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Cada año la academia de Hollywood tiene una oportunidad para rebelarse en lo político y en las formas. Esto, si premiara cintas que cuestionaran el lado oscuro de la cultura estadounidense o el estado de las imágenes. Casi nunca sucede. La tibieza, los intereses ejecutivos y la mano de críticos desinteresados mantienen a Hollywood lejos de cualquier subversión.
No lo sé de cierto. Como buen crítico, no tengo datos, pero tengo una interpretación de lo que sucedió en la noche del 10 de marzo y en las semanas previas, durante las que votaron los diligentes miembros de la academia de cine hollywoodense. ¿De qué otra forma describir a los felices responsables de que hayan ganado el Oscar la obra maestra del racismo inverso Green Book (2018) o aquel estandarte máximo del cine de Hallmark, CODA (2021), que sigo olvidando para no lastimarme? Este año uno de los votantes regaló a The Hollywood Reporter declaraciones tan cinéfilas como: “Ninguna película necesita durar tres horas con veinticinco minutos”, en referencia a Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, o “nunca había visto [a la actriz Sandra Hüller] en nada anterior a 2023”. Pocos desprecian tanto el cine como la gente que lo hace en Hollywood; sin embargo, no creo que unos espectadores negligentes hayan sido la única razón por la que ganó Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan.
Para encontrar un argumento más o menos plausible de lo que sucedió en la última ceremonia del Oscar hay que remontarse a la historia reciente de los premios, que, considerando algunas ganadoras, demuestran haber recorrido un conveniente sendero, torcido entre las convicciones políticas de Hollywood y su devaluado imaginario. A su vez, las raíces de esta tendencia se pueden hallar en el apogeo de la lógica neoliberal durante los años ochenta, cuando, tras el éxito en taquilla de Star Wars (1977), los estudios dejaron de financiar producciones pequeñas que triplicaran su presupuesto en ganancias, para concentrarse en la recaudación masiva de espectáculos infantiles. Debido a cierto pudor estas películas nunca se han colado en los mayores premios —en 2018 se planteó un Oscar para el cine popular pero la ocurrencia terminó en escándalo y se pospuso indefinidamente—, y en su lugar se premiaba a las superproducciones de (cierta) calidad como Gandhi (1982), Platoon (1986), Forrest Gump (1994) y Shakespeare In Love (1998). Fueron los grandes años de Ron Howard, Robert Zemeckis y Steven Spielberg, pero a la vuelta del milenio algo cambió.
En 2008 Slumdog Millonaire ganó el Oscar a Mejor Película; en retrospectiva parece haber sido el prototipo de las ganadoras durante los últimos quince años. Dirigida por Danny Boyle, aquella fue una producción inglesa filmada en India, centrada, para gusto de Hollywood, en la superación personal: gracias a su biografía y su buena memoria, un niñito indio asciende de la extrema pobreza —en una escena se tira en el pozo bajo una letrina para conocer a su héroe, el actor Amitabh Bachchan— hasta llegar, como adolescente, a un concurso de televisión que le permite convertirse en millonario: el aspiracionismo se vierte en una película tan optimista que representa la miseria como un chiste superado por la buena fortuna de un individuo. De paso, el premio a Slumdog Millionaire insinuó la eficacia de la representatividad étnica para abrirse paso en la competencia.
Conforme pasaron los años y la producción estadounidense se orientó al cine de superhéroes, la carnada del Oscar se hizo cada vez menos importante para los estudios grandes. Dada la renuencia a galardonar las impredecibles aventuras de Superman y Thor, los estudios se fueron a la segura comprando películas prestigiosas para distribuirlas y conseguir así nominaciones a los Oscar sin arriesgar mucho capital. En los últimos años esta táctica ha implicado buscar fuera de Estados Unidos y ha conseguido nominaciones y premios para los éxitos del cine internacional. El outsourcing llegó al Oscar. Si sumamos el efecto del #MeToo y las luchas de reivindicación étnica acentuadas en la última década tras los asesinatos de Trayvon Martin y George Floyd, así como varios tiroteos contra la comunidad asiática en Estados Unidos, podemos entender por qué los votantes de Hollywood han recurrido a un criterio de nominación y votación más politizado que nunca pero igual de torpe que siempre.
Los triunfos de la película francesa The Artist (2011), de Michel Hazanavicius; de Birdman (2014) y The Shape of Water (2017), dirigidas por los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro; de la coreana Parasite (2019), de Bong Joon-ho, y de 12 Years a Slave (2013), Moonlight (2016), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022), hechas por figuras racializadas como Steve McQueen, Barry Jenkins, Chloe Zhao y Daniel Kwan, son explicables, en parte, por la construcción de este criterio. Oppenheimer, sin embargo, no encaja, y parece haber razones políticas, en más de un sentido, para que arrasara con los premios este año.
La última votación del Oscar se llevó a cabo en medio de eventos importantes. Se juntaron el colapso en taquilla de las películas de superhéroes, la huelga de guionistas y actores, y el más cruel, que impactará hasta en las elecciones estadounidenses: la respuesta genocida de Israel a los ataques terroristas de Hamas.
Tanto Disney como Warner sufrieron golpes abajo del cinturón cuando fracasaron el año pasado The Marvels, Shazam: Fury of the Gods y The Flash. En una conferencia a principios de marzo Bob Iger, el director ejecutivo de The Walt Disney Company aceptó que se han cancelado ya sigilosamente varias producciones. A finales de febrero Iger había vendido el 80% de sus acciones en la compañía. Algo está pasando desde que el estreno simultáneo de Barbie (2023) y Oppenheimer produjo más emoción en el público que las películas nuevas —es un decir— de los universos rivales de Marvel y DC Comics: la gente está hasta la madre de pagar por lo mismo una vez tras otra. Esto no significa el regreso de lo que Bart Simpson descubrió como cine para adultos —Truffaut y Bergman—, sino el auge de otras franquicias, como la de Mattel, empezada por Barbie, y del cine de autor neoliberal, como el del hombre que se ingenió una trilogía anarcocapitalista de Batman, Christopher Nolan.
El fenómeno Barbenheimer sirvió también para mostrar que el viejo esencialismo de género con el que los estudios trataban antes al público —películas rosas para niñas y azules para niños— es más efectivo para generar un éxito de taquilla que rebajar los costos mediante la inteligencia artificial, lo cual reemplazaría a actores y guionistas y detonó, por esa misma razón, la huelga. Quizás el gremio hollywoodense se contuvo de votar por una película basada en un juguete por temor a darle prestigio a una franquicia al estilo Marvel, pero son unas por otras: Barbie fue el mayor éxito de taquilla, y Oppenheimer —sin querer decir que le fue mal con sus 960 millones de dólares recaudados— se llevó los premios. Por una parte se puede interpretar este éxito como un mensaje a los codiciosos jefes de estudio para exigir un regreso al cine de autor redituable que tuvo su lugar en versiones más subversivas durante los sesenta y setenta; por otra, parece la evasión de una narrativa más dura.
También te puede interesar leer: "La valiente imperfección de Donde duermen los pájaros".
Solo una persona se refirió a Gaza durante la ceremonia del Oscar. Jonathan Glazer, director de The Zone of Interest (2023), dijo haber hecho esta película sobre el director de Auschwitz no para recordar lo que la deshumanización hizo entonces, sino lo que hace ahora. Incluso rechazó el secuestro de su identidad judía para justificar la masacre. Fue un discurso valiente que quizá le acabe costando, aunque por fortuna Glazer es un artista marginal que ha hecho cuatro largometrajes en 23 años. No es difícil pensar, ante el equiparamiento de la protesta con el antisemitismo y los subsecuentes despidos, que hubo un temor a votar por la película que mejor esboza el parecido entre los colonialistas israelíes y sus pares estadounidenses: Killers of the Flower Moon.
Probablemente este sea, junto con Fallen Leaves (2023), el estreno más aplaudido del año pasado en los círculos de crítica, y bien podría ser el más importante en la filmografía de Martin Scorsese: la película que culmina su recorrido por la historia de la codicia all-American y por los distintos estilos de realización industrial que han animado su filmografía, del clasicismo a la modernidad. La trama muestra cómo los estadounidenses blancos aprovechan una legislación racista para apoderarse de los derechos del pueblo Osage sobre su tierra colmada de petróleo, en Oklahoma. La mayoría se casa con las mujeres de la comunidad, que a menudo mueren en circunstancias irresolubles; otros se hacen protectores legales de sus amigos indígenas para aprovechar algún accidente, una depresión suicida, para convertirse en sus herederos. Scorsese representa el proyecto estadounidense no como un sueño sino como lo que admiraba Hitler de la esclavitud y exterminio del pueblo africano en América: un genocidio.
Hollywood puede simular una crítica al statu quo pero, si el capitalismo estadounidense desapareciera, se vendría abajo con él. Los estudios y sus empleados prefieren las simulaciones y los gestos ambiguos que en otras ocasiones han caído en el patrioterismo de galardonar una película sobre cómo Hollywood salvó a los rehenes estadounidenses del malévolo ayatolá Jomeiní: Argo (2012). Michelle Obama, la primera dama del gobierno que intensificó los bombardeos con drones en países musulmanes, entregó el premio aunque se supone que nadie sabe quién va a ganarlo. No había forma de que Killers of the Flower Moon se llevara un solo Oscar y menos considerando que Lily Gladstone, una de sus estrellas, firmó un manifiesto por un cese al fuego en Gaza.
Y así llegamos a por qué ganó Oppenheimer. Ganó, tal vez, porque en una escena un general escoge los blancos de la bomba atómica con una indiferencia malévola, y J. Robert Oppenheimer vive asediado por las imágenes de los muertos que produjo su invento. Pero también ganó porque celebra el ingenio estadounidense, manipulado y hasta perseguido por el aparato gubernamental. Nolan es crítico, pero no porque considere al liberalismo como un sistema limitado y tan peligroso para la individualidad como el fascismo, sino porque parece creer en una libertad absoluta, reservada para ciertos sujetos, como la que promueve Javier Milei. Después de todo, su multimillonario Bruce Wayne hizo más por Ciudad Gótica que la alcaldía, y los ingleses de Dunkirk (2017) triunfan al salir de Europa, como acababa de pasar un año antes mediante el brexit.
Hollywood tomó la opción que protege ciertos intereses —del progresismo inofensivo, de los trabajadores de la industria amenazados por la inteligencia artificial y de los productores espantados ante los primeros fracasos del cine de superhéroes— pero que defiende otro más fundamental para el orden actual: el de la mitología del gran individuo estadounidense. Tan es así que estaban nominadas otras películas populares, formalmente interesantes e inofensivas a los intereses nacionales como Anatomy of a Fall (2023), que apenas recibió un premio. Se impuso el nativismo de un gran estreno estadounidense en un año crítico para la industria local, que, de cambiar de rumbo, podría dejar de necesitar estrenos coreanos y europeos para rellenar la terna del Oscar. Por encima de todo, al menos para quienes pensamos que había una mejor película nominada a diez premios, los votantes de la academia hicieron a un lado el reconocimiento de la historia criminal de la nación, antes y ahora, y lo que resonó en medio de una ceremonia que en otros años se ha preciado de su convicción progresista fue su abrumador silencio.
Cada año la academia de Hollywood tiene una oportunidad para rebelarse en lo político y en las formas. Esto, si premiara cintas que cuestionaran el lado oscuro de la cultura estadounidense o el estado de las imágenes. Casi nunca sucede. La tibieza, los intereses ejecutivos y la mano de críticos desinteresados mantienen a Hollywood lejos de cualquier subversión.
No lo sé de cierto. Como buen crítico, no tengo datos, pero tengo una interpretación de lo que sucedió en la noche del 10 de marzo y en las semanas previas, durante las que votaron los diligentes miembros de la academia de cine hollywoodense. ¿De qué otra forma describir a los felices responsables de que hayan ganado el Oscar la obra maestra del racismo inverso Green Book (2018) o aquel estandarte máximo del cine de Hallmark, CODA (2021), que sigo olvidando para no lastimarme? Este año uno de los votantes regaló a The Hollywood Reporter declaraciones tan cinéfilas como: “Ninguna película necesita durar tres horas con veinticinco minutos”, en referencia a Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, o “nunca había visto [a la actriz Sandra Hüller] en nada anterior a 2023”. Pocos desprecian tanto el cine como la gente que lo hace en Hollywood; sin embargo, no creo que unos espectadores negligentes hayan sido la única razón por la que ganó Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan.
Para encontrar un argumento más o menos plausible de lo que sucedió en la última ceremonia del Oscar hay que remontarse a la historia reciente de los premios, que, considerando algunas ganadoras, demuestran haber recorrido un conveniente sendero, torcido entre las convicciones políticas de Hollywood y su devaluado imaginario. A su vez, las raíces de esta tendencia se pueden hallar en el apogeo de la lógica neoliberal durante los años ochenta, cuando, tras el éxito en taquilla de Star Wars (1977), los estudios dejaron de financiar producciones pequeñas que triplicaran su presupuesto en ganancias, para concentrarse en la recaudación masiva de espectáculos infantiles. Debido a cierto pudor estas películas nunca se han colado en los mayores premios —en 2018 se planteó un Oscar para el cine popular pero la ocurrencia terminó en escándalo y se pospuso indefinidamente—, y en su lugar se premiaba a las superproducciones de (cierta) calidad como Gandhi (1982), Platoon (1986), Forrest Gump (1994) y Shakespeare In Love (1998). Fueron los grandes años de Ron Howard, Robert Zemeckis y Steven Spielberg, pero a la vuelta del milenio algo cambió.
En 2008 Slumdog Millonaire ganó el Oscar a Mejor Película; en retrospectiva parece haber sido el prototipo de las ganadoras durante los últimos quince años. Dirigida por Danny Boyle, aquella fue una producción inglesa filmada en India, centrada, para gusto de Hollywood, en la superación personal: gracias a su biografía y su buena memoria, un niñito indio asciende de la extrema pobreza —en una escena se tira en el pozo bajo una letrina para conocer a su héroe, el actor Amitabh Bachchan— hasta llegar, como adolescente, a un concurso de televisión que le permite convertirse en millonario: el aspiracionismo se vierte en una película tan optimista que representa la miseria como un chiste superado por la buena fortuna de un individuo. De paso, el premio a Slumdog Millionaire insinuó la eficacia de la representatividad étnica para abrirse paso en la competencia.
Conforme pasaron los años y la producción estadounidense se orientó al cine de superhéroes, la carnada del Oscar se hizo cada vez menos importante para los estudios grandes. Dada la renuencia a galardonar las impredecibles aventuras de Superman y Thor, los estudios se fueron a la segura comprando películas prestigiosas para distribuirlas y conseguir así nominaciones a los Oscar sin arriesgar mucho capital. En los últimos años esta táctica ha implicado buscar fuera de Estados Unidos y ha conseguido nominaciones y premios para los éxitos del cine internacional. El outsourcing llegó al Oscar. Si sumamos el efecto del #MeToo y las luchas de reivindicación étnica acentuadas en la última década tras los asesinatos de Trayvon Martin y George Floyd, así como varios tiroteos contra la comunidad asiática en Estados Unidos, podemos entender por qué los votantes de Hollywood han recurrido a un criterio de nominación y votación más politizado que nunca pero igual de torpe que siempre.
Los triunfos de la película francesa The Artist (2011), de Michel Hazanavicius; de Birdman (2014) y The Shape of Water (2017), dirigidas por los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro; de la coreana Parasite (2019), de Bong Joon-ho, y de 12 Years a Slave (2013), Moonlight (2016), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022), hechas por figuras racializadas como Steve McQueen, Barry Jenkins, Chloe Zhao y Daniel Kwan, son explicables, en parte, por la construcción de este criterio. Oppenheimer, sin embargo, no encaja, y parece haber razones políticas, en más de un sentido, para que arrasara con los premios este año.
La última votación del Oscar se llevó a cabo en medio de eventos importantes. Se juntaron el colapso en taquilla de las películas de superhéroes, la huelga de guionistas y actores, y el más cruel, que impactará hasta en las elecciones estadounidenses: la respuesta genocida de Israel a los ataques terroristas de Hamas.
Tanto Disney como Warner sufrieron golpes abajo del cinturón cuando fracasaron el año pasado The Marvels, Shazam: Fury of the Gods y The Flash. En una conferencia a principios de marzo Bob Iger, el director ejecutivo de The Walt Disney Company aceptó que se han cancelado ya sigilosamente varias producciones. A finales de febrero Iger había vendido el 80% de sus acciones en la compañía. Algo está pasando desde que el estreno simultáneo de Barbie (2023) y Oppenheimer produjo más emoción en el público que las películas nuevas —es un decir— de los universos rivales de Marvel y DC Comics: la gente está hasta la madre de pagar por lo mismo una vez tras otra. Esto no significa el regreso de lo que Bart Simpson descubrió como cine para adultos —Truffaut y Bergman—, sino el auge de otras franquicias, como la de Mattel, empezada por Barbie, y del cine de autor neoliberal, como el del hombre que se ingenió una trilogía anarcocapitalista de Batman, Christopher Nolan.
El fenómeno Barbenheimer sirvió también para mostrar que el viejo esencialismo de género con el que los estudios trataban antes al público —películas rosas para niñas y azules para niños— es más efectivo para generar un éxito de taquilla que rebajar los costos mediante la inteligencia artificial, lo cual reemplazaría a actores y guionistas y detonó, por esa misma razón, la huelga. Quizás el gremio hollywoodense se contuvo de votar por una película basada en un juguete por temor a darle prestigio a una franquicia al estilo Marvel, pero son unas por otras: Barbie fue el mayor éxito de taquilla, y Oppenheimer —sin querer decir que le fue mal con sus 960 millones de dólares recaudados— se llevó los premios. Por una parte se puede interpretar este éxito como un mensaje a los codiciosos jefes de estudio para exigir un regreso al cine de autor redituable que tuvo su lugar en versiones más subversivas durante los sesenta y setenta; por otra, parece la evasión de una narrativa más dura.
También te puede interesar leer: "La valiente imperfección de Donde duermen los pájaros".
Solo una persona se refirió a Gaza durante la ceremonia del Oscar. Jonathan Glazer, director de The Zone of Interest (2023), dijo haber hecho esta película sobre el director de Auschwitz no para recordar lo que la deshumanización hizo entonces, sino lo que hace ahora. Incluso rechazó el secuestro de su identidad judía para justificar la masacre. Fue un discurso valiente que quizá le acabe costando, aunque por fortuna Glazer es un artista marginal que ha hecho cuatro largometrajes en 23 años. No es difícil pensar, ante el equiparamiento de la protesta con el antisemitismo y los subsecuentes despidos, que hubo un temor a votar por la película que mejor esboza el parecido entre los colonialistas israelíes y sus pares estadounidenses: Killers of the Flower Moon.
Probablemente este sea, junto con Fallen Leaves (2023), el estreno más aplaudido del año pasado en los círculos de crítica, y bien podría ser el más importante en la filmografía de Martin Scorsese: la película que culmina su recorrido por la historia de la codicia all-American y por los distintos estilos de realización industrial que han animado su filmografía, del clasicismo a la modernidad. La trama muestra cómo los estadounidenses blancos aprovechan una legislación racista para apoderarse de los derechos del pueblo Osage sobre su tierra colmada de petróleo, en Oklahoma. La mayoría se casa con las mujeres de la comunidad, que a menudo mueren en circunstancias irresolubles; otros se hacen protectores legales de sus amigos indígenas para aprovechar algún accidente, una depresión suicida, para convertirse en sus herederos. Scorsese representa el proyecto estadounidense no como un sueño sino como lo que admiraba Hitler de la esclavitud y exterminio del pueblo africano en América: un genocidio.
Hollywood puede simular una crítica al statu quo pero, si el capitalismo estadounidense desapareciera, se vendría abajo con él. Los estudios y sus empleados prefieren las simulaciones y los gestos ambiguos que en otras ocasiones han caído en el patrioterismo de galardonar una película sobre cómo Hollywood salvó a los rehenes estadounidenses del malévolo ayatolá Jomeiní: Argo (2012). Michelle Obama, la primera dama del gobierno que intensificó los bombardeos con drones en países musulmanes, entregó el premio aunque se supone que nadie sabe quién va a ganarlo. No había forma de que Killers of the Flower Moon se llevara un solo Oscar y menos considerando que Lily Gladstone, una de sus estrellas, firmó un manifiesto por un cese al fuego en Gaza.
Y así llegamos a por qué ganó Oppenheimer. Ganó, tal vez, porque en una escena un general escoge los blancos de la bomba atómica con una indiferencia malévola, y J. Robert Oppenheimer vive asediado por las imágenes de los muertos que produjo su invento. Pero también ganó porque celebra el ingenio estadounidense, manipulado y hasta perseguido por el aparato gubernamental. Nolan es crítico, pero no porque considere al liberalismo como un sistema limitado y tan peligroso para la individualidad como el fascismo, sino porque parece creer en una libertad absoluta, reservada para ciertos sujetos, como la que promueve Javier Milei. Después de todo, su multimillonario Bruce Wayne hizo más por Ciudad Gótica que la alcaldía, y los ingleses de Dunkirk (2017) triunfan al salir de Europa, como acababa de pasar un año antes mediante el brexit.
Hollywood tomó la opción que protege ciertos intereses —del progresismo inofensivo, de los trabajadores de la industria amenazados por la inteligencia artificial y de los productores espantados ante los primeros fracasos del cine de superhéroes— pero que defiende otro más fundamental para el orden actual: el de la mitología del gran individuo estadounidense. Tan es así que estaban nominadas otras películas populares, formalmente interesantes e inofensivas a los intereses nacionales como Anatomy of a Fall (2023), que apenas recibió un premio. Se impuso el nativismo de un gran estreno estadounidense en un año crítico para la industria local, que, de cambiar de rumbo, podría dejar de necesitar estrenos coreanos y europeos para rellenar la terna del Oscar. Por encima de todo, al menos para quienes pensamos que había una mejor película nominada a diez premios, los votantes de la academia hicieron a un lado el reconocimiento de la historia criminal de la nación, antes y ahora, y lo que resonó en medio de una ceremonia que en otros años se ha preciado de su convicción progresista fue su abrumador silencio.
Cada año la academia de Hollywood tiene una oportunidad para rebelarse en lo político y en las formas. Esto, si premiara cintas que cuestionaran el lado oscuro de la cultura estadounidense o el estado de las imágenes. Casi nunca sucede. La tibieza, los intereses ejecutivos y la mano de críticos desinteresados mantienen a Hollywood lejos de cualquier subversión.
No lo sé de cierto. Como buen crítico, no tengo datos, pero tengo una interpretación de lo que sucedió en la noche del 10 de marzo y en las semanas previas, durante las que votaron los diligentes miembros de la academia de cine hollywoodense. ¿De qué otra forma describir a los felices responsables de que hayan ganado el Oscar la obra maestra del racismo inverso Green Book (2018) o aquel estandarte máximo del cine de Hallmark, CODA (2021), que sigo olvidando para no lastimarme? Este año uno de los votantes regaló a The Hollywood Reporter declaraciones tan cinéfilas como: “Ninguna película necesita durar tres horas con veinticinco minutos”, en referencia a Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, o “nunca había visto [a la actriz Sandra Hüller] en nada anterior a 2023”. Pocos desprecian tanto el cine como la gente que lo hace en Hollywood; sin embargo, no creo que unos espectadores negligentes hayan sido la única razón por la que ganó Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan.
Para encontrar un argumento más o menos plausible de lo que sucedió en la última ceremonia del Oscar hay que remontarse a la historia reciente de los premios, que, considerando algunas ganadoras, demuestran haber recorrido un conveniente sendero, torcido entre las convicciones políticas de Hollywood y su devaluado imaginario. A su vez, las raíces de esta tendencia se pueden hallar en el apogeo de la lógica neoliberal durante los años ochenta, cuando, tras el éxito en taquilla de Star Wars (1977), los estudios dejaron de financiar producciones pequeñas que triplicaran su presupuesto en ganancias, para concentrarse en la recaudación masiva de espectáculos infantiles. Debido a cierto pudor estas películas nunca se han colado en los mayores premios —en 2018 se planteó un Oscar para el cine popular pero la ocurrencia terminó en escándalo y se pospuso indefinidamente—, y en su lugar se premiaba a las superproducciones de (cierta) calidad como Gandhi (1982), Platoon (1986), Forrest Gump (1994) y Shakespeare In Love (1998). Fueron los grandes años de Ron Howard, Robert Zemeckis y Steven Spielberg, pero a la vuelta del milenio algo cambió.
En 2008 Slumdog Millonaire ganó el Oscar a Mejor Película; en retrospectiva parece haber sido el prototipo de las ganadoras durante los últimos quince años. Dirigida por Danny Boyle, aquella fue una producción inglesa filmada en India, centrada, para gusto de Hollywood, en la superación personal: gracias a su biografía y su buena memoria, un niñito indio asciende de la extrema pobreza —en una escena se tira en el pozo bajo una letrina para conocer a su héroe, el actor Amitabh Bachchan— hasta llegar, como adolescente, a un concurso de televisión que le permite convertirse en millonario: el aspiracionismo se vierte en una película tan optimista que representa la miseria como un chiste superado por la buena fortuna de un individuo. De paso, el premio a Slumdog Millionaire insinuó la eficacia de la representatividad étnica para abrirse paso en la competencia.
Conforme pasaron los años y la producción estadounidense se orientó al cine de superhéroes, la carnada del Oscar se hizo cada vez menos importante para los estudios grandes. Dada la renuencia a galardonar las impredecibles aventuras de Superman y Thor, los estudios se fueron a la segura comprando películas prestigiosas para distribuirlas y conseguir así nominaciones a los Oscar sin arriesgar mucho capital. En los últimos años esta táctica ha implicado buscar fuera de Estados Unidos y ha conseguido nominaciones y premios para los éxitos del cine internacional. El outsourcing llegó al Oscar. Si sumamos el efecto del #MeToo y las luchas de reivindicación étnica acentuadas en la última década tras los asesinatos de Trayvon Martin y George Floyd, así como varios tiroteos contra la comunidad asiática en Estados Unidos, podemos entender por qué los votantes de Hollywood han recurrido a un criterio de nominación y votación más politizado que nunca pero igual de torpe que siempre.
Los triunfos de la película francesa The Artist (2011), de Michel Hazanavicius; de Birdman (2014) y The Shape of Water (2017), dirigidas por los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro; de la coreana Parasite (2019), de Bong Joon-ho, y de 12 Years a Slave (2013), Moonlight (2016), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022), hechas por figuras racializadas como Steve McQueen, Barry Jenkins, Chloe Zhao y Daniel Kwan, son explicables, en parte, por la construcción de este criterio. Oppenheimer, sin embargo, no encaja, y parece haber razones políticas, en más de un sentido, para que arrasara con los premios este año.
La última votación del Oscar se llevó a cabo en medio de eventos importantes. Se juntaron el colapso en taquilla de las películas de superhéroes, la huelga de guionistas y actores, y el más cruel, que impactará hasta en las elecciones estadounidenses: la respuesta genocida de Israel a los ataques terroristas de Hamas.
Tanto Disney como Warner sufrieron golpes abajo del cinturón cuando fracasaron el año pasado The Marvels, Shazam: Fury of the Gods y The Flash. En una conferencia a principios de marzo Bob Iger, el director ejecutivo de The Walt Disney Company aceptó que se han cancelado ya sigilosamente varias producciones. A finales de febrero Iger había vendido el 80% de sus acciones en la compañía. Algo está pasando desde que el estreno simultáneo de Barbie (2023) y Oppenheimer produjo más emoción en el público que las películas nuevas —es un decir— de los universos rivales de Marvel y DC Comics: la gente está hasta la madre de pagar por lo mismo una vez tras otra. Esto no significa el regreso de lo que Bart Simpson descubrió como cine para adultos —Truffaut y Bergman—, sino el auge de otras franquicias, como la de Mattel, empezada por Barbie, y del cine de autor neoliberal, como el del hombre que se ingenió una trilogía anarcocapitalista de Batman, Christopher Nolan.
El fenómeno Barbenheimer sirvió también para mostrar que el viejo esencialismo de género con el que los estudios trataban antes al público —películas rosas para niñas y azules para niños— es más efectivo para generar un éxito de taquilla que rebajar los costos mediante la inteligencia artificial, lo cual reemplazaría a actores y guionistas y detonó, por esa misma razón, la huelga. Quizás el gremio hollywoodense se contuvo de votar por una película basada en un juguete por temor a darle prestigio a una franquicia al estilo Marvel, pero son unas por otras: Barbie fue el mayor éxito de taquilla, y Oppenheimer —sin querer decir que le fue mal con sus 960 millones de dólares recaudados— se llevó los premios. Por una parte se puede interpretar este éxito como un mensaje a los codiciosos jefes de estudio para exigir un regreso al cine de autor redituable que tuvo su lugar en versiones más subversivas durante los sesenta y setenta; por otra, parece la evasión de una narrativa más dura.
También te puede interesar leer: "La valiente imperfección de Donde duermen los pájaros".
Solo una persona se refirió a Gaza durante la ceremonia del Oscar. Jonathan Glazer, director de The Zone of Interest (2023), dijo haber hecho esta película sobre el director de Auschwitz no para recordar lo que la deshumanización hizo entonces, sino lo que hace ahora. Incluso rechazó el secuestro de su identidad judía para justificar la masacre. Fue un discurso valiente que quizá le acabe costando, aunque por fortuna Glazer es un artista marginal que ha hecho cuatro largometrajes en 23 años. No es difícil pensar, ante el equiparamiento de la protesta con el antisemitismo y los subsecuentes despidos, que hubo un temor a votar por la película que mejor esboza el parecido entre los colonialistas israelíes y sus pares estadounidenses: Killers of the Flower Moon.
Probablemente este sea, junto con Fallen Leaves (2023), el estreno más aplaudido del año pasado en los círculos de crítica, y bien podría ser el más importante en la filmografía de Martin Scorsese: la película que culmina su recorrido por la historia de la codicia all-American y por los distintos estilos de realización industrial que han animado su filmografía, del clasicismo a la modernidad. La trama muestra cómo los estadounidenses blancos aprovechan una legislación racista para apoderarse de los derechos del pueblo Osage sobre su tierra colmada de petróleo, en Oklahoma. La mayoría se casa con las mujeres de la comunidad, que a menudo mueren en circunstancias irresolubles; otros se hacen protectores legales de sus amigos indígenas para aprovechar algún accidente, una depresión suicida, para convertirse en sus herederos. Scorsese representa el proyecto estadounidense no como un sueño sino como lo que admiraba Hitler de la esclavitud y exterminio del pueblo africano en América: un genocidio.
Hollywood puede simular una crítica al statu quo pero, si el capitalismo estadounidense desapareciera, se vendría abajo con él. Los estudios y sus empleados prefieren las simulaciones y los gestos ambiguos que en otras ocasiones han caído en el patrioterismo de galardonar una película sobre cómo Hollywood salvó a los rehenes estadounidenses del malévolo ayatolá Jomeiní: Argo (2012). Michelle Obama, la primera dama del gobierno que intensificó los bombardeos con drones en países musulmanes, entregó el premio aunque se supone que nadie sabe quién va a ganarlo. No había forma de que Killers of the Flower Moon se llevara un solo Oscar y menos considerando que Lily Gladstone, una de sus estrellas, firmó un manifiesto por un cese al fuego en Gaza.
Y así llegamos a por qué ganó Oppenheimer. Ganó, tal vez, porque en una escena un general escoge los blancos de la bomba atómica con una indiferencia malévola, y J. Robert Oppenheimer vive asediado por las imágenes de los muertos que produjo su invento. Pero también ganó porque celebra el ingenio estadounidense, manipulado y hasta perseguido por el aparato gubernamental. Nolan es crítico, pero no porque considere al liberalismo como un sistema limitado y tan peligroso para la individualidad como el fascismo, sino porque parece creer en una libertad absoluta, reservada para ciertos sujetos, como la que promueve Javier Milei. Después de todo, su multimillonario Bruce Wayne hizo más por Ciudad Gótica que la alcaldía, y los ingleses de Dunkirk (2017) triunfan al salir de Europa, como acababa de pasar un año antes mediante el brexit.
Hollywood tomó la opción que protege ciertos intereses —del progresismo inofensivo, de los trabajadores de la industria amenazados por la inteligencia artificial y de los productores espantados ante los primeros fracasos del cine de superhéroes— pero que defiende otro más fundamental para el orden actual: el de la mitología del gran individuo estadounidense. Tan es así que estaban nominadas otras películas populares, formalmente interesantes e inofensivas a los intereses nacionales como Anatomy of a Fall (2023), que apenas recibió un premio. Se impuso el nativismo de un gran estreno estadounidense en un año crítico para la industria local, que, de cambiar de rumbo, podría dejar de necesitar estrenos coreanos y europeos para rellenar la terna del Oscar. Por encima de todo, al menos para quienes pensamos que había una mejor película nominada a diez premios, los votantes de la academia hicieron a un lado el reconocimiento de la historia criminal de la nación, antes y ahora, y lo que resonó en medio de una ceremonia que en otros años se ha preciado de su convicción progresista fue su abrumador silencio.
Cada año la academia de Hollywood tiene una oportunidad para rebelarse en lo político y en las formas. Esto, si premiara cintas que cuestionaran el lado oscuro de la cultura estadounidense o el estado de las imágenes. Casi nunca sucede. La tibieza, los intereses ejecutivos y la mano de críticos desinteresados mantienen a Hollywood lejos de cualquier subversión.
No lo sé de cierto. Como buen crítico, no tengo datos, pero tengo una interpretación de lo que sucedió en la noche del 10 de marzo y en las semanas previas, durante las que votaron los diligentes miembros de la academia de cine hollywoodense. ¿De qué otra forma describir a los felices responsables de que hayan ganado el Oscar la obra maestra del racismo inverso Green Book (2018) o aquel estandarte máximo del cine de Hallmark, CODA (2021), que sigo olvidando para no lastimarme? Este año uno de los votantes regaló a The Hollywood Reporter declaraciones tan cinéfilas como: “Ninguna película necesita durar tres horas con veinticinco minutos”, en referencia a Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, o “nunca había visto [a la actriz Sandra Hüller] en nada anterior a 2023”. Pocos desprecian tanto el cine como la gente que lo hace en Hollywood; sin embargo, no creo que unos espectadores negligentes hayan sido la única razón por la que ganó Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan.
Para encontrar un argumento más o menos plausible de lo que sucedió en la última ceremonia del Oscar hay que remontarse a la historia reciente de los premios, que, considerando algunas ganadoras, demuestran haber recorrido un conveniente sendero, torcido entre las convicciones políticas de Hollywood y su devaluado imaginario. A su vez, las raíces de esta tendencia se pueden hallar en el apogeo de la lógica neoliberal durante los años ochenta, cuando, tras el éxito en taquilla de Star Wars (1977), los estudios dejaron de financiar producciones pequeñas que triplicaran su presupuesto en ganancias, para concentrarse en la recaudación masiva de espectáculos infantiles. Debido a cierto pudor estas películas nunca se han colado en los mayores premios —en 2018 se planteó un Oscar para el cine popular pero la ocurrencia terminó en escándalo y se pospuso indefinidamente—, y en su lugar se premiaba a las superproducciones de (cierta) calidad como Gandhi (1982), Platoon (1986), Forrest Gump (1994) y Shakespeare In Love (1998). Fueron los grandes años de Ron Howard, Robert Zemeckis y Steven Spielberg, pero a la vuelta del milenio algo cambió.
En 2008 Slumdog Millonaire ganó el Oscar a Mejor Película; en retrospectiva parece haber sido el prototipo de las ganadoras durante los últimos quince años. Dirigida por Danny Boyle, aquella fue una producción inglesa filmada en India, centrada, para gusto de Hollywood, en la superación personal: gracias a su biografía y su buena memoria, un niñito indio asciende de la extrema pobreza —en una escena se tira en el pozo bajo una letrina para conocer a su héroe, el actor Amitabh Bachchan— hasta llegar, como adolescente, a un concurso de televisión que le permite convertirse en millonario: el aspiracionismo se vierte en una película tan optimista que representa la miseria como un chiste superado por la buena fortuna de un individuo. De paso, el premio a Slumdog Millionaire insinuó la eficacia de la representatividad étnica para abrirse paso en la competencia.
Conforme pasaron los años y la producción estadounidense se orientó al cine de superhéroes, la carnada del Oscar se hizo cada vez menos importante para los estudios grandes. Dada la renuencia a galardonar las impredecibles aventuras de Superman y Thor, los estudios se fueron a la segura comprando películas prestigiosas para distribuirlas y conseguir así nominaciones a los Oscar sin arriesgar mucho capital. En los últimos años esta táctica ha implicado buscar fuera de Estados Unidos y ha conseguido nominaciones y premios para los éxitos del cine internacional. El outsourcing llegó al Oscar. Si sumamos el efecto del #MeToo y las luchas de reivindicación étnica acentuadas en la última década tras los asesinatos de Trayvon Martin y George Floyd, así como varios tiroteos contra la comunidad asiática en Estados Unidos, podemos entender por qué los votantes de Hollywood han recurrido a un criterio de nominación y votación más politizado que nunca pero igual de torpe que siempre.
Los triunfos de la película francesa The Artist (2011), de Michel Hazanavicius; de Birdman (2014) y The Shape of Water (2017), dirigidas por los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro; de la coreana Parasite (2019), de Bong Joon-ho, y de 12 Years a Slave (2013), Moonlight (2016), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022), hechas por figuras racializadas como Steve McQueen, Barry Jenkins, Chloe Zhao y Daniel Kwan, son explicables, en parte, por la construcción de este criterio. Oppenheimer, sin embargo, no encaja, y parece haber razones políticas, en más de un sentido, para que arrasara con los premios este año.
La última votación del Oscar se llevó a cabo en medio de eventos importantes. Se juntaron el colapso en taquilla de las películas de superhéroes, la huelga de guionistas y actores, y el más cruel, que impactará hasta en las elecciones estadounidenses: la respuesta genocida de Israel a los ataques terroristas de Hamas.
Tanto Disney como Warner sufrieron golpes abajo del cinturón cuando fracasaron el año pasado The Marvels, Shazam: Fury of the Gods y The Flash. En una conferencia a principios de marzo Bob Iger, el director ejecutivo de The Walt Disney Company aceptó que se han cancelado ya sigilosamente varias producciones. A finales de febrero Iger había vendido el 80% de sus acciones en la compañía. Algo está pasando desde que el estreno simultáneo de Barbie (2023) y Oppenheimer produjo más emoción en el público que las películas nuevas —es un decir— de los universos rivales de Marvel y DC Comics: la gente está hasta la madre de pagar por lo mismo una vez tras otra. Esto no significa el regreso de lo que Bart Simpson descubrió como cine para adultos —Truffaut y Bergman—, sino el auge de otras franquicias, como la de Mattel, empezada por Barbie, y del cine de autor neoliberal, como el del hombre que se ingenió una trilogía anarcocapitalista de Batman, Christopher Nolan.
El fenómeno Barbenheimer sirvió también para mostrar que el viejo esencialismo de género con el que los estudios trataban antes al público —películas rosas para niñas y azules para niños— es más efectivo para generar un éxito de taquilla que rebajar los costos mediante la inteligencia artificial, lo cual reemplazaría a actores y guionistas y detonó, por esa misma razón, la huelga. Quizás el gremio hollywoodense se contuvo de votar por una película basada en un juguete por temor a darle prestigio a una franquicia al estilo Marvel, pero son unas por otras: Barbie fue el mayor éxito de taquilla, y Oppenheimer —sin querer decir que le fue mal con sus 960 millones de dólares recaudados— se llevó los premios. Por una parte se puede interpretar este éxito como un mensaje a los codiciosos jefes de estudio para exigir un regreso al cine de autor redituable que tuvo su lugar en versiones más subversivas durante los sesenta y setenta; por otra, parece la evasión de una narrativa más dura.
También te puede interesar leer: "La valiente imperfección de Donde duermen los pájaros".
Solo una persona se refirió a Gaza durante la ceremonia del Oscar. Jonathan Glazer, director de The Zone of Interest (2023), dijo haber hecho esta película sobre el director de Auschwitz no para recordar lo que la deshumanización hizo entonces, sino lo que hace ahora. Incluso rechazó el secuestro de su identidad judía para justificar la masacre. Fue un discurso valiente que quizá le acabe costando, aunque por fortuna Glazer es un artista marginal que ha hecho cuatro largometrajes en 23 años. No es difícil pensar, ante el equiparamiento de la protesta con el antisemitismo y los subsecuentes despidos, que hubo un temor a votar por la película que mejor esboza el parecido entre los colonialistas israelíes y sus pares estadounidenses: Killers of the Flower Moon.
Probablemente este sea, junto con Fallen Leaves (2023), el estreno más aplaudido del año pasado en los círculos de crítica, y bien podría ser el más importante en la filmografía de Martin Scorsese: la película que culmina su recorrido por la historia de la codicia all-American y por los distintos estilos de realización industrial que han animado su filmografía, del clasicismo a la modernidad. La trama muestra cómo los estadounidenses blancos aprovechan una legislación racista para apoderarse de los derechos del pueblo Osage sobre su tierra colmada de petróleo, en Oklahoma. La mayoría se casa con las mujeres de la comunidad, que a menudo mueren en circunstancias irresolubles; otros se hacen protectores legales de sus amigos indígenas para aprovechar algún accidente, una depresión suicida, para convertirse en sus herederos. Scorsese representa el proyecto estadounidense no como un sueño sino como lo que admiraba Hitler de la esclavitud y exterminio del pueblo africano en América: un genocidio.
Hollywood puede simular una crítica al statu quo pero, si el capitalismo estadounidense desapareciera, se vendría abajo con él. Los estudios y sus empleados prefieren las simulaciones y los gestos ambiguos que en otras ocasiones han caído en el patrioterismo de galardonar una película sobre cómo Hollywood salvó a los rehenes estadounidenses del malévolo ayatolá Jomeiní: Argo (2012). Michelle Obama, la primera dama del gobierno que intensificó los bombardeos con drones en países musulmanes, entregó el premio aunque se supone que nadie sabe quién va a ganarlo. No había forma de que Killers of the Flower Moon se llevara un solo Oscar y menos considerando que Lily Gladstone, una de sus estrellas, firmó un manifiesto por un cese al fuego en Gaza.
Y así llegamos a por qué ganó Oppenheimer. Ganó, tal vez, porque en una escena un general escoge los blancos de la bomba atómica con una indiferencia malévola, y J. Robert Oppenheimer vive asediado por las imágenes de los muertos que produjo su invento. Pero también ganó porque celebra el ingenio estadounidense, manipulado y hasta perseguido por el aparato gubernamental. Nolan es crítico, pero no porque considere al liberalismo como un sistema limitado y tan peligroso para la individualidad como el fascismo, sino porque parece creer en una libertad absoluta, reservada para ciertos sujetos, como la que promueve Javier Milei. Después de todo, su multimillonario Bruce Wayne hizo más por Ciudad Gótica que la alcaldía, y los ingleses de Dunkirk (2017) triunfan al salir de Europa, como acababa de pasar un año antes mediante el brexit.
Hollywood tomó la opción que protege ciertos intereses —del progresismo inofensivo, de los trabajadores de la industria amenazados por la inteligencia artificial y de los productores espantados ante los primeros fracasos del cine de superhéroes— pero que defiende otro más fundamental para el orden actual: el de la mitología del gran individuo estadounidense. Tan es así que estaban nominadas otras películas populares, formalmente interesantes e inofensivas a los intereses nacionales como Anatomy of a Fall (2023), que apenas recibió un premio. Se impuso el nativismo de un gran estreno estadounidense en un año crítico para la industria local, que, de cambiar de rumbo, podría dejar de necesitar estrenos coreanos y europeos para rellenar la terna del Oscar. Por encima de todo, al menos para quienes pensamos que había una mejor película nominada a diez premios, los votantes de la academia hicieron a un lado el reconocimiento de la historia criminal de la nación, antes y ahora, y lo que resonó en medio de una ceremonia que en otros años se ha preciado de su convicción progresista fue su abrumador silencio.
Cada año la academia de Hollywood tiene una oportunidad para rebelarse en lo político y en las formas. Esto, si premiara cintas que cuestionaran el lado oscuro de la cultura estadounidense o el estado de las imágenes. Casi nunca sucede. La tibieza, los intereses ejecutivos y la mano de críticos desinteresados mantienen a Hollywood lejos de cualquier subversión.
No lo sé de cierto. Como buen crítico, no tengo datos, pero tengo una interpretación de lo que sucedió en la noche del 10 de marzo y en las semanas previas, durante las que votaron los diligentes miembros de la academia de cine hollywoodense. ¿De qué otra forma describir a los felices responsables de que hayan ganado el Oscar la obra maestra del racismo inverso Green Book (2018) o aquel estandarte máximo del cine de Hallmark, CODA (2021), que sigo olvidando para no lastimarme? Este año uno de los votantes regaló a The Hollywood Reporter declaraciones tan cinéfilas como: “Ninguna película necesita durar tres horas con veinticinco minutos”, en referencia a Killers of the Flower Moon (2023), de Martin Scorsese, o “nunca había visto [a la actriz Sandra Hüller] en nada anterior a 2023”. Pocos desprecian tanto el cine como la gente que lo hace en Hollywood; sin embargo, no creo que unos espectadores negligentes hayan sido la única razón por la que ganó Oppenheimer (2023), de Christopher Nolan.
Para encontrar un argumento más o menos plausible de lo que sucedió en la última ceremonia del Oscar hay que remontarse a la historia reciente de los premios, que, considerando algunas ganadoras, demuestran haber recorrido un conveniente sendero, torcido entre las convicciones políticas de Hollywood y su devaluado imaginario. A su vez, las raíces de esta tendencia se pueden hallar en el apogeo de la lógica neoliberal durante los años ochenta, cuando, tras el éxito en taquilla de Star Wars (1977), los estudios dejaron de financiar producciones pequeñas que triplicaran su presupuesto en ganancias, para concentrarse en la recaudación masiva de espectáculos infantiles. Debido a cierto pudor estas películas nunca se han colado en los mayores premios —en 2018 se planteó un Oscar para el cine popular pero la ocurrencia terminó en escándalo y se pospuso indefinidamente—, y en su lugar se premiaba a las superproducciones de (cierta) calidad como Gandhi (1982), Platoon (1986), Forrest Gump (1994) y Shakespeare In Love (1998). Fueron los grandes años de Ron Howard, Robert Zemeckis y Steven Spielberg, pero a la vuelta del milenio algo cambió.
En 2008 Slumdog Millonaire ganó el Oscar a Mejor Película; en retrospectiva parece haber sido el prototipo de las ganadoras durante los últimos quince años. Dirigida por Danny Boyle, aquella fue una producción inglesa filmada en India, centrada, para gusto de Hollywood, en la superación personal: gracias a su biografía y su buena memoria, un niñito indio asciende de la extrema pobreza —en una escena se tira en el pozo bajo una letrina para conocer a su héroe, el actor Amitabh Bachchan— hasta llegar, como adolescente, a un concurso de televisión que le permite convertirse en millonario: el aspiracionismo se vierte en una película tan optimista que representa la miseria como un chiste superado por la buena fortuna de un individuo. De paso, el premio a Slumdog Millionaire insinuó la eficacia de la representatividad étnica para abrirse paso en la competencia.
Conforme pasaron los años y la producción estadounidense se orientó al cine de superhéroes, la carnada del Oscar se hizo cada vez menos importante para los estudios grandes. Dada la renuencia a galardonar las impredecibles aventuras de Superman y Thor, los estudios se fueron a la segura comprando películas prestigiosas para distribuirlas y conseguir así nominaciones a los Oscar sin arriesgar mucho capital. En los últimos años esta táctica ha implicado buscar fuera de Estados Unidos y ha conseguido nominaciones y premios para los éxitos del cine internacional. El outsourcing llegó al Oscar. Si sumamos el efecto del #MeToo y las luchas de reivindicación étnica acentuadas en la última década tras los asesinatos de Trayvon Martin y George Floyd, así como varios tiroteos contra la comunidad asiática en Estados Unidos, podemos entender por qué los votantes de Hollywood han recurrido a un criterio de nominación y votación más politizado que nunca pero igual de torpe que siempre.
Los triunfos de la película francesa The Artist (2011), de Michel Hazanavicius; de Birdman (2014) y The Shape of Water (2017), dirigidas por los mexicanos Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro; de la coreana Parasite (2019), de Bong Joon-ho, y de 12 Years a Slave (2013), Moonlight (2016), Nomadland (2020) y Everything Everywhere All at Once (2022), hechas por figuras racializadas como Steve McQueen, Barry Jenkins, Chloe Zhao y Daniel Kwan, son explicables, en parte, por la construcción de este criterio. Oppenheimer, sin embargo, no encaja, y parece haber razones políticas, en más de un sentido, para que arrasara con los premios este año.
La última votación del Oscar se llevó a cabo en medio de eventos importantes. Se juntaron el colapso en taquilla de las películas de superhéroes, la huelga de guionistas y actores, y el más cruel, que impactará hasta en las elecciones estadounidenses: la respuesta genocida de Israel a los ataques terroristas de Hamas.
Tanto Disney como Warner sufrieron golpes abajo del cinturón cuando fracasaron el año pasado The Marvels, Shazam: Fury of the Gods y The Flash. En una conferencia a principios de marzo Bob Iger, el director ejecutivo de The Walt Disney Company aceptó que se han cancelado ya sigilosamente varias producciones. A finales de febrero Iger había vendido el 80% de sus acciones en la compañía. Algo está pasando desde que el estreno simultáneo de Barbie (2023) y Oppenheimer produjo más emoción en el público que las películas nuevas —es un decir— de los universos rivales de Marvel y DC Comics: la gente está hasta la madre de pagar por lo mismo una vez tras otra. Esto no significa el regreso de lo que Bart Simpson descubrió como cine para adultos —Truffaut y Bergman—, sino el auge de otras franquicias, como la de Mattel, empezada por Barbie, y del cine de autor neoliberal, como el del hombre que se ingenió una trilogía anarcocapitalista de Batman, Christopher Nolan.
El fenómeno Barbenheimer sirvió también para mostrar que el viejo esencialismo de género con el que los estudios trataban antes al público —películas rosas para niñas y azules para niños— es más efectivo para generar un éxito de taquilla que rebajar los costos mediante la inteligencia artificial, lo cual reemplazaría a actores y guionistas y detonó, por esa misma razón, la huelga. Quizás el gremio hollywoodense se contuvo de votar por una película basada en un juguete por temor a darle prestigio a una franquicia al estilo Marvel, pero son unas por otras: Barbie fue el mayor éxito de taquilla, y Oppenheimer —sin querer decir que le fue mal con sus 960 millones de dólares recaudados— se llevó los premios. Por una parte se puede interpretar este éxito como un mensaje a los codiciosos jefes de estudio para exigir un regreso al cine de autor redituable que tuvo su lugar en versiones más subversivas durante los sesenta y setenta; por otra, parece la evasión de una narrativa más dura.
También te puede interesar leer: "La valiente imperfección de Donde duermen los pájaros".
Solo una persona se refirió a Gaza durante la ceremonia del Oscar. Jonathan Glazer, director de The Zone of Interest (2023), dijo haber hecho esta película sobre el director de Auschwitz no para recordar lo que la deshumanización hizo entonces, sino lo que hace ahora. Incluso rechazó el secuestro de su identidad judía para justificar la masacre. Fue un discurso valiente que quizá le acabe costando, aunque por fortuna Glazer es un artista marginal que ha hecho cuatro largometrajes en 23 años. No es difícil pensar, ante el equiparamiento de la protesta con el antisemitismo y los subsecuentes despidos, que hubo un temor a votar por la película que mejor esboza el parecido entre los colonialistas israelíes y sus pares estadounidenses: Killers of the Flower Moon.
Probablemente este sea, junto con Fallen Leaves (2023), el estreno más aplaudido del año pasado en los círculos de crítica, y bien podría ser el más importante en la filmografía de Martin Scorsese: la película que culmina su recorrido por la historia de la codicia all-American y por los distintos estilos de realización industrial que han animado su filmografía, del clasicismo a la modernidad. La trama muestra cómo los estadounidenses blancos aprovechan una legislación racista para apoderarse de los derechos del pueblo Osage sobre su tierra colmada de petróleo, en Oklahoma. La mayoría se casa con las mujeres de la comunidad, que a menudo mueren en circunstancias irresolubles; otros se hacen protectores legales de sus amigos indígenas para aprovechar algún accidente, una depresión suicida, para convertirse en sus herederos. Scorsese representa el proyecto estadounidense no como un sueño sino como lo que admiraba Hitler de la esclavitud y exterminio del pueblo africano en América: un genocidio.
Hollywood puede simular una crítica al statu quo pero, si el capitalismo estadounidense desapareciera, se vendría abajo con él. Los estudios y sus empleados prefieren las simulaciones y los gestos ambiguos que en otras ocasiones han caído en el patrioterismo de galardonar una película sobre cómo Hollywood salvó a los rehenes estadounidenses del malévolo ayatolá Jomeiní: Argo (2012). Michelle Obama, la primera dama del gobierno que intensificó los bombardeos con drones en países musulmanes, entregó el premio aunque se supone que nadie sabe quién va a ganarlo. No había forma de que Killers of the Flower Moon se llevara un solo Oscar y menos considerando que Lily Gladstone, una de sus estrellas, firmó un manifiesto por un cese al fuego en Gaza.
Y así llegamos a por qué ganó Oppenheimer. Ganó, tal vez, porque en una escena un general escoge los blancos de la bomba atómica con una indiferencia malévola, y J. Robert Oppenheimer vive asediado por las imágenes de los muertos que produjo su invento. Pero también ganó porque celebra el ingenio estadounidense, manipulado y hasta perseguido por el aparato gubernamental. Nolan es crítico, pero no porque considere al liberalismo como un sistema limitado y tan peligroso para la individualidad como el fascismo, sino porque parece creer en una libertad absoluta, reservada para ciertos sujetos, como la que promueve Javier Milei. Después de todo, su multimillonario Bruce Wayne hizo más por Ciudad Gótica que la alcaldía, y los ingleses de Dunkirk (2017) triunfan al salir de Europa, como acababa de pasar un año antes mediante el brexit.
Hollywood tomó la opción que protege ciertos intereses —del progresismo inofensivo, de los trabajadores de la industria amenazados por la inteligencia artificial y de los productores espantados ante los primeros fracasos del cine de superhéroes— pero que defiende otro más fundamental para el orden actual: el de la mitología del gran individuo estadounidense. Tan es así que estaban nominadas otras películas populares, formalmente interesantes e inofensivas a los intereses nacionales como Anatomy of a Fall (2023), que apenas recibió un premio. Se impuso el nativismo de un gran estreno estadounidense en un año crítico para la industria local, que, de cambiar de rumbo, podría dejar de necesitar estrenos coreanos y europeos para rellenar la terna del Oscar. Por encima de todo, al menos para quienes pensamos que había una mejor película nominada a diez premios, los votantes de la academia hicieron a un lado el reconocimiento de la historia criminal de la nación, antes y ahora, y lo que resonó en medio de una ceremonia que en otros años se ha preciado de su convicción progresista fue su abrumador silencio.
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