De Venezuela a Cuba, fugitivo del pasado

De Venezuela a Cuba, fugitivo del pasado

Esta es la historia de un hombre solitario que dejó su país para huir de una tragedia personal.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Ángel era su propio rival. Después de meditar un rato, tomó el caballo blanco con la yema de los dedos de su mano derecha y lo movió dos casillas hacia delante y una a la izquierda. La idea era hacerse daño a sí mismo, buscar una grieta por donde penetrar su propia fortaleza, su ingenio, colarse por alguna rendija de su sien. Luego repitió la operación desde el otro bando. Y así, una y otra vez, una y otra vez. Con el alfil, con la torre, con la reina, con un peón. Un zigzag demencial. Ángel contra Ángel. Las blancas contra las negras. Una pelea contra sí.

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Me encanta ver a la gente jugar ajedrez, y La Habana es una ciudad que presume de tener aficionados ajedrecistas desparramados por todas partes. Sentados en los bancos de mampostería o de madera de los parques, tirados en el suelo sobre un cartón viejo o sobre sus pañuelos de tela, para no ensuciarse los pantalones, en la puerta de las casas. Los amantes al ajedrez juegan en plena calle ajenos a lo que les rodea. Se sumergen en un universo paralelo que no comprende sus alrededores. Sin perturbación sufren ante los ojos de quienes caminan por sus costados, se llevan las dos manos a la cabeza, la vista la dejan clavada encima del tablero. La vida fuera de allí sigue corriendo igual: el país sumido en la pobreza, la gente que investiga, desaforrada como fiera herida, en qué mercado sacaron residuos, en busca de los alimentos básicos para sobrevivir. Los edificios se caen a pedazos, pero Raúl Castro descansará los años que le restan de vida en uno de los colchones confortables de su mansión de Santiago de Cuba, mientras Díaz-Canel engorda su cuello y su piel se pone más rosa. La isla que se sigue hundiendo en un pantano.

Divisar lucha mental que genera el ajedrez es placentero, la tensión que se gesta en ese cuadrante tan pequeño, en contraste con la desconexión, el viaje. Pero más me intrigan los que juegan solos, los que se enfrentan así mismo, con la idea de vencerse.

¿Cómo descubrir las debilidades propias? ¿Cómo asumirse triunfador y perdedor a la vez? ¿Hasta qué punto se es objetivo y no se termina prefiriendo un bando interno? Somos tan complejos que podemos darnos cuenta en cuestión de segundos de una decisión errónea y aprovecharnos de esa falencia para atacarnos y después tener que defendernos de ese ataque que llegó producto de un propio desliz y así encadenar una secuencia casi sadomasoquista de azotes de azotes.

De Venezuela a Cuba Abraham Jiménez Ena

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Ángel quitó la vista del tablero, buscó su vaso plástico y se dio un buche de ron. Saboreándolo se percató de mi presencia. Estaba a solo unos metros, lo observaba con alevosía. Me presenté, le dije que me llamaban la atención las personas que juegan solas al ajedrez, y que por eso me había detenido a mirarlo. De niño nunca pude hacerlo, me aborrecía la idea de antemano, pero más que aborrecer, cuando lo intentaba, terminaba traicionándome a mí mismo, pues siempre escogía a uno de mis dos yo, el de las fichas blancas.

—Mi nombre es Ángel Flores— me dijo brindándome su mano derecha. —Soy venezolano— añadió.

En ese mismo instante, el ajedrez pasó a un segundo plano. Pensé que se burlaba de mí: estaba sin camisa, en chanclas, cara de sueño a la 1 de la tarde, una parte de su pelo pintada de rojo fluorescente y su piel arrugada lucía varios tatuajes. Sentado en la puerta de su casa en una silla de madera, tenía colocado el tablero sobre un cartón que cubría el esqueleto de otra silla: toda la pinta de un cubano, no de un morocho.

—Pues sí, soy venezolano, me quedan unos meses para cumplir quince años ya viviendo en Cuba— dijo.

La casa de Ángel es un contenedor viejo al que le entra el aire por dos huecos laterales hechos por él mismo. Por el día esas ventanas están tapadas con cartones, en la noche son su ventilador. La puerta es de madera y va sujetada al contenedor a través de una cadena gruesa de acero y un candado. Para entrar hay que levantarla por completo, porque no tiene bisagras.

Adentro hay una butaca deshilachada que recogió en un basurero, varios cubos, unos vacíos y otros con agua estancada, ropa vieja y sucia colgada en una tendedera que atraviesa por lo alto todo el “hogar”. Poco más hay: pomos plásticos, unas cucharas, dos platos y un colchón de guata sin sabana sobre el piso.

A sus 52 años, Ángel es casi un homeless. Sobrevive de los desechos de los latones de basura y de hacer trabajos en las casas de su barrio —que pidió no revelar, pues su estatus es ilegal en el país—. Los trabajos van de cargar escombros de hogares en obras, cortar el césped de algún jardín, subirse a un árbol y podarlo, enderezar una antena de televisión en una azotea, lo que sea, cualquier cosa le viene bien.

Ángel llegó a Cuba por azar. Una vez en la isla, decidió huirle a su pasado. Vive el presente, su vida no le da para más. “El mañana no me importa, para qué, si camino y mi rastro es apestoso”, dice.

De Venezuela a Cuba La Habana

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Es el verano de 2004, Iribarren, estado de Lara, Venezuela. La esposa de Ángel, Cecilia, lo despierta, le dice que ya ha dormido bastante y que los niños están desesperados, intranquilos, locos por ir a dar el paseo que ellos, sus padres, les prometieron ahora que están de vacaciones.

Ángel abre los ojos y no ve bien, los objetos en el cuarto se le mueven, Cecilia viene y va, tiene esa sensación, pero ella está al lado de la cama sin moverse. Ángel piensa que está dormido aún, que tiene legañas en los ojos. Se levanta tambaleante y camina hacia el baño, se echa agua en el rostro, se refresca un poco. Todo sigue borroso. Sale a la salita de la casa y se sienta en el sofá, los niños se le suben encima y le dan besos, lo abrazan. Le agradecen que haya salido de la cama. Uno tiene siete años, el varón, y la niña cuatro. Ángel no dice nada, pero su vista no está bien.

Desayunan los cuatro en la mesa, Cecilia le comenta que Martín, su compañero de trabajo del Parque Nacional Yacambú, lo llamó temprano por teléfono para ver si por fin iban a jugar ajedrez al mediodía y que ella se tomó la atribución de decirle que no, pues ellos, la familia, iba a ir de paseo. Se alistan. Salen y se montan en el pequeño Fiat que recién han heredado de la familia de Cecilia. Esta será la tercera vez que saldrán en el auto desde que el suegro de Ángel falleció de un infarto.

El Fiat sale del callejón intrincado donde vive la familia. Tras unas cuadras, toma una de las arterias principales del rancho y a Ángel se le apagan los ojos. “No recuerdo mucho, fue como un flashazo, como estar viendo la tele y que de pronto la pantalla se ponga en negro”, cuenta.

Tres días después, en la terapia intensiva de un hospital que no recuerda, recobró el conocimiento. Los médicos le informan que se ha salvado, pero que su rostro y su cuerpo tienen muchas magulladuras. Ángel les comenta que solo ve con uno de sus ojos y que con el otro todo lo que parece una nata gris. Pregunta por su familia, por Cecilia, por sus dos hijos y después de un silencio, le dicen que han muerto en el accidente.

“En el hospital me dijeron que me cambié de senda y que choqué de frente con otro auto que venía contrario a nosotros por su vía”, dice.

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El 8 de julio de 2004, a Fidel Castro y a Hugo Chávez se les ocurrió una idea. Entre los dos fundaron un proyecto que nombraron “Operación Milagro”. El propósito era montar un plan de salud entre las dos naciones para atender a personas de bajos recursos con un servicio gratuito de atención ocular. En esa fecha, por ejemplo, una operación de cataratas, que se realiza en tan solo 15 minutos, en Nueva York costaba alrededor de 5 mil dólares. Los dos mandatarios, en su afán de demostrarle a Estados Unidos sus dotes altruistas a pesar de ser naciones con mucho menos riquezas, se trazaron la tarea de llegar hasta los seis millones de intervenciones quirúrgicas con el proyecto y que no solo comprendiera a venezolanos, sino expandir la misión por los países necesitados de la región. En 2018, 37 países de todo el mundo ya se habían beneficiado con la “Operación Milagro” y cifras ofrecidas por el gobierno de Cuba hablan de 5 millones 600, 000 operaciones.

El proyecto arrancó en el Hospital Docente Oftalmológico Ramón Pando Ferrer, en La Habana. El 10 de julio de 2004 llegó el primer grupo de venezolanos al hospital. Eran cincuenta, entre ellos estaba Ángel Flores.

De Venezuela a Cuba Ajedrez en Cuba

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Dos semanas después del accidente a Ángel le informan que será trasladado a La Habana para que le operen.

Es un alma en pena. La vida se le fue literalmente en un abrir y cerrar de ojos. Lleva días sin comer, sin hablar con nadie. Nada ya le importa. Ha quedado solo y con el peso de la culpa de haberle quitado la vida a sus seres más queridos.

“Era un trapo, no atendía a lo que me hablaban, a lo que me decían la gente, solo lloraba sin parar, mi mente estaba en shock. Todo el proceso del viaje ni lo recuerdo, estaba ido, desperté en mi cabeza cuando me dijeron:  Bienvenido señor, bienvenido a La Habana”, cuenta Ángel.

Del aeropuerto José Martí lo llevan a un hotel junto con los otros 49 venezolanos que serán operados. Allí dormirá. Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, comienzan las intervenciones quirúrgicas.

“Lo que me hizo tomar la decisión fue una conversación que tuve con una enfermera, la tipa era una mulata hermosa y me dijo, sin saber nada de mi tragedia, que la vida era una sola y que había que olvidarse del pasado, que el pasado solo sirve para hacernos sufrir”, dice.

Lo operaron con éxito y lo mandaron a una sala de recuperación. La misma noche de la operación, se levantó y fue al baño, su acompañante de sala dormía plácidamente. Se asomó al pasillo. No había nadie. Entró de nuevo a la habitación, se quitó la ropa verde de paciente y salió caminando. Nadie interumpió su trayectoria. Ángel llegó a La Habana sin saber a dónde ir, sin conocer a nadie. Se dijo, “a Venezuela no regresó”.

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“De todos modos yo tenía un trabajo de mierda como custodio, lo que ganaba no me alcanzaba para nada. Mi familia ya no estaba y me sentía culpable. No quería regresar a mi barrio y qué mejor país para olvidarse del pasado que Cuba”, dice.

Así, Ángel se entregó al destino, a lo que viniese. Estuvo días durmiendo en paradas de ómnibus, en escaleras de edificios, en portales. El recuerdo del accidente aún lo tenía en shock, mientras, su ojo se recuperaba sin los cuidados necesarios.

“Este viaje ha sido duro, todavía no me he repuesto y ya han pasado 15 años. Nadie se puede levantar de un golpe así. Pero La Habana me devolvió algo, yo no sé qué, pero eso pasó, esta ciudad es mágica y llegar y descubrirla me dio fuerza para levantarme y caminar”, dice.

Con una venda en su ojo izquierdo, Ángel se unió a dos mendigos que se topó una noche en el municipio de Marianao. Los tres formaron una pequeña manada. Comenzaron a vagabundear en equipo: pedían comida en los centros laborales de la zona, tomaban aguas en los policlínicos, en los hospitales y limpiaban los parabrisas de los autos en los semáforos para ganarse unos pocos pesos que invertían en alcohol.

Un día el grupo se fraccionó. Ángel terminó casi a las manos. “Ellos trabajaban menos que yo y querían compartir todas las ganancias cuando yo era el que más aportaba, se molestaron porque me compré un juego de ajedrez en una feria y ahí cortamos”.

El venezolano dio media vuelta y sintió que los gritos de sus ex amigos no escampaban. Caminó y caminó sin rumbo, hasta llegar a otro municipio. Horas después, descubrió un contenedor vacío, abandonado. Hoy, casi quince años después, sigue siendo su casa.

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Conocí a Ángel hace muy pocos días y ya he pasado tres veces por su contenedor. Nos hemos hecho amigos y he llegado con la justificación del ajedrez, de llevarle algo de comida, un poco de ropa, pero le estoy mintiendo, he ido a escucharlo. Su historia me atrapó por completo, quiero saber más y más. Me pide que las visitas sean en la tarde, que es cuando está más desocupado. “Una o dos partidas, no más, que el tiempo es oro”, me dice. En ese lapso le arrancó lo que puedo. Casi siempre es una media hora: no he logrado pasar de veinte jugadas en cada una de las diez veces que hemos jugado. Después de inclinar el rey la última vez, le pregunté:

— ¿No piensas volver a Venezuela?

— No, eso sería remover la mierda de mi pasado, bastante tengo con mi presente.

— ¿Cómo era la Venezuela que dejaste?

— Como la Cuba de hoy, así mismo, idéntica, todo lindo por fuera y hueco por dentro.

— ¿La situación ahora allá está complicada, no?

—No sé, no te puedo decir, yo me fui antes de que todo esto pasara, me entero de las noticias cuando me cae un periódico en las manos o cuando voy a ver la televisión al policlínico en la noche.

—¿Y qué te parece eso que has leído y has escuchado, estás con Maduro o Guaidó?

—No sé, podría ser una partida de ajedrez sin rey.


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