Tiempo de lectura: 7 minutosPropiamente, el decreto de AMLO es, en realidad, un acuerdo que se publicó ayer, 22 de noviembre, en el Diario Oficial de la Federación y tiene varias consecuencias que dañarían el medio ambiente. En caso de que se mantenga, pondrá en riesgo la disponibilidad de agua, lo que tendría un efecto directo y devastador para los habitantes de las zonas donde se construya obra pública o infraestructura. También impediría que se preserven bosques, manglares y selvas, y que se conserve la fauna que resguardan esos y otros ecosistemas. Incluso supone un riesgo grave para el patrimonio histórico y cultural de México.
Todas estas razones sustentan la preocupación general con la que se recibió el acuerdo. Quizá los defensores del gobierno actual dirán que el acuerdo no sólo es perfectamente legal, sino que además es necesario para “agilizar trámites”, hacerlos “más expeditos” y que “no detengan” la obra pública, siguiendo la línea de defensa que marcó el presidente López Obrador en la mañanera. Lo primero, la legalidad del acuerdo, sin duda terminará litigándose en los tribunales. Sin embargo, es sorprendente que –desde los considerandos– se pretenda establecer este acto como uno imperativo, necesario o urgente: la intención del presidente es convencernos de que este acuerdo protegerá el interés público; si ese es el objetivo, este acuerdo conseguiría todo lo contrario.
Para explicar las consecuencias del acuerdo –en términos estrictos no se le puede llamar un decreto de AMLO–, primero hay que considerar cuál es su alcance. En suma, le instruye a todas las secretarías, entidades y dependencias de la Administración Pública Federal a que –en un plazo máximo de cinco días hábiles– emitan “autorizaciones provisionales” para que cualquier obra pública o proyecto de infraestructura que emprenda el gobierno federal pueda comenzar sin interrupción alguna. En otras palabras, cualquier trabajo de construcción que el presidente considere necesario para sus proyectos podrá iniciar sin que cuente con las autorizaciones de las autoridades federales competentes. Como sucede con cualquier acto, al acuerdo no se le pueden dar efectos retroactivos: su alcance no puede abarcar proyectos anteriores como el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles o el Tren Maya –aunque el presidente se refirió a ambos esta mañana–. Sin embargo, desde ahora y en el futuro sí podría utilizarse para “saltar” los procesos aplicables conforme a la ley.
La justificación que el presidente cita es que el artículo 26 constitucional faculta al Estado para “[organizar] un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional que imprima solidez, dinamismo, competitividad, permanencia y equidad al crecimiento de la economía y la democratización política, social y cultural de la nación”. El problema de esta justificación –haríamos bien en recordarlo– es que los artículos de la Constitución mexicana nunca deben leerse de forma aislada; por el contrario, siempre deben interpretarse en congruencia con otros. Así, vale la pena volver un paso atrás, al artículo 25 constitucional, porque establece que al Estado no sólo le corresponde la rectoría del desarrollo nacional, sino que también debe garantizar que ese desarrollo sea sustentable, es decir, debe velar por la conservación de los recursos y el medio ambiente. Este artículo y el 4º constitucional, que marca la obligación del Estado de garantizar el derecho de las personas a un medio ambiente sano, son sólo algunas de las muchas pistas que tenemos para predecir que la constitucionalidad del acuerdo –del mal llamado decreto de AMLO– probablemente no se sostendrá en los tribunales.
Más allá de este ejercicio argumentativo, me interesa dialogar con quienes hoy defienden esta decisión presidencial, con quienes creen que la obligación de obtener autorizaciones, licencias y dictámenes antes de la construcción de cualquier obra pública constituye un freno al desarrollo económico de México. Para empezar ese diálogo, podemos imaginar que dicho freno no existe. Tal y como dice este acuerdo, supongamos que ninguna obra de infraestructura pública requiere permisos o dictámenes de las autoridades competentes. ¿Qué podría suceder? A continuación, tres ejemplos.
CONTINUAR LEYENDO
Desde finales de la década de los ochenta y hasta ahora, de acuerdo con el artículo 28 de la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente, cualquier obra o actividad que pueda generar, debido a sus características, un desequilibrio ecológico grave requiere una Manifestación de Impacto Ambiental por parte de la Semarnat para que sea autorizada. Quien desarrolle esas obras –ya sea del sector público o el privado– está obligado a presentar un documento que le explique detalladamente a la autoridad ambiental el tipo de obra o actividad que desea realizar, el impacto ambiental que provocará al hacerlo y cómo mitigará o compensará esos impactos. A su vez, la Semarnat cuenta con un plazo de 60 a 120 días hábiles para evaluar el documento y, en su caso, emitir la autorización. Con el acuerdo del 22 de noviembre, la Semarnat sólo contará con 5 días hábiles para emitir una “autorización temporal”. Por lo tanto, el gobierno –sin mayor restricción– podrá iniciar la construcción de cualquier obra pública, aunque no se hayan podido evaluar sus daños ambientales.
La consecuencia no es menor y quizá un ejemplo sirva para entender más a profundidad por qué el acuerdo causa tanta preocupación. Las obras de infraestructura, como el Tren Maya, han tenido que adecuar su trazo en varias ocasiones precisamente para evitar que dañen áreas naturales protegidas y la fauna que habita dentro de ellas. Hasta ahora la interlocución que Fonatur ha tenido con la Semarnat ha servido para comprender la importancia de preservar dichas zonas y para diseñar medidas de mitigación y compensación, como los pasos de fauna, la reforestación e –insisto– la adecuación del trazo para evitar daños ambientales irreversibles. Con este acuerdo –más adelante explicaré por qué es incorrecto considerarlo un decreto de AMLO–, se pretende obviar ese proceso de interlocución entre las autoridades y, peor aún, el proceso de evaluación ambiental previsto en la ley.
Como segundo ejemplo me referiré a las construcciones que podrían afectar las dinámicas hídricas de las cuencas. Conforme a la Ley de Aguas Nacionales, cualquier obra de infraestructura que se ubique en un cuerpo de aguas nacionales o en un terreno que esté bajo la jurisdicción de la Conagua también necesita una autorización previa por parte de dicha autoridad. Por su naturaleza y ubicación, estas construcciones pueden afectar la dinámica hídrica de la zona y generar desequilibrios graves que la Conagua está obligada a prevenir. Para emitir estos permisos, la Conagua evalúa –entre otras cosas– ciertos aspectos técnicos, por ejemplo, que la construcción no afecte el volumen de agua renovable de una cuenca (conocida como “cuota natural de renovación de las aguas”) ni que ponga en riesgo las zonas cuya explotación está limitada, de modo que se garantice la disponibilidad de agua para los habitantes del lugar (llamadas “zonas de reserva”). Sobra decirlo: estos dictámenes, por su naturaleza extremadamente técnica, no pueden elaborarse en poco tiempo, mucho menos en cinco días hábiles.
Como tercer y último ejemplo del acuerdo, hablaré de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas. De acuerdo con ella, cualquier construcción que se realice en un inmueble catalogado por el INBA o en alguna zona que el INAH considere de relevancia arqueológica debe contar con un dictamen previo de esos institutos. En este caso, los dictámenes evalúan que las obras nuevas no constituyan un riesgo para el patrimonio arqueológico y que respeten en todo momento la integridad de los inmuebles históricos. La elaboración de esos dictámenes, cuando son competencia del INBA, suele tomar hasta tres meses. En cuanto a las zonas arqueológicas, pueden alargarse más porque el INAH envía a sus expertos a garantizar que la obra no afecte algún vestigio arqueológico que podría encontrarse en el lugar. Con el acuerdo que se publicó el 22 de noviembre, estos dictámenes y procesos podrían obviarse.
Quiero subrayar, además, uno de los mayores problemas del acuerdo: permite considerar que todas las obras son de “interés público” y de “seguridad nacional”. No sólo preocupa la vaguedad de estos conceptos y la ligereza con la que se decidió utilizarlos; también son preocupantes los efectos jurídicos que pretenden ocasionar. No es coincidencia que la Ley de Amparo prevea que la obra pública puede suspenderse de manera temporal, con la excepción de que se actualicen ciertos supuestos, como que se afecte el interés social o la seguridad nacional. Si bien –como ya mencioné– es poco probable que el acuerdo se sostenga en cualquier tribunal, su propósito importa. Al respecto, en la conferencia matutina de hoy, el presidente explicó el motivo del acuerdo: que “las empresas que están trabajando en el Tren Maya […] tengan tramo y no se detenga la obra porque tenemos que avanzar, terminar, concluir las obras”. En suma: que nada detenga los proyectos del gobierno federal.
Antes de terminar, quiero detenerme en la diferencia entre el acuerdo y el así llamado decreto de AMLO. En términos jurídicos, ambos podrían declararse sin validez en los tribunales. Sin embargo, aunque la diferencia podría parecer mínima, no parece ser una coincidencia que el presidente haya elegido emitir un acuerdo. Primero, porque los decretos son disposiciones administrativas que pueden aplicarse en casos concretos y bajo supuestos específicos. Segundo, porque los acuerdos, por naturaleza, son resoluciones que deben adoptar uno o más órganos de la APF (en este caso, todo el gabinete), pero su alcance no tiene tantas limitaciones como los decretos, puesto que su objetivo único es regular de manera interna la actuación de las secretarías y sus funcionarios.
Más allá de todo lo anterior y de los ejemplos puntuales que expuse para comprender la preocupación ante el acuerdo, me llama la atención lo siguiente: hace un año el gobierno se pronunció en contra de proyectos como el de Constellation Brands que podrían dejar sin agua a ciudades enteras (en este caso, a Mexicali), ¿por qué ahora el mismo gobierno cree que es posible –ya no digamos deseable– forzar a las autoridades federales a aprobar en modo fast-track las autorizaciones y los dictámenes que son primordiales para preservar el medio ambiente, el agua de las comunidades y el patrimonio material del país?
Este gobierno también estuvo dispuesto a llevar a cabo una gran consulta para cancelar el aeropuerto de Texcoco –en ese momento, se mencionaron varias veces los impactos de la obra en el medio ambiente–. En cambio, hoy el presidente quiere persuadirnos de que debemos saltarnos las evaluaciones y los dictámenes ambientales. Hace apenas once días terminó la COP26 en Glasgow, donde se evidenció la urgencia de mitigar el cambio climático. La representación del gobierno mexicano incluso denunció el hecho de que son los países pobres –como el nuestro– quienes pagan las peores consecuencias de la degradación ambiental y refrendó su compromiso para combatirla. ¿Por qué, entonces, el más reciente acuerdo del presidente sería de interés público?
Alejandra Sosa trabaja como consultora en materia ambiental, de género y derechos humanos para proyectos de infraestructura. Es abogada por la UNAM y cuenta con una maestría en Medio Ambiente, Políticas y Desarrollo por la Universidad de SOAS en Londres.