Alicia dice: Cuando era niña, en mi casa yo prohibía matar insectos porque uno de ellos podría ser mi mamá, que se metía a decirnos que ahí estaba con nosotros. En mi casa no se mataban cucarachas ni mosquitos.Liliana dice: ¿Cómo explicarle a mi hijo que su padre no estaba? Lo más difícil de mi embarazo fue estar bien para el niño y al mismo tiempo seguir buscando a Arturo, su padre. En el documental No sucumbió la eternidad, su ópera prima, Daniela Rea cuenta la historia de Alicia de los Ríos y Liliana Gutiérrez, dos sobrevivientes de las guerras del México reciente: A la madre de Alicia de los Ríos (mismos nombres y apellidos), combatiente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, la secuestró y desapareció el Estado mexicano el 5 de enero de 1978, en la Guerra Sucia que el régimen del PRI desató contra militantes de izquierda.Arturo Román, el compañero de Liliana, desapareció el 25 de agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas, en donde estaba de paso en un viaje de rutina a la frontera para comprar ropa y mercancía diversa, que luego vendía en la ciudad de México. Acaso fue desaparecido por los Zetas, que dos días antes también en San Fernando habían hecho la matanza de 72 migrantes.
Una escena a la mitad del filme: Liliana y su hijo León, de tres años, se bañan en el mar, salen a la playa y ella lo seca con una toalla, lo arropa, le canta la “Llorona”.Fuera de cámara, Liliana cuenta el día del parto de León:–¿Dónde está el papá del niño?– le pregunta la enfermera al recibir al bebé. –Su padre no está, he venido sola, contesta ella. Y antes de que se llevaran al niño a la incubadora, pide que la dejen darle un beso. Un beso a nombre de Arturo, su padre ausente.Durante años los periodistas y cineastas contaron la vida de los capos, las batallas en las calles, las caravanas de las víctimas de ese torbellino que, a falta de mejor nombre, aceptamos llamar guerra contra el narcotráfico. La violencia, sin embargo, se volvió cotidiana y dejó de sorprender. En ciudades y pueblos de México el terror se normalizó. Los muertos se volvieron cifras y los narcos, héroes de Netflix. Y la guerra, nos dice Daniela Rea, no estaba ahí. O no solamente. No sucumbió la eternidad nos cuenta una historia terriblemente cotidiana –hay 30 mil desaparecidos en 10 años— pero lo hace por completo diferente: a través de la vida cotidiana de dos mujeres. No sucumbió la eternidad narra una historia de violencia sin una sola escena violenta. Es conmovedora sin conceder un segundo al melodrama. Y lo más paradójico: a través del olvido le rinde un homenaje a la memoria.
Porque en el documental de Rea el olvido no es un vacío. No puede ser una negación, un darle la espalda a los desaparecidos. Para olvidar hay que construir un relato: a los ausentes hay que cargarlos de sentido. La película narra el proceso de reconciliación con la horrible verdad de la desaparición: a Alicia de los Ríos sus abuelos le dicen de niña: tu madre está estudiando en el extranjero (algún día volverá). Liliana se encuentra con la certeza: por más que busque no encontrará nunca. Y a ella la interpela un niño pequeño, León, que reclama explicaciones. A León hay que construirle una memoria: describirle los tatuajes de su padre, enseñarle fotografías: hacer del vacío un relato. Serán ceniza mas tendrán sentido.A Alicia madre le gustaba la canción “No volveré”. Las manzanas del rancho familiar las repartía en el barrio. Se embarazó y en una decisión revolucionaria (en un doble sentido: porque lo hacía por la revolución y porque rompía con el esquema de ser mujer) abandonó a su hija para tomar un fusil y combatir a un Estado dictador. Alicia de los Ríos hija lidia con esas verdades que coexisten: la madre heroína y víctima, la misma que abandonó la maternidad y optó por la guerra. Y, en efecto, como postuló el feminismo, lo personal es político. No sucumbió la eternidad tiene más poder de denuncia que los manifiestos. Demuestra el poder narrativo de lo cotidiano: de reconstruir la vida de los ausentes a través de la memoria de los presentes.
La edición de Mariano Osnaya (con asesoría de Everardo González) combina de manera brillante los dos relatos que corren paralelos sin tocarse nunca: Hay veces que vemos a Alicia y escuchamos a Liliana, y viceversa, y no hay espacio a la confusión. Alicia de los Ríos hija ahora es una profesora universitaria que reflexiona frente a sus estudiantes sobre la memoria: “yo ya no busco desaparecidos, busco historia”, dice. Alicia es la voz de la teoría y Liliana, de la poesía. La poesía como el poder de decir lo indecible, de nombrar lo inefable: le pedí autorización a Arturo para saberlo muerto, dice, palabras más o menos, porque inefable sería la vida de Arturo de seguir vivo en las manos de sus secuestradores. Y hay que encontrar las palabras para explicárselo a un niño de tres años.Daniela Rea encuentra la conexión entre las dos guerras (la Sucia y la del Narco) aparentemente inconexas: en el olvido que es memoria. Acaso por eso se asome, por una rendija, la palabra Ayotzinapa: en la hoja de un cuaderno, en el conteo hasta 43 de una marcha a donde va Liliana: porque es otro vínculo entre las dos guerras: la guerra contra disidentes ahora llevada a cabo por un narcogobierno. La fotografía (Gabriel Villegas) juega un papel central. Se acerca hasta el sudor de los poros y luego se aleja a las planicies de Chihuahua o a la Calzada de Tlalpan atravesada por el metro y los microbuses. De metáforas está cargada la película. Alicia dice: en mi casa se prohibía matar insectos y el espectador ve una escena desgarradora: unas hormigas vencen y se comen a un escarabajo. Para terminar hago un apunte personal. Con Daniela Rea he coeditado dos colecciones de crónicas: México en 14 historias (Punto de Partida, UNAM, 2017) y Romper el silencio (Brigada para Leer en Libertad, 2017, también editado por Alejandro Almazán). Y me siento orgulloso de estar cerca de personas como ella, de cuya amistad aprendo cada día. Como el poema de Raúl Zurita, que Daniela tomó para el título de la película, me gustaría decir también: porque nos encontramos no sucumbió la eternidad.
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