Felipe Hernández tenía cinco hijos y una esposa con la que compartía el temor de un porvenir incierto en el Valle de Chalco. Se fue a Estados Unidos sin estar convencido de querer hacerlo. Así empezó su lucha por volver.
Era un hombre angustiado cuando partió hacia Estados Unidos. Se fue sin siquiera estar convencido de querer hacerlo, pero se fue. En 1995 Felipe Hernández tomó un vuelo de la Ciudad de México a Hermosillo, Sonora, y luego un taxi lo llevó a Naco, en la frontera con Arizona. Tenía cinco hijos, una esposa con la que compartía el temor de un porvenir incierto en el Valle de Chalco, y un hermano que días antes se había ofrecido a pagarle el servicio del pollero con tal de que lo alcanzara en Estados Unidos.“Eran como las siete de la mañana. No había valla metálica que nos impidiera cruzar, así que alcé el alambrado y nos pasamos por ahí tranquilos. Yo no quería irme, pero agarré camino. Mi esposa y yo vivíamos en unos cuartitos de lámina y de cartón. Se hacían hoyos cuando llovía y teníamos que poner cubetas, así que dije, me voy”, recuerda Felipe, con una cruz de ceniza sobre su frente, una tarde de miércoles en la Cineteca Nacional.Aquella madrugada de 1995 Felipe sorteó culebras en el camino, las del desierto de Arizona eran muy distintas a las de la sierra de Guerrero, donde nació en un pueblo llamado Buenavista. Al llegar a Los Ángeles el pollero le compró un boleto hacia Nueva York. Su plan era quedarse durante dos años, pero cuando se dio cuenta ya habían pasado diez.Más resignado que motivado se asentó en el Bronx, como parte de una población de mexicanos que comenzó a formarse a finales de los años ochenta, una comunidad relativamente nueva a diferencia de la que arribó a Chicago y a California en los años 60, pero que transgrede del mismo modo los entornos con las costumbres que se llevan de su lugar de origen.
Con el tiempo a Felipe Hernández se le hizo costumbre correr vestido de mariachi entre los rascacielos de Manhattan rumbo al puente de Brooklyn, para festejar a la Virgen de Guadalupe cada diciembre.Fue en las calles del Bronx donde en 2013 la pareja de directores de cine Lindsey Cordero y Armando Croda escuchaba el canto recurrente de ese hombre que con sombrero de mariachi recolectaba botellas de plástico en un carrito de supermercado. Ellos, también mexicanos, habían llegado 10 años atrás, pero con visas y por motivos distintos a los de Felipe, a quien comenzaron a seguir con su cámara.“Vivíamos en Veracruz y la cosa se estaba poniendo fea. Fidel Herrera Beltrán inauguró un narcogobierno y había muy pocos fondos para proyectos culturales. En medio de la violencia, muchos artistas empezamos a desertar”, recuerda Armando Croda.“Teníamos las ganas de salir y dijimos vámonos cinco meses a probar. Esos cinco meses se convirtieron en casi diez años. Yo no había tenido la experiencia de vivir fuera de México y quería estudiar una maestría, así que entré a la Escuela Pública de Nueva York estudiar cine documental”, dice Lindsey Cordero.“Nueva York es una ciudad que pone a los ricos, la clase media y la clase baja en el mismo tren. Las diferencias se diluyen. Lindsey empezó a trabajar de mesera y sus compañeros de trabajo eran de Sierra Norte de Puebla. Siendo documentalistas migrantes teníamos acceso inmediato a estas historias”, dice Armando Croda.En contextos así se da un intercambio constante de formas lingüísticas y gastronómicas y una adaptación de prácticas culturales y de valores, en negociación inadvertida de quien llega a un nuevo sitio y pretende adaptarse, pero preservar su identidad.
“Nueva York es una ciudad que pone a los ricos, la clase media y la clase baja en el mismo tren. Las diferencias se diluyen".
En el Bronx grabaron Firmes, Mexicans in the Bronx (2013), un largometraje documental en el que abordan la cultura chicana Low Rider a través de un grupo de expandilleros mexicanos en búsqueda de identidad.Al terminar, decidieron dedicarle todas las horas de grabación durante dos años a la tristeza y desesperación de Felipe Hernández, ante la eterna postergación de su regreso a México. Su historia quedó condensada en Ya mevoy (I’m leaving now), que los directores estrenaron en 2018.Desde que conocieron a Felipe, hasta que el documental fue aceptado en DOCS MX, HotDocs 2018, DOC NYC y Festival de Cine Internacional de Morelia pasaron cinco años, uno les llevó ganarse su amistad y el resto consistió para los documentalistas en desarrollar el don de la invisibilidad en la cotidianidad de quien sería el protagonista; entre las constantes llamadas a su familia, en los ecos de soledad de su cuarto, en su lucha por preservar su identidad.“Empezó siendo un cortometraje, porque al principio pensábamos que se iba a ir pronto. Pero al postergar su regreso la historia se fue haciendo más compleja. Nos enteramos que no podía irse por una deuda, y nos concentramos en explorar la soledad de alguien que vive una experiencia como esa”, dice Lindsay.La pareja terminó con 75 horas de material, que en realidad es poco para un largometraje documental.“No fue fácil. Tuve que mostrar una cara que no quería yo mostrar, la de una persona que vive lejos y necesita mitigar la soledad, combatir la depresión. Fue en ese momento que me encontré a estas dos personas que odio y amo, porque llegaban con la cámara cuando estaba comiendo, cuando estaba en mi cuarto, un asedio que olvídate”, recuerda Felipe Hernández.
Una vez que terminó la grabación, con la ayuda del productor y guionista Josh Alexander arrancó el proceso de recaudación de fondos para la mezcla de sonido, la corrección de color, los gastos legales, la musicalización, etc.El documental se estrenó con éxito en Las Patronas, Veracruz, una comunidad por la que pasan cientos de migrantes todos los días a bordo de La Bestia. Fue una función de migrantes para migrantes.“Vivir en el exilio es parecido para todos, pero nosotros fijamos nuestra atención en la inmigración indocumentada porque nos parece una injusticia total. Ellos son los más fuertes, los que agarran valor y arriesgan su vida por la familia. No tienen seguridad social, sufren discriminación, les pagan menos que el salario mínimo y no firman contratos, así que no tienen nada asegurado”, dice Croda. “Es una vida de muchísimo sacrificio, que además implica extrañar la tierra”.“Por encima del sentimiento de regresar a verlos, estaba el que ellos estuvieran bien económicamente, que no tuvieran deudas. Yo nunca voy a ver a un hijo en la cárcel por deudas si lo puedo evitar”, dice Felipe Hernández, mientras toma el sombrero de mariachi que recogió de la basura una tarde en Brooklyn, afuera de un restaurante mexicano que estaban inhabilitando. “Oye paisano, ¿puedo levantar ese sombrero?”, le preguntó a un mesero. Se lo puso y siguió caminando con su carrito de supermercado.“El día que me agarren ya saben a dónde me van a mandar. El sueño americano no existe y una jaula de oro no deja de ser prisión”, asegura.