Yūrei: la raíz de la melancolía nikkei
¿Cuándo se deja de ser migrante? ¿Cómo se resuelve la convivencia de dos conjuntos de símbolos: lo mexicano y lo japonés? Sumie García Hirata se acerca a la respuesta por medio de una sucesión de apariciones fantasmales, como sutil ejercicio de memoria.
El fantasma es cada vez una figura más insignificante: a lo largo de siglos ha pasado de ser una conclusión supersticiosa sobre la vida del alma, a convertirse en un síntoma de traumas o una expresión de ancestrales miedos a la oscuridad que se transmitieron genéticamente, según la ciencia. A pesar de ello, en la posmodernidad los fantasmas todavía existen, aunque no literalmente —como abanicos o mapas—, sino como símbolos. Hoy, cuando poca gente piensa que las cosas se mueven a causa de un muerto enojado, en el fantasma muchos encuentran un icono que puede expresar la memoria contenida en espacios y objetos. Por ejemplo, Jacques Derrida inauguró un concepto a partir de ello: la hauntología —del inglés to haunt, o “embrujar”, y esta del francés hantologie—, que encuentra, en el acto de recordar, un luto. El crítico cultural Mark Fisher lo explica a partir de la música: alrededor de 2005 las composiciones electrónicas dejaron de sonar futuristas y habíamos llegado a una versión del fin de la historia vaticinado por Karl Marx. Si ya no se podía componer nada nuevo, vivíamos en un presente sin fin, embrujado por el futuro perdido que se asomaba en la música espectral de Burial o The Caretaker.
Yūrei (2024), un documental dirigido por la cineasta mexicana de ascendencia japonesa Sumie García Hirata, no menciona estos conceptos pero abre lo que podría ser otra rama de lo hauntológico: una que entrelaza lo familiar, lo étnico, lo individual y lo cultural a partir del desarraigo. Yūrei, que se traduce al español como “fantasmas”, explora la identidad de los nikkei: miembros de la diáspora japonesa dispersos, en este caso, a lo largo del territorio mexicano. Su historia es apenas contada, ya sea por los huecos que deja la memoria oficial o por la evasión de los abuelos, quienes cambian de tema antes que ahondar en sus viajes e ilusiones perdidas, lo cual inspira a la directora a preguntarse: ¿de dónde viene este silencio, esta tristeza? En algún punto, una voz narra cómo su padre nikkei parecía melancólico en las tardes, pensando tal vez en su patria y el futuro que abandonó al irse a México. Cada huella que dejan los exiliados en este otro territorio está embrujada por la idea de un pasado hipotético en Japón, y por el recuerdo de las derrotas tangibles que vivieron siendo forasteros.
Aunque hay muchos entrevistados cuyos testimonios reflexionan sobre los temas de Yūrei, ninguno aparece a cuadro sino hasta el final. García Hirata sabe que su documental es ante todo una película de fantasmas y los evoca de muchas formas: la ausencia de los entrevistados es una de ellas; la imagen de una mujer en un kimono rojo que extiende una tela infinita es otra. La más recurrente es casi inabarcable: los objetos, que incluyen fotografías, libros, platos, banderas, tumbas marcadas con kanji y hasta manifestaciones efímeras, como la danza. Al producir cada una de estas piezas, sus creadores involuntariamente han hecho memoria e identidad; al tratar de expresar su cultura mediante el cine, García Hirata la convierte en imágenes y se inscribe también entre todos los ancestros a quienes intenta comprender.
Otros aspectos espectrales en Yūrei son la composición visual y el ritmo de la película, que sugieren las convenciones de cierto cine japonés. Las imágenes se atraviesan con calma para que podamos observar su simetría, su quietud y a los personajes como parte del entorno. Si el cine clásico estadounidense —salvo por directores tan admirados en Japón como John Ford— veía a la figura humana como un objeto más importante que el mundo físico circundante, las películas de Kenji Mizoguchi, Yasujirō Ozu o Hiroshi Shimizu la veían integrada al espacio en imágenes más abiertas: el cuerpo no es más ni menos significativo que las paredes y el cielo. García Hirata busca este efecto como parte de una exploración que se origina en ella misma, pero que, mediante otros y sus historias, encuentra la raíz de su melancolía.
Una voz al comienzo de Yūrei explica: “Los nikkei son mexicanos (…) mi identidad está ligada con la colectividad”. Ser uno es ser también muchos otros porque nadie está solo, y ser japonés, habiendo nacido en México, implica una tensión constante entre ser lo uno y lo otro. Yūrei no es solo de algún modo hauntológica, sino también ontológica. El mismo entrevistado sin nombre ni figura habla de la teatralidad de las identidades y de la nostalgia expresada mediante lo simbólico, que son los temas fundamentales de Yūrei: pertenecer a una tribu es asumir sus rituales, sus estilos, su lenguaje, pero ¿qué pasa cuando este grupo es, en realidad, dos? Los nikkei empiezan su historia preservando, con cierta desesperación, los signos de lo japonés, pero con el tiempo y las nuevas generaciones se van asumiendo como mexicanos. ¿Cuándo se deja de ser migrante? García Hirata no puede concluir —quizá nadie pueda—, aunque encuentra en la historia de su grupo muchas posibilidades de respuesta.
En un principio la narrativa se concentra en los factores detrás de la diáspora, desde la aventura individual hasta el imaginario imperial de Japón, que buscaba influenciar a los países de América a partir de expediciones como la colonia Enomoto, de Chiapas. Los factores económicos movieron a muchos por el territorio mexicano para dedicarse a labores en las que ya tenían experiencia, como la agricultura y la pesca. Yūrei se concentra en lo socio-histórico hasta que empiezan a emerger anécdotas manchadas por la crueldad, como aquellas de las picture brides: esposas que eran importadas desde Japón por los nikkei y a quienes elegían solamente con base en una fotografía. Una entrevistada de García Hirata dice admirar su fuerza por arrojarse a través del océano hacia un enigma. Siquiera a su abuela su esposo le pareció muy guapo, pero no todo se arregla tan fácil.
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El mayor trauma de la comunidad nikkei en México es la Segunda Guerra Mundial. García Hirata le dedica una larga representación a partir de dibujos, fotografías, sonidos bélicos y danza. Entre las muchas preguntas que se hace la directora, se asoma en este segmento la de cómo representar el horror. El estilo responde: aludiendo a él, respetando su tono y las heridas que deja, evitando hacerlo espectáculo.
Cuando Yūrei finalmente aborda la persecución de los nikkei tras la entrada de México a la guerra, los entrevistados narran ambiguamente las experiencias en campos de concentración como el fuerte de Perote, en Veracruz, y la exhacienda de Temixco, en Morelos. Sus familias no quisieron hablar de ello y García Hirata encuentra en Temixco una metáfora sutil y dolorosa al respecto: Temixco es ahora un parque acuático. Donde alguna vez lloraron muchos, ahora otros se ríen. La cámara recorre el espacio, como buscando raspar la superficie de las paredes para encontrar las razones de la melancolía, pero es el montaje el que logra más. Al juntar las imágenes, las voces, y producir un ensayo, el ensamblado de la película hace más que cualquier plano por su cuenta.
También en grupo, en comunidad, sanarán tal vez los nikkei, pero García Hirata no da garantías: Yūrei sugiere que el ejercicio de la memoria no vence o reemplaza a la nostalgia. El embrujo es más fuerte porque los fantasmas son una herencia.
ALONSO DÍAZ DE LA VEGA. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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