Personas hacen fila para comprar alimentos en el centro de la Havana, Cuba. Fotografía de Alexandre Meneghini / Reuters.
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Cuando el sistema totalitario del régimen cubano llegue a su fin y se haga un recuento de todo los daños que dejó tras más de seis décadas, uno de los pocos puntos que podrán contarse a su favor es que, gracias a sus tentáculos, la isla pudo salir casi inmune de la Covid-19. Tener el control absoluto de todo un país, maniobrar cada ficha a sus anchas, y decretar medidas extremas sin preocuparse por los daños colaterales que pudiesen causar, han hecho que en Cuba la pandemia del coronavirus sea ya casi solo un dato histórico. La gestión le fue fácil al gobierno. Puso en práctica lo que mejor sabe hacer y lo que en tiempo normal, aunque con menos severidad, impone. Se redobló la vigilancia ciudadana y se limitó la libertad de movimiento. Con la ciudadanía en un puño cerrado, pudo dedicarse a aislar y atender los contagios que ingresaron al país desde el extranjero.
Después de cuatro meses del primer caso en la isla, si se comparan las cifras de Cuba —85 muertos y 2,319 casos— con la de naciones con similar población, como Bolivia —846 muertos y 26, 389 casos—, República Dominicana —675 muertos y 27,936 casos—, y Bélgica —9, 722 muertos y 60, 898 casos— se identifica fácilmente la efectividad de la estrategia del gobierno cubano ante la enfermedad. En esta batalla mundial, los países que padecen en demasía la falta de libertades fundamentales, los que se encuentran atados de manos, pies y mentes, porque viven bajo regímenes autoritarios y dictatoriales, fueron los victoriosos. El centralismo de Estado ha vuelto a entrar en escena y les ha dado motivos a sus puristas defensores para que justifiquen la imposición como política de gobierno, pasando sobre la libertad y la democracia de los pueblos. Pero en toda batalla, aunque se haya salido por la puerta de la victoria, siempre quedan secuelas.
Cuba está devastada económicamente. Para frenar el avance de la enfermedad, la isla entró en paro, lo que generó que la depauperada economía se hundiera aún más de lo que ya estaba. La llegada de Donald Trump a la oficina oval de la Casa Blanca en 2017, generó que las ilusiones y los cantos de sirena que se vivieron en Cuba con el acercamiento a Estados Unidos a través de Barack Obama, desaparecieran. Desde su primer día como presidente, Trump se propuso revertir todo lo conseguido por el primer presidente negro de ese país y dispuso una política hostil hacia la isla. Los tiempos de Guerra Fría entre los dos países retornaron en forma de sanciones económicas y financieras aplicadas a la isla sin el menor pudor, y eso tiene a los cubanos al borde de la asfixia.
A ese férreo sabotaje se sumó la caída estrepitosa de Venezuela, de donde llegaban grandes cantidades de petróleo a precios ínfimos —trato comercial que se tuvo que reformular—, y el cierre de los contratos de servicios de salud a través de las brigadas médicas que operaban en Brasil, Ecuador y Bolivia, naciones que cancelaron los acuerdos tan pronto cambiaron de presidente. Una crisis sobre otra, sobre otra. La economía cubana ya estaba moribunda y el coronavirus vino a rematarla. Sin turismo y sin producir lo poco que la industria lograba generar para exportar, el Estado se ha quedado sin liquidez al punto que no puede importar siquiera lo básico para solventar las necesidades de su población. La situación es tan grave que el régimen que preside Miguel Díaz-Canel ha abierto cuentas bancarias para que los ciudadanos que puedan y deseen, donen capital para ayudar al gobierno en la producción de alimentos.
«En esta batalla mundial, los países más afligidos y los que padecen en demasía la falta de las libertades fundamentales, los que se encuentran atados de manos, pies y mentes, porque viven bajo regímenes autoritarios y dictatoriales donde campea el totalitarismo, fueron los victoriosos».
Lo poquísimo que hay hoy en la isla está muy lejos de alcanzar para los 11.2 millones de cubanos. Las escenas representativas de la nueva cotidianidad son las enormes aglomeraciones de personas afuera de los agros, los mercados y las tiendas, para comprar lo que sea.
En 2019 Cuba importó el 80 por ciento de lo que se consumió en la isla. Ahora, sin liquidez estatal y con la frontera cerrada, los suministros del país están rumbo al cero. La gente, que se ha quedado sin víveres, sale diario a cazar a la calle, cualquier cosa les viene bien. Y en las tiendas y mercados los productos se racionan para que lo poco que hay alcance para la mayor cantidad de gente posible. Dos jabones por persona, dos detergentes por persona, un pollo por persona, dos paquetes de pañales por persona, dos salchichas… y así. En las filas, que duran entre cinco y siete horas, entregan cartones picados con un número para dejarle claro a la muchedumbre qué tan larga será la espera. Se ha vuelto común pasar las madrugadas afuera de las tiendas y aún sin saber qué productos saldrán a la venta, para en cuanto aparezca el sol, alcanzar alguno de los tickets que permiten entrar y comprar.
Ha sido triste ver, durante los cuatro meses de pandemia, como las familias se debaten entre quedarse en casa para protegerse del coronavirus —pero sin tener qué comer— o salir a ponerle el pecho a la enfermedad para alcanzar lo imprescindible para alimentarse y asearse.
Ante el embarazo de Claudia, he intentado salir lo menos posible a la calle para evitar contagiarla. De todos modos, hay poco que conseguir. Decidimos entonces apretarnos en casa: cocinamos una vez al día y lo que sobra de esa comida, que casi siempre es el almuerzo, se guarda para el resto de la jornada. Casi nunca puedo cumplir sus antojos de embarazo. Lo que le apetece está casi siempre fuera nuestro alcance, y eso que no son lujos: un dulce, una pizza, un helado, un sándwich. Y yo, que acostumbro a lavar el calzoncillo del día mientras me baño, decidí no hacerlo para ahorrar jabón. No obstante, y pese a todas las medidas que hemos tomado, tenemos que cumplir con la dieta de embarazada de Claudia, por su salud y la del bebé. Una dieta que le obliga a consumir lácteos, pescados, frutas y carne, todo lo que no hay.
Personas hacen fila para comprar alimentos en el centro de la Havana, Cuba. Fotografía de Alexandre Meneghini / Reuters.
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Un compañero de trabajo de Claudia, que tiene una niña de dos años, nos dio un consejo: “Yo lo he resuelto yendo al campo a comprarle a los guajiros todo lo que tengan”. No los pensamos dos veces, un par de días después le pedimos prestado el carro a un amigo y salimos rumbo a la provincia de Artemisa, a 65 kilómetros de La Habana. Después de sondear tres o cuatro fincas en vano, nos topamos con un hombre que estaba en un trillo enfangado encima de un caballo y que se detuvo al notar nuestras caras de perdidos. Nos preguntó qué o a quién buscábamos, y casi al unísono le respondimos: comida. “Síganme”, nos respondió. El hombre llevaba unas botas de goma plástica que casi le rozaban la rodilla, un short sucio de tierra, un pulóver viejo repleto de agujeros y un sombrero de guano. Dio media vuelta en su caballo sin afligirse por el cambio de dirección. Lo seguimos por unos 15 minutos sin saber a dónde íbamos, hasta que llegamos a una pequeña choza de madera. Nos hizo pasar, nos brindó agua y café y dijo: “Vienen de La Habana y ella está embarazada, ¿verdad? Pues han dado con la suerte”.
En aquella pequeña choza, increíblemente, el hombre tenía una nevera. “Asómense y díganme si les interesa algo de esto”, dijo. Abrí la puerta y, detrás de la nubecita de aire frío, descubrimos varios pomos plásticos con yogurt, queso, leche y unos perniles de cerdo congelados. Nuestras caras deben haberse iluminado.
El hombre es un campesino y tiene un pequeño terruño detrás de su choza donde cría carneros y vacas que ordeña a diario. De esa leche hace el yogurt y el queso. Además, en una finca que comparte con otro amigo, cría también pollos, gallinas, gallos, patos y cerdos. Todo para vender, pero nos explicó: “Yo no suelo venderle cosas a desconocidos, y menos si son de La Habana, porque puedo ir preso de nuevo. Estuve preso una vez porque una vaca se me murió y ya que estaba muerta aproveché para comérmela con la familia. Pocos días después vinieron los inspectores del gobierno a hacer el conteo mensual de los animales, y se percataron que faltaba esa vaca. Yo, de gil, les confesé lo que había pasado y por ello fui a cárcel. Me echaron 20 años, pero solo cumplí siete. Tú sabes que en Cuba vale más una vaca que un hombre. Si matas a una vaca, por ley pueden echarte de 20 a 30 años de prisión. Por asesinato, mucho menos”.
La explicación del campesino tiene antecedentes: antes de la llegada al poder del gobierno de Fidel Castro en 1959, la isla contaba con 6 millones de cabezas de ganado vacuno. Actualmente se cree que hay poco más de 4 millones, repartidas entre aproximadamente 6 mil entidades estatales y cooperativas, y 242 000 propietarios individuales, según las cifras de la prensa estatal. No sé sabe a ciencia cierta a qué se debe la disminución del ganado en Cuba, pero décadas atrás el régimen decidió que, para evitar el declive de las reses, todas pasarían a ser propiedad del Estado, de ahí que ni siquiera los propietarios individuales pueden sacrificarlas.
“Los voy ayudar hasta que ella —Claudia— dé a luz, porque todo hombre debe solidarizarse con una mujer, porque son ellas quienes nos traen al mundo. Pueden venir cuando quieran que les venderé lo que les haga falta. Desde que los vi perdidos en el trillo sabía que necesitaban ayuda, por eso me detuve. Ninguna embarazada debiera andar por el campo, bajo este sol, con este calor insoportable, buscando comida. Es una cuenta fácil de sacar y si esa cuenta no da, es porque algo anda mal. Nos veo regresando al Período Especial”, dijo el hombre antes de despedirse de nosotros.
Trompetista toca frente a personas que hacen fila para conseguir comida en el centro de la Havana, Cuba y es acallado por la policía. Fotografía de Alexandre Meneghini / Reuters.
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Con el derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) a inicios de la década de los noventa, Cuba vivió su peor época económica desde 1959. Fidel Castro lo bautizó como “Período especial en tiempo de paz”. El colapso del campo socialista suscitó que todas las prebendas comerciales que llegaban a la isla en cantidades industriales desaparecieran de tajo. Esto provocó que la economía cubana, que era amamantada por la URSS, cayera estrepitosamente, al punto que el Producto Interno Bruto (PIB) del país se contrajo en un 36 por ciento. El golpe fue tan duro que varios estudios económicos estiman que el aporte nutricional de cada cubano se redujo de 2,845 kilocalorías diarias, que se consumían en 1989, a 1,863 kilocalorías en 1994, sabiéndose que el mínimo recomendado para el cuerpo humano adulto es de 2,100 a 2,300. Por ello, cada cubano adulto perdió entre 5 y 25 por ciento de su peso corporal en el período.
De 1989 a 1995, Cuba pasó más tiempo sin energía eléctrica que con ella. La isla se convirtió en un país de penumbras, donde la noticia era el día que había luz en las casas. A aquellos pasajes a ciegas les llamaron “apagones” y a los pocos instantes con luz, “alumbrones”. El gobierno, contra las cuerdas, tuvo que idear alternativas de transporte, pues no había diésel en todo el país. Nacieron así los “camellos”, autobuses enormes que fueron adaptados para cargar a la mayor cantidad de gente posible; los “bicitaxis”, bicicletas de tres ruedas adaptadas para dos pasajeros y un conductor; y los “coches”, una especie de carretas con asientos a los lados y capacidad de ocho a doce personas que son movidos por caballos.
«De 1989 a 1995, Cuba pasó más tiempo sin energía eléctrica que con ella. La isla se convirtió en un país de penumbras, donde la noticia era el día que había luz en las casas. A aquellos pasajes a ciegas les llamaron ‘apagones’ y a los pocos instantes con luz, ‘alumbrones’».
Nací unos meses antes de semejante debacle. A cada rato mis padres me cuentan todas las peripecias que tuvieron que hacer para alimentar a mi hermana y a mí. Mis recuerdos de esos años son vagos, pero recuerdo pasajes puntuales, escenas llenas de ingenuidad. Recuerdo jugar a hacer figuras de sombras con las manos encima de mi madre en una noche tremendamente oscura, recuerdo la algarabía del barrio cuando llegaba la electricidad, recuerdo recorrer toda La Habana sentado en la parrilla de la bicicleta de mi padre y el dolor tremendo que sentí cuando uno de mis pies se enredó con los rayos de la goma trasera mientras buscábamos comida por la ciudad. Recuerdo también ver a mi madre dándole de comer pan mojado a los pollitos que vendían en la bodega estatal para que la gente los criara en sus casas. Eran una decenas de pollitos, amarillos todos, menos uno que tenía pintas negras. Había que cuidarlos y engordarlos para luego devorarlos sin clemencia, sin sentimentalismo. Recuerdo que los pollitos estaban en una esquina de la sala, en una caja de cartón y que un bombillo, amarillo también, los calentaba durante todo el día.
Hay una crudeza muy fuerte y muy triste en esa imagen: La familia que cría un animal que el Estado le vende para que no se muera de hambre. La familia que tiene que pasar por encima de sus sentimentalismo para sobrevivir. Vida o muerte sin el “Venceremos” del eslogan revolucionario, porque no hay revolución con hambre, no hay nada con hambre, con pobreza, con carestía, con escasez. Lo único que surge en esas condiciones son descalabros, fracasos. Recuerdo que años después en casa también criamos cerdos en un patio interior. Fueron seis o siete años criando cerdos. Todos tenían nombres. A todos los quise como una mascota, pero todos murieron por nuestra hambre. Conservo en la memoria solamente dos nombres de aquellos cerdos, Pocholo y Macorina, a quienes les llevaba la comida que sobraba en el comedor de mi escuela primaria. En esos tiempos volvía a casa con mi mochila llena de libros y un tambuche plástico repleto hasta arriba con la comida que mis compañeritos de aula dejaban en su bandejas. Recuerdo la peste de las heces de los cerdos que inundaba la casa mientras veía dibujos animados en el televisor en blanco y negro, recuerdo que se decía que la gente salía de noche a las calles a cazar gatos, y que los gatos ya descuerados parecen conejos, aunque su carne no es igual de rica. Recuerdo haber comido un bistec de cáscara de plátano verde que Mami se ingenió un día y que me supo a gloria.
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Pasada la pandemia, se estima que el PIB de Cuba caerá tanto como en el Periodo Especial. Los síntomas ya están aquí, se respiran, se pueden ver. Le temo a vivir, ya sin ingenuidad, una hecatombe así. No quiero que mi hijo pase por eso. Pero todo indica que será inevitable.