Café Tacvba
—Yo no soy periodista —digo al sentarme a la mesa frente a ellos. Es un vano intento de ablandarlos. —Despreocúpate —responde Joselo Rangel con aire socarrón—: nosotros tampoco somos músicos. Así que, para darme valor, me bebo de un jalón el mezcal Alipús que alguien puso frente a mí y comienzo este interrogatorio que en […]
—Yo no soy periodista —digo al sentarme a la mesa frente a ellos. Es un vano intento de ablandarlos.
—Despreocúpate —responde Joselo Rangel con aire socarrón—: nosotros tampoco somos músicos.
Así que, para darme valor, me bebo de un jalón el mezcal Alipús que alguien puso frente a mí y comienzo este interrogatorio que en realidad vengo planeando desde una tarde de 1992, cuando escuché por vez primera a Café Tacvba en la explanada del Monumento a la Revolución.
Están a punto de lanzar un nuevo álbum, El objeto antes llamado disco, que fue grabado en cuatro recintos (el Samsung Studio en el barrio de San Telmo, Buenos Aires; el bar Liguria de Puerto Montt, Santiago de Chile; el Auditorio BlackBerry de la Condesa, México, DF, y los Eastwest Recording Studios de Hollywood, en Los Ángeles) bajo un concepto singular: tocar canciones inéditas frente a un público reducido —menos de cien personas—, para luego seleccionar la mejor toma de cada track e integrar así la versión definitiva del producto; una especie de híbrido entre el «en vivo» y la placa de estudio. Así que, para abrir boca, les pregunto de dónde surgió la idea de trabajar así. Ni siquiera se miran: es obvio que se han puesto de acuerdo de antemano y la respuesta a esa pregunta corresponde a Joselo.
—La propuesta vino de Rubén. Teníamos algunas canciones montadas y nos juntábamos a trabajar todos los días. Empezamos a planear la grabación. Una de las posibilidades era viajar a Berlín y producirlo todo en un estudio de allá. Pensamos: «Sería increíble, ¿no?». Estábamos viendo si había presupuesto. Entonces llegó Rubén y dijo: «A mí me gustaría grabarlo con público». Ahí empezó un camino radicalmente distinto al que veníamos recorriendo.
—¿Qué tanto se conecta el haber grabado de este modo con el origen de la banda a finales de los ochenta, cuando tocaban en pequeños foros?
Quien responde es Rubén Albarrán:
—Yo encuentro esa conexión en el hecho de que rompimos una estructura de tiempo que venía funcionando desde que firmamos con una compañía. Nuestro primer disco es diferente a los que le siguieron porque las rolas que lo forman no fueron concebidas para estar ahí: las hicimos para tocarlas frente a un público. Las canciones crecieron en vivo y llegaron maduritas al estudio. Luego firmamos y, a partir de Re, las canciones fueron compuestas primero para el disco y de ahí pasaban al foro, a las giras, a la promoción. Lo que hicimos ahora fue regresar a ese primer momento: desarmar la estructura impuesta por la industria. Compusimos las canciones y las presentamos y las grabamos casi al mismo tiempo. El hecho de que tuviéramos gente ahí escuchándolas, observándonos, hizo que nuestra música se transformara al momento mismo de ser registrada.
Joselo agrega:
—Trabajamos en equipo, pero cada individuo tiene un proyecto personal en la cabeza. Hubo un momento en Argentina en el que se acercó Adrián, de Babasónicos. Llegó nomás a saludar. Me dijo: «Esto a mí se me hace raro; ¿cómo que la gente va a verlos grabar? Si yo lo que necesito es al contrario, encerrarme y hacer caras, buscar el personaje para poder interpretar las canciones que estoy construyendo. No quiero que me vean mientras lo hago». Y me pregunta: «¿A quién se le ocurrió?». Le digo: «A Rubén». Y dice: «Ah, bueno. Entonces, ya». Le pareció comprensible. Yo pensé: si Rubén trajo la propuesta es porque necesita esa conexión. Cantarle a alguien, o yo qué sé…
—Los compositores mayoritarios son Meme y Joselo —apunta Rubén—. Ellos son los que ponen el cuerpo básico de las letras. Y ellos me dan la oportunidad de hacer cambios para adueñarme de sus creaciones, para tener las imágenes interiores que les proporcionen fuerza; que no se queden en la superficie.
Lo interrumpo:
—»De este lado del camino» parece la gemela contraria de «Volver a comenzar», ¿no? Mientras la rola de Sino propone un intimismo rudamente pesimista, el nuevo single habla de autorreconciliación.
—Creo que de eso se trata este momento —responde Rubén—. Que necesitamos eso, claro: está tan terrible afuera, es tan avasallador, tan brutal, que muchas veces es necesario decir: «Está chingón: buena onda yo. Estoy bien conmigo mismo, sí me acepto, chingue a su madre. Y, por eso, acepto a los demás».
La sirena de una ambulancia ahoga un poco las frases. Estamos en la planta alta del Limantour, un bar elementalmente hipster situado sobre la calle de Obregón en la colonia Roma. Se les nota cansados pero tranquilos, todo lo contrario de su equipo de producción —encabezado por el célebre manager Juan de Dios Balbi— y la gente de la disquera Universal, que corren de un lado a otro organizando a un nutrido rebaño de reporteros. La banda viene de tocar en Estados Unidos y sale de viaje mañana a una gira que recorrerá el continente desde Buenos Aires hasta México, pasando por Montevideo y Santiago de Chile, entre otras plazas. Pero ellos no parecen haberlo notado aún: se lo toman con calma. En algún momento digo que debo apresurarme porque nos queda poco tiempo, y Quique Rangel sugiere en voz baja: «Tú espérate hasta que vengan a decirte que te vayas».
—¿Cuánto tiempo transcurrió entre la composición de los temas y la definición conceptual del álbum?
Es el turno de Emmanuel del Real:
—Pues no tardó mucho, ¿eh? Tuvimos nuestra pausa de dos años y eso, pero el montaje, conclusión y conceptualización habrá durado mes y medio, dos meses cuando mucho. Cada quien trajo sus canciones, las escuchamos, dijimos ésta y ésta, y listo. Nuestro productor, Gustavo Santaolalla, dijo: «¿Saben qué? No le muevan: ahí está el disco completo». Y eso nos dio mucha alegría: saber que después de tanto tiempo seguía habiendo algo interesante.
—Así es con Gustavo —interviene el bajista Enrique Rangel—: hemos trabajado tanto tiempo con él que conoce nuestras potencialidades. A veces nos pide que de un bonche escojamos cuatro o seis rolas y sigamos trabajando. O a veces, como sucedió en este caso, nos propone: «Manténganlo simple». Grabarlo con testigos, que en realidad son cómplices, fue también una manera de evitar la posibilidad de repetir y cuestionar y derivar y decir «Mejor mañana lo hago», «No me siento a gusto», «No estoy sonando»… No: era hacerlo y ya, al momento.
—Sigo creyendo que este disco se ha definido por sí solo —añade Meme—. O que hay una entidad que el grupo ha generado y que ahora existe por encima de nosotros, y es la que dice: «Por aquí» o «Por acá», y nosotros: «Sí, señor». Claro que también a veces se encabrona y nos grita: «¡La cagaste!» —risas—. No, ya en serio: creo que las circunstancias van definiendo las acciones que ejecutarás. Nos escudamos en las composiciones, en los arreglos y planteamientos que cada uno hizo, pero lo demás no es trasmisible. Es un juego en donde no sabes qué va a pasar hasta que abres la siguiente puerta.
—Tengo la impresión —digo— de que nunca habían hecho esto: grabar un disco en medio de una gira.
Quique:
—Estás en lo correcto. Históricamente, nosotros hacemos un receso después de trabajar el tour de cada disco. Más tarde nos volvemos a juntar, hacemos preproducción y grabación, entregamos el material a la disquera, esperamos a que salga y, entonces sí, nos vamos de gira. Ésta es la primera vez que continuamos tocando en medio del proceso. El concierto del Vive Latino fue justo entre la preproducción y el registro. Tocamos en Acapulco, en Zacatecas. Regresamos a planear y hacer la grabación, terminamos de mezclar e inmediatamente después hicimos una serie de conciertos por Estados Unidos que acaba de terminar en el Irving Plaza de Nueva York. Ha sido una especie de gira de transición. Volver a tocar sin esperar a que el público conozca un material. Y estamos disfrutándolo mucho. Porque vemos que hay una carrera y una historia de relación con el público de Café Tacvba, y que ellos están dispuestos a acompañarnos en éste o en cualquier otro experimento.
Mientras escucho la voz, procuro memorizar a los cuatro como si fueran una postal o una foto. Joselo está sentado muy cerca de la ventana. Rubén está a su lado. Meme y Quique se colocan en el ángulo menos iluminado del bar. Los dos primeros hablan en bloques alternados, como si siguieran un guión. Meme y Quique actúan de un modo más fluido, se interrumpen, completa uno la frase del otro. Los cuatro usan atuendos simples que, de algún modo, parecen la versión casera de los outfits que sacan en los conciertos: Quique lleva un saco, Joselo una camisa a cuadros, Rubén una camiseta estampada con un diseño posmo, Meme una camisa oscura de color sólido… Hay algo de impenetrable en esa simpleza: como si la ropa fuera una metáfora de la relación entre la esfera pública y la privada. El truco que estos cuatro cuarentones originarios de Satélite han inventado para lidiar con la fama tiene su chiste: lucir de una manera que parece común y al mismo tiempo sólida, imbatible.
—Veo que grabar el disco fue muy rápido, pero ¿fue cómodo?
Joselo:
—Lo que habrá que poner en claro es que, si bien hay público, le pedimos que estuviera sentado y calladito. Eso cambia todo. Para mí fue choqueante la primera vez que lo viví porque pensaba: «No les está gustando». Tocaba y seguía la canción y, aunque daban chance de aplaudir al final de cada rola y ellos gritaban, se volcaban, me faltó esa parte kinética a la que estoy acostumbradísimo.
Supongamos que tienes veintisiete o veintiocho años y eres autor de una obra maestra: un disco como Re. Pobrecito de ti. ¿Qué diablos vas a hacer con el resto de tu vida? La razón por la que Café Tacvba me parece uno de los más finos productos de la cultura mexicana contemporánea es la respuesta que le ha dado —una y otra vez— a esa pregunta.
Avalancha de éxitos (1996), tercer disco de la banda, no sólo pone en entredicho los conceptos de «originalidad» y «autoría», sino que provoca insospechados entrecruzamientos culturales: hace que el hip hop se enamore del rupestre en «Chilanga banda»; empuja a las Flans a la marea del slam con «No controles»; visita el son jarocho como noción vernácula de las aldeas globales; vuelve entrañablemente generacional y vivo a un ruquito cursi llamado Leo Dan. Café Tacvba inventó la poesía mexicana de principios del siglo XXI al menos diez años antes de que poetas extraordinarios como José Eugenio Sánchez, Luis Felipe Fabre o Inti García Santamaría aparecieran en escena. Este omnívoro impulso verbal y sonoro ya estaba presente desde el primer disco (con su adaptación de una novela de Pacheco, el paralelismo entre «María» y las leyendas populares, su ironía en «Noche oscura» que sutilmente coloca a San Juan de la Cruz en Garibaldi o la apropiación de versos de José Alfredo Jiménez en «Bar Tacuba»); pero en Avalanch la estrategia es llevada al grado cero del lenguaje.
Algo semejante harían con la parte estrictamente musical de su proyecto Revés / Yo soy (1999), sin duda un momento epifánico del rock electroacústico no sólo en México sino en el mundo. Se trata, además, de uno de los lapsos más zen dentro de su larga relación profesional con Gustavo Santaolalla.
—Revés —dice Quique Rangel— era un experimento que, pensábamos, iba a evolucionar hacia canciones, letras, etcétera. Se lo mostramos a Gustavo: «Tenemos estas maquetas, experimentos partiendo de la nada, repentinas; a ver qué te parece». Y él tuvo la visión de decir: «No solamente no van a regrabar nada: esto es el disco. No tienen que sumarle, no tengo nada que aportarles. Vamos a mezclarlo, a hacer que suene lo mejor posible y ya». Nosotros lo sospechábamos. Pero Gustavo tiene esta capacidad de ver las cosas cuando flotan en el aire.
Luego vendría un corte de caja con la antología Tiempo transcurrido (otra vez aparece un referente literario: Juan Villoro y su pasión rocanrolera) y un sabroso homenaje a la banda chilena Los Tres. Pero sin duda el momento radical de esta etapa intermedia sucedió hace nueve años, cuando Café Tacvba publicó Cuatro caminos, un álbum en el que incorporaron a su característico sonido electroacústico la participación de una batería análoga ejecutada por Luis Alberto Ledezma Blum, El Children. Muchos tacvbómanos puristas de la primera época rechazan este disco. Yo lo adoro: lo considero, desde una perspectiva estrictamente cultural, la versión pop mexicana del Bringing It All Back Home de Bob Dylan, en el que El Dueño del Balón salió a tocar su folk con una guitarra eléctrica.
—Es curioso —dice Quique—, porque para nosotros era… Obviamente, no había necesidad de una batería. Y eso fue algo que tuvimos que justificar en un principio. Te bajabas de tocar en el Bar Nueve y alguien decía: ¿por qué hacen playback? Luchamos mucho contra eso. Nos encantaba la estética de ser un grupo de música-electroacústica-no-sofisticada. Pero cuando por fin la gente lo entendió, dijimos: ¿y si les ponemos un cuatro cuartos y hacemos puro rock con batería?, ¿por qué no? Y surgió una energía que se mueve de manera distinta.
La versión de Meme es un poco menos alegre.
—El grupo nace a partir de la electrónica con la fusión acústica. Siempre estuvo presente la relación con las máquinas. Yo he pasado de verlas como aparatos a sentirlas como… como mucho más…
—¿Como «miembros»? —pregunta Quique poniendo cara de albur. Risas.
—Sí —responde Meme—, como miembros. Para mí Cuatro caminos fue difícil porque, aunque todos queríamos que sucediera lo de la batería, me sentí amputado.
—¿Amputado, o emputado? —insiste Quique, ya de plano en plan de reportero cábula.
—Am(em)putado —revira Meme ahogando la risa—. Fue algo muy disfrutable pero también fue como decir: no puedo hacer lo que me gusta. Ya de por sí me considero un baterista frustrado, porque la percusión es lo que más me interesa, y la caja de ritmos me resolvió un asunto de relación física con el sonido… Pero bueno: gracias a ese experimento pude enfocarme en otras cosas. Por ejemplo en las computadoras, que te dan una nitidez extraorinaria. Pero que a la vez me cuestan trabajo porque yo prefiero la interacción física, estar pegándole aunque sea a unos pequeños pads, y no estar abriendo menús y submenús.
La batería no es lo único que cambió el sonido de Café Tacvba en el año 2003, como bien aclara Quique:
—Yo era un contrabajista. Me sentía cómodo siéndolo porque no había otro en el circuito. Salvo el de Gatos DF, pero para él era inevitable porque su banda tocaba rockabilly. La particularidad de ser un contrabajista en un conjunto de rock que incluía géneros autóctonos y especialmente nuestra incursión en lo norteño era muy satisfactoria para mí. Y es justo en Cuatro caminos que me voy directamente al bajo eléctrico. Quiero decir: no fue ahí donde empecé a tocarlo, ya lo había usado en canciones de otros discos. Pero fue a partir de entonces que se volvió mi instrumento. El contrabajo y el bajo eléctrico son mucho muy distintos, y eso puede decírtelo cualquier músico. En realidad tengo un objeto fetiche: un bajo eléctrico Hohner con forma de violín, como el de Paul McCartney. No lo atesoro por aspiraciones de Beatle mexicano sino por la búsqueda de un sonido capaz de evocar el contrabajo. Me gusta esa sensación: la de estar tocando a la mitad de dos sonidos.
Además de las nuevas experiencias en materia instrumental, Café Tacvba consolidó otra vertiente lírica, más intimista y elemental, que en canciones como «Eres» logró refrescar el pop básico y que, con temas como «Cero y uno» o «Mediodía», le dio una afortunada vuelta de tuerca al estilo del grupo.
En 2007, Café Tacvba volvió al estudio para grabar Sino. Debo confesar que es la obra suya que menos me entusiasma. Se trata de un trabajo que prolonga la exploración iniciada con Cuatro caminos y que contiene, además, «Volver a comenzar»: uno de los tracks más eclécticos, explosivos y al mismo tiempo poéticos del rock nacional y, por si fuera poco, la pieza en la que la agrupación alcanza el estado de gracia vocal. Pero el álbum sucumbe a la influencia del rock sudamericano y exhibe un carácter más o menos epigonal: por primera vez, Café Tacvba estaba siguiendo una tendencia en lugar de marcarla. Incluso en un tema como «El outsider», que se desprende del tono general del conjunto, noto la influencia no superada del Odio funky de Jaime López. El hecho de que un solo de batería domine el final del disco me parece, más que un guiño irónico o un gesto de cinismo, un síntoma de desgaste: estaban a punto de dejarse morder por el zombi.
Así y todo, el grupo se mantuvo vigente al final de la década pasada gracias a este disco, y realizó algunos de sus más espectaculares shows.
Gerardo Rosado, quien inició su carrera musical como guitarrista de Consumatum Est y actualmente es copropietario y productor de Discos Intolerancia (que distribuye —entre otros— a Carla Morrison, Juan Cirerol, Troker, Descartes a Kant o Monsieur Periné), recuerda así la escena musical chilanga de finales de los ochenta:
«Lo curioso es que la música venía de los extremos urbanos: del sur, claro, pero sobre todo del norte. Los principales antros, como Rockotitlán y el LUC, estaban en el centro pero un poco cargados al sur. Y el único lugar que había en el norte (porque Satélite generaba buenos grupos pero nunca ha podido generar escena) era el anexo del Apache Catorce, el restaurante de Carmela y Rafael en Lindavista. En ese tiempo, Lindavista y Satélite eran las sedes rivales de cierto ‘wannabismo’ cultural. Ahí, en el anexo del Apache Catorce, vi por primera vez tocar a Café Tacvba. Es la única banda de ese tiempo que no sólo tuvo una carrera meteórica, sino que además logró permancer. Yo creo que en esa etapa las disqueras vieron la posibilidad comercial de las bandas de rock y, de inmediato, nos obligaron a madurar; a ir, como quien dice, de la infancia a la vida adulta. No se fortaleció la escena: los grupos iban del garage al sello discográfico y enseguida de regreso al garage, porque no había una infraestrucutra cultural intermedia. Se suprimió la adolescencia del rock mexicano, y muy pocas bandas resistieron el proceso. Yo creo que, en ese contexto, la agrupación que maduró mejor y más rápidamente desde el seno de la industria fue Café Tacvba. Y no sólo cumplió con las expectativas de las grandes empresas, sino que las flexibilizó, las puso al servicio de la libertad creativa».
Akira (Alfredo Carrillo), VJ que acompañó a Café Tacvba con proyecciones visuales durante buena parte de la gira 2008, describe así al conjunto:
—Café Tacvba es el arte del sincretismo, de la reinvención, de la síntesis, de lo auténticamente chilango; de lo urbano y de lo místico a la vez. Rubén siempre me dio confianza y libertad creativa total. Era quien más se preocupaba por los detalles en todo, incluyendo el video. A Meme lo vi siempre como un virtuoso, muy zen, melancólico y sensible, pero a la vez con sentido del humor y un toque de ironía. Joselo siempre tenía un buen libro en las manos, sobre todo en los largos viajes aéreos, y siempre que le pregunté a quién escuchaba en los audífonos me encontré con algo bueno, fresco. Por otra parte, Joselo era el más neutral y tranquilo con los procesos de trabajo. Al único que no pude conocer del todo fue a Quique: nunca hubo buena onda entre nosotros.
Akira da cuenta, asimismo, de lo desgastante que puede ser colaborar con una banda de gran formato.
—El Concepto VJ en México era más o menos novedoso, y estar con artistas de esa magnitud me resultó fundamental. Entré a ese mundo por arriba: con la banda más organizada, disciplinada, trabajadora y exitosa de México. Pero teníamos una atmósfera laboral muy estresante. Los del staff actuaban siempre como mercenarios, cuidando su chamba… Era un grupo de poder muy cerrado y celoso del trabajo, a veces incluso hostil.
Akira abandonó abruptamente el tour 2008 en Costa Rica: él considera que su relación con el equipo se había desgastado por lo difícil que era equilibrar amistad y trabajo.
A propósito del tema, le pregunto a Meme del Real durante nuestra charla en el bar Limantour:
—¿Qué es lo más pesado y qué lo más gozoso cuando estás de gira?
—Yo creo que todo lo que te pasa es ambas cosas. El hecho sólo de tocar es hoy en día más gozoso y más pesado que nunca. Más pesado en un sentido físico, por la edad. En el show yo creo que seguimos rindiendo al cien, lo que pasa es que el antes y después se están poniendo difíciles. Por otro lado, con la edad uno aprende a disfrutar más y es también más consciente de lo que es el grupo, de lo que representa no sólo para ti sino para miles de personas, y de la inmensa cantidad de detalles que deben articularse para que las cosas funcionen. Es tremendo. Uno quisiera dedicarse nada más a gozar: a tocar, a dormir, a ir a una fiesta… Pero ya no puedes. Existen responsabilidades que han crecido junto con la banda. Alguien tiene que ocuparse de ellas. Es desgastante. Pero sin ese desgaste no existiría Café Tacvba.
El objeto antes llamado disco es una frase que conlleva múltiples ironías. La primera y más obvia: «The Artist Formerly Known as Prince». Le pregunto a Joselo. Ríe con cara de niño.
—Por supuesto: hicimos esa broma.
—¿Pero no hay también un juego con lo digital, por una parte, y, por otra, con el hecho de tocar en vivo?
—Es que puede tener la lectura que tú quieras. Siempre ha sido así en Café Tacvba. Incluso en lo que después resulta «místico», o en donde la gente encuentra significados ocultos, para nosotros hay una broma, un chiste, no un plan maestro. Una broma no tiene por qué ser tonta, ¿no?
—OK. Pero ¿qué opinas del concepto «disco» en sí?
—Me he encontrado grupos jóvenes a los que quiero producir y les digo: ¿para qué quieren un disco?, ¿por qué no hacen canciones y ya? Dicen: «No, no, no: quiero-tener-mi-disco». Es como un fetiche casi. Yo ya no entiendo nada. ¿No se supone que lo digital te libera del objeto? El disco se ha vuelto una especie de reliquia. Así que no va a morir. Esto da para un montón de reflexiones. Y una reflexión no pierde mérito al decir: ah, claro, esa frase se nos ocurrió como un chiste. Tiene más vida que eso.
El objeto antes llamado disco reúne diez canciones. Es, en más de un sentido, un regreso a la tradición generada por Café Tacvba. No sólo porque la banda excluyó la batería y volvió a su formación electroacústica, sino también porque la presencia del folk —que va desde la incorporación de un kalimba en «Espuma» hasta una zarandeante mezcla de punk y vals peruano en «Olita del altamar»— es muy intensa. Hay letras afortunadas y muy oscuras, como «Zopilotes». Pero también una balada maciza y cachonda a la que le auguro gran popularidad en las alcobas: «Aprovéchate». Tecno de punta, pop con delay, una cita de «Material Girl» de Madonna en el bajo, madurez y frescura; lo he escuchado tres veces y ya siento que lo quiero, pero no podría hablar de él con sensatez: estoy obnubilado por la charla fluida y lúcida que me están regalando los tacvbos.
—Sé que ustedes no sólo se nutren de música sino también de libros. ¿Qué estaban leyendo mientras componían el nuevo álbum?
Joselo:
—Un montón de cosas… Puedo rastrear, por ejemplo, este verso en la segunda canción del disco: «Muéstrame los andamios de esta realidad». Está dedicado a Timothy Leary. Aunque al final no me influyó tanto Leary como la lectura de Ponche de ácido lisérgico, de Tom Wolfe, y de algún modo también la de Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey. Me gusta todo este rollo de búsqueda. Me interesa porque no soy dado a usar drogas, siempre he tenido reticencia o miedo a buscarlo.
Por primera y única vez, Rubén Albarrán lo interrumpe:
—Yo no lo leí: yo sí me lo tomé. Ahí tienes un ejemplo de la unión y el trabajo en equipo como grupo.
Risas.
—No soy dado a usar drogas —continúa Joselo—, por eso busco esas experiencias en la literatura. Digo: me voy a dar un pasón de libro. Si te fijas bien, mi guitarra tiene esta vez muchos efectos, mucho delay. Está en todo el disco, es el sonido que propuse esta vez, a diferencia de lo que suelo hacer (que es mucha guitarra acústica o la guitarra eléctrica como suena del ampli). Así que podría decirse que mi guitarra en este disco es una larga cita de mis lecturas psicodélicas.
—¿Y tú, Rubén?
—Algo que a mí me enriqueció y gocé muchísimo fue que, durante los dos años de receso con Café Tacvba, Ofelia Medina me invitó a participar en una obra de teatro que es en realidad una recopilación de poesía erótica. La verdad es que yo no había estado en contacto con la poesía y recibí todo su poder. Así: ¡bam! Guau. Ése es otro coctelito, ¿verdad?
«Una última pregunta», me susurra al oído Alicia, la RP de Universal. Me apresuro: suelto la pregunta más personal (para mí) que quiero hacerles.
—¿Cómo equilibra un hombre de más de cuarenta años su relación con la familia, la esfera de lo social y una carrera artística?
Joselo:
—En cierto momento me di cuenta de que lo que funcionaba para Café Tacvba era ser uno mismo. Y parte de nuestra filosofía es que creemos en el individuo. Yo lo que percibo y creo es eso. Sí, somos un grupo, pero hay cuatro individuos aquí. A lo mejor esta visión social que tú ves, yo no la percibo en mí. A lo mejor a la hora de que escribo una canción y la pongo ahí, hablando desde el individuo, otros se ven reflejados. Pero ora sí que ése ya no es mi pedo, ¿no?
Por primera vez desde que inició la charla percibo (o será que soy un individuo paranoico) una ligera tensión entre dos miembros del grupo.
Rubén Albarrán contrapone:
—Para mí el trabajo consistiría en hacerte consciente de que en realidad no hay separación entre familia de sangre, familia musical y familia social. Todo está ahí. O más bien: mi ser está imbuido, está sumergido en esa gran esfera. No me parece que haya una separación. Si está habiendo un problema en Wirikuta o en Cherán, es un problema que van a tener mis hijos, que están teniendo mis hijos. Y que lo tengo que solucionar, porque si no se lo estoy dejando a ellos. Y, de la misma forma, es algo que enfrento con las herramientas que esta otra familia, que es la musical, me dio. Puedo intentar solucionar estos problemas al menos en mi mente. Puedo situarlos en mi mente y actuar, porque si no todo se vuelve demasiado caótico.
Es el final de la entrevista. Me despido. Me voy igual que como llegué: partido en dos por la última pregunta.
Ha pasado un mes desde que conversé con ellos. Los he andado persiguiendo sin querer: a mediados de septiembre coincidimos en Buenos Aires, ellos para tocar y yo para hacer lecturas en el Festival Internacional de Literatura (FILBA). No pude verlos: su concierto fue el 15 por la noche y yo a esa hora estaba destruido por la fiesta. Ahora es 7 de octubre, participo en el Hay Festival de Xalapa, Veracruz, y esta noche hay concierto de Café Tacvba. Me dan acceso a la infame zona VIP del Parque Juárez: unas gradas pelonas a kilómetros del escenario. Protesto: vine a bailar, no a guarecerme de la lluvia. Protesto de nuevo. Al fin alguien abre una puertecita que está detrás del dugout y nos permiten —a mí y a otra veintena de escritores— bajar hasta la fangosa cancha de béisbol (todo el día estuvo lloviendo, pero ahora el cielo luce despejado) y mezclarnos con la chusma. Mientras mis compañeros y yo pasamos uno a uno por la puertecita aquella, Joselo suelta los acordes iniciales de «El baile y el salón». Cruzo la cancha corriendo y cantando, levantando plastas de lodo que me golpean los muslos y las rodillas. A codazos me abro paso hasta llegar lo más cerca posible del escenario y me pongo a saltar. Éste es el lenguaje de Café Tacvba que comprendo mejor: la mestiza, redonda, impura mística de su música.
Al rato me canso de brincar —ya estoy viejo; ni siquiera puedo imaginar cómo lo logran ellos día con día— y regreso un poco más atrás, hacia la zona del campo donde dejé a mi pandilla de escritores amigos. La gente del fondo está gritando: «¡Culeeeros! ¡Culeeeros!». Es que la policía no permite que los chicos salten de las gradas a la cancha para estar más cerca de su grupo favorito: los sujetan, los someten, los sacan de la fiesta. Un chavo brinca al pasto y se escabulle con habilidad de wide receiver entre dos policías, llega hasta el fondo y se pierde entre el público, que le aplaude. El grito crece: «¡Culeeeros! ¡Culeeeros!». Rubén ya los escuchó; sabe que, si no les hace caso, los perderá. Mas, como audiencia, no somos rivales: el colmillo de Rubén es una reliquia forjada en las profundidades de un volcán llamado México, Distrito Federal.
—¡Muchachos, muchachos! —dice—. Estamos aquí para manifestar nuestro apoyo al movimiento #YoSoy132. ¡El que no brinque es Peña! ¡El que no brinque es Peña!
Y claro: el público vino a brincar, no a discutir reformas estructurales en materia de seguridad en los conciertos. Toda la tensión contra la policía se diluye cuando tus ídolos te dicen que están de acuerdo contigo, que este país es una mierda.
En su reseña del concierto de Café Tacvba en el Irving Plaza de Nueva York, Álvaro Enrigue escribió: «Les ha pasado lo que a David Bowie: mientras más viejos, más macizos». A propósito de esa misma tocada, Luis Paez-Pumar dijo en The Village Voice algo que podría traducirse como: «El baile es una parte esencial del ethos de Café Tacvba».
Lo que sucede en Xalapa no es distinto. Salvo que, por tratarse de un concierto mediano, con apenas unos pocos miles de asistentes, no todo es slam y adrenalina: el grupo se da el lujo de tocar un breve set viajadísimo de canciones catatónicas, profundas. Mientras interpretan «El espacio», dos chicas, casi niñas, se besan y se fajan mirándose a los ojos con el inconfundible arrobo de las tachas, y más de diez chicos rudos miran hacia el cielo cantando en un susurro, y cerca de mí se forma poco a poco un silencio tan sólido que podrías tomarle una foto. Entonces Meme sale de detrás de los teclados y rompe la burbuja con un alfiler al cantar «Eres».
Sacaron a relucir sus más irónicas coreografías. Hicieron que nos abrazáramos con desconocidos. Respondieron al hornazo de la mariguana con: «Muchachos, son ustedes un campo de florecitas: hasta acá llega el olor». Están pasando por uno de sus mejores momentos sobre el escenario.
Al día siguiente, un automóvil me lleva al aeropuerto de Veracruz y un avión al DF, y ahí tengo que hacer dos horas de espera antes de tomar otro avión a Saltillo. Odio los aeropuertos. Me parecen hospitales drenados de fluidos humanos. Sí: hospitales embalsamados. Estoy a punto de deprimirme. Extraño a mis amigos, a quienes quizá ya no vea en mucho tiempo. Extraño a mi familia, a la cual no he visto casi durante el último par de meses por andar del tingo al tango en esto de la literatura. De pronto reparo en mis zapatos. Son unos tenis Adidas color café; el único par bueno que me quedaba. Están completamente jodidos: achatados, magullados, llenos de lodo, inútiles. Y de pronto, de la nada, me pongo feliz. Recuerdo una frase de Rubén Albarrán antes de empezar a cantar «Bar Tacuba»:
—Estar solo no es tan malo como dicen, muchachos. Les deseamos que tengan momentos de soledad.
Desde hoy, odiaré un poco menos los aeropuertos. Y estoy pensando hacerme una camiseta que diga: «Yo destrocé mi mejor par de zapatos en un concierto de Café Tacvba». \\
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