Tiempo de lectura: 4 minutosDesde el principio de los tiempos,
en la niñez,
pensaba que ese dolor significaba que yo no era amada.
Significaba que yo sí amaba.
—Louise Glück
Los disparadores del dolor son siempre dardos inesperados en medio de un bosque. Nos duelen porque despiertan recuerdos de la niñez que hemos sido incapaces de sobrevivir; un dolor que llevamos encima como segunda piel, a menos que hayamos tenido la oportunidad, el privilegio y la determinación de trabajarlo con alguien que nos ayude a mirarlo y despojarlo de su poder a fin de desprendernos de la rabia contenida en esa piel. No todo el mundo puede siquiera mirar esas heridas causadas en la edad en que comenzamos a traducir la experiencia en sentimiento, memoria y consecuencia; es decir, en nuestra visión del mundo adulto y la construcción de una narrativa propia sobre el amor, el erotismo, el sexo, las relaciones interpersonales, la confianza, la honestidad. Nadie imagina el daño que genera tanta violencia hasta que puede hacer un mapa de las pérdidas, hasta que aprende a escucharla sin juicios de valor como intermediarios.
Hace unos días, una reportera de Oaxaca me preguntó si el periodismo tiene una deuda con la niñez; le respondí que sí, que la adultocracia siempre habla por ellas y ellos y rara vez les invita a expresarse con sus propias palabras para mostrar su mirada del mundo o una experiencia determinada.
Ese mismo día, una víctima a la que durante años cuidé y ayudé para escapar de una red de tratantes de niñas salió en redes sociales a intentar denostarme, pagada por sus explotadores a quienes denuncié. Una activista me pidió que me defendiera de ella; me he negado a hacerlo durante una década, desde que la chica se convirtió en adulta y eligió el camino al lado de los criminales. Porque entiendo que no todas se salvan, que yo no salvo a nadie, que para algunas víctimas siempre será más fácil desmarcarse de quien se pone en riesgo que atacar al asesino y al opresor; en nuestra cultura nadie quiere ser víctima y la violencia es una forma de poder con múltiples significados.
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Algo está sucediendo. Durante las últimas semanas he recibido más mensajes de petición de ayuda para que cuente historias de violencia, para que ayude a que la impunidad no gane la batalla en un centenar de casos de violencia contra la niñez; más peticiones en un solo mes que en todo el año pasado. Todas me llegan desde México a mi rincón de exilio.
Una niña de 13 años captó mi atención en particular: escapó de su casa y le confesó a su madre que su abuelo la viola desde hace años. El padre, hijo del pederasta, fue un niño maltratado y, al ser confrontado por su hija y su esposa, se lanzó a golpes sobre la mujer para defender a su padre. Seguramente aterrado, al mismo tiempo que solidario con el crimen. Entiendo lo complejo que resulta navegar estas aguas oscuras de relaciones afectivas entre víctimas y victimarios. He aprendido que nada justifica esos abusos de poder asestados al cuerpo de una persona indefensa. Para entenderlo e intentar desentrañar esta cultura de solidaridad entre maltratadores, es indispensable entender cómo y desde dónde cada víctima procesa esa vivencia entre los afectos y la violencia, el poder y la opresión.
La poeta Louise Glück, ganadora del premio Nobel 2020, escribió una frase lapidaria: Observamos el mundo una sola vez, en la infancia, / lo demás es recuerdo.
Si bien es cierto que es el fragmento de un poema, es también un tema recurrente en su trabajo literario. Aunque no es la primera en recordarnos que, para millones, la infancia es destino, ella no se desapega de la experiencia: la narra sin florituras, se adueña de ese dolor que seguramente la lanzó a la soledad y la poesía desde niña.
Para millones de personas heridas por quienes debieron amarlas cuando pequeñas es imposible olvidar; para otras, hay una clara elección en el camino, que consiste en atreverse a mirar esa época de formación infestada de malos tratos, violencia o desamparo, desamor o desprecio, para después traducir esos sentimientos en las emociones originales, redescubrir que, como escribió la poeta, no seguía allí añorando afectos de quien la maltrataba, buscando la aceptación; volvía a mirar porque la niña amaba y no sabía qué hacer con ese amor.
Eso es lo que descubren millones de niñas y niños con la mirada de quien recién aprende a experimentar el mundo, a traducir en palabras lo que mira y siente, que su cerebro y todo su cuerpo filtran. Los disparadores son pequeñas costuras invisibles que de pronto, por alguna frase, sonido u olor, se rompen; surge de ese desgarro una historia personal que parece única y se experimenta como injusta e indeseable. Hay millones de niñas, niños y jóvenes que tienen una capacidad de resiliencia que la ciencia señala con el mismo detenimiento que la poesía.
A lo largo de mi carrera, he documentado cientos de historias de explotación, malos tratos, infanticidios, masacres de personas de menos de 18 años; lo he hecho con el corazón abierto porque es la única forma de honestidad que conozco para estar frente a alguien que relata sus más íntimos miedos. Entiendo que no todas las víctimas tengan las herramientas para procesar las emociones y concretar sentimientos que más tarde serán palabras y acciones determinantes para quienes las rodean y para sí mismas.
Desde niña, aprendí que la poesía nos transforma, es capaz de devolvernos el aliento y la palabra perdida. La ganadora del premio Nobel ha logrado, gracias a su contundente claridad, traernos de vuelta al acertijo del amor y el maltrato de la niñez. Nos recuerda que el destino cambia cuando alguien rompe el silencio.