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Una vista general de la Corte Suprema de EE. UU. detrás de una valla de seguridad, en Washington, D.C. Fotografía de Graeme Sloan / REUTERS.
Podría parecer que la protección constitucional del derecho al aborto se revocó de un plumazo, pero no fue así. Poco a poco, durante casi cincuenta años, los conservadores llevaron a cabo una efectiva estrategia para capturar el Poder Judicial. En consecuencia, hoy Estados Unidos podría vivir una contrarrevolución que elimine las libertades y los derechos de varios grupos.
Ahora más que nunca conviene reflexionar sobre lo que parece ser una captura de la Corte Suprema por parte de los conservadores en Estados Unidos y sobre el efecto que eso tiene en la legitimidad de la institución. Como se sabe, en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, resuelto en junio de este año, la mayoría de los integrantes de la Corte concluyó que la Constitución del país no protege la libertad reproductiva de las mujeres y, en consecuencia, los estados tienen actualmente una enorme capacidad para decidir si prohíben o permiten el aborto.
Nos interesa mostrar que esta resolución no es una casualidad ni una sorpresa, sino el producto de un largo proceso de captura, por parte del Partido Republicano, de la judicatura federal. Dicho de otro modo: los cinco votos que borraron de la Constitución el derecho de las mujeres a decidir son solo el último eslabón de una larga cadena de acciones que ha debilitado la independencia del poder judicial en Estados Unidos y esto, en el mediano plazo, podría generar una contrarrevolución de las libertades. La nueva mayoría de jueces conservadores podría seguir la argumentación de Dobbs para eliminar la protección constitucional al uso de anticonceptivos, a las relaciones entre personas del mismo sexo y al matrimonio igualitario.
Al respecto, la legitimidad del poder judicial rara vez proviene de las urnas. A diferencia de lo que sucede con los poderes ejecutivo y legislativo, la judicatura gana su legitimidad por la solidez e imparcialidad con las que resuelve conflictos entre ciudadanos y entre estos y las autoridades. Una Corte legítima es aquella que cuenta con la independencia necesaria para interpretar correcta y convincentemente la Constitución y las leyes, sin interferencias indebidas de otros poderes o actores políticos.
El judicial es, por supuesto, un poder político en el sentido más amplio del término, pero jamás debe ser una instancia puramente partidista. Aunque está permeada por las preferencias ciudadanas y la opinión pública, es una institución que incluso debe ir en contra de las mayorías legislativas cuando se trata de garantizar los derechos de todas y todos, especialmente los de los grupos más vulnerables. Su función es encontrar el difícil equilibrio entre la Constitución y la democracia, entre la protección de los derechos y la regla de la mayoría.
La captura de los conservadores tomó casi medio siglo en construirse
Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos son propuestos por el presidente y ratificados por el Senado. El sistema de nombramiento es claramente político, pues las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo participan directamente en la selección de los jueces. Sin embargo, hasta hace unos años no prevalecía una lógica puramente partidista en este proceso. Antes de proponer a un candidato o una candidata, había un trabajo de conciliación entre los partidos. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, proponían personas que se identificaban con su proyecto pero, al mismo tiempo, coincidían en seleccionar juristas de calidad y trayectoria reconocidas que aseguraban independencia en lo político y capacidad en lo técnico.
Con el tiempo, la lógica partidista se filtró cada vez más en los nombramientos de los jueces federales. Ambos partidos dejaron a un lado las normas de cooperación, pero el movimiento conservador, ligado al Partido Republicano, diseñó una estrategia de largo plazo con el objetivo de impulsar el nombramiento de jueces identificados más estrechamente con su ideología. La estrategia tenía una parte de filosofía judicial y otra de captura partidista. Un grupo relativamente pequeño pero creciente de juristas y académicos conservadores adoptaron y difundieron, entre un número cada vez mayor de estudiantes y profesionales del derecho, metodologías que en el contexto de Estados Unidos producen resultados conservadores, tales como el textualismo y el originalismo.
Presentadas como metodologías neutrales de interpretación constitucional, el textualismo y el originalismo se convirtieron, en los hechos, en el medio más eficaz para justificar el desmantelamiento de las libertades y el impulso de la agenda republicana. No es difícil adivinar por qué interpretar las disposiciones constitucionales según el entendimiento del siglo XVIII o XIX produce, en general, resultados conservadores. La otra parte de la estrategia consistió en la organización del movimiento conservador en torno a la Sociedad Federalista (Federalist Society) que, desde su fundación en 1982, promueve el nombramiento de jóvenes abogados conservadores como jueces, muchos de los cuales son seguidores del originalismo y el textualismo.
Después de cuarenta años está claro que la estrategia resultó un éxito: actualmente seis de los nueve ministros de la Corte Suprema (Kavanaugh, Gorsuch, Thomas, Barret, Alito y Roberts) son o fueron miembros de la Federalist Society. El textualismo y el originalismo, que alguna vez fueron una excentricidad, son ahora las metodologías de interpretación dominantes en la Corte. Si bien tomó casi medio siglo construir esta nueva mayoría de conservadores, tan solo en los dos últimos años han hecho suficientes cambios en la jurisprudencia de Estados Unidos como para marcar el inicio de una nueva hegemonía en la interpretación constitucional. El caso Dobbs, en el que se revoca un precedente de casi cincuenta años sobre el derecho al aborto, es un ejemplo evidente del poder que tiene esta nueva mayoría.
Sin embargo, el éxito de la estrategia ha tenido altos costos en la legitimidad de la Corte. En particular, los tres nombramientos realizados durante la presidencia de Donald Trump significaron un aumento en la tensión con el Partido Demócrata. Antes de ello, la mayoría republicana en el Senado ni siquiera consideró al candidato propuesto por Barack Obama en enero de 2016 (Merrick Garland, un juez moderado que habría llenado la vacante del juez conservador Scalia), con el argumento de que ese año, en noviembre, habría elecciones presidenciales. Luego, cuando Donald Trump ganó la presidencia propuso a un candidato claramente conservador y originalista (Neil Gorsuch) y el Senado lo aprobó. Un año después, tras la renuncia del juez centrista Kennedy, Trump llenó su vacante con un juez que está bastante más a la derecha (Kavanaugh). Finalmente, el presidente Trump nombró a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.
Fue este último nombramiento de Trump el que inclinó definitivamente la balanza de la Corte en favor del ala más conservadora del Partido Republicano. Con el nombramiento de Barrett, se consolidó una mayoría de seis jueces ubicados en la derecha ideológica, formados en el seno de la Federalist Society. El presidente de la Corte, John Roberts, el más centrista e institucional de los seis, quedó relegado a partir de la llegada de Barret, quien consolidó esta nueva mayoría de conservadores.
El nombramiento de la jueza Barrett también fue el que terminó de dinamitar los puentes de conciliación con los demócratas y abrió un futuro de incertidumbre para la Corte, debido a la pérdida de legitimidad de la institución. Barrett fue nombrada a unos días de la elección presidencial de 2020, en una contradicción abierta de los republicanos respecto a su postura en 2016 ante el candidato de Obama. Además, llegó a ocupar la vacante que produjo la muerte de Ruth Bader Ginsburg, emblema liberal y feminista. No sorprende, a la luz de estos hechos, que su nombramiento haya cimentado la percepción de que la Corte Suprema es una trinchera más, donde los partidos se pelean cada centímetro.
La percepción de que la Corte es neutral —necesaria para la resolución eficaz de conflictos— está seriamente dañada. El porcentaje de personas que tienen mucha o algo de confianza en ella es apenas del 25%, un nivel históricamente bajo, y esta medición es anterior a las polémicas decisiones tomadas recientemente. Quizá lo más grave es que la partidización de los nombramientos también ha roto la relativa sintonía que la Corte tenía con la opinión pública en temas relevantes. El nombramiento de los jueces supremos produce un movimiento en la Corte que refleja las preferencias ciudadanas expresadas en la composición partidista de los poderes ejecutivo y legislativo. La sintonía no es perfecta, pues el cargo judicial vitalicio produce un cierto retraso, pero esto mismo también permite identificar los cambios más profundos en las preferencias ciudadanas, así como distinguirlos de los cambios coyunturales. El caso de Dobbs es icónico en este sentido porque la Corte eliminó el derecho al aborto, a pesar de que actualmente el 61% de los ciudadanos de Estados Unidos lo apoya en todos los supuestos. En suma: la sintonía entre la institución y la ciudadanía se ha fracturado.
El triunfo del originalismo y el fin del derecho a decidir
Para aquilatar las implicaciones de Dobbs, primero es necesario entender los dos precedentes que fueron superados por esta sentencia: Roe vs. Wade y Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey. En particular, es importante comprender la forma en que cada uno de estos tres casos reconoció (o negó) el derecho constitucional de las mujeres a interrumpir sus embarazos y los dos estándares que fijaron para analizar la validez de las regulaciones al aborto. En este proceso, la libertad reproductiva de las mujeres pasó de tener una protección constitucional robusta a una prácticamente inexistente.
Empecemos con los precedentes. En 1973 la Corte Suprema dictó la sentencia del caso Roe vs. Wade, en el que una mujer soltera cuestionó la constitucionalidad de las leyes penales de Texas que prohibían el aborto, con excepción de aquellos que, previa recomendación médica, tuvieran como propósito salvar la vida de la madre.
Siete de los nueve integrantes de aquella Corte concluyeron que este tipo de leyes eran inconstitucionales, pues violaban la cláusula de debido proceso, establecida en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esta cláusula establece que ningún estado podrá “privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Aunque no se trata de una libertad expresamente mencionada, la Corte interpretó que la cláusula protege el derecho a la privacidad, dentro del cual está comprendida la libertad de las mujeres para terminar sus embarazos. La posibilidad de abortar se convirtió, así, en un derecho de rango constitucional.
Este derecho, sin embargo, no se caracterizó como absoluto. En Roe, la Corte reconoció que los estados tienen un interés legítimo en proteger tanto la salud de la madre como la “potencialidad de la vida”. Para hacer compatibles ambos intereses con el derecho a decidir de las mujeres, la Corte creó un esquema dividido en trimestres. Durante el primer trimestre del embarazo, la decisión de abortar debía dejarse al juicio de la mujer y su médico tratante. A partir del segundo, el derecho a decidir podía regularse, pero solo con el fin de proteger la salud de la madre y siempre y cuando la regulación estuviese “razonablemente relacionada” con ese objetivo. Finalmente, durante el último trimestre los estados sí podrían regular el aborto con la finalidad de proteger la potencialidad de la vida.
De acuerdo con Roe, el inicio del tercer trimestre es un punto crucial. En la jurisprudencia de Estados Unidos ciertos derechos fundamentales solo pueden limitarse si se supera un test de escrutinio estricto, esto es, si la regulación sirve para alcanzar un interés apremiante y si está estrechamente confeccionada para lograrlo. En el caso de Roe, la Corte razonó que es precisamente al inicio del tercer trimestre cuando la vida de los fetos se vuelve “viable” fuera el vientre materno, entonces su protección puede considerarse un interés estatal apremiante y, por ende, el aborto puede limitarse por esta razón. Por eso, durante el último trimestre los estados pueden incluso prohibir el aborto, con excepción de aquellos casos en los que sea necesario preservar la salud o la vida de la madre.
El esquema de trimestres de Roe se mantuvo vigente durante casi dos décadas hasta que la Corte resolvió el caso Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey (1992). En este asunto, doctores y clínicas de Pensilvania impugnaron las disposiciones legislativas que imponían requisitos para que las mujeres pudieran obtener un aborto, por ejemplo, ellas debían otorgar su consentimiento informado antes del procedimiento, las menores de edad debían contar con la autorización de uno de sus padres y las casadas debían firmar una declaración en la que aseguraran que les habían notificado a sus esposos.
Frente a la petición explícita del gobierno de George H. W. Bush de abandonar los criterios establecidos en Roe, la Corte optó por una solución de compromiso. La sentencia fue escrita por tres integrantes que, pese a haber sido nominados por presidentes republicanos, no eran conservadores, sino que tenían una ideología moderada. Por una parte, la jueza O’Connor y los jueces Kennedy y Souter antepusieron la legitimidad de la institución a sus preferencias personales, enfatizaron la importancia de respetar las decisiones tomadas previamente (el principio conocido como stare decisis) y rechazaron las posiciones textualistas y originalistas al reiterar que la decisión de terminar un embarazo sí era una de las libertades protegidas por la cláusula de debido proceso. Asimismo, reafirmaron que los estados no podían prohibir el aborto antes de que el feto sea viable.
Por otra parte, la mayoría en el caso de Casey rechazó tanto el esquema de trimestres de Roe como la aplicación del test de escrutinio estricto para analizar las regulaciones del aborto. De acuerdo con el nuevo estándar, los estados sí podían limitar el aborto desde el inicio del embarazo a fin de proteger la salud de la madre y la vida del feto, siempre y cuando esas regulaciones no generan una “carga indebida”, esto es, que no tuvieran el propósito o el efecto de crear “obstáculos sustanciales” contra el aborto antes de que el feto sea viable.
Por lo tanto, en el caso de Casey, la Corte definió un nuevo balance para Estados Unidos: acotó la libertad reproductiva de las mujeres, le dio mayor peso a la protección del feto y amplió el margen de los estados para imponer obstáculos al aborto. Tanto así que al aplicar el nuevo estándar, la mayoría de los jueces supremos concluyó que todas las regulaciones de Pensilvania al aborto eran constitucionales, excepto la notificación conyugal. Pese a todo, la sentencia reafirmó el estatus constitucional del derecho a decidir y estableció un escrutinio intermedio para las regulaciones al aborto.
El fin de la protección constitucional de la libertad reproductiva de las mujeres llegó con el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta vez la Corte debía responder si las prohibiciones del aborto antes de la viabilidad del feto eran constitucionales. Específicamente, analizó una ley de Misisipi que, en términos generales, prohíbe el aborto de un “ser humano no nacido” después de quince semanas de gestación.
La mayoría, conformada por los cinco integrantes más conservadores de la Corte (Thomas, Alito, Gorsuch, Barrett y Kavanaugh), no solo rechazó una de las líneas que con mayor claridad trazaron Roe y Casey —que los estados no pueden prohibir el aborto antes de la viabilidad del feto—, sino que también borró del mapa constitucional el derecho a decidir de las mujeres. Fue un triunfo contundente del originalismo y de la revolución de los conservadores.
Esta mayoría, en el asunto de Dobbs, concluyó que tanto Roe como Casey debían abandonarse. Decidieron que la Constitución no protege la libertad reproductiva de las mujeres, pues no está explícitamente establecida en el texto constitucional ni está firmemente anclada en la historia o las tradiciones de Estados Unidos. Finalmente, decidieron que toda restricción al aborto debe analizarse con el nivel de escrutinio más bajo, según el cual una medida es constitucional si es mínimamente efectiva para alcanzar un objetivo legítimo. Así, la Corte concluyó que la protección a la “vida del no nacido” era un interés legítimo y, por lo tanto, que la ley de Misisipi que prohibía el aborto antes de la viabilidad del feto sí era constitucional.
¿Una contrarrevolución de las libertades?
Bien dicen que la legitimidad judicial se gana centímetro a centímetro, pero que ciertas decisiones pueden causar pérdidas que se miden en kilómetros. Por desgracia, el caso Dobbs podría marcar el inicio de una profunda crisis en una institución que durante décadas había podido consolidarse como un espacio para la protección de los derechos y las libertades. Además, esta decisión amenaza con eliminar otras libertades que hasta ahora se han protegido a través de la cláusula del debido proceso, tales como el matrimonio igualitario o la libertad de usar anticonceptivos.
Estados Unidos es solo un ejemplo de cómo la captura partidista puede dinamitar la legitimidad de los poderes judiciales. Durante décadas el Partido Republicano se dedicó a poblar la judicatura con personas afines a una metodología de interpretación que, en los hechos, favorece la agenda de los conservadores. Los resultados están a la vista: cada vez son menos las y los estadounidenses que confían en el máximo tribunal de su país. El futuro de la Corte es, en ese sentido, incierto. Pero algo queda claro: gracias a la captura partidista que han emprendido los conservadores y los republicanos y al triunfo del originalismo, para muchas y muchos la Corte está cada vez más lejos de ser y parecer un árbitro imparcial. Son malos tiempos para una de las democracias constitucionales más antiguas... y mal haríamos en no tomar nota de las causas de esta crisis.
Podría parecer que la protección constitucional del derecho al aborto se revocó de un plumazo, pero no fue así. Poco a poco, durante casi cincuenta años, los conservadores llevaron a cabo una efectiva estrategia para capturar el Poder Judicial. En consecuencia, hoy Estados Unidos podría vivir una contrarrevolución que elimine las libertades y los derechos de varios grupos.
Ahora más que nunca conviene reflexionar sobre lo que parece ser una captura de la Corte Suprema por parte de los conservadores en Estados Unidos y sobre el efecto que eso tiene en la legitimidad de la institución. Como se sabe, en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, resuelto en junio de este año, la mayoría de los integrantes de la Corte concluyó que la Constitución del país no protege la libertad reproductiva de las mujeres y, en consecuencia, los estados tienen actualmente una enorme capacidad para decidir si prohíben o permiten el aborto.
Nos interesa mostrar que esta resolución no es una casualidad ni una sorpresa, sino el producto de un largo proceso de captura, por parte del Partido Republicano, de la judicatura federal. Dicho de otro modo: los cinco votos que borraron de la Constitución el derecho de las mujeres a decidir son solo el último eslabón de una larga cadena de acciones que ha debilitado la independencia del poder judicial en Estados Unidos y esto, en el mediano plazo, podría generar una contrarrevolución de las libertades. La nueva mayoría de jueces conservadores podría seguir la argumentación de Dobbs para eliminar la protección constitucional al uso de anticonceptivos, a las relaciones entre personas del mismo sexo y al matrimonio igualitario.
Al respecto, la legitimidad del poder judicial rara vez proviene de las urnas. A diferencia de lo que sucede con los poderes ejecutivo y legislativo, la judicatura gana su legitimidad por la solidez e imparcialidad con las que resuelve conflictos entre ciudadanos y entre estos y las autoridades. Una Corte legítima es aquella que cuenta con la independencia necesaria para interpretar correcta y convincentemente la Constitución y las leyes, sin interferencias indebidas de otros poderes o actores políticos.
El judicial es, por supuesto, un poder político en el sentido más amplio del término, pero jamás debe ser una instancia puramente partidista. Aunque está permeada por las preferencias ciudadanas y la opinión pública, es una institución que incluso debe ir en contra de las mayorías legislativas cuando se trata de garantizar los derechos de todas y todos, especialmente los de los grupos más vulnerables. Su función es encontrar el difícil equilibrio entre la Constitución y la democracia, entre la protección de los derechos y la regla de la mayoría.
La captura de los conservadores tomó casi medio siglo en construirse
Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos son propuestos por el presidente y ratificados por el Senado. El sistema de nombramiento es claramente político, pues las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo participan directamente en la selección de los jueces. Sin embargo, hasta hace unos años no prevalecía una lógica puramente partidista en este proceso. Antes de proponer a un candidato o una candidata, había un trabajo de conciliación entre los partidos. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, proponían personas que se identificaban con su proyecto pero, al mismo tiempo, coincidían en seleccionar juristas de calidad y trayectoria reconocidas que aseguraban independencia en lo político y capacidad en lo técnico.
Con el tiempo, la lógica partidista se filtró cada vez más en los nombramientos de los jueces federales. Ambos partidos dejaron a un lado las normas de cooperación, pero el movimiento conservador, ligado al Partido Republicano, diseñó una estrategia de largo plazo con el objetivo de impulsar el nombramiento de jueces identificados más estrechamente con su ideología. La estrategia tenía una parte de filosofía judicial y otra de captura partidista. Un grupo relativamente pequeño pero creciente de juristas y académicos conservadores adoptaron y difundieron, entre un número cada vez mayor de estudiantes y profesionales del derecho, metodologías que en el contexto de Estados Unidos producen resultados conservadores, tales como el textualismo y el originalismo.
Presentadas como metodologías neutrales de interpretación constitucional, el textualismo y el originalismo se convirtieron, en los hechos, en el medio más eficaz para justificar el desmantelamiento de las libertades y el impulso de la agenda republicana. No es difícil adivinar por qué interpretar las disposiciones constitucionales según el entendimiento del siglo XVIII o XIX produce, en general, resultados conservadores. La otra parte de la estrategia consistió en la organización del movimiento conservador en torno a la Sociedad Federalista (Federalist Society) que, desde su fundación en 1982, promueve el nombramiento de jóvenes abogados conservadores como jueces, muchos de los cuales son seguidores del originalismo y el textualismo.
Después de cuarenta años está claro que la estrategia resultó un éxito: actualmente seis de los nueve ministros de la Corte Suprema (Kavanaugh, Gorsuch, Thomas, Barret, Alito y Roberts) son o fueron miembros de la Federalist Society. El textualismo y el originalismo, que alguna vez fueron una excentricidad, son ahora las metodologías de interpretación dominantes en la Corte. Si bien tomó casi medio siglo construir esta nueva mayoría de conservadores, tan solo en los dos últimos años han hecho suficientes cambios en la jurisprudencia de Estados Unidos como para marcar el inicio de una nueva hegemonía en la interpretación constitucional. El caso Dobbs, en el que se revoca un precedente de casi cincuenta años sobre el derecho al aborto, es un ejemplo evidente del poder que tiene esta nueva mayoría.
Sin embargo, el éxito de la estrategia ha tenido altos costos en la legitimidad de la Corte. En particular, los tres nombramientos realizados durante la presidencia de Donald Trump significaron un aumento en la tensión con el Partido Demócrata. Antes de ello, la mayoría republicana en el Senado ni siquiera consideró al candidato propuesto por Barack Obama en enero de 2016 (Merrick Garland, un juez moderado que habría llenado la vacante del juez conservador Scalia), con el argumento de que ese año, en noviembre, habría elecciones presidenciales. Luego, cuando Donald Trump ganó la presidencia propuso a un candidato claramente conservador y originalista (Neil Gorsuch) y el Senado lo aprobó. Un año después, tras la renuncia del juez centrista Kennedy, Trump llenó su vacante con un juez que está bastante más a la derecha (Kavanaugh). Finalmente, el presidente Trump nombró a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.
Fue este último nombramiento de Trump el que inclinó definitivamente la balanza de la Corte en favor del ala más conservadora del Partido Republicano. Con el nombramiento de Barrett, se consolidó una mayoría de seis jueces ubicados en la derecha ideológica, formados en el seno de la Federalist Society. El presidente de la Corte, John Roberts, el más centrista e institucional de los seis, quedó relegado a partir de la llegada de Barret, quien consolidó esta nueva mayoría de conservadores.
El nombramiento de la jueza Barrett también fue el que terminó de dinamitar los puentes de conciliación con los demócratas y abrió un futuro de incertidumbre para la Corte, debido a la pérdida de legitimidad de la institución. Barrett fue nombrada a unos días de la elección presidencial de 2020, en una contradicción abierta de los republicanos respecto a su postura en 2016 ante el candidato de Obama. Además, llegó a ocupar la vacante que produjo la muerte de Ruth Bader Ginsburg, emblema liberal y feminista. No sorprende, a la luz de estos hechos, que su nombramiento haya cimentado la percepción de que la Corte Suprema es una trinchera más, donde los partidos se pelean cada centímetro.
La percepción de que la Corte es neutral —necesaria para la resolución eficaz de conflictos— está seriamente dañada. El porcentaje de personas que tienen mucha o algo de confianza en ella es apenas del 25%, un nivel históricamente bajo, y esta medición es anterior a las polémicas decisiones tomadas recientemente. Quizá lo más grave es que la partidización de los nombramientos también ha roto la relativa sintonía que la Corte tenía con la opinión pública en temas relevantes. El nombramiento de los jueces supremos produce un movimiento en la Corte que refleja las preferencias ciudadanas expresadas en la composición partidista de los poderes ejecutivo y legislativo. La sintonía no es perfecta, pues el cargo judicial vitalicio produce un cierto retraso, pero esto mismo también permite identificar los cambios más profundos en las preferencias ciudadanas, así como distinguirlos de los cambios coyunturales. El caso de Dobbs es icónico en este sentido porque la Corte eliminó el derecho al aborto, a pesar de que actualmente el 61% de los ciudadanos de Estados Unidos lo apoya en todos los supuestos. En suma: la sintonía entre la institución y la ciudadanía se ha fracturado.
El triunfo del originalismo y el fin del derecho a decidir
Para aquilatar las implicaciones de Dobbs, primero es necesario entender los dos precedentes que fueron superados por esta sentencia: Roe vs. Wade y Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey. En particular, es importante comprender la forma en que cada uno de estos tres casos reconoció (o negó) el derecho constitucional de las mujeres a interrumpir sus embarazos y los dos estándares que fijaron para analizar la validez de las regulaciones al aborto. En este proceso, la libertad reproductiva de las mujeres pasó de tener una protección constitucional robusta a una prácticamente inexistente.
Empecemos con los precedentes. En 1973 la Corte Suprema dictó la sentencia del caso Roe vs. Wade, en el que una mujer soltera cuestionó la constitucionalidad de las leyes penales de Texas que prohibían el aborto, con excepción de aquellos que, previa recomendación médica, tuvieran como propósito salvar la vida de la madre.
Siete de los nueve integrantes de aquella Corte concluyeron que este tipo de leyes eran inconstitucionales, pues violaban la cláusula de debido proceso, establecida en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esta cláusula establece que ningún estado podrá “privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Aunque no se trata de una libertad expresamente mencionada, la Corte interpretó que la cláusula protege el derecho a la privacidad, dentro del cual está comprendida la libertad de las mujeres para terminar sus embarazos. La posibilidad de abortar se convirtió, así, en un derecho de rango constitucional.
Este derecho, sin embargo, no se caracterizó como absoluto. En Roe, la Corte reconoció que los estados tienen un interés legítimo en proteger tanto la salud de la madre como la “potencialidad de la vida”. Para hacer compatibles ambos intereses con el derecho a decidir de las mujeres, la Corte creó un esquema dividido en trimestres. Durante el primer trimestre del embarazo, la decisión de abortar debía dejarse al juicio de la mujer y su médico tratante. A partir del segundo, el derecho a decidir podía regularse, pero solo con el fin de proteger la salud de la madre y siempre y cuando la regulación estuviese “razonablemente relacionada” con ese objetivo. Finalmente, durante el último trimestre los estados sí podrían regular el aborto con la finalidad de proteger la potencialidad de la vida.
De acuerdo con Roe, el inicio del tercer trimestre es un punto crucial. En la jurisprudencia de Estados Unidos ciertos derechos fundamentales solo pueden limitarse si se supera un test de escrutinio estricto, esto es, si la regulación sirve para alcanzar un interés apremiante y si está estrechamente confeccionada para lograrlo. En el caso de Roe, la Corte razonó que es precisamente al inicio del tercer trimestre cuando la vida de los fetos se vuelve “viable” fuera el vientre materno, entonces su protección puede considerarse un interés estatal apremiante y, por ende, el aborto puede limitarse por esta razón. Por eso, durante el último trimestre los estados pueden incluso prohibir el aborto, con excepción de aquellos casos en los que sea necesario preservar la salud o la vida de la madre.
El esquema de trimestres de Roe se mantuvo vigente durante casi dos décadas hasta que la Corte resolvió el caso Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey (1992). En este asunto, doctores y clínicas de Pensilvania impugnaron las disposiciones legislativas que imponían requisitos para que las mujeres pudieran obtener un aborto, por ejemplo, ellas debían otorgar su consentimiento informado antes del procedimiento, las menores de edad debían contar con la autorización de uno de sus padres y las casadas debían firmar una declaración en la que aseguraran que les habían notificado a sus esposos.
Frente a la petición explícita del gobierno de George H. W. Bush de abandonar los criterios establecidos en Roe, la Corte optó por una solución de compromiso. La sentencia fue escrita por tres integrantes que, pese a haber sido nominados por presidentes republicanos, no eran conservadores, sino que tenían una ideología moderada. Por una parte, la jueza O’Connor y los jueces Kennedy y Souter antepusieron la legitimidad de la institución a sus preferencias personales, enfatizaron la importancia de respetar las decisiones tomadas previamente (el principio conocido como stare decisis) y rechazaron las posiciones textualistas y originalistas al reiterar que la decisión de terminar un embarazo sí era una de las libertades protegidas por la cláusula de debido proceso. Asimismo, reafirmaron que los estados no podían prohibir el aborto antes de que el feto sea viable.
Por otra parte, la mayoría en el caso de Casey rechazó tanto el esquema de trimestres de Roe como la aplicación del test de escrutinio estricto para analizar las regulaciones del aborto. De acuerdo con el nuevo estándar, los estados sí podían limitar el aborto desde el inicio del embarazo a fin de proteger la salud de la madre y la vida del feto, siempre y cuando esas regulaciones no generan una “carga indebida”, esto es, que no tuvieran el propósito o el efecto de crear “obstáculos sustanciales” contra el aborto antes de que el feto sea viable.
Por lo tanto, en el caso de Casey, la Corte definió un nuevo balance para Estados Unidos: acotó la libertad reproductiva de las mujeres, le dio mayor peso a la protección del feto y amplió el margen de los estados para imponer obstáculos al aborto. Tanto así que al aplicar el nuevo estándar, la mayoría de los jueces supremos concluyó que todas las regulaciones de Pensilvania al aborto eran constitucionales, excepto la notificación conyugal. Pese a todo, la sentencia reafirmó el estatus constitucional del derecho a decidir y estableció un escrutinio intermedio para las regulaciones al aborto.
El fin de la protección constitucional de la libertad reproductiva de las mujeres llegó con el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta vez la Corte debía responder si las prohibiciones del aborto antes de la viabilidad del feto eran constitucionales. Específicamente, analizó una ley de Misisipi que, en términos generales, prohíbe el aborto de un “ser humano no nacido” después de quince semanas de gestación.
La mayoría, conformada por los cinco integrantes más conservadores de la Corte (Thomas, Alito, Gorsuch, Barrett y Kavanaugh), no solo rechazó una de las líneas que con mayor claridad trazaron Roe y Casey —que los estados no pueden prohibir el aborto antes de la viabilidad del feto—, sino que también borró del mapa constitucional el derecho a decidir de las mujeres. Fue un triunfo contundente del originalismo y de la revolución de los conservadores.
Esta mayoría, en el asunto de Dobbs, concluyó que tanto Roe como Casey debían abandonarse. Decidieron que la Constitución no protege la libertad reproductiva de las mujeres, pues no está explícitamente establecida en el texto constitucional ni está firmemente anclada en la historia o las tradiciones de Estados Unidos. Finalmente, decidieron que toda restricción al aborto debe analizarse con el nivel de escrutinio más bajo, según el cual una medida es constitucional si es mínimamente efectiva para alcanzar un objetivo legítimo. Así, la Corte concluyó que la protección a la “vida del no nacido” era un interés legítimo y, por lo tanto, que la ley de Misisipi que prohibía el aborto antes de la viabilidad del feto sí era constitucional.
¿Una contrarrevolución de las libertades?
Bien dicen que la legitimidad judicial se gana centímetro a centímetro, pero que ciertas decisiones pueden causar pérdidas que se miden en kilómetros. Por desgracia, el caso Dobbs podría marcar el inicio de una profunda crisis en una institución que durante décadas había podido consolidarse como un espacio para la protección de los derechos y las libertades. Además, esta decisión amenaza con eliminar otras libertades que hasta ahora se han protegido a través de la cláusula del debido proceso, tales como el matrimonio igualitario o la libertad de usar anticonceptivos.
Estados Unidos es solo un ejemplo de cómo la captura partidista puede dinamitar la legitimidad de los poderes judiciales. Durante décadas el Partido Republicano se dedicó a poblar la judicatura con personas afines a una metodología de interpretación que, en los hechos, favorece la agenda de los conservadores. Los resultados están a la vista: cada vez son menos las y los estadounidenses que confían en el máximo tribunal de su país. El futuro de la Corte es, en ese sentido, incierto. Pero algo queda claro: gracias a la captura partidista que han emprendido los conservadores y los republicanos y al triunfo del originalismo, para muchas y muchos la Corte está cada vez más lejos de ser y parecer un árbitro imparcial. Son malos tiempos para una de las democracias constitucionales más antiguas... y mal haríamos en no tomar nota de las causas de esta crisis.
Una vista general de la Corte Suprema de EE. UU. detrás de una valla de seguridad, en Washington, D.C. Fotografía de Graeme Sloan / REUTERS.
Podría parecer que la protección constitucional del derecho al aborto se revocó de un plumazo, pero no fue así. Poco a poco, durante casi cincuenta años, los conservadores llevaron a cabo una efectiva estrategia para capturar el Poder Judicial. En consecuencia, hoy Estados Unidos podría vivir una contrarrevolución que elimine las libertades y los derechos de varios grupos.
Ahora más que nunca conviene reflexionar sobre lo que parece ser una captura de la Corte Suprema por parte de los conservadores en Estados Unidos y sobre el efecto que eso tiene en la legitimidad de la institución. Como se sabe, en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, resuelto en junio de este año, la mayoría de los integrantes de la Corte concluyó que la Constitución del país no protege la libertad reproductiva de las mujeres y, en consecuencia, los estados tienen actualmente una enorme capacidad para decidir si prohíben o permiten el aborto.
Nos interesa mostrar que esta resolución no es una casualidad ni una sorpresa, sino el producto de un largo proceso de captura, por parte del Partido Republicano, de la judicatura federal. Dicho de otro modo: los cinco votos que borraron de la Constitución el derecho de las mujeres a decidir son solo el último eslabón de una larga cadena de acciones que ha debilitado la independencia del poder judicial en Estados Unidos y esto, en el mediano plazo, podría generar una contrarrevolución de las libertades. La nueva mayoría de jueces conservadores podría seguir la argumentación de Dobbs para eliminar la protección constitucional al uso de anticonceptivos, a las relaciones entre personas del mismo sexo y al matrimonio igualitario.
Al respecto, la legitimidad del poder judicial rara vez proviene de las urnas. A diferencia de lo que sucede con los poderes ejecutivo y legislativo, la judicatura gana su legitimidad por la solidez e imparcialidad con las que resuelve conflictos entre ciudadanos y entre estos y las autoridades. Una Corte legítima es aquella que cuenta con la independencia necesaria para interpretar correcta y convincentemente la Constitución y las leyes, sin interferencias indebidas de otros poderes o actores políticos.
El judicial es, por supuesto, un poder político en el sentido más amplio del término, pero jamás debe ser una instancia puramente partidista. Aunque está permeada por las preferencias ciudadanas y la opinión pública, es una institución que incluso debe ir en contra de las mayorías legislativas cuando se trata de garantizar los derechos de todas y todos, especialmente los de los grupos más vulnerables. Su función es encontrar el difícil equilibrio entre la Constitución y la democracia, entre la protección de los derechos y la regla de la mayoría.
La captura de los conservadores tomó casi medio siglo en construirse
Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos son propuestos por el presidente y ratificados por el Senado. El sistema de nombramiento es claramente político, pues las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo participan directamente en la selección de los jueces. Sin embargo, hasta hace unos años no prevalecía una lógica puramente partidista en este proceso. Antes de proponer a un candidato o una candidata, había un trabajo de conciliación entre los partidos. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, proponían personas que se identificaban con su proyecto pero, al mismo tiempo, coincidían en seleccionar juristas de calidad y trayectoria reconocidas que aseguraban independencia en lo político y capacidad en lo técnico.
Con el tiempo, la lógica partidista se filtró cada vez más en los nombramientos de los jueces federales. Ambos partidos dejaron a un lado las normas de cooperación, pero el movimiento conservador, ligado al Partido Republicano, diseñó una estrategia de largo plazo con el objetivo de impulsar el nombramiento de jueces identificados más estrechamente con su ideología. La estrategia tenía una parte de filosofía judicial y otra de captura partidista. Un grupo relativamente pequeño pero creciente de juristas y académicos conservadores adoptaron y difundieron, entre un número cada vez mayor de estudiantes y profesionales del derecho, metodologías que en el contexto de Estados Unidos producen resultados conservadores, tales como el textualismo y el originalismo.
Presentadas como metodologías neutrales de interpretación constitucional, el textualismo y el originalismo se convirtieron, en los hechos, en el medio más eficaz para justificar el desmantelamiento de las libertades y el impulso de la agenda republicana. No es difícil adivinar por qué interpretar las disposiciones constitucionales según el entendimiento del siglo XVIII o XIX produce, en general, resultados conservadores. La otra parte de la estrategia consistió en la organización del movimiento conservador en torno a la Sociedad Federalista (Federalist Society) que, desde su fundación en 1982, promueve el nombramiento de jóvenes abogados conservadores como jueces, muchos de los cuales son seguidores del originalismo y el textualismo.
Después de cuarenta años está claro que la estrategia resultó un éxito: actualmente seis de los nueve ministros de la Corte Suprema (Kavanaugh, Gorsuch, Thomas, Barret, Alito y Roberts) son o fueron miembros de la Federalist Society. El textualismo y el originalismo, que alguna vez fueron una excentricidad, son ahora las metodologías de interpretación dominantes en la Corte. Si bien tomó casi medio siglo construir esta nueva mayoría de conservadores, tan solo en los dos últimos años han hecho suficientes cambios en la jurisprudencia de Estados Unidos como para marcar el inicio de una nueva hegemonía en la interpretación constitucional. El caso Dobbs, en el que se revoca un precedente de casi cincuenta años sobre el derecho al aborto, es un ejemplo evidente del poder que tiene esta nueva mayoría.
Sin embargo, el éxito de la estrategia ha tenido altos costos en la legitimidad de la Corte. En particular, los tres nombramientos realizados durante la presidencia de Donald Trump significaron un aumento en la tensión con el Partido Demócrata. Antes de ello, la mayoría republicana en el Senado ni siquiera consideró al candidato propuesto por Barack Obama en enero de 2016 (Merrick Garland, un juez moderado que habría llenado la vacante del juez conservador Scalia), con el argumento de que ese año, en noviembre, habría elecciones presidenciales. Luego, cuando Donald Trump ganó la presidencia propuso a un candidato claramente conservador y originalista (Neil Gorsuch) y el Senado lo aprobó. Un año después, tras la renuncia del juez centrista Kennedy, Trump llenó su vacante con un juez que está bastante más a la derecha (Kavanaugh). Finalmente, el presidente Trump nombró a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.
Fue este último nombramiento de Trump el que inclinó definitivamente la balanza de la Corte en favor del ala más conservadora del Partido Republicano. Con el nombramiento de Barrett, se consolidó una mayoría de seis jueces ubicados en la derecha ideológica, formados en el seno de la Federalist Society. El presidente de la Corte, John Roberts, el más centrista e institucional de los seis, quedó relegado a partir de la llegada de Barret, quien consolidó esta nueva mayoría de conservadores.
El nombramiento de la jueza Barrett también fue el que terminó de dinamitar los puentes de conciliación con los demócratas y abrió un futuro de incertidumbre para la Corte, debido a la pérdida de legitimidad de la institución. Barrett fue nombrada a unos días de la elección presidencial de 2020, en una contradicción abierta de los republicanos respecto a su postura en 2016 ante el candidato de Obama. Además, llegó a ocupar la vacante que produjo la muerte de Ruth Bader Ginsburg, emblema liberal y feminista. No sorprende, a la luz de estos hechos, que su nombramiento haya cimentado la percepción de que la Corte Suprema es una trinchera más, donde los partidos se pelean cada centímetro.
La percepción de que la Corte es neutral —necesaria para la resolución eficaz de conflictos— está seriamente dañada. El porcentaje de personas que tienen mucha o algo de confianza en ella es apenas del 25%, un nivel históricamente bajo, y esta medición es anterior a las polémicas decisiones tomadas recientemente. Quizá lo más grave es que la partidización de los nombramientos también ha roto la relativa sintonía que la Corte tenía con la opinión pública en temas relevantes. El nombramiento de los jueces supremos produce un movimiento en la Corte que refleja las preferencias ciudadanas expresadas en la composición partidista de los poderes ejecutivo y legislativo. La sintonía no es perfecta, pues el cargo judicial vitalicio produce un cierto retraso, pero esto mismo también permite identificar los cambios más profundos en las preferencias ciudadanas, así como distinguirlos de los cambios coyunturales. El caso de Dobbs es icónico en este sentido porque la Corte eliminó el derecho al aborto, a pesar de que actualmente el 61% de los ciudadanos de Estados Unidos lo apoya en todos los supuestos. En suma: la sintonía entre la institución y la ciudadanía se ha fracturado.
El triunfo del originalismo y el fin del derecho a decidir
Para aquilatar las implicaciones de Dobbs, primero es necesario entender los dos precedentes que fueron superados por esta sentencia: Roe vs. Wade y Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey. En particular, es importante comprender la forma en que cada uno de estos tres casos reconoció (o negó) el derecho constitucional de las mujeres a interrumpir sus embarazos y los dos estándares que fijaron para analizar la validez de las regulaciones al aborto. En este proceso, la libertad reproductiva de las mujeres pasó de tener una protección constitucional robusta a una prácticamente inexistente.
Empecemos con los precedentes. En 1973 la Corte Suprema dictó la sentencia del caso Roe vs. Wade, en el que una mujer soltera cuestionó la constitucionalidad de las leyes penales de Texas que prohibían el aborto, con excepción de aquellos que, previa recomendación médica, tuvieran como propósito salvar la vida de la madre.
Siete de los nueve integrantes de aquella Corte concluyeron que este tipo de leyes eran inconstitucionales, pues violaban la cláusula de debido proceso, establecida en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esta cláusula establece que ningún estado podrá “privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Aunque no se trata de una libertad expresamente mencionada, la Corte interpretó que la cláusula protege el derecho a la privacidad, dentro del cual está comprendida la libertad de las mujeres para terminar sus embarazos. La posibilidad de abortar se convirtió, así, en un derecho de rango constitucional.
Este derecho, sin embargo, no se caracterizó como absoluto. En Roe, la Corte reconoció que los estados tienen un interés legítimo en proteger tanto la salud de la madre como la “potencialidad de la vida”. Para hacer compatibles ambos intereses con el derecho a decidir de las mujeres, la Corte creó un esquema dividido en trimestres. Durante el primer trimestre del embarazo, la decisión de abortar debía dejarse al juicio de la mujer y su médico tratante. A partir del segundo, el derecho a decidir podía regularse, pero solo con el fin de proteger la salud de la madre y siempre y cuando la regulación estuviese “razonablemente relacionada” con ese objetivo. Finalmente, durante el último trimestre los estados sí podrían regular el aborto con la finalidad de proteger la potencialidad de la vida.
De acuerdo con Roe, el inicio del tercer trimestre es un punto crucial. En la jurisprudencia de Estados Unidos ciertos derechos fundamentales solo pueden limitarse si se supera un test de escrutinio estricto, esto es, si la regulación sirve para alcanzar un interés apremiante y si está estrechamente confeccionada para lograrlo. En el caso de Roe, la Corte razonó que es precisamente al inicio del tercer trimestre cuando la vida de los fetos se vuelve “viable” fuera el vientre materno, entonces su protección puede considerarse un interés estatal apremiante y, por ende, el aborto puede limitarse por esta razón. Por eso, durante el último trimestre los estados pueden incluso prohibir el aborto, con excepción de aquellos casos en los que sea necesario preservar la salud o la vida de la madre.
El esquema de trimestres de Roe se mantuvo vigente durante casi dos décadas hasta que la Corte resolvió el caso Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey (1992). En este asunto, doctores y clínicas de Pensilvania impugnaron las disposiciones legislativas que imponían requisitos para que las mujeres pudieran obtener un aborto, por ejemplo, ellas debían otorgar su consentimiento informado antes del procedimiento, las menores de edad debían contar con la autorización de uno de sus padres y las casadas debían firmar una declaración en la que aseguraran que les habían notificado a sus esposos.
Frente a la petición explícita del gobierno de George H. W. Bush de abandonar los criterios establecidos en Roe, la Corte optó por una solución de compromiso. La sentencia fue escrita por tres integrantes que, pese a haber sido nominados por presidentes republicanos, no eran conservadores, sino que tenían una ideología moderada. Por una parte, la jueza O’Connor y los jueces Kennedy y Souter antepusieron la legitimidad de la institución a sus preferencias personales, enfatizaron la importancia de respetar las decisiones tomadas previamente (el principio conocido como stare decisis) y rechazaron las posiciones textualistas y originalistas al reiterar que la decisión de terminar un embarazo sí era una de las libertades protegidas por la cláusula de debido proceso. Asimismo, reafirmaron que los estados no podían prohibir el aborto antes de que el feto sea viable.
Por otra parte, la mayoría en el caso de Casey rechazó tanto el esquema de trimestres de Roe como la aplicación del test de escrutinio estricto para analizar las regulaciones del aborto. De acuerdo con el nuevo estándar, los estados sí podían limitar el aborto desde el inicio del embarazo a fin de proteger la salud de la madre y la vida del feto, siempre y cuando esas regulaciones no generan una “carga indebida”, esto es, que no tuvieran el propósito o el efecto de crear “obstáculos sustanciales” contra el aborto antes de que el feto sea viable.
Por lo tanto, en el caso de Casey, la Corte definió un nuevo balance para Estados Unidos: acotó la libertad reproductiva de las mujeres, le dio mayor peso a la protección del feto y amplió el margen de los estados para imponer obstáculos al aborto. Tanto así que al aplicar el nuevo estándar, la mayoría de los jueces supremos concluyó que todas las regulaciones de Pensilvania al aborto eran constitucionales, excepto la notificación conyugal. Pese a todo, la sentencia reafirmó el estatus constitucional del derecho a decidir y estableció un escrutinio intermedio para las regulaciones al aborto.
El fin de la protección constitucional de la libertad reproductiva de las mujeres llegó con el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta vez la Corte debía responder si las prohibiciones del aborto antes de la viabilidad del feto eran constitucionales. Específicamente, analizó una ley de Misisipi que, en términos generales, prohíbe el aborto de un “ser humano no nacido” después de quince semanas de gestación.
La mayoría, conformada por los cinco integrantes más conservadores de la Corte (Thomas, Alito, Gorsuch, Barrett y Kavanaugh), no solo rechazó una de las líneas que con mayor claridad trazaron Roe y Casey —que los estados no pueden prohibir el aborto antes de la viabilidad del feto—, sino que también borró del mapa constitucional el derecho a decidir de las mujeres. Fue un triunfo contundente del originalismo y de la revolución de los conservadores.
Esta mayoría, en el asunto de Dobbs, concluyó que tanto Roe como Casey debían abandonarse. Decidieron que la Constitución no protege la libertad reproductiva de las mujeres, pues no está explícitamente establecida en el texto constitucional ni está firmemente anclada en la historia o las tradiciones de Estados Unidos. Finalmente, decidieron que toda restricción al aborto debe analizarse con el nivel de escrutinio más bajo, según el cual una medida es constitucional si es mínimamente efectiva para alcanzar un objetivo legítimo. Así, la Corte concluyó que la protección a la “vida del no nacido” era un interés legítimo y, por lo tanto, que la ley de Misisipi que prohibía el aborto antes de la viabilidad del feto sí era constitucional.
¿Una contrarrevolución de las libertades?
Bien dicen que la legitimidad judicial se gana centímetro a centímetro, pero que ciertas decisiones pueden causar pérdidas que se miden en kilómetros. Por desgracia, el caso Dobbs podría marcar el inicio de una profunda crisis en una institución que durante décadas había podido consolidarse como un espacio para la protección de los derechos y las libertades. Además, esta decisión amenaza con eliminar otras libertades que hasta ahora se han protegido a través de la cláusula del debido proceso, tales como el matrimonio igualitario o la libertad de usar anticonceptivos.
Estados Unidos es solo un ejemplo de cómo la captura partidista puede dinamitar la legitimidad de los poderes judiciales. Durante décadas el Partido Republicano se dedicó a poblar la judicatura con personas afines a una metodología de interpretación que, en los hechos, favorece la agenda de los conservadores. Los resultados están a la vista: cada vez son menos las y los estadounidenses que confían en el máximo tribunal de su país. El futuro de la Corte es, en ese sentido, incierto. Pero algo queda claro: gracias a la captura partidista que han emprendido los conservadores y los republicanos y al triunfo del originalismo, para muchas y muchos la Corte está cada vez más lejos de ser y parecer un árbitro imparcial. Son malos tiempos para una de las democracias constitucionales más antiguas... y mal haríamos en no tomar nota de las causas de esta crisis.
Podría parecer que la protección constitucional del derecho al aborto se revocó de un plumazo, pero no fue así. Poco a poco, durante casi cincuenta años, los conservadores llevaron a cabo una efectiva estrategia para capturar el Poder Judicial. En consecuencia, hoy Estados Unidos podría vivir una contrarrevolución que elimine las libertades y los derechos de varios grupos.
Ahora más que nunca conviene reflexionar sobre lo que parece ser una captura de la Corte Suprema por parte de los conservadores en Estados Unidos y sobre el efecto que eso tiene en la legitimidad de la institución. Como se sabe, en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, resuelto en junio de este año, la mayoría de los integrantes de la Corte concluyó que la Constitución del país no protege la libertad reproductiva de las mujeres y, en consecuencia, los estados tienen actualmente una enorme capacidad para decidir si prohíben o permiten el aborto.
Nos interesa mostrar que esta resolución no es una casualidad ni una sorpresa, sino el producto de un largo proceso de captura, por parte del Partido Republicano, de la judicatura federal. Dicho de otro modo: los cinco votos que borraron de la Constitución el derecho de las mujeres a decidir son solo el último eslabón de una larga cadena de acciones que ha debilitado la independencia del poder judicial en Estados Unidos y esto, en el mediano plazo, podría generar una contrarrevolución de las libertades. La nueva mayoría de jueces conservadores podría seguir la argumentación de Dobbs para eliminar la protección constitucional al uso de anticonceptivos, a las relaciones entre personas del mismo sexo y al matrimonio igualitario.
Al respecto, la legitimidad del poder judicial rara vez proviene de las urnas. A diferencia de lo que sucede con los poderes ejecutivo y legislativo, la judicatura gana su legitimidad por la solidez e imparcialidad con las que resuelve conflictos entre ciudadanos y entre estos y las autoridades. Una Corte legítima es aquella que cuenta con la independencia necesaria para interpretar correcta y convincentemente la Constitución y las leyes, sin interferencias indebidas de otros poderes o actores políticos.
El judicial es, por supuesto, un poder político en el sentido más amplio del término, pero jamás debe ser una instancia puramente partidista. Aunque está permeada por las preferencias ciudadanas y la opinión pública, es una institución que incluso debe ir en contra de las mayorías legislativas cuando se trata de garantizar los derechos de todas y todos, especialmente los de los grupos más vulnerables. Su función es encontrar el difícil equilibrio entre la Constitución y la democracia, entre la protección de los derechos y la regla de la mayoría.
La captura de los conservadores tomó casi medio siglo en construirse
Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos son propuestos por el presidente y ratificados por el Senado. El sistema de nombramiento es claramente político, pues las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo participan directamente en la selección de los jueces. Sin embargo, hasta hace unos años no prevalecía una lógica puramente partidista en este proceso. Antes de proponer a un candidato o una candidata, había un trabajo de conciliación entre los partidos. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, proponían personas que se identificaban con su proyecto pero, al mismo tiempo, coincidían en seleccionar juristas de calidad y trayectoria reconocidas que aseguraban independencia en lo político y capacidad en lo técnico.
Con el tiempo, la lógica partidista se filtró cada vez más en los nombramientos de los jueces federales. Ambos partidos dejaron a un lado las normas de cooperación, pero el movimiento conservador, ligado al Partido Republicano, diseñó una estrategia de largo plazo con el objetivo de impulsar el nombramiento de jueces identificados más estrechamente con su ideología. La estrategia tenía una parte de filosofía judicial y otra de captura partidista. Un grupo relativamente pequeño pero creciente de juristas y académicos conservadores adoptaron y difundieron, entre un número cada vez mayor de estudiantes y profesionales del derecho, metodologías que en el contexto de Estados Unidos producen resultados conservadores, tales como el textualismo y el originalismo.
Presentadas como metodologías neutrales de interpretación constitucional, el textualismo y el originalismo se convirtieron, en los hechos, en el medio más eficaz para justificar el desmantelamiento de las libertades y el impulso de la agenda republicana. No es difícil adivinar por qué interpretar las disposiciones constitucionales según el entendimiento del siglo XVIII o XIX produce, en general, resultados conservadores. La otra parte de la estrategia consistió en la organización del movimiento conservador en torno a la Sociedad Federalista (Federalist Society) que, desde su fundación en 1982, promueve el nombramiento de jóvenes abogados conservadores como jueces, muchos de los cuales son seguidores del originalismo y el textualismo.
Después de cuarenta años está claro que la estrategia resultó un éxito: actualmente seis de los nueve ministros de la Corte Suprema (Kavanaugh, Gorsuch, Thomas, Barret, Alito y Roberts) son o fueron miembros de la Federalist Society. El textualismo y el originalismo, que alguna vez fueron una excentricidad, son ahora las metodologías de interpretación dominantes en la Corte. Si bien tomó casi medio siglo construir esta nueva mayoría de conservadores, tan solo en los dos últimos años han hecho suficientes cambios en la jurisprudencia de Estados Unidos como para marcar el inicio de una nueva hegemonía en la interpretación constitucional. El caso Dobbs, en el que se revoca un precedente de casi cincuenta años sobre el derecho al aborto, es un ejemplo evidente del poder que tiene esta nueva mayoría.
Sin embargo, el éxito de la estrategia ha tenido altos costos en la legitimidad de la Corte. En particular, los tres nombramientos realizados durante la presidencia de Donald Trump significaron un aumento en la tensión con el Partido Demócrata. Antes de ello, la mayoría republicana en el Senado ni siquiera consideró al candidato propuesto por Barack Obama en enero de 2016 (Merrick Garland, un juez moderado que habría llenado la vacante del juez conservador Scalia), con el argumento de que ese año, en noviembre, habría elecciones presidenciales. Luego, cuando Donald Trump ganó la presidencia propuso a un candidato claramente conservador y originalista (Neil Gorsuch) y el Senado lo aprobó. Un año después, tras la renuncia del juez centrista Kennedy, Trump llenó su vacante con un juez que está bastante más a la derecha (Kavanaugh). Finalmente, el presidente Trump nombró a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.
Fue este último nombramiento de Trump el que inclinó definitivamente la balanza de la Corte en favor del ala más conservadora del Partido Republicano. Con el nombramiento de Barrett, se consolidó una mayoría de seis jueces ubicados en la derecha ideológica, formados en el seno de la Federalist Society. El presidente de la Corte, John Roberts, el más centrista e institucional de los seis, quedó relegado a partir de la llegada de Barret, quien consolidó esta nueva mayoría de conservadores.
El nombramiento de la jueza Barrett también fue el que terminó de dinamitar los puentes de conciliación con los demócratas y abrió un futuro de incertidumbre para la Corte, debido a la pérdida de legitimidad de la institución. Barrett fue nombrada a unos días de la elección presidencial de 2020, en una contradicción abierta de los republicanos respecto a su postura en 2016 ante el candidato de Obama. Además, llegó a ocupar la vacante que produjo la muerte de Ruth Bader Ginsburg, emblema liberal y feminista. No sorprende, a la luz de estos hechos, que su nombramiento haya cimentado la percepción de que la Corte Suprema es una trinchera más, donde los partidos se pelean cada centímetro.
La percepción de que la Corte es neutral —necesaria para la resolución eficaz de conflictos— está seriamente dañada. El porcentaje de personas que tienen mucha o algo de confianza en ella es apenas del 25%, un nivel históricamente bajo, y esta medición es anterior a las polémicas decisiones tomadas recientemente. Quizá lo más grave es que la partidización de los nombramientos también ha roto la relativa sintonía que la Corte tenía con la opinión pública en temas relevantes. El nombramiento de los jueces supremos produce un movimiento en la Corte que refleja las preferencias ciudadanas expresadas en la composición partidista de los poderes ejecutivo y legislativo. La sintonía no es perfecta, pues el cargo judicial vitalicio produce un cierto retraso, pero esto mismo también permite identificar los cambios más profundos en las preferencias ciudadanas, así como distinguirlos de los cambios coyunturales. El caso de Dobbs es icónico en este sentido porque la Corte eliminó el derecho al aborto, a pesar de que actualmente el 61% de los ciudadanos de Estados Unidos lo apoya en todos los supuestos. En suma: la sintonía entre la institución y la ciudadanía se ha fracturado.
El triunfo del originalismo y el fin del derecho a decidir
Para aquilatar las implicaciones de Dobbs, primero es necesario entender los dos precedentes que fueron superados por esta sentencia: Roe vs. Wade y Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey. En particular, es importante comprender la forma en que cada uno de estos tres casos reconoció (o negó) el derecho constitucional de las mujeres a interrumpir sus embarazos y los dos estándares que fijaron para analizar la validez de las regulaciones al aborto. En este proceso, la libertad reproductiva de las mujeres pasó de tener una protección constitucional robusta a una prácticamente inexistente.
Empecemos con los precedentes. En 1973 la Corte Suprema dictó la sentencia del caso Roe vs. Wade, en el que una mujer soltera cuestionó la constitucionalidad de las leyes penales de Texas que prohibían el aborto, con excepción de aquellos que, previa recomendación médica, tuvieran como propósito salvar la vida de la madre.
Siete de los nueve integrantes de aquella Corte concluyeron que este tipo de leyes eran inconstitucionales, pues violaban la cláusula de debido proceso, establecida en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esta cláusula establece que ningún estado podrá “privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Aunque no se trata de una libertad expresamente mencionada, la Corte interpretó que la cláusula protege el derecho a la privacidad, dentro del cual está comprendida la libertad de las mujeres para terminar sus embarazos. La posibilidad de abortar se convirtió, así, en un derecho de rango constitucional.
Este derecho, sin embargo, no se caracterizó como absoluto. En Roe, la Corte reconoció que los estados tienen un interés legítimo en proteger tanto la salud de la madre como la “potencialidad de la vida”. Para hacer compatibles ambos intereses con el derecho a decidir de las mujeres, la Corte creó un esquema dividido en trimestres. Durante el primer trimestre del embarazo, la decisión de abortar debía dejarse al juicio de la mujer y su médico tratante. A partir del segundo, el derecho a decidir podía regularse, pero solo con el fin de proteger la salud de la madre y siempre y cuando la regulación estuviese “razonablemente relacionada” con ese objetivo. Finalmente, durante el último trimestre los estados sí podrían regular el aborto con la finalidad de proteger la potencialidad de la vida.
De acuerdo con Roe, el inicio del tercer trimestre es un punto crucial. En la jurisprudencia de Estados Unidos ciertos derechos fundamentales solo pueden limitarse si se supera un test de escrutinio estricto, esto es, si la regulación sirve para alcanzar un interés apremiante y si está estrechamente confeccionada para lograrlo. En el caso de Roe, la Corte razonó que es precisamente al inicio del tercer trimestre cuando la vida de los fetos se vuelve “viable” fuera el vientre materno, entonces su protección puede considerarse un interés estatal apremiante y, por ende, el aborto puede limitarse por esta razón. Por eso, durante el último trimestre los estados pueden incluso prohibir el aborto, con excepción de aquellos casos en los que sea necesario preservar la salud o la vida de la madre.
El esquema de trimestres de Roe se mantuvo vigente durante casi dos décadas hasta que la Corte resolvió el caso Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey (1992). En este asunto, doctores y clínicas de Pensilvania impugnaron las disposiciones legislativas que imponían requisitos para que las mujeres pudieran obtener un aborto, por ejemplo, ellas debían otorgar su consentimiento informado antes del procedimiento, las menores de edad debían contar con la autorización de uno de sus padres y las casadas debían firmar una declaración en la que aseguraran que les habían notificado a sus esposos.
Frente a la petición explícita del gobierno de George H. W. Bush de abandonar los criterios establecidos en Roe, la Corte optó por una solución de compromiso. La sentencia fue escrita por tres integrantes que, pese a haber sido nominados por presidentes republicanos, no eran conservadores, sino que tenían una ideología moderada. Por una parte, la jueza O’Connor y los jueces Kennedy y Souter antepusieron la legitimidad de la institución a sus preferencias personales, enfatizaron la importancia de respetar las decisiones tomadas previamente (el principio conocido como stare decisis) y rechazaron las posiciones textualistas y originalistas al reiterar que la decisión de terminar un embarazo sí era una de las libertades protegidas por la cláusula de debido proceso. Asimismo, reafirmaron que los estados no podían prohibir el aborto antes de que el feto sea viable.
Por otra parte, la mayoría en el caso de Casey rechazó tanto el esquema de trimestres de Roe como la aplicación del test de escrutinio estricto para analizar las regulaciones del aborto. De acuerdo con el nuevo estándar, los estados sí podían limitar el aborto desde el inicio del embarazo a fin de proteger la salud de la madre y la vida del feto, siempre y cuando esas regulaciones no generan una “carga indebida”, esto es, que no tuvieran el propósito o el efecto de crear “obstáculos sustanciales” contra el aborto antes de que el feto sea viable.
Por lo tanto, en el caso de Casey, la Corte definió un nuevo balance para Estados Unidos: acotó la libertad reproductiva de las mujeres, le dio mayor peso a la protección del feto y amplió el margen de los estados para imponer obstáculos al aborto. Tanto así que al aplicar el nuevo estándar, la mayoría de los jueces supremos concluyó que todas las regulaciones de Pensilvania al aborto eran constitucionales, excepto la notificación conyugal. Pese a todo, la sentencia reafirmó el estatus constitucional del derecho a decidir y estableció un escrutinio intermedio para las regulaciones al aborto.
El fin de la protección constitucional de la libertad reproductiva de las mujeres llegó con el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta vez la Corte debía responder si las prohibiciones del aborto antes de la viabilidad del feto eran constitucionales. Específicamente, analizó una ley de Misisipi que, en términos generales, prohíbe el aborto de un “ser humano no nacido” después de quince semanas de gestación.
La mayoría, conformada por los cinco integrantes más conservadores de la Corte (Thomas, Alito, Gorsuch, Barrett y Kavanaugh), no solo rechazó una de las líneas que con mayor claridad trazaron Roe y Casey —que los estados no pueden prohibir el aborto antes de la viabilidad del feto—, sino que también borró del mapa constitucional el derecho a decidir de las mujeres. Fue un triunfo contundente del originalismo y de la revolución de los conservadores.
Esta mayoría, en el asunto de Dobbs, concluyó que tanto Roe como Casey debían abandonarse. Decidieron que la Constitución no protege la libertad reproductiva de las mujeres, pues no está explícitamente establecida en el texto constitucional ni está firmemente anclada en la historia o las tradiciones de Estados Unidos. Finalmente, decidieron que toda restricción al aborto debe analizarse con el nivel de escrutinio más bajo, según el cual una medida es constitucional si es mínimamente efectiva para alcanzar un objetivo legítimo. Así, la Corte concluyó que la protección a la “vida del no nacido” era un interés legítimo y, por lo tanto, que la ley de Misisipi que prohibía el aborto antes de la viabilidad del feto sí era constitucional.
¿Una contrarrevolución de las libertades?
Bien dicen que la legitimidad judicial se gana centímetro a centímetro, pero que ciertas decisiones pueden causar pérdidas que se miden en kilómetros. Por desgracia, el caso Dobbs podría marcar el inicio de una profunda crisis en una institución que durante décadas había podido consolidarse como un espacio para la protección de los derechos y las libertades. Además, esta decisión amenaza con eliminar otras libertades que hasta ahora se han protegido a través de la cláusula del debido proceso, tales como el matrimonio igualitario o la libertad de usar anticonceptivos.
Estados Unidos es solo un ejemplo de cómo la captura partidista puede dinamitar la legitimidad de los poderes judiciales. Durante décadas el Partido Republicano se dedicó a poblar la judicatura con personas afines a una metodología de interpretación que, en los hechos, favorece la agenda de los conservadores. Los resultados están a la vista: cada vez son menos las y los estadounidenses que confían en el máximo tribunal de su país. El futuro de la Corte es, en ese sentido, incierto. Pero algo queda claro: gracias a la captura partidista que han emprendido los conservadores y los republicanos y al triunfo del originalismo, para muchas y muchos la Corte está cada vez más lejos de ser y parecer un árbitro imparcial. Son malos tiempos para una de las democracias constitucionales más antiguas... y mal haríamos en no tomar nota de las causas de esta crisis.
Una vista general de la Corte Suprema de EE. UU. detrás de una valla de seguridad, en Washington, D.C. Fotografía de Graeme Sloan / REUTERS.
Podría parecer que la protección constitucional del derecho al aborto se revocó de un plumazo, pero no fue así. Poco a poco, durante casi cincuenta años, los conservadores llevaron a cabo una efectiva estrategia para capturar el Poder Judicial. En consecuencia, hoy Estados Unidos podría vivir una contrarrevolución que elimine las libertades y los derechos de varios grupos.
Ahora más que nunca conviene reflexionar sobre lo que parece ser una captura de la Corte Suprema por parte de los conservadores en Estados Unidos y sobre el efecto que eso tiene en la legitimidad de la institución. Como se sabe, en el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization, resuelto en junio de este año, la mayoría de los integrantes de la Corte concluyó que la Constitución del país no protege la libertad reproductiva de las mujeres y, en consecuencia, los estados tienen actualmente una enorme capacidad para decidir si prohíben o permiten el aborto.
Nos interesa mostrar que esta resolución no es una casualidad ni una sorpresa, sino el producto de un largo proceso de captura, por parte del Partido Republicano, de la judicatura federal. Dicho de otro modo: los cinco votos que borraron de la Constitución el derecho de las mujeres a decidir son solo el último eslabón de una larga cadena de acciones que ha debilitado la independencia del poder judicial en Estados Unidos y esto, en el mediano plazo, podría generar una contrarrevolución de las libertades. La nueva mayoría de jueces conservadores podría seguir la argumentación de Dobbs para eliminar la protección constitucional al uso de anticonceptivos, a las relaciones entre personas del mismo sexo y al matrimonio igualitario.
Al respecto, la legitimidad del poder judicial rara vez proviene de las urnas. A diferencia de lo que sucede con los poderes ejecutivo y legislativo, la judicatura gana su legitimidad por la solidez e imparcialidad con las que resuelve conflictos entre ciudadanos y entre estos y las autoridades. Una Corte legítima es aquella que cuenta con la independencia necesaria para interpretar correcta y convincentemente la Constitución y las leyes, sin interferencias indebidas de otros poderes o actores políticos.
El judicial es, por supuesto, un poder político en el sentido más amplio del término, pero jamás debe ser una instancia puramente partidista. Aunque está permeada por las preferencias ciudadanas y la opinión pública, es una institución que incluso debe ir en contra de las mayorías legislativas cuando se trata de garantizar los derechos de todas y todos, especialmente los de los grupos más vulnerables. Su función es encontrar el difícil equilibrio entre la Constitución y la democracia, entre la protección de los derechos y la regla de la mayoría.
La captura de los conservadores tomó casi medio siglo en construirse
Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos son propuestos por el presidente y ratificados por el Senado. El sistema de nombramiento es claramente político, pues las mayorías representadas en el ejecutivo y el legislativo participan directamente en la selección de los jueces. Sin embargo, hasta hace unos años no prevalecía una lógica puramente partidista en este proceso. Antes de proponer a un candidato o una candidata, había un trabajo de conciliación entre los partidos. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, proponían personas que se identificaban con su proyecto pero, al mismo tiempo, coincidían en seleccionar juristas de calidad y trayectoria reconocidas que aseguraban independencia en lo político y capacidad en lo técnico.
Con el tiempo, la lógica partidista se filtró cada vez más en los nombramientos de los jueces federales. Ambos partidos dejaron a un lado las normas de cooperación, pero el movimiento conservador, ligado al Partido Republicano, diseñó una estrategia de largo plazo con el objetivo de impulsar el nombramiento de jueces identificados más estrechamente con su ideología. La estrategia tenía una parte de filosofía judicial y otra de captura partidista. Un grupo relativamente pequeño pero creciente de juristas y académicos conservadores adoptaron y difundieron, entre un número cada vez mayor de estudiantes y profesionales del derecho, metodologías que en el contexto de Estados Unidos producen resultados conservadores, tales como el textualismo y el originalismo.
Presentadas como metodologías neutrales de interpretación constitucional, el textualismo y el originalismo se convirtieron, en los hechos, en el medio más eficaz para justificar el desmantelamiento de las libertades y el impulso de la agenda republicana. No es difícil adivinar por qué interpretar las disposiciones constitucionales según el entendimiento del siglo XVIII o XIX produce, en general, resultados conservadores. La otra parte de la estrategia consistió en la organización del movimiento conservador en torno a la Sociedad Federalista (Federalist Society) que, desde su fundación en 1982, promueve el nombramiento de jóvenes abogados conservadores como jueces, muchos de los cuales son seguidores del originalismo y el textualismo.
Después de cuarenta años está claro que la estrategia resultó un éxito: actualmente seis de los nueve ministros de la Corte Suprema (Kavanaugh, Gorsuch, Thomas, Barret, Alito y Roberts) son o fueron miembros de la Federalist Society. El textualismo y el originalismo, que alguna vez fueron una excentricidad, son ahora las metodologías de interpretación dominantes en la Corte. Si bien tomó casi medio siglo construir esta nueva mayoría de conservadores, tan solo en los dos últimos años han hecho suficientes cambios en la jurisprudencia de Estados Unidos como para marcar el inicio de una nueva hegemonía en la interpretación constitucional. El caso Dobbs, en el que se revoca un precedente de casi cincuenta años sobre el derecho al aborto, es un ejemplo evidente del poder que tiene esta nueva mayoría.
Sin embargo, el éxito de la estrategia ha tenido altos costos en la legitimidad de la Corte. En particular, los tres nombramientos realizados durante la presidencia de Donald Trump significaron un aumento en la tensión con el Partido Demócrata. Antes de ello, la mayoría republicana en el Senado ni siquiera consideró al candidato propuesto por Barack Obama en enero de 2016 (Merrick Garland, un juez moderado que habría llenado la vacante del juez conservador Scalia), con el argumento de que ese año, en noviembre, habría elecciones presidenciales. Luego, cuando Donald Trump ganó la presidencia propuso a un candidato claramente conservador y originalista (Neil Gorsuch) y el Senado lo aprobó. Un año después, tras la renuncia del juez centrista Kennedy, Trump llenó su vacante con un juez que está bastante más a la derecha (Kavanaugh). Finalmente, el presidente Trump nombró a la jueza conservadora Amy Coney Barrett.
Fue este último nombramiento de Trump el que inclinó definitivamente la balanza de la Corte en favor del ala más conservadora del Partido Republicano. Con el nombramiento de Barrett, se consolidó una mayoría de seis jueces ubicados en la derecha ideológica, formados en el seno de la Federalist Society. El presidente de la Corte, John Roberts, el más centrista e institucional de los seis, quedó relegado a partir de la llegada de Barret, quien consolidó esta nueva mayoría de conservadores.
El nombramiento de la jueza Barrett también fue el que terminó de dinamitar los puentes de conciliación con los demócratas y abrió un futuro de incertidumbre para la Corte, debido a la pérdida de legitimidad de la institución. Barrett fue nombrada a unos días de la elección presidencial de 2020, en una contradicción abierta de los republicanos respecto a su postura en 2016 ante el candidato de Obama. Además, llegó a ocupar la vacante que produjo la muerte de Ruth Bader Ginsburg, emblema liberal y feminista. No sorprende, a la luz de estos hechos, que su nombramiento haya cimentado la percepción de que la Corte Suprema es una trinchera más, donde los partidos se pelean cada centímetro.
La percepción de que la Corte es neutral —necesaria para la resolución eficaz de conflictos— está seriamente dañada. El porcentaje de personas que tienen mucha o algo de confianza en ella es apenas del 25%, un nivel históricamente bajo, y esta medición es anterior a las polémicas decisiones tomadas recientemente. Quizá lo más grave es que la partidización de los nombramientos también ha roto la relativa sintonía que la Corte tenía con la opinión pública en temas relevantes. El nombramiento de los jueces supremos produce un movimiento en la Corte que refleja las preferencias ciudadanas expresadas en la composición partidista de los poderes ejecutivo y legislativo. La sintonía no es perfecta, pues el cargo judicial vitalicio produce un cierto retraso, pero esto mismo también permite identificar los cambios más profundos en las preferencias ciudadanas, así como distinguirlos de los cambios coyunturales. El caso de Dobbs es icónico en este sentido porque la Corte eliminó el derecho al aborto, a pesar de que actualmente el 61% de los ciudadanos de Estados Unidos lo apoya en todos los supuestos. En suma: la sintonía entre la institución y la ciudadanía se ha fracturado.
El triunfo del originalismo y el fin del derecho a decidir
Para aquilatar las implicaciones de Dobbs, primero es necesario entender los dos precedentes que fueron superados por esta sentencia: Roe vs. Wade y Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey. En particular, es importante comprender la forma en que cada uno de estos tres casos reconoció (o negó) el derecho constitucional de las mujeres a interrumpir sus embarazos y los dos estándares que fijaron para analizar la validez de las regulaciones al aborto. En este proceso, la libertad reproductiva de las mujeres pasó de tener una protección constitucional robusta a una prácticamente inexistente.
Empecemos con los precedentes. En 1973 la Corte Suprema dictó la sentencia del caso Roe vs. Wade, en el que una mujer soltera cuestionó la constitucionalidad de las leyes penales de Texas que prohibían el aborto, con excepción de aquellos que, previa recomendación médica, tuvieran como propósito salvar la vida de la madre.
Siete de los nueve integrantes de aquella Corte concluyeron que este tipo de leyes eran inconstitucionales, pues violaban la cláusula de debido proceso, establecida en la decimocuarta enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Esta cláusula establece que ningún estado podrá “privar a cualquier persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal”. Aunque no se trata de una libertad expresamente mencionada, la Corte interpretó que la cláusula protege el derecho a la privacidad, dentro del cual está comprendida la libertad de las mujeres para terminar sus embarazos. La posibilidad de abortar se convirtió, así, en un derecho de rango constitucional.
Este derecho, sin embargo, no se caracterizó como absoluto. En Roe, la Corte reconoció que los estados tienen un interés legítimo en proteger tanto la salud de la madre como la “potencialidad de la vida”. Para hacer compatibles ambos intereses con el derecho a decidir de las mujeres, la Corte creó un esquema dividido en trimestres. Durante el primer trimestre del embarazo, la decisión de abortar debía dejarse al juicio de la mujer y su médico tratante. A partir del segundo, el derecho a decidir podía regularse, pero solo con el fin de proteger la salud de la madre y siempre y cuando la regulación estuviese “razonablemente relacionada” con ese objetivo. Finalmente, durante el último trimestre los estados sí podrían regular el aborto con la finalidad de proteger la potencialidad de la vida.
De acuerdo con Roe, el inicio del tercer trimestre es un punto crucial. En la jurisprudencia de Estados Unidos ciertos derechos fundamentales solo pueden limitarse si se supera un test de escrutinio estricto, esto es, si la regulación sirve para alcanzar un interés apremiante y si está estrechamente confeccionada para lograrlo. En el caso de Roe, la Corte razonó que es precisamente al inicio del tercer trimestre cuando la vida de los fetos se vuelve “viable” fuera el vientre materno, entonces su protección puede considerarse un interés estatal apremiante y, por ende, el aborto puede limitarse por esta razón. Por eso, durante el último trimestre los estados pueden incluso prohibir el aborto, con excepción de aquellos casos en los que sea necesario preservar la salud o la vida de la madre.
El esquema de trimestres de Roe se mantuvo vigente durante casi dos décadas hasta que la Corte resolvió el caso Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey (1992). En este asunto, doctores y clínicas de Pensilvania impugnaron las disposiciones legislativas que imponían requisitos para que las mujeres pudieran obtener un aborto, por ejemplo, ellas debían otorgar su consentimiento informado antes del procedimiento, las menores de edad debían contar con la autorización de uno de sus padres y las casadas debían firmar una declaración en la que aseguraran que les habían notificado a sus esposos.
Frente a la petición explícita del gobierno de George H. W. Bush de abandonar los criterios establecidos en Roe, la Corte optó por una solución de compromiso. La sentencia fue escrita por tres integrantes que, pese a haber sido nominados por presidentes republicanos, no eran conservadores, sino que tenían una ideología moderada. Por una parte, la jueza O’Connor y los jueces Kennedy y Souter antepusieron la legitimidad de la institución a sus preferencias personales, enfatizaron la importancia de respetar las decisiones tomadas previamente (el principio conocido como stare decisis) y rechazaron las posiciones textualistas y originalistas al reiterar que la decisión de terminar un embarazo sí era una de las libertades protegidas por la cláusula de debido proceso. Asimismo, reafirmaron que los estados no podían prohibir el aborto antes de que el feto sea viable.
Por otra parte, la mayoría en el caso de Casey rechazó tanto el esquema de trimestres de Roe como la aplicación del test de escrutinio estricto para analizar las regulaciones del aborto. De acuerdo con el nuevo estándar, los estados sí podían limitar el aborto desde el inicio del embarazo a fin de proteger la salud de la madre y la vida del feto, siempre y cuando esas regulaciones no generan una “carga indebida”, esto es, que no tuvieran el propósito o el efecto de crear “obstáculos sustanciales” contra el aborto antes de que el feto sea viable.
Por lo tanto, en el caso de Casey, la Corte definió un nuevo balance para Estados Unidos: acotó la libertad reproductiva de las mujeres, le dio mayor peso a la protección del feto y amplió el margen de los estados para imponer obstáculos al aborto. Tanto así que al aplicar el nuevo estándar, la mayoría de los jueces supremos concluyó que todas las regulaciones de Pensilvania al aborto eran constitucionales, excepto la notificación conyugal. Pese a todo, la sentencia reafirmó el estatus constitucional del derecho a decidir y estableció un escrutinio intermedio para las regulaciones al aborto.
El fin de la protección constitucional de la libertad reproductiva de las mujeres llegó con el caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization (2022). Esta vez la Corte debía responder si las prohibiciones del aborto antes de la viabilidad del feto eran constitucionales. Específicamente, analizó una ley de Misisipi que, en términos generales, prohíbe el aborto de un “ser humano no nacido” después de quince semanas de gestación.
La mayoría, conformada por los cinco integrantes más conservadores de la Corte (Thomas, Alito, Gorsuch, Barrett y Kavanaugh), no solo rechazó una de las líneas que con mayor claridad trazaron Roe y Casey —que los estados no pueden prohibir el aborto antes de la viabilidad del feto—, sino que también borró del mapa constitucional el derecho a decidir de las mujeres. Fue un triunfo contundente del originalismo y de la revolución de los conservadores.
Esta mayoría, en el asunto de Dobbs, concluyó que tanto Roe como Casey debían abandonarse. Decidieron que la Constitución no protege la libertad reproductiva de las mujeres, pues no está explícitamente establecida en el texto constitucional ni está firmemente anclada en la historia o las tradiciones de Estados Unidos. Finalmente, decidieron que toda restricción al aborto debe analizarse con el nivel de escrutinio más bajo, según el cual una medida es constitucional si es mínimamente efectiva para alcanzar un objetivo legítimo. Así, la Corte concluyó que la protección a la “vida del no nacido” era un interés legítimo y, por lo tanto, que la ley de Misisipi que prohibía el aborto antes de la viabilidad del feto sí era constitucional.
¿Una contrarrevolución de las libertades?
Bien dicen que la legitimidad judicial se gana centímetro a centímetro, pero que ciertas decisiones pueden causar pérdidas que se miden en kilómetros. Por desgracia, el caso Dobbs podría marcar el inicio de una profunda crisis en una institución que durante décadas había podido consolidarse como un espacio para la protección de los derechos y las libertades. Además, esta decisión amenaza con eliminar otras libertades que hasta ahora se han protegido a través de la cláusula del debido proceso, tales como el matrimonio igualitario o la libertad de usar anticonceptivos.
Estados Unidos es solo un ejemplo de cómo la captura partidista puede dinamitar la legitimidad de los poderes judiciales. Durante décadas el Partido Republicano se dedicó a poblar la judicatura con personas afines a una metodología de interpretación que, en los hechos, favorece la agenda de los conservadores. Los resultados están a la vista: cada vez son menos las y los estadounidenses que confían en el máximo tribunal de su país. El futuro de la Corte es, en ese sentido, incierto. Pero algo queda claro: gracias a la captura partidista que han emprendido los conservadores y los republicanos y al triunfo del originalismo, para muchas y muchos la Corte está cada vez más lejos de ser y parecer un árbitro imparcial. Son malos tiempos para una de las democracias constitucionales más antiguas... y mal haríamos en no tomar nota de las causas de esta crisis.
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