Un estado sin mexicanos
Después de la promulgación de la ley antiinmigrante más dura de Estados Unidos ¿qué hará Alabama sin mexicanos?
Chandler Mountain, Alabama. «Where are the Mexicans?», le pregunté a Matthew Jenkins, poco antes de llegar a la cima de la montaña, al final de un camino serpenteante. Esperaba encontrar al menos a algunos, pero hasta entonces no había visto más que una solitaria pareja de afroamericanos con sombreros de palma desbrozando la yerba, a lo lejos.
«They’re gone», me respondió. Apenas pude escucharle entre el ruido de los amortiguadores y una canción en la radio.
Cuando descendimos de la destartalada pick-up, Jenkins se fajó su raída gorra de camuflaje militar y se llevó a la boca un puño de tabaco para mascar. Tras dar unos pasos, hizo un ademán con los brazos para mostrarme la desolación de su campo de tomates abandonado.
«Ésta es la parte más afectada», me dijo. Señalaba un páramo.
Hasta donde alcanzaba la vista, no había una sola persona. Aquí y allá, miles y miles de frutos verdes, amarillos y rojos, agusanados e infectados por feos puntos negros de podredumbre, se apilaban sobre la tierra y atraían nubes de moscas. Podía escuchar cómo algunos estallaban debajo de nuestros pies conforme avanzábamos en silencio, liberando un desagradable olor agridulce.
CONTINUAR LEYENDOAl lado de un montículo particularmente grande de tomates, interrumpió la caminata. «Ya no hay posibilidad de salvar esta parte de la cosecha. A estas alturas diría que la hemos perdido —me dijo—. Todita esta parte, sí, señor».
Matthew es dueño, junto con su madre, Ellen, de la plantación Jenkins, una granja de tomate de doscientos acres ubicada en la punta noreste de Alabama, donde termina la cadena de los Apalaches. Estábamos prácticamente en el pico de un monte rodeado por bosques y lagos, no muy lejos de la frontera con el valle del Tennessee.
En el condado predominantemente tomatero de Saint Clair, enclavado en el sur más profundo de Estados Unidos, eran los primeros días de otoño, justo cuando las granjas circundantes sacan a relucir sus jack-o’-lanterns —calabazas huecas iluminadas con velas para el día de brujas— y las plantaciones agrícolas de la zona inician su etapa más productiva. Un periodo a mediados de octubre de siete, quizá diez, días para recolectar lo plantado durante la primavera, antes de la llegada de las heladas.
En otro tiempo, ese hubiera sido uno de los días más ocupados del año en la cima del pico Chandler, famoso en todo el estado por su producción de tomates de premio. Las granjas de la región estarían entrando al momento crítico de su temporada de cosecha, y miles de personas, en su mayoría jornaleros del sur y centro de México, laborarían en los plantíos del vegetal, que con sus largos pasillos de hojas son muy parecidos a los viñedos de un país mediterráneo.
Los equipos de recolectores, sus espaldas encorvadas, recorrerían metódicamente las filas, arrodillándose, pizcando, separando y empaquetando cajas con el sello «Produce of Alabama». Constantemente, camiones entrarían y saldrían de los caminos de la montaña con embarques destinados a restaurantes y comercios al sur y al este de Estados Unidos.
En otro tiempo. Pero ya no. Como la granja Jenkins y los tomateros, el campo alabamense se vació. Los mexicanos que solían trabajar ilegalmente en Alabama se fueron, producto de la ley migratoria HB 56, la más dura legislación local de corte antiinmigrante de todo Estados Unidos. Miles de indocumentados abandonaron el estado en las horas iniciales después de su entrada en vigor, a finales de septiembre pasado, y miles más han seguido su ejemplo en los últimos meses, ahuyentados por una ley que permite a las policías locales actuar de agentes migratorios, prohíbe los matrimonios mixtos entre «ilegales» y estadounidenses, nulifica los contratos firmados por un no ciudadano y ordena a maestros a delatar a sus alumnos ante la migra, entre otras peculiaridades.
Para algunos, ha propiciado la expulsión de indocumentados más eficaz en la historia de Estados Unidos, un síntoma más de la batalla antiinmigrante que desde hace tiempo se libra en distintas entidades de ese país. «La HB 56 ha devastado a la comunidad migrante de Alabama. Sería difícil para mí sobredimensionar la tragedia humana que ha sido desatada en el estado por esa ley», aseguró a finales de noviembre Mary Bauer, directora legal del prestigiado Centro de Leyes para el Estudio sobre la Pobreza en el Sur (SPLC por sus siglas en inglés), una organización no gubernamental dedicada a combatir el extremismo.
Durante un encuentro con comerciantes, Bauer advirtió que miles de indocumentados habían sido desterrados. «Bajo las previsiones de la ley que están actualmente en efecto, los indocumentados simplemente ya no pueden interactuar de forma alguna con el gobierno para ningún asunto o proceso», aseguró.
Para otros, la crisis tiene un tufo histórico incómodo. Sobre todo en un estado que, como Alabama, encabezó en los años sesenta del siglo pasado la lucha contra la integración racial y vio nacer y florecer la variante más rígida del Ku Klux Klan en sus ciudades y campos, escenarios de encarnizadas luchas raciales y hasta linchamientos. Uno de sus gobernadores más famosos, George Wallace, prometía en 1963 jamás permitir la integración entre razas. «¡Segregación ahora, segregación mañana, segregación por siempre!», clamaba a manera de eslogan.
«Esta ley es la cosa más espantosa, y malintencionada y terrible que jamás he leído», opinó a principios de octubre el historiador más respetado de Alabama, Wayne Flynt. «Esto —consideró— ha traído de vuelta un pasado que en Alabama queríamos olvidar. El mensaje que estamos enviando es que sólo nos gustan los extranjeros cuando traen plantas automotrices debajo del brazo […] no creo que el debate sea nada más sobre política. También es sobre miedo, maldad y odio para la gente con diferentes orígenes, idioma y color».
Matthew Jenkins tomó el mando de la plantación a raíz de que su padre murió de cáncer en 2010. Desde entonces asiste a Ellen, su madre, en las tareas de administración de un negocio cuyos mejores días parecen haber quedado en el pasado. Para granjeros como ellos, la agricultura genera cada vez menos ganancias debido a la competencia de vegetales más baratos, importados de todos los lugares posibles, de México.
Los últimos años han sido complicados: el precio del tomate alabamiano se ha desplomado y cada vez le resulta más difícil competir con las importaciones de Sonora, en donde las estaciones no son tan marcadas y la producción es casi permanente. Sin margen de competencia, los Jenkins han buscado recortar sus costos. Y como muchos otros, han recurrido a la mano de obra ilegal. Un jornalero inmigrante cobra hasta cincuenta por ciento menos que un estadounidense.
Si los últimos años han sido difíciles, para la granja de la familia Jenkins, 2011 fue un año de antología. La crisis migratoria y el éxodo de los inmigrantes se encargaron no sólo de desnudar la compleja y casi simbiótica relación entre los granjeros estadounidenses y los jornaleros mexicanos, sino de hundir su negocio. Es difícil saber si volverán a plantar en 2012.
«Quizá perdamos ochenta por ciento de la cosecha. Supongo que podremos recoger algo, pero no será mucho», calculó Matthew. Mientras caminábamos por las ruinas de su plantío, sobre frutos que esta temporada sólo servirían de fertilizante, recogió dos tomates perfectos, en su punto. Estaban incrustados en el lodo, pero de alguna manera habían escapado a los gusanos.
—Esto va a ser un desastre. Sería diferente si tuviéramos a los hispanos aquí. Desde que la ley pasó, no hay nadie que quiera hacer esto —lamentó.
—¿Nadie quiere recoger los tomates?
—No, señor. Los estadounidenses vienen y no duran ni un día y no saben cómo hacerlo.
La recolección en el campo, me dio a entender, es demasiado demandante físicamente como para convencer al estadounidense promedio de emprenderla. El campo se encuentra lejos de los centros urbanos, y los Apalaches terminan por alejar a muchos: en el verano, la temperatura llega a alcanzar los 40 o 45 grados con un alto nivel de humedad. Los mosquitos pululan aun en los días frescos. Las plantas que rodean el retoño del tomate son tóxicas, tienen pesticida en las hojas y pueden causar hemorragias y sarpullidos en las palmas de las manos, además de que su aceite ennegrece la piel y las uñas por una extraña reacción química (como tinta, el tizne permanece aferrado a las yemas de los dedos varios días). A esa mezcla hay que añadir la fauna local.
«También tenemos víboras de cascabel, pumas, alacranes, y el año pasado los muchachos mataron a un oso —me contó el granjero—. Sí, señor [lo pronunció yes, sireee]. Yo no sé de la ley que hicieron allá abajo, pero sí sé que los hispanos trabajaban duro y que hoy no están aquí».
Los hispanos, grupo que en Alabama y para los alabamianos engloba a todo latinoamericano pero que se refiere predominantemente a mexicanos y en menor medida a guatemaltecos, llegaron apenas en la última década al estado. Se estima que, hasta antes de la HB 56, unos ciento diez mil inmigrantes indocumentados vivían en la entidad, una cifra minúscula frente a los dos millones y medio de sin papeles en California o el millón seiscientos cincuenta mil de Texas.
Pero aun así se convirtieron en blanco de una ley migratoria diseñada para expulsarlos. Los efectos del éxodo han comenzado a extenderse por toda la economía estatal. Matthew es un ejemplo. «Los políticos no saben lo que le va a pasar al campo», me dijo, poco antes de escupir el tabaco al suelo y lanzar los dos tomates que había rescatado del lodo al vacío, a la gusanera que estaba devorando el resto. «Nos jodieron de lo lindo. Vamos a perder dinero».
Que los estados de la Unión Americana hayan decidido crear leyes para desincentivar la inmigración ilegal no es nuevo. Arizona se convirtió, en 2010, en el primero en hacerlo de forma directa, y media docena de otras entidades —desde Georgia y Carolina del Sur hasta Utah— han seguido su ejemplo. Pero lo sucedido en Alabama llevó las cosas a otro nivel: la agresividad y extensión de su ley está muy por encima de las demás.
La ley HB 56 tomó forma oficialmente cuatro meses antes del desastre agrícola de Alabama y un año después de que Arizona abriera la era de leyes antiinmigrantes estatales. Lo hizo de manera discreta, sin el ruido generado por la SB 1070 de Arizona, quizá por la relativamente pequeña población de indocumentados en la entidad, la distancia con respecto a México y el desconocimiento en Latinoamérica sobre la política del sur profundo de Estados Unidos, una región que no ha sido nunca un destino tradicional para los migrantes.
La House Bill Number 56 fue firmada el 9 de junio de 2011 por el gobernador del estado, Robert Bentley, en una ceremonia pública a la que se convocó a los principales líderes del Partido Republicano local. La firma se llevó a cabo en la casa de gobierno de Alabama, en Montgomery, la capital estatal, un tratamiento reservado sólo para asuntos de extrema importancia.
«Sin duda creo que vamos a tener la ley migratoria más fuerte de América», celebró Bentley al inicio de la firma, evento para el que se convocó a la prensa y, con toda fanfarria, se acomodó un escritorio con el sello estatal frente a las cámaras, con dos banderas, la estadounidense y la de Alabama, al fondo. Sobre la mesa, para que todos pudieran verla, descansaba una copia de la ley. Más que un acto de autoridad, era uno de Estado.
Bentley estaba flanqueado por los autores de la legislación, el senador estatal Scott Beason y el diputado local Micky Hammon. Beason, un político de corte populista cuya carrera ha ascendido gracias a la retórica de mano dura contra la inmigración ilegal —y que a sus cuarenta y dos años es mencionado como potencial aspirante a gobernador—, prestó la pluma con la que el mandatario rubricó la versión final de la ley antiinmigrante.
Tras la firma, los tres políticos sonrieron y aplaudieron. La ley entraría en vigor noventa días después, a finales de septiembre. «Ésta es la culminación de un proceso de varios años. No hubiera sido posible sin el liderazgo del gobernador. Debe entenderse que ésta es una ley antiinmigración ilegal, porque nos preocupa el elevado número de ilegales que entran a Alabama y le roban el empleo a nuestros ciudadanos», dijo Beason, en una conferencia organizada al término del evento.
Hammon, y en especial Beason, fueron percibidos como los grandes ganadores del proceso. Habían cumplido su promesa central de campaña: enfrentar la inmigración ilegal en el estado y «devolver los empleos robados» por los indocumentados a la población de la entidad. En medio de la peor recesión en décadas y con decenas de miles de desempleados —y uno de los paros más elevados en el sur del país—, esa promesa no sólo tuvo impacto: fue ampliamente popular.
Como la SB 1070 de Arizona, la Ley de Protección a los Contribuyentes y Ciudadanos del estado de Alabama contempla lo que puede describirse como un hostigamiento oficial en contra de los inmigrantes indocumentados. Bajo su auspicio, se les pueden negar servicios, encarcelarlos por fallas administrativas, enviar sus huellas dactilares a una base de datos federal para entregarlos a las autoridades migratorias y, en resumen, forzarlos a irse.
Las similitudes entre ambas leyes son evidentes. Como la SB 1070, la HB 56 ordena a las diferentes policías del estado revisar el estatus migratorio de cualquier persona que sea detenida por una violación de tráfico, si es que existe «la sospecha razonable» de que es un indocumentado. Es decir, por su apariencia física y, especialmente, étnica, lo que en el sur se conoce como driving while Mexican. Manejar mientras mexicano.
Pero la versión sureña, la aplicación alabamiana del concepto antiinmigrante, va más allá de lo que jamás se llegó a aplicar en Arizona. Prohíbe a los «ilegales» recibir beneficios públicos estatales y municipales, así como servicios médicos de emergencia. Les cierra, además, la vía a obtener licencias de manejo, permisos de construcción o incluso registrar sus casas rodantes —las «trailas»— como un sitio de residencia.
También, cancela la posibilidad de que atiendan escuelas públicas y ordena a las autoridades escolares, desde primaria hasta preparatoria, «determinar si sus estudiantes son migrantes indocumentados» para informar a las autoridades sobre el estatus migratorio de sus padres. O sea, pide a los maestros actuar como chivatos.
Castiga también a los dueños de inmuebles que renten sus propiedades a inmigrantes sin papeles, nulifica cualquier contrato entre un ciudadano y un indocumentado y amenaza con sanciones económicas a quienes empleen a personas que estén de forma ilegal en el estado de Alabama. Asimismo, considera como delito castigable con cárcel la posesión de identificaciones falsas, como números de seguridad social o licencias de manejo, una práctica común entre los indocumentados para obtener empleo o pagar servicios.
La lista de prohibiciones no termina ahí. Es larga —la ley tiene más de veinte cuartillas de extensión— y sus medidas draconianas le han valido comparaciones con las leyes Jim Crow, que en su momento solidificaron la segregación racial en el sur de Estados Unidos y que castigaban cualquier tipo de unión entre distintas razas.
Por ejemplo, cincuenta y cuatro de los sesenta y siete condados de Alabama han aplicado uno de sus apartados más nefastos, que básicamente niega a un inmigrante indocumentado el derecho de contraer nupcias con un ciudadano estadounidense.
En los días posteriores a la activación de la HB 56, el gobierno federal estadounidense presentó una demanda ante las cortes, bajo el argumento de que Alabama estaba violentando la Constitución de Estados Unidos. El estado quería hacer suyas atribuciones migratorias reservadas, por ley, a las autoridades en Washington.
La demanda, muy similar a las que el Departamento de Justicia introdujo en el caso de las leyes antiinmigrantes de Arizona y Georgia, llevó a que una juez federal bloqueara algunas de las partes más duras de la ley, como la cláusula que convierte a los profesores en soplones migratorios o la que prohíbe la renta de «trailas» a los indocumentados, en violación al derecho humano elemental de contar con una vivienda.
Enardecidas por una legislación que representa un salto hacia atrás en los derechos de las minorías, distintas organizaciones civiles, como el SPLC, iglesias, asociaciones promigrantes y la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) se sumaron a una demanda colectiva, en la que el gobierno de México pidió jugar el papel de «amigo de la corte» para presentar sus argumentos en defensa de los mexicanos que viven en Alabama.
Aunque en su mayor parte está en vigor, la ley está ahora bajo escrutinio judicial y corre el riesgo de ser anulada, si es que se considera que es inconstitucional. Pero para los autores de la HB 56, la federalización del caso era y es, precisamente, el mejor escenario posible. Forma parte de una estrategia de gran calado cuyas consecuencias pueden ser imprevisibles.
Para hablar de ello, me encontré con Scott Beason en la ciudad de Gardendale, un suburbio de clase alta ubicado a una hora de distancia al norte de Birmingham. No se me escapó el hecho de que me citó en uno de los enclaves étnicamente más homogéneos de todo el estado. El 97.19% de su población es de origen blanco, según el censo de 2010.
«El senador lo verá en el Centro Cívico», me informó su secretaria. Me pedía ir al club de campo más lujoso de la zona.
Arribé justo a la mitad de un evento organizado por una agrupación local de jubilados. Toda la concurrencia era blanca, y pude ver a varios guardias armados, sus pistolas colgando de pecheras.
Beason, un geólogo convertido en político, es famoso en Alabama por su actitud agresiva hacia la inmigración indocumentada, y algunos de sus comentarios incluso han entrado de lleno en el terreno de lo racista. Pero aun así, muchos le ven un futuro en Washington, como legislador federal o hasta como gobernador después de que Bentley concluya su mandato en 2015.
Dos anécdotas lo han perseguido y definen, en cierta medida, su carácter. La primera ocurrió en febrero de 2011. Durante un desayuno con simpatizantes pidió a los republicanos «vaciar el cargador de sus pistolas sobre la migración ilegal». La segunda y más reciente anécdota que le ha acosado mediáticamente —pero que parece no haberle generado daño político alguno—, data de unos días después de la firma de la HB 56 en la casa de gobierno de Montgomery. A una semana del suceso, los medios locales dieron a conocer una grabación en la que el senador estatal definía a los afroamericanos que gustan ir a los casinos como «aborígenes».
Beason dijo después que «no sabía a qué me refería» cuando usó ese adjetivo, lo que le valió una crítica mordaz por parte de Flynt, el historiador. «¿Qué tanto tiempo creen que le tomará a los medios internacionales conectar los puntos que van del autor de la ley antiinmigrante a sus comentarios sobre los aborígenes afroamericanos?», cuestionó el profesor universitario.
El senador llegó a nuestra entrevista unos minutos tarde. «Vamos afuera», me dijo. Nos sentamos en una banca en medio de un prado. Por los antecedentes que había leído, esperaba encontrarme con un troglodita, quizás un personaje similar al sheriff Joe Arpaio de Arizona. Por el contrario, me recibió un político suave, educado, vestido con un traje costoso y perfectamente planchado, imbuido de lo que en Estados Unidos es conocido como el «encanto sureño».
«Ésta no es una ley racista o antimexicana», me dijo de entrada, sentado con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda. «No está dirigida a un grupo particular: no importa si quienes están en el estado de Alabama son ilegales de Canadá, de África, de Europa. Va a aplicar para todos».
Beason insistió en que si bien Alabama no tiene una población significativa de indocumentados, era el momento exacto para tomar una acción preventiva, antes de que «el desastre» llegara. «Algunos estados, como California, ya han ido demasiado lejos, no han hecho nada durante un par de décadas y ya están paralizados. Aun si quisieran enfrentar el problema, no pueden ahora. No pueden darle la vuelta a la nave de la migración ilegal», aseguró.
Durante la entrevista, Beason jamás dejó de sonreír y de salpicar la conversación con explicaciones sobre la forma de hablar de los sureños, la cocina, el acento y la exótica cultura del sur de Estados Unidos. Era como si quisiera hacer el encuentro lo más amable posible. Cuando tocó el turno de abordar el éxodo y los costos humanos generados por su ley, mantuvo el semblante alegre y dejó en claro que ése era el efecto que siempre había buscado.
—No me preocupa —me dijo—. Era nuestro objetivo, porque estamos haciendo simplemente lo que el gobierno federal tendría que hacer. Creo que cualquier ley antiinmigrante, sea en Georgia, Alabama o Arizona, tiene el objetivo claro de reducir el número de trabajadores ilegales en tu estado.
—Pero también habrá estadounidenses afectados. Algunos granjeros dicen que se van a ir a la quiebra sin mano de obra.
—Vaya, hay algunos problemillas. La pregunta es ¿quién debe asumir la culpa de que no haya trabajadores para hacer estos trabajos? Algunos de los granjeros de tomate en mi distrito me han dicho que enfrentan un problema serio. Pero yo les pregunto si ellos se anunciaron en el periódico local en algún momento de los últimos tres meses. O si fueron a las escuelas, a las iglesias a decir a la gente que había esta oportunidad de ganar dinero adicional. Y no, ellos no hicieron ajustes ni hicieron planes.
De la entrevista se desprendió que, detrás del drama agrícola y humano y las peculiaridades de la ley migratoria más dura de Estados Unidos, hay un objetivo de mayor envergadura: ir a la Suprema Corte y forzar a sus ministros a pronunciarse sobre la validez de que los estados legislen en temas de inmigración, algo que permitiría que lo vivido en Arizona, Georgia, Utah y otra media docena de entidades se generalice por todo el país.
«Hay buenas posibilidades de que terminemos en la Suprema de una u otra forma», admitió Beason, en referencia a la demanda interpuesta por el gobierno federal en contra de la HB 56. Me explicó que no importa el sentido en el que falle la corte de circuito en la que actualmente se analiza el caso. El siguiente paso, por ley, es ir a la Suprema de Estados Unidos, sea ratificada o anulada la legislación antiinmigrante.
«Si la Suprema Corte falla a favor de los estados, algo que creo que tenemos muchas posibilidades de que pase, es porque los estados tenemos derechos. Y uno de esos derechos es proteger a nuestros ciudadanos de invasiones de fuerzas externas», me dijo el senador.
Antes de despedirse, cerró con un comentario que, aunque no tuvo ese tono, me pareció irónico. «En Alabama queremos a los extranjeros. Lo único que pedimos es que la gente venga aquí legalmente y se vuelvan parte de nuestra sociedad. Así, claro que les daremos la bienvenida».
Beason tuvo razón en uno de sus señalamientos. La ley no nada más ha sido aplicada a mexicanos. Dos sucesos, pruebas de su generalidad, han avergonzado —y mucho— a las autoridades locales. Ocurridos en noviembre, muestran el grado absurdo al que la HB 56 ha llegado.
El 18 de noviembre pasado, el jefe de la policía de Tuscaloosa reveló que uno de sus alguaciles había arrestado al manager de la planta de Mercedes-Benz en la ciudad, un alemán que fue enviado a la cárcel por no tener licencia de manejo.
«El ejecutivo, de cuarenta y seis años, fue acusado de violar la ley migratoria al no tener la identificación adecuada», detalló la Associated Press en un despacho. Por si fuera poco, el 30 de noviembre, en Birmingham, la policía local daba a conocer que un empleado japonés, asignado a la planta de Honda en el condado de Talladega, también había sido llevado a los separos.
Su pasaporte y licencia de manejo, japoneses ambos, fueron considerados «insuficientes» para identificarse en Alabama.
Con antecedentes como los de Mercedes y Honda, la empresa china Golden Dragon, que tenía previsto abrir una planta minera al sur del estado, anunció recientemente que sus planes de llevar personal administrativo a Alabama están pospuestos hasta nuevo aviso.
Ubicado en medio de la nada, a Fort Payne y el pico en el que se encuentra, Sand Mountain, se les conoce sólo por tres razones. La primera y más vergonzosa data del siglo XIX, cuando fue uno de los tantos puntos de partida de lo que después se bautizaría como «el sendero de las lágrimas», la expulsión por parte del gobierno estadounidense de decenas de miles de indígenas cherokees de Alabama para deportarles hasta Oklahoma y dejar sus tierras libres para la colonización blanca.
La segunda razón que puso a Payne en los mapas es que, por algunas décadas en el siglo XX, se convirtió en el hogar de un extraño culto sincrético dedicado al encantamiento de serpientes durante misas cristianas, una práctica que hoy está en vías de extinción y que fue prohibida por el gobierno, luego de que un sacerdote mordido por una cobra muriera en 1998.
Después de la posguerra, Fort Payne añadió a su nombre el mote de «la capital oficial y mundial del calcetín». Y ésta es la tercera razón por la que es conocida. Decenas de fábricas rústicas dedicadas a su producción brotaron en esta zona de los montes Apalaches, en donde realmente jamás ha habido otra industria más que la minería y la agricultura, en particular de tomates.
La producción de calcetines sostuvo por décadas la economía de la población, cuyos habitantes no rebasan las catorce mil personas en la actualidad. Pero después vino el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la producción se trasladó a México. Más tarde, volvió a migrar, esta vez a Centroamérica, India y China. La mayoría de las viejas fábricas de Fort Payne, cuyas operaciones eran más rústicas que industrializadas, cerraron en ese trayecto. La tasa de desempleo ahora oscila entre 11 y 14 por ciento.
Pese a la competencia de industrias más baratas en el tercer mundo, aún quedan algunas fábricas calcetineras en los Apalaches. Son las últimas: dos tercios se fueron a la quiebra en la última década y se espera que, antes de 2015, los calcetines habrán migrado definitivamente de Fort Payne a Bangladesh y Paquistán. Aunque parece que tienen los días contados, algunas de las compañías sobrevivientes todavía atraen a trabajadores de toda la región con la promesa de empleos fuera del campo y en un ambiente mucho más cómodo que la sierra, al interior de una bodega, zurciendo. Como los granjeros, sólo pueden competir contra la mano de obra barata contratando más mano de obra barata.
La industria del calcetín, o sus restos, ha sido uno de los principales imanes para la inmigración indocumentada en esta esquina de los Apalaches, que ahora incluso tiene más pobladores de origen hispano que afroamericanos. Según el censo de 2010, 20% de los habitantes de la aldea son de origen latino, un incremento de casi 10% con relación a 2000.
Invitado por el padre Hernán Afanador, acudí a una de las principales iglesias hispanas de la zona, la de San Felipe, para ver los impactos de la HB 56 sobre la población local. Afanador, un inmigrante colombiano con más de dos décadas en Estados Unidos, comenzó su seminario en Cali en los ochenta y fue uno de los primeros latinoamericanos en llegar a las entonces tierras vírgenes de Alabama.
Con el paso de los años vio crecer a su rebaño, gracias al flujo migratorio. Y ahora ha visto a su congregación tomar el rumbo contrario, hasta casi extinguirse. «Tantos se fueron… cuando comenzó la ley, mucha gente se comenzó a ir del estado, de regreso a México, a Centroamérica. De mi feligresía, diría que se ha ido 80%», me dijo, en ruta hacia la iglesia en donde daría misa.
Era domingo, supuestamente el día más fuerte de la semana. La iglesia tendría que haber estado repleta de trabajadores de la industria de los calcetines, además de algunos jornaleros del tomate venidos de las montañas aledañas. Pero el templo estaba prácticamente vacío, sus bancas ocupadas únicamente por cinco indocumentados y sus hijos, muchos de ellos ya nacidos en Estados Unidos y con poca comprensión del español.
Afanador me dijo que sobre esos niños recaería una de las partes más crudas de la HB 56. «Ellos son hijos de mexicanos, pero son estadounidenses en todos los sentidos, tanto legal como culturalmente. Sus padres viven anclados a Latinoamérica y para la ley son indocumentados, pese a que sus niños sean ciudadanos. Si deportan a los padres, ellos tendrán que quedarse aquí, solos, o regresar a países que ya no les pertenecen».
Un tanto deprimido, el sacerdote esperó por una hora para ver si más personas llegaban a la misa. Cruzando la calle, iglesias evangélicas, luteranas y algunas católicas lucían atiborradas, sus estacionamientos a reventar, los afroamericanos en unas y los blancos en otras. Pero ese domingo, el templo hispano jamás se llenó. Quedó prácticamente vacío.
«Comencemos pues», dijo finalmente el sacerdote, que se dirigió a su reducida audiencia tras determinar que nadie más vendría. «A ver, chicos: ¿tienen alguna duda sobre la ley?, ¿los han parado?, ¿los han detenido? Yo les diría que tengan paciencia. No se vayan todavía».
Para cuando la misa terminó, una hora más tarde, la feligresía pudo darse la paz y estrecharse las manos en menos de tres minutos. El trámite fue breve, dado el escaso número de asistentes, y resaltó una especie de sentimiento de extinción entre quienes nos encontrábamos al interior de la iglesia.
Uno de los pocos migrantes que asistieron a comulgar fue Tomás, un guatemalteco nacionalizado mexicano que me pidió no usar su apellido por temor a ser identificado por las autoridades de Alabama. «No quiero que me agarren», me dijo.
Tomás forma parte de la oleada de guatemaltecos que huyeron de Centroamérica durante la guerra civil, en los ochenta. Luego de una masacre perpetrada en su poblado por soldados kaibiles, cruzó por la selva para asentarse en la colonia La Gloria, en Chiapas, al sur de México. Vivió como indocumentado en territorio mexicano durante una década, hasta que en los noventa el Instituto Nacional de Migración y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados le dieron la ciudadanía, como al resto de sus compañeros asilados.
Su historia mexicana comenzó a deshilarse entre 1994 y 1995, tras el levantamiento zapatista y la crisis económica. Empujado por la falta de empleo, emprendió el camino al norte una vez más. Cruzó a Estados Unidos en 1999 por el desierto de Sásabe, en Arizona, y primero se asentó en Carolina del Norte, para trabajar en plantaciones de pepino, camote, calabaza y chile. En 2002 recibió la llamada de una hermana que se había mudado a Alabama.
—Vente para acá. Hay jale en las calcetineras —le dijo.
Desde entonces, y como muchos otros latinoamericanos, Tomás ha vivido en la franja norte de Alabama zurciendo calcetines en un poblado que hasta hace algunas décadas no había tenido gran contacto con extranjeros y que ahora tiene un fuerte componente latino en sus calles.
«Trabajar en la fábrica es mucho mejor que estar en el campo. No estás bajo el sol, te pagan diez dólares la hora y estás tranquilo», aseguró. En consecuencia, echó raíces en Fort Payne. Sus hijos van a la secundaria local, renta una casa de tres cuartos y está por terminar los pagos de la troca.
En la Alabama post-HB 56, eso se acabó. En el caso de Fort Payne, la crisis económica y el temor generado por la ley antiinmigrante se han encargado de extirpar a la mayor parte de la comunidad indocumentada, según me dijo Tomás, que coincidentemente está desempleado. Su jefe no quiere tener nada que ver con «ilegales».
«La verdad es que estoy pensando en irme. Se siente el miedo de salir a cualquier lugar. Hemos escuchado que ponen retenes y que a veces, si la policía te mira de color, te para», me dijo.
El miedo, como el que experimenta Tomás, ha sido un factor crucial en la salida masiva de inmigrantes. Como muchas otras comunidades del estado, Fort Payne reaccionó con pánico. Por redes sociales alguien corrió la especie de que la escuela primaria y hasta el kínder estaban funcionando como centros de deportación, con los niños siendo acarreados como ganado hacia prisiones.
Con esos pequeños eventos de pánico vinieron también otras manifestaciones del miedo. Los anuncios clasificados que aún quedan en internet dan cuenta de ello. «Vendo camioneta pick-up. Urge por extrema necesidad», decía a finales de noviembre uno de los clasificados en Craigslist, un servicio de anuncios en el que usuarios de todo el estado han vendido a precios de ganga sus posesiones, al prepararse para abandonar Alabama a toda velocidad. Era de un mexicano avecindado en Birmingham. Ofrecía el vehículo en pesos.
El pánico llevó a algunos padres a una medida ciertamente más dolorosa que vender barato una casa rodante. Despachos legales por todo el estado recibieron un alud de solicitudes para redactar permisos, conocidos como «poder de guardián», con los que los indocumentados literalmente ceden control de sus hijos a un estadounidense, a quien otorgan permiso para cuidar a sus niños en caso de deportación.
No pude preguntar a Tomás si ya había firmado uno de esos acuerdos. Sus hijos estaban presentes, y el tema, a toda luz, parecía demasiado incómodo para ser abordado junto a ellos. Pero lo que sí me adelantó es que su plan B ya comenzó a cocinarse.
«Como está la vida, con eso de que te agarran y te deportan, pues creo que sí me regreso. No a Guatemala, sino a México», me dijo.
Poco antes de emprender el viaje que eventualmente me llevaría a la granja Jenkins y a los plantíos abandonados de tomate en el pico de la montaña Chandler, acudí a una estación de gasolina al norte de Birmingham, la capital económica del estado. Había quedado de reunirme con Jerry Spencer, cabeza visible de un colectivo conocido como Grow Alabama, un conglomerado estatal de trescientas granjas de tomate, chile, calabaza, papas y pepinos.
Lo encontré a bordo de una camioneta, acompañado de un fotógrafo de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos que voló desde Washington para documentar el funeral del reverendo Fred Suttlesworth, uno de los más respetados luchadores de los derechos civiles, ocurrido unos días antes. Decidió quedarse en el estado más tiempo para documentar el desastre agrícola, para entonces convertido en noticia nacional e internacional.
«Estamos esperando a unos trabajadores», me dijo Spencer, un quiropráctico que nació en Alabama pero vivió durante varios años en California antes de regresar a casa para involucrarse en el mundo de la agricultura. A raíz de la entrada en vigor de la ley HB 56 y la estampida de mexicanos y centroamericanos, recibió decenas de llamadas de sus agremiados. Desesperadamente le pedían ayuda para encontrar mano de obra de reemplazo para los momentos más críticos de la cosecha.
«¡Necesito jornaleros!», le dijeron de una granja al norte, en la montaña Chandler. Era Ellen, de la plantación Jenkins, una de las más duramente golpeadas por el éxodo.
Cuando nos encontramos en la gasolinera, Spencer accedió a mostrarme los resultados de un experimento lanzado después del inicio de la crisis agrícola. Para determinar si lo planteado por los políticos era verdad —y si en realidad hay mano de obra que pueda suplir la de los inmigrantes—, publicó anuncios en Facebook y en los clasificados de distintos diarios en los que invitaba a todos los desempleados de la región a presentarse en su oficina para después llevarlos a las granjas.
La oferta sonaba bien. Por una semana de trabajo, los salarios para un equipo de un empacador y tres recolectores de jitomate con experiencia rondaban los cuatrocientos dólares, sustancialmente más que los ciento noventa que se reparten a trabajadores en paro bajo el seguro de desempleo estatal. Pero si bien en un principio decenas de personas acudieron a pedir informes y a enrolarse, con el paso de los días la respuesta fue cayendo. El horario no ayudó. No muchos quieren estar en el campo de doce a catorce horas por día, bajo un sol tenaz y en medio de los insectos, repitiendo la misma moción una y otra vez: agacharse, levantarse, apoyar el peso en las rodillas y cargar. La espalda puede terminar molida después de varios días haciendo lo mismo.
Quizá sin saber eso, en los primeros días del experimento varios desempleados respondieron al anuncio y tomaron camino a las granjas. Después de todo, Alabama ha sido duramente golpeada por la recesión y tiene una tasa de desempleo de 11% —en algunos condados hasta de 19%—, una de las más elevadas en todo Estados Unidos. Pero luego de sólo una jornada en la sierra, nueve de cada diez desempleados no regresaron.
La crisis estaba en su punto álgido cuando conocí a Spencer. Los periódicos del día hablaban de un inminente desastre y reproducían quejas de granjeros de todo el estado, desde productores de tomates hasta camotes, melones, chile, pepinos y algodones. «A alguien en Montgomery se le olvidó que la ley entraría en vigor justo en medio de la cosecha», deploró un productor, citado en The Montgomery Advertiser, un diario de la capital.
Confrontado con el desastre, el gobierno estatal ofreció una alternativa. John McMillan, director del Departamento de Agricultura Estatal, planteó el uso de presidiarios para ir a salvar las cosechas. Obviamente, pocos granjeros accedieron a la propuesta de tener a criminales convictos en sus plantaciones.
En la gasolinera, las cosas tampoco marchaban bien. «Puedo declarar, oficialmente, que el experimento ha sido hasta ahora un fracaso», me dijo Spencer. Ese día haría un último intento. «Estamos esperando a ocho personas, pero no llegan. No es un empleo fácil y no paga mucho, claro. He descubierto que muy pocos estadounidenses desempleados quieren quedarse en estos trabajos que implican mucho esfuerzo físico y permanecer varias horas bajo el sol en condiciones difíciles».
Cuarenta minutos después, ninguno de los aspirantes había llegado. Vi a Spencer exasperado. «La cosa es sencilla. ¿Quién va a hacer este trabajo? Además de que requiere mucho acondicionamiento físico y mental, los desempleados no quieren permanecer aquí. Quieren ganar dinero, pero no en este empleo. Con esta ley, lo poco que queda de agricultura en Alabama se va a acabar. En dos años, toda la industria estará de rodillas», pronosticó.
Finalmente, dos trabajadores afroamericanos aparecieron. Sólo dos de ocho. Ni siquiera una cuadrilla. Con Spencer apesadumbrado, tomamos la interestatal y después los caminos secundarios rumbo a la granja Jenkins. Luego de hora y media de conducir por en medio de varios bosques, estábamos ahí, frente a Ellen.
—Sólo pude traer a dos —dijo Spencer.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —repuso la granjera—. ¡Esos hijos de puta en Montgomery no saben lo que nos hicieron!
Tras enviar a la pareja de afroamericanos a desbrozar la yerba, Ellen me invitó a sentarme en el porche de su casa, del que colgaba una enorme bandera estadounidense y desde donde podía apreciarse el campo vacío de tomates. Era un día esplendoroso y su perro jugueteaba entre la grava. A lo lejos, algunos cuervos permanecían perchados en un poste de luz. Estaba acompañada por un desempleado que había venido de la ciudad a pedir informes sobre la posibilidad de trabajar en el campo, un enorme tipo con cola de caballo y barba de chivo llamado Burt.
Ellen prendió un cigarro mentolado y me habló en español accidentado. «Lo he aprendido con los muchachos —me dijo antes de cambiar al inglés—. Mire, estoy agotada. Estoy asqueada. La gente no vino. Nadie quiere ayudarnos. El gobernador no tiene ni idea de lo que está pasando. No lo entiende. Nos va a ir muy mal».
Me reveló una delgada cadena que fue trastocada por la partida de los inmigrantes. Calculó que, si no recibe ayuda, su granja quedará fuera de combate en 2012 de forma permanente. Si en febrero no tiene claro cuántos jornaleros podrá contratar para la siembra en mayo, tampoco podrá ordenar las semillas. Y si no ordena las semillas, no habrá cosecha.
«Los mexicanos solían venir aquí en mayo. Venían de Florida y de Texas. Cuando terminaban las temporadas de cosecha allá, iniciaban con nosotros —me dijo un tanto nostálgica—. Han sido mis mejores trabajadores. ¡Son como máquinas! No hablan, no reclaman, no flojean, sólo trabajan sin parar. Comen su lunch, no piden pausas y siguen pizcando hasta que anochece. Vaya que los necesito».
Burt, el desempleado que estaba junto a Ellen, interrumpió la conversación. Su actitud mostró, de alguna forma, lo complejo que es el tema de los indocumentados en Alabama, sobre todo cuando se les culpa de ocupar los empleos de estadounidenses. «Yo sólo diré algo: ojalá y dejaran de venir a Estados Unidos. Así aprenderemos a levantar nuestra propia cosecha. Como si no pudiéramos hacerlo, carajo. ¿Por qué no pueden quedarse de su lado de la frontera?».
No tuve la oportunidad de responderle. Ellen evitó cualquier problema y pidió a Matthew intervenir y llevarme a la cima de la montaña. «Mejor llévalo a que vea los tomates», dijo, sin despegar la vista del desempleado. Parecía listo para seguir discutiendo. Y muy molesto.
Matthew concluyó de mostrarme la desolación en cosa de media hora, tiempo durante el que recorrimos unos dos acres de tomates completamente podridos. Con el paso de los días, lo mismo pasaría a las partes más bajas de la granja, las que fueron plantadas más tarde en la temporada de siembra y que todavía tenían algunos días de vida.
En el trayecto de bajada, en la frontera entre la podredumbre de la cima y los campos aún en buen estado, pude ver una camioneta prácticamente oculta entre el follaje de los tomates. «Quizá son mexicanos», me dijo Matthew, que me dejó a un kilómetro de distancia, antes de irse a supervisar otra parte de la granja. Después de caminar un rato, pude escuchar la música que venía de su radio: eran Los Tucanes de Tijuana. Cuatro personas trabajaban en la recolección del tomate.
«Quiobo», me dijo una voz de entre el pasillo de tomates. Era Guillermo Castro, que junto con su hijo José, su yerno Alfredo y un amigo formaban la única cuadrilla que se había aventurado ese otoño a hacer la pizca del tomate en la granja Jenkins. Supe después que ninguno tenía papeles y, en consecuencia, estaban en franco riesgo de ser entregados a las autoridades migratorias, pero la posibilidad de hacerse de enormes ganancias en una recolección final les orilló a jugársela y correr el riesgo.
Castro, cuyas manos estaban ennegrecidas por el tizne del tomate, me explicó que venía de San Luis Potosí, de la comunidad de Rioverde. Era uno de los últimos mexicanos de la región. Sus amigos, compañeros y hasta rivales habían partido por los miles en los días previos. Pero había asumido su situación con un cierto estoicismo. «¿Qué nos van a hacer? Lo peor que puede pasar es que nos corran. Y hasta si nos matan, pues nos matan y ya», me dijo.
—¿No les da miedo?
—Sin nosotros, los gringos no comen. Tan sencillo. ¿Quién va a hacer esto? Ahí andan algunos, ¡pero son rehuevones!
La situación al menos tenía un lado positivo. Sin competencia y con todo el campo para ellos, los Castro habían logrado acumular unas veinte cajas a esas alturas del día, que apenas comenzaba. A ese ritmo, tendrían unas cuatrocientas al final de la jornada. Con suerte, hasta unos cuatrocientos dólares… ¡en un solo día! Todo el campo de tomates estaba a su disposición. Sólo el cansancio o una redada podrían detenerlos.
De todas formas, me dijo que se irían pronto de Alabama. Pero no por temor, sino porque quedaban pocos días antes de que todos los tomates terminaran por pudrirse en los campos. La chamba se iba a acabar y la cuadrilla tendría que ir a la siguiente cosa. Un subtexto que parecía decirme: que los alabamianos se queden con su cosecha.
El proyecto de los Castro era claro. De Alabama se irían a las plantaciones de pino en el Mississippi, todavía en el sur profundo de Estados Unidos. «Hay buen dinero que hacer allá si le chingas duro», me dijo el mexicano, sólo uno de cuatro que vi ese día en el tomatal de la montaña. //
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