En las siguientes páginas encontrarán una historia vertebral hilvanada con otras historias secundarias. Todas ellas son desesperanzadoras en esencia: son fondos que supe. El relato central va más allá, es rotundo en el fracaso; pesado para hundirse hasta donde pude llegar y sin duda con perspectivas de descender más abajo de donde estas letras alcanzaron.
Hay vidas en este libro que ocurren en profundidades a las que cuesta creer que sea posible acostumbrarse. A mí me cuesta creerlo aun después de haberlo escrito durante un año. No hay héroes realizados ni víctimas reivindicadas; no es una realidad con elegancia noir, donde hay bienhechores de moral cuestionable, con clase y misterio, imperfectos y atractivos; hay deformación, salvajismo y crueldad.
«Contame un recuerdo feliz», pedí una vez al personaje principal. «¿Cómo así?», me preguntó. Y nunca nos logramos entender.
Hay gente que sobrevivió hasta donde pudo. Y en ese bregar contra todo destilaron esencias que permiten reflexionar sobre la vida, la valentía real, el amor comprometido, los privilegios, la injusticia, la trivialidad de estas sociedades de pose, la cotidianidad asesina e inhumana a la que condenamos a la mayoría que, en el intercambio tan moderno y bajero de likes y corazones, parece la minoría muda.
Éste es un libro sobre gente que abunda.
En la región violenta que he cubierto durante trece años, abunda.
En algunas otras me imagino que también.
En las siguientes páginas encontrarán lo que sé sobre cubrir violencia. Lo que sé son estos errores, estas abundantes dudas y escasas certezas.
No es un libro para periodistas, pero sí es uno donde un periodista –yo– cuenta la historia incluyéndose en ella.
Reflexiono sobre mi oficio porque fue el método con el que me adentré voluntariamente en esos abismos. Desde ahí vi, conté, descarté, elegí. Este libro está contado desde mis ojos como ningún otro que escribí, aunque todos los escribí desde esa inevitable perspectiva. Es sólo que la reflexión de cómo vi nunca fue materia primordial y sostenida en ningún otro libro. Hasta éste.
En este libro hay pandilleros, pero no es sobre pandillas; hay narcos y no va de narcos; hay El Salvador, Honduras, Guatemala, México, Estados Unidos, pero no va sobre esos países; también hay policías y jueces y presidentes y políticos corruptos, pero no pretende profundizar en ese mal endémico de la región; hay migrantes y no es sobre migración; y hay reflexiones de periodismo y frases de periodistas célebres, pero no va sobre eso.
Este libro es lo que sé del fondo del mundo que cubrí. Todo lo anterior lo ocupé para intentar explicarlo. Este libro dice además cómo cubrí ese mundo. Y también es lo que no sé, lo que no pude explicar, ante lo que sólo puedo dudar.
Estas letras se guiaron por preguntas más que por respuestas. Responden cuando pueden. Preguntan siempre.
Empecé este libro como un impulso orgánico: una necesidad primero. Lo transité como un túnel tenue: con miedo y voluntad.
La primera semana de marzo de 2020, decretada la cuarentena en mi país chiquito, supe que necesitaba escapar de la coyuntura mezquina de esta nación: sus plazos cortos, su memoria de memento, su escándalo de hoy, su partido de fútbol de mañana. Escribí todas las noches.
Escogí garabatear una historia que nunca supe contar y que seguí por años. Escogí escribir una historia que por oscura y falta de perspectivas siempre restringí, como quien encierra al perro que sólo muerde.
El jueves 26 de marzo de 2020, a las 8:42 de la noche, envié un correo a mis agentes y anexé diez páginas. Escribí:
Queridas: Espero estén bien. Vaya tiempos. Vaya panorama futuro. Aunque sigo reporteando en las calles, he tenido algún tiempo para escribir antes de desquiciarme. Les envío diez páginas de mi proyecto de libro-ensayo sobre el oficio. La idea es hilvanar el asesinato de tres de mis fuentes con el oficio periodístico y las lecciones que he aprendido tras más de diez años de no retirar los ojos de la violencia en uno de los lugares más violentos. No es un libro que pretenda explicar a una pandilla ni a un país, sino rasgos humanos generales y el oficio ejercido en el abismo moderno. El tono se volverá íntimo cuando sea necesario. La estructura, de momento, es el relato continuo del caso, tejido con reflexiones e interrupciones de recuerdos concretos, de los que dejo uno. No hagan caso a lo amarillo al final, soy yo hablándome.
Se los mando para que me digan: pará, déjate de tonterías; o seguí, pero no por ahí; o seguí. Me conozco, si escribo más ya no querré parar. Ahora aún estoy en el recodo.
Abrazos.
Yo confío en ellas porque son honestas conmigo y me quieren. Y nadie es honesto y quiere si desaprovecha la oportunidad de librar del ridículo a quien quiere. Me dijeron que escribiera. Y condenaron toda mi cuarentena y mucho más. Se los agradezco, Andrea y Paula, no desde la pose, sino desde la sinceridad. Le vaya como le vaya, gracias.
Descubrí el ejercicio más retador de los que hice. No el más metódico, ni de cerca el más concluyente, jamás el más investigativo, pero sí el más retador: intenté responder qué, cómo y por qué. Paré en el camino, me senté entre veintiocho libretas repletas hasta los bordes, atesoradas durante trece años, desnudo y sin plan, las ordené, descarté otras tantas, etiqueté, las leí varias veces y recordé lo que hice, lo que vi y escribí, lo que resultó, lo que no, y me pregunté por qué. Y, de nuevo, escribí.
Es lo que hice.
Es lo que sé.
Es lo que fallé.
Es lo que logré.
Es lo que no sé.
Es lo más honesto que he escrito.
1. Lea o abandone
Si aquella noche del domingo 16 de abril de 2017 yo no hubiera aparecido en el cantón Santa Teresa, quizá Herber no habría sido asesinado a machetazos en la cara; quizá Wito no habría sido decapitado; quizá Jéssica no habría tenido que huir. A Rudi, a ese sí, creo que lo habrían matado de cualquier forma.
Pero lo que ocurrió no es sencillo ni determinar mi rol en todo esto es tan interesante. Lo cierto es que una historia que empecé a perseguir, porque sabía que terminaba en muerte, terminó en más muerte. Para entender cómo pasó todo tengo que pedirles algo que parece artimaña: lleguen hasta el final de este libro, porque lo importante, las reglas del comportamiento de la violencia, que cubrí por más de una década en una de las esquinas más sangrientas del mundo, se revelan en los detalles de cómo pasó. El resultado es sólo cotidianidad en un país como El Salvador o como en otros tantos. El final ya se lo conté: los cadáveres despedazados de tres hermanos salvadoreños jóvenes y pobres fueron encontrados en un cañaveral sin nombre.
Si deciden no concederme la lectura, les evito pasar páginas. La última línea de este libro será la siguiente: Hay muertes. Punto.
2. Primera matanza
«Según la información oficial, la Policía realizaba un patrullaje cerca de las seis de la mañana en el cantón Santa Teresa, del municipio de Santiago Nonualco, cuando ubicaron a varios sujetos vistiendo ropas oscuras y portando armas de fuego. Esas personas, al percatarse de los uniformados, ingresaron a la iglesia Santa Teresa de Ávila de la localidad, donde tres de ellos fallecieron en un intercambio de disparos. La Policía Nacional Civil (PNC) perfila la zona como un territorio controlado por la pandilla 18, tendencia revolucionaria.»
Esos tres muertos no son los tres muertos a los que dedico este libro.
Entonces era 15 de febrero de 2016 y yo almorzaba mientras veía al reportero de un noticiero repetir como loro la versión oficial de la Policía. Lo usual en todos los noticieros del país: los policías cuentan por qué esos cuerpos terminaron cadáveres; los periodistas escogen palabras marchitas (percatarse, fallecer, enfrentamiento, dar parte, localidad, sujetos) y cotorrean lo que les contaron. Lo dan por cierto. Decenas de miles de salvadoreños desayunamos, almorzamos y cenamos mientras escuchamos esas mentiras.
Debido a que en los noticieros del país hay asesinatos casi siempre, esos programas están catalogados «para mayores de edad» por el Ministerio de Gobernación. Los sucesos nacionales no son aptos para niños, pues.
Yo tenía aquel día más de cinco años siendo parte de Sala Negra, una unidad de investigación sobre violencia del periódico El Faro. Hacía mucho rato que me dedicaba a la labor de entender a profundidad por qué somos tan violentos en esta región del mundo. Cuando digo región no digo límites difusos como la niebla, digo demarcación: Guatemala, Honduras, El Salvador, lo que comúnmente conocemos como triángulo norte de Centroamérica, porque nos parece que unas similitudes nos igualan más que tantas diferencias. Las similitudes son los asesinatos, pero también la pobreza, la migración, las pandillas, todo así, con etiquetas, en general, grosso modo.
Acatando la categoría, en estos países nos asesinamos mucho, más de lo normal, más de lo anormal aceptable planetariamente, nos matamos como una epidemia. Lo usual en la región en estos últimos diez años es que la tasa de homicidios supere los cuarenta por cada cien mil habitantes.
¿Cómo se crea un monstruo humano? ¿Cómo se crean tantos? Es otra forma de hacerse la pregunta que nos convocó en aquel proyecto. ¿Cómo se crea una sociedad monstruosamente violenta? Era la gran pregunta que empecé a contestar desde mi trinchera en 2011.
En el reporte de aquel noticiero hubo una anomalía. «Algunos residentes confirmaron que los fallecidos pertenecían a la pandilla 18, aunque tienen una versión diferente de lo sucedido», dijo el reportero. Y la voz fina de una campesina sonó queda, susurrante en la pantalla:
–De hecho, ahí estaban durmiendo… Sí, ahí, si es que como el predio es grande, ¿va? Ellos nunca han corrido. Ellos ahí estaban y los policías han llegado ahí a matarlos ahí. Ellos no han corrido. Ellos no se han corrido. Los bichos no estaban armados.
Eso fue todo lo que dijo la mujer en la tele. Luego volvió a decir cosas el reportero: «Sólo durante el 2015 se registraron doscientos enfrentamientos entre delincuentes y miembros de la corporación. Hasta el pasado viernes se habían cometido 954 homicidios, un promedio de veintitrés al día».
Yo escuché eso y supe que aquéllo había sido una masacre. Ahora mismo ustedes no entenderán por qué lo supe, pero lo supe.
Escogí el verbo: no lo intuí, no lo concluí, no lo sospeché, no lo interpreté. Lo supe.
Como digo, ya llevaba años en esto, ya verán.
Y comí una cucharada más de arroz.
La noticia –o, más bien, lo que la noticia ocultaba– fue clara para mí, diáfana: unos policías mataron a unos muchachos rendidos, pandilleros o no.
Hay conocimientos que parecen escandalosos y no lo son. Hay escándalos que son vida diaria. Quizá uno de los rasgos más monstruosos de una sociedad como ésta es que la vida diaria incluya esas deformaciones.
Cuando aquel día yo escuchaba palabras marchitas en un noticiero y sabía con convicción que la Policía había asesinado otra vez, seguí almorzando sin mayores sobresaltos.
Sé cómo se asesina en mi país. No es mérito, es mi trabajo. Me pagan por entender, entre otras cosas, por qué nos matamos tanto. Entendí en estos años que muchos policías están hartos de ser autoridad de día y víctimas de las pandillas cuando en las noches vuelven a sus casas en zonas marginales controladas por la Mara Salvatrucha 13 o el Barrio 18. Policías de base y pandilleros pertenecen al mismo estrato social, de la mitad para abajo. Habitan los mismos barrios. Sólo en 2015, el año anterior a lo que pasó en la iglesia Santa Teresa de Ávila, 93 policías fueron asesinados por pandilleros. La enorme mayoría mientras estaba en descanso. Circularon videos grabados por pandilleros de asesinatos de agentes en breñas sin nombre.
Uno de aquellos videos me lo mostraron dos personas: un policía y un pandillero. El policía era inspector de homicidios y me lo mostró a mediados de 2015 tras pronunciar esta frase: «Mire estos hijosdeputa sádicos lo que hacen. ¿Cómo quiere que los compañeros no estén emputados y salgan a matarlos?» El pandillero, un veterano venido a menos tras regresar de Estados Unidos, donde hacía sushi, me lo mostró ya en 2016, tras decir: «Después de que la Policía les da verga y les mata a los familiares y los llega a sacar de las casas del pelo en la noche, sin pruebas ni nada, los hommies quedan locos y con ganas de venganza, y así llegamos a estas situaciones.»
El ojo por ojo se queda corto. Es sólo el inicio en composiciones humanas donde matar es un verbo que dice poco y que requiere especificaciones: descuartizar, incinerar, decapitar, estrangular, machetear. Ojo por dos ojos; dos ojos por cabeza; cabeza por…
Hay, en estos fondos, incluso metáforas: cuando a alguien le retiran brazos, piernas y cabeza, lo han asesinado haciéndole un «corte de chaleco»; cuando a alguno le impactó un disparo de escopeta en la cabeza, deshaciéndosela, «le destaparon el coco»; si lo lanzaron a un pozo, lo pusieron a «tomar agua»; y si quedó boca arriba en algún monte, quedó «contando estrellas».
En el video que me mostraron, cuatro pandilleros destazan el cuerpo de un policía, aparentemente sin vida. Ocurre en una zona árida, polvosa. El cuerpo está al borde de una tumba que han cavado previamente. Entre tres, le arrancan brazos y piernas. Quien filma no aparece nunca en escena, pero es la voz de mando. Se percata de que el cuarto pandillero filmado no participa y entonces esa voz omnisciente ordena a otro: «Perro, dele el corvo al niño. Niño, vuélele la cabeza.» El video no es de alta calidad, es difícil calcular la edad del cuarto desmembrador, pero es un pandillero escuálido, un cuerpo raquítico. Toma el machete y se afana intentando separar la cabeza del torso. El que filma ríe a carcajadas, el encuadre tiembla con los espasmos de la risa. La mutilación no es completa, la cabeza se reclina colgante hacia delante y los pandilleros empujan los pedazos al hoyo.
¿Qué es violencia extrema? Depende de a quién se le pregunte.
Cuando la violencia es persistente, duradera, ADN de una sociedad, muchas cosas se normalizan. Tanta muerte nunca deja de perforar vidas de los que quedan alrededor. Nadie se acomoda a tanta muerte, a ninguno de quienes despiertan y se acuestan en medio de ella le parece que no es aterrador.
Normalizar la violencia no es dejar de sufrirla, sino entender con naturalidad algunos aspectos que deberían ser descubrimiento y no conocimiento establecido. No sólo entenderlos, sino incorporarlos a las dinámicas diarias: ¿qué bus tomar y qué bus no tomar cada mañana? ¿Cómo responder al saludo de un policía, cómo responder al saludo de un pandillero? ¿Qué hacer si suenan balas, qué hacer si suenan pasos agitados en la calle, qué hacer si suenan gritos de auxilio? ¿Dónde esconder el dinero? ¿Llevar una navaja, llevar un puño americano? Nunca sentarse contra la ventanilla en el bus, encerrarse en casa tras el ocaso, bajar las luces del carro para entrar a la colonia, no llevar a los niños al parque.
Todo esto no lo entendía, pero ahora creo que sí, por eso escribo. No entiendo todo, pero entiendo mucho. Entiendo, creo, algo importante.
Muchos de los mejores ejemplos se encuentran también en el lenguaje estatal. «Enfrentamiento», dice la Policía siempre que un pandillero resulta muerto por balas de la corporación. Entre 2015 y 2020 descubrí dos masacres policiales. En total, en ellas fueron asesinados doce pandilleros y tres jóvenes que no pertenecían a ninguna de las pandillas, que podían considerarse víctimas de ellas, pero estaban ahí cuando los policías llegaron. Por esas masacres han sido condenados ocho policías, absueltos otros ocho y ni siquiera juzgados cinco más.
Muchos de los vecinos que malviven en esos lugares y de los periodistas que cubrimos violencia entendemos que cuando la Policía dice «enfrentamiento» muy probablemente significa «masacre». Sin embargo, periódicos y noticieros despachan cada día esa palabra en sus pantallas y páginas. «Enfrentamiento», dice el policía que da la versión oficial, y eso va a titular sin que el periodista pregunte nada: ¿cuántos casquillos de cada lado quedaron? ¿Cuántas armas había en manos de los supuestos pandilleros? ¿Cuál es la versión detallada del enfrentamiento? ¿Cuántos de los pandilleros, según raspado de manos, habían disparado? ¿Hay tatuaje de pólvora en alguno de los cadáveres? O sea, ¿a alguno le dispararon a quemarropa a menos de cincuenta centímetros?
Donde digo pandilleros digan lo que su realidad dicte; donde digo policías, digan de nuevo eso mismo.
El periodismo, como la gente que sufre la violencia en los barrios más bravos, también se acostumbra, normaliza, nombra. Pero, a diferencia de esas gentes, a quienes les va la vida en ello, el periodista muchas veces lo hace por pereza de investigar, por presión de publicar, por incomprensión del oficio.
En una de las masacres que descubrí, ocurrida la madrugada del 26 de marzo en una finca cafetalera llamada San Blas, el cadáver de Dennis Alexánder Martínez, el escribiente de la finca, un muchacho que era víctima de los pandilleros que escogieron aquel confín como escondite, apareció con un solo disparo. Una bala le perforó la cabeza desde la región frontal izquierda hasta salir por debajo de la oreja derecha y dejar sin vida aquel cuerpo.
Junto a su cadáver, horas después, cuando los policías permitieron acceso a la prensa, el cuerpo de Dennis tenía al lado dos machetes y un cuchillo. Se supone que él, blandiendo todo eso, se abalanzó contra los agentes que tenían fusiles de asalto y murió, en una parte plana del terreno, con una bala que entró de arriba hacia abajo, como caída del cielo.
También apareció desparramado el cuerpo de Sonia Esmeralda Guerrero, una muchachita de dieciséis años que recientemente había empezado un noviazgo con Taz, un pandillero de 34 años, que también murió en esa matanza. A Sonia, la vida se le acabó tras un único disparo en la boca que le destruyó la mandíbula inferior, la dentadura, la cuarta, quinta y sexta vértebras cervicales, y la médula ósea. A la par de su mano izquierda apareció una pistola Glock encasquillada. En fotografías difundidas en redes sociales por cuentas parapoliciales, la pistola aparecía en diferentes posiciones. Las imágenes fueron tomadas antes de que llegaran los forenses. Alguien movió el arma varias veces alrededor del cadáver, como buscando la composición perfecta para tomar la imagen.
Y aun así: enfrentamiento, enfrentamiento, enfrentamiento.
Eso dijeron tantos periodistas. Nuestro trabajo no es estar en el lugar indicado a la hora indicada. Ése es el trabajo de los repartidores de pizza o de los trenes. Nuestro trabajo no es decir cosas. Nuestro trabajo son otros verbos: entender, dudar, contar, explicar, desvelar, revelar, afirmar, cuestionar. Ninguno de esos verbos se alcanza sólo con lo que sale de la boca de un policía tras un «enfrentamiento». Pero tantos parecen aceptarlo con tanta normalidad.
Tantos: periodistas, público.
Ya ordenaré este relato, ya haré relato esta catarsis. Denme unas páginas. Concédanme este caos. Esto es deliberado. Me propuse como objetivo primero de este libro opinar e interpretar, y estoy empezando. El desorden es método. En otros libros diseñé la estructura antes de teclear. En éste voy buscando la estructura mientras tecleo. Persigo una intuición y no un esquema.
Hubo una testigo en la matanza, una sobreviviente, la madre de Dennis, Consuelo Hernández, una salvadoreña que en aquel entonces tenía 48 años y trabajaba de recolectar café a pesar de que a los doce años había perdido su brazo izquierdo en un accidente con cables eléctricos. Consuelo nació pobre y morirá pobre. Su mayor sueldo fue de $120 al mes en un país donde la canasta básica ronda los $200. Ella escuchó a su hijo suplicar. Ella escuchó también a Sonia suplicar. Los dos fueron los últimos asesinados en la finca San Blas.
Al día siguiente, dicho está, la construcción «enfrentamiento con pandilleros» apareció en decenas de medios. Ningún policía fue condenado. Consuelo vive oculta tras recibir amenazas de muerte desde el teléfono celular de su hijo asesinado. Yo sé dónde está, yo vi las llamadas desde ese teléfono, pero eso no importa. El periodista, en estos casos, no sabe, demuestra. No cuesta aparecer con un titular como: «Versiones aseguran que no hubo enfrentamiento». Pero eso es como decir: algunos dicen esto y otros dicen esto otro. Nosotros buscábamos demostrar o descartar. Demostramos que la Policía masacró. «La Policía masacró en la finca San Blas», titulamos.
Pero en entornos de mierda demostrar no es suficiente. Puede ser más mierda nada más.
¿Qué es impunidad? Depende de a quién se le pregunte.
Y, vale apuntar, nuestro verbo tampoco es rescatar.
Contar bien no salva a nadie o a casi nadie, o quizá sí, pero ningún periodista debería prometer esa salvación.
Si no te gustó el párrafo anterior, preguntate: ¿vos sabés cómo salvar gente? La respuesta menos ingenua posible sería: sé cómo intentarlo. El resto es mentira. Como decimos en mi tierra: paja, casaca.
Otra de las masacres que descubrí ocurrió el lunes 8 de febrero de 2016, a eso de las ocho de la mañana.
Tras una persecución, unos pandilleros que huían de la Policía terminaron cayendo del techo de lámina de la casa del veinteañero José Armando Díaz Valladares. El escándalo despertó a José, que recién había regresado de su turno nocturno en una empresa de plásticos. La lámina truena como una pesadilla, como garras que huyen.
Poco después del estruendo, policías cayeron del techo y otros rodearon la casa.
Cuando los policías salieron, lo que quedó adentro fue simbólico, signo de la monstruosidad de una sociedad. Esa deformación se encuentra en la barbarie, porque la barbarie son los márgenes de lo posible.
¿Hasta dónde es posible llegar?
La historia es como un hule. Se estira, se revienta, se cambia, se vuelve a estirar, se vuelve a reventar…
Esos policías acribillaron a tres pandilleros y un obrero rendidos en un minúsculo traspatio. Un pandillero tenía dieciocho años. El otro tenía dieciséis. El otro tenía trece. El otro, de 23 años, no era pandillero, era José, y ésa era su casa.
Los ocho policías que participaron llevaban dos armas cada uno, pero en la escena quedaron tirados sólo dos casquillos de uno de esos fusiles y una de esas pistolas. Había más agujeros de bala en los cuatro cuerpos que casquillos en la escena: diez hoyos en cuatro cadáveres versus tres casquillos estatales tendidos en el suelo.
Cuando los policías terminaron de alterar la escena, el cuerpo de Armando apareció sobre una escopeta 12 que había sido disparada dos veces, pero el barrido de manos concluyó que Armando nunca disparó. Y los casquillos no estaban.
Uno de los cadáveres tenía dos puntos renegridos: uno en la sien, otro en la barbilla; y, en medio, una línea roja que serpeaba por la cara, como una lombriz que conectaba los dos puntos.
Los puntos negros, diría meses después una forense valiente en un juicio donde ningún otro empleado público quiso decir nada contra los policías acusados, eran tatuajes de pólvora, la marca de la muerte que perdura cuando a alguien le disparan a menos de un metro de distancia.
De arriba hacia abajo, un tiro a menos de un metro, y el hálito del arma que escupió fuego y quemó al entrar y quemó al salir. Y mató. Porque el cuerpo, para tatuarse así la muerte, tenía que haber estado vivo.
Aquellos policías manipularon la escena con el mismo cuidado con el que los borrachos limpian una casa ajena a la mañana siguiente. Y eso también dice mucho sobre los márgenes de la violencia y la impunidad.
Yo supe que era una masacre no por intuición, sino porque me aposté lo más lejos del grupo de camarógrafos y pude ver a una niña de trece años recibir a su madre y explicarle a gritos, en llanto, que los policías entraron y la sacaron de la casa, que adentro quedó José, que ella después escuchó disparos.
He dicho que la mayoría de mis colegas van tras una historia oficial. Yo intento no hacerlo. Eso tiene repercusiones. Me alejo de ellos normalmente, como quien se aleja de un virus. No de todos, por supuesto. Un periodista no puede hacer su carrera sin ayuda de otros periodistas. Pero tampoco puede hacerla siguiendo a los periodistas. Un montón de periodistas viendo desde el mismo ángulo es al menos una situación para dudar. Piénsenlo un poco. Hasta en el fútbol hay VAR ahora mismo. Diferentes ángulos que construyen una conclusión. Qué decir de una escena con cuatro cadáveres.
La niña era hermana de José. La señora era su madre. Supe que era masacre entonces. Luego investigué más y concluí que era masacre.
Saber y poder probar nunca es lo mismo en este ingrato oficio. Eso puede carcomerte, devorarte por dentro como un parásito.
Sé tantas cosas más de las que he publicado.
Se las contaré, ordenaré mejor esto. Concédanme esta búsqueda de sentido. Sé lo que quiero decir, estoy descubriendo con mis yemas cómo decirlo.
De nuevo: sé tantas cosas más. No las creo, las sé. Sé de asesinos, de conspiradores, de corruptos que no he publicado, porque saber no es poder probar.
Fuentes que no quieren hablar para una publicación; documentos que viste, pero no tenés; vacíos que podés llenar en tu cabeza con una lógica incuestionable, experta, pero sin documentos ni fuentes ni juicios ni fotos. Sin pruebas.
Esto no es de voluntades nobles, es de oficio, como la ebanistería. Nadie pregunta: ¿usted cree que si me siento en esa silla de bálsamo se quiebra? Nadie pregunta, asumen que no se quiebra. Se sientan. Que no se quiebre es el trabajo.
Lo que uno cree o deja de creer va a su puta almohada y sus pesadillas.
Tras el fracaso del juicio de la masacre de San Blas, la Fiscalía se esforzó en éste y logró una condena de más de veinte años contra los ocho policías de la masacre donde murió José.
Una vez más: uno no salva a nadie.
En este caso, la investigación que publiqué sacó de la calle a ocho policías. O si quieren verlo de otra forma: la investigación que publiqué dejó sin sustento a ocho familias pobres.
Descubrí una masacre de tantas que descarté, un ejemplo de algo sistémico, un grano de frijol en un frijolar.
Ningún jefe policial fue acusado de nada.
Uno no…
En fin, toda esta muerte para decir que cuando vi aquel noticiero que contaba del «enfrentamiento» en la iglesia Santa Teresa de Ávila, yo ya era del criterio de que todo «enfrentamiento» donde no hubiera policías heridos o no permitieran acceso a la escena era una matanza contra «supuestos pandilleros». Otra de las construcciones sobre las que podría escribir varios párrafos.
Dicho todo esto, lo honesto de decir es que yo era un periodista que aquel día vio la noticia de una masacre y siguió almorzando. Pero ese día empezó la historia que termina con tres cadáveres más. Con mis tres cadáveres más, con los de este libro.
Recuerdo 1: distorsionar la voz
¿Qué pensarán de nosotros esas fuentes? ¿Quiénes somos para ellos?
Permítanme explicarme: no me refiero a los políticos ni a los empresarios ni a los narcos siquiera. Me refiero a la señora que lo más lejano que conoce es la cabecera departamental cercana. Esa cabecera, a su vez, al menos en Centroamérica, es también un pueblo a los ojos de cualquier habitante de una ciudad con un banco.
Me pregunto cómo nos verá el campesino que toda su vida lo fue, que no lee ni tiene internet, que lo que considera noticia viene en el más amarillista de los noticieros televisivos, aquel que escurre sangre sin significado en cada emisión.
No, no hablo de fuentes exóticas. Las señoras pueblerinas y los campesinos iletrados son fuente todos los días en noticieros, periódicos, radios. Los que casi nunca son fuente son los otros, los poderosos. Rara vez los cuestionamos, rara vez se dejan cuestionar, rara vez las cámaras entran a sus residencias con un propósito distinto a elogiar sus jardines y sus muebles. De alguna manera, el periodismo cuenta la historia desde las fuentes oficiales y los pobres.
Alma Guillermoprieto dijo que es menester ético del periodista entrevistar a todas las fuentes como si tuvieran cinco millones de dólares para demandarte. Pues bueno, eso me pregunto: ¿qué pensarán de nosotros nuestras fuentes, que no tienen ni diez dólares para cenar? No lo sé. Lo que sí sé es que les hemos explicado muy poco lo que hacemos.
Puedo decirlo con igual pena que contundencia: por cada poderoso con el que hablé, unos cien miserables me hablaron.
Eso está bien, hay que dar voz a los que no tienen voz, prestar atención a los «nadies», narrar el arrabal, entender el margen… Ahora digamos más. Todo lo anterior es necesario, pero no suficiente. Sin los ricos, nunca entenderás el mundo.
Los reporteros que cubrimos violencia nos jactamos de increpar a narcos y escuchar a desvalidos. No está mal. Cuesta. Pero ¿cuántos de los que mueven el mundo nos recibieron?
Yo nunca hablé con los que jalan los hilos. Hablé mil veces con los que sufren el tirón.
Continúo con una escena mínima que me ocurrió.
Era principios de 2012 y yo investigaba a un líder pandillero.
Durante meses seguí los rastros de un hombre cuarentón en el occidente de El Salvador. El hombre se llama José Antonio Terán, pero quienes lo conocen en esos pueblos le llaman Chepe Furia.
Cuando empecé a investigarlo, era prófugo. De hecho, un juez lo había dejado libre porque consideró que no representaba riesgo de fuga a pesar de que lo habían atrapado mientras intentaba huir de una orden de captura en el país.
Somos un chistecito.
Los países del norte centroamericano son países de una ciudad: una capital y muchos pueblos con título de ciudad. Atiquizaya, la «ciudad» donde Furia operaba a sus anchas, es un pueblo: muchas calles de tierra, algunas empedradas y unas pocas pavimentadas.
Algunos de esos pueblos parecen haberse fosilizado décadas atrás. Parecen todos macondos, pero más sombríos. El Salvador es un país minúsculo, de veintiún mil kilómetros cuadrados, pero puede ser muy remoto: dos horas en carro y uno está en otro mundo, entre cafetales y polvo. Parafraseando al fundador de El Faro, el maestro al que más le debo, Carlos Dada: como en una novela de Miguel Ángel Asturias, pero con pandilleros.
Furia era líder de los pandilleros de la clica Hollywood Locos Salvatrucha, la más grande de esa zona. Sus influencias habían entrado a la Alcaldía, cuya alcaldesa incluso extendió una carta para que el juez le otorgara beneficios tras su captura. Ella no hablaba de Chepe Furia, el pandillero veterano, uno de los fundadores de la Mara Salvatrucha 13 en el Valle de San Fernando, California, en los años ochenta, cuando todos lo conocían como el Veneno. La alcaldesa hablaba de don José, el líder comunitario de Atiquizaya.
Era normal, esa alcaldía era charada para muchos pandilleros. Nada menos que el jefe municipal de promoción social era don Fredy Crespín o el Maniático, depende de quién lo mencionara.
Yo investigaba a Furia para entender cómo un líder pandillero empezaba a parecerse a un mafioso. ¿Cómo un criminal que mata para definir su identidad, su lugar en el mundo, empieza a pensar en dinero como prioridad?
Decía la maravillosa académica Rossana Reguillo que para entender es necesario cambiar la óptica, ponerse los ojos del otro, porque con los tuyos sólo te entenderás a vos mismo, y tu trabajo no es ese, sino entender a los otros.
Vi un abismo entre Furia y yo: puedo entender matar por convicción. Lo entiendo plenamente: tocá a mi madre, a mis hermanos, a mi hija, a mi mujer, a algunos de mis amigos y puede que intente matarte. Lo entiendo, creo que lo haría sin remordimiento alguno en ciertos casos. No me enorgullezco, pero es lo que soy. Entiendo el impulso. Nunca lo hice, así que no puedo decir que comprendo con plenitud qué es matar, pero sí puedo decir que no lo descarto.
Pero ¿por dinero?
Nunca tuve mucho, pero tuve siempre. Sólo no lo entiendo, lo cual no significa que sea absurdo.
La enorme masa de jóvenes que nutren a las pandillas centroamericanas en esta región o en Estados Unidos no buscan dinero. No son un cártel, aunque Trump lo haya balbuceado una y otra vez.
La pandilla no ofrece un salario, ofrece darte una posición diferente en este mundo. Como le ocurrió en los ochenta a José Antonio Terán, que buscaba dejar de ser el jovencito que huyó de una cruenta guerra civil, que anhelaba un trabajo como indocumentado, pero que terminó queriendo ser el Veneno de Fulton (y siéndolo), un temido pandillero. Cuando alguien no puede ser nada bajo ciertas reglas, busca ser alguien bajo otras reglas.
Ser alguien es naturaleza humana.
Ser alguien nunca es ser nadie.
La vida es la búsqueda de sentido y el mundo está confeccionado para que muchas personas no lo tengan.
Todo eso fue Furia antes. Pero cuando llegué a él ya era otra cosa. Era un empresario de la muerte. En resumen: muerte por dinero. No identidad, no respeto, ni siquiera miedo: dinero. No lo creo ilógico, sólo no lo entiendo. Era un reto, Furia, porque mis ojos no querían adaptarse. Lo hicieron con el tiempo, pero ése no es el cuento ahora mismo.
Ya, voy a lo que es. El cuentito que quería contarles es el siguiente.
Un policía me presentó a una fuente: un empleado municipal sin ningún poder. Un empleado que podría ser un barrendero, un vigilante, un jardinero. Me interesaba que el hombre me hablara de la normalidad con la que Furia llegaba a la alcaldía, entraba a ciertos despachos y opinaba en las reuniones del concejo municipal.
Para presentármelo, el policía me llevó hasta una esquina, a unas cinco cuadras del parque central de Atiquizaya, en la intersección entre una calle de tierra y una de pavimento. El hombre se asomó, se recostó en la ventana de mi puerta y me vio durante unos cinco segundos. Luego, me entregó un papelito con un número y se fue.
El hombre resultó tener 37 años, pero la primera impresión (y la segunda también) lo hacían parecer de unos cincuenta. El pellejo es reflejo de tu clase social. El pellejo de ese hombre, corteza de árbol muerto, tierra de manglar que se secó, era el de alguien expuesto al sol por largas horas cada día, todos los días.
Le llamé esa misma noche y me citó para el día siguiente a la hora del ocaso.
Por un momento pensé que era una trampa. La paranoia ha sido compañera estos trece años de investigar violencia. Una maldita y santa compañera.
La cita era a las afueras de Atiquizaya, tras más de cinco kilómetros de transitar en una calle polvosa y con enormes agujeros.
Odio esos sitios, detesto esos sitios. Me gustan para trabajar, me hacen sentirme vivo porque sé que me iré y sé que estoy un poco loco y que nunca supe entender el periodismo sin explosiones de dopamina. Pero si no visitara esos sitios, sino que viviera en ellos, sólo me deprimirían.
«El mejor oficio del mundo», dijo García Márquez. «No jodás», le respondería con muchísima admiración.
El mejor oficio del mundo será otra cosa: un ebanista renombrado, un cocinero célebre, un mecánico televisado, un malabarista de fama mundial, un actor porno sin traumas, un autor de guías turísticas, un peleador sin contusión cerebral, un catador de marihuana.
Creo que ser periodista no es el mejor oficio del mundo. Eso es ya un eslogan. No lo repitan, cuestiónenlo.
Prefiero lo que dijo Guillermoprieto, que es un oficio que te da un privilegio inmenso y una enorme responsabilidad: atestiguar el mundo en primera fila. Aunque a veces, casi siempre, el espectáculo sea nefasto. Esto último lo digo yo.
Ése privilegio, éste sí, como dijo Capote sobre otra cosa, es una condena también. El látigo.
Era imposible acelerar en aquella calle que más bien parecía el cauce de un río muerto. El hombre me había dicho que al fondo encontraría una granja de pollos, que me guiara por el olor y el fuerte ruido de un motor. Siempre he creído que los pollos son los animales que más huelen a animal. Más que las cabras, más que los caballos y definitivamente más que los pescados.
El olor se percibía desde varios metros antes de llegar, pero el ruido podía escucharse a cientos de metros de distancia. Era un molino industrial, una de esas máquinas que trituran huesos, picos y patas de pollos para convertirlos en esos polvitos que luego llamamos sazonador y que en estos países machistas nos venden en la tele con amas de casa que sonríen hasta el rictus y que bailan porque tienen el amarillento cubito.
El hombre retiró una portezuela hechiza con alambre de púas y palos y me permitió entrar con el carro. Ya entonces el sonido era un estruendo que obligaba a gritar. Pero el hombre, tras cerrar de nuevo la portezuela, caminó hasta ubicarse justo al lado del galerón donde tronaba el motor. Ahí, recostados en esa pared, empezamos a gritarnos. Pensé que aquello era una locura, pero, tras haber visto algunas pintadas de la Mara Salvatrucha 13 en el camino, estaba más preocupado por obtener la información rápido que por preservar mis tímpanos.
Hice la primera pregunta y el hombre, para mi sorpresa, empezó a hablar desgarrando sus cuerdas vocales, con una voz gutural, una mezcla entre el Padrino y Darth Vader. A gritos, le pregunté qué le pasaba. Él, siempre con aquella cavernaria entonación, respondió que estaba distorsionando la voz para que los pandilleros no lo reconocieran en mi reportaje. No dijo reportaje, dijo «lo que usted va a hacer».
Con un gesto de mano, le pedí que nos alejáramos de la infernal máquina. Entonces, bajo un palo de mango, le dije que lo que él me contara sólo lo escucharía yo. Le expliqué que yo escribía, que no filmaba a nadie. Lo traté de convencer de que proteger su identidad era mi responsabilidad y no la de su esforzada garganta ni de la trituradora. El hombre, entonces ya sin hablar como un monstruo, empezó a contar cosas con compulsión. Una historia se montaba en otra. Le temblaba la quijada y parpadeaba sin parar. Es como si, desprovisto de la voz del oscuro personaje que lo protegía de mí, sus relatos fueran de nuevo de él y le atemorizara pronunciarlos. Era de alguna manera como si lo hubiera dejado desamparado al quitarle aquella voz.
Ser fuente a veces es como gritar a un barranco. Quién sabe dónde se escuchará el eco.
Cuando salí del predio me fui con la plena convicción de que ese hombre que me había hablado no entendía quién era yo ni qué hacía. Ese hombre me contó sus secretos, pero no comprendía exactamente por qué. Creo que pensaba que yo iría esa misma noche a algún canal televisivo, a un cuarto con máquinas muy distintas a la que él cuidaba, y enchufaría mi grabadora –que encendí por necedad a la par de aquel inclemente triturador– para presentar una noticia con grandilocuencia. Quizá decir algo así como: «Esta noche un hombre nos revela cómo el peligroso Chepe Furia se pasea por los pasillos de la Alcaldía de Atiquizaya.»
Ese hombre nunca entendió –y yo nunca supe explicarle– que yo estaba allá para entender.
Total, supongo que nunca leyó la historia, porque se publicó en internet –algo que él no tenía– y también en un libro que fue traducido a varios idiomas, pero él no compra libros.
Y sin embargo el hombre me habló. Temblando, me reveló sus miedos.
Qué abandonado hay que estar para hablar con un marciano.