“Lo peor ocurrió después de la medianoche”, recuerda la lideresa del pueblo raizal Josefina Huffington Archbold en una entrevista por teléfono y desde su casa frente al mar Caribe; es la casa en la que tres habitaciones quedaron sin techo la madrugada del lunes 16 de noviembre de 2020, cuando el huracán Iota, de categoría cinco –la de mayor intensidad– golpeó con vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora a Providencia y Santa Catalina. Ambas islas, que conforman un solo municipio de dieciocho kilómetros cuadrados en el único departamento insular de Colombia, necesitan que se cumpla el plan de reconstrucción.
Josefina habla de aquella noche con frases sueltas, cortadas: “No sé cómo explicarlo”. Que la luz se fue, que no se veía nada, que se escuchaba a los árboles caer, que todos –los cinco mil seiscientos habitantes– estaban mojados, que el informe meteorológico del noticiero mencionó un huracán, no “ese monstruo” nunca antes visto.
Ella tiene 74 años, es enfermera de profesión y presidenta de la Veeduría Cívica de Old Providence, una organización comunitaria fundada hace cuarenta años, en Colombia, para que la ciudadanía vigile la gestión pública y cuyo archivo histórico se echó a perder con el huracán. Eso se supo al día siguiente cuando la isla de vegetación frondosa y árboles centenarios –con tanta sombra que incluso se podía caminar sin sentir el sol– se convirtió en una enorme mancha café. “Fue como si hubieran incendiado la isla”, dice Josefina, “no quedó un solo verde en ninguna parte, las hojas estaban en el piso y eran de color café. Nuestro diagnóstico es que todo apareció quemado por la sal porque el mar subió ocho metros”.
Darle un orden cronológico a lo que ocurrió enseguida es difícil porque todo se perdió tras el huracán, la isla estaba incomunicada de Colombia y el mar continuaba embravecido. La reconstrucción se adivinaba verdaderamente difícil. “No había lápiz ni papel donde trazar un plan, no había materiales de construcción, absolutamente nada como para poder decir: vamos a empezar a trabajar ya”, describe Josefina. Hoy se sabe que cuatro personas fallecieron y que el 98% de las edificaciones de Providencia y Santa Catalina, incluyendo casas, hoteles, escuelas, aeropuerto y hospital, quedó en ruinas.
Una semana después, el 24 de noviembre, el periódico El Isleño, de Colombia, publicó un comunicado de la Veeduría Cívica sobre la situación: escasez de agua potable; aumento de casos de covid y de neumonía entre aquellos que permanecían a la intemperie; proliferación de mosquitos, ratones y cucarachas, de alimentos pudriéndose, de animales muertos; falta de suministro de energía eléctrica y gas; basura en la calle; saqueos y robos. Para entonces, el gobierno nacional había declarado la calamidad pública y la urgencia manifiesta y también había encargado a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) la creación de un plan para la reconstrucción de la isla en un periodo de cien días.
Lo primero que ocurrió respecto a la reconstrucción, recuerda Josefina, fue la recolección de escombros en la que participó un contingente de la Armada Nacional de Colombia, y que ella define como un trabajo bien hecho y con celeridad. Sin embargo, para comienzos de diciembre, los habitantes de Providencia y Santa Catalina tenían algo claro: la promesa del presidente Iván Duque de lograr la reconstrucción en cien días no se iba a cumplir. Los daños que había dejado el huracán persistían.
“La gente empezó a techar las casas que se podían techar”, cuenta Huffington. “[Luego] se instaló una carpa en el aeropuerto con oficinas de la Alcaldía y el gobierno nacional y allí se celebraron reuniones con líderes y miembros de la comunidad para hablar sobre la reconstrucción. Había ingenieros, arquitectos. Mi papel como Veeduría Cívica era informar que Providencia tenía un esquema de ordenamiento territorial que no podía ser violado. Providencia es patrimonio cultural y paisajístico del pueblo raizal y la arquitectura de nosotros forma parte de nuestra identidad cultural”.
El pueblo raizal es una comunidad étnica de Colombia, reconocida así en la Constitución de 1991, y su territorio está en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. El más reciente censo del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) indica que, para 2018, 25,515 personas en Colombia se reconocían como raizales y que, a su vez, integran la población negra, afrocolombiana, raizal o palenquera (NARP) del país, con casi tres millones de personas.
Según la socióloga Dilia Robinson Saavedra, la identidad raizal está dada por su territorialidad insular, “un conjunto de sentimientos definidos por el aislamiento”, y por “costumbres, hábitos y otras manifestaciones que los hace diferentes del resto de colombianos de tierra firme, aun de sus más próximos vecinos del litoral Atlántico, y más parecidos a los pobladores del gran Caribe”. Su génesis puede situarse hace unos cuatro siglos, cuando colonos ingleses se asentaron en la isla a la que llevaron población esclavizada de otras colonias, como Jamaica, para trabajar en plantaciones de tabaco y algodón.
De ahí que la raizal sea una cultura afro-anglo-antillana, que su iglesia sea la bautista y su idioma se catalogue como creole, un inglés con acento africano y rastros francófonos. “Para los raizales el valor [del creole] está centrado en sus raíces del idioma inglés y de algunos fonemas de antiguas lenguas africanas, el primero les permite comunicarse con los angloparlantes y lo segundo mantiene viva la ascendencia africana”, escribe Robinson Saavedra en el texto “Pueblo raizal en Colombia”, publicado por la Universidad del Rosario, donde también menciona otro elemento distintivo: la arquitectura raizal.
En Providencia y Santa Catalina las casas son coloridas, de madera y en pilotes, con balcones que tienen barandas y canales para recoger el agua de lluvia, “lo que explica cómo las comunidades isleñas han convivido con los fenómenos climatológicos de la zona”, añade Robinson Saavedra. “En el archipiélago, a pesar de haber soportado huracanes, épocas de lluvia y grandes sequías, no eran frecuentes las inundaciones ni la falta de agua”.
Las reuniones con el gobierno de Colombia para hablar de la reconstrucción de la isla después del huracán no resultaron lo que Josefina Huffington Archbold esperaba. “Yo estuve en la mesa haciendo observaciones porque nosotros somos el único grupo étnico de Colombia con territorio propio heredado de nuestros ancestros y nuestro sistema de vida no debe sufrir ningún cambio. Pero vi por dónde iban las cosas, hicieron unos diseños de casas que no me gustaron, lo manifesté, me levanté y no regresé”. Entonces Josefina añade: “Pero la gente estaba tan desesperada, yo creo que si les daban una casa de cartón, la recibían porque no tenían dónde meterse”.
Según alertó la Contraloría General de la República en junio de 2021, siete meses después del huracán Iota, las obras habían avanzado menos del 15% y sólo dos viviendas se habían construido.
Tras una historia de lucha en la que la Veeduría Cívica, entre otras victorias, logró detener en los años noventa diecisiete megaproyectos hoteleros, con más de cuatrocientas habitaciones cada uno, que habrían monopolizado el turismo en Providencia y Santa Catalina, el 17 de diciembre de 2020, noventa familias del pueblo raizal presentaron una acción de tutela para garantizar sus derechos fundamentales sobre el territorio. La tutela no prosperó en la primera ni en la segunda instancia, pero el pasado agosto fue escogida para su revisión por la Corte Constitucional que aún se encuentra estudiando el caso y con un pronunciamiento pendiente.
Así recuerda Josefina: “Esa tutela la perdimos en San Andrés. Primero nos tocó en un juzgado y la jueza se fue de vacaciones. Cuando regresó, se demoró en resolver y cuando resolvió, nos negó la tutela. Apelamos ante el tribunal de San Andrés y volvimos a perder. Pero gracias a otras organizaciones que intervinieron, ya la tutela está en la Corte Constitucional y ahora esperamos una decisión. Nosotros tenemos que garantizar la reconstrucción de Providencia, no se pueden ir de aquí sin dejar la isla como debe estar”.
Una de las organizaciones a las que se refiere es el centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia, con sede en Bogotá. El pasado 11 de agosto, Dejusticia envió a la Corte Constitucional una solicitud ciudadana para que seleccionara y revisara la tutela en la que el pueblo raizal pide la protección de sus derechos a la información, a la consulta previa, a los derechos territoriales y al amparo de la comunidad en eventos de desplazamiento climático, como fue el huracán Iota.
“Acá hubo más de mil raizales que tuvieron que salir porque no tenían dónde quedarse. Personas que tenían familia en San Andrés o en otras partes del país y que salieron a buscar refugio. Algunos ya regresaron a tratar de organizar su casa como pueden, pero muchos todavía están por fuera. Nunca a tal cantidad de gente en Providencia le había tocado desplazarse. Hay mucha gente de la tercera edad que no puede regresar”, dice Josefina.
Según la solicitud de Dejusticia, esta sería la primera vez que la Corte se pronuncie sobre la obligación que tiene el Estado colombiano de brindar garantías para las víctimas de eventos climáticos en relación con sus derechos y en caso de desplazamiento por este motivo. Así, el huracán Iota podría ayudar a sentar un precedente. “Los impactos generados por eventos climáticos pueden ocasionar desastres como la pérdida del terreno, inundaciones, daños en infraestructura, amenazas en materia de turismo, pueden violar derechos como la autodeterminación, la vida, la salud, el agua”, enumera la solicitud y, en efecto, todo eso está sucediendo en Providencia y Santa Catalina.
“¿Qué le digo yo?”, pregunta Josefina y menciona más efectos del huracán, “ahora la construcción está avanzando más que cuando arrancó, pero hay emergencia económica y urgencia manifiesta, los alimentos están incomprables. Un galoncito de aceite que costaba veintitrés mil pesos ahora está en cuarenta mil. Cada vez que viene el barco con los alimentos, los precios suben. Y de continuar esto, va a llegar un día en que no podamos comer. El gobierno no ha tomado medidas para hacer controles de precios. Lo que sí está supremamente atrasado es la reconstrucción de la hotelería y el turismo que dinamiza el desarrollo económico de Providencia. Los plancheros, los guías, los restauranteros, los hoteleros, los pescadores, todos dependen del turismo. Pero la isla sigue cerrada y no pueden llegar turistas porque no hay dónde alojarlos. Si no se reactiva la economía, nos vamos a morir de hambre”.
Una nueva temporada de huracanes recién empezó en octubre y mucha gente sigue viviendo en carpas, sin que la reconstrucción se cumpla. Mientras tanto, la Armada Nacional prepara la creación de un guardacostas en Old Town Bay, al que la comunidad ya se había opuesto en 2015 por medio de una consulta previa debido a que el proyecto se realizaría justo encima de un humedal de gran valía ecológica.
“En San Andrés, [capital del archipiélago y puerto libre], hay una sobrepoblación inhumana. [Es probable que sea] la isla más densamente poblada del mundo y los raizales fueron marginados y arrinconados; despojados de su propia economía mientras que otros, los turcos y los colombianos, son los dueños. Allá los raizales no tienen voz. Entonces, en los años ochenta, cuando nosotros vimos en lo que se estaba convirtiendo San Andrés, el reverendo padre Martín Taylor, que en paz descanse, un sacerdote raizal, nos organizó para defender Providencia”, recuerda Josefina. “Nosotros optamos por un modelo de desarrollo diferente porque el territorio es parte de nuestra identidad. Estamos acostumbrados a respetar la tierra, a cultivar la tierra que heredamos de la esclavitud y por la que nuestros ancestros pagaron un precio muy alto”.