico irracional que incluyó 10 puertos deportivos, desagües improvisados y la apertura y dragado de uno de los dos canales naturales que conectan el Mar Menor con el Mediterráneo. La administración cedió a la presión turística para permitir la entrada de embarcaciones de gran calado. Fue el primer atentado contra un ecosistema que vio reducida su salinidad en hasta 10 gramos por litro, lo que abrió el camino a decenas de especies del Mediterráneo y alteró el equilibrio de un hábitat formado durante dos millones de años.

En pleno auge turístico, en los años ochenta, era frecuente ver caballitos de mar colgados de los espejos retrovisores, paredes de freidurías forradas de ejemplares disecados y niños abrillantándolos con esmalte de uñas en los balcones de los apartamentos de verano. Hay muchas maneras de explicar la sobreexplotación, y una de ellas la conserva Rubio en el recorte de un periódico local (La Verdad) fechado en 1984:

“Los caballitos de mar, casi a 5 000 pesetas”, dice el titular de una noticia que habla de un sector pesquero que extrajo de manera oficial más de 1 000 kilos de caballitos solo en 1983. Los hipocampos del Mar Menor eran vendidos en Salou, Cataluña, y distribuidos entre Holanda y Japón como elementos decorativos: “Llaveros, colgantes, empuñaduras de palancas de cambio de automóviles…”.

“Llenábamos sacos con 15 o 20 kilos de caballitos que poníamos al sol en los patios. Los caballitos secos no pesan apenas, imagina la cantidad que cabía ahí. Cuando no había pesca de boquerón, juntábamos los barcos y echábamos las redes para sacarlos”, recuerda Inocencio Hernández, el Rubio, uno de los pescadores que vivieron la primera gran regresión de la especie y la transformación de una laguna que fue dejando vacías esas mismas redes.

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A las ocho de la mañana en punto, una de las lámparas halógenas que cuelgan del sótano del Acuario de la Universidad de Murcia (umu), a 46 kilómetros del Mar Menor, se enciende de forma automática con una luz casi imperceptible. El brillo de la lámpara aumenta de forma gradual y simula un amanecer que se repite a la misma hora los 365 días del año.

Al sentir la luz, los caballitos de mar salen de la pradera donde permanecen ocultos en el fondo del tanque, de un metro y medio de altura, y ascienden por él como figuras en un teatro de sombras. Un macho y una hembra entrelazan sus colas y se reconocen en el “cortejo”, una especie de baile que realizan al alba en la época de reproducción, durante los meses de primavera. Hoy el calendario marca 22 de enero, es pleno invierno, y el macho está a solo unas horas de liberar a sus crías.

“La repoblación debe ser siempre la última alternativa posible”, discurre el director del acuario, Emilio Cortés, en la penumbra de un laboratorio donde él y su equipo controlan a diario los niveles de temperatura, salinidad, oxígeno y todo lo que sea medible en un lugar pensado para conservar y reproducir centenares de especies en cautividad, entre ellas corales amenazados por el cambio climático, tiburones y ahora fauna del Mar Menor.

El gobierno regional financió en 2019 la creación en la umu de un “banco de especies” para protegerlas frente a la crisis. La sombra de la extinción planeó en octubre de ese mismo año, cuando un temporal arrastró riadas de agroquímicos a la laguna (entre 500 y 1 000 toneladas de nitratos) y aceleró la creación de una capa de agua sin oxígeno que orilló a miles de peces hacia la costa, donde murieron de asfixia.

“El agua anóxica, cargada de sulfhídrico y de tóxicos, afloró por la zona norte y mató todo lo que había allí, y lo mató en directo, delante de todo el mundo. Un compañero me llamó a las nueve o 10 de la mañana y me decía: ‘Está pasando algo raro en la orilla, las doradas están saliendo del agua’. Por la tarde era ya dantesco. Tenías una capa de cuatro dedos de peces muertos en una extensión de kilómetros cuadrados, fue brutal”, recuerda Cortés.

Mucho antes del colapso, el zoólogo marino de 55 años vio con claridad el precipicio al que se asomaba la laguna. En 2008 había reproducido por primera vez en cautividad a la especie H. guttulatus, una medida con la que trató de anticiparse al peor escenario posible tras el declive del caballito por sobrepesca. No fue necesaria finalmente la repoblación. Las más de 30 especies de hipocampos documentadas en mares y océanos del planeta pasaron en 2005 a engrosar la lista internacional de especies protegidas, lo que detuvo la pesca extractiva y permitió que se recuperaran de forma parcial.

En junio de 2021, sin embargo, dos meses antes de la segunda mortandad, el equipo de Cortés regresó al Mar Menor para extraer 21 caballitos, un grupo de supervivientes con los que el zoólogo retomó el proyecto de conservación de esta especie tras la anoxia de 2019. Eran juveniles de apenas dos centímetros que crecieron en el acuario y acabaron convirtiéndose en reproductores. Su herencia son más de 3 000 ejemplares cuya imagen proyecta una gran paradoja: el germen de una esperanza por un lado y el reflejo de un drama por otro.

“La capacidad de adaptación de gutulatus es enorme, pero es difícil soportar la presión a la que ha sido sometido el Mar Menor en estos años. Si lo vemos en un contexto más amplio no es más que la punta del iceberg”, dice Cortés, un hombre delgado y de aspecto juvenil que hace tres décadas redujo su vida a una mesa en medio del laboratorio. Desde ese sitio trata de replicar las variables que condicionan la conservación de una especie, desde las corrientes marinas a los ciclos lunares o la variabilidad genética.

El cruce de individuos de distintas colonias permite en última instancia la supervivencia de la especie. Los guardianes del adn en el acuario, los 21 reproductores de gutulatus, han ido muriendo tras cumplir su ciclo de vida. A la espera del análisis genético de sus descendientes, el equipo de Cortés ha realizado ya varias salidas a la laguna para reclutar juveniles y generar nuevos cruzamientos, de momento sin éxito.

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El porcentaje de supervivencia en un hábitat sano estaría entre 8% y 10% de las 150 a 200 crías que libera un macho de gutulatus en cada puesta (son los machos de la especie los que incuban los huevos que les deposita la hembra), pero la laguna no es hoy un hábitat sano. “Ecosistema alterado”, “inestable”, “debilitado y vulnerable” son algunas de las expresiones empleadas por el Instituto Español de Oceanografía (ieo) para referirse al estado actual del Mar Menor.

La causa de la crisis podría empezar con una cifra: 70 kilómetros. Es la distancia que separa a la laguna de la región más árida de Europa y donde, a pesar de todo, la tierra no descansa. Más de 70 000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío bordean la albufera por el oeste y vierten sobre ella cantidades ingentes de compuestos nitrogenados. Una media de 9.8 toneladas de nitratos al día durante 2022, según cifras del Gobierno del Estado. El vertido de estos químicos a través de ramblas y acuíferos es la razón que ofrece la comunidad científica en general para explicar la causa más importante de la degradación de la laguna.

La cuenca occidental convive además con 800 000 cabezas de ganado porcino hacinadas en 400 granjas, drenajes deficitarios de aguas residuales y depósitos mineros expuestos como heridas abiertas al viento y la lluvia. Los niveles de metales pesados en la desembocadura de las ramblas superan el registro de los ríos Tinto y Odiel, en Cádiz, paradigmas de la contaminación minera. Bivalvos, cangrejos y otros invertebrados se arrastran por la cubeta sur del Mar Menor con niveles de zinc, arsénico o plomo muy por encima de los valores de referencia establecidos por la Unión Europea (ue).

“El plomo afecta al desarrollo cognitivo; en las gaviotas, en concreto, las más pequeñas estaban muy expuestas y no reconocían a sus hermanos. Salían corriendo al ver a los pollos a su lado. La madre busca a la cría para alimentarla, pero si huye y abandona el nido, esa gaviota muere”.

Al inicio de su investigación doctoral en 2002, el biólogo Pedro Javier Jiménez se acercó a la especie conocida como gaviota de Audouin (Ichtyaetus audouinii), entonces en peligro de extinción, con la seguridad de que encontraría cantidades esperables de mercurio, un metal asociado a los mares y océanos en general. La colonia de gaviotas que tomó como referencia se encontraba en isla Grosa, en el Mediterráneo, a 13 kilómetros de las ramblas que nacen en la Sierra Minera y desembocan en el Mar Menor.

Jiménez analizó la sangre y el plumaje de las crías, el mismo tipo de pluma que años después retrataría Javier Murcia para documentar el desplazamiento de ejemplares juveniles de caballitos de mar en la laguna. Los resultados de las analíticas arrojaban exposiciones “tremendas” al cadmio o al arsénico, pero sobre todo al plomo, con hasta 10 microgramos por decilitro de sangre. La especie es piscívora y el único foco de contaminación posible apuntaba a la laguna.

“Cuando ves que hay muchas especies que en una zona concreta están expuestas al plomo, y estoy hablando desde el búho real al mirlo, la paloma, el chotacabras o el zampullín cuellirrojo, la fauna te está diciendo que cualquier ser vivo que habite esa zona está expuesta a ese metal”.

Investigadores del ieo como Lázaro Marín Guirao, Víctor Manuel León o Juan Santos Echeandía, que previamente contrastó los niveles de metales en las desembocaduras de las ramblas del Mar Menor y de los ríos Tinto y Odiel, llevaron sus estudios a la fauna de la laguna. Caracolas, berberechos, cangrejos o incluso peces destinados al consumo humano como la dorada, sobre todo en la cubeta sur, presentaron distintos niveles de contaminación por metales pesados.

La laguna ha cambiado definitivamente, pero la experiencia con el caballito de mar ha llevado a Cortés a desarrollar la paciencia de un animal en acecho. Una y otra vez repite un mismo mensaje al escuchar la palabra “repoblación”: “Lo primero es solucionar el problema en el medio natural y esperar a que la naturaleza haga su trabajo. Luego se necesita tiempo para saber si los ejemplares que quedan en el Mar Menor tienen la variabilidad genética suficiente y capacidad para recuperarse por sí mismos”.

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Más de 300 000 turistas abandonan La Manga cada mes de septiembre y dejan atrás el eco de una escuela al cerrar sus puertas. Es difícil definir un lugar que no encaja en las palabras “pueblo”, “comunidad” ni mucho menos “ciudad”. Hay una sola carretera principal de más de 20 kilómetros de largo y dos líneas dentadas de edificios a lo largo de ella. Cada uno de esos edificios forma colmenas de apartamentos con decenas de persianas echadas y la imagen del caballito visible en numerosos comercios y espacios públicos, la mayoría cerrados desde octubre: inmobiliarias, banderas, grafitis, escaparates, esculturas mordidas por el salitre… El caballito parece estar en todas partes, menos en el único lugar donde debería estar.

“Nadie lo vio venir, o nadie lo quiso ver”, dice Isabel Rubio al recordar las caracolas que aparecieron muertas días antes de la primera mortandad. Era una de las tantas señales que anticiparon una crisis que tuvo su reflejo más dramático bajo el agua. El caballito de mar quedó contra las cuerdas, pero no fue la única especie afectada. La densidad de población de peces autóctonos como el gobio de arena se redujo hasta en 95% respecto a los muestreos realizados 19 años atrás por los biólogos José Oliva Paterna y Mar Torralva, del departamento de Zoología y Antropología Física de la umu.

Sus libretas, sin embargo, registraron datos inusuales semanas antes de que se produjeran los dos episodios de anoxia. La población de gobios creció de forma desproporcionada en los muestreos, unos datos que no reflejaban en realidad una recuperación de la especie, sino una concentración masiva de peces que buscaban refugio en zonas con suficiente oxígeno, mucho tiempo antes de que la laguna colapsara.

“La gente no buceaba en el Mar Menor a cinco o seis metros de profundidad y no se daba cuenta de que toda la población de nacras había muerto”, dice Cortés al recordar el efecto de la “sopa verde” sobre el segundo bivalvo más grande del mundo, Pinna nobilis. El caso de este molusco fue especialmente devastador. El mismo año en que un parásito acabó con el 99.9 % de la especie en el Mediterráneo, solo unas 800 nacras sobrevivieron en la laguna a los efectos de la contaminación antrópica (causada por el ser humano), el 0.04% de una población estimada de 1.8 millones de ejemplares.

Durante 20 años, Javier Murcia retrató caballitos de mar hasta completar una biografía de la especie en la laguna. La obra incluía fotos de caballitos de mar inmersos en la capa anóxica, nadando en aguas saturadas de clorofila y realizando el cortejo sobre el neumático de un coche o una bombilla led. En esas dos décadas y casi sin darse cuenta, el fotógrafo cartagenero había construido dos retratos: el de un ecosistema y el de una sociedad.

“Escucha, he visto a una pareja de caballitos, luego te llamo”. Es 12 de febrero de 2024 y Murcia acaba de reiniciar ese retrato detenido dos años atrás. “¡Cabronazos!, ¿dónde os habíais metido?”, pensó aquella mañana, a primera hora, mientras fotografiaba a un macho y a una hembra de gutulatus en la playa de Los Urrutias, en la cubeta sur. Ambos caballitos estaban ocultos en un manto de algas invasoras que cubrían la pradera marina como un sembradío de algodón. Les puso nombre: Rayo y Esperanza. Al día siguiente localizó una pareja más, que no tardaría en desaparecer, y un quinto caballito, un macho, Solitario.

La noticia del encuentro se emitió en horario de máxima audiencia en los informativos de la televisión regional. “Una esperanza para el Mar Menor”, exclamó el presentador en un momento de la entrevista con Murcia, que fue escrupulosamente maquillado antes de pasar al plató, una lujosa sala con suelo vinílico donde varias de sus fotografías se proyectaban sobre tres pantallas al fondo del decorado. Al día siguiente, Murcia visitó dos emisoras de radio más y se dirigió de nuevo a Los Urrutias, donde pasaría los siguientes cinco meses entregado a la nueva colonia de gutulatus.

Algunas mañanas, el único hombre que habita en invierno en la primera línea de casas frente al balneario, a unos 50 metros de los caballitos, se sienta a pie de calle y se rodea de una veintena de palomas para alimentarlas con migas de pan. Una colonia de flamencos revuelve el fango en la orilla alzando las patas como vendimiadores que pisan uva. En la línea de horizonte, una de las cinco islas de origen volcánico que emergen de la laguna enmarca un escenario del que cuesta creer que esté siempre al borde del colapso.

La laguna, y en especial la cubeta sur, volvió a teñirse de verde en 2022, amenazando de nuevo con la asfixia. El gobierno regional contrató a pescadores locales para que cargaran sus barcos con algas en lugar de peces. Pagó también casi siete millones de euros, en 2023, por la formación de cuadrillas de limpieza ataviadas con rastrillos y botas de agua. En los dos últimos años han retirado 34 000 toneladas de biomasa, casi cinco veces más que en los cuatro anteriores.

El Banco de España puso precio a la crisis en esta zona de la laguna: 4 000 millones de euros de pérdida en valor inmobiliario. A medida que aparecían cadáveres de peces en las playas, la Guardia Civil intensificó las redadas sobre decenas de agricultores con desalobradoras ocultas en zulos. Desde allí trataban el agua salada y vertían la salmuera (sal sobrante), cargada de nitratos, al Mar Menor. Ahora, 38 empresarios y políticos han sido imputados por presuntos delitos contra el medio ambiente, una excepción a décadas de impunidad en que se llegaron a mantener activas hasta 9 000 hectáreas de regadío ilegal.

Cinco años después del primero colapso de la laguna, la presión de la ue fue determinante para crear un marco de actuaciones con un Gobierno central que ha comprometido ya 675 millones de euros para tratar de recuperar un ecosistema en estado crítico. “Hoy por hoy es el espacio más monitorizado del mundo”, celebraba a mediados de noviembre de 2023 el portavoz del gobierno en la región, Marcos Ortuño, durante un año de tregua que ha permitido hablar a las administraciones de “leve recuperación”.

Las cuadrillas encargadas de retirar algas son durante días las únicas personas visibles a orillas del balneario. Murcia lo cruza casi siempre solo en la mañana, metido en un traje de neopreno, con un par de aletas en una mano y la cámara de fotos en la otra. Durante semanas ha podido observar el comportamiento de la colonia de caballitos de mar, su capacidad para mimetizarse, su resistencia frente a los temporales, el cortejo entre Rayo y Esperanza y el abandono de la colonia de Solitario, el macho que perdió definitivamente la batalla de la reproducción.

“Cuando llegue el verano esto se va a llenar de turistas”, dice Murcia con gesto contrariado a la salida de una de las inmersiones, días antes de Semana Santa. Habían aparecido varios tenedores, cuchillos y platos de plástico con restos de comida sumergidos bajo el balneario, en el punto exacto donde habitan los caballitos de mar. Con el agua aún demasiado fría, no parecía posible que alguien se hubiera bañado y puesto en peligro a la colonia. La basura, sin embargo, presagiaba lo inevitable, cuando los más de 300 000 turistas regresaran de golpe a la laguna. “Será difícil que los caballitos puedan vivir aquí”.

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Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.

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Gutulatus: radiografía de una foto

Gutulatus: radiografía de una foto

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Una fotografía contiene la memoria de un paraíso natural, la huella de un proceso evolutivo sorprendente, la demostración de un desastre medioambiental y un movimiento social que lucha por revertirlo.

“Mira lo que he recibido hoy”, dice el fotógrafo Javier Murcia al detenernos en un semáforo en rojo sobre la única carretera que cruza La Manga del Mar Menor, una estrecha franja de tierra de 22 kilómetros rodeada de agua en el extremo suroriental de España. Corre el mes de noviembre de 2023 bajo un cielo plomizo. Murcia aprovecha esos minutos para revisar su teléfono y buscar entre los mensajes una imagen que ha recibido desde el centro de Nueva York. Sobre dos fachadas de un mismo edificio, en la avenida Broadway, puede verse una pantalla comercial con una de sus fotografías, el retrato de un caballito de mar que se desplaza por la corriente de agua sobre una pluma de gaviota.

Murcia tomó la imagen muy cerca de aquí, a unos 400 metros del semáforo en rojo y dos días después de la muerte masiva de peces que, en octubre de 2019, desató una crisis medioambiental sin precedentes en el sur de Europa. Solo este fotógrafo submarino de 50 años y un puñado de científicos, contados con los dedos de una mano, fueron testigos del infierno que se vivió entonces bajo las aguas del Mar Menor, la laguna salada más extensa del continente y punta de lanza del turismo en la península ibérica durante la segunda mitad del siglo pasado.

Las fotografías de Murcia muestran los cadáveres de los caballitos de mar tendidos sobre los arenales como fósiles en un desierto. Habían muerto en parejas, mirándose cara a cara o con los cuerpos invertidos a una distancia de un centímetro entre los dos. Aquel fue el segundo colapso de la laguna en tres años (2016 y 2019); hubo un tercero, en 2021, con más de cuatro toneladas de peces boqueantes en la orilla y varias especies asomándose a la extinción, entre ellas el caballito de mar.

“Recuerdo haber visto nueve o 10 gobios negros alrededor de los cadáveres. Los gobios son peces muy territoriales y normalmente no se juntan, pero faltaba oxígeno y alimento, eso les unió. Mordían los esqueletos de los caballitos y se alejaban rápido. No había nada que comer ahí”, recuerda Murcia mientras reanudamos la circulación por una carretera prácticamente vacía y con el Mar Menor visible por la ventanilla del coche. Es la enésima vez en año y medio que recorremos juntos este lugar en busca de caballitos. Mientras lo hacemos, pienso en la fotografía del Times Square, en ese ejemplar del color de un lingote de oro y la apariencia de un ser ingrávido y sin peso, como el tacto de una anciana. Lo que estaban viendo esos peatones, a más de 6 000 kilómetros de distancia, era en realidad el retrato de un superviviente.

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La fotografía fue expuesta semanas después en el centro de Seúl, Corea del Sur. Cuando lo supo, Javier Murcia pensó que al día siguiente compartiría la imagen en redes sociales, apagó el móvil y continuó anotando en una libreta los valores de las máquinas de la desaladora en la que trabaja, en San Pedro del Pinatar, al norte de la laguna. Pero no hubo tiempo al día siguiente. Casi nunca lo hay. Durmió unas horas y comenzó la mañana frente al maletero de su viejo coche, un Ibiza negro con la pintura quemada por el sol y el adhesivo de un caballito de mar junto a la matrícula trasera.

Lo que viene después es casi un ritual. Cargó en el coche una cámara de fotos, un equipo de buceo y un galón de agua; llevó a sus dos hijos a la escuela; escogió de la guantera un disco compacto de Metallica, y condujo los poco más de 25 kilómetros que separan su ciudad natal, Cartagena, de la cubeta sur del Mar Menor. “Si pasa un día sin bucear, se le cierran los bronquios”, bromeaba su amigo José Antonio Oliver, ambientólogo, durante los preparativos para una sesión de buceo en el mes de abril de 2023.

Esa mañana, Murcia contabilizó 11 meses y más de 100 inmersiones sin ver un caballito de mar en la laguna. Hasta los años ochenta, la especie había mantenido en el Mar Menor la mayor densidad de población de Europa, por encima incluso de viejos santuarios en el continente, como Ría Formosa, en Portugal, que a principios de este siglo aún contaba con una población estimada de un millón de ejemplares. El declive del caballito en la laguna fue, sin embargo, desolador.

Su población se habría reducido un 99.9% en 11 años, según cifras publicadas en diciembre de 2022 por la Asociación Hippocampus, que lleva a cabo un programa con apoyo de voluntarios para el rastreo de caballitos en la zona. La estimación en 2011 fue de 196 000 ejemplares, una cifra que bajó a 1 250 en 2020 y a 800 en 2022, con un caballito localizado fuera de censo. En el último muestreo de la asociación (15 salidas entre los meses de junio y septiembre de 2023) no se registró ningún ejemplar.

Murcia recordaba la fecha de su última fotografía: 22 de mayo de 2022, dos meses después de un penúltimo encuentro con el esqueleto de un caballito adulto varado en una roca y una pila cubierta de óxido junto a él. El avistamiento de mayo fue de un ejemplar con pocos días de vida. Viajaba a la deriva y se desplazaba en la corriente de agua sujeto a una hoja, el mismo gesto que Murcia fotografió dos días después de la mortandad de 2019, cuando localizó al caballito de mar sobre la pluma de gaviota.

“Es algo muy difícil de observar en mar abierto y poco estudiado en el Mar Menor. He llegado a ver juveniles [caballitos que no superan los seis meses de vida] desplazándose en plumas de ave, hojas, plásticos o colillas de cigarro, incluso, cualquier cosa que les sirva para navegar y colonizar espacios, como si fueran velas”, explica Murcia en referencia a un comportamiento con no menos de 13 millones de años, el tiempo calculado por el geólogo Jure Žalohar para ubicar en la historia los fósiles que su equipo localizó en la actual región del Tunjice, en Eslovenia.

La mayoría de los fósiles correspondían a juveniles que habitaron el extinto mar Paratetis, de los Alpes al mar de Aral. Según Miquel Planas, biólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El caballito de mar, estos juveniles pudieron realizar migraciones de hasta 250 kilómetros al mes sujetos a macroalgas, exactamente igual a como lo hacen ahora sus descendientes sobre una hoja o una pluma de gaviota.

hipocampos en Mar Menor, Cartagena

Los orígenes del hipocampo estarían en el océano Indo-Pacífico, donde la especie inició una larga travesía por la mayor parte de las masas de agua saladas del planeta, incluido el Mar Menor. Muy pocas especies lograron adaptarse a la elevada salinidad de la laguna y a una temperatura de agua que oscila entre los 30 °C del mes de agosto y los 8 °C de los días más fríos de invierno, equiparables a los del mar del Norte, en Irlanda. Hippocampus guttulatus fue una de esas especies. Es la más numerosa en Europa y ya había mostrado su capacidad de adaptación a ecosistemas tan diversos como el mar Negro o el mar Cantábrico. En todos los casos fue cediendo espacio a la presión humana y al deterioro de su hábitat. 

Una de las razones que encontró Murcia para explicar la ausencia de caballitos durante dos inviernos consecutivos en la laguna fue que suelen desplazarse a zonas profundas para evitar los temporales. Un factor, sin embargo, cuestionaba esta conjetura. El Mar Menor había perdido el 85% de las praderas marinas tras el proceso de eutrofización de 2016, conocido como “sopa verde”. La contaminación por nitratos y la proliferación de algas impidieron la entrada de luz y cualquier posibilidad de oxigenación por debajo de los tres metros de profundidad. Los caballitos de mar se vieron obligados a permanecer en aguas costeras los 365 días del año. Lo mismo ocurrió con otros peces e invertebrados que encontraron en el litoral el único refugio para sobrevivir durante los momentos más críticos.

“Una amiga antropóloga me decía que el caballito de mar es como el canario en las minas. Cuando el pájaro moría por falta de oxígeno, alertaba a los mineros para que salieran de allí. Con el caballito sucede algo parecido. Su ausencia nos dice algo. Lo que pasa ahí dentro, bajo las aguas de la laguna, ha sido la historia de un drama”, explica Isabel Rubio, una de las cabezas visibles del movimiento social que surgió tras la crisis de 2016.

A excepción de los científicos que anticiparon el desastre, pocas personas entendían lo que estaba ocurriendo en la laguna cuando esta se llenó de algas y cambió su coloración a un verde lima. Un ecologista, un abogado, dos ingenieros y dos profesoras jubiladas, una de ellas Rubio, se habían reunido meses antes para comprenderlo. De ese encuentro nacería el colectivo ciudadano Pacto por el Mar Menor, a la postre determinante para abrir las primeras grietas en el entramado político y empresarial de la región.

Te recomendamos leer: Temporada de mamuts: La prehistoria mexicana de Santa Lucía

Desde ese momento Isabel empezó a recordar por medio de contrastes. De los retratos en blanco y negro frente a una laguna diáfana a las cadenas humanas alrededor de ella; de los castillos de arena junto a sus hijos a los gestos de agotamiento frente al Parlamento Europeo o las pancartas con el lema “Salvemos el Mar Menor” encabezando marchas de hasta 70 000 personas. “Es como si todas las fotografías de un álbum familiar hubieran desaparecido de repente”, dice esta mujer de 73 años, pelo corto y cano, la mirada detrás de unos lentes de montura azul y un discreto colgante de plata con la figura de un caballito de mar sobre el pecho.

Al llegar por primera vez al Mar Menor en los años cincuenta, Isabel y sus padres encontraron una laguna de aspecto prístino donde varias generaciones esculpieron los veranos de su infancia. Entre esos recuerdos cabía una madre que jugaba una partida de parchís, familias en corro dentro del agua, manzanas con sabor a sal o un caballito con la cola enrollada en su dedo meñique. “Los había a cientos”, recuerda Isabel.

El paraíso se desvaneció en poco tiempo. Los edificios se multiplicaron en un desarrollo urbanístico irracional que incluyó 10 puertos deportivos, desagües improvisados y la apertura y dragado de uno de los dos canales naturales que conectan el Mar Menor con el Mediterráneo. La administración cedió a la presión turística para permitir la entrada de embarcaciones de gran calado. Fue el primer atentado contra un ecosistema que vio reducida su salinidad en hasta 10 gramos por litro, lo que abrió el camino a decenas de especies del Mediterráneo y alteró el equilibrio de un hábitat formado durante dos millones de años.

En pleno auge turístico, en los años ochenta, era frecuente ver caballitos de mar colgados de los espejos retrovisores, paredes de freidurías forradas de ejemplares disecados y niños abrillantándolos con esmalte de uñas en los balcones de los apartamentos de verano. Hay muchas maneras de explicar la sobreexplotación, y una de ellas la conserva Rubio en el recorte de un periódico local (La Verdad) fechado en 1984:

“Los caballitos de mar, casi a 5 000 pesetas”, dice el titular de una noticia que habla de un sector pesquero que extrajo de manera oficial más de 1 000 kilos de caballitos solo en 1983. Los hipocampos del Mar Menor eran vendidos en Salou, Cataluña, y distribuidos entre Holanda y Japón como elementos decorativos: “Llaveros, colgantes, empuñaduras de palancas de cambio de automóviles…”.

“Llenábamos sacos con 15 o 20 kilos de caballitos que poníamos al sol en los patios. Los caballitos secos no pesan apenas, imagina la cantidad que cabía ahí. Cuando no había pesca de boquerón, juntábamos los barcos y echábamos las redes para sacarlos”, recuerda Inocencio Hernández, el Rubio, uno de los pescadores que vivieron la primera gran regresión de la especie y la transformación de una laguna que fue dejando vacías esas mismas redes.

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A las ocho de la mañana en punto, una de las lámparas halógenas que cuelgan del sótano del Acuario de la Universidad de Murcia (umu), a 46 kilómetros del Mar Menor, se enciende de forma automática con una luz casi imperceptible. El brillo de la lámpara aumenta de forma gradual y simula un amanecer que se repite a la misma hora los 365 días del año.

Al sentir la luz, los caballitos de mar salen de la pradera donde permanecen ocultos en el fondo del tanque, de un metro y medio de altura, y ascienden por él como figuras en un teatro de sombras. Un macho y una hembra entrelazan sus colas y se reconocen en el “cortejo”, una especie de baile que realizan al alba en la época de reproducción, durante los meses de primavera. Hoy el calendario marca 22 de enero, es pleno invierno, y el macho está a solo unas horas de liberar a sus crías.

“La repoblación debe ser siempre la última alternativa posible”, discurre el director del acuario, Emilio Cortés, en la penumbra de un laboratorio donde él y su equipo controlan a diario los niveles de temperatura, salinidad, oxígeno y todo lo que sea medible en un lugar pensado para conservar y reproducir centenares de especies en cautividad, entre ellas corales amenazados por el cambio climático, tiburones y ahora fauna del Mar Menor.

El gobierno regional financió en 2019 la creación en la umu de un “banco de especies” para protegerlas frente a la crisis. La sombra de la extinción planeó en octubre de ese mismo año, cuando un temporal arrastró riadas de agroquímicos a la laguna (entre 500 y 1 000 toneladas de nitratos) y aceleró la creación de una capa de agua sin oxígeno que orilló a miles de peces hacia la costa, donde murieron de asfixia.

“El agua anóxica, cargada de sulfhídrico y de tóxicos, afloró por la zona norte y mató todo lo que había allí, y lo mató en directo, delante de todo el mundo. Un compañero me llamó a las nueve o 10 de la mañana y me decía: ‘Está pasando algo raro en la orilla, las doradas están saliendo del agua’. Por la tarde era ya dantesco. Tenías una capa de cuatro dedos de peces muertos en una extensión de kilómetros cuadrados, fue brutal”, recuerda Cortés.

Mucho antes del colapso, el zoólogo marino de 55 años vio con claridad el precipicio al que se asomaba la laguna. En 2008 había reproducido por primera vez en cautividad a la especie H. guttulatus, una medida con la que trató de anticiparse al peor escenario posible tras el declive del caballito por sobrepesca. No fue necesaria finalmente la repoblación. Las más de 30 especies de hipocampos documentadas en mares y océanos del planeta pasaron en 2005 a engrosar la lista internacional de especies protegidas, lo que detuvo la pesca extractiva y permitió que se recuperaran de forma parcial.

En junio de 2021, sin embargo, dos meses antes de la segunda mortandad, el equipo de Cortés regresó al Mar Menor para extraer 21 caballitos, un grupo de supervivientes con los que el zoólogo retomó el proyecto de conservación de esta especie tras la anoxia de 2019. Eran juveniles de apenas dos centímetros que crecieron en el acuario y acabaron convirtiéndose en reproductores. Su herencia son más de 3 000 ejemplares cuya imagen proyecta una gran paradoja: el germen de una esperanza por un lado y el reflejo de un drama por otro.

“La capacidad de adaptación de gutulatus es enorme, pero es difícil soportar la presión a la que ha sido sometido el Mar Menor en estos años. Si lo vemos en un contexto más amplio no es más que la punta del iceberg”, dice Cortés, un hombre delgado y de aspecto juvenil que hace tres décadas redujo su vida a una mesa en medio del laboratorio. Desde ese sitio trata de replicar las variables que condicionan la conservación de una especie, desde las corrientes marinas a los ciclos lunares o la variabilidad genética.

El cruce de individuos de distintas colonias permite en última instancia la supervivencia de la especie. Los guardianes del adn en el acuario, los 21 reproductores de gutulatus, han ido muriendo tras cumplir su ciclo de vida. A la espera del análisis genético de sus descendientes, el equipo de Cortés ha realizado ya varias salidas a la laguna para reclutar juveniles y generar nuevos cruzamientos, de momento sin éxito.

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El porcentaje de supervivencia en un hábitat sano estaría entre 8% y 10% de las 150 a 200 crías que libera un macho de gutulatus en cada puesta (son los machos de la especie los que incuban los huevos que les deposita la hembra), pero la laguna no es hoy un hábitat sano. “Ecosistema alterado”, “inestable”, “debilitado y vulnerable” son algunas de las expresiones empleadas por el Instituto Español de Oceanografía (ieo) para referirse al estado actual del Mar Menor.

La causa de la crisis podría empezar con una cifra: 70 kilómetros. Es la distancia que separa a la laguna de la región más árida de Europa y donde, a pesar de todo, la tierra no descansa. Más de 70 000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío bordean la albufera por el oeste y vierten sobre ella cantidades ingentes de compuestos nitrogenados. Una media de 9.8 toneladas de nitratos al día durante 2022, según cifras del Gobierno del Estado. El vertido de estos químicos a través de ramblas y acuíferos es la razón que ofrece la comunidad científica en general para explicar la causa más importante de la degradación de la laguna.

La cuenca occidental convive además con 800 000 cabezas de ganado porcino hacinadas en 400 granjas, drenajes deficitarios de aguas residuales y depósitos mineros expuestos como heridas abiertas al viento y la lluvia. Los niveles de metales pesados en la desembocadura de las ramblas superan el registro de los ríos Tinto y Odiel, en Cádiz, paradigmas de la contaminación minera. Bivalvos, cangrejos y otros invertebrados se arrastran por la cubeta sur del Mar Menor con niveles de zinc, arsénico o plomo muy por encima de los valores de referencia establecidos por la Unión Europea (ue).

“El plomo afecta al desarrollo cognitivo; en las gaviotas, en concreto, las más pequeñas estaban muy expuestas y no reconocían a sus hermanos. Salían corriendo al ver a los pollos a su lado. La madre busca a la cría para alimentarla, pero si huye y abandona el nido, esa gaviota muere”.

Al inicio de su investigación doctoral en 2002, el biólogo Pedro Javier Jiménez se acercó a la especie conocida como gaviota de Audouin (Ichtyaetus audouinii), entonces en peligro de extinción, con la seguridad de que encontraría cantidades esperables de mercurio, un metal asociado a los mares y océanos en general. La colonia de gaviotas que tomó como referencia se encontraba en isla Grosa, en el Mediterráneo, a 13 kilómetros de las ramblas que nacen en la Sierra Minera y desembocan en el Mar Menor.

Jiménez analizó la sangre y el plumaje de las crías, el mismo tipo de pluma que años después retrataría Javier Murcia para documentar el desplazamiento de ejemplares juveniles de caballitos de mar en la laguna. Los resultados de las analíticas arrojaban exposiciones “tremendas” al cadmio o al arsénico, pero sobre todo al plomo, con hasta 10 microgramos por decilitro de sangre. La especie es piscívora y el único foco de contaminación posible apuntaba a la laguna.

“Cuando ves que hay muchas especies que en una zona concreta están expuestas al plomo, y estoy hablando desde el búho real al mirlo, la paloma, el chotacabras o el zampullín cuellirrojo, la fauna te está diciendo que cualquier ser vivo que habite esa zona está expuesta a ese metal”.

Investigadores del ieo como Lázaro Marín Guirao, Víctor Manuel León o Juan Santos Echeandía, que previamente contrastó los niveles de metales en las desembocaduras de las ramblas del Mar Menor y de los ríos Tinto y Odiel, llevaron sus estudios a la fauna de la laguna. Caracolas, berberechos, cangrejos o incluso peces destinados al consumo humano como la dorada, sobre todo en la cubeta sur, presentaron distintos niveles de contaminación por metales pesados.

La laguna ha cambiado definitivamente, pero la experiencia con el caballito de mar ha llevado a Cortés a desarrollar la paciencia de un animal en acecho. Una y otra vez repite un mismo mensaje al escuchar la palabra “repoblación”: “Lo primero es solucionar el problema en el medio natural y esperar a que la naturaleza haga su trabajo. Luego se necesita tiempo para saber si los ejemplares que quedan en el Mar Menor tienen la variabilidad genética suficiente y capacidad para recuperarse por sí mismos”.

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Más de 300 000 turistas abandonan La Manga cada mes de septiembre y dejan atrás el eco de una escuela al cerrar sus puertas. Es difícil definir un lugar que no encaja en las palabras “pueblo”, “comunidad” ni mucho menos “ciudad”. Hay una sola carretera principal de más de 20 kilómetros de largo y dos líneas dentadas de edificios a lo largo de ella. Cada uno de esos edificios forma colmenas de apartamentos con decenas de persianas echadas y la imagen del caballito visible en numerosos comercios y espacios públicos, la mayoría cerrados desde octubre: inmobiliarias, banderas, grafitis, escaparates, esculturas mordidas por el salitre… El caballito parece estar en todas partes, menos en el único lugar donde debería estar.

“Nadie lo vio venir, o nadie lo quiso ver”, dice Isabel Rubio al recordar las caracolas que aparecieron muertas días antes de la primera mortandad. Era una de las tantas señales que anticiparon una crisis que tuvo su reflejo más dramático bajo el agua. El caballito de mar quedó contra las cuerdas, pero no fue la única especie afectada. La densidad de población de peces autóctonos como el gobio de arena se redujo hasta en 95% respecto a los muestreos realizados 19 años atrás por los biólogos José Oliva Paterna y Mar Torralva, del departamento de Zoología y Antropología Física de la umu.

Sus libretas, sin embargo, registraron datos inusuales semanas antes de que se produjeran los dos episodios de anoxia. La población de gobios creció de forma desproporcionada en los muestreos, unos datos que no reflejaban en realidad una recuperación de la especie, sino una concentración masiva de peces que buscaban refugio en zonas con suficiente oxígeno, mucho tiempo antes de que la laguna colapsara.

“La gente no buceaba en el Mar Menor a cinco o seis metros de profundidad y no se daba cuenta de que toda la población de nacras había muerto”, dice Cortés al recordar el efecto de la “sopa verde” sobre el segundo bivalvo más grande del mundo, Pinna nobilis. El caso de este molusco fue especialmente devastador. El mismo año en que un parásito acabó con el 99.9 % de la especie en el Mediterráneo, solo unas 800 nacras sobrevivieron en la laguna a los efectos de la contaminación antrópica (causada por el ser humano), el 0.04% de una población estimada de 1.8 millones de ejemplares.

Durante 20 años, Javier Murcia retrató caballitos de mar hasta completar una biografía de la especie en la laguna. La obra incluía fotos de caballitos de mar inmersos en la capa anóxica, nadando en aguas saturadas de clorofila y realizando el cortejo sobre el neumático de un coche o una bombilla led. En esas dos décadas y casi sin darse cuenta, el fotógrafo cartagenero había construido dos retratos: el de un ecosistema y el de una sociedad.

“Escucha, he visto a una pareja de caballitos, luego te llamo”. Es 12 de febrero de 2024 y Murcia acaba de reiniciar ese retrato detenido dos años atrás. “¡Cabronazos!, ¿dónde os habíais metido?”, pensó aquella mañana, a primera hora, mientras fotografiaba a un macho y a una hembra de gutulatus en la playa de Los Urrutias, en la cubeta sur. Ambos caballitos estaban ocultos en un manto de algas invasoras que cubrían la pradera marina como un sembradío de algodón. Les puso nombre: Rayo y Esperanza. Al día siguiente localizó una pareja más, que no tardaría en desaparecer, y un quinto caballito, un macho, Solitario.

La noticia del encuentro se emitió en horario de máxima audiencia en los informativos de la televisión regional. “Una esperanza para el Mar Menor”, exclamó el presentador en un momento de la entrevista con Murcia, que fue escrupulosamente maquillado antes de pasar al plató, una lujosa sala con suelo vinílico donde varias de sus fotografías se proyectaban sobre tres pantallas al fondo del decorado. Al día siguiente, Murcia visitó dos emisoras de radio más y se dirigió de nuevo a Los Urrutias, donde pasaría los siguientes cinco meses entregado a la nueva colonia de gutulatus.

Algunas mañanas, el único hombre que habita en invierno en la primera línea de casas frente al balneario, a unos 50 metros de los caballitos, se sienta a pie de calle y se rodea de una veintena de palomas para alimentarlas con migas de pan. Una colonia de flamencos revuelve el fango en la orilla alzando las patas como vendimiadores que pisan uva. En la línea de horizonte, una de las cinco islas de origen volcánico que emergen de la laguna enmarca un escenario del que cuesta creer que esté siempre al borde del colapso.

La laguna, y en especial la cubeta sur, volvió a teñirse de verde en 2022, amenazando de nuevo con la asfixia. El gobierno regional contrató a pescadores locales para que cargaran sus barcos con algas en lugar de peces. Pagó también casi siete millones de euros, en 2023, por la formación de cuadrillas de limpieza ataviadas con rastrillos y botas de agua. En los dos últimos años han retirado 34 000 toneladas de biomasa, casi cinco veces más que en los cuatro anteriores.

El Banco de España puso precio a la crisis en esta zona de la laguna: 4 000 millones de euros de pérdida en valor inmobiliario. A medida que aparecían cadáveres de peces en las playas, la Guardia Civil intensificó las redadas sobre decenas de agricultores con desalobradoras ocultas en zulos. Desde allí trataban el agua salada y vertían la salmuera (sal sobrante), cargada de nitratos, al Mar Menor. Ahora, 38 empresarios y políticos han sido imputados por presuntos delitos contra el medio ambiente, una excepción a décadas de impunidad en que se llegaron a mantener activas hasta 9 000 hectáreas de regadío ilegal.

Cinco años después del primero colapso de la laguna, la presión de la ue fue determinante para crear un marco de actuaciones con un Gobierno central que ha comprometido ya 675 millones de euros para tratar de recuperar un ecosistema en estado crítico. “Hoy por hoy es el espacio más monitorizado del mundo”, celebraba a mediados de noviembre de 2023 el portavoz del gobierno en la región, Marcos Ortuño, durante un año de tregua que ha permitido hablar a las administraciones de “leve recuperación”.

Las cuadrillas encargadas de retirar algas son durante días las únicas personas visibles a orillas del balneario. Murcia lo cruza casi siempre solo en la mañana, metido en un traje de neopreno, con un par de aletas en una mano y la cámara de fotos en la otra. Durante semanas ha podido observar el comportamiento de la colonia de caballitos de mar, su capacidad para mimetizarse, su resistencia frente a los temporales, el cortejo entre Rayo y Esperanza y el abandono de la colonia de Solitario, el macho que perdió definitivamente la batalla de la reproducción.

“Cuando llegue el verano esto se va a llenar de turistas”, dice Murcia con gesto contrariado a la salida de una de las inmersiones, días antes de Semana Santa. Habían aparecido varios tenedores, cuchillos y platos de plástico con restos de comida sumergidos bajo el balneario, en el punto exacto donde habitan los caballitos de mar. Con el agua aún demasiado fría, no parecía posible que alguien se hubiera bañado y puesto en peligro a la colonia. La basura, sin embargo, presagiaba lo inevitable, cuando los más de 300 000 turistas regresaran de golpe a la laguna. “Será difícil que los caballitos puedan vivir aquí”.

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Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.

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Gutulatus: radiografía de una foto

Gutulatus: radiografía de una foto

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25
2025
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Una fotografía contiene la memoria de un paraíso natural, la huella de un proceso evolutivo sorprendente, la demostración de un desastre medioambiental y un movimiento social que lucha por revertirlo.

“Mira lo que he recibido hoy”, dice el fotógrafo Javier Murcia al detenernos en un semáforo en rojo sobre la única carretera que cruza La Manga del Mar Menor, una estrecha franja de tierra de 22 kilómetros rodeada de agua en el extremo suroriental de España. Corre el mes de noviembre de 2023 bajo un cielo plomizo. Murcia aprovecha esos minutos para revisar su teléfono y buscar entre los mensajes una imagen que ha recibido desde el centro de Nueva York. Sobre dos fachadas de un mismo edificio, en la avenida Broadway, puede verse una pantalla comercial con una de sus fotografías, el retrato de un caballito de mar que se desplaza por la corriente de agua sobre una pluma de gaviota.

Murcia tomó la imagen muy cerca de aquí, a unos 400 metros del semáforo en rojo y dos días después de la muerte masiva de peces que, en octubre de 2019, desató una crisis medioambiental sin precedentes en el sur de Europa. Solo este fotógrafo submarino de 50 años y un puñado de científicos, contados con los dedos de una mano, fueron testigos del infierno que se vivió entonces bajo las aguas del Mar Menor, la laguna salada más extensa del continente y punta de lanza del turismo en la península ibérica durante la segunda mitad del siglo pasado.

Las fotografías de Murcia muestran los cadáveres de los caballitos de mar tendidos sobre los arenales como fósiles en un desierto. Habían muerto en parejas, mirándose cara a cara o con los cuerpos invertidos a una distancia de un centímetro entre los dos. Aquel fue el segundo colapso de la laguna en tres años (2016 y 2019); hubo un tercero, en 2021, con más de cuatro toneladas de peces boqueantes en la orilla y varias especies asomándose a la extinción, entre ellas el caballito de mar.

“Recuerdo haber visto nueve o 10 gobios negros alrededor de los cadáveres. Los gobios son peces muy territoriales y normalmente no se juntan, pero faltaba oxígeno y alimento, eso les unió. Mordían los esqueletos de los caballitos y se alejaban rápido. No había nada que comer ahí”, recuerda Murcia mientras reanudamos la circulación por una carretera prácticamente vacía y con el Mar Menor visible por la ventanilla del coche. Es la enésima vez en año y medio que recorremos juntos este lugar en busca de caballitos. Mientras lo hacemos, pienso en la fotografía del Times Square, en ese ejemplar del color de un lingote de oro y la apariencia de un ser ingrávido y sin peso, como el tacto de una anciana. Lo que estaban viendo esos peatones, a más de 6 000 kilómetros de distancia, era en realidad el retrato de un superviviente.

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La fotografía fue expuesta semanas después en el centro de Seúl, Corea del Sur. Cuando lo supo, Javier Murcia pensó que al día siguiente compartiría la imagen en redes sociales, apagó el móvil y continuó anotando en una libreta los valores de las máquinas de la desaladora en la que trabaja, en San Pedro del Pinatar, al norte de la laguna. Pero no hubo tiempo al día siguiente. Casi nunca lo hay. Durmió unas horas y comenzó la mañana frente al maletero de su viejo coche, un Ibiza negro con la pintura quemada por el sol y el adhesivo de un caballito de mar junto a la matrícula trasera.

Lo que viene después es casi un ritual. Cargó en el coche una cámara de fotos, un equipo de buceo y un galón de agua; llevó a sus dos hijos a la escuela; escogió de la guantera un disco compacto de Metallica, y condujo los poco más de 25 kilómetros que separan su ciudad natal, Cartagena, de la cubeta sur del Mar Menor. “Si pasa un día sin bucear, se le cierran los bronquios”, bromeaba su amigo José Antonio Oliver, ambientólogo, durante los preparativos para una sesión de buceo en el mes de abril de 2023.

Esa mañana, Murcia contabilizó 11 meses y más de 100 inmersiones sin ver un caballito de mar en la laguna. Hasta los años ochenta, la especie había mantenido en el Mar Menor la mayor densidad de población de Europa, por encima incluso de viejos santuarios en el continente, como Ría Formosa, en Portugal, que a principios de este siglo aún contaba con una población estimada de un millón de ejemplares. El declive del caballito en la laguna fue, sin embargo, desolador.

Su población se habría reducido un 99.9% en 11 años, según cifras publicadas en diciembre de 2022 por la Asociación Hippocampus, que lleva a cabo un programa con apoyo de voluntarios para el rastreo de caballitos en la zona. La estimación en 2011 fue de 196 000 ejemplares, una cifra que bajó a 1 250 en 2020 y a 800 en 2022, con un caballito localizado fuera de censo. En el último muestreo de la asociación (15 salidas entre los meses de junio y septiembre de 2023) no se registró ningún ejemplar.

Murcia recordaba la fecha de su última fotografía: 22 de mayo de 2022, dos meses después de un penúltimo encuentro con el esqueleto de un caballito adulto varado en una roca y una pila cubierta de óxido junto a él. El avistamiento de mayo fue de un ejemplar con pocos días de vida. Viajaba a la deriva y se desplazaba en la corriente de agua sujeto a una hoja, el mismo gesto que Murcia fotografió dos días después de la mortandad de 2019, cuando localizó al caballito de mar sobre la pluma de gaviota.

“Es algo muy difícil de observar en mar abierto y poco estudiado en el Mar Menor. He llegado a ver juveniles [caballitos que no superan los seis meses de vida] desplazándose en plumas de ave, hojas, plásticos o colillas de cigarro, incluso, cualquier cosa que les sirva para navegar y colonizar espacios, como si fueran velas”, explica Murcia en referencia a un comportamiento con no menos de 13 millones de años, el tiempo calculado por el geólogo Jure Žalohar para ubicar en la historia los fósiles que su equipo localizó en la actual región del Tunjice, en Eslovenia.

La mayoría de los fósiles correspondían a juveniles que habitaron el extinto mar Paratetis, de los Alpes al mar de Aral. Según Miquel Planas, biólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El caballito de mar, estos juveniles pudieron realizar migraciones de hasta 250 kilómetros al mes sujetos a macroalgas, exactamente igual a como lo hacen ahora sus descendientes sobre una hoja o una pluma de gaviota.

hipocampos en Mar Menor, Cartagena

Los orígenes del hipocampo estarían en el océano Indo-Pacífico, donde la especie inició una larga travesía por la mayor parte de las masas de agua saladas del planeta, incluido el Mar Menor. Muy pocas especies lograron adaptarse a la elevada salinidad de la laguna y a una temperatura de agua que oscila entre los 30 °C del mes de agosto y los 8 °C de los días más fríos de invierno, equiparables a los del mar del Norte, en Irlanda. Hippocampus guttulatus fue una de esas especies. Es la más numerosa en Europa y ya había mostrado su capacidad de adaptación a ecosistemas tan diversos como el mar Negro o el mar Cantábrico. En todos los casos fue cediendo espacio a la presión humana y al deterioro de su hábitat. 

Una de las razones que encontró Murcia para explicar la ausencia de caballitos durante dos inviernos consecutivos en la laguna fue que suelen desplazarse a zonas profundas para evitar los temporales. Un factor, sin embargo, cuestionaba esta conjetura. El Mar Menor había perdido el 85% de las praderas marinas tras el proceso de eutrofización de 2016, conocido como “sopa verde”. La contaminación por nitratos y la proliferación de algas impidieron la entrada de luz y cualquier posibilidad de oxigenación por debajo de los tres metros de profundidad. Los caballitos de mar se vieron obligados a permanecer en aguas costeras los 365 días del año. Lo mismo ocurrió con otros peces e invertebrados que encontraron en el litoral el único refugio para sobrevivir durante los momentos más críticos.

“Una amiga antropóloga me decía que el caballito de mar es como el canario en las minas. Cuando el pájaro moría por falta de oxígeno, alertaba a los mineros para que salieran de allí. Con el caballito sucede algo parecido. Su ausencia nos dice algo. Lo que pasa ahí dentro, bajo las aguas de la laguna, ha sido la historia de un drama”, explica Isabel Rubio, una de las cabezas visibles del movimiento social que surgió tras la crisis de 2016.

A excepción de los científicos que anticiparon el desastre, pocas personas entendían lo que estaba ocurriendo en la laguna cuando esta se llenó de algas y cambió su coloración a un verde lima. Un ecologista, un abogado, dos ingenieros y dos profesoras jubiladas, una de ellas Rubio, se habían reunido meses antes para comprenderlo. De ese encuentro nacería el colectivo ciudadano Pacto por el Mar Menor, a la postre determinante para abrir las primeras grietas en el entramado político y empresarial de la región.

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Desde ese momento Isabel empezó a recordar por medio de contrastes. De los retratos en blanco y negro frente a una laguna diáfana a las cadenas humanas alrededor de ella; de los castillos de arena junto a sus hijos a los gestos de agotamiento frente al Parlamento Europeo o las pancartas con el lema “Salvemos el Mar Menor” encabezando marchas de hasta 70 000 personas. “Es como si todas las fotografías de un álbum familiar hubieran desaparecido de repente”, dice esta mujer de 73 años, pelo corto y cano, la mirada detrás de unos lentes de montura azul y un discreto colgante de plata con la figura de un caballito de mar sobre el pecho.

Al llegar por primera vez al Mar Menor en los años cincuenta, Isabel y sus padres encontraron una laguna de aspecto prístino donde varias generaciones esculpieron los veranos de su infancia. Entre esos recuerdos cabía una madre que jugaba una partida de parchís, familias en corro dentro del agua, manzanas con sabor a sal o un caballito con la cola enrollada en su dedo meñique. “Los había a cientos”, recuerda Isabel.

El paraíso se desvaneció en poco tiempo. Los edificios se multiplicaron en un desarrollo urbanístico irracional que incluyó 10 puertos deportivos, desagües improvisados y la apertura y dragado de uno de los dos canales naturales que conectan el Mar Menor con el Mediterráneo. La administración cedió a la presión turística para permitir la entrada de embarcaciones de gran calado. Fue el primer atentado contra un ecosistema que vio reducida su salinidad en hasta 10 gramos por litro, lo que abrió el camino a decenas de especies del Mediterráneo y alteró el equilibrio de un hábitat formado durante dos millones de años.

En pleno auge turístico, en los años ochenta, era frecuente ver caballitos de mar colgados de los espejos retrovisores, paredes de freidurías forradas de ejemplares disecados y niños abrillantándolos con esmalte de uñas en los balcones de los apartamentos de verano. Hay muchas maneras de explicar la sobreexplotación, y una de ellas la conserva Rubio en el recorte de un periódico local (La Verdad) fechado en 1984:

“Los caballitos de mar, casi a 5 000 pesetas”, dice el titular de una noticia que habla de un sector pesquero que extrajo de manera oficial más de 1 000 kilos de caballitos solo en 1983. Los hipocampos del Mar Menor eran vendidos en Salou, Cataluña, y distribuidos entre Holanda y Japón como elementos decorativos: “Llaveros, colgantes, empuñaduras de palancas de cambio de automóviles…”.

“Llenábamos sacos con 15 o 20 kilos de caballitos que poníamos al sol en los patios. Los caballitos secos no pesan apenas, imagina la cantidad que cabía ahí. Cuando no había pesca de boquerón, juntábamos los barcos y echábamos las redes para sacarlos”, recuerda Inocencio Hernández, el Rubio, uno de los pescadores que vivieron la primera gran regresión de la especie y la transformación de una laguna que fue dejando vacías esas mismas redes.

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A las ocho de la mañana en punto, una de las lámparas halógenas que cuelgan del sótano del Acuario de la Universidad de Murcia (umu), a 46 kilómetros del Mar Menor, se enciende de forma automática con una luz casi imperceptible. El brillo de la lámpara aumenta de forma gradual y simula un amanecer que se repite a la misma hora los 365 días del año.

Al sentir la luz, los caballitos de mar salen de la pradera donde permanecen ocultos en el fondo del tanque, de un metro y medio de altura, y ascienden por él como figuras en un teatro de sombras. Un macho y una hembra entrelazan sus colas y se reconocen en el “cortejo”, una especie de baile que realizan al alba en la época de reproducción, durante los meses de primavera. Hoy el calendario marca 22 de enero, es pleno invierno, y el macho está a solo unas horas de liberar a sus crías.

“La repoblación debe ser siempre la última alternativa posible”, discurre el director del acuario, Emilio Cortés, en la penumbra de un laboratorio donde él y su equipo controlan a diario los niveles de temperatura, salinidad, oxígeno y todo lo que sea medible en un lugar pensado para conservar y reproducir centenares de especies en cautividad, entre ellas corales amenazados por el cambio climático, tiburones y ahora fauna del Mar Menor.

El gobierno regional financió en 2019 la creación en la umu de un “banco de especies” para protegerlas frente a la crisis. La sombra de la extinción planeó en octubre de ese mismo año, cuando un temporal arrastró riadas de agroquímicos a la laguna (entre 500 y 1 000 toneladas de nitratos) y aceleró la creación de una capa de agua sin oxígeno que orilló a miles de peces hacia la costa, donde murieron de asfixia.

“El agua anóxica, cargada de sulfhídrico y de tóxicos, afloró por la zona norte y mató todo lo que había allí, y lo mató en directo, delante de todo el mundo. Un compañero me llamó a las nueve o 10 de la mañana y me decía: ‘Está pasando algo raro en la orilla, las doradas están saliendo del agua’. Por la tarde era ya dantesco. Tenías una capa de cuatro dedos de peces muertos en una extensión de kilómetros cuadrados, fue brutal”, recuerda Cortés.

Mucho antes del colapso, el zoólogo marino de 55 años vio con claridad el precipicio al que se asomaba la laguna. En 2008 había reproducido por primera vez en cautividad a la especie H. guttulatus, una medida con la que trató de anticiparse al peor escenario posible tras el declive del caballito por sobrepesca. No fue necesaria finalmente la repoblación. Las más de 30 especies de hipocampos documentadas en mares y océanos del planeta pasaron en 2005 a engrosar la lista internacional de especies protegidas, lo que detuvo la pesca extractiva y permitió que se recuperaran de forma parcial.

En junio de 2021, sin embargo, dos meses antes de la segunda mortandad, el equipo de Cortés regresó al Mar Menor para extraer 21 caballitos, un grupo de supervivientes con los que el zoólogo retomó el proyecto de conservación de esta especie tras la anoxia de 2019. Eran juveniles de apenas dos centímetros que crecieron en el acuario y acabaron convirtiéndose en reproductores. Su herencia son más de 3 000 ejemplares cuya imagen proyecta una gran paradoja: el germen de una esperanza por un lado y el reflejo de un drama por otro.

“La capacidad de adaptación de gutulatus es enorme, pero es difícil soportar la presión a la que ha sido sometido el Mar Menor en estos años. Si lo vemos en un contexto más amplio no es más que la punta del iceberg”, dice Cortés, un hombre delgado y de aspecto juvenil que hace tres décadas redujo su vida a una mesa en medio del laboratorio. Desde ese sitio trata de replicar las variables que condicionan la conservación de una especie, desde las corrientes marinas a los ciclos lunares o la variabilidad genética.

El cruce de individuos de distintas colonias permite en última instancia la supervivencia de la especie. Los guardianes del adn en el acuario, los 21 reproductores de gutulatus, han ido muriendo tras cumplir su ciclo de vida. A la espera del análisis genético de sus descendientes, el equipo de Cortés ha realizado ya varias salidas a la laguna para reclutar juveniles y generar nuevos cruzamientos, de momento sin éxito.

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El porcentaje de supervivencia en un hábitat sano estaría entre 8% y 10% de las 150 a 200 crías que libera un macho de gutulatus en cada puesta (son los machos de la especie los que incuban los huevos que les deposita la hembra), pero la laguna no es hoy un hábitat sano. “Ecosistema alterado”, “inestable”, “debilitado y vulnerable” son algunas de las expresiones empleadas por el Instituto Español de Oceanografía (ieo) para referirse al estado actual del Mar Menor.

La causa de la crisis podría empezar con una cifra: 70 kilómetros. Es la distancia que separa a la laguna de la región más árida de Europa y donde, a pesar de todo, la tierra no descansa. Más de 70 000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío bordean la albufera por el oeste y vierten sobre ella cantidades ingentes de compuestos nitrogenados. Una media de 9.8 toneladas de nitratos al día durante 2022, según cifras del Gobierno del Estado. El vertido de estos químicos a través de ramblas y acuíferos es la razón que ofrece la comunidad científica en general para explicar la causa más importante de la degradación de la laguna.

La cuenca occidental convive además con 800 000 cabezas de ganado porcino hacinadas en 400 granjas, drenajes deficitarios de aguas residuales y depósitos mineros expuestos como heridas abiertas al viento y la lluvia. Los niveles de metales pesados en la desembocadura de las ramblas superan el registro de los ríos Tinto y Odiel, en Cádiz, paradigmas de la contaminación minera. Bivalvos, cangrejos y otros invertebrados se arrastran por la cubeta sur del Mar Menor con niveles de zinc, arsénico o plomo muy por encima de los valores de referencia establecidos por la Unión Europea (ue).

“El plomo afecta al desarrollo cognitivo; en las gaviotas, en concreto, las más pequeñas estaban muy expuestas y no reconocían a sus hermanos. Salían corriendo al ver a los pollos a su lado. La madre busca a la cría para alimentarla, pero si huye y abandona el nido, esa gaviota muere”.

Al inicio de su investigación doctoral en 2002, el biólogo Pedro Javier Jiménez se acercó a la especie conocida como gaviota de Audouin (Ichtyaetus audouinii), entonces en peligro de extinción, con la seguridad de que encontraría cantidades esperables de mercurio, un metal asociado a los mares y océanos en general. La colonia de gaviotas que tomó como referencia se encontraba en isla Grosa, en el Mediterráneo, a 13 kilómetros de las ramblas que nacen en la Sierra Minera y desembocan en el Mar Menor.

Jiménez analizó la sangre y el plumaje de las crías, el mismo tipo de pluma que años después retrataría Javier Murcia para documentar el desplazamiento de ejemplares juveniles de caballitos de mar en la laguna. Los resultados de las analíticas arrojaban exposiciones “tremendas” al cadmio o al arsénico, pero sobre todo al plomo, con hasta 10 microgramos por decilitro de sangre. La especie es piscívora y el único foco de contaminación posible apuntaba a la laguna.

“Cuando ves que hay muchas especies que en una zona concreta están expuestas al plomo, y estoy hablando desde el búho real al mirlo, la paloma, el chotacabras o el zampullín cuellirrojo, la fauna te está diciendo que cualquier ser vivo que habite esa zona está expuesta a ese metal”.

Investigadores del ieo como Lázaro Marín Guirao, Víctor Manuel León o Juan Santos Echeandía, que previamente contrastó los niveles de metales en las desembocaduras de las ramblas del Mar Menor y de los ríos Tinto y Odiel, llevaron sus estudios a la fauna de la laguna. Caracolas, berberechos, cangrejos o incluso peces destinados al consumo humano como la dorada, sobre todo en la cubeta sur, presentaron distintos niveles de contaminación por metales pesados.

La laguna ha cambiado definitivamente, pero la experiencia con el caballito de mar ha llevado a Cortés a desarrollar la paciencia de un animal en acecho. Una y otra vez repite un mismo mensaje al escuchar la palabra “repoblación”: “Lo primero es solucionar el problema en el medio natural y esperar a que la naturaleza haga su trabajo. Luego se necesita tiempo para saber si los ejemplares que quedan en el Mar Menor tienen la variabilidad genética suficiente y capacidad para recuperarse por sí mismos”.

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Más de 300 000 turistas abandonan La Manga cada mes de septiembre y dejan atrás el eco de una escuela al cerrar sus puertas. Es difícil definir un lugar que no encaja en las palabras “pueblo”, “comunidad” ni mucho menos “ciudad”. Hay una sola carretera principal de más de 20 kilómetros de largo y dos líneas dentadas de edificios a lo largo de ella. Cada uno de esos edificios forma colmenas de apartamentos con decenas de persianas echadas y la imagen del caballito visible en numerosos comercios y espacios públicos, la mayoría cerrados desde octubre: inmobiliarias, banderas, grafitis, escaparates, esculturas mordidas por el salitre… El caballito parece estar en todas partes, menos en el único lugar donde debería estar.

“Nadie lo vio venir, o nadie lo quiso ver”, dice Isabel Rubio al recordar las caracolas que aparecieron muertas días antes de la primera mortandad. Era una de las tantas señales que anticiparon una crisis que tuvo su reflejo más dramático bajo el agua. El caballito de mar quedó contra las cuerdas, pero no fue la única especie afectada. La densidad de población de peces autóctonos como el gobio de arena se redujo hasta en 95% respecto a los muestreos realizados 19 años atrás por los biólogos José Oliva Paterna y Mar Torralva, del departamento de Zoología y Antropología Física de la umu.

Sus libretas, sin embargo, registraron datos inusuales semanas antes de que se produjeran los dos episodios de anoxia. La población de gobios creció de forma desproporcionada en los muestreos, unos datos que no reflejaban en realidad una recuperación de la especie, sino una concentración masiva de peces que buscaban refugio en zonas con suficiente oxígeno, mucho tiempo antes de que la laguna colapsara.

“La gente no buceaba en el Mar Menor a cinco o seis metros de profundidad y no se daba cuenta de que toda la población de nacras había muerto”, dice Cortés al recordar el efecto de la “sopa verde” sobre el segundo bivalvo más grande del mundo, Pinna nobilis. El caso de este molusco fue especialmente devastador. El mismo año en que un parásito acabó con el 99.9 % de la especie en el Mediterráneo, solo unas 800 nacras sobrevivieron en la laguna a los efectos de la contaminación antrópica (causada por el ser humano), el 0.04% de una población estimada de 1.8 millones de ejemplares.

Durante 20 años, Javier Murcia retrató caballitos de mar hasta completar una biografía de la especie en la laguna. La obra incluía fotos de caballitos de mar inmersos en la capa anóxica, nadando en aguas saturadas de clorofila y realizando el cortejo sobre el neumático de un coche o una bombilla led. En esas dos décadas y casi sin darse cuenta, el fotógrafo cartagenero había construido dos retratos: el de un ecosistema y el de una sociedad.

“Escucha, he visto a una pareja de caballitos, luego te llamo”. Es 12 de febrero de 2024 y Murcia acaba de reiniciar ese retrato detenido dos años atrás. “¡Cabronazos!, ¿dónde os habíais metido?”, pensó aquella mañana, a primera hora, mientras fotografiaba a un macho y a una hembra de gutulatus en la playa de Los Urrutias, en la cubeta sur. Ambos caballitos estaban ocultos en un manto de algas invasoras que cubrían la pradera marina como un sembradío de algodón. Les puso nombre: Rayo y Esperanza. Al día siguiente localizó una pareja más, que no tardaría en desaparecer, y un quinto caballito, un macho, Solitario.

La noticia del encuentro se emitió en horario de máxima audiencia en los informativos de la televisión regional. “Una esperanza para el Mar Menor”, exclamó el presentador en un momento de la entrevista con Murcia, que fue escrupulosamente maquillado antes de pasar al plató, una lujosa sala con suelo vinílico donde varias de sus fotografías se proyectaban sobre tres pantallas al fondo del decorado. Al día siguiente, Murcia visitó dos emisoras de radio más y se dirigió de nuevo a Los Urrutias, donde pasaría los siguientes cinco meses entregado a la nueva colonia de gutulatus.

Algunas mañanas, el único hombre que habita en invierno en la primera línea de casas frente al balneario, a unos 50 metros de los caballitos, se sienta a pie de calle y se rodea de una veintena de palomas para alimentarlas con migas de pan. Una colonia de flamencos revuelve el fango en la orilla alzando las patas como vendimiadores que pisan uva. En la línea de horizonte, una de las cinco islas de origen volcánico que emergen de la laguna enmarca un escenario del que cuesta creer que esté siempre al borde del colapso.

La laguna, y en especial la cubeta sur, volvió a teñirse de verde en 2022, amenazando de nuevo con la asfixia. El gobierno regional contrató a pescadores locales para que cargaran sus barcos con algas en lugar de peces. Pagó también casi siete millones de euros, en 2023, por la formación de cuadrillas de limpieza ataviadas con rastrillos y botas de agua. En los dos últimos años han retirado 34 000 toneladas de biomasa, casi cinco veces más que en los cuatro anteriores.

El Banco de España puso precio a la crisis en esta zona de la laguna: 4 000 millones de euros de pérdida en valor inmobiliario. A medida que aparecían cadáveres de peces en las playas, la Guardia Civil intensificó las redadas sobre decenas de agricultores con desalobradoras ocultas en zulos. Desde allí trataban el agua salada y vertían la salmuera (sal sobrante), cargada de nitratos, al Mar Menor. Ahora, 38 empresarios y políticos han sido imputados por presuntos delitos contra el medio ambiente, una excepción a décadas de impunidad en que se llegaron a mantener activas hasta 9 000 hectáreas de regadío ilegal.

Cinco años después del primero colapso de la laguna, la presión de la ue fue determinante para crear un marco de actuaciones con un Gobierno central que ha comprometido ya 675 millones de euros para tratar de recuperar un ecosistema en estado crítico. “Hoy por hoy es el espacio más monitorizado del mundo”, celebraba a mediados de noviembre de 2023 el portavoz del gobierno en la región, Marcos Ortuño, durante un año de tregua que ha permitido hablar a las administraciones de “leve recuperación”.

Las cuadrillas encargadas de retirar algas son durante días las únicas personas visibles a orillas del balneario. Murcia lo cruza casi siempre solo en la mañana, metido en un traje de neopreno, con un par de aletas en una mano y la cámara de fotos en la otra. Durante semanas ha podido observar el comportamiento de la colonia de caballitos de mar, su capacidad para mimetizarse, su resistencia frente a los temporales, el cortejo entre Rayo y Esperanza y el abandono de la colonia de Solitario, el macho que perdió definitivamente la batalla de la reproducción.

“Cuando llegue el verano esto se va a llenar de turistas”, dice Murcia con gesto contrariado a la salida de una de las inmersiones, días antes de Semana Santa. Habían aparecido varios tenedores, cuchillos y platos de plástico con restos de comida sumergidos bajo el balneario, en el punto exacto donde habitan los caballitos de mar. Con el agua aún demasiado fría, no parecía posible que alguien se hubiera bañado y puesto en peligro a la colonia. La basura, sin embargo, presagiaba lo inevitable, cuando los más de 300 000 turistas regresaran de golpe a la laguna. “Será difícil que los caballitos puedan vivir aquí”.

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Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.

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Gutulatus: radiografía de una foto

Gutulatus: radiografía de una foto

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Una fotografía contiene la memoria de un paraíso natural, la huella de un proceso evolutivo sorprendente, la demostración de un desastre medioambiental y un movimiento social que lucha por revertirlo.

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Fotografía de
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Ilustración de
Traducción de

“Mira lo que he recibido hoy”, dice el fotógrafo Javier Murcia al detenernos en un semáforo en rojo sobre la única carretera que cruza La Manga del Mar Menor, una estrecha franja de tierra de 22 kilómetros rodeada de agua en el extremo suroriental de España. Corre el mes de noviembre de 2023 bajo un cielo plomizo. Murcia aprovecha esos minutos para revisar su teléfono y buscar entre los mensajes una imagen que ha recibido desde el centro de Nueva York. Sobre dos fachadas de un mismo edificio, en la avenida Broadway, puede verse una pantalla comercial con una de sus fotografías, el retrato de un caballito de mar que se desplaza por la corriente de agua sobre una pluma de gaviota.

Murcia tomó la imagen muy cerca de aquí, a unos 400 metros del semáforo en rojo y dos días después de la muerte masiva de peces que, en octubre de 2019, desató una crisis medioambiental sin precedentes en el sur de Europa. Solo este fotógrafo submarino de 50 años y un puñado de científicos, contados con los dedos de una mano, fueron testigos del infierno que se vivió entonces bajo las aguas del Mar Menor, la laguna salada más extensa del continente y punta de lanza del turismo en la península ibérica durante la segunda mitad del siglo pasado.

Las fotografías de Murcia muestran los cadáveres de los caballitos de mar tendidos sobre los arenales como fósiles en un desierto. Habían muerto en parejas, mirándose cara a cara o con los cuerpos invertidos a una distancia de un centímetro entre los dos. Aquel fue el segundo colapso de la laguna en tres años (2016 y 2019); hubo un tercero, en 2021, con más de cuatro toneladas de peces boqueantes en la orilla y varias especies asomándose a la extinción, entre ellas el caballito de mar.

“Recuerdo haber visto nueve o 10 gobios negros alrededor de los cadáveres. Los gobios son peces muy territoriales y normalmente no se juntan, pero faltaba oxígeno y alimento, eso les unió. Mordían los esqueletos de los caballitos y se alejaban rápido. No había nada que comer ahí”, recuerda Murcia mientras reanudamos la circulación por una carretera prácticamente vacía y con el Mar Menor visible por la ventanilla del coche. Es la enésima vez en año y medio que recorremos juntos este lugar en busca de caballitos. Mientras lo hacemos, pienso en la fotografía del Times Square, en ese ejemplar del color de un lingote de oro y la apariencia de un ser ingrávido y sin peso, como el tacto de una anciana. Lo que estaban viendo esos peatones, a más de 6 000 kilómetros de distancia, era en realidad el retrato de un superviviente.

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La fotografía fue expuesta semanas después en el centro de Seúl, Corea del Sur. Cuando lo supo, Javier Murcia pensó que al día siguiente compartiría la imagen en redes sociales, apagó el móvil y continuó anotando en una libreta los valores de las máquinas de la desaladora en la que trabaja, en San Pedro del Pinatar, al norte de la laguna. Pero no hubo tiempo al día siguiente. Casi nunca lo hay. Durmió unas horas y comenzó la mañana frente al maletero de su viejo coche, un Ibiza negro con la pintura quemada por el sol y el adhesivo de un caballito de mar junto a la matrícula trasera.

Lo que viene después es casi un ritual. Cargó en el coche una cámara de fotos, un equipo de buceo y un galón de agua; llevó a sus dos hijos a la escuela; escogió de la guantera un disco compacto de Metallica, y condujo los poco más de 25 kilómetros que separan su ciudad natal, Cartagena, de la cubeta sur del Mar Menor. “Si pasa un día sin bucear, se le cierran los bronquios”, bromeaba su amigo José Antonio Oliver, ambientólogo, durante los preparativos para una sesión de buceo en el mes de abril de 2023.

Esa mañana, Murcia contabilizó 11 meses y más de 100 inmersiones sin ver un caballito de mar en la laguna. Hasta los años ochenta, la especie había mantenido en el Mar Menor la mayor densidad de población de Europa, por encima incluso de viejos santuarios en el continente, como Ría Formosa, en Portugal, que a principios de este siglo aún contaba con una población estimada de un millón de ejemplares. El declive del caballito en la laguna fue, sin embargo, desolador.

Su población se habría reducido un 99.9% en 11 años, según cifras publicadas en diciembre de 2022 por la Asociación Hippocampus, que lleva a cabo un programa con apoyo de voluntarios para el rastreo de caballitos en la zona. La estimación en 2011 fue de 196 000 ejemplares, una cifra que bajó a 1 250 en 2020 y a 800 en 2022, con un caballito localizado fuera de censo. En el último muestreo de la asociación (15 salidas entre los meses de junio y septiembre de 2023) no se registró ningún ejemplar.

Murcia recordaba la fecha de su última fotografía: 22 de mayo de 2022, dos meses después de un penúltimo encuentro con el esqueleto de un caballito adulto varado en una roca y una pila cubierta de óxido junto a él. El avistamiento de mayo fue de un ejemplar con pocos días de vida. Viajaba a la deriva y se desplazaba en la corriente de agua sujeto a una hoja, el mismo gesto que Murcia fotografió dos días después de la mortandad de 2019, cuando localizó al caballito de mar sobre la pluma de gaviota.

“Es algo muy difícil de observar en mar abierto y poco estudiado en el Mar Menor. He llegado a ver juveniles [caballitos que no superan los seis meses de vida] desplazándose en plumas de ave, hojas, plásticos o colillas de cigarro, incluso, cualquier cosa que les sirva para navegar y colonizar espacios, como si fueran velas”, explica Murcia en referencia a un comportamiento con no menos de 13 millones de años, el tiempo calculado por el geólogo Jure Žalohar para ubicar en la historia los fósiles que su equipo localizó en la actual región del Tunjice, en Eslovenia.

La mayoría de los fósiles correspondían a juveniles que habitaron el extinto mar Paratetis, de los Alpes al mar de Aral. Según Miquel Planas, biólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El caballito de mar, estos juveniles pudieron realizar migraciones de hasta 250 kilómetros al mes sujetos a macroalgas, exactamente igual a como lo hacen ahora sus descendientes sobre una hoja o una pluma de gaviota.

hipocampos en Mar Menor, Cartagena

Los orígenes del hipocampo estarían en el océano Indo-Pacífico, donde la especie inició una larga travesía por la mayor parte de las masas de agua saladas del planeta, incluido el Mar Menor. Muy pocas especies lograron adaptarse a la elevada salinidad de la laguna y a una temperatura de agua que oscila entre los 30 °C del mes de agosto y los 8 °C de los días más fríos de invierno, equiparables a los del mar del Norte, en Irlanda. Hippocampus guttulatus fue una de esas especies. Es la más numerosa en Europa y ya había mostrado su capacidad de adaptación a ecosistemas tan diversos como el mar Negro o el mar Cantábrico. En todos los casos fue cediendo espacio a la presión humana y al deterioro de su hábitat. 

Una de las razones que encontró Murcia para explicar la ausencia de caballitos durante dos inviernos consecutivos en la laguna fue que suelen desplazarse a zonas profundas para evitar los temporales. Un factor, sin embargo, cuestionaba esta conjetura. El Mar Menor había perdido el 85% de las praderas marinas tras el proceso de eutrofización de 2016, conocido como “sopa verde”. La contaminación por nitratos y la proliferación de algas impidieron la entrada de luz y cualquier posibilidad de oxigenación por debajo de los tres metros de profundidad. Los caballitos de mar se vieron obligados a permanecer en aguas costeras los 365 días del año. Lo mismo ocurrió con otros peces e invertebrados que encontraron en el litoral el único refugio para sobrevivir durante los momentos más críticos.

“Una amiga antropóloga me decía que el caballito de mar es como el canario en las minas. Cuando el pájaro moría por falta de oxígeno, alertaba a los mineros para que salieran de allí. Con el caballito sucede algo parecido. Su ausencia nos dice algo. Lo que pasa ahí dentro, bajo las aguas de la laguna, ha sido la historia de un drama”, explica Isabel Rubio, una de las cabezas visibles del movimiento social que surgió tras la crisis de 2016.

A excepción de los científicos que anticiparon el desastre, pocas personas entendían lo que estaba ocurriendo en la laguna cuando esta se llenó de algas y cambió su coloración a un verde lima. Un ecologista, un abogado, dos ingenieros y dos profesoras jubiladas, una de ellas Rubio, se habían reunido meses antes para comprenderlo. De ese encuentro nacería el colectivo ciudadano Pacto por el Mar Menor, a la postre determinante para abrir las primeras grietas en el entramado político y empresarial de la región.

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Desde ese momento Isabel empezó a recordar por medio de contrastes. De los retratos en blanco y negro frente a una laguna diáfana a las cadenas humanas alrededor de ella; de los castillos de arena junto a sus hijos a los gestos de agotamiento frente al Parlamento Europeo o las pancartas con el lema “Salvemos el Mar Menor” encabezando marchas de hasta 70 000 personas. “Es como si todas las fotografías de un álbum familiar hubieran desaparecido de repente”, dice esta mujer de 73 años, pelo corto y cano, la mirada detrás de unos lentes de montura azul y un discreto colgante de plata con la figura de un caballito de mar sobre el pecho.

Al llegar por primera vez al Mar Menor en los años cincuenta, Isabel y sus padres encontraron una laguna de aspecto prístino donde varias generaciones esculpieron los veranos de su infancia. Entre esos recuerdos cabía una madre que jugaba una partida de parchís, familias en corro dentro del agua, manzanas con sabor a sal o un caballito con la cola enrollada en su dedo meñique. “Los había a cientos”, recuerda Isabel.

El paraíso se desvaneció en poco tiempo. Los edificios se multiplicaron en un desarrollo urbanístico irracional que incluyó 10 puertos deportivos, desagües improvisados y la apertura y dragado de uno de los dos canales naturales que conectan el Mar Menor con el Mediterráneo. La administración cedió a la presión turística para permitir la entrada de embarcaciones de gran calado. Fue el primer atentado contra un ecosistema que vio reducida su salinidad en hasta 10 gramos por litro, lo que abrió el camino a decenas de especies del Mediterráneo y alteró el equilibrio de un hábitat formado durante dos millones de años.

En pleno auge turístico, en los años ochenta, era frecuente ver caballitos de mar colgados de los espejos retrovisores, paredes de freidurías forradas de ejemplares disecados y niños abrillantándolos con esmalte de uñas en los balcones de los apartamentos de verano. Hay muchas maneras de explicar la sobreexplotación, y una de ellas la conserva Rubio en el recorte de un periódico local (La Verdad) fechado en 1984:

“Los caballitos de mar, casi a 5 000 pesetas”, dice el titular de una noticia que habla de un sector pesquero que extrajo de manera oficial más de 1 000 kilos de caballitos solo en 1983. Los hipocampos del Mar Menor eran vendidos en Salou, Cataluña, y distribuidos entre Holanda y Japón como elementos decorativos: “Llaveros, colgantes, empuñaduras de palancas de cambio de automóviles…”.

“Llenábamos sacos con 15 o 20 kilos de caballitos que poníamos al sol en los patios. Los caballitos secos no pesan apenas, imagina la cantidad que cabía ahí. Cuando no había pesca de boquerón, juntábamos los barcos y echábamos las redes para sacarlos”, recuerda Inocencio Hernández, el Rubio, uno de los pescadores que vivieron la primera gran regresión de la especie y la transformación de una laguna que fue dejando vacías esas mismas redes.

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A las ocho de la mañana en punto, una de las lámparas halógenas que cuelgan del sótano del Acuario de la Universidad de Murcia (umu), a 46 kilómetros del Mar Menor, se enciende de forma automática con una luz casi imperceptible. El brillo de la lámpara aumenta de forma gradual y simula un amanecer que se repite a la misma hora los 365 días del año.

Al sentir la luz, los caballitos de mar salen de la pradera donde permanecen ocultos en el fondo del tanque, de un metro y medio de altura, y ascienden por él como figuras en un teatro de sombras. Un macho y una hembra entrelazan sus colas y se reconocen en el “cortejo”, una especie de baile que realizan al alba en la época de reproducción, durante los meses de primavera. Hoy el calendario marca 22 de enero, es pleno invierno, y el macho está a solo unas horas de liberar a sus crías.

“La repoblación debe ser siempre la última alternativa posible”, discurre el director del acuario, Emilio Cortés, en la penumbra de un laboratorio donde él y su equipo controlan a diario los niveles de temperatura, salinidad, oxígeno y todo lo que sea medible en un lugar pensado para conservar y reproducir centenares de especies en cautividad, entre ellas corales amenazados por el cambio climático, tiburones y ahora fauna del Mar Menor.

El gobierno regional financió en 2019 la creación en la umu de un “banco de especies” para protegerlas frente a la crisis. La sombra de la extinción planeó en octubre de ese mismo año, cuando un temporal arrastró riadas de agroquímicos a la laguna (entre 500 y 1 000 toneladas de nitratos) y aceleró la creación de una capa de agua sin oxígeno que orilló a miles de peces hacia la costa, donde murieron de asfixia.

“El agua anóxica, cargada de sulfhídrico y de tóxicos, afloró por la zona norte y mató todo lo que había allí, y lo mató en directo, delante de todo el mundo. Un compañero me llamó a las nueve o 10 de la mañana y me decía: ‘Está pasando algo raro en la orilla, las doradas están saliendo del agua’. Por la tarde era ya dantesco. Tenías una capa de cuatro dedos de peces muertos en una extensión de kilómetros cuadrados, fue brutal”, recuerda Cortés.

Mucho antes del colapso, el zoólogo marino de 55 años vio con claridad el precipicio al que se asomaba la laguna. En 2008 había reproducido por primera vez en cautividad a la especie H. guttulatus, una medida con la que trató de anticiparse al peor escenario posible tras el declive del caballito por sobrepesca. No fue necesaria finalmente la repoblación. Las más de 30 especies de hipocampos documentadas en mares y océanos del planeta pasaron en 2005 a engrosar la lista internacional de especies protegidas, lo que detuvo la pesca extractiva y permitió que se recuperaran de forma parcial.

En junio de 2021, sin embargo, dos meses antes de la segunda mortandad, el equipo de Cortés regresó al Mar Menor para extraer 21 caballitos, un grupo de supervivientes con los que el zoólogo retomó el proyecto de conservación de esta especie tras la anoxia de 2019. Eran juveniles de apenas dos centímetros que crecieron en el acuario y acabaron convirtiéndose en reproductores. Su herencia son más de 3 000 ejemplares cuya imagen proyecta una gran paradoja: el germen de una esperanza por un lado y el reflejo de un drama por otro.

“La capacidad de adaptación de gutulatus es enorme, pero es difícil soportar la presión a la que ha sido sometido el Mar Menor en estos años. Si lo vemos en un contexto más amplio no es más que la punta del iceberg”, dice Cortés, un hombre delgado y de aspecto juvenil que hace tres décadas redujo su vida a una mesa en medio del laboratorio. Desde ese sitio trata de replicar las variables que condicionan la conservación de una especie, desde las corrientes marinas a los ciclos lunares o la variabilidad genética.

El cruce de individuos de distintas colonias permite en última instancia la supervivencia de la especie. Los guardianes del adn en el acuario, los 21 reproductores de gutulatus, han ido muriendo tras cumplir su ciclo de vida. A la espera del análisis genético de sus descendientes, el equipo de Cortés ha realizado ya varias salidas a la laguna para reclutar juveniles y generar nuevos cruzamientos, de momento sin éxito.

También podrías leer: La masacre de los pingüinos: reconstrucción de un crimen que llegó a un juicio histórico

El porcentaje de supervivencia en un hábitat sano estaría entre 8% y 10% de las 150 a 200 crías que libera un macho de gutulatus en cada puesta (son los machos de la especie los que incuban los huevos que les deposita la hembra), pero la laguna no es hoy un hábitat sano. “Ecosistema alterado”, “inestable”, “debilitado y vulnerable” son algunas de las expresiones empleadas por el Instituto Español de Oceanografía (ieo) para referirse al estado actual del Mar Menor.

La causa de la crisis podría empezar con una cifra: 70 kilómetros. Es la distancia que separa a la laguna de la región más árida de Europa y donde, a pesar de todo, la tierra no descansa. Más de 70 000 hectáreas de agricultura intensiva de regadío bordean la albufera por el oeste y vierten sobre ella cantidades ingentes de compuestos nitrogenados. Una media de 9.8 toneladas de nitratos al día durante 2022, según cifras del Gobierno del Estado. El vertido de estos químicos a través de ramblas y acuíferos es la razón que ofrece la comunidad científica en general para explicar la causa más importante de la degradación de la laguna.

La cuenca occidental convive además con 800 000 cabezas de ganado porcino hacinadas en 400 granjas, drenajes deficitarios de aguas residuales y depósitos mineros expuestos como heridas abiertas al viento y la lluvia. Los niveles de metales pesados en la desembocadura de las ramblas superan el registro de los ríos Tinto y Odiel, en Cádiz, paradigmas de la contaminación minera. Bivalvos, cangrejos y otros invertebrados se arrastran por la cubeta sur del Mar Menor con niveles de zinc, arsénico o plomo muy por encima de los valores de referencia establecidos por la Unión Europea (ue).

“El plomo afecta al desarrollo cognitivo; en las gaviotas, en concreto, las más pequeñas estaban muy expuestas y no reconocían a sus hermanos. Salían corriendo al ver a los pollos a su lado. La madre busca a la cría para alimentarla, pero si huye y abandona el nido, esa gaviota muere”.

Al inicio de su investigación doctoral en 2002, el biólogo Pedro Javier Jiménez se acercó a la especie conocida como gaviota de Audouin (Ichtyaetus audouinii), entonces en peligro de extinción, con la seguridad de que encontraría cantidades esperables de mercurio, un metal asociado a los mares y océanos en general. La colonia de gaviotas que tomó como referencia se encontraba en isla Grosa, en el Mediterráneo, a 13 kilómetros de las ramblas que nacen en la Sierra Minera y desembocan en el Mar Menor.

Jiménez analizó la sangre y el plumaje de las crías, el mismo tipo de pluma que años después retrataría Javier Murcia para documentar el desplazamiento de ejemplares juveniles de caballitos de mar en la laguna. Los resultados de las analíticas arrojaban exposiciones “tremendas” al cadmio o al arsénico, pero sobre todo al plomo, con hasta 10 microgramos por decilitro de sangre. La especie es piscívora y el único foco de contaminación posible apuntaba a la laguna.

“Cuando ves que hay muchas especies que en una zona concreta están expuestas al plomo, y estoy hablando desde el búho real al mirlo, la paloma, el chotacabras o el zampullín cuellirrojo, la fauna te está diciendo que cualquier ser vivo que habite esa zona está expuesta a ese metal”.

Investigadores del ieo como Lázaro Marín Guirao, Víctor Manuel León o Juan Santos Echeandía, que previamente contrastó los niveles de metales en las desembocaduras de las ramblas del Mar Menor y de los ríos Tinto y Odiel, llevaron sus estudios a la fauna de la laguna. Caracolas, berberechos, cangrejos o incluso peces destinados al consumo humano como la dorada, sobre todo en la cubeta sur, presentaron distintos niveles de contaminación por metales pesados.

La laguna ha cambiado definitivamente, pero la experiencia con el caballito de mar ha llevado a Cortés a desarrollar la paciencia de un animal en acecho. Una y otra vez repite un mismo mensaje al escuchar la palabra “repoblación”: “Lo primero es solucionar el problema en el medio natural y esperar a que la naturaleza haga su trabajo. Luego se necesita tiempo para saber si los ejemplares que quedan en el Mar Menor tienen la variabilidad genética suficiente y capacidad para recuperarse por sí mismos”.

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Más de 300 000 turistas abandonan La Manga cada mes de septiembre y dejan atrás el eco de una escuela al cerrar sus puertas. Es difícil definir un lugar que no encaja en las palabras “pueblo”, “comunidad” ni mucho menos “ciudad”. Hay una sola carretera principal de más de 20 kilómetros de largo y dos líneas dentadas de edificios a lo largo de ella. Cada uno de esos edificios forma colmenas de apartamentos con decenas de persianas echadas y la imagen del caballito visible en numerosos comercios y espacios públicos, la mayoría cerrados desde octubre: inmobiliarias, banderas, grafitis, escaparates, esculturas mordidas por el salitre… El caballito parece estar en todas partes, menos en el único lugar donde debería estar.

“Nadie lo vio venir, o nadie lo quiso ver”, dice Isabel Rubio al recordar las caracolas que aparecieron muertas días antes de la primera mortandad. Era una de las tantas señales que anticiparon una crisis que tuvo su reflejo más dramático bajo el agua. El caballito de mar quedó contra las cuerdas, pero no fue la única especie afectada. La densidad de población de peces autóctonos como el gobio de arena se redujo hasta en 95% respecto a los muestreos realizados 19 años atrás por los biólogos José Oliva Paterna y Mar Torralva, del departamento de Zoología y Antropología Física de la umu.

Sus libretas, sin embargo, registraron datos inusuales semanas antes de que se produjeran los dos episodios de anoxia. La población de gobios creció de forma desproporcionada en los muestreos, unos datos que no reflejaban en realidad una recuperación de la especie, sino una concentración masiva de peces que buscaban refugio en zonas con suficiente oxígeno, mucho tiempo antes de que la laguna colapsara.

“La gente no buceaba en el Mar Menor a cinco o seis metros de profundidad y no se daba cuenta de que toda la población de nacras había muerto”, dice Cortés al recordar el efecto de la “sopa verde” sobre el segundo bivalvo más grande del mundo, Pinna nobilis. El caso de este molusco fue especialmente devastador. El mismo año en que un parásito acabó con el 99.9 % de la especie en el Mediterráneo, solo unas 800 nacras sobrevivieron en la laguna a los efectos de la contaminación antrópica (causada por el ser humano), el 0.04% de una población estimada de 1.8 millones de ejemplares.

Durante 20 años, Javier Murcia retrató caballitos de mar hasta completar una biografía de la especie en la laguna. La obra incluía fotos de caballitos de mar inmersos en la capa anóxica, nadando en aguas saturadas de clorofila y realizando el cortejo sobre el neumático de un coche o una bombilla led. En esas dos décadas y casi sin darse cuenta, el fotógrafo cartagenero había construido dos retratos: el de un ecosistema y el de una sociedad.

“Escucha, he visto a una pareja de caballitos, luego te llamo”. Es 12 de febrero de 2024 y Murcia acaba de reiniciar ese retrato detenido dos años atrás. “¡Cabronazos!, ¿dónde os habíais metido?”, pensó aquella mañana, a primera hora, mientras fotografiaba a un macho y a una hembra de gutulatus en la playa de Los Urrutias, en la cubeta sur. Ambos caballitos estaban ocultos en un manto de algas invasoras que cubrían la pradera marina como un sembradío de algodón. Les puso nombre: Rayo y Esperanza. Al día siguiente localizó una pareja más, que no tardaría en desaparecer, y un quinto caballito, un macho, Solitario.

La noticia del encuentro se emitió en horario de máxima audiencia en los informativos de la televisión regional. “Una esperanza para el Mar Menor”, exclamó el presentador en un momento de la entrevista con Murcia, que fue escrupulosamente maquillado antes de pasar al plató, una lujosa sala con suelo vinílico donde varias de sus fotografías se proyectaban sobre tres pantallas al fondo del decorado. Al día siguiente, Murcia visitó dos emisoras de radio más y se dirigió de nuevo a Los Urrutias, donde pasaría los siguientes cinco meses entregado a la nueva colonia de gutulatus.

Algunas mañanas, el único hombre que habita en invierno en la primera línea de casas frente al balneario, a unos 50 metros de los caballitos, se sienta a pie de calle y se rodea de una veintena de palomas para alimentarlas con migas de pan. Una colonia de flamencos revuelve el fango en la orilla alzando las patas como vendimiadores que pisan uva. En la línea de horizonte, una de las cinco islas de origen volcánico que emergen de la laguna enmarca un escenario del que cuesta creer que esté siempre al borde del colapso.

La laguna, y en especial la cubeta sur, volvió a teñirse de verde en 2022, amenazando de nuevo con la asfixia. El gobierno regional contrató a pescadores locales para que cargaran sus barcos con algas en lugar de peces. Pagó también casi siete millones de euros, en 2023, por la formación de cuadrillas de limpieza ataviadas con rastrillos y botas de agua. En los dos últimos años han retirado 34 000 toneladas de biomasa, casi cinco veces más que en los cuatro anteriores.

El Banco de España puso precio a la crisis en esta zona de la laguna: 4 000 millones de euros de pérdida en valor inmobiliario. A medida que aparecían cadáveres de peces en las playas, la Guardia Civil intensificó las redadas sobre decenas de agricultores con desalobradoras ocultas en zulos. Desde allí trataban el agua salada y vertían la salmuera (sal sobrante), cargada de nitratos, al Mar Menor. Ahora, 38 empresarios y políticos han sido imputados por presuntos delitos contra el medio ambiente, una excepción a décadas de impunidad en que se llegaron a mantener activas hasta 9 000 hectáreas de regadío ilegal.

Cinco años después del primero colapso de la laguna, la presión de la ue fue determinante para crear un marco de actuaciones con un Gobierno central que ha comprometido ya 675 millones de euros para tratar de recuperar un ecosistema en estado crítico. “Hoy por hoy es el espacio más monitorizado del mundo”, celebraba a mediados de noviembre de 2023 el portavoz del gobierno en la región, Marcos Ortuño, durante un año de tregua que ha permitido hablar a las administraciones de “leve recuperación”.

Las cuadrillas encargadas de retirar algas son durante días las únicas personas visibles a orillas del balneario. Murcia lo cruza casi siempre solo en la mañana, metido en un traje de neopreno, con un par de aletas en una mano y la cámara de fotos en la otra. Durante semanas ha podido observar el comportamiento de la colonia de caballitos de mar, su capacidad para mimetizarse, su resistencia frente a los temporales, el cortejo entre Rayo y Esperanza y el abandono de la colonia de Solitario, el macho que perdió definitivamente la batalla de la reproducción.

“Cuando llegue el verano esto se va a llenar de turistas”, dice Murcia con gesto contrariado a la salida de una de las inmersiones, días antes de Semana Santa. Habían aparecido varios tenedores, cuchillos y platos de plástico con restos de comida sumergidos bajo el balneario, en el punto exacto donde habitan los caballitos de mar. Con el agua aún demasiado fría, no parecía posible que alguien se hubiera bañado y puesto en peligro a la colonia. La basura, sin embargo, presagiaba lo inevitable, cuando los más de 300 000 turistas regresaran de golpe a la laguna. “Será difícil que los caballitos puedan vivir aquí”.

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Este artículo forma parte de la edición 231 de Gatopardo: De lo humano a lo salvaje.

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