El director de <i>Whiplash</i> (2014), <i>La La Land</i> (2016) y <i>First Man</i> (2018), Damien Chazelle vuelve con una película sobre el Hollywood de los años veinte. No solo por sus anacronismos, sino por sus decisiones y posturas, Babylon se desentiende de la memoria crítica y, en cambio, se deja llevar por la nostalgia, asaltando a sus espectadores con un cine emocional e incluso populista.
Encuentro una diferencia sustancial entre la nostalgia y la memoria: la primera me parece un regreso a la ilusión de un pasado mejor; la segunda, un intento de preservar los hechos de ayer, de hace un siglo, con el fin de entender cómo es que llegamos a la crisis de ahora. El movimiento de una va hacia atrás y el de la otra hacia adelante; una consuela y la otra muchas veces nos confronta para recordarnos la barbarie y evitar su regreso. Nuestra era de consumo radical prefiere la opción nostálgica porque convierte en mercancía todo recuerdo y nos somete a la pasividad comprando un rato de niñez. También abarca tiempos perdidos de la edad adulta, cuando todo era, supuestamente, mejor, pero el propósito es siempre el escape a una ficción que nos dé paz cuando el presente nos agrede con sus decepciones.
El director hollywoodense Damien Chazelle ha construido desde hace una década un lamento inflexible y a veces cuestionable por lo que ya no existe: ya sea una educación violenta que da resultados —Whiplash (2014)—, las formas del musical clásico y el jazz —La La Land (2016)— o la época en que un hombre podía ir a la Luna para evitar que lo vieran llorar —First Man (2018)—. El cine de Chazelle suele preguntarse por qué las cosas han cambiado hasta hacerse irreconocibles y, absolutamente nostálgico, ahuyenta las ideas como a las moscas para concentrarse en la admiración de lo extinto. A pesar de mis cuestionamientos, siempre encontré en estas películas un intento de hacer, al menos, un cine diferente de la carnada del Óscar —desinteresada de las posibilidades del lenguaje fílmico— y del cine producido en masa para complacer los gustos que este ha ido formando con su homogeneidad: cada éxito de taquilla, prácticamente igual al anterior, se manifiesta como la forma ideal de las imágenes; la repetición nos ha convencido de que esto es cierto.
Babylon (2022), la más reciente película de Chazelle, me parece una vuelta en U. La nostalgia del director ha llegado a un punto donde es indistinguible de la explotación, quizá porque la acompaña un oportunismo que intenta complacer a todos los públicos: hay añoranza por los años veinte y noventa; hay sordidez inspirada en las exageraciones y falsedades de la compilación de chismes Hollywood Babylon, de Kenneth Anger; hay aspectos estéticos, políticos y humorísticos reconociblemente contemporáneos, y hay un populismo que desprecia las formas complejas en favor de una idea del cine más parecida a la de los ejecutivos de Hollywood que a la del joven director obsesionado con Duke Ellington. Babylon me parece abyecta, y uso esta palabra de larga tradición en la crítica no por mala factura —en cuestiones estrictas de técnica, dirige el mismo Chazelle de la primera y complicada escena de La La Land—, sino porque esta película representa, más que cualquier producción de superhéroes, el pensamiento de la industria contemporánea, incrustado en la filmografía de un cineasta que se proponía como un saboteador.
Hay muchos símbolos de esta mentalidad en Babylon pero el más emblemático para mí es la música: Justin Hurwitz, colaborador usual de Chazelle, produce una banda sonora que suena más a nuestra década que a los veinte de los Red Hot Peppers o Ethel Waters. Por supuesto, ninguna película necesita someterse al periodo que representa pero Babylon parece resuelta a darle a la audiencia contemporánea una impresión de cómo fue aquella época a partir de lo que es popular hoy. Desde esa complacencia, Chazelle y Hurwitz no son radicalmente burdos, como Baz Luhrmann en Elvis (2022), que intenta hacer de su protagonista un contemporáneo al mezclar su música con hip hop, y tampoco son subversivos, como Christian Petzold, que se negó en Transit (2018) a usar cualquier vestimenta, uniforme o vehículo que remitiera a los años cuarenta en los que se sitúa su trama.
Los anacronismos de Chazelle son muchos y contradictorios porque simultáneamente quiere reconstruir la ansiedad de tres protagonistas que experimentan la transición del cine silente a las películas con sonido, pero también parece empeñado en producir un éxito de taquilla actual, algo que se percibe en una idea recurrente hasta el cansancio a lo largo de la trama: los habitantes del Hollywood silente eran, al contrario de lo que muestran sus películas, malhablados, fiesteros, adictos, tal como nuestras celebridades.
En la primera fiesta de la película, donde convergen la aspirante a actriz Nellie LaRoy (Margot Robbie), el ídolo de la pantalla Jack Conrad (Brad Pitt) y un joven mexicano que sueña con entrar a la industria, Manny Torres (Diego Calva) —todos ficticios—, encontramos esta insistencia en demostrar que los personajes inocentes de Fatty Arbuckle o Charles Chaplin no se correspondían con los excesos de la época. Apenas entrando, abundan imágenes de orgía y más adelante un personaje posteriormente marginado, Lady Fay Zhu (Li Jun Li), interpreta una canción erótica de los treinta, “My Girl’s Pussy”, aunque ella se encuentra en 1926. Incluso los cuerpos reafirman la distancia entre Babylon y el tiempo que retrata: altos, delgados, de rasgos afilados; ni Pitt ni Calva ni Robbie tienen una fisonomía acorde a los estándares de belleza de aquel tiempo, sino del nuestro. Esta no es una decisión a la ligera ni simple, sino una manifestación del deseo de complacer al público actual.
El remate está en la decisión noble, pero inconsistente, de incluir personajes femeninos y racializados en el elenco, todos inmediatamente relegados de la historia y casi enteramente libres de discriminación en una de las peores épocas para no ser un hombre blanco en Estados Unidos. Es cierto que se basan en figuras reales toleradas entonces, como Dorothy Arzner y Anna May Wong, pero sus historias se alejan de forma inverosímil de sus inspiraciones. También llama la atención que en una escena en la que Nellie filma su primera película sonora un personaje use insultos antisemitas para hacer reír al público. ¿Por qué no se condena la discriminación de unos personajes y de otros sí? El Hollywood de Chazelle parece indeciso sobre si se trata del entorno contemporáneo disfrazado de otro, donde hay racismo pero nada comparado a los años veinte, o si representa aquella época nefasta para toda persona considerada distinta.
A lo que Babylon sí se asemeja contundentemente es a los estilos que tenían Martin Scorsese y Paul Thomas Anderson —que imitó a Scorsese y Robert Altman— en los años noventa. Abundan barridos que brincan de un espacio a otro y escenas que parecen salidas de alguna anécdota en la que los personajes pelean con serpientes o llevan un elefante a una fiesta. El caos, los gritos, las drogas apuntan más a Boogie Nights (1997) y The Wolf of Wall Street (2013) que a los directores de los veinte, inexistentes salvo por algunas menciones en el mundo de Babylon. ¿Por qué la película no recuerda en forma o siquiera en nombre a John Ford, a Raoul Walsh o a D. W. Griffith? Me atrevo a especular que se debe a la nostalgia. Chazelle no creció con ellos sino con sus descendientes y por eso su película sobre el cine podrá situarse en el tiempo de los pioneros pero a quienes elige recordar es a sus vástagos. El desdén a la cinefilia se acentúa en una imagen justo al final, cuando uno de los personajes mira una pantalla y, acompañada del retro jazz electrónico de Hurwitz, se proyecta la historia elemental del cine, de Muybridge a Godard, cineastas que parecen haber dejado una huella muy superficial en Chazelle.
A lo largo de la película aparece el asco como una forma de efectismo para estimular a la audiencia. En la primera escena un elefante se caga en un compañero de Manny y, casi inmediatamente, en la fiesta del principio, una mujer orina en un hombre obeso. En otra fiesta donde los asistentes hablan con pomposidad de Eugene O’Neill y August Strindberg, Nellie se venga de la intelectualidad vomitando como manguera. Con esta aparente alusión a Scary Movie 3 (2003), Chazelle demostraría que su influencia más directa son los hermanos Wayans y quizá por eso uno de los temas centrales de Babylon es la importancia del cine como asalto emocional. Conrad, el personaje de Pitt, incluso da un discurso al respecto y entonces se esclarecen las contradictorias decisiones de Babylon: peor que una obra nostálgica, Chazelle ha creado un manifiesto en favor del cine, no popular —eso se crea desde el pueblo, no en las oficinas de California—, sino populista. Con su elenco, sus desviaciones complacientes de la historia fílmica, su grotesco sentido del humor, sus emociones forzadas, el joven director ha envejecido rápido y en vez de apostar por el riesgo o la identidad que había estado construyendo, esboza algo más inquietante que la nostalgia de un ejecutivo hollywoodense: su ambición.