No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
Un secuestro infantil en Chapultepec. Décadas de desesperación, sospechas y vidas rotas por separado, hasta que la fortuna otorga un final distinto al de decenas de miles de casos… y un nuevo principio.
Era sábado por la mañana y Lorena Ramírez esperaba nerviosa en la habitación. Juana Bernal viajaba desde Toluca, Estado de México, para visitarla en su casa, en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. Más de una hora y media de recorrido; más de 50 kilómetros de distancia.
Lorena tenía ya 50 años; el cabello corto, los ojos grandes y la piel morena. Se levantaba de la cama, recorría la habitación para luego volver a sentarse: Juana podía llegar en cualquier momento y no soportaba la expectación. Ansiosa, recordaba lo sucedido el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec, ese enorme parque urbano de más de 600 hectáreas. Ese lugar. Esa fecha. Fueron el comienzo de todo.
Por fin, en algún momento de esa mañana del 6 de agosto de 2022 tocaron en el zaguán. María José Bernal, una de las hijas de Lorena, fue a abrir. Hasta el cuarto en el que estaba Lorena llegaron unas voces tímidas que se saludaban.
Juana entró a la habitación. Se miraron en silencio. ¿Eran quienes creían ser?
Días antes Juana se había comunicado con María José mediante Facebook. Sospechaba que era hija de Lorena. No había una prueba contundente, solo una intuición: Juana lo pensó luego de ver las fotografías que había en su perfil. Luego de insistir, acordaron una reunión. Los hermanos de María José estaban recelosos de ese encuentro porque la salud de Lorena era delicada; seguía recuperándose de una operación que había tenido semanas atrás.
Sin embargo, todas las preocupaciones desaparecieron de inmediato. Lorena y Juana lo supieron al instante.
—Sí, eres mi hija —dijo Lorena a Juana.
—Sí, eres mi mamá —le respondió.
Se abrazaron. Lloraron. Se besaron. Era el momento más feliz en la vida de Lorena. No sabía que Juana ahora se llamaba Rocío.
{{ linea }}
Lorena recorre el patio de su casa y acomoda bancos y sillas de plástico en un rincón; repartidos en el piso aún quedan algunos charcos de agua porque hace unos minutos lavó el piso con esmero. Apurada, apila las cajas donde guarda los utensilios del puesto de garnachas que tiene en la avenida Vasco de Quiroga, a unos metros de su casa. Son las 9:25 de la mañana de un miércoles de febrero de 2024. Ayudada por su hija María José —que comparte casi los mismos rasgos, excepto la sonrisa nerviosa que cada tanto aparece en Lorena—, coloca una mesa y unos bancos en una de las habitaciones del primer piso de la casa.
Lorena espera a Juana; acordaron verse a las 9:30.
María José sale de la habitación y regresa con un bolso a punto de desbordarse. Vierte su contenido sobre la mesa y crea un mantel de fotocopias, recortes de periódicos, cartulinas, fotografías y documentos varios… Un cúmulo de papeles, un archivo personal: la desordenada cronología de una búsqueda.
—Creo que es todo, mamá.
—Todo esto ya lo teníamos olvidado. Mira cómo se mojó —dice Lorena mostrando una fotocopia amarillenta con los datos de Juana; las orillas del papel con manchas de humedad—. Luego de que se resolvió todo, ya no nos importó qué se hacían estas cosas.
Lo siguiente que sostiene es la fotografía de una niña de cabello ondulado, cachetes redondos, risueña. Durante muchos años ese retrato estuvo pegado en una de las paredes de la habitación. Ahora se confunde de nuevo entre todas esas hojas que cubren la mesa.
Son las 9:45 y Lorena se sienta a esperar. Pero ahora está tranquila, no se impacienta. La colonia donde vive no es amigable para el peatón. Las banquetas son minúsculas y se deben subir y bajar pronunciadas calles que fueron construidas sobre una barranca. Sabe que los retrasos son normales cuando la visitan, y su hija viaja desde la capital del estado vecino. Lo importante, cuenta, es que pronto la verá, cosa que hace dos años le parecía imposible.
{{ linea }}
Antes de que sucediera, todo era normal.
Juana era una niña que jugaba y quería mucho a su hermano, a su mamá y su papá, aunque desconfiaba de los desconocidos. Cantaba canciones de Los Tigres del Norte y una de sus comidas favoritas eran las chuletas fritas.
Lorena tenía 23 años cuando sucedió; llevaba tres de casada con Ignacio, de oficio albañil. Era madre de dos niños, le gustaba escuchar música, en especial Los Tigres del Norte —ahora, a veces pone como imagen de contacto en WhatsApp la fotografía de Hernán Hernández, bajista del grupo—, y trabajaba limpiando casas y vendiendo productos de limpieza.
Todo era normal hasta el 1 de octubre de 1995: ese día, Lorena, sus hijos, Ignacio y algunos familiares de su marido fueron a Chapultepec.
El paseo estaba siendo lindo; caminaron por el bosque, hicieron un picnic, visitaron el zoológico. A las 3:30 de la tarde, el ánimo languideció y parecía que la excursión terminaría pronto. Los cuñados de Lorena vivían en Apatlaco, al oriente de la ciudad, así que tenían que regresar temprano si querían llegar a buena hora a su casa. Todos se sentaron en el pasto, junto al lago de Chapultepec, para platicar unos minutos antes de despedirse. Cuando por fin decidieron irse, se pusieron de pie.
“Todo iba bien, todos estábamos bien. Hicimos como un círculo para despedirnos, yo la tenía agarrada a Juanita de la mano derecha y mi esposo de la mano izquierda”, recuerda Lorena. Hoy sigue asegurando que sostenía la mano de su hija. Aunque muchas veces otras personas intentaron que dudara de su propio recuerdo, ella aún tiene la sensación de esa mano pequeña en la suya.
Lo que sucedió después pasó muy rápido. Fueron segundos.
“Di un paso para despedirme, y cuando regresé ya no estaba. Juana ya no estaba”, dice Lorena. Ni sus cuñadas ni su esposo se percataron de inmediato de la ausencia.
Han pasado 27 años y Lorena aún no puede explicarse cómo desapareció su hija.
{{ linea }}
—Hola, buenos días.
—Buenos días, Juana.
Entra a la habitación una mujer morena, pantalón y chaleco de mezclilla, cabello atado en cola, el rostro ligeramente ovalado. Esta mujer alguna vez se llamó Juana.
Se sienta junto a Lorena y de su bolsa saca unos lentes. Luego de una plática rápida sobre el tráfico, se ponen a inspeccionar uno a uno los documentos desperdigados en la mesa. Lorena le explica la finalidad de cada papel, el contexto en que se produjo. Después de un rato, se detiene en uno que está muy arrugado; se lo muestra a Juana:
—Mira, tu acta de nacimiento. Ahorita te la voy a dar.
Voltea a verla, pero la atención de Juana se encuentra en una fotocopia vieja con el retrato de una niña de cabello ondulado, cachetes muy grandes, risueña: ella a los 3 años.
—Oye, te iba a preguntar de esta foto, ¿ya no la tienes?
—Sí, por aquí está. Deja la busco y también te la doy.
Han pasado muchos años desde que Juana Bernal Ramírez dejó de ser Juana Bernal Ramírez. Ahora es Rocío Martínez, tiene 30 años, está casada y es madre de dos hijos varones —uno de 12 años, el otro de 9—. Trabaja como empleada doméstica y en sus tiempos libres le gusta jugar futbol. Vive en Toluca desde los 3 años. Desde el 1 de octubre de 1995.
{{ linea }}
Lo primero que Juana (o Rocío) recuerda de ese día es un jalón. “Me tenían agarrados mis papás de las manos, me sueltan y me jalan de la cintura”, dice. No puede precisar qué sucedió después de ese momento. Era muy pequeña y apenas recupera algunas escenas fugaces.
“Creo que me durmieron porque recuerdo que me despierto y ya alguien me llevaba en brazos”. Alguien. Rocío siempre se referirá de esa forma impersonal —alguien, él, ella— a las personas que la secuestraron.
En los brazos de ese desconocido —era un hombre—, Rocío avanzaba por calles irreconocibles, probablemente ya muy lejos de Chapultepec. En algún momento, asustada, le preguntó:
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahora yo voy a ser tu papá —respondió el hombre—. Dime qué quieres que te compre; te compro lo que quieras.
—Solo quiero a mi papá y a mi mamá.
Entonces, recuerda, volvió a dormirse.
Despertó cuando entraban a una casa. Estaban ya en Toluca. “Él me sienta en una cama. Estaban sus hijos mirándome; él les dice: ‘Ahora ella va a ser su hermana’”, rememora Rocío.
Los niños, extrañados, respondieron: “No. Ella no es nuestra hermana”. El hombre, molesto, insistió: “¡Ella es su hermana!”.
Juana comenzó a llorar. Se había convertido en Rocío Martínez.
{{ linea }}
Es probable que mientras Juana lloraba en una cama desconocida, Lorena aún estuviera buscándola en el inmenso Chapultepec. “Lo primero que hice fue correr a una de las puertas de entrada, de las que dan hacia Reforma; vi a un policía y le dije que, si por favor, podían cerrar las puertas porque me acababan de robar a mi hija”, recuerda Lorena. El policía se negó.
Lorena y el resto de su familia recorrieron las avenidas que rodean Chapultepec; se adentraron en sus cuatro secciones. “Luego llegaron unas mujeres policías que sí nos ayudaron…”. Pero nada, Juana no aparecía. “Nos retiramos como hasta a las 7:00 o 7:30 de la noche”, dice Lorena. Esperaron a que se cerrara la última puerta del bosque con la esperanza de que su hija saliera.
Entonces Lorena intentó denunciar la desaparición de Juana, pero las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas “porque quizá aparecía por ahí”. “¡Es una niña de apenas de tres años!”, insistió Lorena más de una vez.
En los siguientes días, Lorena vivió un frenesí de angustia, miedo e impotencia porque nadie la ayudaba a encontrar a su hija. “Estaba como anestesiada. Al principio no se entiende la magnitud del problema en el que estás porque desgraciadamente no hay quien te apoye, no sabes a dónde acudir”.
Presentó una denuncia en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (Capea) —antiguo órgano especializado de la Fiscalía de la Ciudad de México, que en 2018 fue sustituido por la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas—. Allí elaboraron una ficha con los datos de Juana, en la que se incluía una foto, señas particulares y el último sitio donde la habían visto:
Juana Bernal Ramírez. Tres años. Pelo: Café oscuro, ondulado. Ojos: Negros, medianos. Boca: Mediana. Mentón: Redondo. Vestido: La parte de la blusa y mangas color blanco. La falda con rayas azules y anaranjadas. Zapatos negros.
El caso de Juana se atascó en la compleja tubería de la justicia. Lorena buscó el apoyo de medios de comunicación, de autoridades federales y locales. “Pero nadie te ayuda. Si eres pobre nadie te ayuda”, dice todavía con impotencia en la voz. Un mes después de que Juana desapareciera, las autoridades del entonces Distrito Federal dejaron de buscarla activamente: un peritaje en el lago de Chapultepec —una de las líneas de investigación era que había caminado hacia allá y se había ahogado— fue de lo poco que hicieron.
{{ linea }}
La Red por los Derechos de la Infancia en México informa que desde 1964 hasta 2022 en nuestro país se registraron 84 160 desapariciones de personas menores de 18 años. La problemática no es nueva ni lo era en la década de los noventa: antes de la desaparición de Juana, ya operaban varios colectivos y asociaciones dedicadas a la búsqueda de niños. Lorena se acercó a algunas de ellas. “A través de los días fui conociendo a personas que estaban igual que yo. Esas personas sí me ayudaron; como ellas ya llevaban más años o más meses, fueron quienes me orientaron: entendieron mi dolor”. En la fundación Buscando a Nuestros Hijos, cuenta Lorena, le explicaron que tenía que repartir volantes con la fotografía y los datos de su hija; le enseñaron a expresarse, “a cómo hablar, porque el tiempo que te dan en los medios son segundos. En esos segundos se tiene que explicar el caso de tu hija, el dolor de tu pérdida”. Años después, en 1994, en esa fundación conoció a María Elena Solís, una mujer que buscaba a su nieta Elenita, y que en 1997 fundó la Asociación Mexicana de Niños Robados. Fue una de las pocas personas que acompañó a Lorena.
Con todo, Juana no aparecía.
Un día, Lorena pegó una fotografía de Juana en una de las paredes de la habitación principal de su casa. A diario hablaba con ese retrato de una niña risueña con vestido azul. Era un ritual, una forma de continuar la relación madre e hija.
“Veintisiete años estuvo esa foto en el mismo lugar. Siempre llegaba, le daba los buenos días, las buenas noches, le contaba cómo estuvo mi día, le decía ‘¿dónde estás?’, ‘¿cómo serás?’, ‘cómo me gustaría que vinieras en la noche, en un sueño, y me dijeras dónde estás’, ‘ven, ven, dime dónde estás y yo voy por ti’”, recuerda Lorena.
También te puede interesar la historia "En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos"
{{ linea }}
Rocío siempre lo supo. No recordaba que su verdadero nombre era Juana, pero sabía cómo había llegado a la familia Martínez. “Hay partes de mi vida de las que no tengo nada de conciencia, pero eso que pasó ese día se me quedó grabado. Que me habían alejado de mi familia siempre me lo guardé en mi mente. Pero jamás se lo dije a ella”, aclara.
“Ella” es Patricia, la pareja de Antonio, el hombre que la raptó, y con la que Rocío jamás abordó el tema porque era una persona agresiva. “Era muy mala, una persona estricta. Me pegaba. Me insultaba. No le tenía nada de confianza”, confiesa.
El acta de nacimiento de Rocío Martínez menciona que es originaria de Toluca, Estado de México, y que nació el 1 de octubre de 1992. El año es el único dato real del documento. Rocío no conocía nada sobre su origen. Por eso, conforme crecía intentó hacerse a la idea de que las personas con las que habitaba eran su verdadera familia; que ese día en Chapultepec y ese jalón de cintura habían sido un sueño.
Pese a todo, Rocío asegura que se desarrolló en un “ambiente familiar medianamente normal”. Lo dice porque sus captores —Patricia y Antonio— le dieron techo, comida y escuela. “Siempre fui su hija para ambos; aunque ella me trató muy mal, y él, la verdad, me trató bien. Me registraron. Me bautizaron. Siempre se refirieron a mí como su hija. Me dieron su apellido”, acepta. Pero el trato que recibía era diferente al de sus “hermanos”. Siempre le recordaban que no era igual a los otros tres niños que vivían en la casa: “Ellos [sus secuestradores] se dedicaban a la crianza de animales y a mí me ponían a ayudarles, a trabajar como si fuera adulto”. A los 7 años, Rocío ya guisaba, daba de comer y limpiaba el sitio donde vivían los animales que criaban Antonio y Patricia. Esa era su rutina antes de irse a la escuela.
A pesar de las diferencias en las responsabilidades, se llevaba bien con sus falsos hermanos. “Me aceptaban; era una relación normal. Pero sí se enojaban, y me decían que era una recogida. Pero yo lo tomaba a la ligera, porque eres niño y no piensas mucho en eso”, confiesa.
Cuando Rocío entró a la pubertad, sus captores se volvieron más recelosos, desconfiados. La actitud contra ella se endureció: le prohibieron tomarse fotografías y juntarse con otras personas que no fueran de la “familia”. Esas restricciones provocaron comentarios de conocidos y vecinos: “¿Por qué dejas que te traten mal si no es tu familia?”, “¿sí sabes que ella no es tu verdadera mamá?”, “ella no es nada de ti, no deberías dejar que te pegue.”.
A los 13 años Rocío entendió que aquellos recuerdos brumosos de separación no eran sueños ni fantasías que había creado su imaginación.
Patricia, de alguna forma, se percató de esa epifanía, y comenzó a hablar sobre el tema. Un día le contó: “Te voy a decir la verdad: yo te encontré cerca de aquí, abandonada”. Luego cambió la historia: “Te regalaron conmigo unas personas que eran drogadictas. No tenían para comer y querían deshacerse de ti; de hecho, hasta traías quemaduras de cigarro”. Tiempo después, otra versión, más cercana a la realidad: “En realidad te encontré en Chapultepec”.
Rocío supone que Patricia se arrepintió de darle datos reales porque una vez más modificó el relato: “La verdad es que te adopté”. Con tanta versión, la joven se sintió confundida, desesperada. Entendió que si quería saber la verdad tendría que encontrar a sus padres. A los verdaderos. Ya no tenía dudas de que existían.
{{ linea }}
Los trazos de las letras son rápidos, urgentes, ligeramente ansiosos. Las manos dejan la hoja sobre la mesa.
“Yo siempre iba con la esperanza, la ilusión, los nervios, de por fin encontrarla”.
Durante años, cada tanto, Lorena recibía llamadas anónimas que le anunciaban la existencia de alguna niña que coincidía con la descripción de Juana. El informante juraba haberla visto en la calle de tal ciudad, en tal fecha. “Hubo meses en que estuvieron mandándome a diferentes direcciones. De un lado a otro de diferentes ciudades”, recuerda la madre. Con cada llamada, anotaba los datos de todas esas presuntas ubicaciones donde se encontraba su hija.
México, DF. a 18 de julio del 2000. Fraccionamiento Halcones de Morelia, el fraccionamiento está frente del restoran Chapa internacional por la salida de la casa de govierno [sic], pregunto por la tienda de don Fernando, es la única que tiene farmacia, la casa está al lado de arriba de la tienda. Es puerta blanca.
Es lo que se puede leer en la nota que sostiene.
“Pero nunca la encontré. Nada. No estaba. Y quieras que no, eso te lastima, te mueve por dentro”.
Cuando ella y su esposo salían a otros estados para buscar a Juana, sus otros hijos se quedaban atendiendo el puesto de jarcería que entonces tenían cerca de su casa. La situación económica de la familia era muy delicada, apenas si podían solventar los viajes. “Muchas veces, así como salíamos de la casa, con el estómago vacío, así regresábamos”, dice.
En su desesperación, confiesa Lorena, también contrató a charlatanes para que, mediante “adivinaciones”, le dieran la ubicación de Juana. “Brujos, videntes, lecturas del tarot, todas esas cosas que son una vil mentira. Llevaba la foto de mi hija y me decían que ella estaba bien pero que nunca la volvería a ver, que estaba del otro lado del mundo. Incluso me llegaron a decir que ella ya estaba muerta”.
{{ linea }}
A los 17 años Rocío se escapó de la casa de la familia Martínez para irse a vivir con el hombre que luego se convertiría en su esposo. Poco después, nació su primer hijo, y la vida familiar hizo que se olvidara de la búsqueda de su origen. El interés regresó en 2012 “porque en ese entonces le conté mi historia a los familiares de mi esposo, y una concuña me dice ‘¿y tú crees que te hayas perdido o te hayan robado?’”, recuerda.
Era una pregunta que Rocío nunca se había hecho.
Con una renovada incertidumbre, retomó las pesquisas: preguntó entre familiares de sus captores —con los que había retomado una relación más o menos cordial— cuándo había llegado al hogar de Patricia y Antonio. Le dijeron que en 1995.
Ese dato sería fundamental dos años después.
En una tarde de 2014, Rocío no recuerda muy bien por qué motivo, ella y su esposo entraron a un café internet. Querían información sobre algún trámite o algo parecido. Una vez conseguidos los datos que necesitaban, a Rocío se le ocurrió buscar en Google: “Niña perdida en México 1995”.
Salieron varias noticias. Era imposible revisar una por una. Entonces recordó lo que alguna vez le había dicho Patricia, y agregó a la búsqueda: “Chapultepec”.
Lo primero que apareció en la pantalla de la computadora fue la fotografía de una niña risueña con el cabello chino y grandes cachetes.
{{ linea }}
Suena un teléfono. María José aparece en la habitación y le dice a su madre que la llamada es para ella; que atienda, por favor. Lorena va, mientras Rocío sigue examinando los papeles de la mesa. Se detienen a mirar con atención las fotografías. Hasta acá llega la voz de Lorena, pero no se distingue con claridad lo que dice.
“A veces siento que si ellos no me hubieran tratado mal, si no me hubieran hecho menos, a lo mejor, tal vez, yo no hubiera buscado a mi familia —dice Rocío, mientras rejunta unos papeles— porque lo que yo quería era salir de ahí debido a los malos tratos. Eso es lo que quería en un principio”.
Luego no dice nada más hasta que regresa Lorena.
{{ linea }}
En ese café internet, Rocío leyó la noticia del caso de Juana Bernal, una niña de 3 años desaparecida el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec. Ella y su esposo miraron detenidamente la imagen que acompañaba la nota, asombrados por los rasgos de ese rostro. “En ese momento mi segundo hijo era bebé, y yo dije ‘se parece en todo a mi hijo; es igualito a esa niña’”, recuerda.
Imprimieron la fotografía y se la mostraron a los suegros de Rocío, que de primeras pensaron que era un retrato del segundo hijo de Rocío. Tan grande era el parecido. Fue entonces que Rocío se preguntó: “¿Entonces sí seré Juana Bernal?”.
{{ linea }}
Años después de la desaparición de Juana, Lorena y su esposo tuvieron otras dos niñas, pero su vida nunca dejó de girar en torno a su búsqueda. Desde aquel 1 de octubre, se acabaron las navidades, las fiestas de cumpleaños, cualquier celebración en familia. “No había motivos para festejar. Ni siquiera iba a los festivales de la escuela de mis otros hijos”, confiesa Lorena. “Los dejé. Los abandoné. En un momento mi hermana se llevó a mi hijo, y unos amigos, un matrimonio, a mi otra hija para cuidarla”.
Para María José no fue fácil crecer de esa forma. “Cuando era muy pequeña quizá no tenía la conciencia para entenderlo todo. [Pero] Sí me dolía. Me dolía mucho. Fue complicado porque yo quería a mi mamá conmigo, quería una mamá como las de mis compañeras de la escuela, que me acompañara”, se sincera. Pero no guarda resentimiento porque entiende muy bien lo que padeció. “Nunca le reclamé nada. No tenía por qué. Nadie sufrió como mi mamá en todos estos años”.
Rocío mira a Lorena. Ella tampoco dice nada ahora; su madre continúa hablando: “Ellos no tenían la culpa de lo que pasó, pero es que yo me volví una persona fría, dura, agresiva. Fui muy dura con ellos”, dice Lorena, y se le quiebra la voz, los ojos llorosos, el gesto ansioso de su pierna derecha temblando compulsivamente.
Aunque Rocío le sugiere a su madre que haga una pausa para tomar aire; ella insiste en seguir hablando: “A los tres meses de su desaparición, muere mi padre. Y yo siempre lo he dicho: la muerte de mi padre jamás me dolió. Lo que sentía por la pérdida de mi hija era más grande. Él murió con la pena de que no pudiera encontrarla. Antes de que falleciera, me dijo ‘no sabes cuánto me duele verte cómo estás’”.
Luego centra la conversación en Ignacio, su esposo: “Fue muy duro vivir todos esos años. Él manifestaba su dolor de diferente manera porque era una persona muy reservada, muy callada […] Un tiempo se dejó caer, no salía, no podía hacer nada, se quedó tirado. Hubo un momento en que llegó tanto la pobreza a nuestras vidas, que tuve que decirle ‘o le echas ganas o te vas’. Suena duro pero no podía seguir así”.
Antes de la pandemia, en 2019, Ignacio falleció. Él y Lorena estuvieron casados durante 31 años. Veinticuatro los dedicaron a la búsqueda de su hija. El día que murió, ella le pidió una cosa: “Tú ya estás del otro lado, búscala, visítame en un sueño y me dices dónde está”.
La salud de Lorena también decayó. En 2022 comenzó a enfermar (ella prefiere que no se mencione su padecimiento) y tuvo que ser operada. Antes de la intervención, les pidió a sus hijos que si fallecía dejaran de buscar a Juana: “Si no la encontré yo —les dijo— ustedes menos lo harán. Sigan su vida. Este dolor es mío: se va a ir conmigo a la tumba”.
{{ linea }}
Desde ese día del café internet, en 2014, Rocío buscó más sobre el caso de Juana Bernal. Estaba ilusionada, pensaba que estaba a un paso de encontrar a su verdadera familia; imaginaba cómo serían, fantaseaba con la escena del reencuentro. Pronto se decepcionó: no había mucha información sobre el caso en la web, y no encontró ningún número o dirección para contactar a quien buscara a Juana Bernal.
Durante años no conoció la tranquilidad. Había noches en que se despertaba en la madrugada y comenzaba a llorar preguntándose quién era su familia, por qué la habían abandonado.
Y entonces sucedió.
En 2022 Rocío comenzó a seguir páginas y grupos de asociaciones que buscaban a familiares perdidos en Facebook. El lunes 1 de agosto, mientras navegaba en uno de esos grupos para distraerse, tomó una decisión: subir una foto suya.
Su esposo la animó. Creó un perfil falso porque no podía estar segura de si era ella o no esa niña que se extravió en Chapultepec, y subió una fotografía suya junto con esta descripción: “Soy Juana Bernal y busco a mis padres biológicos”.
Las respuestas llegaron de inmediato.
“Comenzaron a ponerme en los comentarios capturas de pantalla de noticias del caso, con retratos de envejecimiento que había mandado a hacer mi mamá”, recuerda Rocío.
El número de comentarios y de compartidos no dejaba de aumentar. Ese mismo día le enviaron a Lorena una captura de pantalla de la publicación. Ella no podía creerlo: su hija vivía y la estaba buscando.
“Fue un impacto grandísimo. No sabía qué hacer. Empecé a llorar y mi hijo me dijo ‘cálmate’. Pero ¿cómo era posible que me calmara?”, exclama Lorena. Sus hijos se preocuparon al observar su nerviosismo crecía. Horas después, María José le escribió a Rocío:
—Buenas noches, yo soy la hermana de Juana Bernal. ¿Qué necesita?
—Lo que pasa es que estoy buscando a mi familia —le contestó Rocío.
—¿Pero cómo sabes que eres ella? —se acuerda María José que le cuestionó—. Así como tú han surgido varias personas. A mi mamá no le pueden venir con esto porque ella está convaleciente: la acaban de operar.
Al percibir reticencia en la voz de María José, Rocío entró al perfil de Facebook de su posible hermana y buscó en la sección de fotografías. Quizá así podía convencerla. Encontró unas fotos de su rostro. Eran idénticas. Le envió una foto suya por el chat de Facebook.
Sucedió la anagnórisis. “Me di cuenta de que sí nos parecíamos, que sí podíamos ser hermanas”, recuerda María José.
El interrogatorio terminó en ese momento. “Cuando Marichuy me enseñó la foto y la vi, dije ‘sí es, sí es mi hija’”, dice Lorena, aún emocionada. María José y Rocío quedaron en reunirse en Toluca, tres días después.
Rocío conoció a su hermana, a su tío, a su hermano. Ese mismo 4 de agosto, luego de la reunión, María José invitó a Rocío a la casa de Lorena, el sábado.
Por fin, el 6 de agosto de 2022, madre e hija se reencontraron después de casi tres décadas. Mientras estaban abrazadas, Rocío escuchó que su madre le decía con voz llorosa, desesperada: “Gracias, muchas gracias, por la oportunidad de volver a verte”.
“Fue como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas, como si esos 27 años se hubieran hecho nada. El encuentro borró buena parte de todo ese sufrimiento”, dice Lorena mientras termina de agrupar los documentos, las fotocopias, los carteles.
Pero entonces, luego de ese abrazo, vinieron las preguntas, las explicaciones y los recuerdos del terrible del 1 de octubre. “Le conté mi versión de lo que recordaba; ella me contó la suya. Coincidía con mis recuerdos. Me sentí bien”, explica Rocío.
Aún faltaba una pregunta, quizá la más importante para ella: “¿Por qué no me buscaste, mamá?”.
“Yo no lo sabía, pero mi mamá me explicó que sí estuvieron los 27 años buscándome. Me enseñaron todo esto”, Rocío señala la mesa con los documentos, fotografías y carteles de búsqueda.
Lo que vino después no fue menos complicado: conocerse.
El 6 de marzo de 2023, la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México anunció la detención de Patricia “N” y Antonio “N” en Toluca, Estado de México, por ser los presuntos responsables de la desaparición de Juana Bernal en octubre de 1995. Los detenidos fueron trasladados al Centro de Reinserción Social Santa Martha Acatitla y al Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
Ni Lorena ni Rocío quisieron hablar a detalle sobre el tema aquella mañana de febrero de 2024.
“Nada va a reparar lo que nos hicieron”, dice Lorena.
“Después de que me casé, me alejé de ellos, los llegué a ver y me los encontré de lejos, pero no me dirigían la palabra”, comenta Juana. “Al principio, cuando encontré a mi mamá, sentí miedo porque ya tengo una familia, tengo a mis hijos. Y sí tenía miedo por lo que pudieran hacer ellos”.
Meses antes de las detenciones, en octubre de 2022, la Fiscalía había entregado a Lorena y a Juana los resultados de una prueba de ADN que confirmaba el 99.9% de coincidencias genéticas entre ambas. Ese resultado despejaba cualquier duda que pudiese asomarse: sí eran madre e hija.
“Fue una experiencia muy difícil. Era esa duda, esa incertidumbre durante los dos meses que tardaron los resultados... porque nosotras ya estábamos al cien por ciento en nuestra relación, y ahora imagínate que nos dicen que no éramos hija y madre”, cuenta Lorena. Pero el trámite era necesario, dice, porque la carpeta de investigación en la Fiscalía seguía abierta.
A septiembre de 2024, el proceso judicial en contra de Patricia y Antonio aún no concluye.
{{ linea }}
Lorena y Rocío desayunan café y pan dulce que ha traído María José. Sonríen lejos de los recuerdos. No hay documentos desperdigados en la mesa.
—Es como si esos 27 años se hubieran esfumado cuando nos encontramos —repite Lorena mientras pone azúcar a su café.
—Yo era una persona diferente, ahora estoy completa. Cambió mi forma de ser para bien. Antes siempre estaba a la defensiva, triste o enojada. Todo eso se fue desde que encontré a mi mamá —dice su hija.
Lorena y Rocío se han ido acostumbrando poco a poco a sus nuevas vidas, pero no ha sido sencillo. Lorena todavía le dice Juana a Rocío, aunque sus otros hijos ya le dicen “Chío”. En 2023 Rocío dejó de festejar su cumpleaños el 1 de octubre y comenzó a hacerlo el 16 de julio, el día que nació.
—Fueron 27 años de no convivir, es normal no conocer a mi mamá. Igual con mis hermanas. No ha habido tiempo suficiente para conocernos a fondo porque yo vivo allá, en Toluca, tengo a mis hijos, mi trabajo, una vida hecha ya… A lo mejor si estuviera soltera sería distinto, hasta estuviera viviendo con mi mamá —explica Rocío.
—Tienes razón, hija.
El sufrimiento quedó atrás. No hay desprecio ni resentimiento; pero Lorena perdió a una niña de 3 años y encontró a una mujer de 30. Ese es el gran problema ahora: no conocer sus gustos, no saber ni qué regalarle en su cumpleaños.
Rocío se levanta. De arriba de la torre de documentos que fueron acumulándose, rescata una fotografía. En la imagen aparece un niño moreno, un hombre de cabello quebrado, barba y cejas pobladas, sus labios y barbilla son tapados por la cabeza de una niña pequeña de rostro redondo. Son ella, su hermano y su papá. “Recuerdo que cuando por primera vez vi una foto de mi papá me dio tanto gusto verlo... Me hizo entender a quién me parecía yo porque tenía la duda de dónde saqué el cabello chino, y pues fue de él”.
Lorena mira a Rocío, estira el brazo y toca su mano; sus dedos acarician los dedos de su hija, de su pequeña Juana. “Esto ya es otra cosa, otra historia, otra vida. Una vida nueva para mí. Una vida normal. Y quiero disfrutarla”.
Lo valioso es que están juntas y comparten momentos como el desayuno de esta mañana. Lo demás, confía, se irá solucionando poco a poco. Al igual que ha pasado con el muro donde estaba pegada la fotografía de Juana: fue hasta hace unos meses que Lorena por fin se decidió a quitarla, pero se quedó una mancha. Es el tiempo —y la constante limpieza— lo que ha ido borrándola. Quizá algún día esa pared vuelva ser la de antes, la anterior al 1 de octubre de 1995.
Un secuestro infantil en Chapultepec. Décadas de desesperación, sospechas y vidas rotas por separado, hasta que la fortuna otorga un final distinto al de decenas de miles de casos… y un nuevo principio.
Era sábado por la mañana y Lorena Ramírez esperaba nerviosa en la habitación. Juana Bernal viajaba desde Toluca, Estado de México, para visitarla en su casa, en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. Más de una hora y media de recorrido; más de 50 kilómetros de distancia.
Lorena tenía ya 50 años; el cabello corto, los ojos grandes y la piel morena. Se levantaba de la cama, recorría la habitación para luego volver a sentarse: Juana podía llegar en cualquier momento y no soportaba la expectación. Ansiosa, recordaba lo sucedido el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec, ese enorme parque urbano de más de 600 hectáreas. Ese lugar. Esa fecha. Fueron el comienzo de todo.
Por fin, en algún momento de esa mañana del 6 de agosto de 2022 tocaron en el zaguán. María José Bernal, una de las hijas de Lorena, fue a abrir. Hasta el cuarto en el que estaba Lorena llegaron unas voces tímidas que se saludaban.
Juana entró a la habitación. Se miraron en silencio. ¿Eran quienes creían ser?
Días antes Juana se había comunicado con María José mediante Facebook. Sospechaba que era hija de Lorena. No había una prueba contundente, solo una intuición: Juana lo pensó luego de ver las fotografías que había en su perfil. Luego de insistir, acordaron una reunión. Los hermanos de María José estaban recelosos de ese encuentro porque la salud de Lorena era delicada; seguía recuperándose de una operación que había tenido semanas atrás.
Sin embargo, todas las preocupaciones desaparecieron de inmediato. Lorena y Juana lo supieron al instante.
—Sí, eres mi hija —dijo Lorena a Juana.
—Sí, eres mi mamá —le respondió.
Se abrazaron. Lloraron. Se besaron. Era el momento más feliz en la vida de Lorena. No sabía que Juana ahora se llamaba Rocío.
{{ linea }}
Lorena recorre el patio de su casa y acomoda bancos y sillas de plástico en un rincón; repartidos en el piso aún quedan algunos charcos de agua porque hace unos minutos lavó el piso con esmero. Apurada, apila las cajas donde guarda los utensilios del puesto de garnachas que tiene en la avenida Vasco de Quiroga, a unos metros de su casa. Son las 9:25 de la mañana de un miércoles de febrero de 2024. Ayudada por su hija María José —que comparte casi los mismos rasgos, excepto la sonrisa nerviosa que cada tanto aparece en Lorena—, coloca una mesa y unos bancos en una de las habitaciones del primer piso de la casa.
Lorena espera a Juana; acordaron verse a las 9:30.
María José sale de la habitación y regresa con un bolso a punto de desbordarse. Vierte su contenido sobre la mesa y crea un mantel de fotocopias, recortes de periódicos, cartulinas, fotografías y documentos varios… Un cúmulo de papeles, un archivo personal: la desordenada cronología de una búsqueda.
—Creo que es todo, mamá.
—Todo esto ya lo teníamos olvidado. Mira cómo se mojó —dice Lorena mostrando una fotocopia amarillenta con los datos de Juana; las orillas del papel con manchas de humedad—. Luego de que se resolvió todo, ya no nos importó qué se hacían estas cosas.
Lo siguiente que sostiene es la fotografía de una niña de cabello ondulado, cachetes redondos, risueña. Durante muchos años ese retrato estuvo pegado en una de las paredes de la habitación. Ahora se confunde de nuevo entre todas esas hojas que cubren la mesa.
Son las 9:45 y Lorena se sienta a esperar. Pero ahora está tranquila, no se impacienta. La colonia donde vive no es amigable para el peatón. Las banquetas son minúsculas y se deben subir y bajar pronunciadas calles que fueron construidas sobre una barranca. Sabe que los retrasos son normales cuando la visitan, y su hija viaja desde la capital del estado vecino. Lo importante, cuenta, es que pronto la verá, cosa que hace dos años le parecía imposible.
{{ linea }}
Antes de que sucediera, todo era normal.
Juana era una niña que jugaba y quería mucho a su hermano, a su mamá y su papá, aunque desconfiaba de los desconocidos. Cantaba canciones de Los Tigres del Norte y una de sus comidas favoritas eran las chuletas fritas.
Lorena tenía 23 años cuando sucedió; llevaba tres de casada con Ignacio, de oficio albañil. Era madre de dos niños, le gustaba escuchar música, en especial Los Tigres del Norte —ahora, a veces pone como imagen de contacto en WhatsApp la fotografía de Hernán Hernández, bajista del grupo—, y trabajaba limpiando casas y vendiendo productos de limpieza.
Todo era normal hasta el 1 de octubre de 1995: ese día, Lorena, sus hijos, Ignacio y algunos familiares de su marido fueron a Chapultepec.
El paseo estaba siendo lindo; caminaron por el bosque, hicieron un picnic, visitaron el zoológico. A las 3:30 de la tarde, el ánimo languideció y parecía que la excursión terminaría pronto. Los cuñados de Lorena vivían en Apatlaco, al oriente de la ciudad, así que tenían que regresar temprano si querían llegar a buena hora a su casa. Todos se sentaron en el pasto, junto al lago de Chapultepec, para platicar unos minutos antes de despedirse. Cuando por fin decidieron irse, se pusieron de pie.
“Todo iba bien, todos estábamos bien. Hicimos como un círculo para despedirnos, yo la tenía agarrada a Juanita de la mano derecha y mi esposo de la mano izquierda”, recuerda Lorena. Hoy sigue asegurando que sostenía la mano de su hija. Aunque muchas veces otras personas intentaron que dudara de su propio recuerdo, ella aún tiene la sensación de esa mano pequeña en la suya.
Lo que sucedió después pasó muy rápido. Fueron segundos.
“Di un paso para despedirme, y cuando regresé ya no estaba. Juana ya no estaba”, dice Lorena. Ni sus cuñadas ni su esposo se percataron de inmediato de la ausencia.
Han pasado 27 años y Lorena aún no puede explicarse cómo desapareció su hija.
{{ linea }}
—Hola, buenos días.
—Buenos días, Juana.
Entra a la habitación una mujer morena, pantalón y chaleco de mezclilla, cabello atado en cola, el rostro ligeramente ovalado. Esta mujer alguna vez se llamó Juana.
Se sienta junto a Lorena y de su bolsa saca unos lentes. Luego de una plática rápida sobre el tráfico, se ponen a inspeccionar uno a uno los documentos desperdigados en la mesa. Lorena le explica la finalidad de cada papel, el contexto en que se produjo. Después de un rato, se detiene en uno que está muy arrugado; se lo muestra a Juana:
—Mira, tu acta de nacimiento. Ahorita te la voy a dar.
Voltea a verla, pero la atención de Juana se encuentra en una fotocopia vieja con el retrato de una niña de cabello ondulado, cachetes muy grandes, risueña: ella a los 3 años.
—Oye, te iba a preguntar de esta foto, ¿ya no la tienes?
—Sí, por aquí está. Deja la busco y también te la doy.
Han pasado muchos años desde que Juana Bernal Ramírez dejó de ser Juana Bernal Ramírez. Ahora es Rocío Martínez, tiene 30 años, está casada y es madre de dos hijos varones —uno de 12 años, el otro de 9—. Trabaja como empleada doméstica y en sus tiempos libres le gusta jugar futbol. Vive en Toluca desde los 3 años. Desde el 1 de octubre de 1995.
{{ linea }}
Lo primero que Juana (o Rocío) recuerda de ese día es un jalón. “Me tenían agarrados mis papás de las manos, me sueltan y me jalan de la cintura”, dice. No puede precisar qué sucedió después de ese momento. Era muy pequeña y apenas recupera algunas escenas fugaces.
“Creo que me durmieron porque recuerdo que me despierto y ya alguien me llevaba en brazos”. Alguien. Rocío siempre se referirá de esa forma impersonal —alguien, él, ella— a las personas que la secuestraron.
En los brazos de ese desconocido —era un hombre—, Rocío avanzaba por calles irreconocibles, probablemente ya muy lejos de Chapultepec. En algún momento, asustada, le preguntó:
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahora yo voy a ser tu papá —respondió el hombre—. Dime qué quieres que te compre; te compro lo que quieras.
—Solo quiero a mi papá y a mi mamá.
Entonces, recuerda, volvió a dormirse.
Despertó cuando entraban a una casa. Estaban ya en Toluca. “Él me sienta en una cama. Estaban sus hijos mirándome; él les dice: ‘Ahora ella va a ser su hermana’”, rememora Rocío.
Los niños, extrañados, respondieron: “No. Ella no es nuestra hermana”. El hombre, molesto, insistió: “¡Ella es su hermana!”.
Juana comenzó a llorar. Se había convertido en Rocío Martínez.
{{ linea }}
Es probable que mientras Juana lloraba en una cama desconocida, Lorena aún estuviera buscándola en el inmenso Chapultepec. “Lo primero que hice fue correr a una de las puertas de entrada, de las que dan hacia Reforma; vi a un policía y le dije que, si por favor, podían cerrar las puertas porque me acababan de robar a mi hija”, recuerda Lorena. El policía se negó.
Lorena y el resto de su familia recorrieron las avenidas que rodean Chapultepec; se adentraron en sus cuatro secciones. “Luego llegaron unas mujeres policías que sí nos ayudaron…”. Pero nada, Juana no aparecía. “Nos retiramos como hasta a las 7:00 o 7:30 de la noche”, dice Lorena. Esperaron a que se cerrara la última puerta del bosque con la esperanza de que su hija saliera.
Entonces Lorena intentó denunciar la desaparición de Juana, pero las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas “porque quizá aparecía por ahí”. “¡Es una niña de apenas de tres años!”, insistió Lorena más de una vez.
En los siguientes días, Lorena vivió un frenesí de angustia, miedo e impotencia porque nadie la ayudaba a encontrar a su hija. “Estaba como anestesiada. Al principio no se entiende la magnitud del problema en el que estás porque desgraciadamente no hay quien te apoye, no sabes a dónde acudir”.
Presentó una denuncia en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (Capea) —antiguo órgano especializado de la Fiscalía de la Ciudad de México, que en 2018 fue sustituido por la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas—. Allí elaboraron una ficha con los datos de Juana, en la que se incluía una foto, señas particulares y el último sitio donde la habían visto:
Juana Bernal Ramírez. Tres años. Pelo: Café oscuro, ondulado. Ojos: Negros, medianos. Boca: Mediana. Mentón: Redondo. Vestido: La parte de la blusa y mangas color blanco. La falda con rayas azules y anaranjadas. Zapatos negros.
El caso de Juana se atascó en la compleja tubería de la justicia. Lorena buscó el apoyo de medios de comunicación, de autoridades federales y locales. “Pero nadie te ayuda. Si eres pobre nadie te ayuda”, dice todavía con impotencia en la voz. Un mes después de que Juana desapareciera, las autoridades del entonces Distrito Federal dejaron de buscarla activamente: un peritaje en el lago de Chapultepec —una de las líneas de investigación era que había caminado hacia allá y se había ahogado— fue de lo poco que hicieron.
{{ linea }}
La Red por los Derechos de la Infancia en México informa que desde 1964 hasta 2022 en nuestro país se registraron 84 160 desapariciones de personas menores de 18 años. La problemática no es nueva ni lo era en la década de los noventa: antes de la desaparición de Juana, ya operaban varios colectivos y asociaciones dedicadas a la búsqueda de niños. Lorena se acercó a algunas de ellas. “A través de los días fui conociendo a personas que estaban igual que yo. Esas personas sí me ayudaron; como ellas ya llevaban más años o más meses, fueron quienes me orientaron: entendieron mi dolor”. En la fundación Buscando a Nuestros Hijos, cuenta Lorena, le explicaron que tenía que repartir volantes con la fotografía y los datos de su hija; le enseñaron a expresarse, “a cómo hablar, porque el tiempo que te dan en los medios son segundos. En esos segundos se tiene que explicar el caso de tu hija, el dolor de tu pérdida”. Años después, en 1994, en esa fundación conoció a María Elena Solís, una mujer que buscaba a su nieta Elenita, y que en 1997 fundó la Asociación Mexicana de Niños Robados. Fue una de las pocas personas que acompañó a Lorena.
Con todo, Juana no aparecía.
Un día, Lorena pegó una fotografía de Juana en una de las paredes de la habitación principal de su casa. A diario hablaba con ese retrato de una niña risueña con vestido azul. Era un ritual, una forma de continuar la relación madre e hija.
“Veintisiete años estuvo esa foto en el mismo lugar. Siempre llegaba, le daba los buenos días, las buenas noches, le contaba cómo estuvo mi día, le decía ‘¿dónde estás?’, ‘¿cómo serás?’, ‘cómo me gustaría que vinieras en la noche, en un sueño, y me dijeras dónde estás’, ‘ven, ven, dime dónde estás y yo voy por ti’”, recuerda Lorena.
También te puede interesar la historia "En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos"
{{ linea }}
Rocío siempre lo supo. No recordaba que su verdadero nombre era Juana, pero sabía cómo había llegado a la familia Martínez. “Hay partes de mi vida de las que no tengo nada de conciencia, pero eso que pasó ese día se me quedó grabado. Que me habían alejado de mi familia siempre me lo guardé en mi mente. Pero jamás se lo dije a ella”, aclara.
“Ella” es Patricia, la pareja de Antonio, el hombre que la raptó, y con la que Rocío jamás abordó el tema porque era una persona agresiva. “Era muy mala, una persona estricta. Me pegaba. Me insultaba. No le tenía nada de confianza”, confiesa.
El acta de nacimiento de Rocío Martínez menciona que es originaria de Toluca, Estado de México, y que nació el 1 de octubre de 1992. El año es el único dato real del documento. Rocío no conocía nada sobre su origen. Por eso, conforme crecía intentó hacerse a la idea de que las personas con las que habitaba eran su verdadera familia; que ese día en Chapultepec y ese jalón de cintura habían sido un sueño.
Pese a todo, Rocío asegura que se desarrolló en un “ambiente familiar medianamente normal”. Lo dice porque sus captores —Patricia y Antonio— le dieron techo, comida y escuela. “Siempre fui su hija para ambos; aunque ella me trató muy mal, y él, la verdad, me trató bien. Me registraron. Me bautizaron. Siempre se refirieron a mí como su hija. Me dieron su apellido”, acepta. Pero el trato que recibía era diferente al de sus “hermanos”. Siempre le recordaban que no era igual a los otros tres niños que vivían en la casa: “Ellos [sus secuestradores] se dedicaban a la crianza de animales y a mí me ponían a ayudarles, a trabajar como si fuera adulto”. A los 7 años, Rocío ya guisaba, daba de comer y limpiaba el sitio donde vivían los animales que criaban Antonio y Patricia. Esa era su rutina antes de irse a la escuela.
A pesar de las diferencias en las responsabilidades, se llevaba bien con sus falsos hermanos. “Me aceptaban; era una relación normal. Pero sí se enojaban, y me decían que era una recogida. Pero yo lo tomaba a la ligera, porque eres niño y no piensas mucho en eso”, confiesa.
Cuando Rocío entró a la pubertad, sus captores se volvieron más recelosos, desconfiados. La actitud contra ella se endureció: le prohibieron tomarse fotografías y juntarse con otras personas que no fueran de la “familia”. Esas restricciones provocaron comentarios de conocidos y vecinos: “¿Por qué dejas que te traten mal si no es tu familia?”, “¿sí sabes que ella no es tu verdadera mamá?”, “ella no es nada de ti, no deberías dejar que te pegue.”.
A los 13 años Rocío entendió que aquellos recuerdos brumosos de separación no eran sueños ni fantasías que había creado su imaginación.
Patricia, de alguna forma, se percató de esa epifanía, y comenzó a hablar sobre el tema. Un día le contó: “Te voy a decir la verdad: yo te encontré cerca de aquí, abandonada”. Luego cambió la historia: “Te regalaron conmigo unas personas que eran drogadictas. No tenían para comer y querían deshacerse de ti; de hecho, hasta traías quemaduras de cigarro”. Tiempo después, otra versión, más cercana a la realidad: “En realidad te encontré en Chapultepec”.
Rocío supone que Patricia se arrepintió de darle datos reales porque una vez más modificó el relato: “La verdad es que te adopté”. Con tanta versión, la joven se sintió confundida, desesperada. Entendió que si quería saber la verdad tendría que encontrar a sus padres. A los verdaderos. Ya no tenía dudas de que existían.
{{ linea }}
Los trazos de las letras son rápidos, urgentes, ligeramente ansiosos. Las manos dejan la hoja sobre la mesa.
“Yo siempre iba con la esperanza, la ilusión, los nervios, de por fin encontrarla”.
Durante años, cada tanto, Lorena recibía llamadas anónimas que le anunciaban la existencia de alguna niña que coincidía con la descripción de Juana. El informante juraba haberla visto en la calle de tal ciudad, en tal fecha. “Hubo meses en que estuvieron mandándome a diferentes direcciones. De un lado a otro de diferentes ciudades”, recuerda la madre. Con cada llamada, anotaba los datos de todas esas presuntas ubicaciones donde se encontraba su hija.
México, DF. a 18 de julio del 2000. Fraccionamiento Halcones de Morelia, el fraccionamiento está frente del restoran Chapa internacional por la salida de la casa de govierno [sic], pregunto por la tienda de don Fernando, es la única que tiene farmacia, la casa está al lado de arriba de la tienda. Es puerta blanca.
Es lo que se puede leer en la nota que sostiene.
“Pero nunca la encontré. Nada. No estaba. Y quieras que no, eso te lastima, te mueve por dentro”.
Cuando ella y su esposo salían a otros estados para buscar a Juana, sus otros hijos se quedaban atendiendo el puesto de jarcería que entonces tenían cerca de su casa. La situación económica de la familia era muy delicada, apenas si podían solventar los viajes. “Muchas veces, así como salíamos de la casa, con el estómago vacío, así regresábamos”, dice.
En su desesperación, confiesa Lorena, también contrató a charlatanes para que, mediante “adivinaciones”, le dieran la ubicación de Juana. “Brujos, videntes, lecturas del tarot, todas esas cosas que son una vil mentira. Llevaba la foto de mi hija y me decían que ella estaba bien pero que nunca la volvería a ver, que estaba del otro lado del mundo. Incluso me llegaron a decir que ella ya estaba muerta”.
{{ linea }}
A los 17 años Rocío se escapó de la casa de la familia Martínez para irse a vivir con el hombre que luego se convertiría en su esposo. Poco después, nació su primer hijo, y la vida familiar hizo que se olvidara de la búsqueda de su origen. El interés regresó en 2012 “porque en ese entonces le conté mi historia a los familiares de mi esposo, y una concuña me dice ‘¿y tú crees que te hayas perdido o te hayan robado?’”, recuerda.
Era una pregunta que Rocío nunca se había hecho.
Con una renovada incertidumbre, retomó las pesquisas: preguntó entre familiares de sus captores —con los que había retomado una relación más o menos cordial— cuándo había llegado al hogar de Patricia y Antonio. Le dijeron que en 1995.
Ese dato sería fundamental dos años después.
En una tarde de 2014, Rocío no recuerda muy bien por qué motivo, ella y su esposo entraron a un café internet. Querían información sobre algún trámite o algo parecido. Una vez conseguidos los datos que necesitaban, a Rocío se le ocurrió buscar en Google: “Niña perdida en México 1995”.
Salieron varias noticias. Era imposible revisar una por una. Entonces recordó lo que alguna vez le había dicho Patricia, y agregó a la búsqueda: “Chapultepec”.
Lo primero que apareció en la pantalla de la computadora fue la fotografía de una niña risueña con el cabello chino y grandes cachetes.
{{ linea }}
Suena un teléfono. María José aparece en la habitación y le dice a su madre que la llamada es para ella; que atienda, por favor. Lorena va, mientras Rocío sigue examinando los papeles de la mesa. Se detienen a mirar con atención las fotografías. Hasta acá llega la voz de Lorena, pero no se distingue con claridad lo que dice.
“A veces siento que si ellos no me hubieran tratado mal, si no me hubieran hecho menos, a lo mejor, tal vez, yo no hubiera buscado a mi familia —dice Rocío, mientras rejunta unos papeles— porque lo que yo quería era salir de ahí debido a los malos tratos. Eso es lo que quería en un principio”.
Luego no dice nada más hasta que regresa Lorena.
{{ linea }}
En ese café internet, Rocío leyó la noticia del caso de Juana Bernal, una niña de 3 años desaparecida el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec. Ella y su esposo miraron detenidamente la imagen que acompañaba la nota, asombrados por los rasgos de ese rostro. “En ese momento mi segundo hijo era bebé, y yo dije ‘se parece en todo a mi hijo; es igualito a esa niña’”, recuerda.
Imprimieron la fotografía y se la mostraron a los suegros de Rocío, que de primeras pensaron que era un retrato del segundo hijo de Rocío. Tan grande era el parecido. Fue entonces que Rocío se preguntó: “¿Entonces sí seré Juana Bernal?”.
{{ linea }}
Años después de la desaparición de Juana, Lorena y su esposo tuvieron otras dos niñas, pero su vida nunca dejó de girar en torno a su búsqueda. Desde aquel 1 de octubre, se acabaron las navidades, las fiestas de cumpleaños, cualquier celebración en familia. “No había motivos para festejar. Ni siquiera iba a los festivales de la escuela de mis otros hijos”, confiesa Lorena. “Los dejé. Los abandoné. En un momento mi hermana se llevó a mi hijo, y unos amigos, un matrimonio, a mi otra hija para cuidarla”.
Para María José no fue fácil crecer de esa forma. “Cuando era muy pequeña quizá no tenía la conciencia para entenderlo todo. [Pero] Sí me dolía. Me dolía mucho. Fue complicado porque yo quería a mi mamá conmigo, quería una mamá como las de mis compañeras de la escuela, que me acompañara”, se sincera. Pero no guarda resentimiento porque entiende muy bien lo que padeció. “Nunca le reclamé nada. No tenía por qué. Nadie sufrió como mi mamá en todos estos años”.
Rocío mira a Lorena. Ella tampoco dice nada ahora; su madre continúa hablando: “Ellos no tenían la culpa de lo que pasó, pero es que yo me volví una persona fría, dura, agresiva. Fui muy dura con ellos”, dice Lorena, y se le quiebra la voz, los ojos llorosos, el gesto ansioso de su pierna derecha temblando compulsivamente.
Aunque Rocío le sugiere a su madre que haga una pausa para tomar aire; ella insiste en seguir hablando: “A los tres meses de su desaparición, muere mi padre. Y yo siempre lo he dicho: la muerte de mi padre jamás me dolió. Lo que sentía por la pérdida de mi hija era más grande. Él murió con la pena de que no pudiera encontrarla. Antes de que falleciera, me dijo ‘no sabes cuánto me duele verte cómo estás’”.
Luego centra la conversación en Ignacio, su esposo: “Fue muy duro vivir todos esos años. Él manifestaba su dolor de diferente manera porque era una persona muy reservada, muy callada […] Un tiempo se dejó caer, no salía, no podía hacer nada, se quedó tirado. Hubo un momento en que llegó tanto la pobreza a nuestras vidas, que tuve que decirle ‘o le echas ganas o te vas’. Suena duro pero no podía seguir así”.
Antes de la pandemia, en 2019, Ignacio falleció. Él y Lorena estuvieron casados durante 31 años. Veinticuatro los dedicaron a la búsqueda de su hija. El día que murió, ella le pidió una cosa: “Tú ya estás del otro lado, búscala, visítame en un sueño y me dices dónde está”.
La salud de Lorena también decayó. En 2022 comenzó a enfermar (ella prefiere que no se mencione su padecimiento) y tuvo que ser operada. Antes de la intervención, les pidió a sus hijos que si fallecía dejaran de buscar a Juana: “Si no la encontré yo —les dijo— ustedes menos lo harán. Sigan su vida. Este dolor es mío: se va a ir conmigo a la tumba”.
{{ linea }}
Desde ese día del café internet, en 2014, Rocío buscó más sobre el caso de Juana Bernal. Estaba ilusionada, pensaba que estaba a un paso de encontrar a su verdadera familia; imaginaba cómo serían, fantaseaba con la escena del reencuentro. Pronto se decepcionó: no había mucha información sobre el caso en la web, y no encontró ningún número o dirección para contactar a quien buscara a Juana Bernal.
Durante años no conoció la tranquilidad. Había noches en que se despertaba en la madrugada y comenzaba a llorar preguntándose quién era su familia, por qué la habían abandonado.
Y entonces sucedió.
En 2022 Rocío comenzó a seguir páginas y grupos de asociaciones que buscaban a familiares perdidos en Facebook. El lunes 1 de agosto, mientras navegaba en uno de esos grupos para distraerse, tomó una decisión: subir una foto suya.
Su esposo la animó. Creó un perfil falso porque no podía estar segura de si era ella o no esa niña que se extravió en Chapultepec, y subió una fotografía suya junto con esta descripción: “Soy Juana Bernal y busco a mis padres biológicos”.
Las respuestas llegaron de inmediato.
“Comenzaron a ponerme en los comentarios capturas de pantalla de noticias del caso, con retratos de envejecimiento que había mandado a hacer mi mamá”, recuerda Rocío.
El número de comentarios y de compartidos no dejaba de aumentar. Ese mismo día le enviaron a Lorena una captura de pantalla de la publicación. Ella no podía creerlo: su hija vivía y la estaba buscando.
“Fue un impacto grandísimo. No sabía qué hacer. Empecé a llorar y mi hijo me dijo ‘cálmate’. Pero ¿cómo era posible que me calmara?”, exclama Lorena. Sus hijos se preocuparon al observar su nerviosismo crecía. Horas después, María José le escribió a Rocío:
—Buenas noches, yo soy la hermana de Juana Bernal. ¿Qué necesita?
—Lo que pasa es que estoy buscando a mi familia —le contestó Rocío.
—¿Pero cómo sabes que eres ella? —se acuerda María José que le cuestionó—. Así como tú han surgido varias personas. A mi mamá no le pueden venir con esto porque ella está convaleciente: la acaban de operar.
Al percibir reticencia en la voz de María José, Rocío entró al perfil de Facebook de su posible hermana y buscó en la sección de fotografías. Quizá así podía convencerla. Encontró unas fotos de su rostro. Eran idénticas. Le envió una foto suya por el chat de Facebook.
Sucedió la anagnórisis. “Me di cuenta de que sí nos parecíamos, que sí podíamos ser hermanas”, recuerda María José.
El interrogatorio terminó en ese momento. “Cuando Marichuy me enseñó la foto y la vi, dije ‘sí es, sí es mi hija’”, dice Lorena, aún emocionada. María José y Rocío quedaron en reunirse en Toluca, tres días después.
Rocío conoció a su hermana, a su tío, a su hermano. Ese mismo 4 de agosto, luego de la reunión, María José invitó a Rocío a la casa de Lorena, el sábado.
Por fin, el 6 de agosto de 2022, madre e hija se reencontraron después de casi tres décadas. Mientras estaban abrazadas, Rocío escuchó que su madre le decía con voz llorosa, desesperada: “Gracias, muchas gracias, por la oportunidad de volver a verte”.
“Fue como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas, como si esos 27 años se hubieran hecho nada. El encuentro borró buena parte de todo ese sufrimiento”, dice Lorena mientras termina de agrupar los documentos, las fotocopias, los carteles.
Pero entonces, luego de ese abrazo, vinieron las preguntas, las explicaciones y los recuerdos del terrible del 1 de octubre. “Le conté mi versión de lo que recordaba; ella me contó la suya. Coincidía con mis recuerdos. Me sentí bien”, explica Rocío.
Aún faltaba una pregunta, quizá la más importante para ella: “¿Por qué no me buscaste, mamá?”.
“Yo no lo sabía, pero mi mamá me explicó que sí estuvieron los 27 años buscándome. Me enseñaron todo esto”, Rocío señala la mesa con los documentos, fotografías y carteles de búsqueda.
Lo que vino después no fue menos complicado: conocerse.
El 6 de marzo de 2023, la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México anunció la detención de Patricia “N” y Antonio “N” en Toluca, Estado de México, por ser los presuntos responsables de la desaparición de Juana Bernal en octubre de 1995. Los detenidos fueron trasladados al Centro de Reinserción Social Santa Martha Acatitla y al Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
Ni Lorena ni Rocío quisieron hablar a detalle sobre el tema aquella mañana de febrero de 2024.
“Nada va a reparar lo que nos hicieron”, dice Lorena.
“Después de que me casé, me alejé de ellos, los llegué a ver y me los encontré de lejos, pero no me dirigían la palabra”, comenta Juana. “Al principio, cuando encontré a mi mamá, sentí miedo porque ya tengo una familia, tengo a mis hijos. Y sí tenía miedo por lo que pudieran hacer ellos”.
Meses antes de las detenciones, en octubre de 2022, la Fiscalía había entregado a Lorena y a Juana los resultados de una prueba de ADN que confirmaba el 99.9% de coincidencias genéticas entre ambas. Ese resultado despejaba cualquier duda que pudiese asomarse: sí eran madre e hija.
“Fue una experiencia muy difícil. Era esa duda, esa incertidumbre durante los dos meses que tardaron los resultados... porque nosotras ya estábamos al cien por ciento en nuestra relación, y ahora imagínate que nos dicen que no éramos hija y madre”, cuenta Lorena. Pero el trámite era necesario, dice, porque la carpeta de investigación en la Fiscalía seguía abierta.
A septiembre de 2024, el proceso judicial en contra de Patricia y Antonio aún no concluye.
{{ linea }}
Lorena y Rocío desayunan café y pan dulce que ha traído María José. Sonríen lejos de los recuerdos. No hay documentos desperdigados en la mesa.
—Es como si esos 27 años se hubieran esfumado cuando nos encontramos —repite Lorena mientras pone azúcar a su café.
—Yo era una persona diferente, ahora estoy completa. Cambió mi forma de ser para bien. Antes siempre estaba a la defensiva, triste o enojada. Todo eso se fue desde que encontré a mi mamá —dice su hija.
Lorena y Rocío se han ido acostumbrando poco a poco a sus nuevas vidas, pero no ha sido sencillo. Lorena todavía le dice Juana a Rocío, aunque sus otros hijos ya le dicen “Chío”. En 2023 Rocío dejó de festejar su cumpleaños el 1 de octubre y comenzó a hacerlo el 16 de julio, el día que nació.
—Fueron 27 años de no convivir, es normal no conocer a mi mamá. Igual con mis hermanas. No ha habido tiempo suficiente para conocernos a fondo porque yo vivo allá, en Toluca, tengo a mis hijos, mi trabajo, una vida hecha ya… A lo mejor si estuviera soltera sería distinto, hasta estuviera viviendo con mi mamá —explica Rocío.
—Tienes razón, hija.
El sufrimiento quedó atrás. No hay desprecio ni resentimiento; pero Lorena perdió a una niña de 3 años y encontró a una mujer de 30. Ese es el gran problema ahora: no conocer sus gustos, no saber ni qué regalarle en su cumpleaños.
Rocío se levanta. De arriba de la torre de documentos que fueron acumulándose, rescata una fotografía. En la imagen aparece un niño moreno, un hombre de cabello quebrado, barba y cejas pobladas, sus labios y barbilla son tapados por la cabeza de una niña pequeña de rostro redondo. Son ella, su hermano y su papá. “Recuerdo que cuando por primera vez vi una foto de mi papá me dio tanto gusto verlo... Me hizo entender a quién me parecía yo porque tenía la duda de dónde saqué el cabello chino, y pues fue de él”.
Lorena mira a Rocío, estira el brazo y toca su mano; sus dedos acarician los dedos de su hija, de su pequeña Juana. “Esto ya es otra cosa, otra historia, otra vida. Una vida nueva para mí. Una vida normal. Y quiero disfrutarla”.
Lo valioso es que están juntas y comparten momentos como el desayuno de esta mañana. Lo demás, confía, se irá solucionando poco a poco. Al igual que ha pasado con el muro donde estaba pegada la fotografía de Juana: fue hasta hace unos meses que Lorena por fin se decidió a quitarla, pero se quedó una mancha. Es el tiempo —y la constante limpieza— lo que ha ido borrándola. Quizá algún día esa pared vuelva ser la de antes, la anterior al 1 de octubre de 1995.
Un secuestro infantil en Chapultepec. Décadas de desesperación, sospechas y vidas rotas por separado, hasta que la fortuna otorga un final distinto al de decenas de miles de casos… y un nuevo principio.
Era sábado por la mañana y Lorena Ramírez esperaba nerviosa en la habitación. Juana Bernal viajaba desde Toluca, Estado de México, para visitarla en su casa, en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. Más de una hora y media de recorrido; más de 50 kilómetros de distancia.
Lorena tenía ya 50 años; el cabello corto, los ojos grandes y la piel morena. Se levantaba de la cama, recorría la habitación para luego volver a sentarse: Juana podía llegar en cualquier momento y no soportaba la expectación. Ansiosa, recordaba lo sucedido el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec, ese enorme parque urbano de más de 600 hectáreas. Ese lugar. Esa fecha. Fueron el comienzo de todo.
Por fin, en algún momento de esa mañana del 6 de agosto de 2022 tocaron en el zaguán. María José Bernal, una de las hijas de Lorena, fue a abrir. Hasta el cuarto en el que estaba Lorena llegaron unas voces tímidas que se saludaban.
Juana entró a la habitación. Se miraron en silencio. ¿Eran quienes creían ser?
Días antes Juana se había comunicado con María José mediante Facebook. Sospechaba que era hija de Lorena. No había una prueba contundente, solo una intuición: Juana lo pensó luego de ver las fotografías que había en su perfil. Luego de insistir, acordaron una reunión. Los hermanos de María José estaban recelosos de ese encuentro porque la salud de Lorena era delicada; seguía recuperándose de una operación que había tenido semanas atrás.
Sin embargo, todas las preocupaciones desaparecieron de inmediato. Lorena y Juana lo supieron al instante.
—Sí, eres mi hija —dijo Lorena a Juana.
—Sí, eres mi mamá —le respondió.
Se abrazaron. Lloraron. Se besaron. Era el momento más feliz en la vida de Lorena. No sabía que Juana ahora se llamaba Rocío.
{{ linea }}
Lorena recorre el patio de su casa y acomoda bancos y sillas de plástico en un rincón; repartidos en el piso aún quedan algunos charcos de agua porque hace unos minutos lavó el piso con esmero. Apurada, apila las cajas donde guarda los utensilios del puesto de garnachas que tiene en la avenida Vasco de Quiroga, a unos metros de su casa. Son las 9:25 de la mañana de un miércoles de febrero de 2024. Ayudada por su hija María José —que comparte casi los mismos rasgos, excepto la sonrisa nerviosa que cada tanto aparece en Lorena—, coloca una mesa y unos bancos en una de las habitaciones del primer piso de la casa.
Lorena espera a Juana; acordaron verse a las 9:30.
María José sale de la habitación y regresa con un bolso a punto de desbordarse. Vierte su contenido sobre la mesa y crea un mantel de fotocopias, recortes de periódicos, cartulinas, fotografías y documentos varios… Un cúmulo de papeles, un archivo personal: la desordenada cronología de una búsqueda.
—Creo que es todo, mamá.
—Todo esto ya lo teníamos olvidado. Mira cómo se mojó —dice Lorena mostrando una fotocopia amarillenta con los datos de Juana; las orillas del papel con manchas de humedad—. Luego de que se resolvió todo, ya no nos importó qué se hacían estas cosas.
Lo siguiente que sostiene es la fotografía de una niña de cabello ondulado, cachetes redondos, risueña. Durante muchos años ese retrato estuvo pegado en una de las paredes de la habitación. Ahora se confunde de nuevo entre todas esas hojas que cubren la mesa.
Son las 9:45 y Lorena se sienta a esperar. Pero ahora está tranquila, no se impacienta. La colonia donde vive no es amigable para el peatón. Las banquetas son minúsculas y se deben subir y bajar pronunciadas calles que fueron construidas sobre una barranca. Sabe que los retrasos son normales cuando la visitan, y su hija viaja desde la capital del estado vecino. Lo importante, cuenta, es que pronto la verá, cosa que hace dos años le parecía imposible.
{{ linea }}
Antes de que sucediera, todo era normal.
Juana era una niña que jugaba y quería mucho a su hermano, a su mamá y su papá, aunque desconfiaba de los desconocidos. Cantaba canciones de Los Tigres del Norte y una de sus comidas favoritas eran las chuletas fritas.
Lorena tenía 23 años cuando sucedió; llevaba tres de casada con Ignacio, de oficio albañil. Era madre de dos niños, le gustaba escuchar música, en especial Los Tigres del Norte —ahora, a veces pone como imagen de contacto en WhatsApp la fotografía de Hernán Hernández, bajista del grupo—, y trabajaba limpiando casas y vendiendo productos de limpieza.
Todo era normal hasta el 1 de octubre de 1995: ese día, Lorena, sus hijos, Ignacio y algunos familiares de su marido fueron a Chapultepec.
El paseo estaba siendo lindo; caminaron por el bosque, hicieron un picnic, visitaron el zoológico. A las 3:30 de la tarde, el ánimo languideció y parecía que la excursión terminaría pronto. Los cuñados de Lorena vivían en Apatlaco, al oriente de la ciudad, así que tenían que regresar temprano si querían llegar a buena hora a su casa. Todos se sentaron en el pasto, junto al lago de Chapultepec, para platicar unos minutos antes de despedirse. Cuando por fin decidieron irse, se pusieron de pie.
“Todo iba bien, todos estábamos bien. Hicimos como un círculo para despedirnos, yo la tenía agarrada a Juanita de la mano derecha y mi esposo de la mano izquierda”, recuerda Lorena. Hoy sigue asegurando que sostenía la mano de su hija. Aunque muchas veces otras personas intentaron que dudara de su propio recuerdo, ella aún tiene la sensación de esa mano pequeña en la suya.
Lo que sucedió después pasó muy rápido. Fueron segundos.
“Di un paso para despedirme, y cuando regresé ya no estaba. Juana ya no estaba”, dice Lorena. Ni sus cuñadas ni su esposo se percataron de inmediato de la ausencia.
Han pasado 27 años y Lorena aún no puede explicarse cómo desapareció su hija.
{{ linea }}
—Hola, buenos días.
—Buenos días, Juana.
Entra a la habitación una mujer morena, pantalón y chaleco de mezclilla, cabello atado en cola, el rostro ligeramente ovalado. Esta mujer alguna vez se llamó Juana.
Se sienta junto a Lorena y de su bolsa saca unos lentes. Luego de una plática rápida sobre el tráfico, se ponen a inspeccionar uno a uno los documentos desperdigados en la mesa. Lorena le explica la finalidad de cada papel, el contexto en que se produjo. Después de un rato, se detiene en uno que está muy arrugado; se lo muestra a Juana:
—Mira, tu acta de nacimiento. Ahorita te la voy a dar.
Voltea a verla, pero la atención de Juana se encuentra en una fotocopia vieja con el retrato de una niña de cabello ondulado, cachetes muy grandes, risueña: ella a los 3 años.
—Oye, te iba a preguntar de esta foto, ¿ya no la tienes?
—Sí, por aquí está. Deja la busco y también te la doy.
Han pasado muchos años desde que Juana Bernal Ramírez dejó de ser Juana Bernal Ramírez. Ahora es Rocío Martínez, tiene 30 años, está casada y es madre de dos hijos varones —uno de 12 años, el otro de 9—. Trabaja como empleada doméstica y en sus tiempos libres le gusta jugar futbol. Vive en Toluca desde los 3 años. Desde el 1 de octubre de 1995.
{{ linea }}
Lo primero que Juana (o Rocío) recuerda de ese día es un jalón. “Me tenían agarrados mis papás de las manos, me sueltan y me jalan de la cintura”, dice. No puede precisar qué sucedió después de ese momento. Era muy pequeña y apenas recupera algunas escenas fugaces.
“Creo que me durmieron porque recuerdo que me despierto y ya alguien me llevaba en brazos”. Alguien. Rocío siempre se referirá de esa forma impersonal —alguien, él, ella— a las personas que la secuestraron.
En los brazos de ese desconocido —era un hombre—, Rocío avanzaba por calles irreconocibles, probablemente ya muy lejos de Chapultepec. En algún momento, asustada, le preguntó:
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahora yo voy a ser tu papá —respondió el hombre—. Dime qué quieres que te compre; te compro lo que quieras.
—Solo quiero a mi papá y a mi mamá.
Entonces, recuerda, volvió a dormirse.
Despertó cuando entraban a una casa. Estaban ya en Toluca. “Él me sienta en una cama. Estaban sus hijos mirándome; él les dice: ‘Ahora ella va a ser su hermana’”, rememora Rocío.
Los niños, extrañados, respondieron: “No. Ella no es nuestra hermana”. El hombre, molesto, insistió: “¡Ella es su hermana!”.
Juana comenzó a llorar. Se había convertido en Rocío Martínez.
{{ linea }}
Es probable que mientras Juana lloraba en una cama desconocida, Lorena aún estuviera buscándola en el inmenso Chapultepec. “Lo primero que hice fue correr a una de las puertas de entrada, de las que dan hacia Reforma; vi a un policía y le dije que, si por favor, podían cerrar las puertas porque me acababan de robar a mi hija”, recuerda Lorena. El policía se negó.
Lorena y el resto de su familia recorrieron las avenidas que rodean Chapultepec; se adentraron en sus cuatro secciones. “Luego llegaron unas mujeres policías que sí nos ayudaron…”. Pero nada, Juana no aparecía. “Nos retiramos como hasta a las 7:00 o 7:30 de la noche”, dice Lorena. Esperaron a que se cerrara la última puerta del bosque con la esperanza de que su hija saliera.
Entonces Lorena intentó denunciar la desaparición de Juana, pero las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas “porque quizá aparecía por ahí”. “¡Es una niña de apenas de tres años!”, insistió Lorena más de una vez.
En los siguientes días, Lorena vivió un frenesí de angustia, miedo e impotencia porque nadie la ayudaba a encontrar a su hija. “Estaba como anestesiada. Al principio no se entiende la magnitud del problema en el que estás porque desgraciadamente no hay quien te apoye, no sabes a dónde acudir”.
Presentó una denuncia en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (Capea) —antiguo órgano especializado de la Fiscalía de la Ciudad de México, que en 2018 fue sustituido por la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas—. Allí elaboraron una ficha con los datos de Juana, en la que se incluía una foto, señas particulares y el último sitio donde la habían visto:
Juana Bernal Ramírez. Tres años. Pelo: Café oscuro, ondulado. Ojos: Negros, medianos. Boca: Mediana. Mentón: Redondo. Vestido: La parte de la blusa y mangas color blanco. La falda con rayas azules y anaranjadas. Zapatos negros.
El caso de Juana se atascó en la compleja tubería de la justicia. Lorena buscó el apoyo de medios de comunicación, de autoridades federales y locales. “Pero nadie te ayuda. Si eres pobre nadie te ayuda”, dice todavía con impotencia en la voz. Un mes después de que Juana desapareciera, las autoridades del entonces Distrito Federal dejaron de buscarla activamente: un peritaje en el lago de Chapultepec —una de las líneas de investigación era que había caminado hacia allá y se había ahogado— fue de lo poco que hicieron.
{{ linea }}
La Red por los Derechos de la Infancia en México informa que desde 1964 hasta 2022 en nuestro país se registraron 84 160 desapariciones de personas menores de 18 años. La problemática no es nueva ni lo era en la década de los noventa: antes de la desaparición de Juana, ya operaban varios colectivos y asociaciones dedicadas a la búsqueda de niños. Lorena se acercó a algunas de ellas. “A través de los días fui conociendo a personas que estaban igual que yo. Esas personas sí me ayudaron; como ellas ya llevaban más años o más meses, fueron quienes me orientaron: entendieron mi dolor”. En la fundación Buscando a Nuestros Hijos, cuenta Lorena, le explicaron que tenía que repartir volantes con la fotografía y los datos de su hija; le enseñaron a expresarse, “a cómo hablar, porque el tiempo que te dan en los medios son segundos. En esos segundos se tiene que explicar el caso de tu hija, el dolor de tu pérdida”. Años después, en 1994, en esa fundación conoció a María Elena Solís, una mujer que buscaba a su nieta Elenita, y que en 1997 fundó la Asociación Mexicana de Niños Robados. Fue una de las pocas personas que acompañó a Lorena.
Con todo, Juana no aparecía.
Un día, Lorena pegó una fotografía de Juana en una de las paredes de la habitación principal de su casa. A diario hablaba con ese retrato de una niña risueña con vestido azul. Era un ritual, una forma de continuar la relación madre e hija.
“Veintisiete años estuvo esa foto en el mismo lugar. Siempre llegaba, le daba los buenos días, las buenas noches, le contaba cómo estuvo mi día, le decía ‘¿dónde estás?’, ‘¿cómo serás?’, ‘cómo me gustaría que vinieras en la noche, en un sueño, y me dijeras dónde estás’, ‘ven, ven, dime dónde estás y yo voy por ti’”, recuerda Lorena.
También te puede interesar la historia "En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos"
{{ linea }}
Rocío siempre lo supo. No recordaba que su verdadero nombre era Juana, pero sabía cómo había llegado a la familia Martínez. “Hay partes de mi vida de las que no tengo nada de conciencia, pero eso que pasó ese día se me quedó grabado. Que me habían alejado de mi familia siempre me lo guardé en mi mente. Pero jamás se lo dije a ella”, aclara.
“Ella” es Patricia, la pareja de Antonio, el hombre que la raptó, y con la que Rocío jamás abordó el tema porque era una persona agresiva. “Era muy mala, una persona estricta. Me pegaba. Me insultaba. No le tenía nada de confianza”, confiesa.
El acta de nacimiento de Rocío Martínez menciona que es originaria de Toluca, Estado de México, y que nació el 1 de octubre de 1992. El año es el único dato real del documento. Rocío no conocía nada sobre su origen. Por eso, conforme crecía intentó hacerse a la idea de que las personas con las que habitaba eran su verdadera familia; que ese día en Chapultepec y ese jalón de cintura habían sido un sueño.
Pese a todo, Rocío asegura que se desarrolló en un “ambiente familiar medianamente normal”. Lo dice porque sus captores —Patricia y Antonio— le dieron techo, comida y escuela. “Siempre fui su hija para ambos; aunque ella me trató muy mal, y él, la verdad, me trató bien. Me registraron. Me bautizaron. Siempre se refirieron a mí como su hija. Me dieron su apellido”, acepta. Pero el trato que recibía era diferente al de sus “hermanos”. Siempre le recordaban que no era igual a los otros tres niños que vivían en la casa: “Ellos [sus secuestradores] se dedicaban a la crianza de animales y a mí me ponían a ayudarles, a trabajar como si fuera adulto”. A los 7 años, Rocío ya guisaba, daba de comer y limpiaba el sitio donde vivían los animales que criaban Antonio y Patricia. Esa era su rutina antes de irse a la escuela.
A pesar de las diferencias en las responsabilidades, se llevaba bien con sus falsos hermanos. “Me aceptaban; era una relación normal. Pero sí se enojaban, y me decían que era una recogida. Pero yo lo tomaba a la ligera, porque eres niño y no piensas mucho en eso”, confiesa.
Cuando Rocío entró a la pubertad, sus captores se volvieron más recelosos, desconfiados. La actitud contra ella se endureció: le prohibieron tomarse fotografías y juntarse con otras personas que no fueran de la “familia”. Esas restricciones provocaron comentarios de conocidos y vecinos: “¿Por qué dejas que te traten mal si no es tu familia?”, “¿sí sabes que ella no es tu verdadera mamá?”, “ella no es nada de ti, no deberías dejar que te pegue.”.
A los 13 años Rocío entendió que aquellos recuerdos brumosos de separación no eran sueños ni fantasías que había creado su imaginación.
Patricia, de alguna forma, se percató de esa epifanía, y comenzó a hablar sobre el tema. Un día le contó: “Te voy a decir la verdad: yo te encontré cerca de aquí, abandonada”. Luego cambió la historia: “Te regalaron conmigo unas personas que eran drogadictas. No tenían para comer y querían deshacerse de ti; de hecho, hasta traías quemaduras de cigarro”. Tiempo después, otra versión, más cercana a la realidad: “En realidad te encontré en Chapultepec”.
Rocío supone que Patricia se arrepintió de darle datos reales porque una vez más modificó el relato: “La verdad es que te adopté”. Con tanta versión, la joven se sintió confundida, desesperada. Entendió que si quería saber la verdad tendría que encontrar a sus padres. A los verdaderos. Ya no tenía dudas de que existían.
{{ linea }}
Los trazos de las letras son rápidos, urgentes, ligeramente ansiosos. Las manos dejan la hoja sobre la mesa.
“Yo siempre iba con la esperanza, la ilusión, los nervios, de por fin encontrarla”.
Durante años, cada tanto, Lorena recibía llamadas anónimas que le anunciaban la existencia de alguna niña que coincidía con la descripción de Juana. El informante juraba haberla visto en la calle de tal ciudad, en tal fecha. “Hubo meses en que estuvieron mandándome a diferentes direcciones. De un lado a otro de diferentes ciudades”, recuerda la madre. Con cada llamada, anotaba los datos de todas esas presuntas ubicaciones donde se encontraba su hija.
México, DF. a 18 de julio del 2000. Fraccionamiento Halcones de Morelia, el fraccionamiento está frente del restoran Chapa internacional por la salida de la casa de govierno [sic], pregunto por la tienda de don Fernando, es la única que tiene farmacia, la casa está al lado de arriba de la tienda. Es puerta blanca.
Es lo que se puede leer en la nota que sostiene.
“Pero nunca la encontré. Nada. No estaba. Y quieras que no, eso te lastima, te mueve por dentro”.
Cuando ella y su esposo salían a otros estados para buscar a Juana, sus otros hijos se quedaban atendiendo el puesto de jarcería que entonces tenían cerca de su casa. La situación económica de la familia era muy delicada, apenas si podían solventar los viajes. “Muchas veces, así como salíamos de la casa, con el estómago vacío, así regresábamos”, dice.
En su desesperación, confiesa Lorena, también contrató a charlatanes para que, mediante “adivinaciones”, le dieran la ubicación de Juana. “Brujos, videntes, lecturas del tarot, todas esas cosas que son una vil mentira. Llevaba la foto de mi hija y me decían que ella estaba bien pero que nunca la volvería a ver, que estaba del otro lado del mundo. Incluso me llegaron a decir que ella ya estaba muerta”.
{{ linea }}
A los 17 años Rocío se escapó de la casa de la familia Martínez para irse a vivir con el hombre que luego se convertiría en su esposo. Poco después, nació su primer hijo, y la vida familiar hizo que se olvidara de la búsqueda de su origen. El interés regresó en 2012 “porque en ese entonces le conté mi historia a los familiares de mi esposo, y una concuña me dice ‘¿y tú crees que te hayas perdido o te hayan robado?’”, recuerda.
Era una pregunta que Rocío nunca se había hecho.
Con una renovada incertidumbre, retomó las pesquisas: preguntó entre familiares de sus captores —con los que había retomado una relación más o menos cordial— cuándo había llegado al hogar de Patricia y Antonio. Le dijeron que en 1995.
Ese dato sería fundamental dos años después.
En una tarde de 2014, Rocío no recuerda muy bien por qué motivo, ella y su esposo entraron a un café internet. Querían información sobre algún trámite o algo parecido. Una vez conseguidos los datos que necesitaban, a Rocío se le ocurrió buscar en Google: “Niña perdida en México 1995”.
Salieron varias noticias. Era imposible revisar una por una. Entonces recordó lo que alguna vez le había dicho Patricia, y agregó a la búsqueda: “Chapultepec”.
Lo primero que apareció en la pantalla de la computadora fue la fotografía de una niña risueña con el cabello chino y grandes cachetes.
{{ linea }}
Suena un teléfono. María José aparece en la habitación y le dice a su madre que la llamada es para ella; que atienda, por favor. Lorena va, mientras Rocío sigue examinando los papeles de la mesa. Se detienen a mirar con atención las fotografías. Hasta acá llega la voz de Lorena, pero no se distingue con claridad lo que dice.
“A veces siento que si ellos no me hubieran tratado mal, si no me hubieran hecho menos, a lo mejor, tal vez, yo no hubiera buscado a mi familia —dice Rocío, mientras rejunta unos papeles— porque lo que yo quería era salir de ahí debido a los malos tratos. Eso es lo que quería en un principio”.
Luego no dice nada más hasta que regresa Lorena.
{{ linea }}
En ese café internet, Rocío leyó la noticia del caso de Juana Bernal, una niña de 3 años desaparecida el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec. Ella y su esposo miraron detenidamente la imagen que acompañaba la nota, asombrados por los rasgos de ese rostro. “En ese momento mi segundo hijo era bebé, y yo dije ‘se parece en todo a mi hijo; es igualito a esa niña’”, recuerda.
Imprimieron la fotografía y se la mostraron a los suegros de Rocío, que de primeras pensaron que era un retrato del segundo hijo de Rocío. Tan grande era el parecido. Fue entonces que Rocío se preguntó: “¿Entonces sí seré Juana Bernal?”.
{{ linea }}
Años después de la desaparición de Juana, Lorena y su esposo tuvieron otras dos niñas, pero su vida nunca dejó de girar en torno a su búsqueda. Desde aquel 1 de octubre, se acabaron las navidades, las fiestas de cumpleaños, cualquier celebración en familia. “No había motivos para festejar. Ni siquiera iba a los festivales de la escuela de mis otros hijos”, confiesa Lorena. “Los dejé. Los abandoné. En un momento mi hermana se llevó a mi hijo, y unos amigos, un matrimonio, a mi otra hija para cuidarla”.
Para María José no fue fácil crecer de esa forma. “Cuando era muy pequeña quizá no tenía la conciencia para entenderlo todo. [Pero] Sí me dolía. Me dolía mucho. Fue complicado porque yo quería a mi mamá conmigo, quería una mamá como las de mis compañeras de la escuela, que me acompañara”, se sincera. Pero no guarda resentimiento porque entiende muy bien lo que padeció. “Nunca le reclamé nada. No tenía por qué. Nadie sufrió como mi mamá en todos estos años”.
Rocío mira a Lorena. Ella tampoco dice nada ahora; su madre continúa hablando: “Ellos no tenían la culpa de lo que pasó, pero es que yo me volví una persona fría, dura, agresiva. Fui muy dura con ellos”, dice Lorena, y se le quiebra la voz, los ojos llorosos, el gesto ansioso de su pierna derecha temblando compulsivamente.
Aunque Rocío le sugiere a su madre que haga una pausa para tomar aire; ella insiste en seguir hablando: “A los tres meses de su desaparición, muere mi padre. Y yo siempre lo he dicho: la muerte de mi padre jamás me dolió. Lo que sentía por la pérdida de mi hija era más grande. Él murió con la pena de que no pudiera encontrarla. Antes de que falleciera, me dijo ‘no sabes cuánto me duele verte cómo estás’”.
Luego centra la conversación en Ignacio, su esposo: “Fue muy duro vivir todos esos años. Él manifestaba su dolor de diferente manera porque era una persona muy reservada, muy callada […] Un tiempo se dejó caer, no salía, no podía hacer nada, se quedó tirado. Hubo un momento en que llegó tanto la pobreza a nuestras vidas, que tuve que decirle ‘o le echas ganas o te vas’. Suena duro pero no podía seguir así”.
Antes de la pandemia, en 2019, Ignacio falleció. Él y Lorena estuvieron casados durante 31 años. Veinticuatro los dedicaron a la búsqueda de su hija. El día que murió, ella le pidió una cosa: “Tú ya estás del otro lado, búscala, visítame en un sueño y me dices dónde está”.
La salud de Lorena también decayó. En 2022 comenzó a enfermar (ella prefiere que no se mencione su padecimiento) y tuvo que ser operada. Antes de la intervención, les pidió a sus hijos que si fallecía dejaran de buscar a Juana: “Si no la encontré yo —les dijo— ustedes menos lo harán. Sigan su vida. Este dolor es mío: se va a ir conmigo a la tumba”.
{{ linea }}
Desde ese día del café internet, en 2014, Rocío buscó más sobre el caso de Juana Bernal. Estaba ilusionada, pensaba que estaba a un paso de encontrar a su verdadera familia; imaginaba cómo serían, fantaseaba con la escena del reencuentro. Pronto se decepcionó: no había mucha información sobre el caso en la web, y no encontró ningún número o dirección para contactar a quien buscara a Juana Bernal.
Durante años no conoció la tranquilidad. Había noches en que se despertaba en la madrugada y comenzaba a llorar preguntándose quién era su familia, por qué la habían abandonado.
Y entonces sucedió.
En 2022 Rocío comenzó a seguir páginas y grupos de asociaciones que buscaban a familiares perdidos en Facebook. El lunes 1 de agosto, mientras navegaba en uno de esos grupos para distraerse, tomó una decisión: subir una foto suya.
Su esposo la animó. Creó un perfil falso porque no podía estar segura de si era ella o no esa niña que se extravió en Chapultepec, y subió una fotografía suya junto con esta descripción: “Soy Juana Bernal y busco a mis padres biológicos”.
Las respuestas llegaron de inmediato.
“Comenzaron a ponerme en los comentarios capturas de pantalla de noticias del caso, con retratos de envejecimiento que había mandado a hacer mi mamá”, recuerda Rocío.
El número de comentarios y de compartidos no dejaba de aumentar. Ese mismo día le enviaron a Lorena una captura de pantalla de la publicación. Ella no podía creerlo: su hija vivía y la estaba buscando.
“Fue un impacto grandísimo. No sabía qué hacer. Empecé a llorar y mi hijo me dijo ‘cálmate’. Pero ¿cómo era posible que me calmara?”, exclama Lorena. Sus hijos se preocuparon al observar su nerviosismo crecía. Horas después, María José le escribió a Rocío:
—Buenas noches, yo soy la hermana de Juana Bernal. ¿Qué necesita?
—Lo que pasa es que estoy buscando a mi familia —le contestó Rocío.
—¿Pero cómo sabes que eres ella? —se acuerda María José que le cuestionó—. Así como tú han surgido varias personas. A mi mamá no le pueden venir con esto porque ella está convaleciente: la acaban de operar.
Al percibir reticencia en la voz de María José, Rocío entró al perfil de Facebook de su posible hermana y buscó en la sección de fotografías. Quizá así podía convencerla. Encontró unas fotos de su rostro. Eran idénticas. Le envió una foto suya por el chat de Facebook.
Sucedió la anagnórisis. “Me di cuenta de que sí nos parecíamos, que sí podíamos ser hermanas”, recuerda María José.
El interrogatorio terminó en ese momento. “Cuando Marichuy me enseñó la foto y la vi, dije ‘sí es, sí es mi hija’”, dice Lorena, aún emocionada. María José y Rocío quedaron en reunirse en Toluca, tres días después.
Rocío conoció a su hermana, a su tío, a su hermano. Ese mismo 4 de agosto, luego de la reunión, María José invitó a Rocío a la casa de Lorena, el sábado.
Por fin, el 6 de agosto de 2022, madre e hija se reencontraron después de casi tres décadas. Mientras estaban abrazadas, Rocío escuchó que su madre le decía con voz llorosa, desesperada: “Gracias, muchas gracias, por la oportunidad de volver a verte”.
“Fue como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas, como si esos 27 años se hubieran hecho nada. El encuentro borró buena parte de todo ese sufrimiento”, dice Lorena mientras termina de agrupar los documentos, las fotocopias, los carteles.
Pero entonces, luego de ese abrazo, vinieron las preguntas, las explicaciones y los recuerdos del terrible del 1 de octubre. “Le conté mi versión de lo que recordaba; ella me contó la suya. Coincidía con mis recuerdos. Me sentí bien”, explica Rocío.
Aún faltaba una pregunta, quizá la más importante para ella: “¿Por qué no me buscaste, mamá?”.
“Yo no lo sabía, pero mi mamá me explicó que sí estuvieron los 27 años buscándome. Me enseñaron todo esto”, Rocío señala la mesa con los documentos, fotografías y carteles de búsqueda.
Lo que vino después no fue menos complicado: conocerse.
El 6 de marzo de 2023, la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México anunció la detención de Patricia “N” y Antonio “N” en Toluca, Estado de México, por ser los presuntos responsables de la desaparición de Juana Bernal en octubre de 1995. Los detenidos fueron trasladados al Centro de Reinserción Social Santa Martha Acatitla y al Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
Ni Lorena ni Rocío quisieron hablar a detalle sobre el tema aquella mañana de febrero de 2024.
“Nada va a reparar lo que nos hicieron”, dice Lorena.
“Después de que me casé, me alejé de ellos, los llegué a ver y me los encontré de lejos, pero no me dirigían la palabra”, comenta Juana. “Al principio, cuando encontré a mi mamá, sentí miedo porque ya tengo una familia, tengo a mis hijos. Y sí tenía miedo por lo que pudieran hacer ellos”.
Meses antes de las detenciones, en octubre de 2022, la Fiscalía había entregado a Lorena y a Juana los resultados de una prueba de ADN que confirmaba el 99.9% de coincidencias genéticas entre ambas. Ese resultado despejaba cualquier duda que pudiese asomarse: sí eran madre e hija.
“Fue una experiencia muy difícil. Era esa duda, esa incertidumbre durante los dos meses que tardaron los resultados... porque nosotras ya estábamos al cien por ciento en nuestra relación, y ahora imagínate que nos dicen que no éramos hija y madre”, cuenta Lorena. Pero el trámite era necesario, dice, porque la carpeta de investigación en la Fiscalía seguía abierta.
A septiembre de 2024, el proceso judicial en contra de Patricia y Antonio aún no concluye.
{{ linea }}
Lorena y Rocío desayunan café y pan dulce que ha traído María José. Sonríen lejos de los recuerdos. No hay documentos desperdigados en la mesa.
—Es como si esos 27 años se hubieran esfumado cuando nos encontramos —repite Lorena mientras pone azúcar a su café.
—Yo era una persona diferente, ahora estoy completa. Cambió mi forma de ser para bien. Antes siempre estaba a la defensiva, triste o enojada. Todo eso se fue desde que encontré a mi mamá —dice su hija.
Lorena y Rocío se han ido acostumbrando poco a poco a sus nuevas vidas, pero no ha sido sencillo. Lorena todavía le dice Juana a Rocío, aunque sus otros hijos ya le dicen “Chío”. En 2023 Rocío dejó de festejar su cumpleaños el 1 de octubre y comenzó a hacerlo el 16 de julio, el día que nació.
—Fueron 27 años de no convivir, es normal no conocer a mi mamá. Igual con mis hermanas. No ha habido tiempo suficiente para conocernos a fondo porque yo vivo allá, en Toluca, tengo a mis hijos, mi trabajo, una vida hecha ya… A lo mejor si estuviera soltera sería distinto, hasta estuviera viviendo con mi mamá —explica Rocío.
—Tienes razón, hija.
El sufrimiento quedó atrás. No hay desprecio ni resentimiento; pero Lorena perdió a una niña de 3 años y encontró a una mujer de 30. Ese es el gran problema ahora: no conocer sus gustos, no saber ni qué regalarle en su cumpleaños.
Rocío se levanta. De arriba de la torre de documentos que fueron acumulándose, rescata una fotografía. En la imagen aparece un niño moreno, un hombre de cabello quebrado, barba y cejas pobladas, sus labios y barbilla son tapados por la cabeza de una niña pequeña de rostro redondo. Son ella, su hermano y su papá. “Recuerdo que cuando por primera vez vi una foto de mi papá me dio tanto gusto verlo... Me hizo entender a quién me parecía yo porque tenía la duda de dónde saqué el cabello chino, y pues fue de él”.
Lorena mira a Rocío, estira el brazo y toca su mano; sus dedos acarician los dedos de su hija, de su pequeña Juana. “Esto ya es otra cosa, otra historia, otra vida. Una vida nueva para mí. Una vida normal. Y quiero disfrutarla”.
Lo valioso es que están juntas y comparten momentos como el desayuno de esta mañana. Lo demás, confía, se irá solucionando poco a poco. Al igual que ha pasado con el muro donde estaba pegada la fotografía de Juana: fue hasta hace unos meses que Lorena por fin se decidió a quitarla, pero se quedó una mancha. Es el tiempo —y la constante limpieza— lo que ha ido borrándola. Quizá algún día esa pared vuelva ser la de antes, la anterior al 1 de octubre de 1995.
Un secuestro infantil en Chapultepec. Décadas de desesperación, sospechas y vidas rotas por separado, hasta que la fortuna otorga un final distinto al de decenas de miles de casos… y un nuevo principio.
Era sábado por la mañana y Lorena Ramírez esperaba nerviosa en la habitación. Juana Bernal viajaba desde Toluca, Estado de México, para visitarla en su casa, en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. Más de una hora y media de recorrido; más de 50 kilómetros de distancia.
Lorena tenía ya 50 años; el cabello corto, los ojos grandes y la piel morena. Se levantaba de la cama, recorría la habitación para luego volver a sentarse: Juana podía llegar en cualquier momento y no soportaba la expectación. Ansiosa, recordaba lo sucedido el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec, ese enorme parque urbano de más de 600 hectáreas. Ese lugar. Esa fecha. Fueron el comienzo de todo.
Por fin, en algún momento de esa mañana del 6 de agosto de 2022 tocaron en el zaguán. María José Bernal, una de las hijas de Lorena, fue a abrir. Hasta el cuarto en el que estaba Lorena llegaron unas voces tímidas que se saludaban.
Juana entró a la habitación. Se miraron en silencio. ¿Eran quienes creían ser?
Días antes Juana se había comunicado con María José mediante Facebook. Sospechaba que era hija de Lorena. No había una prueba contundente, solo una intuición: Juana lo pensó luego de ver las fotografías que había en su perfil. Luego de insistir, acordaron una reunión. Los hermanos de María José estaban recelosos de ese encuentro porque la salud de Lorena era delicada; seguía recuperándose de una operación que había tenido semanas atrás.
Sin embargo, todas las preocupaciones desaparecieron de inmediato. Lorena y Juana lo supieron al instante.
—Sí, eres mi hija —dijo Lorena a Juana.
—Sí, eres mi mamá —le respondió.
Se abrazaron. Lloraron. Se besaron. Era el momento más feliz en la vida de Lorena. No sabía que Juana ahora se llamaba Rocío.
{{ linea }}
Lorena recorre el patio de su casa y acomoda bancos y sillas de plástico en un rincón; repartidos en el piso aún quedan algunos charcos de agua porque hace unos minutos lavó el piso con esmero. Apurada, apila las cajas donde guarda los utensilios del puesto de garnachas que tiene en la avenida Vasco de Quiroga, a unos metros de su casa. Son las 9:25 de la mañana de un miércoles de febrero de 2024. Ayudada por su hija María José —que comparte casi los mismos rasgos, excepto la sonrisa nerviosa que cada tanto aparece en Lorena—, coloca una mesa y unos bancos en una de las habitaciones del primer piso de la casa.
Lorena espera a Juana; acordaron verse a las 9:30.
María José sale de la habitación y regresa con un bolso a punto de desbordarse. Vierte su contenido sobre la mesa y crea un mantel de fotocopias, recortes de periódicos, cartulinas, fotografías y documentos varios… Un cúmulo de papeles, un archivo personal: la desordenada cronología de una búsqueda.
—Creo que es todo, mamá.
—Todo esto ya lo teníamos olvidado. Mira cómo se mojó —dice Lorena mostrando una fotocopia amarillenta con los datos de Juana; las orillas del papel con manchas de humedad—. Luego de que se resolvió todo, ya no nos importó qué se hacían estas cosas.
Lo siguiente que sostiene es la fotografía de una niña de cabello ondulado, cachetes redondos, risueña. Durante muchos años ese retrato estuvo pegado en una de las paredes de la habitación. Ahora se confunde de nuevo entre todas esas hojas que cubren la mesa.
Son las 9:45 y Lorena se sienta a esperar. Pero ahora está tranquila, no se impacienta. La colonia donde vive no es amigable para el peatón. Las banquetas son minúsculas y se deben subir y bajar pronunciadas calles que fueron construidas sobre una barranca. Sabe que los retrasos son normales cuando la visitan, y su hija viaja desde la capital del estado vecino. Lo importante, cuenta, es que pronto la verá, cosa que hace dos años le parecía imposible.
{{ linea }}
Antes de que sucediera, todo era normal.
Juana era una niña que jugaba y quería mucho a su hermano, a su mamá y su papá, aunque desconfiaba de los desconocidos. Cantaba canciones de Los Tigres del Norte y una de sus comidas favoritas eran las chuletas fritas.
Lorena tenía 23 años cuando sucedió; llevaba tres de casada con Ignacio, de oficio albañil. Era madre de dos niños, le gustaba escuchar música, en especial Los Tigres del Norte —ahora, a veces pone como imagen de contacto en WhatsApp la fotografía de Hernán Hernández, bajista del grupo—, y trabajaba limpiando casas y vendiendo productos de limpieza.
Todo era normal hasta el 1 de octubre de 1995: ese día, Lorena, sus hijos, Ignacio y algunos familiares de su marido fueron a Chapultepec.
El paseo estaba siendo lindo; caminaron por el bosque, hicieron un picnic, visitaron el zoológico. A las 3:30 de la tarde, el ánimo languideció y parecía que la excursión terminaría pronto. Los cuñados de Lorena vivían en Apatlaco, al oriente de la ciudad, así que tenían que regresar temprano si querían llegar a buena hora a su casa. Todos se sentaron en el pasto, junto al lago de Chapultepec, para platicar unos minutos antes de despedirse. Cuando por fin decidieron irse, se pusieron de pie.
“Todo iba bien, todos estábamos bien. Hicimos como un círculo para despedirnos, yo la tenía agarrada a Juanita de la mano derecha y mi esposo de la mano izquierda”, recuerda Lorena. Hoy sigue asegurando que sostenía la mano de su hija. Aunque muchas veces otras personas intentaron que dudara de su propio recuerdo, ella aún tiene la sensación de esa mano pequeña en la suya.
Lo que sucedió después pasó muy rápido. Fueron segundos.
“Di un paso para despedirme, y cuando regresé ya no estaba. Juana ya no estaba”, dice Lorena. Ni sus cuñadas ni su esposo se percataron de inmediato de la ausencia.
Han pasado 27 años y Lorena aún no puede explicarse cómo desapareció su hija.
{{ linea }}
—Hola, buenos días.
—Buenos días, Juana.
Entra a la habitación una mujer morena, pantalón y chaleco de mezclilla, cabello atado en cola, el rostro ligeramente ovalado. Esta mujer alguna vez se llamó Juana.
Se sienta junto a Lorena y de su bolsa saca unos lentes. Luego de una plática rápida sobre el tráfico, se ponen a inspeccionar uno a uno los documentos desperdigados en la mesa. Lorena le explica la finalidad de cada papel, el contexto en que se produjo. Después de un rato, se detiene en uno que está muy arrugado; se lo muestra a Juana:
—Mira, tu acta de nacimiento. Ahorita te la voy a dar.
Voltea a verla, pero la atención de Juana se encuentra en una fotocopia vieja con el retrato de una niña de cabello ondulado, cachetes muy grandes, risueña: ella a los 3 años.
—Oye, te iba a preguntar de esta foto, ¿ya no la tienes?
—Sí, por aquí está. Deja la busco y también te la doy.
Han pasado muchos años desde que Juana Bernal Ramírez dejó de ser Juana Bernal Ramírez. Ahora es Rocío Martínez, tiene 30 años, está casada y es madre de dos hijos varones —uno de 12 años, el otro de 9—. Trabaja como empleada doméstica y en sus tiempos libres le gusta jugar futbol. Vive en Toluca desde los 3 años. Desde el 1 de octubre de 1995.
{{ linea }}
Lo primero que Juana (o Rocío) recuerda de ese día es un jalón. “Me tenían agarrados mis papás de las manos, me sueltan y me jalan de la cintura”, dice. No puede precisar qué sucedió después de ese momento. Era muy pequeña y apenas recupera algunas escenas fugaces.
“Creo que me durmieron porque recuerdo que me despierto y ya alguien me llevaba en brazos”. Alguien. Rocío siempre se referirá de esa forma impersonal —alguien, él, ella— a las personas que la secuestraron.
En los brazos de ese desconocido —era un hombre—, Rocío avanzaba por calles irreconocibles, probablemente ya muy lejos de Chapultepec. En algún momento, asustada, le preguntó:
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahora yo voy a ser tu papá —respondió el hombre—. Dime qué quieres que te compre; te compro lo que quieras.
—Solo quiero a mi papá y a mi mamá.
Entonces, recuerda, volvió a dormirse.
Despertó cuando entraban a una casa. Estaban ya en Toluca. “Él me sienta en una cama. Estaban sus hijos mirándome; él les dice: ‘Ahora ella va a ser su hermana’”, rememora Rocío.
Los niños, extrañados, respondieron: “No. Ella no es nuestra hermana”. El hombre, molesto, insistió: “¡Ella es su hermana!”.
Juana comenzó a llorar. Se había convertido en Rocío Martínez.
{{ linea }}
Es probable que mientras Juana lloraba en una cama desconocida, Lorena aún estuviera buscándola en el inmenso Chapultepec. “Lo primero que hice fue correr a una de las puertas de entrada, de las que dan hacia Reforma; vi a un policía y le dije que, si por favor, podían cerrar las puertas porque me acababan de robar a mi hija”, recuerda Lorena. El policía se negó.
Lorena y el resto de su familia recorrieron las avenidas que rodean Chapultepec; se adentraron en sus cuatro secciones. “Luego llegaron unas mujeres policías que sí nos ayudaron…”. Pero nada, Juana no aparecía. “Nos retiramos como hasta a las 7:00 o 7:30 de la noche”, dice Lorena. Esperaron a que se cerrara la última puerta del bosque con la esperanza de que su hija saliera.
Entonces Lorena intentó denunciar la desaparición de Juana, pero las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas “porque quizá aparecía por ahí”. “¡Es una niña de apenas de tres años!”, insistió Lorena más de una vez.
En los siguientes días, Lorena vivió un frenesí de angustia, miedo e impotencia porque nadie la ayudaba a encontrar a su hija. “Estaba como anestesiada. Al principio no se entiende la magnitud del problema en el que estás porque desgraciadamente no hay quien te apoye, no sabes a dónde acudir”.
Presentó una denuncia en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (Capea) —antiguo órgano especializado de la Fiscalía de la Ciudad de México, que en 2018 fue sustituido por la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas—. Allí elaboraron una ficha con los datos de Juana, en la que se incluía una foto, señas particulares y el último sitio donde la habían visto:
Juana Bernal Ramírez. Tres años. Pelo: Café oscuro, ondulado. Ojos: Negros, medianos. Boca: Mediana. Mentón: Redondo. Vestido: La parte de la blusa y mangas color blanco. La falda con rayas azules y anaranjadas. Zapatos negros.
El caso de Juana se atascó en la compleja tubería de la justicia. Lorena buscó el apoyo de medios de comunicación, de autoridades federales y locales. “Pero nadie te ayuda. Si eres pobre nadie te ayuda”, dice todavía con impotencia en la voz. Un mes después de que Juana desapareciera, las autoridades del entonces Distrito Federal dejaron de buscarla activamente: un peritaje en el lago de Chapultepec —una de las líneas de investigación era que había caminado hacia allá y se había ahogado— fue de lo poco que hicieron.
{{ linea }}
La Red por los Derechos de la Infancia en México informa que desde 1964 hasta 2022 en nuestro país se registraron 84 160 desapariciones de personas menores de 18 años. La problemática no es nueva ni lo era en la década de los noventa: antes de la desaparición de Juana, ya operaban varios colectivos y asociaciones dedicadas a la búsqueda de niños. Lorena se acercó a algunas de ellas. “A través de los días fui conociendo a personas que estaban igual que yo. Esas personas sí me ayudaron; como ellas ya llevaban más años o más meses, fueron quienes me orientaron: entendieron mi dolor”. En la fundación Buscando a Nuestros Hijos, cuenta Lorena, le explicaron que tenía que repartir volantes con la fotografía y los datos de su hija; le enseñaron a expresarse, “a cómo hablar, porque el tiempo que te dan en los medios son segundos. En esos segundos se tiene que explicar el caso de tu hija, el dolor de tu pérdida”. Años después, en 1994, en esa fundación conoció a María Elena Solís, una mujer que buscaba a su nieta Elenita, y que en 1997 fundó la Asociación Mexicana de Niños Robados. Fue una de las pocas personas que acompañó a Lorena.
Con todo, Juana no aparecía.
Un día, Lorena pegó una fotografía de Juana en una de las paredes de la habitación principal de su casa. A diario hablaba con ese retrato de una niña risueña con vestido azul. Era un ritual, una forma de continuar la relación madre e hija.
“Veintisiete años estuvo esa foto en el mismo lugar. Siempre llegaba, le daba los buenos días, las buenas noches, le contaba cómo estuvo mi día, le decía ‘¿dónde estás?’, ‘¿cómo serás?’, ‘cómo me gustaría que vinieras en la noche, en un sueño, y me dijeras dónde estás’, ‘ven, ven, dime dónde estás y yo voy por ti’”, recuerda Lorena.
También te puede interesar la historia "En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos"
{{ linea }}
Rocío siempre lo supo. No recordaba que su verdadero nombre era Juana, pero sabía cómo había llegado a la familia Martínez. “Hay partes de mi vida de las que no tengo nada de conciencia, pero eso que pasó ese día se me quedó grabado. Que me habían alejado de mi familia siempre me lo guardé en mi mente. Pero jamás se lo dije a ella”, aclara.
“Ella” es Patricia, la pareja de Antonio, el hombre que la raptó, y con la que Rocío jamás abordó el tema porque era una persona agresiva. “Era muy mala, una persona estricta. Me pegaba. Me insultaba. No le tenía nada de confianza”, confiesa.
El acta de nacimiento de Rocío Martínez menciona que es originaria de Toluca, Estado de México, y que nació el 1 de octubre de 1992. El año es el único dato real del documento. Rocío no conocía nada sobre su origen. Por eso, conforme crecía intentó hacerse a la idea de que las personas con las que habitaba eran su verdadera familia; que ese día en Chapultepec y ese jalón de cintura habían sido un sueño.
Pese a todo, Rocío asegura que se desarrolló en un “ambiente familiar medianamente normal”. Lo dice porque sus captores —Patricia y Antonio— le dieron techo, comida y escuela. “Siempre fui su hija para ambos; aunque ella me trató muy mal, y él, la verdad, me trató bien. Me registraron. Me bautizaron. Siempre se refirieron a mí como su hija. Me dieron su apellido”, acepta. Pero el trato que recibía era diferente al de sus “hermanos”. Siempre le recordaban que no era igual a los otros tres niños que vivían en la casa: “Ellos [sus secuestradores] se dedicaban a la crianza de animales y a mí me ponían a ayudarles, a trabajar como si fuera adulto”. A los 7 años, Rocío ya guisaba, daba de comer y limpiaba el sitio donde vivían los animales que criaban Antonio y Patricia. Esa era su rutina antes de irse a la escuela.
A pesar de las diferencias en las responsabilidades, se llevaba bien con sus falsos hermanos. “Me aceptaban; era una relación normal. Pero sí se enojaban, y me decían que era una recogida. Pero yo lo tomaba a la ligera, porque eres niño y no piensas mucho en eso”, confiesa.
Cuando Rocío entró a la pubertad, sus captores se volvieron más recelosos, desconfiados. La actitud contra ella se endureció: le prohibieron tomarse fotografías y juntarse con otras personas que no fueran de la “familia”. Esas restricciones provocaron comentarios de conocidos y vecinos: “¿Por qué dejas que te traten mal si no es tu familia?”, “¿sí sabes que ella no es tu verdadera mamá?”, “ella no es nada de ti, no deberías dejar que te pegue.”.
A los 13 años Rocío entendió que aquellos recuerdos brumosos de separación no eran sueños ni fantasías que había creado su imaginación.
Patricia, de alguna forma, se percató de esa epifanía, y comenzó a hablar sobre el tema. Un día le contó: “Te voy a decir la verdad: yo te encontré cerca de aquí, abandonada”. Luego cambió la historia: “Te regalaron conmigo unas personas que eran drogadictas. No tenían para comer y querían deshacerse de ti; de hecho, hasta traías quemaduras de cigarro”. Tiempo después, otra versión, más cercana a la realidad: “En realidad te encontré en Chapultepec”.
Rocío supone que Patricia se arrepintió de darle datos reales porque una vez más modificó el relato: “La verdad es que te adopté”. Con tanta versión, la joven se sintió confundida, desesperada. Entendió que si quería saber la verdad tendría que encontrar a sus padres. A los verdaderos. Ya no tenía dudas de que existían.
{{ linea }}
Los trazos de las letras son rápidos, urgentes, ligeramente ansiosos. Las manos dejan la hoja sobre la mesa.
“Yo siempre iba con la esperanza, la ilusión, los nervios, de por fin encontrarla”.
Durante años, cada tanto, Lorena recibía llamadas anónimas que le anunciaban la existencia de alguna niña que coincidía con la descripción de Juana. El informante juraba haberla visto en la calle de tal ciudad, en tal fecha. “Hubo meses en que estuvieron mandándome a diferentes direcciones. De un lado a otro de diferentes ciudades”, recuerda la madre. Con cada llamada, anotaba los datos de todas esas presuntas ubicaciones donde se encontraba su hija.
México, DF. a 18 de julio del 2000. Fraccionamiento Halcones de Morelia, el fraccionamiento está frente del restoran Chapa internacional por la salida de la casa de govierno [sic], pregunto por la tienda de don Fernando, es la única que tiene farmacia, la casa está al lado de arriba de la tienda. Es puerta blanca.
Es lo que se puede leer en la nota que sostiene.
“Pero nunca la encontré. Nada. No estaba. Y quieras que no, eso te lastima, te mueve por dentro”.
Cuando ella y su esposo salían a otros estados para buscar a Juana, sus otros hijos se quedaban atendiendo el puesto de jarcería que entonces tenían cerca de su casa. La situación económica de la familia era muy delicada, apenas si podían solventar los viajes. “Muchas veces, así como salíamos de la casa, con el estómago vacío, así regresábamos”, dice.
En su desesperación, confiesa Lorena, también contrató a charlatanes para que, mediante “adivinaciones”, le dieran la ubicación de Juana. “Brujos, videntes, lecturas del tarot, todas esas cosas que son una vil mentira. Llevaba la foto de mi hija y me decían que ella estaba bien pero que nunca la volvería a ver, que estaba del otro lado del mundo. Incluso me llegaron a decir que ella ya estaba muerta”.
{{ linea }}
A los 17 años Rocío se escapó de la casa de la familia Martínez para irse a vivir con el hombre que luego se convertiría en su esposo. Poco después, nació su primer hijo, y la vida familiar hizo que se olvidara de la búsqueda de su origen. El interés regresó en 2012 “porque en ese entonces le conté mi historia a los familiares de mi esposo, y una concuña me dice ‘¿y tú crees que te hayas perdido o te hayan robado?’”, recuerda.
Era una pregunta que Rocío nunca se había hecho.
Con una renovada incertidumbre, retomó las pesquisas: preguntó entre familiares de sus captores —con los que había retomado una relación más o menos cordial— cuándo había llegado al hogar de Patricia y Antonio. Le dijeron que en 1995.
Ese dato sería fundamental dos años después.
En una tarde de 2014, Rocío no recuerda muy bien por qué motivo, ella y su esposo entraron a un café internet. Querían información sobre algún trámite o algo parecido. Una vez conseguidos los datos que necesitaban, a Rocío se le ocurrió buscar en Google: “Niña perdida en México 1995”.
Salieron varias noticias. Era imposible revisar una por una. Entonces recordó lo que alguna vez le había dicho Patricia, y agregó a la búsqueda: “Chapultepec”.
Lo primero que apareció en la pantalla de la computadora fue la fotografía de una niña risueña con el cabello chino y grandes cachetes.
{{ linea }}
Suena un teléfono. María José aparece en la habitación y le dice a su madre que la llamada es para ella; que atienda, por favor. Lorena va, mientras Rocío sigue examinando los papeles de la mesa. Se detienen a mirar con atención las fotografías. Hasta acá llega la voz de Lorena, pero no se distingue con claridad lo que dice.
“A veces siento que si ellos no me hubieran tratado mal, si no me hubieran hecho menos, a lo mejor, tal vez, yo no hubiera buscado a mi familia —dice Rocío, mientras rejunta unos papeles— porque lo que yo quería era salir de ahí debido a los malos tratos. Eso es lo que quería en un principio”.
Luego no dice nada más hasta que regresa Lorena.
{{ linea }}
En ese café internet, Rocío leyó la noticia del caso de Juana Bernal, una niña de 3 años desaparecida el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec. Ella y su esposo miraron detenidamente la imagen que acompañaba la nota, asombrados por los rasgos de ese rostro. “En ese momento mi segundo hijo era bebé, y yo dije ‘se parece en todo a mi hijo; es igualito a esa niña’”, recuerda.
Imprimieron la fotografía y se la mostraron a los suegros de Rocío, que de primeras pensaron que era un retrato del segundo hijo de Rocío. Tan grande era el parecido. Fue entonces que Rocío se preguntó: “¿Entonces sí seré Juana Bernal?”.
{{ linea }}
Años después de la desaparición de Juana, Lorena y su esposo tuvieron otras dos niñas, pero su vida nunca dejó de girar en torno a su búsqueda. Desde aquel 1 de octubre, se acabaron las navidades, las fiestas de cumpleaños, cualquier celebración en familia. “No había motivos para festejar. Ni siquiera iba a los festivales de la escuela de mis otros hijos”, confiesa Lorena. “Los dejé. Los abandoné. En un momento mi hermana se llevó a mi hijo, y unos amigos, un matrimonio, a mi otra hija para cuidarla”.
Para María José no fue fácil crecer de esa forma. “Cuando era muy pequeña quizá no tenía la conciencia para entenderlo todo. [Pero] Sí me dolía. Me dolía mucho. Fue complicado porque yo quería a mi mamá conmigo, quería una mamá como las de mis compañeras de la escuela, que me acompañara”, se sincera. Pero no guarda resentimiento porque entiende muy bien lo que padeció. “Nunca le reclamé nada. No tenía por qué. Nadie sufrió como mi mamá en todos estos años”.
Rocío mira a Lorena. Ella tampoco dice nada ahora; su madre continúa hablando: “Ellos no tenían la culpa de lo que pasó, pero es que yo me volví una persona fría, dura, agresiva. Fui muy dura con ellos”, dice Lorena, y se le quiebra la voz, los ojos llorosos, el gesto ansioso de su pierna derecha temblando compulsivamente.
Aunque Rocío le sugiere a su madre que haga una pausa para tomar aire; ella insiste en seguir hablando: “A los tres meses de su desaparición, muere mi padre. Y yo siempre lo he dicho: la muerte de mi padre jamás me dolió. Lo que sentía por la pérdida de mi hija era más grande. Él murió con la pena de que no pudiera encontrarla. Antes de que falleciera, me dijo ‘no sabes cuánto me duele verte cómo estás’”.
Luego centra la conversación en Ignacio, su esposo: “Fue muy duro vivir todos esos años. Él manifestaba su dolor de diferente manera porque era una persona muy reservada, muy callada […] Un tiempo se dejó caer, no salía, no podía hacer nada, se quedó tirado. Hubo un momento en que llegó tanto la pobreza a nuestras vidas, que tuve que decirle ‘o le echas ganas o te vas’. Suena duro pero no podía seguir así”.
Antes de la pandemia, en 2019, Ignacio falleció. Él y Lorena estuvieron casados durante 31 años. Veinticuatro los dedicaron a la búsqueda de su hija. El día que murió, ella le pidió una cosa: “Tú ya estás del otro lado, búscala, visítame en un sueño y me dices dónde está”.
La salud de Lorena también decayó. En 2022 comenzó a enfermar (ella prefiere que no se mencione su padecimiento) y tuvo que ser operada. Antes de la intervención, les pidió a sus hijos que si fallecía dejaran de buscar a Juana: “Si no la encontré yo —les dijo— ustedes menos lo harán. Sigan su vida. Este dolor es mío: se va a ir conmigo a la tumba”.
{{ linea }}
Desde ese día del café internet, en 2014, Rocío buscó más sobre el caso de Juana Bernal. Estaba ilusionada, pensaba que estaba a un paso de encontrar a su verdadera familia; imaginaba cómo serían, fantaseaba con la escena del reencuentro. Pronto se decepcionó: no había mucha información sobre el caso en la web, y no encontró ningún número o dirección para contactar a quien buscara a Juana Bernal.
Durante años no conoció la tranquilidad. Había noches en que se despertaba en la madrugada y comenzaba a llorar preguntándose quién era su familia, por qué la habían abandonado.
Y entonces sucedió.
En 2022 Rocío comenzó a seguir páginas y grupos de asociaciones que buscaban a familiares perdidos en Facebook. El lunes 1 de agosto, mientras navegaba en uno de esos grupos para distraerse, tomó una decisión: subir una foto suya.
Su esposo la animó. Creó un perfil falso porque no podía estar segura de si era ella o no esa niña que se extravió en Chapultepec, y subió una fotografía suya junto con esta descripción: “Soy Juana Bernal y busco a mis padres biológicos”.
Las respuestas llegaron de inmediato.
“Comenzaron a ponerme en los comentarios capturas de pantalla de noticias del caso, con retratos de envejecimiento que había mandado a hacer mi mamá”, recuerda Rocío.
El número de comentarios y de compartidos no dejaba de aumentar. Ese mismo día le enviaron a Lorena una captura de pantalla de la publicación. Ella no podía creerlo: su hija vivía y la estaba buscando.
“Fue un impacto grandísimo. No sabía qué hacer. Empecé a llorar y mi hijo me dijo ‘cálmate’. Pero ¿cómo era posible que me calmara?”, exclama Lorena. Sus hijos se preocuparon al observar su nerviosismo crecía. Horas después, María José le escribió a Rocío:
—Buenas noches, yo soy la hermana de Juana Bernal. ¿Qué necesita?
—Lo que pasa es que estoy buscando a mi familia —le contestó Rocío.
—¿Pero cómo sabes que eres ella? —se acuerda María José que le cuestionó—. Así como tú han surgido varias personas. A mi mamá no le pueden venir con esto porque ella está convaleciente: la acaban de operar.
Al percibir reticencia en la voz de María José, Rocío entró al perfil de Facebook de su posible hermana y buscó en la sección de fotografías. Quizá así podía convencerla. Encontró unas fotos de su rostro. Eran idénticas. Le envió una foto suya por el chat de Facebook.
Sucedió la anagnórisis. “Me di cuenta de que sí nos parecíamos, que sí podíamos ser hermanas”, recuerda María José.
El interrogatorio terminó en ese momento. “Cuando Marichuy me enseñó la foto y la vi, dije ‘sí es, sí es mi hija’”, dice Lorena, aún emocionada. María José y Rocío quedaron en reunirse en Toluca, tres días después.
Rocío conoció a su hermana, a su tío, a su hermano. Ese mismo 4 de agosto, luego de la reunión, María José invitó a Rocío a la casa de Lorena, el sábado.
Por fin, el 6 de agosto de 2022, madre e hija se reencontraron después de casi tres décadas. Mientras estaban abrazadas, Rocío escuchó que su madre le decía con voz llorosa, desesperada: “Gracias, muchas gracias, por la oportunidad de volver a verte”.
“Fue como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas, como si esos 27 años se hubieran hecho nada. El encuentro borró buena parte de todo ese sufrimiento”, dice Lorena mientras termina de agrupar los documentos, las fotocopias, los carteles.
Pero entonces, luego de ese abrazo, vinieron las preguntas, las explicaciones y los recuerdos del terrible del 1 de octubre. “Le conté mi versión de lo que recordaba; ella me contó la suya. Coincidía con mis recuerdos. Me sentí bien”, explica Rocío.
Aún faltaba una pregunta, quizá la más importante para ella: “¿Por qué no me buscaste, mamá?”.
“Yo no lo sabía, pero mi mamá me explicó que sí estuvieron los 27 años buscándome. Me enseñaron todo esto”, Rocío señala la mesa con los documentos, fotografías y carteles de búsqueda.
Lo que vino después no fue menos complicado: conocerse.
El 6 de marzo de 2023, la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México anunció la detención de Patricia “N” y Antonio “N” en Toluca, Estado de México, por ser los presuntos responsables de la desaparición de Juana Bernal en octubre de 1995. Los detenidos fueron trasladados al Centro de Reinserción Social Santa Martha Acatitla y al Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
Ni Lorena ni Rocío quisieron hablar a detalle sobre el tema aquella mañana de febrero de 2024.
“Nada va a reparar lo que nos hicieron”, dice Lorena.
“Después de que me casé, me alejé de ellos, los llegué a ver y me los encontré de lejos, pero no me dirigían la palabra”, comenta Juana. “Al principio, cuando encontré a mi mamá, sentí miedo porque ya tengo una familia, tengo a mis hijos. Y sí tenía miedo por lo que pudieran hacer ellos”.
Meses antes de las detenciones, en octubre de 2022, la Fiscalía había entregado a Lorena y a Juana los resultados de una prueba de ADN que confirmaba el 99.9% de coincidencias genéticas entre ambas. Ese resultado despejaba cualquier duda que pudiese asomarse: sí eran madre e hija.
“Fue una experiencia muy difícil. Era esa duda, esa incertidumbre durante los dos meses que tardaron los resultados... porque nosotras ya estábamos al cien por ciento en nuestra relación, y ahora imagínate que nos dicen que no éramos hija y madre”, cuenta Lorena. Pero el trámite era necesario, dice, porque la carpeta de investigación en la Fiscalía seguía abierta.
A septiembre de 2024, el proceso judicial en contra de Patricia y Antonio aún no concluye.
{{ linea }}
Lorena y Rocío desayunan café y pan dulce que ha traído María José. Sonríen lejos de los recuerdos. No hay documentos desperdigados en la mesa.
—Es como si esos 27 años se hubieran esfumado cuando nos encontramos —repite Lorena mientras pone azúcar a su café.
—Yo era una persona diferente, ahora estoy completa. Cambió mi forma de ser para bien. Antes siempre estaba a la defensiva, triste o enojada. Todo eso se fue desde que encontré a mi mamá —dice su hija.
Lorena y Rocío se han ido acostumbrando poco a poco a sus nuevas vidas, pero no ha sido sencillo. Lorena todavía le dice Juana a Rocío, aunque sus otros hijos ya le dicen “Chío”. En 2023 Rocío dejó de festejar su cumpleaños el 1 de octubre y comenzó a hacerlo el 16 de julio, el día que nació.
—Fueron 27 años de no convivir, es normal no conocer a mi mamá. Igual con mis hermanas. No ha habido tiempo suficiente para conocernos a fondo porque yo vivo allá, en Toluca, tengo a mis hijos, mi trabajo, una vida hecha ya… A lo mejor si estuviera soltera sería distinto, hasta estuviera viviendo con mi mamá —explica Rocío.
—Tienes razón, hija.
El sufrimiento quedó atrás. No hay desprecio ni resentimiento; pero Lorena perdió a una niña de 3 años y encontró a una mujer de 30. Ese es el gran problema ahora: no conocer sus gustos, no saber ni qué regalarle en su cumpleaños.
Rocío se levanta. De arriba de la torre de documentos que fueron acumulándose, rescata una fotografía. En la imagen aparece un niño moreno, un hombre de cabello quebrado, barba y cejas pobladas, sus labios y barbilla son tapados por la cabeza de una niña pequeña de rostro redondo. Son ella, su hermano y su papá. “Recuerdo que cuando por primera vez vi una foto de mi papá me dio tanto gusto verlo... Me hizo entender a quién me parecía yo porque tenía la duda de dónde saqué el cabello chino, y pues fue de él”.
Lorena mira a Rocío, estira el brazo y toca su mano; sus dedos acarician los dedos de su hija, de su pequeña Juana. “Esto ya es otra cosa, otra historia, otra vida. Una vida nueva para mí. Una vida normal. Y quiero disfrutarla”.
Lo valioso es que están juntas y comparten momentos como el desayuno de esta mañana. Lo demás, confía, se irá solucionando poco a poco. Al igual que ha pasado con el muro donde estaba pegada la fotografía de Juana: fue hasta hace unos meses que Lorena por fin se decidió a quitarla, pero se quedó una mancha. Es el tiempo —y la constante limpieza— lo que ha ido borrándola. Quizá algún día esa pared vuelva ser la de antes, la anterior al 1 de octubre de 1995.
Un secuestro infantil en Chapultepec. Décadas de desesperación, sospechas y vidas rotas por separado, hasta que la fortuna otorga un final distinto al de decenas de miles de casos… y un nuevo principio.
Era sábado por la mañana y Lorena Ramírez esperaba nerviosa en la habitación. Juana Bernal viajaba desde Toluca, Estado de México, para visitarla en su casa, en la zona de Santa Fe, al poniente de la Ciudad de México. Más de una hora y media de recorrido; más de 50 kilómetros de distancia.
Lorena tenía ya 50 años; el cabello corto, los ojos grandes y la piel morena. Se levantaba de la cama, recorría la habitación para luego volver a sentarse: Juana podía llegar en cualquier momento y no soportaba la expectación. Ansiosa, recordaba lo sucedido el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec, ese enorme parque urbano de más de 600 hectáreas. Ese lugar. Esa fecha. Fueron el comienzo de todo.
Por fin, en algún momento de esa mañana del 6 de agosto de 2022 tocaron en el zaguán. María José Bernal, una de las hijas de Lorena, fue a abrir. Hasta el cuarto en el que estaba Lorena llegaron unas voces tímidas que se saludaban.
Juana entró a la habitación. Se miraron en silencio. ¿Eran quienes creían ser?
Días antes Juana se había comunicado con María José mediante Facebook. Sospechaba que era hija de Lorena. No había una prueba contundente, solo una intuición: Juana lo pensó luego de ver las fotografías que había en su perfil. Luego de insistir, acordaron una reunión. Los hermanos de María José estaban recelosos de ese encuentro porque la salud de Lorena era delicada; seguía recuperándose de una operación que había tenido semanas atrás.
Sin embargo, todas las preocupaciones desaparecieron de inmediato. Lorena y Juana lo supieron al instante.
—Sí, eres mi hija —dijo Lorena a Juana.
—Sí, eres mi mamá —le respondió.
Se abrazaron. Lloraron. Se besaron. Era el momento más feliz en la vida de Lorena. No sabía que Juana ahora se llamaba Rocío.
{{ linea }}
Lorena recorre el patio de su casa y acomoda bancos y sillas de plástico en un rincón; repartidos en el piso aún quedan algunos charcos de agua porque hace unos minutos lavó el piso con esmero. Apurada, apila las cajas donde guarda los utensilios del puesto de garnachas que tiene en la avenida Vasco de Quiroga, a unos metros de su casa. Son las 9:25 de la mañana de un miércoles de febrero de 2024. Ayudada por su hija María José —que comparte casi los mismos rasgos, excepto la sonrisa nerviosa que cada tanto aparece en Lorena—, coloca una mesa y unos bancos en una de las habitaciones del primer piso de la casa.
Lorena espera a Juana; acordaron verse a las 9:30.
María José sale de la habitación y regresa con un bolso a punto de desbordarse. Vierte su contenido sobre la mesa y crea un mantel de fotocopias, recortes de periódicos, cartulinas, fotografías y documentos varios… Un cúmulo de papeles, un archivo personal: la desordenada cronología de una búsqueda.
—Creo que es todo, mamá.
—Todo esto ya lo teníamos olvidado. Mira cómo se mojó —dice Lorena mostrando una fotocopia amarillenta con los datos de Juana; las orillas del papel con manchas de humedad—. Luego de que se resolvió todo, ya no nos importó qué se hacían estas cosas.
Lo siguiente que sostiene es la fotografía de una niña de cabello ondulado, cachetes redondos, risueña. Durante muchos años ese retrato estuvo pegado en una de las paredes de la habitación. Ahora se confunde de nuevo entre todas esas hojas que cubren la mesa.
Son las 9:45 y Lorena se sienta a esperar. Pero ahora está tranquila, no se impacienta. La colonia donde vive no es amigable para el peatón. Las banquetas son minúsculas y se deben subir y bajar pronunciadas calles que fueron construidas sobre una barranca. Sabe que los retrasos son normales cuando la visitan, y su hija viaja desde la capital del estado vecino. Lo importante, cuenta, es que pronto la verá, cosa que hace dos años le parecía imposible.
{{ linea }}
Antes de que sucediera, todo era normal.
Juana era una niña que jugaba y quería mucho a su hermano, a su mamá y su papá, aunque desconfiaba de los desconocidos. Cantaba canciones de Los Tigres del Norte y una de sus comidas favoritas eran las chuletas fritas.
Lorena tenía 23 años cuando sucedió; llevaba tres de casada con Ignacio, de oficio albañil. Era madre de dos niños, le gustaba escuchar música, en especial Los Tigres del Norte —ahora, a veces pone como imagen de contacto en WhatsApp la fotografía de Hernán Hernández, bajista del grupo—, y trabajaba limpiando casas y vendiendo productos de limpieza.
Todo era normal hasta el 1 de octubre de 1995: ese día, Lorena, sus hijos, Ignacio y algunos familiares de su marido fueron a Chapultepec.
El paseo estaba siendo lindo; caminaron por el bosque, hicieron un picnic, visitaron el zoológico. A las 3:30 de la tarde, el ánimo languideció y parecía que la excursión terminaría pronto. Los cuñados de Lorena vivían en Apatlaco, al oriente de la ciudad, así que tenían que regresar temprano si querían llegar a buena hora a su casa. Todos se sentaron en el pasto, junto al lago de Chapultepec, para platicar unos minutos antes de despedirse. Cuando por fin decidieron irse, se pusieron de pie.
“Todo iba bien, todos estábamos bien. Hicimos como un círculo para despedirnos, yo la tenía agarrada a Juanita de la mano derecha y mi esposo de la mano izquierda”, recuerda Lorena. Hoy sigue asegurando que sostenía la mano de su hija. Aunque muchas veces otras personas intentaron que dudara de su propio recuerdo, ella aún tiene la sensación de esa mano pequeña en la suya.
Lo que sucedió después pasó muy rápido. Fueron segundos.
“Di un paso para despedirme, y cuando regresé ya no estaba. Juana ya no estaba”, dice Lorena. Ni sus cuñadas ni su esposo se percataron de inmediato de la ausencia.
Han pasado 27 años y Lorena aún no puede explicarse cómo desapareció su hija.
{{ linea }}
—Hola, buenos días.
—Buenos días, Juana.
Entra a la habitación una mujer morena, pantalón y chaleco de mezclilla, cabello atado en cola, el rostro ligeramente ovalado. Esta mujer alguna vez se llamó Juana.
Se sienta junto a Lorena y de su bolsa saca unos lentes. Luego de una plática rápida sobre el tráfico, se ponen a inspeccionar uno a uno los documentos desperdigados en la mesa. Lorena le explica la finalidad de cada papel, el contexto en que se produjo. Después de un rato, se detiene en uno que está muy arrugado; se lo muestra a Juana:
—Mira, tu acta de nacimiento. Ahorita te la voy a dar.
Voltea a verla, pero la atención de Juana se encuentra en una fotocopia vieja con el retrato de una niña de cabello ondulado, cachetes muy grandes, risueña: ella a los 3 años.
—Oye, te iba a preguntar de esta foto, ¿ya no la tienes?
—Sí, por aquí está. Deja la busco y también te la doy.
Han pasado muchos años desde que Juana Bernal Ramírez dejó de ser Juana Bernal Ramírez. Ahora es Rocío Martínez, tiene 30 años, está casada y es madre de dos hijos varones —uno de 12 años, el otro de 9—. Trabaja como empleada doméstica y en sus tiempos libres le gusta jugar futbol. Vive en Toluca desde los 3 años. Desde el 1 de octubre de 1995.
{{ linea }}
Lo primero que Juana (o Rocío) recuerda de ese día es un jalón. “Me tenían agarrados mis papás de las manos, me sueltan y me jalan de la cintura”, dice. No puede precisar qué sucedió después de ese momento. Era muy pequeña y apenas recupera algunas escenas fugaces.
“Creo que me durmieron porque recuerdo que me despierto y ya alguien me llevaba en brazos”. Alguien. Rocío siempre se referirá de esa forma impersonal —alguien, él, ella— a las personas que la secuestraron.
En los brazos de ese desconocido —era un hombre—, Rocío avanzaba por calles irreconocibles, probablemente ya muy lejos de Chapultepec. En algún momento, asustada, le preguntó:
—¿Dónde está mi mamá?
—Ahora yo voy a ser tu papá —respondió el hombre—. Dime qué quieres que te compre; te compro lo que quieras.
—Solo quiero a mi papá y a mi mamá.
Entonces, recuerda, volvió a dormirse.
Despertó cuando entraban a una casa. Estaban ya en Toluca. “Él me sienta en una cama. Estaban sus hijos mirándome; él les dice: ‘Ahora ella va a ser su hermana’”, rememora Rocío.
Los niños, extrañados, respondieron: “No. Ella no es nuestra hermana”. El hombre, molesto, insistió: “¡Ella es su hermana!”.
Juana comenzó a llorar. Se había convertido en Rocío Martínez.
{{ linea }}
Es probable que mientras Juana lloraba en una cama desconocida, Lorena aún estuviera buscándola en el inmenso Chapultepec. “Lo primero que hice fue correr a una de las puertas de entrada, de las que dan hacia Reforma; vi a un policía y le dije que, si por favor, podían cerrar las puertas porque me acababan de robar a mi hija”, recuerda Lorena. El policía se negó.
Lorena y el resto de su familia recorrieron las avenidas que rodean Chapultepec; se adentraron en sus cuatro secciones. “Luego llegaron unas mujeres policías que sí nos ayudaron…”. Pero nada, Juana no aparecía. “Nos retiramos como hasta a las 7:00 o 7:30 de la noche”, dice Lorena. Esperaron a que se cerrara la última puerta del bosque con la esperanza de que su hija saliera.
Entonces Lorena intentó denunciar la desaparición de Juana, pero las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas “porque quizá aparecía por ahí”. “¡Es una niña de apenas de tres años!”, insistió Lorena más de una vez.
En los siguientes días, Lorena vivió un frenesí de angustia, miedo e impotencia porque nadie la ayudaba a encontrar a su hija. “Estaba como anestesiada. Al principio no se entiende la magnitud del problema en el que estás porque desgraciadamente no hay quien te apoye, no sabes a dónde acudir”.
Presentó una denuncia en el Centro de Apoyo a Personas Extraviadas y Ausentes (Capea) —antiguo órgano especializado de la Fiscalía de la Ciudad de México, que en 2018 fue sustituido por la Fiscalía Especializada en la Búsqueda, Localización e Investigación de Personas Desaparecidas—. Allí elaboraron una ficha con los datos de Juana, en la que se incluía una foto, señas particulares y el último sitio donde la habían visto:
Juana Bernal Ramírez. Tres años. Pelo: Café oscuro, ondulado. Ojos: Negros, medianos. Boca: Mediana. Mentón: Redondo. Vestido: La parte de la blusa y mangas color blanco. La falda con rayas azules y anaranjadas. Zapatos negros.
El caso de Juana se atascó en la compleja tubería de la justicia. Lorena buscó el apoyo de medios de comunicación, de autoridades federales y locales. “Pero nadie te ayuda. Si eres pobre nadie te ayuda”, dice todavía con impotencia en la voz. Un mes después de que Juana desapareciera, las autoridades del entonces Distrito Federal dejaron de buscarla activamente: un peritaje en el lago de Chapultepec —una de las líneas de investigación era que había caminado hacia allá y se había ahogado— fue de lo poco que hicieron.
{{ linea }}
La Red por los Derechos de la Infancia en México informa que desde 1964 hasta 2022 en nuestro país se registraron 84 160 desapariciones de personas menores de 18 años. La problemática no es nueva ni lo era en la década de los noventa: antes de la desaparición de Juana, ya operaban varios colectivos y asociaciones dedicadas a la búsqueda de niños. Lorena se acercó a algunas de ellas. “A través de los días fui conociendo a personas que estaban igual que yo. Esas personas sí me ayudaron; como ellas ya llevaban más años o más meses, fueron quienes me orientaron: entendieron mi dolor”. En la fundación Buscando a Nuestros Hijos, cuenta Lorena, le explicaron que tenía que repartir volantes con la fotografía y los datos de su hija; le enseñaron a expresarse, “a cómo hablar, porque el tiempo que te dan en los medios son segundos. En esos segundos se tiene que explicar el caso de tu hija, el dolor de tu pérdida”. Años después, en 1994, en esa fundación conoció a María Elena Solís, una mujer que buscaba a su nieta Elenita, y que en 1997 fundó la Asociación Mexicana de Niños Robados. Fue una de las pocas personas que acompañó a Lorena.
Con todo, Juana no aparecía.
Un día, Lorena pegó una fotografía de Juana en una de las paredes de la habitación principal de su casa. A diario hablaba con ese retrato de una niña risueña con vestido azul. Era un ritual, una forma de continuar la relación madre e hija.
“Veintisiete años estuvo esa foto en el mismo lugar. Siempre llegaba, le daba los buenos días, las buenas noches, le contaba cómo estuvo mi día, le decía ‘¿dónde estás?’, ‘¿cómo serás?’, ‘cómo me gustaría que vinieras en la noche, en un sueño, y me dijeras dónde estás’, ‘ven, ven, dime dónde estás y yo voy por ti’”, recuerda Lorena.
También te puede interesar la historia "En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos"
{{ linea }}
Rocío siempre lo supo. No recordaba que su verdadero nombre era Juana, pero sabía cómo había llegado a la familia Martínez. “Hay partes de mi vida de las que no tengo nada de conciencia, pero eso que pasó ese día se me quedó grabado. Que me habían alejado de mi familia siempre me lo guardé en mi mente. Pero jamás se lo dije a ella”, aclara.
“Ella” es Patricia, la pareja de Antonio, el hombre que la raptó, y con la que Rocío jamás abordó el tema porque era una persona agresiva. “Era muy mala, una persona estricta. Me pegaba. Me insultaba. No le tenía nada de confianza”, confiesa.
El acta de nacimiento de Rocío Martínez menciona que es originaria de Toluca, Estado de México, y que nació el 1 de octubre de 1992. El año es el único dato real del documento. Rocío no conocía nada sobre su origen. Por eso, conforme crecía intentó hacerse a la idea de que las personas con las que habitaba eran su verdadera familia; que ese día en Chapultepec y ese jalón de cintura habían sido un sueño.
Pese a todo, Rocío asegura que se desarrolló en un “ambiente familiar medianamente normal”. Lo dice porque sus captores —Patricia y Antonio— le dieron techo, comida y escuela. “Siempre fui su hija para ambos; aunque ella me trató muy mal, y él, la verdad, me trató bien. Me registraron. Me bautizaron. Siempre se refirieron a mí como su hija. Me dieron su apellido”, acepta. Pero el trato que recibía era diferente al de sus “hermanos”. Siempre le recordaban que no era igual a los otros tres niños que vivían en la casa: “Ellos [sus secuestradores] se dedicaban a la crianza de animales y a mí me ponían a ayudarles, a trabajar como si fuera adulto”. A los 7 años, Rocío ya guisaba, daba de comer y limpiaba el sitio donde vivían los animales que criaban Antonio y Patricia. Esa era su rutina antes de irse a la escuela.
A pesar de las diferencias en las responsabilidades, se llevaba bien con sus falsos hermanos. “Me aceptaban; era una relación normal. Pero sí se enojaban, y me decían que era una recogida. Pero yo lo tomaba a la ligera, porque eres niño y no piensas mucho en eso”, confiesa.
Cuando Rocío entró a la pubertad, sus captores se volvieron más recelosos, desconfiados. La actitud contra ella se endureció: le prohibieron tomarse fotografías y juntarse con otras personas que no fueran de la “familia”. Esas restricciones provocaron comentarios de conocidos y vecinos: “¿Por qué dejas que te traten mal si no es tu familia?”, “¿sí sabes que ella no es tu verdadera mamá?”, “ella no es nada de ti, no deberías dejar que te pegue.”.
A los 13 años Rocío entendió que aquellos recuerdos brumosos de separación no eran sueños ni fantasías que había creado su imaginación.
Patricia, de alguna forma, se percató de esa epifanía, y comenzó a hablar sobre el tema. Un día le contó: “Te voy a decir la verdad: yo te encontré cerca de aquí, abandonada”. Luego cambió la historia: “Te regalaron conmigo unas personas que eran drogadictas. No tenían para comer y querían deshacerse de ti; de hecho, hasta traías quemaduras de cigarro”. Tiempo después, otra versión, más cercana a la realidad: “En realidad te encontré en Chapultepec”.
Rocío supone que Patricia se arrepintió de darle datos reales porque una vez más modificó el relato: “La verdad es que te adopté”. Con tanta versión, la joven se sintió confundida, desesperada. Entendió que si quería saber la verdad tendría que encontrar a sus padres. A los verdaderos. Ya no tenía dudas de que existían.
{{ linea }}
Los trazos de las letras son rápidos, urgentes, ligeramente ansiosos. Las manos dejan la hoja sobre la mesa.
“Yo siempre iba con la esperanza, la ilusión, los nervios, de por fin encontrarla”.
Durante años, cada tanto, Lorena recibía llamadas anónimas que le anunciaban la existencia de alguna niña que coincidía con la descripción de Juana. El informante juraba haberla visto en la calle de tal ciudad, en tal fecha. “Hubo meses en que estuvieron mandándome a diferentes direcciones. De un lado a otro de diferentes ciudades”, recuerda la madre. Con cada llamada, anotaba los datos de todas esas presuntas ubicaciones donde se encontraba su hija.
México, DF. a 18 de julio del 2000. Fraccionamiento Halcones de Morelia, el fraccionamiento está frente del restoran Chapa internacional por la salida de la casa de govierno [sic], pregunto por la tienda de don Fernando, es la única que tiene farmacia, la casa está al lado de arriba de la tienda. Es puerta blanca.
Es lo que se puede leer en la nota que sostiene.
“Pero nunca la encontré. Nada. No estaba. Y quieras que no, eso te lastima, te mueve por dentro”.
Cuando ella y su esposo salían a otros estados para buscar a Juana, sus otros hijos se quedaban atendiendo el puesto de jarcería que entonces tenían cerca de su casa. La situación económica de la familia era muy delicada, apenas si podían solventar los viajes. “Muchas veces, así como salíamos de la casa, con el estómago vacío, así regresábamos”, dice.
En su desesperación, confiesa Lorena, también contrató a charlatanes para que, mediante “adivinaciones”, le dieran la ubicación de Juana. “Brujos, videntes, lecturas del tarot, todas esas cosas que son una vil mentira. Llevaba la foto de mi hija y me decían que ella estaba bien pero que nunca la volvería a ver, que estaba del otro lado del mundo. Incluso me llegaron a decir que ella ya estaba muerta”.
{{ linea }}
A los 17 años Rocío se escapó de la casa de la familia Martínez para irse a vivir con el hombre que luego se convertiría en su esposo. Poco después, nació su primer hijo, y la vida familiar hizo que se olvidara de la búsqueda de su origen. El interés regresó en 2012 “porque en ese entonces le conté mi historia a los familiares de mi esposo, y una concuña me dice ‘¿y tú crees que te hayas perdido o te hayan robado?’”, recuerda.
Era una pregunta que Rocío nunca se había hecho.
Con una renovada incertidumbre, retomó las pesquisas: preguntó entre familiares de sus captores —con los que había retomado una relación más o menos cordial— cuándo había llegado al hogar de Patricia y Antonio. Le dijeron que en 1995.
Ese dato sería fundamental dos años después.
En una tarde de 2014, Rocío no recuerda muy bien por qué motivo, ella y su esposo entraron a un café internet. Querían información sobre algún trámite o algo parecido. Una vez conseguidos los datos que necesitaban, a Rocío se le ocurrió buscar en Google: “Niña perdida en México 1995”.
Salieron varias noticias. Era imposible revisar una por una. Entonces recordó lo que alguna vez le había dicho Patricia, y agregó a la búsqueda: “Chapultepec”.
Lo primero que apareció en la pantalla de la computadora fue la fotografía de una niña risueña con el cabello chino y grandes cachetes.
{{ linea }}
Suena un teléfono. María José aparece en la habitación y le dice a su madre que la llamada es para ella; que atienda, por favor. Lorena va, mientras Rocío sigue examinando los papeles de la mesa. Se detienen a mirar con atención las fotografías. Hasta acá llega la voz de Lorena, pero no se distingue con claridad lo que dice.
“A veces siento que si ellos no me hubieran tratado mal, si no me hubieran hecho menos, a lo mejor, tal vez, yo no hubiera buscado a mi familia —dice Rocío, mientras rejunta unos papeles— porque lo que yo quería era salir de ahí debido a los malos tratos. Eso es lo que quería en un principio”.
Luego no dice nada más hasta que regresa Lorena.
{{ linea }}
En ese café internet, Rocío leyó la noticia del caso de Juana Bernal, una niña de 3 años desaparecida el 1 de octubre de 1995, en el Bosque de Chapultepec. Ella y su esposo miraron detenidamente la imagen que acompañaba la nota, asombrados por los rasgos de ese rostro. “En ese momento mi segundo hijo era bebé, y yo dije ‘se parece en todo a mi hijo; es igualito a esa niña’”, recuerda.
Imprimieron la fotografía y se la mostraron a los suegros de Rocío, que de primeras pensaron que era un retrato del segundo hijo de Rocío. Tan grande era el parecido. Fue entonces que Rocío se preguntó: “¿Entonces sí seré Juana Bernal?”.
{{ linea }}
Años después de la desaparición de Juana, Lorena y su esposo tuvieron otras dos niñas, pero su vida nunca dejó de girar en torno a su búsqueda. Desde aquel 1 de octubre, se acabaron las navidades, las fiestas de cumpleaños, cualquier celebración en familia. “No había motivos para festejar. Ni siquiera iba a los festivales de la escuela de mis otros hijos”, confiesa Lorena. “Los dejé. Los abandoné. En un momento mi hermana se llevó a mi hijo, y unos amigos, un matrimonio, a mi otra hija para cuidarla”.
Para María José no fue fácil crecer de esa forma. “Cuando era muy pequeña quizá no tenía la conciencia para entenderlo todo. [Pero] Sí me dolía. Me dolía mucho. Fue complicado porque yo quería a mi mamá conmigo, quería una mamá como las de mis compañeras de la escuela, que me acompañara”, se sincera. Pero no guarda resentimiento porque entiende muy bien lo que padeció. “Nunca le reclamé nada. No tenía por qué. Nadie sufrió como mi mamá en todos estos años”.
Rocío mira a Lorena. Ella tampoco dice nada ahora; su madre continúa hablando: “Ellos no tenían la culpa de lo que pasó, pero es que yo me volví una persona fría, dura, agresiva. Fui muy dura con ellos”, dice Lorena, y se le quiebra la voz, los ojos llorosos, el gesto ansioso de su pierna derecha temblando compulsivamente.
Aunque Rocío le sugiere a su madre que haga una pausa para tomar aire; ella insiste en seguir hablando: “A los tres meses de su desaparición, muere mi padre. Y yo siempre lo he dicho: la muerte de mi padre jamás me dolió. Lo que sentía por la pérdida de mi hija era más grande. Él murió con la pena de que no pudiera encontrarla. Antes de que falleciera, me dijo ‘no sabes cuánto me duele verte cómo estás’”.
Luego centra la conversación en Ignacio, su esposo: “Fue muy duro vivir todos esos años. Él manifestaba su dolor de diferente manera porque era una persona muy reservada, muy callada […] Un tiempo se dejó caer, no salía, no podía hacer nada, se quedó tirado. Hubo un momento en que llegó tanto la pobreza a nuestras vidas, que tuve que decirle ‘o le echas ganas o te vas’. Suena duro pero no podía seguir así”.
Antes de la pandemia, en 2019, Ignacio falleció. Él y Lorena estuvieron casados durante 31 años. Veinticuatro los dedicaron a la búsqueda de su hija. El día que murió, ella le pidió una cosa: “Tú ya estás del otro lado, búscala, visítame en un sueño y me dices dónde está”.
La salud de Lorena también decayó. En 2022 comenzó a enfermar (ella prefiere que no se mencione su padecimiento) y tuvo que ser operada. Antes de la intervención, les pidió a sus hijos que si fallecía dejaran de buscar a Juana: “Si no la encontré yo —les dijo— ustedes menos lo harán. Sigan su vida. Este dolor es mío: se va a ir conmigo a la tumba”.
{{ linea }}
Desde ese día del café internet, en 2014, Rocío buscó más sobre el caso de Juana Bernal. Estaba ilusionada, pensaba que estaba a un paso de encontrar a su verdadera familia; imaginaba cómo serían, fantaseaba con la escena del reencuentro. Pronto se decepcionó: no había mucha información sobre el caso en la web, y no encontró ningún número o dirección para contactar a quien buscara a Juana Bernal.
Durante años no conoció la tranquilidad. Había noches en que se despertaba en la madrugada y comenzaba a llorar preguntándose quién era su familia, por qué la habían abandonado.
Y entonces sucedió.
En 2022 Rocío comenzó a seguir páginas y grupos de asociaciones que buscaban a familiares perdidos en Facebook. El lunes 1 de agosto, mientras navegaba en uno de esos grupos para distraerse, tomó una decisión: subir una foto suya.
Su esposo la animó. Creó un perfil falso porque no podía estar segura de si era ella o no esa niña que se extravió en Chapultepec, y subió una fotografía suya junto con esta descripción: “Soy Juana Bernal y busco a mis padres biológicos”.
Las respuestas llegaron de inmediato.
“Comenzaron a ponerme en los comentarios capturas de pantalla de noticias del caso, con retratos de envejecimiento que había mandado a hacer mi mamá”, recuerda Rocío.
El número de comentarios y de compartidos no dejaba de aumentar. Ese mismo día le enviaron a Lorena una captura de pantalla de la publicación. Ella no podía creerlo: su hija vivía y la estaba buscando.
“Fue un impacto grandísimo. No sabía qué hacer. Empecé a llorar y mi hijo me dijo ‘cálmate’. Pero ¿cómo era posible que me calmara?”, exclama Lorena. Sus hijos se preocuparon al observar su nerviosismo crecía. Horas después, María José le escribió a Rocío:
—Buenas noches, yo soy la hermana de Juana Bernal. ¿Qué necesita?
—Lo que pasa es que estoy buscando a mi familia —le contestó Rocío.
—¿Pero cómo sabes que eres ella? —se acuerda María José que le cuestionó—. Así como tú han surgido varias personas. A mi mamá no le pueden venir con esto porque ella está convaleciente: la acaban de operar.
Al percibir reticencia en la voz de María José, Rocío entró al perfil de Facebook de su posible hermana y buscó en la sección de fotografías. Quizá así podía convencerla. Encontró unas fotos de su rostro. Eran idénticas. Le envió una foto suya por el chat de Facebook.
Sucedió la anagnórisis. “Me di cuenta de que sí nos parecíamos, que sí podíamos ser hermanas”, recuerda María José.
El interrogatorio terminó en ese momento. “Cuando Marichuy me enseñó la foto y la vi, dije ‘sí es, sí es mi hija’”, dice Lorena, aún emocionada. María José y Rocío quedaron en reunirse en Toluca, tres días después.
Rocío conoció a su hermana, a su tío, a su hermano. Ese mismo 4 de agosto, luego de la reunión, María José invitó a Rocío a la casa de Lorena, el sábado.
Por fin, el 6 de agosto de 2022, madre e hija se reencontraron después de casi tres décadas. Mientras estaban abrazadas, Rocío escuchó que su madre le decía con voz llorosa, desesperada: “Gracias, muchas gracias, por la oportunidad de volver a verte”.
“Fue como si nunca hubiéramos dejado de estar juntas, como si esos 27 años se hubieran hecho nada. El encuentro borró buena parte de todo ese sufrimiento”, dice Lorena mientras termina de agrupar los documentos, las fotocopias, los carteles.
Pero entonces, luego de ese abrazo, vinieron las preguntas, las explicaciones y los recuerdos del terrible del 1 de octubre. “Le conté mi versión de lo que recordaba; ella me contó la suya. Coincidía con mis recuerdos. Me sentí bien”, explica Rocío.
Aún faltaba una pregunta, quizá la más importante para ella: “¿Por qué no me buscaste, mamá?”.
“Yo no lo sabía, pero mi mamá me explicó que sí estuvieron los 27 años buscándome. Me enseñaron todo esto”, Rocío señala la mesa con los documentos, fotografías y carteles de búsqueda.
Lo que vino después no fue menos complicado: conocerse.
El 6 de marzo de 2023, la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México anunció la detención de Patricia “N” y Antonio “N” en Toluca, Estado de México, por ser los presuntos responsables de la desaparición de Juana Bernal en octubre de 1995. Los detenidos fueron trasladados al Centro de Reinserción Social Santa Martha Acatitla y al Reclusorio Preventivo Varonil Norte.
Ni Lorena ni Rocío quisieron hablar a detalle sobre el tema aquella mañana de febrero de 2024.
“Nada va a reparar lo que nos hicieron”, dice Lorena.
“Después de que me casé, me alejé de ellos, los llegué a ver y me los encontré de lejos, pero no me dirigían la palabra”, comenta Juana. “Al principio, cuando encontré a mi mamá, sentí miedo porque ya tengo una familia, tengo a mis hijos. Y sí tenía miedo por lo que pudieran hacer ellos”.
Meses antes de las detenciones, en octubre de 2022, la Fiscalía había entregado a Lorena y a Juana los resultados de una prueba de ADN que confirmaba el 99.9% de coincidencias genéticas entre ambas. Ese resultado despejaba cualquier duda que pudiese asomarse: sí eran madre e hija.
“Fue una experiencia muy difícil. Era esa duda, esa incertidumbre durante los dos meses que tardaron los resultados... porque nosotras ya estábamos al cien por ciento en nuestra relación, y ahora imagínate que nos dicen que no éramos hija y madre”, cuenta Lorena. Pero el trámite era necesario, dice, porque la carpeta de investigación en la Fiscalía seguía abierta.
A septiembre de 2024, el proceso judicial en contra de Patricia y Antonio aún no concluye.
{{ linea }}
Lorena y Rocío desayunan café y pan dulce que ha traído María José. Sonríen lejos de los recuerdos. No hay documentos desperdigados en la mesa.
—Es como si esos 27 años se hubieran esfumado cuando nos encontramos —repite Lorena mientras pone azúcar a su café.
—Yo era una persona diferente, ahora estoy completa. Cambió mi forma de ser para bien. Antes siempre estaba a la defensiva, triste o enojada. Todo eso se fue desde que encontré a mi mamá —dice su hija.
Lorena y Rocío se han ido acostumbrando poco a poco a sus nuevas vidas, pero no ha sido sencillo. Lorena todavía le dice Juana a Rocío, aunque sus otros hijos ya le dicen “Chío”. En 2023 Rocío dejó de festejar su cumpleaños el 1 de octubre y comenzó a hacerlo el 16 de julio, el día que nació.
—Fueron 27 años de no convivir, es normal no conocer a mi mamá. Igual con mis hermanas. No ha habido tiempo suficiente para conocernos a fondo porque yo vivo allá, en Toluca, tengo a mis hijos, mi trabajo, una vida hecha ya… A lo mejor si estuviera soltera sería distinto, hasta estuviera viviendo con mi mamá —explica Rocío.
—Tienes razón, hija.
El sufrimiento quedó atrás. No hay desprecio ni resentimiento; pero Lorena perdió a una niña de 3 años y encontró a una mujer de 30. Ese es el gran problema ahora: no conocer sus gustos, no saber ni qué regalarle en su cumpleaños.
Rocío se levanta. De arriba de la torre de documentos que fueron acumulándose, rescata una fotografía. En la imagen aparece un niño moreno, un hombre de cabello quebrado, barba y cejas pobladas, sus labios y barbilla son tapados por la cabeza de una niña pequeña de rostro redondo. Son ella, su hermano y su papá. “Recuerdo que cuando por primera vez vi una foto de mi papá me dio tanto gusto verlo... Me hizo entender a quién me parecía yo porque tenía la duda de dónde saqué el cabello chino, y pues fue de él”.
Lorena mira a Rocío, estira el brazo y toca su mano; sus dedos acarician los dedos de su hija, de su pequeña Juana. “Esto ya es otra cosa, otra historia, otra vida. Una vida nueva para mí. Una vida normal. Y quiero disfrutarla”.
Lo valioso es que están juntas y comparten momentos como el desayuno de esta mañana. Lo demás, confía, se irá solucionando poco a poco. Al igual que ha pasado con el muro donde estaba pegada la fotografía de Juana: fue hasta hace unos meses que Lorena por fin se decidió a quitarla, pero se quedó una mancha. Es el tiempo —y la constante limpieza— lo que ha ido borrándola. Quizá algún día esa pared vuelva ser la de antes, la anterior al 1 de octubre de 1995.
No items found.