De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

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Tiempo de Lectura: 00 min

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Esta historia sobre la selva y las FARC se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

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Realización de
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Traducción de

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Archivo Gatopardo

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De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Esta historia sobre la selva y las FARC se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
22
.
04
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Fotografía de
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Traducción de
22
.
04
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23
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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Traducción de

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

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Ilustración de
Traducción de

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

{{ linea }}

Esta historia sobre la selva y las FARC se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
22
.
04
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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22
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04
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

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22
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Tiempo de Lectura: 00 min

El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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Esta historia sobre la selva y las FARC se publicó en la edición impresa: «Cuando la Tierra habla».

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De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

De la ciudad a la selva. Relato de una excombatiente de las FARC

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2023
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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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El siguiente testimonio fue escrito por una exguerrillera de las FARC y da cuenta de la vida cotidiana de los combatientes en la selva colombiana. Este texto surgió de un taller comunitario, coordinado por el escritor Juan Álvarez con ayuda del Instituto Caro y Cuervo y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. En el taller, los exguerrilleros contaron que 97% del tiempo en la insurgencia fue estar allí en la naturaleza, no en el combate. Lejos de romantizar la naturaleza o la guerra, este testimonio ofrecer un punto de vista sobre el medio ambiente al que muy pocas veces tenemos acceso.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La naturaleza en todos sus contextos es de una belleza inquietante. Dependiendo de los lugares y las circunstancias, esa belleza se aprecia mejor o peor. Para contar esta historia hay que empezar en la ciudad: yo nací en Bogotá, me crie en medio de ruidos, carros, edificios, centros comerciales y uno que otro parque donde podía estar en contacto con los árboles y relajarme. En medio de toda esa contaminación que caracteriza a una ciudad y los múltiples conflictos que hay en el país, quise cambiar mi forma de vida. Cuando ingresé a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (farc-ep), en 2010, me sentí orgullosa por todo lo que representaba ser guerrillera; nunca pensé que ese amor por mi pueblo y la biodiversidad de la nación me llevaría a enfrentarme a una serie de dificultades propias de una selva que nunca dejó de complejizarse a pesar de su hermosura. Yo pensaba que eso era como un paseo por el parque nacional o Monserrate. Nada más lejos de la realidad. 

En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios. 

En esa inmensidad selvática surgían nuevos nombres para referirse a las cosas que se construían en ella, como por ejemplo ir al baño, que se decía “va a chontiar” o “vamos a los chontos” —letrinas o huecos en la tierra—. Muchas veces, según la situación de orden público o el terreno, íbamos a chontiar comunalmente, viéndonos todas y todos las caras, y eso era vergonzoso. Lo curioso era lo que pasaba después de dejar los chontos, porque empezaban a salir muchos animalitos que utilizaban nuestros excrementos y orina para retroalimentar sus formas de vida; entonces veías mariposas de todos los colores y tamaños, incluso de alas transparentes. Recuerdo que les gustaba el sudor. Cuando se posaban en la ropa yo les daba besos, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que a ellas les interesaba estar en los chontos, y ahí mismo pensé que las mariposas son inspiración para los poetas y las canciones, pero también adoran esos olores fétidos que son inaguantables para nosotros. También había escarabajos que hacían bolitas con el excremento y se las llevaban para sus casas. Eso me parecía increíble, que la naturaleza no desperdiciara nada. Otro animalito que encontrábamos con frecuencia en los campamentos eran las culebras, que muchas veces caían dentro de los chontos, o las hormigas, que decidían hacer sus caminos por ahí. 

Fotografía de REUTERS. Una mujer rebelde colombiana grita órdenes a sus compañeros guerrilleros mientras desfilan en un claro en un campamento en la región central del Magdalena Medio. Fotografía tomada el 23 de junio.

Del otro lado, nuestras casas (o donde dormíamos) hacían parte de toda esa naturaleza que nos rodeaba. Las caletas eran como unas chocitas construidas con palos que se encontraban por ahí o que directamente se cortaban. Siempre tratábamos de buscar los mejorcitos, sin dejar de reutilizar algunos que estaban caídos; también buscábamos hojas de palma grandes para amortiguar nuestra cama y para camuflar la caleta, pues en caso de que nos miraran desde arriba (uno de esos aviones) nos verían como matas y no identificarían nuestros campamentos. A su vez, la tierra nos proporcionaba un buen colchón y protección (trincheras) por si a la aviación le daba por molestar. 

Al principio, esta forma de dormir fue dificultosa para mí, porque nunca pensé que me iba a tocar construir mi propia cama, así que me llevaba mucho tiempo su construcción. Para eso había que ir a buscar los palos adecuados. A veces duraba horas, y en esas búsquedas desgastantes muchas veces me perdí. Cuando eso pasaba, agarraba en mis manos los palos acumulados hasta ese punto y apuraba el paso. Por desgracia, a veces descubría que en la madera habitaban unas hormigas que mordían por todo el cuerpo, bravas porque uno les había removido su casa. Y además la orientación cuadriculada del territorio (como es en la ciudad, con calles y carreras) se deshacía en la selva, pues era todo lo contrario. Entonces, después de dar vueltas y no encontrar a nadie, soltaba los palos y me ponía a llorar, hasta que veía a esas hormiguitas cómo seguían trabajando ahí delante mío, a pesar de que yo les había enrarecido su hogar. Eso me daba fuerza para llegar al campamento con los palos, no completos, pero llegaba, toda sucia, despeinada, llena de tierra, mientras que todos y todas ya habían terminado sus caletas y estaban bañados y listos para la formación. 

Al baño lo llamábamos bañadero o caño, y era una serie de represas pequeñas que se construían para no contaminar el agua. Era toda una obra de ingeniería y servía de maravilla. Allí nos bañábamos, lavábamos ropa, equipos, toldillos, cobijas, y usábamos el agua para los alimentos. En algunas partes solo había necesidad de construir bañadero para lavar la ropa, porque había caños muy grandes y teníamos todo eso para nosotros. Me acuerdo de esas pocetas, esos ríos, que eran como piscinas naturales. Sin embargo, hay aguas, como las del Duda, que son oscuras, llenas de barro y en las que no hay rocas o piedras, y te hundes y te llenas de barro. Muchas veces son peligrosas, ya que hay cocodrilos, rayas y otros peces que no puedes ver con facilidad. Este río es muy importante para la región del Meta porque sus aguas transportan productos y gente. Otro río es el Tunia, repleto de peces caribe y pirañas; la diferencia entre uno y otro está en el color de sus ojos, unos los tienen rojos y los otros, amarillos, porque los dientes son iguales de filudos. Una camarada, Martha, me decía que tocaba tener cuidado al quitarles las escamas porque después de muertos te pegaban el mordisco, a ella ya le había pasado, y también decían que había sanguijuelas, pero nunca se me prendió una, por suerte. Otro río fue el Guayabero, cuyas aguas y caños son más claros, tiene rocas de todos los tamaños y colores, pozos para bañarte y echar un nado, pero en épocas de lluvia sí da miedo, porque se dan las bombadas —crecidas descomunales— y ellas llevan consigo piedras, palos y todo lo que puedan arrastrar en su camino en medio de un sonido terrorífico. 

Fotografía de REUTERS. Una columna de rebeldes de izquierda se abre paso a través de los pastizales antes de desaparecer en las selvas del sur de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas como fuerza prosoviética en 1964, son el ejército guerrillero más grande y antiguo de América Latina. Fotografía tomada el 16 de junio de 1997.

Muchas veces, en épocas de verano, la escasez de agua era alarmante; había que duplicar el trabajo para poder conservarla y cuidar de no contaminarla en el proceso de hacer nuestros alimentos. Dentro de la selva, esos climas de sequías e inundaciones se sienten mucho, ya que en invierno llueve sin escampar, lo que nos obligaba a ponernos ropa mojada todo el tiempo; era difícil secarla y por eso el cuerpo se nos enfermaba. Nos salían hongos en la piel, como las moneditas, nuestros pulmones eran vulnerables y a veces nos daba paludismo, entre otras enfermedades. 

Cuando recuerdo todo esto, en mi memoria vuelven a chocar las aguas de la selva contra las piedras. Me veo ahí, en medio de esa transparencia que me abismaba hasta que el oficial de servicio decía que se habían acabado los cinco minutos de baño, y luego estar lista lo más rápido posible para hacer la guardia, remolcar, estar en la racha —turno de la cocina— o ir a explorar. Lo recuerdo todo, y ya no hay nadie que me diga que los cinco minutos acabaron; ahora puedo quedarme en esa zona de mi memoria todo el tiempo que quiera, aunque ya no sea la misma agua o los mismos compromisos. Escribo esto para enverdecer mi pasado, mi presente y mi futuro. 

Fotografía de Federico Ríos/REUTERS. Un miembro de las FARC monta guardia en un campamento cerca de la zona de transición de Pueblo Nuevo, Colombia, 4 de febrero de 2017.

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