Así es la vida en la isla de los ancianos • Gatopardo

La isla de los ancianos

Un pueblo de viejitos caminantes que se mueven en masa de madrugada, a comprar lo que pueden para sobrevivir lo que les queda de vida. Un pueblo en el que se nace, se crece y se migra.

Tiempo de lectura: 5 minutos

Los jóvenes cubanos sólo piensan en irse. No tienen otra cosa en la cabeza. Irse, largarse, darle la espalda a una situación invivible, de ataque de ansiedad. Quieren salir y dejar de padecer. Las consecuencias son evidentes al caminar por la calle. Imagínense andar un país donde sólo hay ancianos, viejitos machacados por la vida que caminan despacio, sin apuro, porque ya la vida les dio y les quitó, digo, porque ya Cuba les dio y les quitó todo lo que iban a tener. Esos viejitos se levantan de madrugada para poder comprar uno o dos panes para el desayuno. Tienen que hacerlo a esa hora porque no podría ser a ninguna otra. En Cuba, dada la grave situación de escasez y desabastecimiento, hay que madrugar para encontrar comida en las tiendas, en los mercados, en los agros. Cuando sale el sol ya es tarde, a esa hora lo poco que se puso en las tarimas, estantes y vidrieras, ya se vendió a los que madrugaron. Así es con todo. Si quieres tener papel sanitario, madruga. Si quieres tener un muslito de pollo, madruga. Si quieres tener culeros desechables para el bebé, madruga. Si quieres comprar una colcha para limpiar el piso, detergente o jabón, madruga. No son lujos, sino necesidades básicas que implican dormir poco, sin que eso garantice cubrirlas todas.

A raíz de la pandemia el gobierno tiene impuesto un toque de queda que comienza a las nueve de la noche y acaba a las cinco de la madrugada, así que por las noches los cubanos se suben a los árboles, se esconden en pasillos, balcones y hasta alcantarillas. En las madrugadas pasan patrullas de policía velando una ciudad que parece vacía, pero que en realidad está repleta. La Habana no duerme. No duerme porque si lo hace no sobrevive. Hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron. Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejan, la gente en las ramas de los árboles puede acomodarse un poco, puede destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y que se escape el tufo subterráneo que los envuelve, puede asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Y a las cinco de la mañana, por fin, cuando termina el toque de queda, el premio al bajar de los árboles es, quizás, ser el primero en alguna de las enormes filas que se forman para comprar cualquier cosa.

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