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Salvoconducto

Salvoconducto

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Patricia Esquenazi, exiliada chilena (1973).
15
.
04
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

En los años setenta y ochenta, las embajadas mexicanas y sus embajadores en Chile, Uruguay y Argentina refugiaron y ayudaron a cientos de perseguidos políticos (mujeres, hombres y niños) a salir con vida de sus países. Esta es la historia de algunos de ellos, contada desde la vivencia personal de un <i>chilemexe</i>.

La mañana del sábado seis de abril recibí el mensaje de un amigo que decía: “el Ejército ecuatoriano invadió la embajada mexicana”. Yo pensé instantáneamente en una guerra. Siempre he pensado que si un país invade la embajada de otro país está invadiendo al país mismo y eso significa guerra. No sé cuán erradas están mis certezas, solo sé que la imagen de una guerra entre México y Ecuador está más cerca de un chiste de esos que empiezan: “Había una vez un mexicano, un chino y un español…”, que de la posibilidad de algo real. A los pocos segundos me distraje con cualquier cosa y me olvidé de la guerra. Media hora más tarde recibí otro mensaje diciendo que estaban dando Villa Olímpica en el Canal 21 de la televisión pública mexicana. Villa Olímpica es un documental que hice sobre la historia del exilio latinoamericano en México y al parecer los acontecimientos lo habían tornado pertinente. Cuando escuché las palabras “Embajada”, “México” y “Ecuador”, lo primero que pensé fue en Julian Assange y en su eterna resistencia, pero no se me abrió nunca la compuerta a los acontecimientos latinoamericanos de los años setenta, cuando las embajadas mexicanas tuvieron gran protagonismo al evitar el asesinato de miles de militantes que estaban siendo perseguidos por esos criminales de guerra llamados militares y mejor conocidos como “milicos”.

Póster del documental Villa Olímpica, dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi (2022).

Claro está que las embajadas no son esos lugares que uno identificaría exactamente con la rebeldía y el afán de transformación social; pero en el caso de las embajadas mexicanas en Latinoamérica, estas sí fueron la excepción a la regla. Históricamente, el Estado mexicano ha sido inclaudicable en su política exterior y ha defendido a rajatabla los principios de no intervención, de respeto por la autodeterminación y la solidaridad latinoamericana, sin importar el malhechor que tenga de gobernante y las fechorías que esté cometiendo en el interior de su territorio. Así como hace una semana México le dio asilo al exvicepresidente del país del medio, antes fue el Evo Morales que huía de la señora esa cuyo nombre no recuerdo.

Todo comenzó en los años treinta con los republicanos españoles que llegaron a México para no morir en la Guerra Civil a manos de los fascistas de su país y claro, la Sudamérica de los setenta, forrada de dictaduras financiadas por los más malos del cuento.

Dicen los que saben, entre quienes no me incluyo, que todo empezó en Guadalajara durante aquella visita de Salvador Allende en 1972. Allende era el primer presidente socialista elegido democráticamente en la historia de la humanidad. Así de lenta venía la cosa. El Chicho, como le decían, era un tipo con un carisma que se lo pisaba, dueño de una coherencia y una sensatez desconocidas que generó grandes amores y admiraciones. Al parecer, uno de los cautivados por su figura fue el político mexicano Luis Echeverría, que no era precisamente un socialista, ni un revolucionario, sino todo lo contrario. Un personaje que los exiliados chilenos quieren y querrán incondicionalmente y que en México saben que más que currículum tenía prontuario; y en el juego de las contradicciones infinitas, le abrió las puertas de par en par a la izquierda chilena, uruguaya y argentina cuando lo necesitaron; y los embajadores mexicanos en el Cono Sur se aprontaron a convertirse en los ángeles guardianes de una multitud de perseguidos.  

El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, debe ser uno de los hombres más queridos que he conocido. El exilio chileno le estará eternamente agradecido. Su análogo uruguayo, Vicente Muñiz Arroyo, es considerado “un ser de luz” por los exiliados uruguayos. Ambos salvaron una enorme cantidad de vidas, arriesgando las suyas. No esperaron a que la gente llegara a las embajadas, fueron a buscarlas en medio de persecuciones y toques de queda. Hicieron mucho más de lo que sus propias labores oficiales les exigían.  

Vicente Muñiz Arroyo, embajador de México en Uruguay de 1974 a 1977. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Martínez Corbalá se había reunido con Allende días antes del golpe. Eran muy cercanos y estaban de acuerdo en que el golpe se venía, pero no sabían ni cuándo ni cómo. Finalmente, el cuándo fue pronto y el cómo, cruento. La madrugada del 11 de septiembre del 73 el Palacio de La Moneda amaneció bajo bombardeos. Ese mismo día se abrían las puertas de la embajada mexicana para que entraran quienes necesitaran asilo. La residencia del embajador se fue llenando de gente. Primero la familia del presidente: su esposa Doña Tencha y sus hijas, después los ministros de Gobierno y finalmente centenares de variopintos militantes. En Uruguay, lo mismo. Eran pocas las embajadas que recibían gente; además de México lo hicieron Venezuela, Suecia y algún otro país europeo suelto por ahí. El resto de los países latinoamericanos no estaban muy por la labor porque también tenían gobiernos de facto.

Salvo en Buenos Aires, donde la residencia del embajador mexicano recibió gente de manera relativamente selecta, en Santiago y Montevideo la recepción fue masiva.

El procedimiento era siempre el mismo: los militantes perseguidos y sus familias debían ir primero al consulado a hacer la solicitud de asilo. Ahí quedaban encerrados, como en un cuarto intermedio, hasta que se hacían las averiguaciones necesarias y se confirmaba que eran lo suficientemente perseguidos como para entrar a la residencia del embajador. Alguna madre recuerda que en esa espera terminó cambiándole los pañales a su hija encima de la mesa del cónsul. Mientras tanto, afuera, los y las compañeras eran detenidas, torturadas y desaparecidas. En ese momento nadie era del todo consciente del nivel de violencia que se avecinaba.

Eliana, candidata uruguaya al asilo, tenía a su compañero y a su madre presos en Libertad (así se llama la cárcel) y Miguel, su hijo de seis años, cada vez que veía militares por la calle le decía: “Vámonos presos mami”, el gurí quería volver a juntar a la familia. En Uruguay, una vez que recibían la aprobación, el ser de luz los llevaba en su auto a la residencia. En Chile, por el contrario, aunque tuviesen el permiso de asilo, no podían entrar a la residencia de Corbalá porque la puerta estaba custodiada por militares. Cuenta Mirtha, militante chilena y en ese momento embarazada de tres meses, que estudiaron la situación y se dieron cuenta que los vigilantes se echaban su pestañita en el parque de enfrente a las cinco de la mañana, hora en la que escalaban al segundo piso de la casa contigua para luego arrojarse al patio de la residencia donde los esperaban lo asilados que ya se habían colado. El orden cronológico, si todo salía bien, era: colados, asilados, exiliados.  

El problema, una vez dentro, era volver a salir. “La entrada es gratis, la salida… vemos”, dice la canción de Charly. Los asilados necesitaban el famoso salvoconducto para subirse al avión, es decir, un permiso del gobierno militar. Aunque parezca increíble, los salvoconductos se iban otorgando y la gente se iba yendo a México, donde los recibían Echeverría y su mujer, María Esther Zuno. En ambos países, las casas estaban habitadas por unas 150 personas simultáneamente. Durante todo el periodo de asilo, pasaron: por Uruguay, unas quinientas personas; y en Chile unas seiscientas. En Argentina no lo tengo claro pero los testimonios tienden a hablar del asilo del expresidente Héctor Cámpora, que por cierto duró tres años; el de Abal Medina y Vaca Narvaja (y su familia, compuesta por veinticinco personas), sendos dirigentes peronistas y algunas otras personas.

Las embajadas eran el preámbulo de la partida. El lugar donde se comenzaba a cambiar de piel. El lugar donde tomaban conciencia de que sus vidas nunca volverían a ser las mismas. Eran el capullo donde la oruga se convierte en mariposa. Donde se cambiaban las raíces por las alas. Ese lugar cruel donde la mejor noticia era convertirse en exiliado.

También te puede interesar leer: "La divina comedia de Lionel Messi en Monterrey".

El embajador Vicente Muñiz Arroyo, acompañado de exiliados uruguayos. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Si no fuera por la gravedad de la situación, diríamos que parecía una película de los Hermanos Marx donde se sucedían situaciones unas más absurdas que las otras. En Chile se generó un sistema de castas que reproducía en el interior, el sistema del exterior: en las habitaciones del segundo piso vivían Los Jerarcas: es decir, los ministros del gobierno; y en el primer piso, esparcidos por el suelo, El Perraje, es decir, todos los demás. A medida que se iba yendo gente el resto subía de pelo y pasaban del pasillo al comedor, del comedor al living y de ahí a una habitación. Un upgrade, le dirían hoy. Cuenta una uruguaya que al entrar a la residencia vio un panorama desolador con una casa repleta de gente mal vestida, fumando, con ojeras y cara de chiflados. Al verse se abrazaban efusivamente: encontrarse ahí a una persona era sinónimo de confirmar que no había muerto.

Imposible entender esa situación intermedia entre la vida y la muerte. Ese estado de suspenso. Habían salvado sus vidas pero ahora tenían otras. Se suponía que estar vivos era una buena noticia, pero afuera estaba su gente corriendo la suerte contraria. El encierro se intensificaba y la situación límite mostraba las grandezas y las debilidades humanas. Cada uno vivía su encierro como podía. Se creaba una micro sociedad con toda la complejidad del caso. Había mucha gente deprimida, sin embargo, como buenos militantes y sindicalistas que eran, se organizaban en Comisiones Directivas y se distribuían labores: limpiar, cocinar, dar talleres, etcétera. Los adultos debían hacer creer a los niños y niñas que ahí no pasaba nada. Otra versión de La Vida es bella. En Uruguay, por ejemplo, organizaron las Olimpiadas Asilo 76, donde competían en carreras de embolsados o en composición de canciones.    

Eliana cocinaba para unos treinta gurises (escuincles, pibes, cabros chicos) que terminaron haciendo huelga de hambre. Cada madre aplicaba su pedagogía con su nene para que comiera y ellos le hacían caso a la madre que más les convenía. Estaba la madre del “comé lo quieras”, la madre del “si no comés va venir el hombre de la bolsa”, la madre del “si no querés no comas”, y así, entre la confusa cacofonía, se salieron con la suya y terminaron vacunados contra todas las pedagogías maternas.  

Mientras tanto, la estancia se hacía eterna, el interior de las residencias se tornaba irrespirable y no era tan fácil salir a tomar aire a los patios por temor a los francotiradores que se apostaban en los techos contiguos.  

Al principio se conseguían fácilmente los salvoconductos, al final no. Era un estado de suspensión intolerable. Tres meses durmiendo en un suelo compartido con otras cincuenta familias no era del todo sencillo. Hubo quien estuvo encerrado dos meses y quien estuvo ocho. Mientras tanto Mirtha ya tenía seis meses de embarazo y no sabía dónde iba a nacer quien ahora se llama Fernando. A ambos les mando un abrazo y les agradezco su testimonio para esta nota. Finalmente hubo un acuerdo: el gobierno daba los últimos salvoconductos para las personas que estaban adentro y las embajadas no asilaban a nadie más. Y así fue. Salieron los últimos aviones y se acabó el asilo.

Mirtha Abraham, militante chilena llegando a la Ciudad de México desde Chile (1974). Cortesía de Soledad Gaspar.

Los embajadores acompañaban a los asilados en cada trayecto. Su presencia era imprescindible para asegurar su integridad. Los militares no se llevaban a nadie si el embajador estaba presente. Eran intocables seres de luz. Eran territorio extranjero. Casi fantasmas diría yo. Uno de los últimos aviones uruguayos que transportó asilados hizo escala en Buenos Aires justo el 24 de marzo de 1976, día en que comenzaba oficialmente la dictadura argentina. En la pista de aterrizaje el piloto apagó el motor y las luces del avión, momento en que entraron los militares con linternas. Atravesaron el pasillo alumbrando gente y se fueron. Próxima parada: Ciudad de México, ese lugar donde, según cuentan, los uruguayos conocieron los colores.    

El embajador Martínez Corbalá, por su parte, acompañó a los últimos pasajeros chilenos hasta el interior del avión, tal cual había hecho en los vuelos anteriores, con la diferencia de que en este también voló él. Se rompieron relaciones diplomáticas entre México y Chile y empezaron otras, mucho más hermosas. Ahora venía el exilio, ese viaje eterno del cual no hay manera de volver y que por cierto, más allá de dolores y distancias, vale la pena atravesar. Hay drama, es verdad, sin embargo no hay tragedia. Tragedia sería no vivir para contarlo.  

Familias de exiliados argentinos celebrando un cumpleaños en Villa Olímpica (Ciudad de México, 1977). Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Todos los asilados se convirtieron en exiliados. Son nuestros padres y nuestras madres, quienes ya han contado esta historia. Algunos ya no están, algunos siguen contando, otros no quieren recordar más. El dolor nunca se va y cada uno procesa el trauma como puede. De ellos venimos nosotros. Algunos estuvieron en las embajadas, otros huimos por tierra a países limítrofes, para después volar a México. Somos chilemexes, urumexes y argenmexes que disfrutamos del amor de los y las mexicanas que nos dieron cobijo. Salimos ganando al tener un lugar donde vivir y ganó México al tener un pedacito de Sudamérica en su interior. Y ahora, hoy, aquí, no queda más que tener coraje y resistir. Hay mucho delincuente suelto. Se vienen tiempos difíciles que hay que afrontar con la mayor cantidad de luz posible, aunque salga de la herida. No queda más que sonreír mientras ganamos la batalla. Un país no vale nada si no tiene a sus vecinos de aliados, y Ecuador seguirá siendo un país hermano, aunque el yupi crea que se lo regaló su papá.

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En los años setenta y ochenta, las embajadas mexicanas y sus embajadores en Chile, Uruguay y Argentina refugiaron y ayudaron a cientos de perseguidos políticos (mujeres, hombres y niños) a salir con vida de sus países. Esta es la historia de algunos de ellos, contada desde la vivencia personal de un <i>chilemexe</i>.

La mañana del sábado seis de abril recibí el mensaje de un amigo que decía: “el Ejército ecuatoriano invadió la embajada mexicana”. Yo pensé instantáneamente en una guerra. Siempre he pensado que si un país invade la embajada de otro país está invadiendo al país mismo y eso significa guerra. No sé cuán erradas están mis certezas, solo sé que la imagen de una guerra entre México y Ecuador está más cerca de un chiste de esos que empiezan: “Había una vez un mexicano, un chino y un español…”, que de la posibilidad de algo real. A los pocos segundos me distraje con cualquier cosa y me olvidé de la guerra. Media hora más tarde recibí otro mensaje diciendo que estaban dando Villa Olímpica en el Canal 21 de la televisión pública mexicana. Villa Olímpica es un documental que hice sobre la historia del exilio latinoamericano en México y al parecer los acontecimientos lo habían tornado pertinente. Cuando escuché las palabras “Embajada”, “México” y “Ecuador”, lo primero que pensé fue en Julian Assange y en su eterna resistencia, pero no se me abrió nunca la compuerta a los acontecimientos latinoamericanos de los años setenta, cuando las embajadas mexicanas tuvieron gran protagonismo al evitar el asesinato de miles de militantes que estaban siendo perseguidos por esos criminales de guerra llamados militares y mejor conocidos como “milicos”.

Póster del documental Villa Olímpica, dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi (2022).

Claro está que las embajadas no son esos lugares que uno identificaría exactamente con la rebeldía y el afán de transformación social; pero en el caso de las embajadas mexicanas en Latinoamérica, estas sí fueron la excepción a la regla. Históricamente, el Estado mexicano ha sido inclaudicable en su política exterior y ha defendido a rajatabla los principios de no intervención, de respeto por la autodeterminación y la solidaridad latinoamericana, sin importar el malhechor que tenga de gobernante y las fechorías que esté cometiendo en el interior de su territorio. Así como hace una semana México le dio asilo al exvicepresidente del país del medio, antes fue el Evo Morales que huía de la señora esa cuyo nombre no recuerdo.

Todo comenzó en los años treinta con los republicanos españoles que llegaron a México para no morir en la Guerra Civil a manos de los fascistas de su país y claro, la Sudamérica de los setenta, forrada de dictaduras financiadas por los más malos del cuento.

Dicen los que saben, entre quienes no me incluyo, que todo empezó en Guadalajara durante aquella visita de Salvador Allende en 1972. Allende era el primer presidente socialista elegido democráticamente en la historia de la humanidad. Así de lenta venía la cosa. El Chicho, como le decían, era un tipo con un carisma que se lo pisaba, dueño de una coherencia y una sensatez desconocidas que generó grandes amores y admiraciones. Al parecer, uno de los cautivados por su figura fue el político mexicano Luis Echeverría, que no era precisamente un socialista, ni un revolucionario, sino todo lo contrario. Un personaje que los exiliados chilenos quieren y querrán incondicionalmente y que en México saben que más que currículum tenía prontuario; y en el juego de las contradicciones infinitas, le abrió las puertas de par en par a la izquierda chilena, uruguaya y argentina cuando lo necesitaron; y los embajadores mexicanos en el Cono Sur se aprontaron a convertirse en los ángeles guardianes de una multitud de perseguidos.  

El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, debe ser uno de los hombres más queridos que he conocido. El exilio chileno le estará eternamente agradecido. Su análogo uruguayo, Vicente Muñiz Arroyo, es considerado “un ser de luz” por los exiliados uruguayos. Ambos salvaron una enorme cantidad de vidas, arriesgando las suyas. No esperaron a que la gente llegara a las embajadas, fueron a buscarlas en medio de persecuciones y toques de queda. Hicieron mucho más de lo que sus propias labores oficiales les exigían.  

Vicente Muñiz Arroyo, embajador de México en Uruguay de 1974 a 1977. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Martínez Corbalá se había reunido con Allende días antes del golpe. Eran muy cercanos y estaban de acuerdo en que el golpe se venía, pero no sabían ni cuándo ni cómo. Finalmente, el cuándo fue pronto y el cómo, cruento. La madrugada del 11 de septiembre del 73 el Palacio de La Moneda amaneció bajo bombardeos. Ese mismo día se abrían las puertas de la embajada mexicana para que entraran quienes necesitaran asilo. La residencia del embajador se fue llenando de gente. Primero la familia del presidente: su esposa Doña Tencha y sus hijas, después los ministros de Gobierno y finalmente centenares de variopintos militantes. En Uruguay, lo mismo. Eran pocas las embajadas que recibían gente; además de México lo hicieron Venezuela, Suecia y algún otro país europeo suelto por ahí. El resto de los países latinoamericanos no estaban muy por la labor porque también tenían gobiernos de facto.

Salvo en Buenos Aires, donde la residencia del embajador mexicano recibió gente de manera relativamente selecta, en Santiago y Montevideo la recepción fue masiva.

El procedimiento era siempre el mismo: los militantes perseguidos y sus familias debían ir primero al consulado a hacer la solicitud de asilo. Ahí quedaban encerrados, como en un cuarto intermedio, hasta que se hacían las averiguaciones necesarias y se confirmaba que eran lo suficientemente perseguidos como para entrar a la residencia del embajador. Alguna madre recuerda que en esa espera terminó cambiándole los pañales a su hija encima de la mesa del cónsul. Mientras tanto, afuera, los y las compañeras eran detenidas, torturadas y desaparecidas. En ese momento nadie era del todo consciente del nivel de violencia que se avecinaba.

Eliana, candidata uruguaya al asilo, tenía a su compañero y a su madre presos en Libertad (así se llama la cárcel) y Miguel, su hijo de seis años, cada vez que veía militares por la calle le decía: “Vámonos presos mami”, el gurí quería volver a juntar a la familia. En Uruguay, una vez que recibían la aprobación, el ser de luz los llevaba en su auto a la residencia. En Chile, por el contrario, aunque tuviesen el permiso de asilo, no podían entrar a la residencia de Corbalá porque la puerta estaba custodiada por militares. Cuenta Mirtha, militante chilena y en ese momento embarazada de tres meses, que estudiaron la situación y se dieron cuenta que los vigilantes se echaban su pestañita en el parque de enfrente a las cinco de la mañana, hora en la que escalaban al segundo piso de la casa contigua para luego arrojarse al patio de la residencia donde los esperaban lo asilados que ya se habían colado. El orden cronológico, si todo salía bien, era: colados, asilados, exiliados.  

El problema, una vez dentro, era volver a salir. “La entrada es gratis, la salida… vemos”, dice la canción de Charly. Los asilados necesitaban el famoso salvoconducto para subirse al avión, es decir, un permiso del gobierno militar. Aunque parezca increíble, los salvoconductos se iban otorgando y la gente se iba yendo a México, donde los recibían Echeverría y su mujer, María Esther Zuno. En ambos países, las casas estaban habitadas por unas 150 personas simultáneamente. Durante todo el periodo de asilo, pasaron: por Uruguay, unas quinientas personas; y en Chile unas seiscientas. En Argentina no lo tengo claro pero los testimonios tienden a hablar del asilo del expresidente Héctor Cámpora, que por cierto duró tres años; el de Abal Medina y Vaca Narvaja (y su familia, compuesta por veinticinco personas), sendos dirigentes peronistas y algunas otras personas.

Las embajadas eran el preámbulo de la partida. El lugar donde se comenzaba a cambiar de piel. El lugar donde tomaban conciencia de que sus vidas nunca volverían a ser las mismas. Eran el capullo donde la oruga se convierte en mariposa. Donde se cambiaban las raíces por las alas. Ese lugar cruel donde la mejor noticia era convertirse en exiliado.

También te puede interesar leer: "La divina comedia de Lionel Messi en Monterrey".

El embajador Vicente Muñiz Arroyo, acompañado de exiliados uruguayos. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Si no fuera por la gravedad de la situación, diríamos que parecía una película de los Hermanos Marx donde se sucedían situaciones unas más absurdas que las otras. En Chile se generó un sistema de castas que reproducía en el interior, el sistema del exterior: en las habitaciones del segundo piso vivían Los Jerarcas: es decir, los ministros del gobierno; y en el primer piso, esparcidos por el suelo, El Perraje, es decir, todos los demás. A medida que se iba yendo gente el resto subía de pelo y pasaban del pasillo al comedor, del comedor al living y de ahí a una habitación. Un upgrade, le dirían hoy. Cuenta una uruguaya que al entrar a la residencia vio un panorama desolador con una casa repleta de gente mal vestida, fumando, con ojeras y cara de chiflados. Al verse se abrazaban efusivamente: encontrarse ahí a una persona era sinónimo de confirmar que no había muerto.

Imposible entender esa situación intermedia entre la vida y la muerte. Ese estado de suspenso. Habían salvado sus vidas pero ahora tenían otras. Se suponía que estar vivos era una buena noticia, pero afuera estaba su gente corriendo la suerte contraria. El encierro se intensificaba y la situación límite mostraba las grandezas y las debilidades humanas. Cada uno vivía su encierro como podía. Se creaba una micro sociedad con toda la complejidad del caso. Había mucha gente deprimida, sin embargo, como buenos militantes y sindicalistas que eran, se organizaban en Comisiones Directivas y se distribuían labores: limpiar, cocinar, dar talleres, etcétera. Los adultos debían hacer creer a los niños y niñas que ahí no pasaba nada. Otra versión de La Vida es bella. En Uruguay, por ejemplo, organizaron las Olimpiadas Asilo 76, donde competían en carreras de embolsados o en composición de canciones.    

Eliana cocinaba para unos treinta gurises (escuincles, pibes, cabros chicos) que terminaron haciendo huelga de hambre. Cada madre aplicaba su pedagogía con su nene para que comiera y ellos le hacían caso a la madre que más les convenía. Estaba la madre del “comé lo quieras”, la madre del “si no comés va venir el hombre de la bolsa”, la madre del “si no querés no comas”, y así, entre la confusa cacofonía, se salieron con la suya y terminaron vacunados contra todas las pedagogías maternas.  

Mientras tanto, la estancia se hacía eterna, el interior de las residencias se tornaba irrespirable y no era tan fácil salir a tomar aire a los patios por temor a los francotiradores que se apostaban en los techos contiguos.  

Al principio se conseguían fácilmente los salvoconductos, al final no. Era un estado de suspensión intolerable. Tres meses durmiendo en un suelo compartido con otras cincuenta familias no era del todo sencillo. Hubo quien estuvo encerrado dos meses y quien estuvo ocho. Mientras tanto Mirtha ya tenía seis meses de embarazo y no sabía dónde iba a nacer quien ahora se llama Fernando. A ambos les mando un abrazo y les agradezco su testimonio para esta nota. Finalmente hubo un acuerdo: el gobierno daba los últimos salvoconductos para las personas que estaban adentro y las embajadas no asilaban a nadie más. Y así fue. Salieron los últimos aviones y se acabó el asilo.

Mirtha Abraham, militante chilena llegando a la Ciudad de México desde Chile (1974). Cortesía de Soledad Gaspar.

Los embajadores acompañaban a los asilados en cada trayecto. Su presencia era imprescindible para asegurar su integridad. Los militares no se llevaban a nadie si el embajador estaba presente. Eran intocables seres de luz. Eran territorio extranjero. Casi fantasmas diría yo. Uno de los últimos aviones uruguayos que transportó asilados hizo escala en Buenos Aires justo el 24 de marzo de 1976, día en que comenzaba oficialmente la dictadura argentina. En la pista de aterrizaje el piloto apagó el motor y las luces del avión, momento en que entraron los militares con linternas. Atravesaron el pasillo alumbrando gente y se fueron. Próxima parada: Ciudad de México, ese lugar donde, según cuentan, los uruguayos conocieron los colores.    

El embajador Martínez Corbalá, por su parte, acompañó a los últimos pasajeros chilenos hasta el interior del avión, tal cual había hecho en los vuelos anteriores, con la diferencia de que en este también voló él. Se rompieron relaciones diplomáticas entre México y Chile y empezaron otras, mucho más hermosas. Ahora venía el exilio, ese viaje eterno del cual no hay manera de volver y que por cierto, más allá de dolores y distancias, vale la pena atravesar. Hay drama, es verdad, sin embargo no hay tragedia. Tragedia sería no vivir para contarlo.  

Familias de exiliados argentinos celebrando un cumpleaños en Villa Olímpica (Ciudad de México, 1977). Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Todos los asilados se convirtieron en exiliados. Son nuestros padres y nuestras madres, quienes ya han contado esta historia. Algunos ya no están, algunos siguen contando, otros no quieren recordar más. El dolor nunca se va y cada uno procesa el trauma como puede. De ellos venimos nosotros. Algunos estuvieron en las embajadas, otros huimos por tierra a países limítrofes, para después volar a México. Somos chilemexes, urumexes y argenmexes que disfrutamos del amor de los y las mexicanas que nos dieron cobijo. Salimos ganando al tener un lugar donde vivir y ganó México al tener un pedacito de Sudamérica en su interior. Y ahora, hoy, aquí, no queda más que tener coraje y resistir. Hay mucho delincuente suelto. Se vienen tiempos difíciles que hay que afrontar con la mayor cantidad de luz posible, aunque salga de la herida. No queda más que sonreír mientras ganamos la batalla. Un país no vale nada si no tiene a sus vecinos de aliados, y Ecuador seguirá siendo un país hermano, aunque el yupi crea que se lo regaló su papá.

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En los años setenta y ochenta, las embajadas mexicanas y sus embajadores en Chile, Uruguay y Argentina refugiaron y ayudaron a cientos de perseguidos políticos (mujeres, hombres y niños) a salir con vida de sus países. Esta es la historia de algunos de ellos, contada desde la vivencia personal de un <i>chilemexe</i>.

La mañana del sábado seis de abril recibí el mensaje de un amigo que decía: “el Ejército ecuatoriano invadió la embajada mexicana”. Yo pensé instantáneamente en una guerra. Siempre he pensado que si un país invade la embajada de otro país está invadiendo al país mismo y eso significa guerra. No sé cuán erradas están mis certezas, solo sé que la imagen de una guerra entre México y Ecuador está más cerca de un chiste de esos que empiezan: “Había una vez un mexicano, un chino y un español…”, que de la posibilidad de algo real. A los pocos segundos me distraje con cualquier cosa y me olvidé de la guerra. Media hora más tarde recibí otro mensaje diciendo que estaban dando Villa Olímpica en el Canal 21 de la televisión pública mexicana. Villa Olímpica es un documental que hice sobre la historia del exilio latinoamericano en México y al parecer los acontecimientos lo habían tornado pertinente. Cuando escuché las palabras “Embajada”, “México” y “Ecuador”, lo primero que pensé fue en Julian Assange y en su eterna resistencia, pero no se me abrió nunca la compuerta a los acontecimientos latinoamericanos de los años setenta, cuando las embajadas mexicanas tuvieron gran protagonismo al evitar el asesinato de miles de militantes que estaban siendo perseguidos por esos criminales de guerra llamados militares y mejor conocidos como “milicos”.

Póster del documental Villa Olímpica, dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi (2022).

Claro está que las embajadas no son esos lugares que uno identificaría exactamente con la rebeldía y el afán de transformación social; pero en el caso de las embajadas mexicanas en Latinoamérica, estas sí fueron la excepción a la regla. Históricamente, el Estado mexicano ha sido inclaudicable en su política exterior y ha defendido a rajatabla los principios de no intervención, de respeto por la autodeterminación y la solidaridad latinoamericana, sin importar el malhechor que tenga de gobernante y las fechorías que esté cometiendo en el interior de su territorio. Así como hace una semana México le dio asilo al exvicepresidente del país del medio, antes fue el Evo Morales que huía de la señora esa cuyo nombre no recuerdo.

Todo comenzó en los años treinta con los republicanos españoles que llegaron a México para no morir en la Guerra Civil a manos de los fascistas de su país y claro, la Sudamérica de los setenta, forrada de dictaduras financiadas por los más malos del cuento.

Dicen los que saben, entre quienes no me incluyo, que todo empezó en Guadalajara durante aquella visita de Salvador Allende en 1972. Allende era el primer presidente socialista elegido democráticamente en la historia de la humanidad. Así de lenta venía la cosa. El Chicho, como le decían, era un tipo con un carisma que se lo pisaba, dueño de una coherencia y una sensatez desconocidas que generó grandes amores y admiraciones. Al parecer, uno de los cautivados por su figura fue el político mexicano Luis Echeverría, que no era precisamente un socialista, ni un revolucionario, sino todo lo contrario. Un personaje que los exiliados chilenos quieren y querrán incondicionalmente y que en México saben que más que currículum tenía prontuario; y en el juego de las contradicciones infinitas, le abrió las puertas de par en par a la izquierda chilena, uruguaya y argentina cuando lo necesitaron; y los embajadores mexicanos en el Cono Sur se aprontaron a convertirse en los ángeles guardianes de una multitud de perseguidos.  

El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, debe ser uno de los hombres más queridos que he conocido. El exilio chileno le estará eternamente agradecido. Su análogo uruguayo, Vicente Muñiz Arroyo, es considerado “un ser de luz” por los exiliados uruguayos. Ambos salvaron una enorme cantidad de vidas, arriesgando las suyas. No esperaron a que la gente llegara a las embajadas, fueron a buscarlas en medio de persecuciones y toques de queda. Hicieron mucho más de lo que sus propias labores oficiales les exigían.  

Vicente Muñiz Arroyo, embajador de México en Uruguay de 1974 a 1977. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Martínez Corbalá se había reunido con Allende días antes del golpe. Eran muy cercanos y estaban de acuerdo en que el golpe se venía, pero no sabían ni cuándo ni cómo. Finalmente, el cuándo fue pronto y el cómo, cruento. La madrugada del 11 de septiembre del 73 el Palacio de La Moneda amaneció bajo bombardeos. Ese mismo día se abrían las puertas de la embajada mexicana para que entraran quienes necesitaran asilo. La residencia del embajador se fue llenando de gente. Primero la familia del presidente: su esposa Doña Tencha y sus hijas, después los ministros de Gobierno y finalmente centenares de variopintos militantes. En Uruguay, lo mismo. Eran pocas las embajadas que recibían gente; además de México lo hicieron Venezuela, Suecia y algún otro país europeo suelto por ahí. El resto de los países latinoamericanos no estaban muy por la labor porque también tenían gobiernos de facto.

Salvo en Buenos Aires, donde la residencia del embajador mexicano recibió gente de manera relativamente selecta, en Santiago y Montevideo la recepción fue masiva.

El procedimiento era siempre el mismo: los militantes perseguidos y sus familias debían ir primero al consulado a hacer la solicitud de asilo. Ahí quedaban encerrados, como en un cuarto intermedio, hasta que se hacían las averiguaciones necesarias y se confirmaba que eran lo suficientemente perseguidos como para entrar a la residencia del embajador. Alguna madre recuerda que en esa espera terminó cambiándole los pañales a su hija encima de la mesa del cónsul. Mientras tanto, afuera, los y las compañeras eran detenidas, torturadas y desaparecidas. En ese momento nadie era del todo consciente del nivel de violencia que se avecinaba.

Eliana, candidata uruguaya al asilo, tenía a su compañero y a su madre presos en Libertad (así se llama la cárcel) y Miguel, su hijo de seis años, cada vez que veía militares por la calle le decía: “Vámonos presos mami”, el gurí quería volver a juntar a la familia. En Uruguay, una vez que recibían la aprobación, el ser de luz los llevaba en su auto a la residencia. En Chile, por el contrario, aunque tuviesen el permiso de asilo, no podían entrar a la residencia de Corbalá porque la puerta estaba custodiada por militares. Cuenta Mirtha, militante chilena y en ese momento embarazada de tres meses, que estudiaron la situación y se dieron cuenta que los vigilantes se echaban su pestañita en el parque de enfrente a las cinco de la mañana, hora en la que escalaban al segundo piso de la casa contigua para luego arrojarse al patio de la residencia donde los esperaban lo asilados que ya se habían colado. El orden cronológico, si todo salía bien, era: colados, asilados, exiliados.  

El problema, una vez dentro, era volver a salir. “La entrada es gratis, la salida… vemos”, dice la canción de Charly. Los asilados necesitaban el famoso salvoconducto para subirse al avión, es decir, un permiso del gobierno militar. Aunque parezca increíble, los salvoconductos se iban otorgando y la gente se iba yendo a México, donde los recibían Echeverría y su mujer, María Esther Zuno. En ambos países, las casas estaban habitadas por unas 150 personas simultáneamente. Durante todo el periodo de asilo, pasaron: por Uruguay, unas quinientas personas; y en Chile unas seiscientas. En Argentina no lo tengo claro pero los testimonios tienden a hablar del asilo del expresidente Héctor Cámpora, que por cierto duró tres años; el de Abal Medina y Vaca Narvaja (y su familia, compuesta por veinticinco personas), sendos dirigentes peronistas y algunas otras personas.

Las embajadas eran el preámbulo de la partida. El lugar donde se comenzaba a cambiar de piel. El lugar donde tomaban conciencia de que sus vidas nunca volverían a ser las mismas. Eran el capullo donde la oruga se convierte en mariposa. Donde se cambiaban las raíces por las alas. Ese lugar cruel donde la mejor noticia era convertirse en exiliado.

También te puede interesar leer: "La divina comedia de Lionel Messi en Monterrey".

El embajador Vicente Muñiz Arroyo, acompañado de exiliados uruguayos. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Si no fuera por la gravedad de la situación, diríamos que parecía una película de los Hermanos Marx donde se sucedían situaciones unas más absurdas que las otras. En Chile se generó un sistema de castas que reproducía en el interior, el sistema del exterior: en las habitaciones del segundo piso vivían Los Jerarcas: es decir, los ministros del gobierno; y en el primer piso, esparcidos por el suelo, El Perraje, es decir, todos los demás. A medida que se iba yendo gente el resto subía de pelo y pasaban del pasillo al comedor, del comedor al living y de ahí a una habitación. Un upgrade, le dirían hoy. Cuenta una uruguaya que al entrar a la residencia vio un panorama desolador con una casa repleta de gente mal vestida, fumando, con ojeras y cara de chiflados. Al verse se abrazaban efusivamente: encontrarse ahí a una persona era sinónimo de confirmar que no había muerto.

Imposible entender esa situación intermedia entre la vida y la muerte. Ese estado de suspenso. Habían salvado sus vidas pero ahora tenían otras. Se suponía que estar vivos era una buena noticia, pero afuera estaba su gente corriendo la suerte contraria. El encierro se intensificaba y la situación límite mostraba las grandezas y las debilidades humanas. Cada uno vivía su encierro como podía. Se creaba una micro sociedad con toda la complejidad del caso. Había mucha gente deprimida, sin embargo, como buenos militantes y sindicalistas que eran, se organizaban en Comisiones Directivas y se distribuían labores: limpiar, cocinar, dar talleres, etcétera. Los adultos debían hacer creer a los niños y niñas que ahí no pasaba nada. Otra versión de La Vida es bella. En Uruguay, por ejemplo, organizaron las Olimpiadas Asilo 76, donde competían en carreras de embolsados o en composición de canciones.    

Eliana cocinaba para unos treinta gurises (escuincles, pibes, cabros chicos) que terminaron haciendo huelga de hambre. Cada madre aplicaba su pedagogía con su nene para que comiera y ellos le hacían caso a la madre que más les convenía. Estaba la madre del “comé lo quieras”, la madre del “si no comés va venir el hombre de la bolsa”, la madre del “si no querés no comas”, y así, entre la confusa cacofonía, se salieron con la suya y terminaron vacunados contra todas las pedagogías maternas.  

Mientras tanto, la estancia se hacía eterna, el interior de las residencias se tornaba irrespirable y no era tan fácil salir a tomar aire a los patios por temor a los francotiradores que se apostaban en los techos contiguos.  

Al principio se conseguían fácilmente los salvoconductos, al final no. Era un estado de suspensión intolerable. Tres meses durmiendo en un suelo compartido con otras cincuenta familias no era del todo sencillo. Hubo quien estuvo encerrado dos meses y quien estuvo ocho. Mientras tanto Mirtha ya tenía seis meses de embarazo y no sabía dónde iba a nacer quien ahora se llama Fernando. A ambos les mando un abrazo y les agradezco su testimonio para esta nota. Finalmente hubo un acuerdo: el gobierno daba los últimos salvoconductos para las personas que estaban adentro y las embajadas no asilaban a nadie más. Y así fue. Salieron los últimos aviones y se acabó el asilo.

Mirtha Abraham, militante chilena llegando a la Ciudad de México desde Chile (1974). Cortesía de Soledad Gaspar.

Los embajadores acompañaban a los asilados en cada trayecto. Su presencia era imprescindible para asegurar su integridad. Los militares no se llevaban a nadie si el embajador estaba presente. Eran intocables seres de luz. Eran territorio extranjero. Casi fantasmas diría yo. Uno de los últimos aviones uruguayos que transportó asilados hizo escala en Buenos Aires justo el 24 de marzo de 1976, día en que comenzaba oficialmente la dictadura argentina. En la pista de aterrizaje el piloto apagó el motor y las luces del avión, momento en que entraron los militares con linternas. Atravesaron el pasillo alumbrando gente y se fueron. Próxima parada: Ciudad de México, ese lugar donde, según cuentan, los uruguayos conocieron los colores.    

El embajador Martínez Corbalá, por su parte, acompañó a los últimos pasajeros chilenos hasta el interior del avión, tal cual había hecho en los vuelos anteriores, con la diferencia de que en este también voló él. Se rompieron relaciones diplomáticas entre México y Chile y empezaron otras, mucho más hermosas. Ahora venía el exilio, ese viaje eterno del cual no hay manera de volver y que por cierto, más allá de dolores y distancias, vale la pena atravesar. Hay drama, es verdad, sin embargo no hay tragedia. Tragedia sería no vivir para contarlo.  

Familias de exiliados argentinos celebrando un cumpleaños en Villa Olímpica (Ciudad de México, 1977). Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Todos los asilados se convirtieron en exiliados. Son nuestros padres y nuestras madres, quienes ya han contado esta historia. Algunos ya no están, algunos siguen contando, otros no quieren recordar más. El dolor nunca se va y cada uno procesa el trauma como puede. De ellos venimos nosotros. Algunos estuvieron en las embajadas, otros huimos por tierra a países limítrofes, para después volar a México. Somos chilemexes, urumexes y argenmexes que disfrutamos del amor de los y las mexicanas que nos dieron cobijo. Salimos ganando al tener un lugar donde vivir y ganó México al tener un pedacito de Sudamérica en su interior. Y ahora, hoy, aquí, no queda más que tener coraje y resistir. Hay mucho delincuente suelto. Se vienen tiempos difíciles que hay que afrontar con la mayor cantidad de luz posible, aunque salga de la herida. No queda más que sonreír mientras ganamos la batalla. Un país no vale nada si no tiene a sus vecinos de aliados, y Ecuador seguirá siendo un país hermano, aunque el yupi crea que se lo regaló su papá.

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En los años setenta y ochenta, las embajadas mexicanas y sus embajadores en Chile, Uruguay y Argentina refugiaron y ayudaron a cientos de perseguidos políticos (mujeres, hombres y niños) a salir con vida de sus países. Esta es la historia de algunos de ellos, contada desde la vivencia personal de un <i>chilemexe</i>.

La mañana del sábado seis de abril recibí el mensaje de un amigo que decía: “el Ejército ecuatoriano invadió la embajada mexicana”. Yo pensé instantáneamente en una guerra. Siempre he pensado que si un país invade la embajada de otro país está invadiendo al país mismo y eso significa guerra. No sé cuán erradas están mis certezas, solo sé que la imagen de una guerra entre México y Ecuador está más cerca de un chiste de esos que empiezan: “Había una vez un mexicano, un chino y un español…”, que de la posibilidad de algo real. A los pocos segundos me distraje con cualquier cosa y me olvidé de la guerra. Media hora más tarde recibí otro mensaje diciendo que estaban dando Villa Olímpica en el Canal 21 de la televisión pública mexicana. Villa Olímpica es un documental que hice sobre la historia del exilio latinoamericano en México y al parecer los acontecimientos lo habían tornado pertinente. Cuando escuché las palabras “Embajada”, “México” y “Ecuador”, lo primero que pensé fue en Julian Assange y en su eterna resistencia, pero no se me abrió nunca la compuerta a los acontecimientos latinoamericanos de los años setenta, cuando las embajadas mexicanas tuvieron gran protagonismo al evitar el asesinato de miles de militantes que estaban siendo perseguidos por esos criminales de guerra llamados militares y mejor conocidos como “milicos”.

Póster del documental Villa Olímpica, dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi (2022).

Claro está que las embajadas no son esos lugares que uno identificaría exactamente con la rebeldía y el afán de transformación social; pero en el caso de las embajadas mexicanas en Latinoamérica, estas sí fueron la excepción a la regla. Históricamente, el Estado mexicano ha sido inclaudicable en su política exterior y ha defendido a rajatabla los principios de no intervención, de respeto por la autodeterminación y la solidaridad latinoamericana, sin importar el malhechor que tenga de gobernante y las fechorías que esté cometiendo en el interior de su territorio. Así como hace una semana México le dio asilo al exvicepresidente del país del medio, antes fue el Evo Morales que huía de la señora esa cuyo nombre no recuerdo.

Todo comenzó en los años treinta con los republicanos españoles que llegaron a México para no morir en la Guerra Civil a manos de los fascistas de su país y claro, la Sudamérica de los setenta, forrada de dictaduras financiadas por los más malos del cuento.

Dicen los que saben, entre quienes no me incluyo, que todo empezó en Guadalajara durante aquella visita de Salvador Allende en 1972. Allende era el primer presidente socialista elegido democráticamente en la historia de la humanidad. Así de lenta venía la cosa. El Chicho, como le decían, era un tipo con un carisma que se lo pisaba, dueño de una coherencia y una sensatez desconocidas que generó grandes amores y admiraciones. Al parecer, uno de los cautivados por su figura fue el político mexicano Luis Echeverría, que no era precisamente un socialista, ni un revolucionario, sino todo lo contrario. Un personaje que los exiliados chilenos quieren y querrán incondicionalmente y que en México saben que más que currículum tenía prontuario; y en el juego de las contradicciones infinitas, le abrió las puertas de par en par a la izquierda chilena, uruguaya y argentina cuando lo necesitaron; y los embajadores mexicanos en el Cono Sur se aprontaron a convertirse en los ángeles guardianes de una multitud de perseguidos.  

El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, debe ser uno de los hombres más queridos que he conocido. El exilio chileno le estará eternamente agradecido. Su análogo uruguayo, Vicente Muñiz Arroyo, es considerado “un ser de luz” por los exiliados uruguayos. Ambos salvaron una enorme cantidad de vidas, arriesgando las suyas. No esperaron a que la gente llegara a las embajadas, fueron a buscarlas en medio de persecuciones y toques de queda. Hicieron mucho más de lo que sus propias labores oficiales les exigían.  

Vicente Muñiz Arroyo, embajador de México en Uruguay de 1974 a 1977. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Martínez Corbalá se había reunido con Allende días antes del golpe. Eran muy cercanos y estaban de acuerdo en que el golpe se venía, pero no sabían ni cuándo ni cómo. Finalmente, el cuándo fue pronto y el cómo, cruento. La madrugada del 11 de septiembre del 73 el Palacio de La Moneda amaneció bajo bombardeos. Ese mismo día se abrían las puertas de la embajada mexicana para que entraran quienes necesitaran asilo. La residencia del embajador se fue llenando de gente. Primero la familia del presidente: su esposa Doña Tencha y sus hijas, después los ministros de Gobierno y finalmente centenares de variopintos militantes. En Uruguay, lo mismo. Eran pocas las embajadas que recibían gente; además de México lo hicieron Venezuela, Suecia y algún otro país europeo suelto por ahí. El resto de los países latinoamericanos no estaban muy por la labor porque también tenían gobiernos de facto.

Salvo en Buenos Aires, donde la residencia del embajador mexicano recibió gente de manera relativamente selecta, en Santiago y Montevideo la recepción fue masiva.

El procedimiento era siempre el mismo: los militantes perseguidos y sus familias debían ir primero al consulado a hacer la solicitud de asilo. Ahí quedaban encerrados, como en un cuarto intermedio, hasta que se hacían las averiguaciones necesarias y se confirmaba que eran lo suficientemente perseguidos como para entrar a la residencia del embajador. Alguna madre recuerda que en esa espera terminó cambiándole los pañales a su hija encima de la mesa del cónsul. Mientras tanto, afuera, los y las compañeras eran detenidas, torturadas y desaparecidas. En ese momento nadie era del todo consciente del nivel de violencia que se avecinaba.

Eliana, candidata uruguaya al asilo, tenía a su compañero y a su madre presos en Libertad (así se llama la cárcel) y Miguel, su hijo de seis años, cada vez que veía militares por la calle le decía: “Vámonos presos mami”, el gurí quería volver a juntar a la familia. En Uruguay, una vez que recibían la aprobación, el ser de luz los llevaba en su auto a la residencia. En Chile, por el contrario, aunque tuviesen el permiso de asilo, no podían entrar a la residencia de Corbalá porque la puerta estaba custodiada por militares. Cuenta Mirtha, militante chilena y en ese momento embarazada de tres meses, que estudiaron la situación y se dieron cuenta que los vigilantes se echaban su pestañita en el parque de enfrente a las cinco de la mañana, hora en la que escalaban al segundo piso de la casa contigua para luego arrojarse al patio de la residencia donde los esperaban lo asilados que ya se habían colado. El orden cronológico, si todo salía bien, era: colados, asilados, exiliados.  

El problema, una vez dentro, era volver a salir. “La entrada es gratis, la salida… vemos”, dice la canción de Charly. Los asilados necesitaban el famoso salvoconducto para subirse al avión, es decir, un permiso del gobierno militar. Aunque parezca increíble, los salvoconductos se iban otorgando y la gente se iba yendo a México, donde los recibían Echeverría y su mujer, María Esther Zuno. En ambos países, las casas estaban habitadas por unas 150 personas simultáneamente. Durante todo el periodo de asilo, pasaron: por Uruguay, unas quinientas personas; y en Chile unas seiscientas. En Argentina no lo tengo claro pero los testimonios tienden a hablar del asilo del expresidente Héctor Cámpora, que por cierto duró tres años; el de Abal Medina y Vaca Narvaja (y su familia, compuesta por veinticinco personas), sendos dirigentes peronistas y algunas otras personas.

Las embajadas eran el preámbulo de la partida. El lugar donde se comenzaba a cambiar de piel. El lugar donde tomaban conciencia de que sus vidas nunca volverían a ser las mismas. Eran el capullo donde la oruga se convierte en mariposa. Donde se cambiaban las raíces por las alas. Ese lugar cruel donde la mejor noticia era convertirse en exiliado.

También te puede interesar leer: "La divina comedia de Lionel Messi en Monterrey".

El embajador Vicente Muñiz Arroyo, acompañado de exiliados uruguayos. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Si no fuera por la gravedad de la situación, diríamos que parecía una película de los Hermanos Marx donde se sucedían situaciones unas más absurdas que las otras. En Chile se generó un sistema de castas que reproducía en el interior, el sistema del exterior: en las habitaciones del segundo piso vivían Los Jerarcas: es decir, los ministros del gobierno; y en el primer piso, esparcidos por el suelo, El Perraje, es decir, todos los demás. A medida que se iba yendo gente el resto subía de pelo y pasaban del pasillo al comedor, del comedor al living y de ahí a una habitación. Un upgrade, le dirían hoy. Cuenta una uruguaya que al entrar a la residencia vio un panorama desolador con una casa repleta de gente mal vestida, fumando, con ojeras y cara de chiflados. Al verse se abrazaban efusivamente: encontrarse ahí a una persona era sinónimo de confirmar que no había muerto.

Imposible entender esa situación intermedia entre la vida y la muerte. Ese estado de suspenso. Habían salvado sus vidas pero ahora tenían otras. Se suponía que estar vivos era una buena noticia, pero afuera estaba su gente corriendo la suerte contraria. El encierro se intensificaba y la situación límite mostraba las grandezas y las debilidades humanas. Cada uno vivía su encierro como podía. Se creaba una micro sociedad con toda la complejidad del caso. Había mucha gente deprimida, sin embargo, como buenos militantes y sindicalistas que eran, se organizaban en Comisiones Directivas y se distribuían labores: limpiar, cocinar, dar talleres, etcétera. Los adultos debían hacer creer a los niños y niñas que ahí no pasaba nada. Otra versión de La Vida es bella. En Uruguay, por ejemplo, organizaron las Olimpiadas Asilo 76, donde competían en carreras de embolsados o en composición de canciones.    

Eliana cocinaba para unos treinta gurises (escuincles, pibes, cabros chicos) que terminaron haciendo huelga de hambre. Cada madre aplicaba su pedagogía con su nene para que comiera y ellos le hacían caso a la madre que más les convenía. Estaba la madre del “comé lo quieras”, la madre del “si no comés va venir el hombre de la bolsa”, la madre del “si no querés no comas”, y así, entre la confusa cacofonía, se salieron con la suya y terminaron vacunados contra todas las pedagogías maternas.  

Mientras tanto, la estancia se hacía eterna, el interior de las residencias se tornaba irrespirable y no era tan fácil salir a tomar aire a los patios por temor a los francotiradores que se apostaban en los techos contiguos.  

Al principio se conseguían fácilmente los salvoconductos, al final no. Era un estado de suspensión intolerable. Tres meses durmiendo en un suelo compartido con otras cincuenta familias no era del todo sencillo. Hubo quien estuvo encerrado dos meses y quien estuvo ocho. Mientras tanto Mirtha ya tenía seis meses de embarazo y no sabía dónde iba a nacer quien ahora se llama Fernando. A ambos les mando un abrazo y les agradezco su testimonio para esta nota. Finalmente hubo un acuerdo: el gobierno daba los últimos salvoconductos para las personas que estaban adentro y las embajadas no asilaban a nadie más. Y así fue. Salieron los últimos aviones y se acabó el asilo.

Mirtha Abraham, militante chilena llegando a la Ciudad de México desde Chile (1974). Cortesía de Soledad Gaspar.

Los embajadores acompañaban a los asilados en cada trayecto. Su presencia era imprescindible para asegurar su integridad. Los militares no se llevaban a nadie si el embajador estaba presente. Eran intocables seres de luz. Eran territorio extranjero. Casi fantasmas diría yo. Uno de los últimos aviones uruguayos que transportó asilados hizo escala en Buenos Aires justo el 24 de marzo de 1976, día en que comenzaba oficialmente la dictadura argentina. En la pista de aterrizaje el piloto apagó el motor y las luces del avión, momento en que entraron los militares con linternas. Atravesaron el pasillo alumbrando gente y se fueron. Próxima parada: Ciudad de México, ese lugar donde, según cuentan, los uruguayos conocieron los colores.    

El embajador Martínez Corbalá, por su parte, acompañó a los últimos pasajeros chilenos hasta el interior del avión, tal cual había hecho en los vuelos anteriores, con la diferencia de que en este también voló él. Se rompieron relaciones diplomáticas entre México y Chile y empezaron otras, mucho más hermosas. Ahora venía el exilio, ese viaje eterno del cual no hay manera de volver y que por cierto, más allá de dolores y distancias, vale la pena atravesar. Hay drama, es verdad, sin embargo no hay tragedia. Tragedia sería no vivir para contarlo.  

Familias de exiliados argentinos celebrando un cumpleaños en Villa Olímpica (Ciudad de México, 1977). Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Todos los asilados se convirtieron en exiliados. Son nuestros padres y nuestras madres, quienes ya han contado esta historia. Algunos ya no están, algunos siguen contando, otros no quieren recordar más. El dolor nunca se va y cada uno procesa el trauma como puede. De ellos venimos nosotros. Algunos estuvieron en las embajadas, otros huimos por tierra a países limítrofes, para después volar a México. Somos chilemexes, urumexes y argenmexes que disfrutamos del amor de los y las mexicanas que nos dieron cobijo. Salimos ganando al tener un lugar donde vivir y ganó México al tener un pedacito de Sudamérica en su interior. Y ahora, hoy, aquí, no queda más que tener coraje y resistir. Hay mucho delincuente suelto. Se vienen tiempos difíciles que hay que afrontar con la mayor cantidad de luz posible, aunque salga de la herida. No queda más que sonreír mientras ganamos la batalla. Un país no vale nada si no tiene a sus vecinos de aliados, y Ecuador seguirá siendo un país hermano, aunque el yupi crea que se lo regaló su papá.

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Patricia Esquenazi, exiliada chilena (1973).

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Tiempo de Lectura: 00 min

En los años setenta y ochenta, las embajadas mexicanas y sus embajadores en Chile, Uruguay y Argentina refugiaron y ayudaron a cientos de perseguidos políticos (mujeres, hombres y niños) a salir con vida de sus países. Esta es la historia de algunos de ellos, contada desde la vivencia personal de un <i>chilemexe</i>.

Texto de
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Realización de
Ilustración de
Traducción de

La mañana del sábado seis de abril recibí el mensaje de un amigo que decía: “el Ejército ecuatoriano invadió la embajada mexicana”. Yo pensé instantáneamente en una guerra. Siempre he pensado que si un país invade la embajada de otro país está invadiendo al país mismo y eso significa guerra. No sé cuán erradas están mis certezas, solo sé que la imagen de una guerra entre México y Ecuador está más cerca de un chiste de esos que empiezan: “Había una vez un mexicano, un chino y un español…”, que de la posibilidad de algo real. A los pocos segundos me distraje con cualquier cosa y me olvidé de la guerra. Media hora más tarde recibí otro mensaje diciendo que estaban dando Villa Olímpica en el Canal 21 de la televisión pública mexicana. Villa Olímpica es un documental que hice sobre la historia del exilio latinoamericano en México y al parecer los acontecimientos lo habían tornado pertinente. Cuando escuché las palabras “Embajada”, “México” y “Ecuador”, lo primero que pensé fue en Julian Assange y en su eterna resistencia, pero no se me abrió nunca la compuerta a los acontecimientos latinoamericanos de los años setenta, cuando las embajadas mexicanas tuvieron gran protagonismo al evitar el asesinato de miles de militantes que estaban siendo perseguidos por esos criminales de guerra llamados militares y mejor conocidos como “milicos”.

Póster del documental Villa Olímpica, dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi (2022).

Claro está que las embajadas no son esos lugares que uno identificaría exactamente con la rebeldía y el afán de transformación social; pero en el caso de las embajadas mexicanas en Latinoamérica, estas sí fueron la excepción a la regla. Históricamente, el Estado mexicano ha sido inclaudicable en su política exterior y ha defendido a rajatabla los principios de no intervención, de respeto por la autodeterminación y la solidaridad latinoamericana, sin importar el malhechor que tenga de gobernante y las fechorías que esté cometiendo en el interior de su territorio. Así como hace una semana México le dio asilo al exvicepresidente del país del medio, antes fue el Evo Morales que huía de la señora esa cuyo nombre no recuerdo.

Todo comenzó en los años treinta con los republicanos españoles que llegaron a México para no morir en la Guerra Civil a manos de los fascistas de su país y claro, la Sudamérica de los setenta, forrada de dictaduras financiadas por los más malos del cuento.

Dicen los que saben, entre quienes no me incluyo, que todo empezó en Guadalajara durante aquella visita de Salvador Allende en 1972. Allende era el primer presidente socialista elegido democráticamente en la historia de la humanidad. Así de lenta venía la cosa. El Chicho, como le decían, era un tipo con un carisma que se lo pisaba, dueño de una coherencia y una sensatez desconocidas que generó grandes amores y admiraciones. Al parecer, uno de los cautivados por su figura fue el político mexicano Luis Echeverría, que no era precisamente un socialista, ni un revolucionario, sino todo lo contrario. Un personaje que los exiliados chilenos quieren y querrán incondicionalmente y que en México saben que más que currículum tenía prontuario; y en el juego de las contradicciones infinitas, le abrió las puertas de par en par a la izquierda chilena, uruguaya y argentina cuando lo necesitaron; y los embajadores mexicanos en el Cono Sur se aprontaron a convertirse en los ángeles guardianes de una multitud de perseguidos.  

El embajador mexicano en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, debe ser uno de los hombres más queridos que he conocido. El exilio chileno le estará eternamente agradecido. Su análogo uruguayo, Vicente Muñiz Arroyo, es considerado “un ser de luz” por los exiliados uruguayos. Ambos salvaron una enorme cantidad de vidas, arriesgando las suyas. No esperaron a que la gente llegara a las embajadas, fueron a buscarlas en medio de persecuciones y toques de queda. Hicieron mucho más de lo que sus propias labores oficiales les exigían.  

Vicente Muñiz Arroyo, embajador de México en Uruguay de 1974 a 1977. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Martínez Corbalá se había reunido con Allende días antes del golpe. Eran muy cercanos y estaban de acuerdo en que el golpe se venía, pero no sabían ni cuándo ni cómo. Finalmente, el cuándo fue pronto y el cómo, cruento. La madrugada del 11 de septiembre del 73 el Palacio de La Moneda amaneció bajo bombardeos. Ese mismo día se abrían las puertas de la embajada mexicana para que entraran quienes necesitaran asilo. La residencia del embajador se fue llenando de gente. Primero la familia del presidente: su esposa Doña Tencha y sus hijas, después los ministros de Gobierno y finalmente centenares de variopintos militantes. En Uruguay, lo mismo. Eran pocas las embajadas que recibían gente; además de México lo hicieron Venezuela, Suecia y algún otro país europeo suelto por ahí. El resto de los países latinoamericanos no estaban muy por la labor porque también tenían gobiernos de facto.

Salvo en Buenos Aires, donde la residencia del embajador mexicano recibió gente de manera relativamente selecta, en Santiago y Montevideo la recepción fue masiva.

El procedimiento era siempre el mismo: los militantes perseguidos y sus familias debían ir primero al consulado a hacer la solicitud de asilo. Ahí quedaban encerrados, como en un cuarto intermedio, hasta que se hacían las averiguaciones necesarias y se confirmaba que eran lo suficientemente perseguidos como para entrar a la residencia del embajador. Alguna madre recuerda que en esa espera terminó cambiándole los pañales a su hija encima de la mesa del cónsul. Mientras tanto, afuera, los y las compañeras eran detenidas, torturadas y desaparecidas. En ese momento nadie era del todo consciente del nivel de violencia que se avecinaba.

Eliana, candidata uruguaya al asilo, tenía a su compañero y a su madre presos en Libertad (así se llama la cárcel) y Miguel, su hijo de seis años, cada vez que veía militares por la calle le decía: “Vámonos presos mami”, el gurí quería volver a juntar a la familia. En Uruguay, una vez que recibían la aprobación, el ser de luz los llevaba en su auto a la residencia. En Chile, por el contrario, aunque tuviesen el permiso de asilo, no podían entrar a la residencia de Corbalá porque la puerta estaba custodiada por militares. Cuenta Mirtha, militante chilena y en ese momento embarazada de tres meses, que estudiaron la situación y se dieron cuenta que los vigilantes se echaban su pestañita en el parque de enfrente a las cinco de la mañana, hora en la que escalaban al segundo piso de la casa contigua para luego arrojarse al patio de la residencia donde los esperaban lo asilados que ya se habían colado. El orden cronológico, si todo salía bien, era: colados, asilados, exiliados.  

El problema, una vez dentro, era volver a salir. “La entrada es gratis, la salida… vemos”, dice la canción de Charly. Los asilados necesitaban el famoso salvoconducto para subirse al avión, es decir, un permiso del gobierno militar. Aunque parezca increíble, los salvoconductos se iban otorgando y la gente se iba yendo a México, donde los recibían Echeverría y su mujer, María Esther Zuno. En ambos países, las casas estaban habitadas por unas 150 personas simultáneamente. Durante todo el periodo de asilo, pasaron: por Uruguay, unas quinientas personas; y en Chile unas seiscientas. En Argentina no lo tengo claro pero los testimonios tienden a hablar del asilo del expresidente Héctor Cámpora, que por cierto duró tres años; el de Abal Medina y Vaca Narvaja (y su familia, compuesta por veinticinco personas), sendos dirigentes peronistas y algunas otras personas.

Las embajadas eran el preámbulo de la partida. El lugar donde se comenzaba a cambiar de piel. El lugar donde tomaban conciencia de que sus vidas nunca volverían a ser las mismas. Eran el capullo donde la oruga se convierte en mariposa. Donde se cambiaban las raíces por las alas. Ese lugar cruel donde la mejor noticia era convertirse en exiliado.

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El embajador Vicente Muñiz Arroyo, acompañado de exiliados uruguayos. Fotograma del documental Más allá del reglamento (2010), dirigido por Ana Buriano, Silvia Dutrénit y Carlos Hernández. Cortesía del Instituto Mora.

Si no fuera por la gravedad de la situación, diríamos que parecía una película de los Hermanos Marx donde se sucedían situaciones unas más absurdas que las otras. En Chile se generó un sistema de castas que reproducía en el interior, el sistema del exterior: en las habitaciones del segundo piso vivían Los Jerarcas: es decir, los ministros del gobierno; y en el primer piso, esparcidos por el suelo, El Perraje, es decir, todos los demás. A medida que se iba yendo gente el resto subía de pelo y pasaban del pasillo al comedor, del comedor al living y de ahí a una habitación. Un upgrade, le dirían hoy. Cuenta una uruguaya que al entrar a la residencia vio un panorama desolador con una casa repleta de gente mal vestida, fumando, con ojeras y cara de chiflados. Al verse se abrazaban efusivamente: encontrarse ahí a una persona era sinónimo de confirmar que no había muerto.

Imposible entender esa situación intermedia entre la vida y la muerte. Ese estado de suspenso. Habían salvado sus vidas pero ahora tenían otras. Se suponía que estar vivos era una buena noticia, pero afuera estaba su gente corriendo la suerte contraria. El encierro se intensificaba y la situación límite mostraba las grandezas y las debilidades humanas. Cada uno vivía su encierro como podía. Se creaba una micro sociedad con toda la complejidad del caso. Había mucha gente deprimida, sin embargo, como buenos militantes y sindicalistas que eran, se organizaban en Comisiones Directivas y se distribuían labores: limpiar, cocinar, dar talleres, etcétera. Los adultos debían hacer creer a los niños y niñas que ahí no pasaba nada. Otra versión de La Vida es bella. En Uruguay, por ejemplo, organizaron las Olimpiadas Asilo 76, donde competían en carreras de embolsados o en composición de canciones.    

Eliana cocinaba para unos treinta gurises (escuincles, pibes, cabros chicos) que terminaron haciendo huelga de hambre. Cada madre aplicaba su pedagogía con su nene para que comiera y ellos le hacían caso a la madre que más les convenía. Estaba la madre del “comé lo quieras”, la madre del “si no comés va venir el hombre de la bolsa”, la madre del “si no querés no comas”, y así, entre la confusa cacofonía, se salieron con la suya y terminaron vacunados contra todas las pedagogías maternas.  

Mientras tanto, la estancia se hacía eterna, el interior de las residencias se tornaba irrespirable y no era tan fácil salir a tomar aire a los patios por temor a los francotiradores que se apostaban en los techos contiguos.  

Al principio se conseguían fácilmente los salvoconductos, al final no. Era un estado de suspensión intolerable. Tres meses durmiendo en un suelo compartido con otras cincuenta familias no era del todo sencillo. Hubo quien estuvo encerrado dos meses y quien estuvo ocho. Mientras tanto Mirtha ya tenía seis meses de embarazo y no sabía dónde iba a nacer quien ahora se llama Fernando. A ambos les mando un abrazo y les agradezco su testimonio para esta nota. Finalmente hubo un acuerdo: el gobierno daba los últimos salvoconductos para las personas que estaban adentro y las embajadas no asilaban a nadie más. Y así fue. Salieron los últimos aviones y se acabó el asilo.

Mirtha Abraham, militante chilena llegando a la Ciudad de México desde Chile (1974). Cortesía de Soledad Gaspar.

Los embajadores acompañaban a los asilados en cada trayecto. Su presencia era imprescindible para asegurar su integridad. Los militares no se llevaban a nadie si el embajador estaba presente. Eran intocables seres de luz. Eran territorio extranjero. Casi fantasmas diría yo. Uno de los últimos aviones uruguayos que transportó asilados hizo escala en Buenos Aires justo el 24 de marzo de 1976, día en que comenzaba oficialmente la dictadura argentina. En la pista de aterrizaje el piloto apagó el motor y las luces del avión, momento en que entraron los militares con linternas. Atravesaron el pasillo alumbrando gente y se fueron. Próxima parada: Ciudad de México, ese lugar donde, según cuentan, los uruguayos conocieron los colores.    

El embajador Martínez Corbalá, por su parte, acompañó a los últimos pasajeros chilenos hasta el interior del avión, tal cual había hecho en los vuelos anteriores, con la diferencia de que en este también voló él. Se rompieron relaciones diplomáticas entre México y Chile y empezaron otras, mucho más hermosas. Ahora venía el exilio, ese viaje eterno del cual no hay manera de volver y que por cierto, más allá de dolores y distancias, vale la pena atravesar. Hay drama, es verdad, sin embargo no hay tragedia. Tragedia sería no vivir para contarlo.  

Familias de exiliados argentinos celebrando un cumpleaños en Villa Olímpica (Ciudad de México, 1977). Fotograma del documental Villa Olímpica (2022), dirigido por Sebastián Kohan Esquenazi.

Todos los asilados se convirtieron en exiliados. Son nuestros padres y nuestras madres, quienes ya han contado esta historia. Algunos ya no están, algunos siguen contando, otros no quieren recordar más. El dolor nunca se va y cada uno procesa el trauma como puede. De ellos venimos nosotros. Algunos estuvieron en las embajadas, otros huimos por tierra a países limítrofes, para después volar a México. Somos chilemexes, urumexes y argenmexes que disfrutamos del amor de los y las mexicanas que nos dieron cobijo. Salimos ganando al tener un lugar donde vivir y ganó México al tener un pedacito de Sudamérica en su interior. Y ahora, hoy, aquí, no queda más que tener coraje y resistir. Hay mucho delincuente suelto. Se vienen tiempos difíciles que hay que afrontar con la mayor cantidad de luz posible, aunque salga de la herida. No queda más que sonreír mientras ganamos la batalla. Un país no vale nada si no tiene a sus vecinos de aliados, y Ecuador seguirá siendo un país hermano, aunque el yupi crea que se lo regaló su papá.

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