El Jesucristo del penal de Juárez
Ioan Grillo
Fotografía de Miguel Perea
Sicarios de cárteles y traficantes de cocaína encuentran la redención por medio de un cristianismo evangélico de cuño propio.
Gonzalo dice que su vida anterior le parece una pesadilla de la cual acaba de despertar. Nada parece real: la adrenalina de las balaceras con la policía en las calles de la ciudad a plena luz del día, las noches en las que irrumpía en las casas de hombres y los sacaba a la oscuridad con los ojos vendados, riéndose con sus compañeros por los gritos de dolor de las víctimas que torturaban, el ruido mientras macheteaba los cuellos de sus capturados para luego arrancarles las cabezas.
Parece una pesadilla. Pero todo sucedió.
Gonzalo me dice que otro hombre hizo esas cosas. Un hombre que diario fumaba crack y tomaba whisky, un hombre que disfrutaba del poder en un país donde los pobres son impotentes, un hombre con una camioneta último modelo, que podía comprar una casa en efectivo, un hombre que tenía cuatro esposas e hijos por todas partes… un hombre sin Dios.
“En este tiempo no tenía ningún temor. No sentía nada. No tenía compasión por nada”, me dice, sentado en una cama en la sombra de la celda que comparte con ocho hombres. Afuera el sol de mediodía azota las calles de Ciudad Juárez. Tiene acento norteño y su voz tiene un dejo de sonido nasal. La policía le reventó los dientes antes de que confesara. Pero nada de esto le quita lo imponente —un metro noventa, bigote, espalda ancha y músculos que desarrolló jugando futbol americano y que aún mantiene a sus 38 años.
Da la impresión de nunca haber hablado tan francamente de su vida como soldado, secuestrador y sicario para cárteles de narcos, sobre todo a un periodista británico metiche. Peso no solo está hablando conmigo. Le está confesando a Jesucristo.
“Conocer de Cristo es una cosa totalmente diferente. Es un temor y uno empieza a pensar las cosas y lo que ha hecho y dejado de hacer”. dice, hablando despacio, tragándose algunas palabras. “Porque era lo malo. Pensar en las otras personas; pudo haber sido un hermano mío a quien yo le hacía eso, podría haber pasado a mis hermanos. Muchos padres sufrieron”.
En un bloque sucio del penal de la ciudad con más homicidios del planeta, 3OO pecadores como Gonzalo volvieron a nacer y encontraron a Jesucristo. Esta secta evangélica llamada Libres en Cristo fue fundada tras las rejas y ha logrado convertir a algunos de los asesinos más brutales de la guerra del narco en México, así como a traficantes y a adictos. Los feligreses se han inspirado en aspectos radicales y escandalosos del evangelismo norteamericano para salvar sus almas. Los rituales festivos desarrollados en el sur de Estados Unidos están encontrando vida y sangre nueva en los territorios peligrosos de la frontera mexicana.
Los fieles dicen que Jesucristo decidió. resurgir aquí en Juárez porque Satanás ha estado tan presente. Es difícil argumentar que no hay señas del diablo en esta ciudad de 1.3 millones de habitantes. Desde enero de 2008, cuando los cárteles de Juárez y de Sinaloa empezaron una guerra por las rutas del narcotráfico, que implican miles de millones de dólares, ha habido más de cinco mil homicidios, haciendo a esta ciudad más mortal que Bagdad, Mogadishu, Ciudad del Cabo o la misma Nueva Orleans. Algunos de estos asesinatos en Juárez han tenido un toque particularmente diabólico, como la masacre de 13 jóvenes de preparatoria en una fiesta, la alineación y ejecución de l7 drogadictos que se recuperaban en un centro de rehabilitación, o el colgar un cadáver con máscara de cerdo en una barda cerca de una escuela.
La intensidad de las salvaciones en el penal se puede apreciar en las misas diarias que llevan a cabo en las entrañas de la prisión. Los ojos bien cerrados, dientes apretados, el sudor desparramándose por 1as por las frentes, las manos levantadas hacia los cielos —hombres que usan todo su poder espiritual para exorcizar sus demonios atroces. “Amo a Cristo. Amo a Cristo”, grita el predicador al ritmo de un rapero.
Una banda empieza a tocar ritmos de ska mientras que un convicto toca una melodía súper pegajosa en un teclado electrónico. El rebaño explota. Jóvenes musculosos con las cabezas rapadas, camisetas blancas ajustadas y tenis bailan slam en frente del altar. Un prisionero con una camisa blanca bien planchada ondea frenéticamente una bandera con la Estrella de David. La madre de un reo —una mujer mayor que mide no más de un metro con cincuenta con una pañoleta de algodón en la cabeza— baila en círculos frenéticos. “Avanzamos hacia Jerusalén», gritan los feligreses acompañando a la banda, lanzando puños al aire.
La congregación viene de los barrios más sangrientos y de los rincones más oscuros de Juárez. Los reos transportaban toneladas de drogas de los cárteles cruzando puentes fronterizos hacia Estados Unidos, mientras que otros vendían por kilos en México. Algunos de los feligreses mataron a rivales de otros cárteles entre lluvias de fuego de ametralladoras o los secuestraron y los sometieron a un dolor inimaginable antes de aventar sus cuerpos descuartizados o decapitados. Otros robaban autos, asaltaban bancos o violaban mujeres en las calles balaceadas de Juárez. Muchos consumían cocaína y heroína que viajaba hacia el norte. Vienen de familias pobres y desbaratadas —las personas más marginadas en una sociedad deshecha—. Sus historias personales de caída y redención en gran parte explican la razón por la cual Juárez se ha degenerado de forma tan trágica en los últimos años.
Mientras hacia la investigación para un libro sobre la guerra del narco en México, me metí en la cárcel para buscar historias de pandilleros, no de Jesucristo. La cárcel municipal de Juárez ha tenido que lidiar con un flujo constante de reos encerrados por crímenes federales relacionados con el narco y el crimen organizado, que ha incrementado la población a 2 800 incluyendo cientos de miembros de la banda del Barrio Azteca —traficantes y sicarios del cártel de Juárez— y sus rivales los Artistas Asesinos, o Doble A, sicarios del cártel de Sinaloa. Esta mezcla letal causó cientos de apuñalamientos y balazos en el patio de la cárcel, antes de que Gerardo Ortiz Arellano se apoderara de la dirección en abril de 2009. Para tratar de mantener la paz, Ortiz puso a los pandilleros en zonas separadas, y evitó que se toparan en las áreas comunes. Me recuerda la prisión Her Majesty‘s Maze, en el norte de Irlanda, donde los reos paramilitares protestantes y católicos estaban segregados en diferentes H-Blocks (bloques H).
Por lo pronto, el experimento de Juárez ha tenido éxito. En su primer año no han habido asesinatos a pesar de que miembros de ambas bandas se están exterminando en las calles. En este mismo periodo, otras cárceles mexicanas han estado bañadas en sangre, con 20 muertos en el cercano penal estatal de Chihuahua y 23 asesinados en un motín en el penal de Durango.
En este ambiente de áreas dominadas por bandas en el penal de Juárez, los 300 evangélicos de Libres en Cristo también tienen su propia sección. El territorio consta de una iglesia pintada de verde, una cocina, un área para comer al aire libre y secciones donde de cuatro a 10 hombres camparten celdas estrechas. En este mundo cristiano, los prisioneros viven regidos por lo que llaman un “gobierno eclesiástico” —cuyas leyes incluyen la prohibición del tabaco, del consumo de narcóticos y del robo—. Cualquiera que rompa estas reglas se arriesga a ser expulsado del rebaño evangélico y de la seguridad de su sector.
Inesperadamente, los Libres en Cristo resultaron abiertos para conversar de manera franca. Sentados en sus celdas o paseándose por el patio, contestaron con mucha paciencia cada una de mis preguntas sobre sus vidas anteriores en el mundo brutal del crimen organzado. “Consígueme a un cuate que haya movido más coca que tú; tráeme a un sicario”, les exigía. Incansables, buscaban al reo, apoyados por una actitud sorprendentemente abierta de las autoridades, quienes en los penales mexicanos suelen ser cerrados y controladores. Durante dos días completos, me paseé por el dominio evangélico al son de himnos roqueros y de historias sangrientas de asesinatos y salvación. Todos los presos tenían historias fascinantes, aunque terroríficas. Pero son tres los testimonios que me llamaron la atención: el de un predicador, un traficante adolescente y Gonzalo, el sicario.
EL PASTOR
Adelaido Sosa se convirtió en el pastor del rebaño hace seis meses, reemplazando a su predecesor, quien cumplió su sentencia. A sus 45 años, originario de Juárez, con el pelo lacio y ojos penetrantes, Sosa se considera un símbolo físico del daño que pueden hacer las drogas: sus brazos, sus piernas y torso están cubiertos de gruesas cicatrices torcidas donde se inyectaba cocaína y heroína. Las heridas resaltan como llagas rosas y blancas que marcan su piel morena.
“Cuando se van acabando los venas, tanta es la adicción que uno no puede parar. Las venas se van desapareciendo por los ácidos, los químicos y uno se empieza a inyectarse en el músculo y entre la piel. Salen a buscar los ácidos y se quema la carne, se descompone toda la carne, y es cuando viene la consecuencia por hacerse todo, quedando putrefacto todo el cuerpo”.
Sosa se hizo adicto a principios de los años ochenta, cuando el arroyo de narcóticos que fluía por Juárez hacia el norte, se convirtió por primera vez en un río que escupía dólares en el pueblo fronterizo. En los “viejos tiempos” el narcotráfico era controlado por Gilberto Ontiveros alias el Greñas, de pelo tupido, quien era abiertamente ostentoso y tenía un Rolls Royces y un tigre en su mansión de Juárez. Construyó una cadena de hoteles de lujo y financió un hipódromo enorme, en eI cual apostó un millón de dólares.
En esa época, los mexicanos veían al narcotráfico como un problema puramente estadounidense. “Los colombianos la hacen, los mexicanos la pasamos y los gringos se la meten”, decían los analistas locales riéndose. Pero Sosa y otros en la frontera sabían que las cosas no eran así. Los trabajadores emigrantes experimentaban con drogas fuertes en ciudades como Los Ángeles y Dallas y luego regresaban con sus ilueyos hábitos. Al mismo tiempo, eI Greñas le pagaba a algûn teniente con ladrillos de cocaína y heroína, ya que vendiéndola en las calles de Juárez se hacía de una lanita.
La adicción a las drogas es un problema complicado. Millones de personas experimentan con cocaína y heroína sin volverse esclavos de las sustancias. Pero el joven Sosa fue uno de1os que cayó bajo el poder del połvo blanco y de la “chiva”. Dice que su debilidad causó su adicción
“Es una cadena de eslabones que uno va tejiendo. Va uno agarrando el primer eslabón, sencillito. Va agarrando todo el eslabón, otra cadena, va tejiendo uno mismo en su forma de vivir y la ignorancia. Y cuando uno menos lo piensa, uno ya está atrapado con el vicio. Uno quiere salir, uno anhela salir cuando mira a las personas bien, pero uno está atrapado ya, como una botella sin salida”.
Al final agarraron a Ontiveros, el capo que movía esa droga. Como muchos otros jefes de cárteles, su error fue meterse con los gringos. En 1986, sorprendió aI fotógrafo estadounidense Al Gutiérrez del periódico El Paso Herald Post tomando fotos del hotel que estaba construyendo. Lo encañonó con su Colt 45 y entregó al fotógrafo a sus guardaespaldas, quienes lo golpearon y torturaron durante12 horas antes de echarlo, ensangrentado, del otro lado del río. Gutiérrez publicó su recuento de la golpiza y el gobernador de Texas exigió que se hiciera justicia. Tres días después, la Policía Federal mexicana agarró a Ontiveros y lo encerró en el penal donde permanece hasta el día de hoy.
Pero la desaparición de el Greñas no disminuyó el flujo de drogas. La plaza de Juárez cayó en manos de su teniente, Rafael Aguilar, un ex agente de alto rango en la dudosa Dirección Federal de Seguridad, que se encargaba de perseguir guerrillas y otros subversivos. Usando sus amplios contactos en el gobierno, Aguilar aceleró el caudal de drogas que fluían hacia el norte. En 1989, agentes estadounidenses hicieron una redada en una bodega en los suburbios de Los Ángeles, que contenía 21.5 toneladas de cocaína -la redada más grande en la historia de territorio estadounidense- y fue relacionada con el cartel de Juárez. En tanto, Aguilar invertía sus dólares obtenidos por la venta de cocaína en negocios de entretenimiento, comprando antros de alta categoría en ciudades como México y París.
Pero mientras Aguilar contaba sus cientos de millones, Sosa, adicto a las drogas, nunca pudo ir más allá de la calle. Su adicción le costaba 400 pesos al día, y cuando no lograba conseguirlos robando, empezó a vender coca en su barrio para alimentar su vicio. Era el eslabón más bajo en la cadena del narcotráfico, apenas sobreviviendo y distribuyendo unas docenas de gramos. Pero estos pequeños dealers son justamente el tipo de personas que los gobiernos recogen para alardear de sus estadísticas de guerra contra el narco. En 2002, la policía arrestó a Sosa con unas cuantas “grapas” y lo sentenciaron rápidamente a 10 años de cárcel por narcotráfico. Cuando pisó por primera vez el penal de Juárez, su piel podrida se caía a pedazos.
“Fui la escoria. Mi condición era muy triste, muy degradante. Venía así todo destruido de mi cuerpo físico, todo putrefacto, podrido. Ellos mismos justificaron que no había respuesta, solución para mi vida. Me echaron en la habitación cuatro donde echan lo que no sirve, lo más duro, lo más despreciado como se puede decir. Como estaba todo putrefacto, todo podrido, traía todo putrefacto mis manos, salían olores fétidos; todos me despreciaron, nadie quería tenerme cerca”.
Fue al tocar el fondo de los fondos que Sosa encontró a Jesucristo. “Los hermanos querían compartir el evangelio. A ellos no les importó mi condición -como estaba todo putrefacto, todo podrido-. Tanta era mi necesidad de querer sobrevivir que no dudé en entregar mi corazón a Dios”, dice con los ojos chispeantes.
Cuando Sosa se convirtió a la secta Libres en Cristo, ya llevaba una década en el penal de Juárez, aunque contaba con tan solo unas decenas de seguidores. Empezó en1992, dice Sosa, cuando los misioneros evangélicos visitaron la cárcel. La mayoría de los reos se decian católicos aunque en la práctica eran ateos. Los conversos empezaron a leer copias de la Biblia Reyna-Valera, una traducción protestante parecida a la versión King James.
Como muchos evangélicos, la secta cree que los feligreses deben regenerarse por medio de un nuevo encuentro can Jesucristo. Los pastores mezclan historias de la antigua Jerusalén con sus experiencias fuertes de la ca1le, usando jerga local y llamando al rebaño “bomies del barrio” (canales del barrio).Los himnos de la banda son una mezcla de rock, rap y música norteña. Los feligreses se desahogan en las misas, cantando, gritando y exorcizando a Belcebú. En general, es lo opuesto a las sobrias ceremonias católicas mexicanas.
Mientras los Libres en Cristo llegaban a ser cientos, Sosa se recuperó de sus heridas y adicciones. Ahora tiene’ la esperanza de poder predicar en los barrios de Juárez cuando salga del penal en 2012. Otros ex convictos también han formado congregaciones en la ciudad, aunque la iglesia principal sigue estando en el penal. Sosa explica que los problemas de Juárez son culpa de Satanás, y que Jesucristo es el único antídoto. Dice que el diablo lo poseyó y eso causó su corrupción.
“Yo no quería ser un drogadicto. No quería ser un delincuente. Pero no tenía armas para defenderme de Satanás; él vino e hizo de mi vida, me quitó de mi familia, me robó la felicidad de mis padres”, dice Sosa, con la mirada fija. “En este lugar me dicen cómo usar las armas contra Satanás. Ya Satanás no puede dominar mi vida como en ese tiempo. Viene a mi mente y me dice drógate, haz lo que tú hacías antes. Pero ya tengo armas espirituales que es la palabra del señor y me ayuda a rechazar esto”.
EL SICARIO
Cuando apenas era adolescents, la mafia vi el potencial de Gonzalo, cuyo nombre verdadero aseguré que mantendria oculto para evitar cualquier represalia. El jugador de futbol americano tenía el perfil perfecto de un joven rudo: fisicamente fuerte, agresivo y con algunos parientes ya metidos en el crimen organizado. Durango, su ciudad natal, se encontraba en eI corazón de la actividad de los cárteles, al lado de cerros donde contrabandistas llevaban cultivando opio y mariguana en abundancia desde los años cuarenta.
Su padre era un trabajador honesto, me dice Gonzalo, que pasó toda su vida como empleado sindicalizado de la Comisión Federal de Electricidad. A los 16 años, Gonzalo dejó la prepa para viajar con su padre a instalar cables de luz en ranchos y pueblos deteriorados. Pero no estaba satisfecho con ser un simple obrero y a los 18 años hizo lo que hacían muchos jóvenes rudos y ambiciosos en su ciudad: se unió a la Policía Judicial.
“Tenía ambición”, recuerda, sentado con camiseta blanca y pantalón de mezclilla. “Estaba totalmente limpio, pero también en la mismas corporaciones se malea uno. Empiezas a saber. Empiezan a ofrecer dinero y empiezas a lo malo”.
En México, pasar de policía a maleante es más común que sorprendente. Líderes narcotraficantes como Miguel Ángel Félix Gallardo empezaron siendo guardianes de la ley, así como el tristemente célebre secuestrador Daniel Arizmendi, alias el Mochaorejas. Como ellos, Gonzalo desertó después de poco tiempo y a los 20 años se dedico de tiempo completo a una carrera criminal.
Llegó a Juárez cuando el narcotráfico en la ciudad estaba dando un giro violento. En 1993, el jefe Aguilar fue balaceado en un muelle en Cancún mientras se quedaba en el hotel Hyatt acompañado por 15 miembros de su familia. El gángster sinaloense Amado Carrillo Fuentes tomó el mando de la plaza de Juárez, trayendo consigo su flotilla de Boeings 727 para llevar cocaína desde Colombia directo a la frontera de Estados Unidos. Un informe alguna vez secreto de la Agencia Antidrogas estadounidense (DEA, por sus siglas en inglés) describe cómo Carrillo Fuentes hizo negocios con otros capos para formar una red nacional con la capacidad de mover cientos de toneladas de narcóticos.
“El esquema del cártel es ampliamente aceptado, pero distorsiona el poder real y la fuerza de los narcotraficantes mexicanos. Ejemplos recientes de individuos con la capacidad de trascender estas fronteras de cárteles incluyen a Amado Carrillo Fuentes”, dice el informe con un sello de la Operational Intelligence.”Joaquín Guzmán Loera y Carrillo Fuentes negociaron en conjunto cargamentos de varias toneladas de cocaína de Bolivia y Colombia a Sonora, México, y luego a Estados Unidos cruzando por Arizona. Durante esa misma época, Carrillo Fuentes también trabajó de cerca con Ismael Zambada García, estableciendo rutas de contrabando por Tijuana, Baja California».
Fue en este contexto en el que Gonzalo hizo su fortuna haciéndoles el trabajo sucio. Viajaba de Juárez a Durango, a Tijuana y a otras ciudades, llevando a cabo los actos de intimidación o violencia que se requerían. A lo largo de los años, dice, se hizo de una reputación de empleado capaz y de confianza, conocido por criminales poderosos y recomendado para las misiones más lucrativas. “La gente grande, la gente de poder, no quiere involucrarse de ninguna forma en ningún problema. Los que hacemos todo somos nosotros, los que tienen que hacer los trabajos. Pues así es la situación”, dice Gonzalo.
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