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Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño.
A la pérdida de libertad se añaden varias capas de aislamiento, silencio y violación de derechos humanos, si la persona que purga la condena es integrante de un pueblo indígena.
En México, cometer un delito y recibir una sentencia condenatoria con pena de prisión implica, constitucionalmente, la suspensión de diversos derechos, como el de sufragio o ejercer una tutela. Sin embargo, las personas privadas de la libertad, de facto, se enfrentan a una vulneración mucho más amplia de sus derechos humanos, y si esa persona es integrante de un pueblo indígena suele volverse invisible ante el sistema de justicia.
Catalino Pisté Durán, un hombre de origen maya nacido en el municipio de Tekax, Yucatán, y que cumple una condena por homicidio calificado en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Mérida, ha sufrido en carne propia tal condición, y da testimonio.
Esta prisión ha sido la casa de Catalino a lo largo de 10 años, y lo será por 17 años y 6 meses más. A pesar de que ha logrado hacer comunidad con otros compañeros, el hombre sigue sintiéndose como un extraño cuando recorre los pasillos porque percibe el rechazo latente hacia su identidad, su cultura.
Los habitantes del Cereso para hombres tienen muchas “libertades”: celdas abiertas para recorrer todo el recinto, diversas actividades deportivas, posibilidades de trabajo en varias áreas, fabricación de tepache para pasar las horas de manera más alegre y contacto constante con el mundo exterior por medio de visitas programadas tres veces a la semana. Pero Catalino ha perdido una libertad mayor: el poder expresarse en su lengua materna.
“En el Cereso somos más de 25 hombres que hablamos maya, pero no todos lo hacen públicamente porque nos burlan. A los compañeros les pega fuerte la cuestión emocional de escuchar las risas o los insultos cuando hablamos en nuestra lengua, y dejan de hacerlo”, explica Catalino. Y abunda: “En el módulo algunos tratamos de hablar en maya todavía, pero hay gente que se voltea a vernos feo y hasta con mentadas de madre nos hablan, no se dan cuenta de que están matando una lengua”.
Catalino se ha convertido en un defensor del maya, su lengua madre, a pesar de enfrentarse a burlas, discriminación y malos tratos. Es muy consciente de que el proceso de reinserción social tendría que conllevar la reflexión sobre los tratos hacia las otras personas.
Así, junto con sus compañeros —Seyé, don José, tío Dani, don Ángel— y otros internos promueve conversaciones en maya yucateco (o peninsular) para que recuperen un poco de la identidad que al estar privados de la libertad se ha ido diluyendo, obligados a ser como el resto de sus compañeros o a permanecer callados.
Una cárcel de silencio
El maya, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es el tercer pueblo indígena con mayor presencia en las prisiones, solo después de las personas de origen náhuatl y tarahumara.
En el estado de Yucatán se encuentran privados de la libertad al menos 20 hombres que se asumen como mayas, distribuidos en los cuatro centros de reinserción de la entidad, según datos proporcionados por el Poder Judicial del estado vía solicitud de transparencia. Ninguna mujer interna figura en este registro.
La cifra le parece una burla a Catalino: en su módulo identifica fácilmente a al menos 10 hombres de origen maya. “Es una mentada de madre para mi cultura, ¿de qué sirve que por fuera anuncien programas para la revitalización de la lengua si a nosotros nos están borrando? Somos invisibles para el sistema de justicia”, se lamenta.
Activistas en pro de los derechos humanos coinciden en que la cifra podría ser más elevada. Señalan que de las 1 659 personas que se encontraban presas en los penales estatales hasta octubre de 2023, una gran cantidad proviene de comunidades indígenas, pero suelen negar su identidad porque temen algún tipo de discriminación.
“Las autoridades nunca se dan a la tarea de preguntar si entienden bien el español. Muchas veces es su segunda lengua y no la comprenden bien, a lo mejor lo hablan, pero no lo entienden, pero ellos dicen que sí por el racismo, por la discriminación, por miedo a que lo sigan vulnerando… A nivel social nos han educado para discriminar, para ser racistas e invisibilizar la diferencia cultural. Es una problemática social y jurídica, pero la parte social es más dramática”, explica Artemia Fabre Zarandona, presidenta de Diálogo y Movimiento, A.C., una organización no gubernamental que trabaja a favor de los derechos de las personas pertenecientes a pueblos originarios privadas de la libertad.
Fabre afirma que una de las violaciones más graves concierne a los derechos lingüísticos de estas personas, dada la poca o nula presencia de intérpretes profesionales. “No hay una formación buena ni constante para que se formen como intérpretes y no solo como hablantes de una lengua indígena […] Se pueden proporcionar intérpretes que no entienden el lenguaje técnico jurídico, y eso obstaculiza el derecho al acceso a la justicia”, señala Fabre.
Ejemplos no faltan. En 10 años dentro del Cereso de Mérida, Catalino ha sido testigo de este tipo de invisibilización o aislamiento de las personas indígenas. Ha puesto empeño en ayudar a las personas que lo necesiten y requieran, en la medida de sus posibilidades. Principalmente, como intérprete.
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Catalino asegura que un compañero, cuyo nombre evita proporcionar, durante 12 años no se comunicó con muchas personas porque únicamente habla maya y todos los internos lo ignoraban; ahora es uno de sus amigos y lo ayuda a tender puentes con los demás.
También está el caso de otro hombre acusado de robar un pavo, cuando en realidad, afirma Catalino, el animal “entró a su casa”. Recibió una sentencia de casi tres años de prisión por no poder expresar ante el juez la situación; es decir, no había podido contarle su verdad a nadie porque nadie se había sentado a escucharlo y entenderlo.
“Yo quiero ser intérprete porque todo el sistema está mal, desde que lo detienen a uno. A mí me golpearon, yo llegué sangrando al Ministerio Público y nadie me escuchó. Ahora, aquí en la cárcel, tampoco hay intérpretes, no hay alguien que nos ayude en Trabajo Social y eso quiere decir que también nos niegan la reinserción. Yo porque sé hablar bien español…, pero los otros que nada más hablan maya o nuestro compañero que habla náhuatl se quedan afuera incluso de los talleres de psicología, que son los que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro comportamiento”, dice Catalino.
Nayomi Aoyama, coordinadora del Programa de Sistema Penitenciario y Reinserción Social de la organización no gubernamental Documenta, coincide en que no existen medidas para atender las necesidades específicas de las personas indígenas privadas de la libertad. Y enfatiza: “Algo que está muy olvidado dentro de la política penitenciaria es el tratamiento a las personas pertenecientes a las comunidades indígenas […] De por sí las personas privadas de la libertad tienen vulneraciones especiales a sus derechos, y sufren violencias diferentes a las [de] personas que no nos encontramos en privación de la libertad; a esto le sumamos más capas de vulnerabilidad, y no se toman en cuenta las cuestiones relacionadas con la cosmovisión y los derechos culturales”.
En efecto, cuando Catalino busca plantas para curarse como le enseñaron sus ancestros, recibe críticas y burlas. “Mi papá era ‘hierbatero’, nos enseñó a curarnos con tés. Yo busco las hojas de limón, de guayaba cuando no me siento bien, pero otros compañeros me gritan ‘ya vas a hacer brujería’, sin saber que es conocimiento ancestral, y que muchas veces es mejor que la medicina. Así lo decían nuestros antepasados, ellos así se curaban siempre”.
Mecanismos de defensa
Para continuar con su labor, Catalino se ha enfocado en leer sobre leyes y derechos humanos. Su avance se nota en la forma de expresarse y en lo consciente que está de todo lo que falta implementar en el sistema de justicia penal mexicano.
“Necesitamos enseñarles a otros sobre derechos humanos y el respeto a las personas indígenas; que se sientan orgullosos de ser mayas porque, además, estamos en nuestra tierra, no nos pueden eliminar o hacer como que no existimos”, agrega, y lo hace con razones fundadas, pues la discriminación, la invisibilización y el temor al rechazo hace que personas mayas renieguen de su identidad y pretendan ser como el resto.
Por ejemplo, Alexis,* un joven de 24 años originario del municipio de Tekit, condenado a 13 años de prisión por violación, ya no quiere saber nada de su pasado indígena. Aunque entiende y sabe hablar maya yucateco, no está interesado en entablar conversaciones en esta lengua: ha decidido enterrar en el Cereso al joven que mendigaba oportunidades laborales en Quintana Roo. “El Alexis que vivía en Tekit ya no existe; esa persona desapareció cuando supe que había algo más. Desde que me fui a Cancún me alejé de mi familia, de mis amigos y ahora me gusta más lo que soy. Aquí (en el Cereso) tengo amigos de verdad, aquí aprendí a hacer dinero y ya no soy un tonto”, afirma. Considera que ser maya es sinónimo de tener menos capacidades y oportunidades.
Alexis, al igual que Catalino y decenas de hombres privados de la libertad, ha visto cómo se diluye su relación con su familia y poco a poco pierden sus raíces. Ya no son de Tekit o de Tekax, pero tampoco son de Mérida porque su paso en el centro de reinserción social es temporal.
“Muchas veces con las personas indígenas privadas de la libertad hay una ruptura con su comunidad; por ejemplo, exclusiones posteriores a su salida de los centros penitenciarios, exclusiones de sus vecinos. No hay restauración con su comunidad o de sus vínculos con la sociedad en la que convivía, y eso trae un montón de conflictos adicionales”, reflexiona Nayomi Aoyama.
El primer paso de la invisibilización
Para las activistas, la falta de una adecuada defensa es una de las principales violaciones a los derechos humanos de una persona indígena privada de la libertad. El panorama es peor para las personas que son completamente mayahablantes; es decir, que no entienden el español. No existen las condiciones para una defensa justa, comenzando con la detención: tras solicitud de transparencia, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal informó que solo existen 23 empleados en toda la dependencia que hablan y entienden la lengua.
Por su parte, el Poder Judicial de Yucatán cuenta únicamente con 11 personas traductoras-intérpretes de español-maya-español. Se trata de personal adscrito, que no forma parte de la institución. Once para los 106 municipios del estado.
Sorprendentemente, la Comisión de Derechos Humanos de Yucatán (Codhey), instancia encargada de atender las posibles violaciones a las garantías de todas las personas, incluidas las detenidas y procesadas, cuenta con apenas nueve intérpretes para atender a este sector de la población.
“Todo ser humano tiene derecho a entender y darse a entender en su propia lengua, ese derecho es fundamental. Tengo una frase: ‘El entender y darte entender es como respirar, si no puedes respirar, estás agobiado, asfixiado’. Ese es el derecho fundamental más importante que se viola a la población indígena, culpable o víctima porque no se pueden comunicar y no entienden lo que está pasando en un proceso penal”, lamenta Artemia Fabre, y subraya: no contar con traductores e intérpretes es una violencia grave porque lacera la integridad de las personas a niveles muy profundos.
“Culpables o no tienen derecho a tener un intérprete y a un debido el proceso”, sentencia Fabre.
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Justicia comunitaria versus penal
Con todo, en los pasillos del Cereso de Mérida a veces se escuchan pláticas en maya, principalmente entre los hombres de la tercera edad. Ellos han aprendido a hacer comunidad con sus similares, y se apartan del resto de la población. Se les puede ver en las gradas de la cancha deportiva, pasando la tarde, urdiendo hamacas juntos, creando artesanías con alambres, hilo o los materiales que puedan conseguir.
Algunos llevan tantos años ahí que ya perdieron la cuenta, y saben que morirán dentro del centro. La mayoría de ellos están completamente solos porque ya perdieron todo contacto con su familia y amigos de afuera.
En Yucatán, como en el resto del país, se privilegia el proceso penal “convencional” sobre los mecanismos alternativos de solución de controversias. Y la justicia comunitaria se arrincona todavía más. No es un hecho menor: a pesar de que ciertos delitos podrían recibir una resolución acordada en el interior de las comunidades, que no implique la reclusión de las personas, esta posibilidad no se aplica, aseguran las activistas. Ahí está el caso del hombre acusado de robar un pavo.
“Es mucho más probable que las autoridades de esa comunidad, que conocen los valores, los principios, la cosmovisión y la cultura, puedan hacer un juzgamiento de forma mucho más certera y mucho más encaminada a esto que llamamos la justicia restaurativa dentro de sus comunidades, sin necesidad de acudir a los sistemas de justicia penal tradicionales”, explica Nayomi Aoyama. Y añade: “Esto trae aparejados un montón de conflictos adicionales. Es evidente que no existe a nivel nacional esta expertise ni esta pericia, pero también hay que discutir sobre si el sistema penal común es suficiente para juzgar este tipo de casos, y para llevar justicia verdadera a estas comunidades”.
Artemia Fabre opina que esta falta de justicia dentro de las comunidades se traduce en más violencia. “No se repara el daño; hay indígenas que tienen que pagar reparaciones que ni sus hijos en tres generaciones van a acabar de pagar porque viven en la miseria. Eso no funciona y la víctima no recibe esta reparación, y el Estado no lo hace. El Estado no mide la diferencia cultural ni la relación estructural de la pobreza. La ejecución de esas leyes violenta a la víctima y violenta también al que está en prisión porque es un ocioso: en su comunidad estaría trabajando y generando economía, y al menos cumpliendo con parte de su pago”, amplía.
Los diagnósticos que ha hecho Diálogo y Movimiento relevan que los Centros de Reinserción Social de México no cuentan con la interculturalidad necesaria para recibir a población indígena: no hay maestros que enseñen español hay tratamientos psicológicos o trabajo social con intérpretes. En la mayoría de los casos no se enseñan oficios que sean aplicables en las comunidades ni existen módulos de medicina tradicional ni les permiten consumir los alimentos a los que estaban acostumbrados en sus casas.
Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño, al tiempo que garantizan la reinserción de las personas de origen indígena. Es el camino para evitar más violaciones a los derechos humanos.
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A la pérdida de libertad se añaden varias capas de aislamiento, silencio y violación de derechos humanos, si la persona que purga la condena es integrante de un pueblo indígena.
En México, cometer un delito y recibir una sentencia condenatoria con pena de prisión implica, constitucionalmente, la suspensión de diversos derechos, como el de sufragio o ejercer una tutela. Sin embargo, las personas privadas de la libertad, de facto, se enfrentan a una vulneración mucho más amplia de sus derechos humanos, y si esa persona es integrante de un pueblo indígena suele volverse invisible ante el sistema de justicia.
Catalino Pisté Durán, un hombre de origen maya nacido en el municipio de Tekax, Yucatán, y que cumple una condena por homicidio calificado en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Mérida, ha sufrido en carne propia tal condición, y da testimonio.
Esta prisión ha sido la casa de Catalino a lo largo de 10 años, y lo será por 17 años y 6 meses más. A pesar de que ha logrado hacer comunidad con otros compañeros, el hombre sigue sintiéndose como un extraño cuando recorre los pasillos porque percibe el rechazo latente hacia su identidad, su cultura.
Los habitantes del Cereso para hombres tienen muchas “libertades”: celdas abiertas para recorrer todo el recinto, diversas actividades deportivas, posibilidades de trabajo en varias áreas, fabricación de tepache para pasar las horas de manera más alegre y contacto constante con el mundo exterior por medio de visitas programadas tres veces a la semana. Pero Catalino ha perdido una libertad mayor: el poder expresarse en su lengua materna.
“En el Cereso somos más de 25 hombres que hablamos maya, pero no todos lo hacen públicamente porque nos burlan. A los compañeros les pega fuerte la cuestión emocional de escuchar las risas o los insultos cuando hablamos en nuestra lengua, y dejan de hacerlo”, explica Catalino. Y abunda: “En el módulo algunos tratamos de hablar en maya todavía, pero hay gente que se voltea a vernos feo y hasta con mentadas de madre nos hablan, no se dan cuenta de que están matando una lengua”.
Catalino se ha convertido en un defensor del maya, su lengua madre, a pesar de enfrentarse a burlas, discriminación y malos tratos. Es muy consciente de que el proceso de reinserción social tendría que conllevar la reflexión sobre los tratos hacia las otras personas.
Así, junto con sus compañeros —Seyé, don José, tío Dani, don Ángel— y otros internos promueve conversaciones en maya yucateco (o peninsular) para que recuperen un poco de la identidad que al estar privados de la libertad se ha ido diluyendo, obligados a ser como el resto de sus compañeros o a permanecer callados.
Una cárcel de silencio
El maya, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es el tercer pueblo indígena con mayor presencia en las prisiones, solo después de las personas de origen náhuatl y tarahumara.
En el estado de Yucatán se encuentran privados de la libertad al menos 20 hombres que se asumen como mayas, distribuidos en los cuatro centros de reinserción de la entidad, según datos proporcionados por el Poder Judicial del estado vía solicitud de transparencia. Ninguna mujer interna figura en este registro.
La cifra le parece una burla a Catalino: en su módulo identifica fácilmente a al menos 10 hombres de origen maya. “Es una mentada de madre para mi cultura, ¿de qué sirve que por fuera anuncien programas para la revitalización de la lengua si a nosotros nos están borrando? Somos invisibles para el sistema de justicia”, se lamenta.
Activistas en pro de los derechos humanos coinciden en que la cifra podría ser más elevada. Señalan que de las 1 659 personas que se encontraban presas en los penales estatales hasta octubre de 2023, una gran cantidad proviene de comunidades indígenas, pero suelen negar su identidad porque temen algún tipo de discriminación.
“Las autoridades nunca se dan a la tarea de preguntar si entienden bien el español. Muchas veces es su segunda lengua y no la comprenden bien, a lo mejor lo hablan, pero no lo entienden, pero ellos dicen que sí por el racismo, por la discriminación, por miedo a que lo sigan vulnerando… A nivel social nos han educado para discriminar, para ser racistas e invisibilizar la diferencia cultural. Es una problemática social y jurídica, pero la parte social es más dramática”, explica Artemia Fabre Zarandona, presidenta de Diálogo y Movimiento, A.C., una organización no gubernamental que trabaja a favor de los derechos de las personas pertenecientes a pueblos originarios privadas de la libertad.
Fabre afirma que una de las violaciones más graves concierne a los derechos lingüísticos de estas personas, dada la poca o nula presencia de intérpretes profesionales. “No hay una formación buena ni constante para que se formen como intérpretes y no solo como hablantes de una lengua indígena […] Se pueden proporcionar intérpretes que no entienden el lenguaje técnico jurídico, y eso obstaculiza el derecho al acceso a la justicia”, señala Fabre.
Ejemplos no faltan. En 10 años dentro del Cereso de Mérida, Catalino ha sido testigo de este tipo de invisibilización o aislamiento de las personas indígenas. Ha puesto empeño en ayudar a las personas que lo necesiten y requieran, en la medida de sus posibilidades. Principalmente, como intérprete.
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Catalino asegura que un compañero, cuyo nombre evita proporcionar, durante 12 años no se comunicó con muchas personas porque únicamente habla maya y todos los internos lo ignoraban; ahora es uno de sus amigos y lo ayuda a tender puentes con los demás.
También está el caso de otro hombre acusado de robar un pavo, cuando en realidad, afirma Catalino, el animal “entró a su casa”. Recibió una sentencia de casi tres años de prisión por no poder expresar ante el juez la situación; es decir, no había podido contarle su verdad a nadie porque nadie se había sentado a escucharlo y entenderlo.
“Yo quiero ser intérprete porque todo el sistema está mal, desde que lo detienen a uno. A mí me golpearon, yo llegué sangrando al Ministerio Público y nadie me escuchó. Ahora, aquí en la cárcel, tampoco hay intérpretes, no hay alguien que nos ayude en Trabajo Social y eso quiere decir que también nos niegan la reinserción. Yo porque sé hablar bien español…, pero los otros que nada más hablan maya o nuestro compañero que habla náhuatl se quedan afuera incluso de los talleres de psicología, que son los que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro comportamiento”, dice Catalino.
Nayomi Aoyama, coordinadora del Programa de Sistema Penitenciario y Reinserción Social de la organización no gubernamental Documenta, coincide en que no existen medidas para atender las necesidades específicas de las personas indígenas privadas de la libertad. Y enfatiza: “Algo que está muy olvidado dentro de la política penitenciaria es el tratamiento a las personas pertenecientes a las comunidades indígenas […] De por sí las personas privadas de la libertad tienen vulneraciones especiales a sus derechos, y sufren violencias diferentes a las [de] personas que no nos encontramos en privación de la libertad; a esto le sumamos más capas de vulnerabilidad, y no se toman en cuenta las cuestiones relacionadas con la cosmovisión y los derechos culturales”.
En efecto, cuando Catalino busca plantas para curarse como le enseñaron sus ancestros, recibe críticas y burlas. “Mi papá era ‘hierbatero’, nos enseñó a curarnos con tés. Yo busco las hojas de limón, de guayaba cuando no me siento bien, pero otros compañeros me gritan ‘ya vas a hacer brujería’, sin saber que es conocimiento ancestral, y que muchas veces es mejor que la medicina. Así lo decían nuestros antepasados, ellos así se curaban siempre”.
Mecanismos de defensa
Para continuar con su labor, Catalino se ha enfocado en leer sobre leyes y derechos humanos. Su avance se nota en la forma de expresarse y en lo consciente que está de todo lo que falta implementar en el sistema de justicia penal mexicano.
“Necesitamos enseñarles a otros sobre derechos humanos y el respeto a las personas indígenas; que se sientan orgullosos de ser mayas porque, además, estamos en nuestra tierra, no nos pueden eliminar o hacer como que no existimos”, agrega, y lo hace con razones fundadas, pues la discriminación, la invisibilización y el temor al rechazo hace que personas mayas renieguen de su identidad y pretendan ser como el resto.
Por ejemplo, Alexis,* un joven de 24 años originario del municipio de Tekit, condenado a 13 años de prisión por violación, ya no quiere saber nada de su pasado indígena. Aunque entiende y sabe hablar maya yucateco, no está interesado en entablar conversaciones en esta lengua: ha decidido enterrar en el Cereso al joven que mendigaba oportunidades laborales en Quintana Roo. “El Alexis que vivía en Tekit ya no existe; esa persona desapareció cuando supe que había algo más. Desde que me fui a Cancún me alejé de mi familia, de mis amigos y ahora me gusta más lo que soy. Aquí (en el Cereso) tengo amigos de verdad, aquí aprendí a hacer dinero y ya no soy un tonto”, afirma. Considera que ser maya es sinónimo de tener menos capacidades y oportunidades.
Alexis, al igual que Catalino y decenas de hombres privados de la libertad, ha visto cómo se diluye su relación con su familia y poco a poco pierden sus raíces. Ya no son de Tekit o de Tekax, pero tampoco son de Mérida porque su paso en el centro de reinserción social es temporal.
“Muchas veces con las personas indígenas privadas de la libertad hay una ruptura con su comunidad; por ejemplo, exclusiones posteriores a su salida de los centros penitenciarios, exclusiones de sus vecinos. No hay restauración con su comunidad o de sus vínculos con la sociedad en la que convivía, y eso trae un montón de conflictos adicionales”, reflexiona Nayomi Aoyama.
El primer paso de la invisibilización
Para las activistas, la falta de una adecuada defensa es una de las principales violaciones a los derechos humanos de una persona indígena privada de la libertad. El panorama es peor para las personas que son completamente mayahablantes; es decir, que no entienden el español. No existen las condiciones para una defensa justa, comenzando con la detención: tras solicitud de transparencia, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal informó que solo existen 23 empleados en toda la dependencia que hablan y entienden la lengua.
Por su parte, el Poder Judicial de Yucatán cuenta únicamente con 11 personas traductoras-intérpretes de español-maya-español. Se trata de personal adscrito, que no forma parte de la institución. Once para los 106 municipios del estado.
Sorprendentemente, la Comisión de Derechos Humanos de Yucatán (Codhey), instancia encargada de atender las posibles violaciones a las garantías de todas las personas, incluidas las detenidas y procesadas, cuenta con apenas nueve intérpretes para atender a este sector de la población.
“Todo ser humano tiene derecho a entender y darse a entender en su propia lengua, ese derecho es fundamental. Tengo una frase: ‘El entender y darte entender es como respirar, si no puedes respirar, estás agobiado, asfixiado’. Ese es el derecho fundamental más importante que se viola a la población indígena, culpable o víctima porque no se pueden comunicar y no entienden lo que está pasando en un proceso penal”, lamenta Artemia Fabre, y subraya: no contar con traductores e intérpretes es una violencia grave porque lacera la integridad de las personas a niveles muy profundos.
“Culpables o no tienen derecho a tener un intérprete y a un debido el proceso”, sentencia Fabre.
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Justicia comunitaria versus penal
Con todo, en los pasillos del Cereso de Mérida a veces se escuchan pláticas en maya, principalmente entre los hombres de la tercera edad. Ellos han aprendido a hacer comunidad con sus similares, y se apartan del resto de la población. Se les puede ver en las gradas de la cancha deportiva, pasando la tarde, urdiendo hamacas juntos, creando artesanías con alambres, hilo o los materiales que puedan conseguir.
Algunos llevan tantos años ahí que ya perdieron la cuenta, y saben que morirán dentro del centro. La mayoría de ellos están completamente solos porque ya perdieron todo contacto con su familia y amigos de afuera.
En Yucatán, como en el resto del país, se privilegia el proceso penal “convencional” sobre los mecanismos alternativos de solución de controversias. Y la justicia comunitaria se arrincona todavía más. No es un hecho menor: a pesar de que ciertos delitos podrían recibir una resolución acordada en el interior de las comunidades, que no implique la reclusión de las personas, esta posibilidad no se aplica, aseguran las activistas. Ahí está el caso del hombre acusado de robar un pavo.
“Es mucho más probable que las autoridades de esa comunidad, que conocen los valores, los principios, la cosmovisión y la cultura, puedan hacer un juzgamiento de forma mucho más certera y mucho más encaminada a esto que llamamos la justicia restaurativa dentro de sus comunidades, sin necesidad de acudir a los sistemas de justicia penal tradicionales”, explica Nayomi Aoyama. Y añade: “Esto trae aparejados un montón de conflictos adicionales. Es evidente que no existe a nivel nacional esta expertise ni esta pericia, pero también hay que discutir sobre si el sistema penal común es suficiente para juzgar este tipo de casos, y para llevar justicia verdadera a estas comunidades”.
Artemia Fabre opina que esta falta de justicia dentro de las comunidades se traduce en más violencia. “No se repara el daño; hay indígenas que tienen que pagar reparaciones que ni sus hijos en tres generaciones van a acabar de pagar porque viven en la miseria. Eso no funciona y la víctima no recibe esta reparación, y el Estado no lo hace. El Estado no mide la diferencia cultural ni la relación estructural de la pobreza. La ejecución de esas leyes violenta a la víctima y violenta también al que está en prisión porque es un ocioso: en su comunidad estaría trabajando y generando economía, y al menos cumpliendo con parte de su pago”, amplía.
Los diagnósticos que ha hecho Diálogo y Movimiento relevan que los Centros de Reinserción Social de México no cuentan con la interculturalidad necesaria para recibir a población indígena: no hay maestros que enseñen español hay tratamientos psicológicos o trabajo social con intérpretes. En la mayoría de los casos no se enseñan oficios que sean aplicables en las comunidades ni existen módulos de medicina tradicional ni les permiten consumir los alimentos a los que estaban acostumbrados en sus casas.
Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño, al tiempo que garantizan la reinserción de las personas de origen indígena. Es el camino para evitar más violaciones a los derechos humanos.
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Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño.
A la pérdida de libertad se añaden varias capas de aislamiento, silencio y violación de derechos humanos, si la persona que purga la condena es integrante de un pueblo indígena.
En México, cometer un delito y recibir una sentencia condenatoria con pena de prisión implica, constitucionalmente, la suspensión de diversos derechos, como el de sufragio o ejercer una tutela. Sin embargo, las personas privadas de la libertad, de facto, se enfrentan a una vulneración mucho más amplia de sus derechos humanos, y si esa persona es integrante de un pueblo indígena suele volverse invisible ante el sistema de justicia.
Catalino Pisté Durán, un hombre de origen maya nacido en el municipio de Tekax, Yucatán, y que cumple una condena por homicidio calificado en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Mérida, ha sufrido en carne propia tal condición, y da testimonio.
Esta prisión ha sido la casa de Catalino a lo largo de 10 años, y lo será por 17 años y 6 meses más. A pesar de que ha logrado hacer comunidad con otros compañeros, el hombre sigue sintiéndose como un extraño cuando recorre los pasillos porque percibe el rechazo latente hacia su identidad, su cultura.
Los habitantes del Cereso para hombres tienen muchas “libertades”: celdas abiertas para recorrer todo el recinto, diversas actividades deportivas, posibilidades de trabajo en varias áreas, fabricación de tepache para pasar las horas de manera más alegre y contacto constante con el mundo exterior por medio de visitas programadas tres veces a la semana. Pero Catalino ha perdido una libertad mayor: el poder expresarse en su lengua materna.
“En el Cereso somos más de 25 hombres que hablamos maya, pero no todos lo hacen públicamente porque nos burlan. A los compañeros les pega fuerte la cuestión emocional de escuchar las risas o los insultos cuando hablamos en nuestra lengua, y dejan de hacerlo”, explica Catalino. Y abunda: “En el módulo algunos tratamos de hablar en maya todavía, pero hay gente que se voltea a vernos feo y hasta con mentadas de madre nos hablan, no se dan cuenta de que están matando una lengua”.
Catalino se ha convertido en un defensor del maya, su lengua madre, a pesar de enfrentarse a burlas, discriminación y malos tratos. Es muy consciente de que el proceso de reinserción social tendría que conllevar la reflexión sobre los tratos hacia las otras personas.
Así, junto con sus compañeros —Seyé, don José, tío Dani, don Ángel— y otros internos promueve conversaciones en maya yucateco (o peninsular) para que recuperen un poco de la identidad que al estar privados de la libertad se ha ido diluyendo, obligados a ser como el resto de sus compañeros o a permanecer callados.
Una cárcel de silencio
El maya, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es el tercer pueblo indígena con mayor presencia en las prisiones, solo después de las personas de origen náhuatl y tarahumara.
En el estado de Yucatán se encuentran privados de la libertad al menos 20 hombres que se asumen como mayas, distribuidos en los cuatro centros de reinserción de la entidad, según datos proporcionados por el Poder Judicial del estado vía solicitud de transparencia. Ninguna mujer interna figura en este registro.
La cifra le parece una burla a Catalino: en su módulo identifica fácilmente a al menos 10 hombres de origen maya. “Es una mentada de madre para mi cultura, ¿de qué sirve que por fuera anuncien programas para la revitalización de la lengua si a nosotros nos están borrando? Somos invisibles para el sistema de justicia”, se lamenta.
Activistas en pro de los derechos humanos coinciden en que la cifra podría ser más elevada. Señalan que de las 1 659 personas que se encontraban presas en los penales estatales hasta octubre de 2023, una gran cantidad proviene de comunidades indígenas, pero suelen negar su identidad porque temen algún tipo de discriminación.
“Las autoridades nunca se dan a la tarea de preguntar si entienden bien el español. Muchas veces es su segunda lengua y no la comprenden bien, a lo mejor lo hablan, pero no lo entienden, pero ellos dicen que sí por el racismo, por la discriminación, por miedo a que lo sigan vulnerando… A nivel social nos han educado para discriminar, para ser racistas e invisibilizar la diferencia cultural. Es una problemática social y jurídica, pero la parte social es más dramática”, explica Artemia Fabre Zarandona, presidenta de Diálogo y Movimiento, A.C., una organización no gubernamental que trabaja a favor de los derechos de las personas pertenecientes a pueblos originarios privadas de la libertad.
Fabre afirma que una de las violaciones más graves concierne a los derechos lingüísticos de estas personas, dada la poca o nula presencia de intérpretes profesionales. “No hay una formación buena ni constante para que se formen como intérpretes y no solo como hablantes de una lengua indígena […] Se pueden proporcionar intérpretes que no entienden el lenguaje técnico jurídico, y eso obstaculiza el derecho al acceso a la justicia”, señala Fabre.
Ejemplos no faltan. En 10 años dentro del Cereso de Mérida, Catalino ha sido testigo de este tipo de invisibilización o aislamiento de las personas indígenas. Ha puesto empeño en ayudar a las personas que lo necesiten y requieran, en la medida de sus posibilidades. Principalmente, como intérprete.
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Catalino asegura que un compañero, cuyo nombre evita proporcionar, durante 12 años no se comunicó con muchas personas porque únicamente habla maya y todos los internos lo ignoraban; ahora es uno de sus amigos y lo ayuda a tender puentes con los demás.
También está el caso de otro hombre acusado de robar un pavo, cuando en realidad, afirma Catalino, el animal “entró a su casa”. Recibió una sentencia de casi tres años de prisión por no poder expresar ante el juez la situación; es decir, no había podido contarle su verdad a nadie porque nadie se había sentado a escucharlo y entenderlo.
“Yo quiero ser intérprete porque todo el sistema está mal, desde que lo detienen a uno. A mí me golpearon, yo llegué sangrando al Ministerio Público y nadie me escuchó. Ahora, aquí en la cárcel, tampoco hay intérpretes, no hay alguien que nos ayude en Trabajo Social y eso quiere decir que también nos niegan la reinserción. Yo porque sé hablar bien español…, pero los otros que nada más hablan maya o nuestro compañero que habla náhuatl se quedan afuera incluso de los talleres de psicología, que son los que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro comportamiento”, dice Catalino.
Nayomi Aoyama, coordinadora del Programa de Sistema Penitenciario y Reinserción Social de la organización no gubernamental Documenta, coincide en que no existen medidas para atender las necesidades específicas de las personas indígenas privadas de la libertad. Y enfatiza: “Algo que está muy olvidado dentro de la política penitenciaria es el tratamiento a las personas pertenecientes a las comunidades indígenas […] De por sí las personas privadas de la libertad tienen vulneraciones especiales a sus derechos, y sufren violencias diferentes a las [de] personas que no nos encontramos en privación de la libertad; a esto le sumamos más capas de vulnerabilidad, y no se toman en cuenta las cuestiones relacionadas con la cosmovisión y los derechos culturales”.
En efecto, cuando Catalino busca plantas para curarse como le enseñaron sus ancestros, recibe críticas y burlas. “Mi papá era ‘hierbatero’, nos enseñó a curarnos con tés. Yo busco las hojas de limón, de guayaba cuando no me siento bien, pero otros compañeros me gritan ‘ya vas a hacer brujería’, sin saber que es conocimiento ancestral, y que muchas veces es mejor que la medicina. Así lo decían nuestros antepasados, ellos así se curaban siempre”.
Mecanismos de defensa
Para continuar con su labor, Catalino se ha enfocado en leer sobre leyes y derechos humanos. Su avance se nota en la forma de expresarse y en lo consciente que está de todo lo que falta implementar en el sistema de justicia penal mexicano.
“Necesitamos enseñarles a otros sobre derechos humanos y el respeto a las personas indígenas; que se sientan orgullosos de ser mayas porque, además, estamos en nuestra tierra, no nos pueden eliminar o hacer como que no existimos”, agrega, y lo hace con razones fundadas, pues la discriminación, la invisibilización y el temor al rechazo hace que personas mayas renieguen de su identidad y pretendan ser como el resto.
Por ejemplo, Alexis,* un joven de 24 años originario del municipio de Tekit, condenado a 13 años de prisión por violación, ya no quiere saber nada de su pasado indígena. Aunque entiende y sabe hablar maya yucateco, no está interesado en entablar conversaciones en esta lengua: ha decidido enterrar en el Cereso al joven que mendigaba oportunidades laborales en Quintana Roo. “El Alexis que vivía en Tekit ya no existe; esa persona desapareció cuando supe que había algo más. Desde que me fui a Cancún me alejé de mi familia, de mis amigos y ahora me gusta más lo que soy. Aquí (en el Cereso) tengo amigos de verdad, aquí aprendí a hacer dinero y ya no soy un tonto”, afirma. Considera que ser maya es sinónimo de tener menos capacidades y oportunidades.
Alexis, al igual que Catalino y decenas de hombres privados de la libertad, ha visto cómo se diluye su relación con su familia y poco a poco pierden sus raíces. Ya no son de Tekit o de Tekax, pero tampoco son de Mérida porque su paso en el centro de reinserción social es temporal.
“Muchas veces con las personas indígenas privadas de la libertad hay una ruptura con su comunidad; por ejemplo, exclusiones posteriores a su salida de los centros penitenciarios, exclusiones de sus vecinos. No hay restauración con su comunidad o de sus vínculos con la sociedad en la que convivía, y eso trae un montón de conflictos adicionales”, reflexiona Nayomi Aoyama.
El primer paso de la invisibilización
Para las activistas, la falta de una adecuada defensa es una de las principales violaciones a los derechos humanos de una persona indígena privada de la libertad. El panorama es peor para las personas que son completamente mayahablantes; es decir, que no entienden el español. No existen las condiciones para una defensa justa, comenzando con la detención: tras solicitud de transparencia, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal informó que solo existen 23 empleados en toda la dependencia que hablan y entienden la lengua.
Por su parte, el Poder Judicial de Yucatán cuenta únicamente con 11 personas traductoras-intérpretes de español-maya-español. Se trata de personal adscrito, que no forma parte de la institución. Once para los 106 municipios del estado.
Sorprendentemente, la Comisión de Derechos Humanos de Yucatán (Codhey), instancia encargada de atender las posibles violaciones a las garantías de todas las personas, incluidas las detenidas y procesadas, cuenta con apenas nueve intérpretes para atender a este sector de la población.
“Todo ser humano tiene derecho a entender y darse a entender en su propia lengua, ese derecho es fundamental. Tengo una frase: ‘El entender y darte entender es como respirar, si no puedes respirar, estás agobiado, asfixiado’. Ese es el derecho fundamental más importante que se viola a la población indígena, culpable o víctima porque no se pueden comunicar y no entienden lo que está pasando en un proceso penal”, lamenta Artemia Fabre, y subraya: no contar con traductores e intérpretes es una violencia grave porque lacera la integridad de las personas a niveles muy profundos.
“Culpables o no tienen derecho a tener un intérprete y a un debido el proceso”, sentencia Fabre.
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Justicia comunitaria versus penal
Con todo, en los pasillos del Cereso de Mérida a veces se escuchan pláticas en maya, principalmente entre los hombres de la tercera edad. Ellos han aprendido a hacer comunidad con sus similares, y se apartan del resto de la población. Se les puede ver en las gradas de la cancha deportiva, pasando la tarde, urdiendo hamacas juntos, creando artesanías con alambres, hilo o los materiales que puedan conseguir.
Algunos llevan tantos años ahí que ya perdieron la cuenta, y saben que morirán dentro del centro. La mayoría de ellos están completamente solos porque ya perdieron todo contacto con su familia y amigos de afuera.
En Yucatán, como en el resto del país, se privilegia el proceso penal “convencional” sobre los mecanismos alternativos de solución de controversias. Y la justicia comunitaria se arrincona todavía más. No es un hecho menor: a pesar de que ciertos delitos podrían recibir una resolución acordada en el interior de las comunidades, que no implique la reclusión de las personas, esta posibilidad no se aplica, aseguran las activistas. Ahí está el caso del hombre acusado de robar un pavo.
“Es mucho más probable que las autoridades de esa comunidad, que conocen los valores, los principios, la cosmovisión y la cultura, puedan hacer un juzgamiento de forma mucho más certera y mucho más encaminada a esto que llamamos la justicia restaurativa dentro de sus comunidades, sin necesidad de acudir a los sistemas de justicia penal tradicionales”, explica Nayomi Aoyama. Y añade: “Esto trae aparejados un montón de conflictos adicionales. Es evidente que no existe a nivel nacional esta expertise ni esta pericia, pero también hay que discutir sobre si el sistema penal común es suficiente para juzgar este tipo de casos, y para llevar justicia verdadera a estas comunidades”.
Artemia Fabre opina que esta falta de justicia dentro de las comunidades se traduce en más violencia. “No se repara el daño; hay indígenas que tienen que pagar reparaciones que ni sus hijos en tres generaciones van a acabar de pagar porque viven en la miseria. Eso no funciona y la víctima no recibe esta reparación, y el Estado no lo hace. El Estado no mide la diferencia cultural ni la relación estructural de la pobreza. La ejecución de esas leyes violenta a la víctima y violenta también al que está en prisión porque es un ocioso: en su comunidad estaría trabajando y generando economía, y al menos cumpliendo con parte de su pago”, amplía.
Los diagnósticos que ha hecho Diálogo y Movimiento relevan que los Centros de Reinserción Social de México no cuentan con la interculturalidad necesaria para recibir a población indígena: no hay maestros que enseñen español hay tratamientos psicológicos o trabajo social con intérpretes. En la mayoría de los casos no se enseñan oficios que sean aplicables en las comunidades ni existen módulos de medicina tradicional ni les permiten consumir los alimentos a los que estaban acostumbrados en sus casas.
Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño, al tiempo que garantizan la reinserción de las personas de origen indígena. Es el camino para evitar más violaciones a los derechos humanos.
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A la pérdida de libertad se añaden varias capas de aislamiento, silencio y violación de derechos humanos, si la persona que purga la condena es integrante de un pueblo indígena.
En México, cometer un delito y recibir una sentencia condenatoria con pena de prisión implica, constitucionalmente, la suspensión de diversos derechos, como el de sufragio o ejercer una tutela. Sin embargo, las personas privadas de la libertad, de facto, se enfrentan a una vulneración mucho más amplia de sus derechos humanos, y si esa persona es integrante de un pueblo indígena suele volverse invisible ante el sistema de justicia.
Catalino Pisté Durán, un hombre de origen maya nacido en el municipio de Tekax, Yucatán, y que cumple una condena por homicidio calificado en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Mérida, ha sufrido en carne propia tal condición, y da testimonio.
Esta prisión ha sido la casa de Catalino a lo largo de 10 años, y lo será por 17 años y 6 meses más. A pesar de que ha logrado hacer comunidad con otros compañeros, el hombre sigue sintiéndose como un extraño cuando recorre los pasillos porque percibe el rechazo latente hacia su identidad, su cultura.
Los habitantes del Cereso para hombres tienen muchas “libertades”: celdas abiertas para recorrer todo el recinto, diversas actividades deportivas, posibilidades de trabajo en varias áreas, fabricación de tepache para pasar las horas de manera más alegre y contacto constante con el mundo exterior por medio de visitas programadas tres veces a la semana. Pero Catalino ha perdido una libertad mayor: el poder expresarse en su lengua materna.
“En el Cereso somos más de 25 hombres que hablamos maya, pero no todos lo hacen públicamente porque nos burlan. A los compañeros les pega fuerte la cuestión emocional de escuchar las risas o los insultos cuando hablamos en nuestra lengua, y dejan de hacerlo”, explica Catalino. Y abunda: “En el módulo algunos tratamos de hablar en maya todavía, pero hay gente que se voltea a vernos feo y hasta con mentadas de madre nos hablan, no se dan cuenta de que están matando una lengua”.
Catalino se ha convertido en un defensor del maya, su lengua madre, a pesar de enfrentarse a burlas, discriminación y malos tratos. Es muy consciente de que el proceso de reinserción social tendría que conllevar la reflexión sobre los tratos hacia las otras personas.
Así, junto con sus compañeros —Seyé, don José, tío Dani, don Ángel— y otros internos promueve conversaciones en maya yucateco (o peninsular) para que recuperen un poco de la identidad que al estar privados de la libertad se ha ido diluyendo, obligados a ser como el resto de sus compañeros o a permanecer callados.
Una cárcel de silencio
El maya, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es el tercer pueblo indígena con mayor presencia en las prisiones, solo después de las personas de origen náhuatl y tarahumara.
En el estado de Yucatán se encuentran privados de la libertad al menos 20 hombres que se asumen como mayas, distribuidos en los cuatro centros de reinserción de la entidad, según datos proporcionados por el Poder Judicial del estado vía solicitud de transparencia. Ninguna mujer interna figura en este registro.
La cifra le parece una burla a Catalino: en su módulo identifica fácilmente a al menos 10 hombres de origen maya. “Es una mentada de madre para mi cultura, ¿de qué sirve que por fuera anuncien programas para la revitalización de la lengua si a nosotros nos están borrando? Somos invisibles para el sistema de justicia”, se lamenta.
Activistas en pro de los derechos humanos coinciden en que la cifra podría ser más elevada. Señalan que de las 1 659 personas que se encontraban presas en los penales estatales hasta octubre de 2023, una gran cantidad proviene de comunidades indígenas, pero suelen negar su identidad porque temen algún tipo de discriminación.
“Las autoridades nunca se dan a la tarea de preguntar si entienden bien el español. Muchas veces es su segunda lengua y no la comprenden bien, a lo mejor lo hablan, pero no lo entienden, pero ellos dicen que sí por el racismo, por la discriminación, por miedo a que lo sigan vulnerando… A nivel social nos han educado para discriminar, para ser racistas e invisibilizar la diferencia cultural. Es una problemática social y jurídica, pero la parte social es más dramática”, explica Artemia Fabre Zarandona, presidenta de Diálogo y Movimiento, A.C., una organización no gubernamental que trabaja a favor de los derechos de las personas pertenecientes a pueblos originarios privadas de la libertad.
Fabre afirma que una de las violaciones más graves concierne a los derechos lingüísticos de estas personas, dada la poca o nula presencia de intérpretes profesionales. “No hay una formación buena ni constante para que se formen como intérpretes y no solo como hablantes de una lengua indígena […] Se pueden proporcionar intérpretes que no entienden el lenguaje técnico jurídico, y eso obstaculiza el derecho al acceso a la justicia”, señala Fabre.
Ejemplos no faltan. En 10 años dentro del Cereso de Mérida, Catalino ha sido testigo de este tipo de invisibilización o aislamiento de las personas indígenas. Ha puesto empeño en ayudar a las personas que lo necesiten y requieran, en la medida de sus posibilidades. Principalmente, como intérprete.
Te recomendamos leer: "El comisario vitalicio maya con discapacidad visua"
Catalino asegura que un compañero, cuyo nombre evita proporcionar, durante 12 años no se comunicó con muchas personas porque únicamente habla maya y todos los internos lo ignoraban; ahora es uno de sus amigos y lo ayuda a tender puentes con los demás.
También está el caso de otro hombre acusado de robar un pavo, cuando en realidad, afirma Catalino, el animal “entró a su casa”. Recibió una sentencia de casi tres años de prisión por no poder expresar ante el juez la situación; es decir, no había podido contarle su verdad a nadie porque nadie se había sentado a escucharlo y entenderlo.
“Yo quiero ser intérprete porque todo el sistema está mal, desde que lo detienen a uno. A mí me golpearon, yo llegué sangrando al Ministerio Público y nadie me escuchó. Ahora, aquí en la cárcel, tampoco hay intérpretes, no hay alguien que nos ayude en Trabajo Social y eso quiere decir que también nos niegan la reinserción. Yo porque sé hablar bien español…, pero los otros que nada más hablan maya o nuestro compañero que habla náhuatl se quedan afuera incluso de los talleres de psicología, que son los que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro comportamiento”, dice Catalino.
Nayomi Aoyama, coordinadora del Programa de Sistema Penitenciario y Reinserción Social de la organización no gubernamental Documenta, coincide en que no existen medidas para atender las necesidades específicas de las personas indígenas privadas de la libertad. Y enfatiza: “Algo que está muy olvidado dentro de la política penitenciaria es el tratamiento a las personas pertenecientes a las comunidades indígenas […] De por sí las personas privadas de la libertad tienen vulneraciones especiales a sus derechos, y sufren violencias diferentes a las [de] personas que no nos encontramos en privación de la libertad; a esto le sumamos más capas de vulnerabilidad, y no se toman en cuenta las cuestiones relacionadas con la cosmovisión y los derechos culturales”.
En efecto, cuando Catalino busca plantas para curarse como le enseñaron sus ancestros, recibe críticas y burlas. “Mi papá era ‘hierbatero’, nos enseñó a curarnos con tés. Yo busco las hojas de limón, de guayaba cuando no me siento bien, pero otros compañeros me gritan ‘ya vas a hacer brujería’, sin saber que es conocimiento ancestral, y que muchas veces es mejor que la medicina. Así lo decían nuestros antepasados, ellos así se curaban siempre”.
Mecanismos de defensa
Para continuar con su labor, Catalino se ha enfocado en leer sobre leyes y derechos humanos. Su avance se nota en la forma de expresarse y en lo consciente que está de todo lo que falta implementar en el sistema de justicia penal mexicano.
“Necesitamos enseñarles a otros sobre derechos humanos y el respeto a las personas indígenas; que se sientan orgullosos de ser mayas porque, además, estamos en nuestra tierra, no nos pueden eliminar o hacer como que no existimos”, agrega, y lo hace con razones fundadas, pues la discriminación, la invisibilización y el temor al rechazo hace que personas mayas renieguen de su identidad y pretendan ser como el resto.
Por ejemplo, Alexis,* un joven de 24 años originario del municipio de Tekit, condenado a 13 años de prisión por violación, ya no quiere saber nada de su pasado indígena. Aunque entiende y sabe hablar maya yucateco, no está interesado en entablar conversaciones en esta lengua: ha decidido enterrar en el Cereso al joven que mendigaba oportunidades laborales en Quintana Roo. “El Alexis que vivía en Tekit ya no existe; esa persona desapareció cuando supe que había algo más. Desde que me fui a Cancún me alejé de mi familia, de mis amigos y ahora me gusta más lo que soy. Aquí (en el Cereso) tengo amigos de verdad, aquí aprendí a hacer dinero y ya no soy un tonto”, afirma. Considera que ser maya es sinónimo de tener menos capacidades y oportunidades.
Alexis, al igual que Catalino y decenas de hombres privados de la libertad, ha visto cómo se diluye su relación con su familia y poco a poco pierden sus raíces. Ya no son de Tekit o de Tekax, pero tampoco son de Mérida porque su paso en el centro de reinserción social es temporal.
“Muchas veces con las personas indígenas privadas de la libertad hay una ruptura con su comunidad; por ejemplo, exclusiones posteriores a su salida de los centros penitenciarios, exclusiones de sus vecinos. No hay restauración con su comunidad o de sus vínculos con la sociedad en la que convivía, y eso trae un montón de conflictos adicionales”, reflexiona Nayomi Aoyama.
El primer paso de la invisibilización
Para las activistas, la falta de una adecuada defensa es una de las principales violaciones a los derechos humanos de una persona indígena privada de la libertad. El panorama es peor para las personas que son completamente mayahablantes; es decir, que no entienden el español. No existen las condiciones para una defensa justa, comenzando con la detención: tras solicitud de transparencia, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal informó que solo existen 23 empleados en toda la dependencia que hablan y entienden la lengua.
Por su parte, el Poder Judicial de Yucatán cuenta únicamente con 11 personas traductoras-intérpretes de español-maya-español. Se trata de personal adscrito, que no forma parte de la institución. Once para los 106 municipios del estado.
Sorprendentemente, la Comisión de Derechos Humanos de Yucatán (Codhey), instancia encargada de atender las posibles violaciones a las garantías de todas las personas, incluidas las detenidas y procesadas, cuenta con apenas nueve intérpretes para atender a este sector de la población.
“Todo ser humano tiene derecho a entender y darse a entender en su propia lengua, ese derecho es fundamental. Tengo una frase: ‘El entender y darte entender es como respirar, si no puedes respirar, estás agobiado, asfixiado’. Ese es el derecho fundamental más importante que se viola a la población indígena, culpable o víctima porque no se pueden comunicar y no entienden lo que está pasando en un proceso penal”, lamenta Artemia Fabre, y subraya: no contar con traductores e intérpretes es una violencia grave porque lacera la integridad de las personas a niveles muy profundos.
“Culpables o no tienen derecho a tener un intérprete y a un debido el proceso”, sentencia Fabre.
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Justicia comunitaria versus penal
Con todo, en los pasillos del Cereso de Mérida a veces se escuchan pláticas en maya, principalmente entre los hombres de la tercera edad. Ellos han aprendido a hacer comunidad con sus similares, y se apartan del resto de la población. Se les puede ver en las gradas de la cancha deportiva, pasando la tarde, urdiendo hamacas juntos, creando artesanías con alambres, hilo o los materiales que puedan conseguir.
Algunos llevan tantos años ahí que ya perdieron la cuenta, y saben que morirán dentro del centro. La mayoría de ellos están completamente solos porque ya perdieron todo contacto con su familia y amigos de afuera.
En Yucatán, como en el resto del país, se privilegia el proceso penal “convencional” sobre los mecanismos alternativos de solución de controversias. Y la justicia comunitaria se arrincona todavía más. No es un hecho menor: a pesar de que ciertos delitos podrían recibir una resolución acordada en el interior de las comunidades, que no implique la reclusión de las personas, esta posibilidad no se aplica, aseguran las activistas. Ahí está el caso del hombre acusado de robar un pavo.
“Es mucho más probable que las autoridades de esa comunidad, que conocen los valores, los principios, la cosmovisión y la cultura, puedan hacer un juzgamiento de forma mucho más certera y mucho más encaminada a esto que llamamos la justicia restaurativa dentro de sus comunidades, sin necesidad de acudir a los sistemas de justicia penal tradicionales”, explica Nayomi Aoyama. Y añade: “Esto trae aparejados un montón de conflictos adicionales. Es evidente que no existe a nivel nacional esta expertise ni esta pericia, pero también hay que discutir sobre si el sistema penal común es suficiente para juzgar este tipo de casos, y para llevar justicia verdadera a estas comunidades”.
Artemia Fabre opina que esta falta de justicia dentro de las comunidades se traduce en más violencia. “No se repara el daño; hay indígenas que tienen que pagar reparaciones que ni sus hijos en tres generaciones van a acabar de pagar porque viven en la miseria. Eso no funciona y la víctima no recibe esta reparación, y el Estado no lo hace. El Estado no mide la diferencia cultural ni la relación estructural de la pobreza. La ejecución de esas leyes violenta a la víctima y violenta también al que está en prisión porque es un ocioso: en su comunidad estaría trabajando y generando economía, y al menos cumpliendo con parte de su pago”, amplía.
Los diagnósticos que ha hecho Diálogo y Movimiento relevan que los Centros de Reinserción Social de México no cuentan con la interculturalidad necesaria para recibir a población indígena: no hay maestros que enseñen español hay tratamientos psicológicos o trabajo social con intérpretes. En la mayoría de los casos no se enseñan oficios que sean aplicables en las comunidades ni existen módulos de medicina tradicional ni les permiten consumir los alimentos a los que estaban acostumbrados en sus casas.
Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño, al tiempo que garantizan la reinserción de las personas de origen indígena. Es el camino para evitar más violaciones a los derechos humanos.
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Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño.
En México, cometer un delito y recibir una sentencia condenatoria con pena de prisión implica, constitucionalmente, la suspensión de diversos derechos, como el de sufragio o ejercer una tutela. Sin embargo, las personas privadas de la libertad, de facto, se enfrentan a una vulneración mucho más amplia de sus derechos humanos, y si esa persona es integrante de un pueblo indígena suele volverse invisible ante el sistema de justicia.
Catalino Pisté Durán, un hombre de origen maya nacido en el municipio de Tekax, Yucatán, y que cumple una condena por homicidio calificado en el Centro de Reinserción Social (Cereso) de Mérida, ha sufrido en carne propia tal condición, y da testimonio.
Esta prisión ha sido la casa de Catalino a lo largo de 10 años, y lo será por 17 años y 6 meses más. A pesar de que ha logrado hacer comunidad con otros compañeros, el hombre sigue sintiéndose como un extraño cuando recorre los pasillos porque percibe el rechazo latente hacia su identidad, su cultura.
Los habitantes del Cereso para hombres tienen muchas “libertades”: celdas abiertas para recorrer todo el recinto, diversas actividades deportivas, posibilidades de trabajo en varias áreas, fabricación de tepache para pasar las horas de manera más alegre y contacto constante con el mundo exterior por medio de visitas programadas tres veces a la semana. Pero Catalino ha perdido una libertad mayor: el poder expresarse en su lengua materna.
“En el Cereso somos más de 25 hombres que hablamos maya, pero no todos lo hacen públicamente porque nos burlan. A los compañeros les pega fuerte la cuestión emocional de escuchar las risas o los insultos cuando hablamos en nuestra lengua, y dejan de hacerlo”, explica Catalino. Y abunda: “En el módulo algunos tratamos de hablar en maya todavía, pero hay gente que se voltea a vernos feo y hasta con mentadas de madre nos hablan, no se dan cuenta de que están matando una lengua”.
Catalino se ha convertido en un defensor del maya, su lengua madre, a pesar de enfrentarse a burlas, discriminación y malos tratos. Es muy consciente de que el proceso de reinserción social tendría que conllevar la reflexión sobre los tratos hacia las otras personas.
Así, junto con sus compañeros —Seyé, don José, tío Dani, don Ángel— y otros internos promueve conversaciones en maya yucateco (o peninsular) para que recuperen un poco de la identidad que al estar privados de la libertad se ha ido diluyendo, obligados a ser como el resto de sus compañeros o a permanecer callados.
Una cárcel de silencio
El maya, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), es el tercer pueblo indígena con mayor presencia en las prisiones, solo después de las personas de origen náhuatl y tarahumara.
En el estado de Yucatán se encuentran privados de la libertad al menos 20 hombres que se asumen como mayas, distribuidos en los cuatro centros de reinserción de la entidad, según datos proporcionados por el Poder Judicial del estado vía solicitud de transparencia. Ninguna mujer interna figura en este registro.
La cifra le parece una burla a Catalino: en su módulo identifica fácilmente a al menos 10 hombres de origen maya. “Es una mentada de madre para mi cultura, ¿de qué sirve que por fuera anuncien programas para la revitalización de la lengua si a nosotros nos están borrando? Somos invisibles para el sistema de justicia”, se lamenta.
Activistas en pro de los derechos humanos coinciden en que la cifra podría ser más elevada. Señalan que de las 1 659 personas que se encontraban presas en los penales estatales hasta octubre de 2023, una gran cantidad proviene de comunidades indígenas, pero suelen negar su identidad porque temen algún tipo de discriminación.
“Las autoridades nunca se dan a la tarea de preguntar si entienden bien el español. Muchas veces es su segunda lengua y no la comprenden bien, a lo mejor lo hablan, pero no lo entienden, pero ellos dicen que sí por el racismo, por la discriminación, por miedo a que lo sigan vulnerando… A nivel social nos han educado para discriminar, para ser racistas e invisibilizar la diferencia cultural. Es una problemática social y jurídica, pero la parte social es más dramática”, explica Artemia Fabre Zarandona, presidenta de Diálogo y Movimiento, A.C., una organización no gubernamental que trabaja a favor de los derechos de las personas pertenecientes a pueblos originarios privadas de la libertad.
Fabre afirma que una de las violaciones más graves concierne a los derechos lingüísticos de estas personas, dada la poca o nula presencia de intérpretes profesionales. “No hay una formación buena ni constante para que se formen como intérpretes y no solo como hablantes de una lengua indígena […] Se pueden proporcionar intérpretes que no entienden el lenguaje técnico jurídico, y eso obstaculiza el derecho al acceso a la justicia”, señala Fabre.
Ejemplos no faltan. En 10 años dentro del Cereso de Mérida, Catalino ha sido testigo de este tipo de invisibilización o aislamiento de las personas indígenas. Ha puesto empeño en ayudar a las personas que lo necesiten y requieran, en la medida de sus posibilidades. Principalmente, como intérprete.
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Catalino asegura que un compañero, cuyo nombre evita proporcionar, durante 12 años no se comunicó con muchas personas porque únicamente habla maya y todos los internos lo ignoraban; ahora es uno de sus amigos y lo ayuda a tender puentes con los demás.
También está el caso de otro hombre acusado de robar un pavo, cuando en realidad, afirma Catalino, el animal “entró a su casa”. Recibió una sentencia de casi tres años de prisión por no poder expresar ante el juez la situación; es decir, no había podido contarle su verdad a nadie porque nadie se había sentado a escucharlo y entenderlo.
“Yo quiero ser intérprete porque todo el sistema está mal, desde que lo detienen a uno. A mí me golpearon, yo llegué sangrando al Ministerio Público y nadie me escuchó. Ahora, aquí en la cárcel, tampoco hay intérpretes, no hay alguien que nos ayude en Trabajo Social y eso quiere decir que también nos niegan la reinserción. Yo porque sé hablar bien español…, pero los otros que nada más hablan maya o nuestro compañero que habla náhuatl se quedan afuera incluso de los talleres de psicología, que son los que nos ayudan a reflexionar sobre nuestro comportamiento”, dice Catalino.
Nayomi Aoyama, coordinadora del Programa de Sistema Penitenciario y Reinserción Social de la organización no gubernamental Documenta, coincide en que no existen medidas para atender las necesidades específicas de las personas indígenas privadas de la libertad. Y enfatiza: “Algo que está muy olvidado dentro de la política penitenciaria es el tratamiento a las personas pertenecientes a las comunidades indígenas […] De por sí las personas privadas de la libertad tienen vulneraciones especiales a sus derechos, y sufren violencias diferentes a las [de] personas que no nos encontramos en privación de la libertad; a esto le sumamos más capas de vulnerabilidad, y no se toman en cuenta las cuestiones relacionadas con la cosmovisión y los derechos culturales”.
En efecto, cuando Catalino busca plantas para curarse como le enseñaron sus ancestros, recibe críticas y burlas. “Mi papá era ‘hierbatero’, nos enseñó a curarnos con tés. Yo busco las hojas de limón, de guayaba cuando no me siento bien, pero otros compañeros me gritan ‘ya vas a hacer brujería’, sin saber que es conocimiento ancestral, y que muchas veces es mejor que la medicina. Así lo decían nuestros antepasados, ellos así se curaban siempre”.
Mecanismos de defensa
Para continuar con su labor, Catalino se ha enfocado en leer sobre leyes y derechos humanos. Su avance se nota en la forma de expresarse y en lo consciente que está de todo lo que falta implementar en el sistema de justicia penal mexicano.
“Necesitamos enseñarles a otros sobre derechos humanos y el respeto a las personas indígenas; que se sientan orgullosos de ser mayas porque, además, estamos en nuestra tierra, no nos pueden eliminar o hacer como que no existimos”, agrega, y lo hace con razones fundadas, pues la discriminación, la invisibilización y el temor al rechazo hace que personas mayas renieguen de su identidad y pretendan ser como el resto.
Por ejemplo, Alexis,* un joven de 24 años originario del municipio de Tekit, condenado a 13 años de prisión por violación, ya no quiere saber nada de su pasado indígena. Aunque entiende y sabe hablar maya yucateco, no está interesado en entablar conversaciones en esta lengua: ha decidido enterrar en el Cereso al joven que mendigaba oportunidades laborales en Quintana Roo. “El Alexis que vivía en Tekit ya no existe; esa persona desapareció cuando supe que había algo más. Desde que me fui a Cancún me alejé de mi familia, de mis amigos y ahora me gusta más lo que soy. Aquí (en el Cereso) tengo amigos de verdad, aquí aprendí a hacer dinero y ya no soy un tonto”, afirma. Considera que ser maya es sinónimo de tener menos capacidades y oportunidades.
Alexis, al igual que Catalino y decenas de hombres privados de la libertad, ha visto cómo se diluye su relación con su familia y poco a poco pierden sus raíces. Ya no son de Tekit o de Tekax, pero tampoco son de Mérida porque su paso en el centro de reinserción social es temporal.
“Muchas veces con las personas indígenas privadas de la libertad hay una ruptura con su comunidad; por ejemplo, exclusiones posteriores a su salida de los centros penitenciarios, exclusiones de sus vecinos. No hay restauración con su comunidad o de sus vínculos con la sociedad en la que convivía, y eso trae un montón de conflictos adicionales”, reflexiona Nayomi Aoyama.
El primer paso de la invisibilización
Para las activistas, la falta de una adecuada defensa es una de las principales violaciones a los derechos humanos de una persona indígena privada de la libertad. El panorama es peor para las personas que son completamente mayahablantes; es decir, que no entienden el español. No existen las condiciones para una defensa justa, comenzando con la detención: tras solicitud de transparencia, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal informó que solo existen 23 empleados en toda la dependencia que hablan y entienden la lengua.
Por su parte, el Poder Judicial de Yucatán cuenta únicamente con 11 personas traductoras-intérpretes de español-maya-español. Se trata de personal adscrito, que no forma parte de la institución. Once para los 106 municipios del estado.
Sorprendentemente, la Comisión de Derechos Humanos de Yucatán (Codhey), instancia encargada de atender las posibles violaciones a las garantías de todas las personas, incluidas las detenidas y procesadas, cuenta con apenas nueve intérpretes para atender a este sector de la población.
“Todo ser humano tiene derecho a entender y darse a entender en su propia lengua, ese derecho es fundamental. Tengo una frase: ‘El entender y darte entender es como respirar, si no puedes respirar, estás agobiado, asfixiado’. Ese es el derecho fundamental más importante que se viola a la población indígena, culpable o víctima porque no se pueden comunicar y no entienden lo que está pasando en un proceso penal”, lamenta Artemia Fabre, y subraya: no contar con traductores e intérpretes es una violencia grave porque lacera la integridad de las personas a niveles muy profundos.
“Culpables o no tienen derecho a tener un intérprete y a un debido el proceso”, sentencia Fabre.
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Justicia comunitaria versus penal
Con todo, en los pasillos del Cereso de Mérida a veces se escuchan pláticas en maya, principalmente entre los hombres de la tercera edad. Ellos han aprendido a hacer comunidad con sus similares, y se apartan del resto de la población. Se les puede ver en las gradas de la cancha deportiva, pasando la tarde, urdiendo hamacas juntos, creando artesanías con alambres, hilo o los materiales que puedan conseguir.
Algunos llevan tantos años ahí que ya perdieron la cuenta, y saben que morirán dentro del centro. La mayoría de ellos están completamente solos porque ya perdieron todo contacto con su familia y amigos de afuera.
En Yucatán, como en el resto del país, se privilegia el proceso penal “convencional” sobre los mecanismos alternativos de solución de controversias. Y la justicia comunitaria se arrincona todavía más. No es un hecho menor: a pesar de que ciertos delitos podrían recibir una resolución acordada en el interior de las comunidades, que no implique la reclusión de las personas, esta posibilidad no se aplica, aseguran las activistas. Ahí está el caso del hombre acusado de robar un pavo.
“Es mucho más probable que las autoridades de esa comunidad, que conocen los valores, los principios, la cosmovisión y la cultura, puedan hacer un juzgamiento de forma mucho más certera y mucho más encaminada a esto que llamamos la justicia restaurativa dentro de sus comunidades, sin necesidad de acudir a los sistemas de justicia penal tradicionales”, explica Nayomi Aoyama. Y añade: “Esto trae aparejados un montón de conflictos adicionales. Es evidente que no existe a nivel nacional esta expertise ni esta pericia, pero también hay que discutir sobre si el sistema penal común es suficiente para juzgar este tipo de casos, y para llevar justicia verdadera a estas comunidades”.
Artemia Fabre opina que esta falta de justicia dentro de las comunidades se traduce en más violencia. “No se repara el daño; hay indígenas que tienen que pagar reparaciones que ni sus hijos en tres generaciones van a acabar de pagar porque viven en la miseria. Eso no funciona y la víctima no recibe esta reparación, y el Estado no lo hace. El Estado no mide la diferencia cultural ni la relación estructural de la pobreza. La ejecución de esas leyes violenta a la víctima y violenta también al que está en prisión porque es un ocioso: en su comunidad estaría trabajando y generando economía, y al menos cumpliendo con parte de su pago”, amplía.
Los diagnósticos que ha hecho Diálogo y Movimiento relevan que los Centros de Reinserción Social de México no cuentan con la interculturalidad necesaria para recibir a población indígena: no hay maestros que enseñen español hay tratamientos psicológicos o trabajo social con intérpretes. En la mayoría de los casos no se enseñan oficios que sean aplicables en las comunidades ni existen módulos de medicina tradicional ni les permiten consumir los alimentos a los que estaban acostumbrados en sus casas.
Las activistas conminan a las autoridades de los tres niveles de gobierno a diseñar políticas que permitan el acceso a la justicia con perspectiva intercultural para lograr una eficaz reparación del daño, al tiempo que garantizan la reinserción de las personas de origen indígena. Es el camino para evitar más violaciones a los derechos humanos.
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