Tiempo de lectura: 5 minutosY para colmo, hoy amaneció gris. No hay nubes. El cielo es un brochazo mal dado. Hay frío. El frío para los cubanos es cualquier cosa menor a los 20 grados Celsius. Cuando eso pasa, la gente desempolva sus abrigos, sus bufandas y hay quien hasta se pone guante y gorro. Es la época más esperada del año para mucha gente, porque nos tocan muy pocos días así. El resto del año hay un calor insoportable, asfixiante. Creí escuchar en alguno de los noticieros que la sensación térmica hoy será de 16 grados y quizás por eso titirito y saco de la gaveta mi abrigo. Yo no espero estos días, me da lo mismo. Tengo un único abrigo. Es una enguatada azul que hace años me regaló mi madre. Me queda corta por detrás y no me gusta, porque se me hiela la espalda baja y todo el tiempo tengo que estar estirándomela.
Me asomo al balcón y la vida afuera está como la dejé ayer. Las pocas personas que caminan lo hacen despacio, como si no quisieran ir a donde van. Los autos están parqueados en sus mismos lugares de ayer. Casi no hay tráfico. No tengo dónde posar la vista, nada me llama la atención. Aunque en la acera del frente, en las raíces de un árbol, veo un gato blanco con las patas negras. Parece una estatua, no se mueve. Me pregunto si no tendrá frío. Tengo las manos metidas en los bolsillos de la enguatada. El aire me pega en el rostro. Decido entrar.
Atravieso todo el apartamento y llego al comedor. Abro la laptop, me siento delante. Debo tener los hombros caídos, la mirada cansada, el cuerpo muerto. Me siento así. Reviso el mail y le respondo respetuosamente a unos colegas argentinos que me han invitado a una charla online. Les digo que sí, pero quisiera decirles que no. No porque no me interese el tema, todo lo contrario, sino porque ya son demasiadas charlas en los últimos meses, como nunca antes, y yo no tengo tanto que decir y no me gusta repetirme. También les digo que sí por puro automatismo, por dejarme llevar. Desde que empezó la pandemia y todos nos encerramos, entendí que había que dejarse llevar. Me dije que hasta que supiéramos bien cómo íbamos a afrontar esto que nunca habíamos vivido, había que entonces relajar el cuerpo y dejarse caer a donde fuese que nos llevara el cauce de este tiempo. Pero el tema es que ha pasado un año ya y estamos en el mismo lugar, y el cuerpo, de estar tan relajado, se ha puesto demasiado frágil, o demasiado rígido, por la inactividad, ya ni sé; la cuestión es que estoy sintiendo los estragos de todo este tiempo. Siento que estamos atrapados en una urna de cristal, momificados, y no tengo ganas de nada.
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Todos los días trabajo a trompicones, obligándome. Mejor dicho, cuando trabajo, lo hago llevándome a rastra. Porque todos los días lucho contra mí mismo, contra mis ganas de no hacer nada, de no levantar un dedo, incluso, contra las ganas de comunicarme. Hay días en que no quiero hablar con nadie, en los que uso la menor cantidad de palabras, en los que huyo por toda la casa para estar solo, en los que dejo a la gente que me escribe por trabajo o por amistad “en visto” porque no tengo fuerza ni ánimo para interactuar. Hoy es un día de ésos y, después de revisar el mail y las redes sociales y leer algunas noticias, me desconecto de internet, supuestamente para terminar de escribir un texto que debí entregar hace dos semanas. Abro el Word, donde ya tengo garabateadas algunas ideas, y me quedo mirándolo. Miro la pantalla que está en blanco, el cursor que parpadea, la hora. Me pierdo. Regreso, sin haberme movido del lugar, unos veinte y tanto minutos después con todo en el mismo sitio: el Word en blanco, el cursor que parpadea. No puedo, me digo. No tiene sentido obligarme, me refuerzo, y me levanto y recorro de nuevo todo el apartamento, ahora hacia adelante, hacia el balcón, con las manos en los bolsillos del abrigo.
Escucho que Claudia me dice que no me veo bien, que parezco un zombi, que cómo me puede ayudar. «Tranqui, todo está bien», le respondo sin detenerme y sigo de largo. Me asomo al balcón y afuera todo está idéntico. Me acuerdo del gato, lo busco, pero ya no está. A dónde se habrá ido. Me digo que tengo que concentrarme, que no es la pandemia, el encierro, que soy yo, que siempre me pasa, que me cuesta encontrar el mood para escribir porque una vez que entro en él, todo se va de corrido. «Es eso, es eso», me repito insistentemente.
Regreso del balcón e intento volverme una sombra para que Claudia no me vea, para que no se preocupe. Aunque eso es imposible: Claudia trabaja en una mesa que está al lado de la puerta del balcón que da a la sala. Paso, acelero dos, tres zancadas y me meto a la habitación. Iba de vuelta al comedor, donde está mi laptop, pero me descubro en la habitación. «Estoy buscando la inspiración», me miento. Enciendo el televisor para ver qué están pasando en el canal de deporte. A esa hora de la mañana, trasmiten un partido de la NBA de una semana atrás. «Esto me hará bien», pienso. Mentiras. Minutos después estoy pensando cómo salir de este embrollo mental y me pregunto y me pregunto si yo seré el único en esta situación o esto le está pasando a todos o, al menos, si le pasa a la mayoría de la gente. Un laberinto del que quiero salir mientras los Warriors y los Clippers corren toda la cancha. Me percato de que está jugando Stephen Curry. Este año no lo había visto jugar. En ese instante lanza de a tres y falla: «está fuera de sí, como yo», se me ocurre pensar. El partido se acaba; ni siquiera me había percatado de que estaba en los segundos finales. Apago el televisor, me acuesto en la cama y tomo de la mesita de noche el libro que estoy leyendo. Creo que llevo un mes con él y voy por la página 64. «Quizás leyendo me inspiro», me digo. Cuatro o cinco párrafos después desisto: leía pensando en qué almorzar.
Después del almuerzo, me siento en el butacón de la sala. Me quedo ahí clavado varias horas sin pensar en nada. Claudia me dice que hagamos algo, que tenemos que inventarnos algo para que los días no sean iguales. «Sí, hay que hacerlo», digo en alta voz como un mantra. «Porque a esto le falta mucho aún», agrego. Es una idea que repito como un loro: que falta mucho, que nadie sabe cuánto, que hay que ser consecuente con esa idea y dejar de exigirse tanto. Una idea terrible, que me da mucho miedo, porque siento que estoy ya al límite. Pero una idea que me he propuesto asumir desde lo inevitable, algo así como uno enfrenta la muerte.
Claudia me dice que volvamos todas las tardes a la azotea a hacer ejercicios o a mirar cuando anochece. Eso hicimos cuando el primer encierro. Hace meses de aquello. Encadenamos cuarenta y tantas tardes consecutivas esa vez. «Hecho», digo. Me visto de ejercicios, cojo una cuerda de saltar y una bocina portátil pequeña. Claudia lleva en brazos a Theo, nuestro hijo de cinco meses. Subimos la escalera que da a la azotea y abrimos la puerta. Desde arriba, la ciudad parece un cementerio. Comienzo a mover el torso para calentar el cuerpo y le pido a Claudia que enganche la bocina a mi teléfono. Lo primero que escuchamos es “Anthem” de Leonard Cohen. El “There is a crack, a crack in everything. / That’s how the light gets in” me quita las ganas de sudar.